I PARTE
Al principio
«El Creador al principio los hizo hombre y
mujer» (Mt 19,4; Mc 10,6)
1. Los fundamentos de la familia a la luz de Cristo (5-IX-79/9-IX-79)
1. Desde hace algún tiempo están en curso
los preparativos para la próxima Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos,
que se celebrará en Roma en el otoño del próximo año. El tema del Sínodo:
«De muneribus familiæ christianæ (Misión de la familia cristiana»),
concentra nuestra atención sobre esta comunidad de vida humana y cristiana, que
desde el principio es fundamental. Precisamente de esta expresión, «desde
el principio» se sirve el Señor Jesús en el coloquio sobre el matrimonio,
referido en el Evangelio de San Mateo y en el de San Marcos. Queremos
preguntarnos qué significa esta palabra «principio». Queremos además aclarar
por qué Cristo se remite al «principio» precisamente en esta circunstancia y,
por tanto, nos proponemos un análisis más preciso del correspondiente texto de
la Sagrada Escritura.
2. Jesucristo se refirió dos veces al «principio»,
durante la conversación con los fariseos, que le presentaban la cuestión sobre
la indisolubilidad del matrimonio. La conversación se desarrolló del modo
siguiente:
«Se le acercaron unos fariseos con propósito
de tentarle, y le preguntaron: ¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier
causa? El respondió: ¿No habéis leido que al principio el
Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: Por eso dejará el hombre al
padre y a la madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.
De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió
no lo separe el hombre. Ellos le replicaron: Entonces ¿cómo es que Moisés
ordenó dar libelo de divorcio al repudiar? Díjole El: Por la dureza de vuestro
corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio
no fue así» (Mt 19, 3 ss; cf. Mc 10, 2 ss).
Cristo no acepta la discusión al nivel en que
sus interlocutores tratan de introducirla, en cierto sentido no aprueba la
dimensión que ellos han intentado dar al problema. Evita enzarzarse en las
controversias jurídico casuísticas; y, en cambio, se remite dos veces «al
principio». Procediendo así, hace clara referencia a las palabras
correspondientes del libro del Génesis, que también sus interlocutores
sabían de memoria. De esas palabras de la revelación más antigua, Cristo saca
la conclusión y se cierra la conversación.
3. «Principio» significa, pues,
aquello de que habla el libro del Génesis. Por lo tanto, Cristo cita al Génesis
1, 27, en forma resumida: «Al principio el Creador los hizo varón y hembra»,
mientras que el pasaje original completo dice así textualmente: «Creó Dios al
hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó y los creó varón y hembra». A
continuación el Maestro se remite al Génesis 2, 24: «Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los
dos una sola carne». Citando estas palabras casi «in extenso», por completo,
Cristo les da un significado normativo todavía más explícito (dado que podría
ser hipotético que en el libro del Génesis sonaran como afirmaciones de
hecho: «dejará... se unirá... vendrán a ser una sola carne»). El
significado normativo es admisible en cuanto que Cristo no se limita sólo a la
cita misma, sino que añade: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre». Ese «no lo separe» es
determinante. A la luz de esta palabra de Cristo, el Génesis 2, 24
enuncia el principio de la unidad e indisolubilidad del matrimonio como el
contenido mismo de la Palabra de Dios, expresada en la revelación más antigua.
4. Al llegar a este punto se podría sostener
que el problema está concluido, que las palabras de Jesús confirman la ley
eterna formulada e instituida por Dios desde el «principio», como la creación
del hombre. Incluso podría parecer que el Maestro, al confirmar esta ley
primordial del Creador, no hace más que establecer exclusivamente su propio
sentido normativo, remitiéndose a la autoridad misma del primer Legislador. Sin
embargo, esa expresión significativa: «desde el principio», repetida dos
veces, induce claramente a los interlocutores a reflexionar sobre el modo en que
Dios ha plasmado al hombre en el misterio de la creación, como «varón y
hembra», para entender correctamente el sentido normativo de las palabras del Génesis.
Y esto es tan válido para los interlocutores de hoy, como lo fue para los de
entonces. Por lo tanto, en el estudio presente, considerando todo esto, debemos
meternos precisamente en la actitud de los interlocutores actuales de Cristo.
5. Durante las sucesivas reflexiones de los miércoles,
en las audiencias generales, como interlocutores actuales de Cristo,
intentaremos detenernos más largamente sobre las palabras de San Mateo (19, 3 y
ss). Para responder a la indicación que Cristo ha encerrado en ellas,
trataremos de penetrar en ese «principio» al que se refirió de modo tan
significativo; y así seguiremos de lejos el gran trabajo que sobre este tema
precisamente emprenden ahora los participantes en el próximo Sínodo de los
Obispos. Junto con ellos toman parte numerosos grupos de Pastores y de laicos
que se sienten particularmente responsables de la misión que Cristo propone al
matrimonio y a la familia cristiana: la misión que El ha propuesto siempre y
propone también en nuestra época, en el mundo contemporáneo.
El ciclo de reflexiones que comenzamos hoy,
con intención de continuarlo durante los sucesivos encuentros de los miércoles,
tiene como finalidad, entre otras cosas, acompañar, de lejos por así
decirlo, los trabajos preparativos al Sínodo, pero no tocando directamente
su tema, sino dirigiendo la atención a las raíces profundas de las que brota
este tema.
2. Primer relato de la creación del hombre (12-IX-79/16-IX-79)
1. En el capítulo precedente comenzamos el
ciclo de reflexiones sobre la respuesta que Cristo Señor dio a sus
interlocutores acerca de la pregunta sobre la unidad e indisolubilidad del
matrimonio. Los interlocutores fariseos, como recordamos, apelaron a la ley de
Moisés; Cristo, en cambio, se remitió al «principio», citando las palabras
del libro del Génesis.
El «principio»,
en este caso, se refiere a lo que trata una de las primeras páginas del libro
del Génesis. Si queremos hacer un análisis de esta realidad, debemos sin
duda dirigirnos, ante todo al texto. Efectivamente, las palabras pronunciadas
por Cristo en la conversación con los fariseos, que nos relatan el capítulo 19
de San Mateo y el 10 de San Marcos, constituyen un pasaje que a su vez se
encuadra en un contexto bien definido, sin el cual no pueden ser entendidas ni
interpretadas justamente. Este contexto lo ofrecen las palabras: «¿No habéis
leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra...?» (Mt 19,
4), y hace referencia al llamado primer relato de la creación del hombre
inserto en el ciclo de los siete días de la creación del mundo (Gén
1, 1-2, 4). En cambio el contexto más próximo a las otras palabras de Cristo,
tomadas del Génesis 2, 24, es el llamado segundo relato de la creación del
hombre (Gén 2, 5-25), pero indirectamente es todo el capítulo tercero
del Génesis. El segundo relato de la creación del hombre forma una unidad
conceptual y estilística con la descripción de la inocencia original, de la
felicidad del hombre e incluso de su primera caída. Dado lo específico del
contenido expresado en las palabras de Cristo, tomadas primera frase del capítulo
cuarto del Génesis, que trata de la concepción y nacimiento del hombre de
padres terrenos. Así intentamos hacerlo en el presente análisis.
2. Desde el punto de vista de la crítica bíblica,
es necesario recordar inmediatamente que el primer relato de la creación del
hombre es cronológicamente posterior al segundo. El origen de este último
es mucho más remoto. Este texto más antiguo se define como «yahvista»
porque para nombrar a Dios se sirve del término «Yahvé». Es difícil no
quedar impresionados por el hecho de que la imagen de Dios que presenta tiene
rasgos antropomórficos bastante relevantes (efectivamente, entre otras cosas,
leemos allí que «formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le
inspiró en el rostro aliento de vida»; Gén 2, 7). Respecto a esta
descripción, el primer relato, es decir, precisamente el considerado cronológicamente
más reciente, es mucho más maduro, tanto por lo que se refiere a la imagen de
Dios, como por la formulación de las verdades esenciales sobre el hombre. Este
relato proviene de la tradición sacerdotal y al mismo tiempo «elohista» de «Elohim»,
término que emplea para nombrar a Dios.
3. Dado que en esta narración la creación
del hombre como varón y hembra, a la que se refiere Jesús en su respuesta
según Mt 19, está incluida en el ritmo de los siete días de la creación
del mundo, se le podría atribuir sobre todo un carácter cosmológico; el
hombre es creado sobre la tierra y al mismo tiempo que el mundo visible. Pero, a
la vez, el Creador le ordena subyugar y dominar la tierra (cf. Gén 1,
28): está colocado, pues, por encima del mundo. Aunque el hombre esté tan
estrechamente unido al mundo visible, sin embargo, la narración bíblica no
habla de su semejanza con el resto de las criaturas, sino solamente con Dios («Dios
creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó...»; Gén 1,
27). En el ciclo de los siete días de la creación es evidente una gradación
precisa (1); en cambio, el hombre no es creado según una sucesión natural,
sino que el Creador parece detenerse antes de llamarlo a la existencia, como si
volviese a entrar en sí mismo para tomar una decisión: «Hagamos al hombre a
nuestra imagen y a nuestra semejanza...» (Gén 1, 26).
4. El nivel de ese primer relato de la
creación del hombre, aunque cronológicamente posterior, es, sobre todo,
de carácter teológico. De esto es índice especialmente la definición del
hombre sobre la base de su relación con Dios («a imagen de Dios lo creó»),
que incluye al mismo tiempo la afirmación de la imposibilidad absoluta de
reducir el hombre al «mundo». Ya a la luz de las primeras frases de la Biblia,
el hombre no puede ser ni comprendido ni explicado hasta el fondo con las
categorías sacadas del «mundo», es decir, el conjunto visible de los cuerpos.
A pesar de esto también él hombre es cuerpo. El Génesis 1, 27 constata que
esta verdad esencial acerca del hombre se refiere tanto al varón como a la
hembra: «Dios creó al hombre a su imagen..., varón y hembra los creó» (2).
Es necesario reconocer que el primer relato es conciso, libre de cualquier
huella de subjetivismo: contiene sólo el hecho objetivo y define la realidad
objetiva, tanto cuando habla de la creación del hombre, varón y hembra, a
imagen de Dios, como cuando añade poco después las palabras de la primera
bendición: «Y los bendijo Dios, diciéndoles: Procread y multiplicaos, y
henchid la tierra; sometedla y dominad» (Gén 1, 28).
5. El primer relato de la creación del
hombre, que, como hemos constatado, es de índole teológica, esconde en sí una
potente carga metafísica. No se olvide que precisamente este texto del libro
del Génesis se ha convertido en la fuente de las más profundas inspiraciones
para los pensadores que han intentado comprender el «ser» y el «existir».
(Quizá sólo el capítulo tercero del libro del Exodo pueda resistir la
comparación con este texto) (3). A pesar de algunas expresiones pormenorizadas
y plásticas del paisaje, el hombre está definido allí, ante todo, en las
dimensiones del ser y del existir («esse»). Está definido de modo más
metafísico que físico. Al misterio de su creación («a imagen de Dios lo creó»)
corresponde la perspectiva de la procreación («procread y multiplicaos, y
henchid la tierra»), de ese devenir en el mundo y en el tiempo, de ese «fieri»
que está necesariamente unido a la situación metafísica de la creación: del
ser contingente (contingens). Precisamente en este contexto metafísico
de la descripción del Génesis 1, es necesario entender la entidad del bien,
esto es, el aspecto del valor. Efectivamente, este aspecto vuelve en el ritmo de
casi todos los días de la creación y alcanza el culmen después de la creación
del hombre: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1,
31). Por lo que se puede decir con certeza que el primer capítulo del Génesis
ha formado un punto indiscutible de referencia y la base sólida para una metafísica
e incluso para una antropología y una ética, según la cual «ens et bonum
convertuntur». Sin duda, todo esto tiene su significado también para la
teología y sobre todo para la teología del cuerpo.
6. Al llegar aquí, interrumpimos nuestras
consideraciones. En el próximo capítulo nos ocuparemos del segundo relato de
la creación, es decir, del que, según los escrituristas, es más antiguo
cronológicamente. La expresión «teología del cuerpo» que acabo de usar,
merece una explicación más exacta, pero la aplazamos para otro encuentro.
Antes debemos tratar de profundizar en ese pasaje del libro del Génesis, al que
Cristo se remitió.
(1) Al hablar de la materia inanimada, el autor
bíblico emplea diferentes predicados, como «separó», «llamó», «hizo»,
«puso». En cambio, al hablar de los seres dotados de vida, usa los términos
«creó» y «bendijo». Dios les ordena: «Procread y multiplicaos». Este
mandato se refiere tanto a los animales como al hombre, indicando que les es común
la corporalidad (cf. Gén 1, 22-28).
Sin embargo, la creación del hombre se
distingue esencialmente en la descripción bíblica de las precedentes obras de
Dios. No sólo va precedida de una introducción solemne, como si se tratara de
una deliberación de Dios antes de este acto importante, sino que, sobre todo,
la dignidad excepcional del hombre se pone de relieve por la «semejanza» con
Dios, de quien es imagen.
Al crear la materia inanimada Dios «separaba»;
a los animales les manda procrear y multiplicarse; pero la diferencia del sexo
está subrayada sólo respecto al hombre («varón y hembra los creó»),
bendiciendo al mismo tiempo su fecundidad, es decir, el vínculo de las personas
(Gén 1, 27-28).
(2) El texto original dice:
«Dios creó al hombre (haadam-sustantivo
colectivo: ¿la humanidad? / a su imagen; / a imagen de Dios los creó; / macho
(zakar-masculino) y hembra (uneqebah-femenino) los creó» (Gén 1, 27).
(3) «Hæc sublimis veritas»; «Yo soy
el que soy» (Ex 3,14) es objeto de reflexión para muchos filósofos,
comenzando por San Agustín, quien pensaba que Platón debía conocer este texto
porque le parecía muy cercano a sus concepciones. La doctrina agustiniana de la
divina «essentialitas» ejerció, mediante San Anselmo, un profundo influjo en
la teología de Ricardo de San Víctor, de Alejandro de Hales y de San
Buenaventura.
«Pour passer de cette interprétation
philosophique du texte de l’Exode á celle qu’allait saint Thomas il fallait
nécessairement franchir la distance qui sépare l’être de l’essence’ de
‘l’être de l’existence’. Les preuves thomistes de l’existence de Dieu
l’ont franchie»
Diversa es la posición del maestro Eckhart,
que, basándose en este texto, atribuye a Dios la «puritas essendi»: «est
aliquid altius ente...»
(cf. E. Gilson, Le Thomisme, Paris 1944 [Vrin] págs.
122-127; E. Gilson, History of Christian Philosophy in the Middle Ages,
London 1955 [Sheed and Ward] 810).
3. Segundo relato de la creación del hombre (19-IX-79/23-IX-79)
1. Respecto a las palabras de Cristo sobre el
tema del matrimonio, en las que se remite al «principio», dirigimos nuestra
atención, hace una semana, al primer relato de la creación del hombre en el
libro del Génesis (cap. 1). Hoy pasaremos al segundo relato que, frecuentemente
es conocido por «yahvista», ya que en él a Dios se le llama «Yahvé».
El segundo relato de la creación del
hombre (vinculado a la presentación
tanto de la inocencia y felicidad originales, como a la primera caída) tiene un
carácter diverso por su naturaleza. Aun no queriendo anticipar los detalles de
esta narración -porque nos convendrá retornar a ellos en análisis ulteriores-
debemos constatar que todo el texto, al formular la verdad sobre el hombre,
nos sorprende con sus profundidad típica, distinta de la del primer capítulo
del Génesis. Se puede decir que es una profundidad de naturaleza sobre todo
subjetiva y, por lo tanto, en cierto sentido, psicológica. El capítulo 2 del Génesis
constituye, en cierto modo, la más antigua descripción registrada de la
autocomprensión del hombre y, junto con el capítulo 3, es el primer testimonio
de la conciencia humana. Con una reflexión profunda sobre este texto -a través
de toda la forma arcaica de la narración, que manifiesta su primitivo carácter
mítico (1)- encontramos allí «in núcleo» casi todos los elementos del análisis
del hombre, a los que es tan sensible la antropología filosófica moderna y
sobre todo la contemporánea. Se podría decir que el Génesis 2 presenta la
creación del hombre especialmente en el aspecto de su subjetividad.
Confrontando a la vez ambos relatos, llegamos a la convicción de que esta
subjetividad corresponde a la realidad objetiva del hombre creado «a imagen de
Dios». E incluso este hecho es -de otro modo- importante para la teología del
cuerpo, como veremos en los análisis siguientes.
2. Es significativo que Cristo, en su
respuesta a los fariseos, en la que se remite al «principio», indica ante todo
la creación del hombre con referencia al Génesis 1, 27: «El Creador al
principio los creó varón y mujer»: sólo a continuación cita el texto del Génesis
2, 24. Las palabras que describen directamente la unidad e indisolubilidad del
matrimonio, se encuentran en el contexto inmediato del segundo relato de la
creación, cuyo rasgo característico es la creación por separado de la
mujer (cf. Gén 2, 18-23), mientras que el relato de la creación del
primer hombre (varón) se halla en el Gén 2, 5-7. A este primer ser
humano la Biblia lo llama «hombre» (adam) mientras que, por el
contrario, desde el momento de la creación de la primera mujer, comienza a
llamarlo «varón», ‘is, en relación a ‘issàh (mujer, porque está
sacada del varón = ‘is) (2). Y es también significativo que, refiriéndose
al Gén 2, 24. Cristo no sólo une el «principio» con el
misterio de la creación, sino también nos lleva, por decirlo así, al límite
de la primitiva inocencia del hombre y del pecado original. La segunda
descripción de la creación del hombre ha quedado fijada en el libro del Génesis
precisamente en este contexto. Allí leemos ante todo: «De la costilla que del
hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El
hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne.
Esta se llamará varona, porque el varón ha sido tomada’» (Gén 2,
22-23). «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su
mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).
«Estaban ambos desnudos, el hombre y su
mujer, sin avergonzarse de ello» (Gén 2, 25).
3. A continuación, inmediatamente después de
estos versículos, comienza el Génesis 3 la narración de la primera caída del
hombre y de la mujer, vinculada al árbol misterioso, que ya antes ha sido
llamado «árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gén 2, 17). Con
esto surge una situación completamente nueva, esencialmente distinta de la
precedente. El árbol de la ciencia del bien y del mal es una línea divisoria
entre las dos situaciones originarias, de las que habla el libro del Génesis.
La primera situación es la de la inocencia original, en la que el hombre (varón
y hembra) se encuentran casi fuera del conocimiento del bien y del mal, hasta
que no quebranta la prohibición del Creador y no come del fruto del árbol de
la ciencia. La segunda situación, en cambio, es esa en la que el hombre, después
de haber quebrantado el mandamiento del Creador por sugestión del espíritu
maligno simbolizado en la serpiente, se halla, en cierto modo, dentro del
conocimiento del bien y del mal. Esta segunda situación determina el estado
pecaminoso del hombre, contrapuesto al estado de inocencia primitiva.
Aunque el texto yahvista sea muy conciso en su
conjunto, basta sin embargo para diferenciar y contraponer con claridad esas
dos situaciones originarias. Hablamos aquí de situaciones, teniendo ante
los ojos el relato que es una descripción de acontecimientos. No obstante, a
través de esta descripción y de todos sus pormenores, surge la diferencia
esencial entre el estado pecaminoso del hombre y el de su inocencia original (3).
La teología sistemática entreverá en estas dos situaciones antitéticas dos
estados diversos de la naturaleza humana: status naturæ integræ (estado
de naturaleza íntegra) y status naturæ lapsæ (estada de naturaleza caída).
Todo esto brota de ese texto «yahvista» del Gén 2 y 3, que encierra en
sí la palabra más antigua de la revelación, y evidentemente tiene un
significado fundamental para la teología del hombre y para la teología del
cuerpo.
4. Cuando Cristo, refiriéndose al «principio»,
lleva a sus interlocutores a las palabras del Gén 2, 24, les ordena, en
cierto sentido, sobrepasar el límite que, en el texto yahvista del Génesis,
hay entre la primera y la segunda situación del hombre. No aprueba lo que «por
dureza del... corazón» permitió Moisés, y se remite a las palabras de la
primera disposición divina, que en este texto está expresamente ligada al
estado de inocencia original del hombre. Esto significa que esta disposición no
ha perdido su vigencia, aunque el hombre haya perdido la inocencia primitiva. La
respuesta de Cristo es decisiva y sin equívocos. Por eso debemos sacar
de ella las conclusiones normativas, que tienen un significado esencial no sólo
para la ética, sino sobre todo para la teología del hombre y para la teología
del cuerpo, que, como un punto particular de la antropología teológica, se
establece sobre el fundamento de la palabra de Dios que se revela. Trataremos de
sacar estas conclusiones en el próximo encuentro.
(1) Si en el lenguaje del racionalismo del
siglo XIX el término «mito» indicaba lo que no se contenía en la realidad,
el producto de la imaginación (Wundt), o lo que es irracional (Lévy Bruhl), el
siglo XX ha modificado la concepción del mito.
L. Walk ve en el mito la filosofía natural, primitiva y arreligiosa; R. Otto
lo considera instrumento de conocimiento religioso; para C. G. Jung, en
cambio, el mito es manifestación de los arquetipos y la expresión del «inconsciente
colectivo», símbolo de los procesos interiores.
M. Eliade descubre en el mito la estructura de la realidad que es inaccesible a la
investigación racional y empírica: efectivamente, el mito transforma el suceso
en categoría y hace capaz de percibir la realidad trascendente; no es sólo símbolo
de los procesos interiores (como afirma Jung), sino un acto autónomo y creativo
del espíritu humano, mediante el cual se actúa la revelación (cf. Traité
d’historie des religions, París 1949, pág. 363; Images et symboles.
París, 1952, págs. 199-235).
Según P. Tillich el mito es un símbolo,
constituido por los elementos de la realidad para presentar lo absoluto y la
trascendencia del ser, a los que tiende el acto religioso. H. Schlier
subraya en el mito no conoce los hechos históricos y no tiene necesidad de
ellos, en cuanto describe lo que es destino cósmico del hombre que es siempre
igual.
Finalmente, el mito tiende a conocer lo que es
incognoscible.
Según P. Ricoeur: «Le mythe est autre
chose qu’une explication du monde,de l’histoire ete de la destinée; il
exprime, en terme de mode, voire d’outremonde ou de second monde, la compréhension
que l’homme pren de luimême par rapport au fondement et à la limite de son
existence (...). Il exprime dans un langage objectif le sens que ‘lhomme prend
de sa dépendance à l’egard de cela qui se tient à la limite et à
l’origine de son monde» (P. Ricoeur, Le Conflit des interprétations,
París [Seuil] 1969, pág. 383).
«Le mythe adamique est par excellence
le mythe anthropologique; Adam veut dire Homme; mais tout mythe de l’homme
primordial’ n’est pas ‘mythe adamique’, qui... est seul propement
anthropologique; par là trois traits sont désignes:
- le mythe étiologique rapporte l’origine du
mal à un ancêtre de l’humanité actuelle dont la condition est homogène
à la nôtre (...).
- le mythe étiologique est la tentative la
plus extrême pour dédoubler l’origine du mal et du bien. L’intention
de ce mythe est de donner consistance à une origine radicale du mal
distincte de l’origine plus originaire de l’êtrebon des choses
(...). Cette distinction du radical et d’originaire est essentielle au caractère
anthropologique du mythe adamique; c’est elle quie fait de l’homme un commencement
du mal au sein d’une création qui a déja son commencement absolu dans
l’acte createur de Dieu.
- le mythe adamique subordonne à la figure
centrale de l’homme primordial d’autres figures qui tendent à décentrer le
récit,sans pourtant supprimer le primat de la figure adamique (...).
Le mythe,en nommant Adam, l’homme, explicite
l’universalité concrète du mal humain; l’esprit de pénitence se donne
dans le mythe adamique le symbole de cette universalité. Nous retrovons ainsi
(...) la fonction universalisante du mythe. Mais en même temps mous retrouvons
les deux autres fonctions, également suscitées par l’expérience pénitentielle
(...). Le mythe protohistorique servit ainsi non sulement à généraliser l’expérience
d’Israel à l’humanité de tous les temps et de tous les lieux,mais à étendre
à celleci la grande tensión de la condammantion et de la misericorde que
les prophétes avaient enseigné à discerner dans le prope destin d’Israel.
Enfin, dernière fonction du mthe, motivée
dans la foi d’Israel: le mythe prepare la spéculation en explorant le
point de rupture de l’ontologique et de l’historique» (P. Ricoeur, Finitude
et culpabilité: II. Symbolique du mal, París 1960 [Aubier], págs.
218-227.
(2) En cuanto a la etimología, no se excluye
que el término hebreo ‘is se derive de una raíz que significa «fuerza»
(‘is o también ‘ws); en cambio ‘issà está unido a
una serie de términos semíticos, cuyo significado oscila entre «hembra» y «mujer».
La etimología propuesta por el texto bíblico
es de carácter popular y sirve para subrayar la unidad del origen del hombre y
de la mujer; esto parece confirmado por la asonancia de ambas palabras.
(3) «El mismo lenguaje religioso pide la
trasposición de las «imágenes» o mejor, «modalidades simbólicas» a «modalidades
conceptuales» de expresión.
A primera vista esta trasposición puede
parecer un cambio puramente extrínseco (...). El lenguaje simbólico
parece inadecuado para emprender el camino del concepto por un motivo que es
peculiar de la cultura occidental. En esta cultura el lenguaje religioso ha
estado siempre condicionado por otro lenguaje, el filosófico, que es el
lenguaje conceptual por excelencia (...). Si es verdad que un vocabulario
religioso es comprendido sólo en una comunidad que lo interpreta y según una
tradición de interpretación, sin embargo también es verdad que no existe
tradición de interpretación que no esté «mediatizada» por alguna concepción
filosófica.
He aquí que la palabra «Dios», que en los
textos bíblicos recibe su significado por la convergencia de diversos
modos de la narración (relatos y profecías, textos de legislación y
literatura sapiencial, proverbios e himnos) -vista esta convergencia, tanto como
el punto de intersección, como el horizonte que se desvanece en toda y
cualquier forma- debió ser absorbida en el espacio conceptual, para ser
reinterpretada en los términos del Absoluto filosófico como primer motor,
causa primera, Actus Essendi, ser perfecto, etc. Nuestro concepto de Dios
pertenece, pues, a una ontoteología, en la que se organiza toda la constelación
de las palabras-clave de la semántica teológica, pero en un marco de
significados dictados por la metafísica». (Paul Ricoeur, Ermeneutica bíblica,
Brescia 1978, Morcelliana, págs. 140-141; título original: Biblical
Hermeneutics, Montana 1975).
La cuestión sobre si la reducción metafísica
expresa realmente el contenido que oculta en si el lenguaje simbólico y metafórico,
es un tema aparte.
4. Inocencia original y redención de Cristo (26-IX-79/30-IX79)
1. Cristo, respondiendo a la pregunta sobre la
unidad y la indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo que está escrito
en el libro del Génesis sobre el tema del matrimonio. En nuestras dos
reflexiones precedentes hemos sometido a análisis tanto al llamado texto
elohista (Gén 1), como el yahvista (Gén 2). Hoy queremos sacar
algunas conclusiones de este análisis.
Cuando Cristo se refiere al «principio»,
lleva a sus interlocutores a superar, en cierto modo, el límite que, en el
libro del Génesis, hay entre el estado de inocencia original y el estado
pecaminoso que comienza con la caída original.
Simbólicamente se puede vincular este límite
con el árbol de la ciencia del bien y del mal, que en el texto yahvista
delimita dos situaciones diametralmente opuestas: la situación de la inocencia
original y la del pecado original. Estas situaciones tienen una dimensión
propia en el hombre, en su interior, en su conocimiento, conciencia, opción y
decisión, y todo esto en relación con Dios Creador que, en el texto yahvista (Gén
2 y 3) es, al mismo tiempo, el Dios de la Alianza, de la alianza más antigua
del Creador con su criatura, es decir, con el hombre. El árbol de la ciencia
del bien y del mal, como expresión y símbolo de la alianza con Dios, rota en
el corazón del hombre, delimita y contrapone dos situaciones y dos estados
diametralmente opuestos: el de la inocencia original y el del pecado original, y
a la vez del estado pecaminoso hereditario en el hombre que deriva de dicho
pecado. Sin embargo, las palabras de Cristo, que se refieren al «principio»,
nos permiten encontrar en el hombre una continuidad esencial y un vínculo entre
estos dos diversos estados o dimensiones del ser humano. El estado de pecado
forma parte del «hombre histórico», tanto del que se habla en Mateo 19, esto
es, del interlocutor de Cristo entonces, como también de cualquier otro
interlocutor potencial o actual de todos los tiempos de la historia y, por lo
tanto, naturalmente, también del hombre de hoy. Pero ese estado -el estado «histórico»
precisamente- en cada uno de los hombres, sin excepción alguna, hunde las raíces
en su propia «prehistoria» teológica, que es el estado de la inocencia
original.
2. No se trata aquí de sola dialéctica. Las
leyes del conocer responden a las del ser. Es imposible entender el estado
pecaminoso «histórico», sin referirse o remitirse (y Cristo efectivamente a
él se remite) al estado de inocencia original (en cierto sentido «prehistórica»)
y fundamental. El brotar, pues, del estado pecaminoso, como dimensión de la
existencia humana, está, desde los comienzos, en relación con esta inocencia
real del hombre como estado original y fundamental, como dimensión de ser
creado «a imagen de Dios». Y así sucede no sólo para el primer hombre, varón
y mujer, como dramatis personæ y protagonista de las vicisitudes
descritas en el texto yahvista de los capítulos 2 y 3 del Génesis, sino también
para todo el recorrido histórico de la existencia humana. El hombre histórico
está, pues por así decirlo, arraigado en su prehistoria teológica revelada;
y por esto cada punto de su estado pecaminoso histórico se explica (tanto para
el alma como para el cuerpo) con referencia a la inocencia original. Se puede
decir que esta referencia es «coheredad» del pecado, y precisamente del pecado
original. Si este pecado significa, en cada hombre histórico, un estado de
gracia perdida, entonces comporta también una referencia a esa gracia, que era
precisamente la gracia de la inocencia original.
3. Cuando Cristo, según el capítulo 19 de
San Mateo, se remite al «principio», con esta expresión no indica sólo el
estado de inocencia original como horizonte perdido de la existencia humana en
la historia. Tenemos el derecho de atribuir al mismo tiempo toda la elocuencia
del misterio de la redención a las palabras que El pronuncia con sus propios
labios. Efectivamente, ya en el ámbito del mismo texto yahvista del Gén
2 y 3, somos testigos de que el hombre, varón y mujer, después de haber roto
la alianza original con su Creador, recibe la primera promesa de redención en
las palabras del llamado Protoevangelio en el Gén 3, 15 (1), y comienza
a vivir en la perspectiva teológica de la redención. Así, pues, el
hombre «histórico» -tanto el interlocutor de Cristo de aquel tiempo, del que
habla Mt 19, como el hombre de hoy- participa de esta perspectiva. El
participa no sólo en la historia del estado pecaminoso humano como
sujeto y cocreador. Por lo tanto, está no sólo cerrado, a causa de su estado
pecaminoso, respecto a la inocencia original, sino que está al mismo tiempo
abierto hacia el misterio de la redenci-cuerpo lo percibimos sobre todo con la
experiencia. A la luz de las mencionadas consideraciones fundamentales, tenemos
pleno derecho de abrigar la convicción de que esta nuestra experiencia «histórica»
debe, en cierto modo, detenerse en los umbrales de la inocencia original del
hombre, porque en relación con ella permanece inadecuada. Sin embargo, a
la luz de la perspectiva de la redención del cuerpo garantiza la continuidad
y la unidad entre el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia
original, aunque esta inocencia la haya perdido históricamente de modo
irremediable. También es evidente que Cristo tiene el máximo derecho de
responder a la pregunta que le propusieron los doctores de la Ley y de la
Alianza (como leemos en Mt 19 y en Mc 10), en la perspectiva de la
redención sobre la cual se apoya la misma Alianza.
4. Si en el contexto de la teología del
hombre-cuerpo, así delineado sustancialmente, pensamos en el método de
los análisis ulteriores acerca de la revelación del «principio», en el que
es esencial la referencia a los primeros capítulos del libro del Génesis,
debemos dirigir inmediatamente nuestra atención a un factor que es
particularmente importante para la interpretación teológica: importante porque
consiste en la relación entre revelación y experiencia. En la interpretación
de la revelación acerca del hombre y sobre todo acerca del cuerpo, debemos
referirnos a la experiencia por razones comprensibles, ya que el hombre-cuerpo
lo percibimos sobre todo con la experiencia. A la luz de las mencionadas
consideraciones fundamentales, tenemos pleno derecho de abrigar la convicción
de que esta nuestra experiencia «histórica» debe, en cierto modo, detenerse
en los umbrales de la inocencia original del hombre, porque en relación con
ella permanece inadecuada. Sin embargo, a la luz de las mismas consideraciones
introductorias, debemos llegar a la convicción de que nuestra experiencia
humana es, en este caso, un medio de algún modo legítimo para la
interpretación teológica, y es, en cierto sentido, un punto de referencia
indispensable, al que debemos remitirnos en la interpretación del «principio».
El análisis más detallado del texto nos permitirá tener una visión más
clara de él.
5. Parece que las palabras de la carta a los
Romanos 8, 23, que acabamos de citar, orientan mejor nuestras investigaciones,
centradas en la revelación de ese «principio», al que se refirió Cristo en
su conversación sobre la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19 y Mc
10). Todos los análisis sucesivos que se harán a este propósito basándose en
los primeros capítulos del Génesis, reflejarán casi necesariamente la verdad
de las palabras paulinas: «Nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu,
gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por... la redención de nuestro
cuerpo». Si nos ponemos en esta actitud -tan profundamente concorde con la
experiencia (2)-, el «principio» debe hablarnos con la gran riqueza de luz que
proviene de la revelación, a la que desea responder sobre todo la teología. La
continuación de los análisis nos explicará por qué y en qué sentido ésta
debe ser teología del cuerpo.
(1) Ya la traducción griega del Antiguo
Testamento, la de los Setenta, que se remonta más o menos al siglo II a.C.,
interpreta el Gén 3, 15 en el sentido mesiánico, aplicando el pronombre
masculino autós refiriéndose al sustantivo neutro griego sperma
(semen de la Vulgata). La traducción judía mantiene esta interpretación.
La exégesis cristiana, comenzando por San
Ireneo (Adv. Hær. III, 23, 7) ve este texto como «Protoevangelio», que
preanuncia la victoria sobre Satanás traída por Jesucristo. Aunque en los últimos
siglos los estudiosos de la Sagrada Escritura hayan interpretado diversamente
esta perícopa, y algunos de ellos impugnen la interpretación mesiánica, sin
embargo en los últimos tiempos se retorna a ella bajo un aspecto un poco
distinto. El autor yahvista une efectivamente la prehistoria con la historia de
Israel, que alcanza su cumbre en la dinastía mesiánica de David, que llevará
a cumplimiento las promesas del Gén 3, 15 (cf. 2 Sam 7, 12).
El Nuevo Testamento ha ilustrado el
cumplimiento de la promesa en la misma perspectiva mesiánica: Jesús es Mesías,
descendiente de David (Rom 1, 3; 2 Tim 2, 8), nacido mujer (Gál
4, 4), nuevo Adán-David (1 Cor 15), que debe reinar «hasta poner a
todos sus enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15, 25). Y finalmente (Apoc
12, 1-10) presenta el cumplimiento final de la profecía del Gén 3, 15,
que aun no siendo anuncio claro e inmediato de Jesús, como Mesías de Israel,
sin embargo conduce a El a través de la tradición real y mesiánica que une al
Antiguo y al Nuevo Testamento.
(2) Hablando aquí de la relación entre la «experiencia»
y la «revelación», más aún, de una convergencia sorprendente entre ellas, sólo
queremos constatar que el hombre, en su estado actual de existir en el cuerpo,
experimenta múltiples limitaciones, sufrimientos, pasiones, debilidades y
finalmente la misma muerte, los cuales, al mismo tiempo, refieren este su
existir en el cuerpo a un diverso estado o dimensión. Cuando San Pablo escribe
sobre la «redención del cuerpo», habla con el lenguaje de la revelación; la
experiencia efectivamente no está en condiciones de captar este contenido, o
mejor esta realidad. Al mismo tiempo en el conjunto de este contenido el autor
de Rom 8, 23 toma de nuevo todo lo que, tanto a él como, en cierto modo,
a todo hombre (independientemente de su relación con la revelación) se le ha
ofrecido a través de la experiencia de la existencia humana que es una
existencia en el cuerpo.
Tenemos, pues, el derecho de hablar de la
relación entre la experiencia y la revelación, más aún, tenemos el derecho
de proponer el problema de su relación recíproca, si bien para muchos entre la
una y la otra hay una línea de demarcación que es una línea de total antítesis
y de antinomía radical. Esta línea, a su parecer, debe ser trazada sin duda
entre la fe y la ciencia, entre la teología y la filosofía. Al formular este
punto de vista, se tienen en cuenta más bien conceptos abstractos que no el
hombre como sujeto vivo.
5. La soledad original del hombre (10-X-79/14-X-79)
1. En la última reflexión del presente ciclo
hemos llegado a una conclusión introductoria, sacada de las palabras del libro
del Génesis sobre la creación del hombre como varón y mujer. A estas
palabras, o sea, al «principio» se refirió el Señor Jesús en su conversación
sobre la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9; Mc 10,
1-12). Pero la conclusión a que hemos llegado no pone fin todavía a la serie
de nuestros análisis. Efectivamente, debemos leer de nuevo las narraciones del
capítulo primero y segundo del libro del Génesis en un contexto más amplio,
que nos permitirá establecer una serie de significados del texto antiguo, al
que se refirió Cristo. Por tanto, hoy reflexionaremos sobre el significado
de la soledad originaria del hombre.
2. El punto de partida para esta reflexión
nos lo dan directamente las siguientes palabras del libro del Génesis: «No es
bueno que el hombre (varón) esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él»
(Gén 2, 18). Es Dios Yahvé quien dice estas palabras. Forman parte del
segundo relato de la creación del hombre y provienen, por lo tanto, de la
tradición yahvista. Como hemos recordado anteriormente, es significativo que,
en cuanto al texto yahvista, el relato de la creación del hombre (varón) es un
pasaje aislado (cf. Gén 2, 7), que precede al relato de la creación de
la primera mujer (cf. Gén 2, 21-22). Además es significativo que el
primer hombre (‘adam), creado del «polvo de la tierra», sólo después
de la creación de la primera mujer es definido como varón (‘is). Así,
pues, cuando Dios-Yahvé pronuncia las palabras sobre la soledad, las refiere a
la soledad del «hombre» en cuanto tal, y no sólo a la del varón (1).
Pero es difícil, basándose sólo en este
hecho, ir demasiado lejos al sacar las conclusiones. Sin embargo, el contexto
completo de esa soledad de la que habla el Génesis 2, 18, puede convencernos de
que se trata de la soledad del «hombre» (varón y mujer), y no sólo de la
soledad del hombre-varón, producida por la ausencia de la mujer. Parece, pues,
basándonos en todo el contexto, que esta soledad tiene dos significados:
uno, que se deriva de la naturaleza misma del hombre, es decir, de su
humanidad (y esto es evidente en el relato del Gén 2), y otro, que se
deriva de la relación varón-mujer, y esto es evidente, en cierto modo, en
base al primer significado. Un análisis detallado de la descripción parece
confirmarlo.
3. El problema de la soledad se manifiesta únicamente
en el contexto del segundo relato de la creación del hombre. En el primer
relato no existe este problema. Allí el hombre es creado en un solo acto como
«varón y mujer» («Dios creó al hombre a imagen suya... varón y mujer los
creó», Gén 1, 27). El segundo relato que, como ya hemos mencionado,
habla primero de la creación del hombre y sólo después de la creación de la
mujer de la «costilla» del varón, concentra nuestra atención sobre el hecho
de que «el hombre está solo», y esto se presenta como un problema antropológico
fundamental, anterior, en cierto sentido, al propuesto por el hecho de que este
hombre sea varón y mujer. Este problema es anterior no tanto en el sentido
cronológico, cuanto en el sentido existencial: es anterior «por su naturaleza».
Así se revelará también él problema de la soledad del hombre desde el punto
de vista de la teología del cuerpo, si llegamos a hacer un análisis profundo
del segundo relato de la creación en el Génesis 2.
4. La afirmación de Dios-Yahvé «no es bueno
que el hombre esté solo», aparece no sólo en el contexto inmediato de la
decisión de crear a la mujer («voy a hacerle una ayuda semejante a él»),
sino también en el contexto más amplio de motivos y circunstancias, que
explican más profundamente el sentido de la soledad originaria del hombre.
El texto yahvista vincula ante todo la creación del hombre con la necesidad de
«trabajar la tierra» (Gén 2, 5), y esto correspondería, en el primer
relato, a la vocación de someter y dominar la tierra (cf. Gén 1, 28).
Después el segundo relato de la creación habla de poner al hombre en el «jardín
en Edén», y de este modo nos introduce en el estado de su felicidad original.
Hasta este momento el hombre es objeto de la acción creadora de Dios-Yahvé,
quien al mismo tiempo, como legislador, establece las condiciones de la primera
alianza con el hombre. Ya a través de esto, se subraya la subjetividad del
hombre, que encuentra una expresión ulterior cuando el Señor Dios «trajo ante
el hombre (varón) todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo
formó de la tierra, para que viese cómo las llamaría» (Gén 2, 19).
Así, pues, el significado primitivo de la soledad originaria del hombre está
definido a base de un «test» específico, o de un examen que el hombre
sostiene frente a Dios (y en cierto modo también frente a sí mismo). Mediante
este «test», el hombre toma conciencia de la propia superioridad, es decir, de
que no puede ponerse al nivel de ninguna otra especie de seres vivientes sobre
la tierra.
En efecto, como dice el texto, «y fuese
el nombre de todos los vivientes el que él les diera» (Gén 2, 19). «Y
dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas la aves del cielo, y a todas
las bestias del campo; pero -termina el autor- entre todos ellos no había para
el hombre (varón) ayuda semejante a él» (Gén 2, 19-20).
5. Toda esta parte del texto es sin duda una
preparación para el relato de la creación de la mujer. Sin embargo, posee un
significado profundo, aun independientemente de esta creación. He aquí que el
hombre creado se encuentra, desde el primer momento de su existencia, frente
a Dios como en búsqueda de la propia entidad; se podría decir: en búsqueda
de la definición de sí mismo. Un contemporáneo diría: en la propia identidad».
La constatación de que el hombre «está solo» en medio del mundo visible y,
en especial, entre los seres vivientes tiene un significado negativo en este
estudio, en cuanto expresa lo que él «no es». No obstante, la constatación
de no poderse identificar esencialmente con el mundo visible de los otros seres
vivientes (animalia) tiene, al mismo tiempo, un aspecto positivo para
este estudio primario: aun cuando esta constatación no es todavía una definición
completa, constituye, sin embargo, uno de sus elementos. Si aceptamos la tradición
aristotélica en la lógica y en la antropología, sería necesario definir este
elemento como «genero próximo» (genus proximum) (2).
6. El texto yahvista nos permite, sin embargo,
descubrir incluso elementos ulteriores en ese maravilloso paisaje, en el que el
hombre se encuentra solo frente a Dios, sobre todo para expresar, a través de
una primera autodefinición, el propio autoconocimiento, como manifestación
primitiva y fundamental de humanidad. El autoconocimiento va a la par del
conocimiento del mundo, de todas las criaturas visibles, de todos los seres
vivientes a los que el hombre ha dado nombre para afirmar frente a ellos la
propia diversidad. Así, pues, la conciencia revela al hombre como el que posee
la facultad cognoscitiva respecto al mundo visible. Con este
conocimiento que lo hace salir, en cierto modo, fuera del propio ser, al mismo
tiempo el hombre se revela a sí mismo en toda la peculiaridad de su ser.
No está solamente esencial y subjetivamente solo. En efecto, soledad significa
también subjetividad del hombre, la cual se constituye a través del
autoconocimiento.
El hombre está solo porque es «diferente»
del mundo visible, del mundo de los seres vivientes. Analizando el texto del
libro del Génesis, somos testigos, en cierto sentido, de cómo el hombre «se
distingue» frente a Dios-Yahvé de todo el mundo de los seres vivientes (animalia)
con el primer acto de autoconciencia, y de cómo, por lo tanto, se revela a sí
mismo y, a la vez, se afirma en el mundo visible con «esperanza». Ese proceso
delineado de modo tan incisivo en el Génesis 2, 19-20, proceso en búsqueda de
una definición de sí, no lleva sólo a indicar -empalmando con la tradición
aristotélica- el genus proximum, que en el capítulo 2 del Génesis se
expresa con las palabras: «ha puesto el hombre», al que corresponde, la «diferencia»
específica que, según la definición de Aristóteles, es noûs, zoom
noetikón. Este proceso lleva también él primer bosquejo del ser humano
como persona humana con la subjetividad propia que la caracteriza.
Interrumpimos aquí el análisis del
significado de la soledad originaria del hombre. Lo reanudaremos en los capítulos
sucesivos.
(1) El texto hebreo llama constantemente al
primer hombre ha’adam, mientras el termino ‘is («varón») se
introduce solamente cuando surge la confrontación con la ‘isa («mujer»).
«El hombre», pues, estaba solitario sin
referencia al sexo.
Pero en la traducción a algunas lenguas
europeas es difícil expresar este concepto del Génesis, porque «hombre» y «varón»
se definen ordinariamente con una sola palabra: «homo», «uomo», «hombre»,
«man».
(2) «An
essential (quidditive) definition is a statement which explains the essence
or nature of things.
It will be
essential when we can define a thing by its proximate genus and
specific differentia.
The proximate
genus includes within its comprehension all the essential elements of the
genera above it and therefore includes all the beings that are cognate or
similar in nature to the thing that is being defined; the specific
differentia, on the other hand brings in the distinctive element which
separates this thing from all others of a similar nature, by because an animal
is a «sentient, living, material substance» (...) The specific differentia «rational»
is the one distinctive essential element which distinguishes man» and every
other «animal». It therefore makes lum a species of him own and separates him
from every other «animal» and every other, genus above animal, ineluding
plants, inanimate bodies and substance.
Furthermore,
since the specific differentia is the distinctive element in the essence of man,
it includes all the characteristic «properties» which lie in the nature of man
as man, namely power of speech, morality, governoment, religión,
immortality, etc.: realities which are absent in all other beings in this
physical world».
(C.N.
Bittle, The Science of Correct Thinking, Logic, Milwaukee (197412,
pp. 73-74.)
6. El primer hombre, imagen de Dios (24-X-79/28-X-79)
1. En la reflexión precedente comenzamos a
analizar el significado de la soledad originaria del hombre. El punto de partida
nos lo da el texto yahvista y en particular las palabras siguientes: «No es
bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén
2, 18). El análisis de los relativos pasajes del libro del Génesis (cap. 2)
nos ha llevado a conclusiones sorprendentes que miran a la antropología, esto
es, a la ciencia fundamental acerca del hombre, encerrada en este libro.
Efectivamente, en frases relativamente escasas, el texto antiguo bosqueja al
hombre como persona con la subjetividad que la caracteriza.
Cuando Dios-Yahvé da a este primer hombre, así
formado, el dominio en relación con todos los árboles que crecen en el «jardín
en Edén», sobre todo en relación con el de la ciencia del bien y del mal, a
los rasgos del hombre, antes descritos, se añade el momento de la opción o de
la autodeterminación, es decir, de la libre voluntad. De este modo, la imagen
del hombre, como persona dotada de una subjetividad propia, aparece ante
nosotros como acabada en su primer esbozo.
En el concepto de soledad originaria se
incluye tanto la autoconciencia, como la autodeterminación. El hecho de que el
hombre esté «solo» encierra en sí esta estructura ontológica y, al mismo
tiempo, es un índice de auténtica comprensión. Sin esto, no podemos entender
correctamente las palabras que siguen y que constituyen el preludio a la creación
de la primera mujer: «Voy a hacerle una ayuda». Pero, sobre todo, sin el
significado tan profundo de la soledad originaria del hombre, no puede
entenderse e interpretarse correctamente toda la situación del hombre creado a
«imagen de Dios», que es la situación de la primera, mejor aún, de la
primitiva Alianza con Dios.
2. Este hombre, de quien dice el relato del
capítulo primero que fue creado «a imagen de Dios», se manifiesta en el
segundo relato como sujeto de la Alianza, esto es, sujeto, constituido
como persona, constituido a medida de «partner del Absoluto», en cuanto
debe discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la vida y
la muerte. Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvé (Gén 2,
16-17) que hablan directamente de la sumisión y dependencia del hombre-creatura
de su Creador, revelan precisamente de modo indirecto este nivel de humanidad
como sujeto de la Alianza y «partner del Absoluto». El hombre está solo;
esto quiere decir que él, a través de la propia humanidad, a través de lo
que él es, queda constituido al mismo tiempo en una relación única,
exclusiva e irrepetible con Dios mismo. La definición antropológica
contenida en el texto yahvista se acerca por su parte a lo que expresa la
definición teológica del hombre, que encontramos en el primer relato de la
creación («Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza»: Gén
1, 26).
3. El hombre, así formado, pertenece al mundo
visible, es cuerpo entre los cuerpos. Al volver a tomar y, en cierto modo, al
reconstruir el significado de la soledad originaria, lo aplicamos al hombre en
su totalidad. El cuerpo, mediante el cual el hombre participa del mundo creado
visible, lo hace al mismo tiempo consciente de estar «solo». De otro modo no
hubiera sido capaz de llegar a esa convicción, a la que, en efecto, como leemos
(cf. Gén 2, 20), ha llegado, si su cuerpo no le hubiera ayudado a
comprenderlo, haciendo la cosa evidente. La conciencia de la soledad habría
podido romperse a causa del mismo cuerpo. El hombre ‘adam, habría
podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros
seres vivientes (animalia), basándose en la experiencia del propio
cuerpo. Y, en cambio, como leemos, no llegó a esta conclusión, más bien llegó
a la persuasión de estar «solo». El texto yahvista nunca habla directamente
del cuerpo; incluso cuando dice «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la
tierra», habla del hombre y no del cuerpo. Esto no obstante, el relato tomado
en su conjunto nos ofrece bases suficientes para percibir a este hombre, creado
en el mundo visible, precisamente como cuerpo entre los cuerpos.
El análisis del texto yahvista nos permite,
además, vincular la soledad originaria del hombre con el conocimiento del
cuerpo, a través del cual el hombre se distingue de todos los animalia
y «se separa» de ellos, y también a través del cual él es persona.
Se puede afirmar con certeza que el hombre así formado tiene simultáneamente
el conocimiento y la conciencia del sentido del propio cuerpo. Y esto sobre la
base de la experiencia de la soledad originaria.
4. Todo esto puede considerarse como implicación
del segundo relato de la creación del hombre, y el análisis nos permite un
amplio desarrollo.
Cuando al comienzo del texto yahvista, antes aún
que se hable de la creación del hombre «del polvo de la tierra», leemos que
«no había todavía hombre que labrase la tierra ni rueda que subiese el agua
con qué regarla» (Gén 2, 5-6), asociamos justamente este pasaje al del
primer relato, en el que se expresa el mandamiento divino; «Henchid la tierra:
sometedla y dominad» (Gén 1, 28). El segundo relato alude de manera
explícita al trabajo que el hombre desarrolla para cultivar la tierra.
El primer medio fundamental para dominar la tierra se encuentra en el hombre
mismo. El hombre puede dominar la tierra porque sólo él -y ningún otro de los
seres vivientes- es capaz de «cultivarla» y transformarla según sus propias
necesidades («hacía subir de la tierra el agua por lo canales para regarla»).
Y he aquí, este primer esbozo de una actividad específicamente humana parece
formar parte de la definición del hombre, tal como ella surge del análisis del
texto yahvista. Por consiguiente, se puede afirmar que este esbozo es intrínseco
al significado de la soledad originaria y pertenece a esa dimensión de
soledad, a través de la cual el hombre, desde el principio, está en el mundo
visible como cuerpo entre los cuerpos y descubre el sentido de la propia
corporalidad.
En la próxima meditación volveremos sobre
este tema.
7. Entre la inmortalidad y la muerte (31-X-79/4-XI-79)
1. Nos conviene volver hoy una vez más sobre
el significado de la soledad original del hombre, que surge sobre todo del análisis
del llamado texto yahvista del Génesis 2. El texto bíblico nos permite, como
ya hemos comprobado en las reflexiones precedentes, poner de relieve no sólo la
conciencia que se tiene del cuerpo humano (el hombre es creado en el mundo
visible como «cuerpo entre los cuerpos»), sino también la de su significado
propio.
Teniendo en cuenta la gran concisión del
texto bíblico, no se puede, desde luego, ampliar demasiado esta implicación.
Pero es cierto que tocamos aquí el problema central de la antropología. La
conciencia del cuerpo parece identificarse en este caso con el descubrimiento de
la complejidad de la propia estructura, que, basada en una antropología filosófica,
consiste, en definitiva, en la relación entre alma y cuerpo. El relato
yahvista, con su lenguaje característico (esto es, con su propia terminología),
lo expresa diciendo: «Formó Yahvé-Dios al hombre del polvo de la tierra y le
inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gén
2, 7) (1). Y precisamente este hombre «ser animado», se distingue a continuación
de todos los otros seres vivientes del mundo visible. La premisa de este
distinguirse el hombre es precisamente de que sólo él es capaz de «cultivar
la tierra» (cf. Gén 2, 5) y de «someterla» (cf. Gén 1, 28).
Se puede decir que la conciencia de la «superioridad», inscrita en la definición
de humanidad, nace desde el principio a base de una praxis o comportamiento típicamente
humano. Esta conciencia comporta una percepción especial del significado del
propio cuerpo, que emerge precisamente del hecho de que el hombre está para «cultivar
la tierra» y «someterla». Todo esto sería imposible sin una intuición típicamente
humana del significado del propio cuerpo.
2. Parece, pues, que conviene hablar ante todo
de este aspecto, más bien que del problema de la complejidad antropológica en
sentido metafísico. Si la descripción originaria de la conciencia humana,
sacada del texto yahvista, comprende en el conjunto del relato también al
cuerpo, si encierra como primer testimonio del descubrimiento de la propia
corporeidad (e incluso, como se ha dicho, la percepción del significado del
propio cuerpo), todo esto se revela, basándose no en algún análisis
primordial metafísico, sino en una concreta subjetividad bastante clara del
hombre. El hombre es sujeto no sólo por su autoconciencia y autodeterminación,
sino también a base del propio cuerpo. La estructura de este cuerpo es tal,
que le permite ser el autor de una actividad puramente humana. En esta
actividad el cuerpo expresa la persona. Es, pues, en toda su materialidad («formó
al hombre del polvo de la tierra»), como penetrable y transparente, de modo que
deja claro quién aro quién es el hombre (y quién debería ser) gracias a
la estructura de su conciencia y de su autodeterminación. Sobre esto se apoya
la percepción fundamental del significado del propio cuerpo, que no puede menos
de descubrirse analizando la soledad originaria del hombre.
3. Y he aquí que, con esta comprensión
fundamental del significado del propio cuerpo, el hombre, como sujeto de la
Antigua Alianza con el Creador, es colocado ante el misterio del árbol de la
ciencia. «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de
la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día de que él comieres,
ciertamente morirás» (Gén 2, 16-17). El significado originario de la
soledad del hombre se basa sobre la experiencia de la existencia que le
ha dado el Creador. Esta existencia humana está caracterizada precisamente por
la subjetividad que comprende también el significado del cuerpo. Pero el
hombre, que en su conciencia originaria conoce exclusivamente la experiencia del
existir y, por lo tanto de la vida, ¿habría podido entender lo que
significaba la palabra «morirás»? ¿Sería capaz de llegar a
comprender el sentido de esta palabra a través de la compleja estructura de la
vida, que le fue dada cuando el «Señor Dios... le inspiró en el rostro
aliento de vida»? Es necesario admitir que esta palabra, completamente nueva,
se presenta en el horizonte de la conciencia del hombre sin que él haya
experimentado nunca la realidad, y que al mismo tiempo esta palabra se presenta
ante él como una antítesis radical de todo aquello de lo que el hombre había
sido dotado.
El hombre oía por vez primera la palabra «morirás»,
sin haber tenido familiaridad con ella en su experiencia hasta entonces; pero,
por otra parte, no podía menos que asociar el significado de la muerte a esa
dimensión de la vida de la que había disfrutado hasta el momento. Las palabras
de Dios-Yahvé dirigidas al hombre confirmaban una dependencia tal en el
existir, que hacía del hombre un ser limitado y, por su naturaleza, susceptible
de no-existencia. Estas palabras plantearon el problema de la muerte en sentido
condicional: «El día que de él comieres... morirás». El hombre, que había
oído estas palabras, debía sacar de ellas la verdad en la misma estructura
interior de la propia soledad. Y, en definitiva, dependía de él, de su decisión
y libre elección, si con su soledad hubiese entrado también en su humanidad.
Además, debería haber entendido que ese árbol misterioso escondía en sí una
dimensión de soledad desconocida hasta entonces, de la que le había sido
dotado el Creador en medio del mundo de los seres vivientes, a los que el hombre
-delante de su mismo Creador- «había puesto nombre», para llegar a comprender
que ninguno de ellos era semejante a él.
4. Por lo tanto, cuando el significado
fundamental de su cuerpo ya había sido establecido a través de la distinción
del resto de las criaturas, cuando por esto mismo se había hecho evidente que
«lo invisible» determina al hombre más que «lo visible», entonces se
presentó ante él la alternativa vinculada estrecha y directamente por
Dios-Yahvé al árbol de la ciencia del bien y del mal. La alternativa entre
la muerte y la inmortalidad que surge del Génesis 2, 17, va más allá del
significado escatológico no sólo del cuerpo, sino de la humanidad misma,
distinta de todos los seres vivientes, de los «cuerpos». Pero esta alternativa
afecta de un modo totalmente especial al cuerpo creado del «polvo de
la tierra».
Para no prolongar más este análisis nos
limitamos a constatar que la alternativa entre la muerte y la inmortalidad
entra, desde el comienzo, en la definición del hombre y que pertenece «por
principio» al significado de su soledad frente a Dios mismo. Este significado
originario de soledad, penetrado por la alternativa entre la muerte y la
inmortalidad, tiene también un significado fundamental para toda la teología
del cuerpo.
Con esta constatación concluimos por ahora
nuestras reflexiones sobre el significado de la soledad originaria del hombre.
Esta constatación, que surge de modo claro e incisivo de los textos del libro
del Génesis, induce también a reflexionar tanto sobre los textos como sobre el
hombre, que acaso tiene demasiado escasa conciencia de la verdad que le atañe y
que está encerrada ya en los primeros capítulos de la Biblia.
(1) La antropología bíblica distingue en el
hombre no tanto «el cuerpo» y «el alma», cuanto «cuerpo» y «vida».
El autor bíblico presenta aquí la concesión
del don de la vida mediante el «soplo», que no deja de ser propiedad de Dios:
cuando Dios lo quita, el hombre vuelve al polvo del que ha sido sacado.
(cf.
Job 34, 14-15; Sal 104, 29, s.).
8. La creación de la mujer (7-XI-79/11-XI-79)
1. Las palabras del libro del Génesis: «No
es bueno que le hombre esté solo» (Gén 2, 18) son como un preludio al
relato de la creación de la mujer. Junto con éste relato, el sentido de la
soledad originaria entra a formar parte del significado de la unidad originaria,
cuyo punto clave parecen ser las palabras del Génesis 2, 24, a las que se
remite Cristo en su conversación con los fariseos: «Dejará el hombre al padre
y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne» (Mt
19, 5). Si Cristo, al referirse al «principio», cita estas palabras, nos
conviene precisar el significado de esa unidad originaria que hunde las raíces
en el hecho de la creación del hombre como varón y mujer.
El relato del capítulo primero del Génesis
no toca el problema de la soledad originaria del hombre: «efectivamente, el
hombre es desde el comienzo «varón y mujer». En cambio, el texto yahvista del
capítulo segundo nos autoriza, en cierto modo, a pensar primero solamente en el
hombre en cuanto, mediante el cuerpo, pertenece al mundo visible, pero sobrepasándolo;
luego, nos hace pensar en el mismo hombre, más a través de la duplicidad de
sexo. La corporeidad y la sexualidad no se identifican completamente. Aunque el
cuerpo humano, en su constitución normal, lleva en sí los signos del sexo y
sea, por su naturaleza, masculino o femenino, sin embargo, el hecho de que el
hombre sea «cuerpo» pertenece a la estructura del sujeto personal más
profundamente que el hecho de que en su constitución somática sea también varón
o mujer. Por esto el significado de la soledad originaria, que puede
referirse sencillamente al «hombre», es anterior sustancialmente al
significado de la unidad originaria; en efecto, esta última se basa en la
masculinidad y en la femineidad, casi como en dos «encarnaciones» diferentes,
esto es, en dos modos de «ser cuerpo» del mismo ser humano, creado «a imagen
de Dios» (Gén 1, 27).
2. Siguiendo el texto yahvista, en el cual la
creación de la mujer se describe separadamente (cf. Gén 2, 21-22),
debemos tener ante los ojos, al mismo tiempo, esa «imagen de Dios» del primer
relato de la creación. El segundo relato conserva, en su lenguaje y estilo,
todas las características del texto yahvista. El modo de pensar y de expresarse
de la época a la que pertenece el texto. Se puede decir, siguiendo la filosofía
contemporánea de la religión y la del lenguaje, que se trata de un lenguaje mítico.
Efectivamente, en este caso, el término «mito» no designa un contenido
fabuloso, sino sencillamente un modo arcaico de expresar un contenido más
profundo. Sin dificultad alguna, bajo el estrato de la narración antigua,
descubrimos ese contenido, realmente maravilloso por lo que respecta a las
cualidades y a la condensación de las verdades que allí se encierran. Añadamos
que el segundo relato de la creación del hombre conserva, hasta cierto punto,
una forma de diálogo entre el hombre y Dios Creador, y esto se manifiesta sobre
todo en esa etapa en la que el hombre (‘adam) es creado definitivamente
como varón y mujer (is - ‘issah) (1). La creación se realiza casi al
mismo tiempo en dos dimensiones: la acción de Dios-Yahvé que crea se
desarrolla en correlación al proceso de la conciencia humana.
3. Así, pues, Dios-Yahvé dice: «No es bueno
que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén
2, 18). Y al mismo tiempo el hombre confirma su propia soledad (cf. Gén
2, 20). A continuación leemos: «Hizo pues, Yahvé Dios caer sobre el hombre un
profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con
carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer» (Gén
2, 21-22). Considerando lo característico del lenguaje, es necesario reconocer
ante todo que nos hace pensar mucho ese sopor genesíaco, en el que, por obra de
Dios Yahvé, el hombre se sumerge, como en preparación para el nuevo acto
creador. En el fondo de la mentalidad contemporánea, habituada -a través del
análisis del subsconciente- a unir al mundo del sueño contenidos sexuales, ese
sopor puede suscitar una asociación especial (2). Sin embargo, el relato bíblico
parece ir más allá de la dimensión del subsconciente humano. Si se admite,
pues, una diversidad significativa de vocabulario, se puede concluir que el
hombre (‘adam) cae en ese «sopor» para despertarse «varón» y «mujer».
Efectivamente, nos encontramos por primera vez en Gén 2, 23 con la
distinción is - ‘issah. Quizá, pues, la analogía del sueño
indica aquí no tanto un pasar de la conciencia a la subconsciencia, cuanto un
retorno específico al no ser (el sueño comporta un componente de
aniquilamiento de la existencia consciente del hombre), o sea, al momento
antecedente a la creación, a fin de que, desde él por iniciativa creadora
de Dios, el «hombre» solitario pueda surgir de nuevo en su doble unidad de
varón y mujer (3).
En todo caso, a la luz del contexto del Gén
2, 18-20, no hay duda alguna de que el hombre cae en ese «sopor» con el deseo
de encontrar un ser semejante a sí. Si, por analogía con el sueño, podemos
hablar aquí también de ensueño, debemos decir que ese arquetipo bíblico nos
permite admitir como contenido de ese sueño un «segundo yo», también
personal e igualmente relacionado con la situación de soledad originaria, es
decir, con todo ese proceso de estabilización de la identidad humana en relación
al conjunto de los seres vivientes (animalia), en cuanto es proceso de «diferenciación»
del hombre de este ambiente. De este modo, el círculo de la soledad del
hombre-persona se rompe, porque el primer «hombre» despierta de su sueño como
«varón y mujer».
4. La mujer es formada «con la costilla» que
Dios-Yahvé tomó del hombre. Teniendo en cuenta el modo arcaico, metafórico e
imaginativo de expresar el pensamiento, podemos establecer que se trata de
homogeneidad de todo el ser de ambos; esta homogeneidad se refiere sobre todo al
cuerpo, a la estructura somática, y se confirma también con las primeras
palabras del hombre a la mujer creada: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos
y carne de mi carne» (Gén 2, 23) (4). Y sin embargo, las palabras
citadas se refieren también a la humanidad del hombre-varón. Se leen en el
contexto de las afirmaciones hechas antes de la creación de la mujer, en las
que, aun no existiendo todavía la «encarnación» del hombre, ella es
definida, como «ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 18 y 2, 20) (5). Así,
pues, la mujer, en cierto sentido, es creada a base de la misma humanidad. La
homogeneidad somática, a pesar de la diversidad de la constitución unida a
la diferencia sexual, es tan evidente que el hombre (varón) despertado del sueño
genético, la expresa inmediatamente cuando dice: «Esto sí que es ya hueso de
mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona porque del varón ha
sido tomada» (Gén 2, 23). De este modo el hombre (varón) manifiesta
por vez primera alegría e incluso exaltación, de las que antes no tenía
oportunidad, por faltarle un ser semejante a él. La alegría por otro ser
humano, por el segundo «yo», domina en las palabras del hombre (varón)
pronunciadas al ver a la mujer (hembra). Todo esto ayuda a establecer el
significado pleno de la unidad originaria. Aquí son pocas las palabras, pero
cada una es de gran peso. Debemos, pues, tener en cuenta, y lo hacemos también
a continuación el hecho de que la primera mujer, «formada con la costilla
tomada del hombre», inmediatamente es aceptada como ayuda adecuada a él.
En la próxima meditación volveremos aún
sobre este mismo tema, esto es, el significado de la unidad originaria del
hombre y de la mujer en la humanidad.
(1) El término hebreo ‘adam expresa
el concepto colectivo de la especie humana, esto es, el hombre que
representa a la humanidad; (la Biblia define al individuo utilizando la expresión
«hijo del hombre», ben’adam). La contraposición: ‘is-’isaah
subraya la diversidad sexual (como en griego aner-gyne).
Después de la creación de la mujer, el texto
bíblico continúa llamando al primer hombre ‘adam (con artículo
definido), expresando así su «corporate personality», en cuanto se ha
convertido en «padre de la humanidad», su progenitor y representante, como
después Abraham es reconocido como «padre de los creyentes» y Jacob se
identifica con Israel-Pueblo elegido.
(2) El sopor de Adán (en hebreo tardemaah)
es un sueño profundo (en latín: sopor; en ingles: sleep) en el
que cae el hombre sin conciencia o sueños. (La Biblia tiene otro término para
definir el sueño: halom); cf. Gén 15, 12; 1 Sam 26, 12.
Freud, en cambio, examina el contenido de
los sueños (en latín: somnium; en inglés: dream), los
cuales formándose con elementos síquicos «rechazados por el subconsciente»
permiten, según él, hacer emerger en ellos los contenidos inconscientes, que,
en último análisis, serían siempre sexuales.
Esta idea es naturalmente del todo extraña al
autor bíblico.
En la teología del autor yahvista, el sopor en
el que Dios hace caer al primer hombre subraya la exclusividad de la acción
de Dios en la obra de la creación de la mujer; el hombre no tenía en ella
participación alguna consciente. Dios se sirve de su «costilla» solamente
para acentuar la naturaleza común del varón y de la mujer.
(3) «Sopor» (tardemah) es el término
que aparece en la Sagrada Escritura, cuando durante el sueño o directamente
después del sueño deben suceder acontecimientos extraordinarios (cf. Gén
15, 12; 1 Sam 26, 12; Is 29, 10; Job 4, 13; 33, 15). Los
Setenta traducen tardemah por ékstasis (un éxtasis).
En el Pentateuco tardemah aparece también
una sola vez en un contexto misterioso: Abraham, por el mandato de Dios, preparó
un sacrificio de animales, ahuyenando de ellos las aves rapaces. «Cuando ya
estaba el sol, para ponerse, cayó un sopor sobre Abraham, y fue presa de
gran terror, y le envolvió densa tiniebla» (Gén 15, 12). Entonces
precisamente comienza Dios a hablar y realiza con él una alianza, que es la
cumbre de la revelación hecha a Abraham.
Esta escena se parece en cierto modo a la del
huerto de Getsemaní: Jesús «comenzó a sentir temor y angustia» (Mc
14, 33) y encontró a los Apóstoles «adormilados por la tristeza» (Lc
22, 45).
El autor bíblico admite en el primer hombre un
cierto sentido de carencia y soledad («no es bueno que el hombre esté solo»;
«no encontró una ayuda semejante a él»), y aun casi de miedo. Quizá este
estado provoca un sueño causado por la «tristeza», o quizá, como en el caso
de Abraham, «por un oscuro terror» de no-ser; como en el umbral de la
obra de la creación: «La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían
la haz del abismo» (Gén 1, 2).
En todo caso, según los dos textos en que el
Pentateuco, o mejor, el libro del Génesis habla del sueño profundo (tardemah)
tiene lugar una acción divina especial, es decir, una «alianza» cargada de
consecuencia para toda la historia de la salvación: Adán da comienzo al género
humano. Abraham al Pueblo elegido.
(4) Es interesante notar que para los antiguos
Sumerios el signo cuneiforme para indicar el sustantivo «costilla» coincidía
con el empleado para indicar la palabra «vida». En cuando al relato yahvista,
según cierta interpretación del Gén 2, 21, Dios más bien cubre de
carne la costilla (en vez de cerrar la carne en el lugar de ella) y de este modo
«forma» a la mujer, que trae su origen de la «carne y de los huesos» del
primer hombre (varón).
En el lenguaje bíblico ésta es una definición
de consanguinidad o pertenencia a la misma descendencia (por ejemplo, cf. Gén
29, 14): la mujer pertenece a la misma especie que el hombre, distinguiéndose
de los otros seres vivientes creados antes.
En la antropología bíblica los «huesos»
expresan un componente importantísimo del cuerpo; dado que para los hebreos no
había una distinción precisa entre «cuerpo» y «alma» (el cuerpo era
considerado como manifestación exterior de la personalidad), los «huesos»
significaban sencillamente, por sinécdoque, el «ser» humano (cf. por ejemplo,
Sal 139, 15: «No desconocías mis huesos»).
Se puede entender, pues, «hueso de los huesos»,
en sentido relacional, como el «ser del ser»; «carne de la carne» significa
que aun teniendo diversas características físicas, la mujer presenta la misma
personalidad que posee el hombre.
En el «canto nupcial» del primer hombre, la
expresión «hueso de los huesos», «carne de la carne» es una forma de
superlativo, subrayado además por la repetición triple: «esta», «esa», «la».
(5) Es difícil traducir exactamente la expresión
hebrea cezer kenegdó, que se traduce de distinto modo en las lenguas
europeas, por ejemplo, en latín: adiutorium ei conveniens sicut oportebat iuxta
eum»; en alemán: «eine Hilfe..., die ihm entspricht»; en francés: «égal
visâvis de lui»; en italiano: «un aiuto che gli sia simile»; en español: «como
él, que le ayude»; en inglés: «a helper fit for him»; en polaco: «odopowicdnia
alla niego pomoe».
Porque el término «ayuda», parece sugerir el
concepto de «complementariedad», o mejor, de «correspondencia exacta», el término
«semejante» se une más bien con el de «similitud», pero en sentido diverso
de la semejanza del hombre con Dios.
9. Comunión interpersonal e imagen de Dios (14-XI-79/18-XI-79)
1. Siguiendo la narración del libro del Génesis,
hemos constatado que la creación «definitiva» del hombre consiste en la
creación de la unidad de dos seres. Su unidad denota sobre todo la
identidad de la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a
base de tal identidad, constituye la masculinidad y la feminidad del hombre
creado. Esta dimensión ontológica de la unidad y de la dualidad tiene, al
mismo tiempo, un significado axiológico. Del texto del Génesis 2, 23 y de todo
el contexto se deduce claramente que el hombre ha sido creado como un don
especial ante Dios («Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»: Gén
1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero,
porque es «hombre»; segundo, porque la «mujer» es para el hombre, y
viceversa, el hombre es para la mujer. Mientras el capítulo primero del Génesis
expresa este valor de forma puramente teológica (e indirectamente metafísica),
el capítulo segundo, en cambio, revela, por decirlo así, el primer círculo
de la experiencia vivida por el hombre como valor. Esta experiencia está ya
inscrita en el significado de la soledad originaria, y luego en todo el relato
de la creación del hombre como varón y mujer. El conciso texto del Gén
2, 23, que contiene las palabras del primer hombre a la vista de la mujer
creada, «tomada de él», puede ser considerado el prototipo bíblico del
Cantar de los Cantares. Y si es posible leer impresiones y emociones a través
de palabras tan remotas, podríamos aventurarnos también a decir que la
profundidad y la fuerza de esta primera y «originaria» emoción del hombre-varón
ante la humanidad de la mujer, y al mismo tiempo ante la feminidad del otro ser
humano, parece algo único e irrepetible.
2. De este modo, el significado de la unidad
originaria del hombre, a través de la masculinidad y feminidad, se expresa como
superación del límite de la soledad, y al mismo tiempo como afirmación
-respecto a los dos seres humanos- de todo lo que en la soledad es constitutivo
del «hombre». En el relato bíblico, la soledad es camino que lleva a esa
unidad, que siguiendo al Vaticano II, podemos definir Communio personarum
(1). Como ya hemos constatado anteriormente, el hombre en su soledad originaria,
adquiere una conciencia personal en el proceso de «distinción» de todos los
seres vivientes (animalia) y al mismo tiempo, en esta soledad se abre
hacia un ser afín a él y que el Génesis (2, 18 y 20) define como «ayuda
semejante a él». Esta apertura decide del hombre-persona no menos, al
contrario, acaso más aún, que la misma «distinción». La soledad del hombre,
en el relato yahvista, se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de
la trascendencia característica propia de la persona, sino también como
descubrimiento de una relación adecuada «a la» persona; y por lo tanto como
apertura y espera de una «comunión de personas».
Aquí se podría emplear incluso el término
«comunidad», si no fuese genérico y no tuviese tantos significados. «Comunión»
dice más y con mayor precisión, porque indica precisamente esa «ayuda»
que, en cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir como persona «junto»
a una persona. En el relato bíblico este hecho se convierte eo ipso
-de por sí- en la existencia de la persona «para» la persona, dado que
el hombre en su soledad originaria, en cierto modo, estaba ya en esta relación.
Esto se confirma, en sentido negativo, precisamente por su soledad. Además, la
comunión de las personas podía formarse sólo a base de una «doble soledad»
del hombre y de la mujer, o sea, como encuentro en su «distinción» del mundo
de los seres vivientes (animalia), que daba a ambos la posibilidad de ser
y existir en una reciprocidad particular. El concepto de «ayuda» expresa también
esta reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido
asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que de constitutivo
fundaba la soledad de cada uno de ellos, y por tanto también la autoconciencia
y la autodeterminación, o sea, la subjetividad y el conocimiento del
significado propio del cuerpo.
3. El relato de la creación del hombre, en el
capítulo primero, afirma desde el principio y directamente que el hombre ha
sido creado a imagen de Dios en cuanto varón y mujer. El relato del capítulo
segundo, en cambio, no habla de la «imagen de Dios»; pero revela, a su manera
característica, que la creación completa y definitiva del «hombre» (sometido
primeramente a la experiencia de la soledad originaria) se expresa en el dar
vida a esa «communio personarum» que forman el hombre y la mujer. De
este modo, el relato yahvista concuerda con el contenido del primer relato. Si,
por el contrario, queremos sacar también del relato del texto yahvista el
concepto de «imagen de Dios», entonces podemos deducir que el hombre se ha
convertido en «imagen y semejanza» de Dios no sólo a través de la propia
humanidad, sino también a través de la comunión de las personas, que el
hombre y la mujer forman desde el comienzo. La función de la imagen es la de
reflejar a quien es el modelo, reproducir el prototipo propio. El hombre se
convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el
momento de la comunión. Efectivamente, él es «desde el principio» no sólo
imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige al mundo, sino
también y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión divina de
Personas.
De este modo el segundo relato podría también
preparar a comprender el concepto trinitario de la «imagen de Dios», aun
cuando ésta aparece sólo en el primer relato. Obviamente esto no carece de
significado incluso para la teología del cuerpo, más aún, quizá constituye
incluso el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir acerca
del hombre. En el misterio de la creación -en base a la originaria y
constitutiva «soledad» de su ser- el hombre ha sido dotado de una profunda
unidad entre lo que él es masculino humanamente y mediante el cuerpo, y lo que
de la misma manera es en él femenino humanamente y mediante el cuerpo. Sobre
todo esto, desde el comienzo, descendió la bendición de la fecundidad, unida
con la procreación humana (cf. Gén 1, 28).
4. De este modo, nos encontramos casi en el
meollo mismo de la realidad antropológica que se llama «cuerpo». Las palabras
del Génesis 2, 23 hablan de él directamente y por vez primera en los términos
siguientes: «carne de mi carne y hueso de mis huesos». El hombre-varón
pronuncia estas palabras, como si sólo a la vista de la mujer pudiese
identificar y llamar por su nombre a lo que en el mundo visible los hace
semejantes el uno al otro, y a la vez aquello en que se manifiesta la
humanidad. A la luz del análisis precedente de todos los «cuerpos», con
los que se ha puesto en contacto el hombre y a los que ha definido
conceptualmente poniéndoles nombre («animalia»), la expresión «carne
de mi carne» adquiere precisamente este significado: el cuerpo revela al
hombre. Esta fórmula concisa contiene ya todo lo que sobre la estructura del
cuerpo como organismo, sobre su vitalidad, sobre su particular fisiología
sexual, etc., podrá decir acaso la ciencia humana. En esta expresión primera
del hombre-varón «carne de mi carne» se encierra también una referencia a
aquello por lo que el cuerpo es auténticamente humano, y por lo tanto a lo que
determina al hombre como persona, es decir, como ser que incluso en toda su
corporeidad es «semejante» a Dios (2).
5. Nos encontramos, pues, casi en el meollo
mismo de la realidad antropológica, cuyo nombre es «cuerpo», cuerpo humano.
Sin embargo, como es fácil observar, este meollo no es sólo antropológico,
sino también esencialmente teológico. La teología del cuerpo, que desde el
principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte,
en cierto modo, también en teología del sexo, o mejor, teología de la
masculinidad y de la feminidad, que aquí, en el libro del Génesis, tiene su
punto de partida. El significado originario de la unidad, testimoniada por las
palabras del Génesis 2, 24, tendrá amplia y lejana perspectiva en la revelación
de Dios. Esta unidad a través del cuerpo («y los dos serán una sola carne»)
tiene una ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en Mt
19 (Mc 10), y también una dimensión sacramental, estrictamente teológica,
como se comprueba por las palabras de San Pablo a los Efesios (3), que hacen
referencia además a la tradición de los Profetas (Oseas, Isaías, Ezequiel).
Y es así, porque esa unidad que se realiza a
través del cuerpo indica, desde el principio, no sólo el «cuerpo», sino
también la comunión «encarnada» de las personas -communio personarum-
y exige esta comunión desde el principio. La masculinidad y la feminidad
expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre («esto
sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos»), e indican, además,
a través de las mismas palabras del Génesis 2, 23, la nueva conciencia del
sentido del propio cuerpo: sentido, que se puede decir consiste en un enriquecimiento
recíproco. Precisamente esta conciencia, a través de la cual la humanidad
se forma de nuevo como comunión de personas, parece constituir el estrato que
en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo
contenida en él) es más profundo que la misma estructura somática como varón
y mujer. En todo caso, esta estructura se presenta desde el principio con una
conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una
norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico.
(1) «Pero Dios no creó al hombre dejándolo
solo; desde el principio ‘varón y mujer los creó’» (Gén 1, 27) y
su unión constituye la primera forma de comunión de personas (Gaudium et
spes, 12).
(2) En la concepción de los libros bíblicos más
antiguos no aparece la contraposición dualista «alma-cuerpo». Como ya se ha
subrayado (cf. nota 11), se puede hablar más bien de una combinación
complementaria «cuerpo-vida». El cuerpo es «expresión de la personalidad del
hombre, y si no agota plenamente este concepto, es necesario entenderlo en el
lenguaje bíblico como «pars pro toto»; cf. por ejemplo: «no es la
carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre...» (Mt 16,
17), es decir: no te lo ha revelado el hombre.
(3) «Nadie aborrece jamás su propia carne,
sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros
de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a
su mujer, y serán dos en una sola carne. Gran misterio éste, pero entendido de
Cristo y de la Iglesia» (Ef. 5, 29-32).
Este será el tema de nuestras reflexiones en
la parte titulada «El Sacramento».
10. El matrimonio uno e indisoluble (21-XI-79/25-XI-79)
1. Recordemos que Cristo, cuando le
preguntaron sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo
que era «al principio». Citó las palabras escritas en los primeros capítulos
del Génesis. Tratamos, pues, de penetrar en el sentido propio de estas palabras
y de estos capítulos, en el curso de las presentes reflexiones.
El significado de la unidad originaria del
hombre, a quien Dios creó «varón y mujer», se obtiene (especialmente a la
luz del Génesis 2, 23) conociendo al hombre en todo el conjunto de su ser, esto
es, en toda la riqueza de ese misterio de la creación, que está en la base de
la antropología teológica. Este conocimiento, es decir, la búsqueda de la
identidad humana de aquel que al principio estaba «solo», debe pasar siempre a
través de la dualidad, la «comunión». Rercordemos el pasaje del Génesis 2,
23: «El hombre exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi
carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada». A la luz de
este texto, comprendemos que el conocimiento del hombre pasa a través de la
masculinidad y feminidad, que son como dos «encarnaciones» de la misma soledad
metafísica, frente a Dios y al mundo -como dos modos de «ser cuerpo» y a
la vez hombre, que se completan recíprocamente-, como dos dimensiones
complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y, al mismo
tiempo, como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. Así,
como ya demuestra el Génesis, 23, la feminidad, en cierto sentido, se encuentra
a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a
través de la feminidad. Precisamente la función del sexo, que, en cierto
sentido, es «constitutivo de la persona» (no sólo «atributo de la persona»),
demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la
unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo
como «el» o «ella». La presencia del elemento femenino junto al masculino y
al mismo tiempo que él, tiene el significado de un enriquecimiento para el
hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia
de la salvación. Toda esta enseñanza sobre la unidad ha sido expresada ya
originariamente en el Génesis 2, 23.
2. La unidad, de la que habla el Génesis 2,
24 («y vendrán a ser los dos una sola carne»), es sin duda la que se expresa
y se realiza en el acto conyugal. La formulación bíblica, extremadamente
concisa y simple, señala al sexo, feminidad y masculinidad, como esa característica
del hombre -varón y mujer- que les permite, cuando se convierten en «una sola
carne», someter al mismo tiempo toda su humanidad a la bendición de la
fecundidad. Sin embargo, todo el contexto de la formulación lapidaria no nos
permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente
tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la «comunión
de las personas», sino que nos obliga a entrever desde el «principio» la
plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben
constituir a la luz de la revelación del cuerpo.
Por lo tanto, ante todo, la expresión
respectiva que dice: «El hombre... se unirá a su mujer» tan íntimamente que
«los dos serán una sola carne», nos induce siempre a dirigirnos a lo que el
texto bíblico expresa con anterioridad respecto a la unión en la humanidad,
que une a la mujer y al varón en el misterio mismo de la creación. Las
palabras del Génesis 2, 23, que acabamos de analizar, explican este concepto de
modo particular. El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto
conyugal) tan íntimamente que se convierten en «una sola carne», descubren de
nuevo, por decirlo así, cada vez y de modo especial, el misterio de la creación,
retornan así a esa unión en la humanidad («carne de mi carne y hueso de mis
huesos»), que les permite reconocerse recíprocamente y, llamarse por su
nombre, como la primera vez. Esto significa revivir, en cierto sentido, el valor
originario virginal del hombre, que emerge del misterio de su soledad frente a
Dios y en medio del mundo. El hecho de que se conviertan en «una sola carne»
es un vínculo potente establecido por el Creador, a través del cual ellos
descubren la propia humanidad, tanto en su unidad originaria, como en la
dualidad de un misterioso atractivo recíproco. Pero el sexo es algo más que la
fuerza misteriosa de la corporeidad humana, que obra casi en virtud del
instinto. A nivel del hombre y en la relación recíproca de las personas, el
sexo expresa una superación siempre nueva del límite de la soledad del hombre
inherente a la constitución de su cuerpo y determina su significado originario.
Esta superación lleva siempre consigo una cierta asunción de la soledad del
cuerpo del segundo «yo» como propia.
3. Por esto está ligada a la elección. La
formulación misma del Génesis 2, 24 indica no sólo que los seres humanos
creados como varón y mujer, han sido creados para la unidad, sino también que
precisamente esta unidad, a través de la cual se convierten en «una
sola carne», tiene desde el principio un carácter de unión que
se deriva de una elección. Efectivamente, leemos: «El hombre abandonará a
su padre y a su madre y se unirá a su mujer». Si el hombre pertenece «por
naturaleza» al padre y a la madre, en virtud de la generación, en cambio «se
une» a la mujer (o al marido) por elección. El texto del Génesis 2, 24 define
este carácter del vínculo conyugal a la primera mujer, pero al mismo tiempo lo
hace también en la perspectiva de todo el futuro terreno del hombre. Por esto,
Cristo, en su tiempo, se remitirá a ese texto, de actualidad también en su época.
Creados a imagen de Dios, también en cuanto forman una auténtica comunión de
personas, el primer hombre y la primera mujer deben constituir el comienzo y el
modelo de esta comunión para todos los hombres y mujeres que en cualquier
tiempo se unirán tan íntimamente entre sí, que formaran «una sola carne».
El cuerpo que, a través de la propia masculinidad o feminidad, ayuda a las dos
desde el principio («una ayuda semejante a él») a encontrarse en comunión de
personas, se convierte, de modo especial, en el elemento constitutivo de su unión,
cuando se hacen marido y mujer. Pero esto se realiza a través de una elección
recíproca. Es la elección que establece el pacto conyugal entre las personas
(20), que sólo a base de ella se convierten en «una sola carne».
4. Esto corresponde a la estructura de la
soledad del hombre, y en concreto a la «soledad de los dos». La elección,
como expresión de autodeterminación, se apoya sobre el fundamento de esa
estructura, es decir, sobre el fundamento de su autoconciencia.
Sólo a base de la propia estructura del
hombre, él «es cuerpo» y, a través del cuerpo, es también varón y mujer.
Cuando ambos se unen tan íntimamente entre sí que se convierten en «una sola
carne», su unión conyugal presupone una conciencia madura del cuerpo. Más aún,
comporta una conciencia especial del significado de ese cuerpo en el donarse
recíproco de las personas. También en este sentido, Génesis 2, 24 es un
texto perspectivo. Efectivamente, demuestra que en cada unión conyugal del
hombre y de la mujer se descubre de nuevo la misma conciencia originaria del
significado unitivo del cuerpo en su masculinidad y feminidad; con esto el texto
bíblico indica, al mismo tiempo, que en cada una de estas uniones se renueva,
en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundidad originaria y
fuerza vital. «Tomada del hombre» como «carne de su carne», la mujer se
convierte a continuación, como «esposa» y a través de su maternidad, en
madre de los vivientes (cf. Gén 3, 20), porque su maternidad tiene su
propio origen también en él. La procreación se arraiga en la creación, y
cada vez, en cierto sentido, reproduce su misterio.
5. A este tema dedicaremos una reflexión
especial: «El conocimiento y la procreación». En ella habrá que referirse
todavía a otros elementos del texto bíblico. El análisis del significado de
la unidad originaria, hecho hasta ahora, demuestran de qué modo «desde el
principio» esa unidad del hombre y de la mujer, inherente al misterio de la
creación, se da también como un compromiso en la perspectiva de todos los
tiempos siguientes.
11. Las experiencias primordiales del hombre (12-XII-79/16-XII-79)
1. Se puede decir que el análisis de los
primeros capítulos del Génesis nos obliga, en cierto sentido, a reconstruir
los elementos constitutivos de la experiencia originaria del hombre. En este
sentido, el texto yahvista es una fuente peculiar por su carácter. Al hablar de
las originarias experiencias humanas, tenemos en la mente no tanto su lejanía
en el tiempo, cuanto más bien su significado básico. Lo importante, pues, no
es que estas experiencias pertenezcan a la prehistoria del hombre (a su «prehistoria
teológica»), sino que estén siempre en la raíz de toda experiencia humana.
Esto es verdad, aun cuando no se presta mucha atención a estas experiencias
esenciales en el desarrollo ordinario de textos genesíacos (2, 20 y 2, 23), que
nos han permitido ya precisar el significado de la sociedad originaria y de la
unidad originaria del hombre. Se añade a éstos, como elemento tercero, el
significado de la desnudez originaria, claramente puesto en evidencia dentro del
contexto; y lo cual, en el primer esbozo bíblico de la antropología, no es
algo accidental. Al contrario, es precisamente la clave para su comprensión
plena y completa.
3. Es obvio que precisamente este elemento del
antiguo texto bíblico da a la teología del cuerpo estas experiencias
primordiales en las que aparece de manera casi completa la originalidad absoluta
de lo que es el ser humano varón-mujer: esto es, en cuanto hombre a través
de su cuerpo. La experiencia humana del cuerpo, tal como la descubrimos en los
textos bíblicos citados, se encuentra ciertamente en los umbrales de toda la
experiencia «histórica» sucesiva. Sin embargo, parece apoyarse también sobre
una profundidad ontológica tal, que el hombre no la percibe en la propia vida
cotidiana, aun cuando al mismo tiempo y en cierto modo la presupone y la postula
como parte del proceso de formación de la propia imagen.
2. Sin esta reflexión introductoria, sería
imposible precisar el significado de la desnudez originaria y afrontar el análisis
del Génesis 2, 25, que dice así: «Estaban ambos desnudos, el hombre y su
mujer, sin avergonzarse de ello». A primera vista, la introducción de este
detalle, aparentemente secundario, en el relato yahvista de la creación del
hombre puede parecer algo inadecuado y desfasado. Cabría pensar que el pasaje
citado no puede sostener la comparación con lo que se trata en los versículos
precedentes y que, en cierto sentido, sobrepasa el contexto. Sin embargo, en un
análisis profundo, este juicio no se mantiene. Efectivamente, el Génesis 2, 25
presenta uno de los elementos-clave de la revelación originaria, igualmente
determinante que los otros textos genesíacos (2, 20 y 2, 23), que nos han
permitido ya precisar el significado de la sociedad originaria y de la unidad
originaria del hombre. Se añade a éstos, como elemento tercero, el
significado de la desnudez originaria, claramente puesto en evidencia dentro
del contexto; y lo cual, en el primer esbozo bíblico de la antropología, no
es algo accidental. Al contrario, es precisamente la clave para su
comprensión plena y completa.
3. Es obvio que precisamente este elemento del
antiguo texto bíblico da a la teología del cuerpo una aportación específica,
de la que no se puede prescindir en absoluto. Nos lo confirmarán los análisis
ulteriores. Pero, antes de comenzarlos, me permito observar que el propio texto
del Génesis 2, 25 exige expresamente unir las reflexiones sobre la teología
del cuerpo con la dimensión de la subjetividad personal del hombre; en este ámbito,
efectivamente, se desarrolla la conciencia del significado del cuerpo. El Génesis
2, 25 habla de ello de manera mucho más directa que otras partes de ese texto
yahvista, que hemos definido ya como primer registro de la conciencia humana. La
frase, según la cual los primeros seres humanos, varón y mujer, «estaban
desnudos» y sin embargo «no se avergonzaban de ello», describe indudablemente
su estado de conciencia, más aun, su experiencia recíproca del cuerpo, esto
es, la experiencia por parte del hombre de la feminidad que se revela en la
desnudez del cuerpo y, recíprocamente, la experiencia análoga de la
masculinidad por parte de la mujer. Al afirmar que («no se avergonzaban de
ello)» el autor trata de describir esta experiencia recíproca del cuerpo
con la máxima precisión que le es posible. Se puede decir que este tipo de
precisión refleja una experiencia base del hombre en sentido «ordinario» y
precientífico, pero corresponde también a las exigencias de la antropología y
en particular de la antropología contemporánea, que se vuelve gustosamente a
las llamadas experiencias de fondo, como la experiencia del pudor (1).
4. Al aludir aquí a la precisión del relato,
tal cual le era posible al autor del texto yahvista, somos inducidos a
considerar los grados de experiencia del hombre «histórico» cargado con la
herencia del pecado, pero esos grados de experiencia arrancan metodológicamente
del estado de inocencia originaria. Ya hemos constatado antes que al referirse
«al principio» (sometido por nosotros aquí a sucesivos análisis del
contexto), Cristo establece indirectamente la idea de continuidad y de vinculación
entre esos dos estados, como si nos permitiese retroceder desde el umbral de la
situación de pecado «histórica» del hombre hasta su inocencia originaria.
Precisamente el Génesis 2, 25 exige de manera especial pasar ese umbral. Es fácil
observar cómo este paso, junto con el significado de la desnudez originaria
inherente a él, se inserta en el conjunto del contexto de la narración
yahvista. Efectivamente, después de algunos versículos, escribe el mismo
autor: «Abriéronse los ojos de ambos, y entonces viendo que estaban desnudos,
cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones» (Gén 3,
7). El adverbio «entonces» indica un momento nuevo y una nueva situación
que siguen a la ruptura de la primera Alianza; es una situación que sigue a la
desilusión de la prueba unida al árbol de la ciencia del bien y del mal, que
al mismo tiempo constituía la primera prueba de «obediencia», esto es, de
escucha de la Palabra en toda su verdad y de aceptación del Amor, según la
plenitud de las exigencias de la Voluntad creadora. Este momento nuevo o situación
nueva comporta también un contenido nuevo y una calidad nueva de la experiencia
del cuerpo, de modo que no se puede decir más: «Estaban desnudos, pero no se
avergonzaban de ello». La vergüenza, por lo tanto, es aquí una experiencia
no sólo originaria, sino «de límite».
5. Por esto, es significativa la diferencia de
formulaciones que separa al Génesis 2, 25 del Génesis 3, 7. En el primer caso
«estaban desnudos, pero no se avergonzaban de ello»; en el segundo caso, «se
dieron cuenta de que estaban desnudos». ¿Acaso quiere decirse con esto que en
un primer tiempo «no se habían dado cuenta de estar desnudos»? ¿Que no sabían
y no veían recíprocamente la desnudez de sus cuerpos? La transformación
significativa que nos testimonia el texto bíblico sobre la experiencia de la
vergüenza (de la que habla aún el Génesis, especialmente en 3, 10-12) se
realiza en un nivel más profundo del puro y simple uso del sentido de la vista.
El análisis comparativo entre Génesis 2, 25 y Génesis 3, lleva necesariamente
a la conclusión de que aquí no se trata del paso del «no conocer» al «conocer»,
sino de un cambio radical del significado de la desnudez originaria de
la mujer frente al varón y del varón frente a la mujer. Surge de su conciencia
como fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal: «¿Quién te ha hecho
saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí
comer?» (Gén 3, 11). Este cambio se refiere directamente a la
experiencia del significado del propio cuerpo frente al Creador y a las
criaturas. Esto se confirma a continuación por las palabras del hombre: «Te he
oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3,
10). Pero especialmente ese cambio que el texto yahvista delinea de manera
tan concisa y dramática, se refiere directamente, acaso del modo más directo
posible, a la relación varón-mujer, feminidad-masculinidad.
6. Deberemos volver sobre el análisis de esta
transformación todavía en otras partes de nuestras reflexiones ulteriores.
Ahora, llegados a ese límite que atraviesa la esfera del «principio» al que
se remitió Cristo, deberemos preguntamos si será posible reconstruir, de
algún modo, el significado originario de la desnudez, que en el libro del Génesis
constituye el contexto próximo de la doctrina acerca de la unidad del ser
humano en cuanto varón y mujer. Esto parece posible, si tomamos como punto
de referencia la experiencia de la vergüenza, tal como está
claramente presentada como experiencia «liminal» en el antiguo texto bíblico.
Trataremos de hacer un intento de esta
reconstrucción en nuestras meditaciones siguientes.
(1) Cf. por ejemplo: M. Scheler, Uber Scham
und Schamgerfühl, Halle 1914; Fr. Sawicki, Fenomenologia wstydliwosci
(Femenología del pudor), Cracovia, 1949; y también K. Wojtyla, Milosc i
odpowiedzialnosc. Cracovia, 1962, págs. 165-185. (En italiano: Amore e
responsabilitità, Roma, 1978. II ed., págs. 161-178).
12. Inocencia y desnudez (19-XII-79/23-XII-79)
1. ¿Qué es la vergüenza y cómo explicar su
ausencia en el estado de inocencia originaria, en la profundidad misma del
misterio de la creación del hombre como varón y mujer? De los análisis
contemporáneos de la vergüenza -y en particular del pudor sexual- se deduce la
complejidad de esta experiencia fundamental, en la que el hombre se expresa como
persona según la estructura que le es propia. En la experiencia del pudor, el
ser humano experimenta el temor en relación al «segundo yo» (así, por
ejemplo, la mujer frente al varón), y esto es sustancialmente temor por el
propio «yo». Con el pudor el ser humano manifiesta casi «instintivamente» la
necesidad de la afirmación y de la aceptación de este «yo» según su justo
valor. Lo experimenta al mismo tiempo dentro de sí, como al exterior, frente al
«otro». Se puede decir, pues, que el pudor es una experiencia compleja también
en el sentido que, como alejando un ser humano del otro (la mujer del varón),
al mismo tiempo busca su cercanía personal, creándoles una base y un nivel idóneos.
Por la misma razón el pudor tiene un
significado fundamental en cuanto a la formación del ethos en la
convivencia humana, y especialmente en la relación varón-mujer. El análisis
del pudor indica con claridad lo profundamente que está arraigado en las
relaciones mutuas, lo exactamente que expresa las reglas esenciales en
la «comunión de las personas» y del mismo modo lo profundamente
que toca la dimensión de la «soledad» originaria del hombre. La aparición
de la «vergüenza» en la sucesiva narración bíblica del capítulo 3 del Génesis,
tiene un significado pluridimensional, y a su tiempo nos convendrá emprender de
nuevo su análisis.
En cambio, ¿qué significa su ausencia
originaria en el Génesis 2, 25: «Estaban desnudos sin avergonzarse de ello»?
2. Ante todo, es necesario establecer que se
trata de una real no presencia de la vergüenza, y no de una carencia de ella o
de un subdesarrollo de la misma. Aquí no podemos sostener de modo alguno una «primitivización»
de su significado. Por lo tanto, el texto del Génesis 2, 25 no sólo excluye
decididamente la posibilidad de pensar en una «falta de vergüenza», o sea, la
impudicia, sino aún más, excluye que se la explique mediante la analogía con
algunas experiencias humanas positivas, como por ejemplo, las de la edad
infantil o las de la vida de los llamados pueblos primitivos. Estas analogías
no sólo son insuficientes, sino que pueden ser además engañosas. Las palabras
del Génesis 2, 25 «sin avergonzarse de ello», no expresan carencia, sino al
contrario, sirven para indicar una especial plenitud de conciencia y de
experiencia, sobre todo la plenitud de comprensión del significado del cuerpo,
unida al hecho de que «estaban desnudos».
Que se deba comprender e interpretar así el
texto citado, lo testifica la continuación del relato yahvista en el que la
aparición de la vergüenza, y especialmente del pudor sexual, está vinculada
con la pérdida de esa plenitud originaria. Presuponiendo, pues, la experiencia
del pudor como experiencia «de límite», debemos preguntarnos a qué
plenitud de conciencia y de experiencia y, en particular, a qué
plenitud de comprensión del significado del cuerpo corresponda el significado
de la desnudez originaria, de la que habla el Génesis 2, 25.
3. Para contestar a esta pregunta, es
necesario tener presente el proceso analítico hecho hasta ahora, que tiene su
base en el conjunto del pasaje yahvista. En este contexto, la soledad originaria
del hombre se manifiesta como «no-identificación» de la propia humanidad con
el mundo de los seres vivientes (animalia) que le rodean.
Esta «no-identificación», después de la
creación del hombre como varón y mujer, cede el puesto al descubrimiento feliz
de la humanidad propia «con la ayuda» del otro ser humano; así el varón
reconoce y vuelve a encontrar la propia humanidad «con la ayuda» de la mujer (Gén
2, 25). Esto realiza, al mismo tiempo, una percepción del mundo, que se efectúa
directamente a través del cuerpo («carne de mi carne»). Es la fuente directa
y visible de la experiencia que logra establecer su unidad en la humanidad. Por
esto, no es difícil entender que la desnudez corresponde a esa plenitud de
conciencia del significado del cuerpo, que se deriva de la típica percepción
de los sentidos. Se puede pensar en esta plenitud con categorías de verdad del
ser o de la realidad, y se puede decir que el varón y la mujer originariamente
habían sido dados el uno al otro precisamente según esta verdad, en cuanto «estaban
desnudos». En el análisis del significado de la desnudez originaria, no se
puede prescindir en absoluto de esta dimensión, Este participar en la
percepción del mundo -en su aspecto «exterior»- es un hecho
directo y casi espontáneo, anterior a cualquier complicación «crítica» del
conocimiento y de la experiencia humana, y aparece estrechamente unido a la
experiencia del significado del cuerpo humano. Así ya se podría percibir
la inocencia originaria del «conocimiento».
4. Sin embargo, no se puede individuar el
significado de la desnudez originaria considerando sólo la participación del
hombre en la percepción exterior del mundo; no se puede establecer sin
descender a lo íntimo del hombre. El Génesis 2, 25 nos introduce precisamente
en este nivel y quiere que nosotros busquemos allí la inocencia originaria del
conocer. Efectivamente, es necesario explicar y medir, con la dimensión de la
interioridad humana, esa especial plenitud de la comunicación interpersonal,
gracias a la cual varón y mujer «estaban desnudos sin avergonzarse de ello».
El concepto de «comunicación», en nuestro
lenguaje convencional, ha sido casi alienado de su más profunda, originaria
matriz semántica. Sobre todo se vincula a la esfera de los medios, esto es, en
su mayor parte a lo que sirve para el entendimiento, el intercambio, el
acercamiento. Sin embargo, es lícito suponer que, en su significado originario
y más profundo, la «comunicación» estaba y está directamente unida a
sujetos, que se «comunican» precisamente a base de la «común unión»
existente entre sí, tanto para alcanzar, como para expresar una realidad que es
propia y pertinente sólo a la esfera de sujetos-personas. De este modo el
cuerpo humano adquiere un significado completamente nuevo, que no puede ser
colocado en el plano de la restante percepción «externa» del mundo.
Efectivamente, el cuerpo expresa a la persona en su ser concreto ontológico y
existencial, que es algo más que el «individuo», y por lo tanto expresa el «yo»
humano personal, que construye desde dentro su percepción «exterior».
5. Toda la narración bíblica, y
especialmente el texto yahvista, muestra que el cuerpo a través de la propia
visibilidad manifiesta al hombre y, manifestándolo, hace de
intermediario, es decir, hace que el varón y la mujer, desde el comienzo, «comuniquen»
entre sí según esa communio personarum querida por el Creador
precisamente para ellos. Sólo esta dimensión, por lo que parece, nos permite
comprender de manera apropiada el significado de la desnudez originaria. A este
propósito, cualquier criterio «naturalista» está destinado a equivocarse,
mientras por el contrario, el criterio «personalista» puede servir de gran
ayuda. El Génesis 2, 25 habla ciertamente de algo extraordinario que está
fuera de los límites del pudor conocido mediante la experiencia humana, y que
al mismo tiempo decide la plenitud particular de la comunicación
interpersonal, arraigada en el corazón mismo de esa comunión, que
ha sido revelada y desarrollada así. En esta relación, las palabras «sin
avergonzarse de ello» pueden significar (in sensu obliquo) solamente una
profundidad original al afirmar lo que es inherente a la persona, lo que es «visiblemente»
femenino y masculino, a través de lo cual se constituye la «intimidad personal»
de la comunicación recíproca en toda su radical sencillez y pureza. A esta
plenitud de percepción «exterior», expresada mediante la desnudez física,
corresponde la plenitud «interior» de la visión del hombre en Dios,
esto es, según la medida de la «imagen de Dios» (cf. Gén 1, 17).
Según esta medida, el hombre «está» realmente desnudo («estaban desnudos»;
Gén 2, 25) (1) antes aún de darse cuenta de ello (cf. Gén 3,
7-10).
Deberemos completar todavía el análisis de
este texto tan importante, durante las meditaciones que seguirán.
(1) Dios, según las palabras de la Sagrada
Escritura, penetra a la criatura que delante de El está totalmente «desnuda»:
«No hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia, antes son todas
desnudas» (pánta gymná) y manifiestas a los ojos de Aquel a quien
hemos de dar cuenta» (Heb 4, 13). Esta característica pertenece en
particular a la Sabiduría Divina: «La sabiduría... por su pureza se difunde y
lo penetra todo» (Sab 7, 24).
13. El misterio de la creación del hombre: varón y mujer (2-I-80/6-I-80)
1. Volvemos de nuevo al análisis del texto
del Génesis (2, 25), comenzado en los capítulos precedentes.
Según este pasaje, el varón y la mujer se
ven a sí mismos como a través del misterio de la creación; se ven a sí
mismos de este modo, antes de darse cuenta de «que estaban desnudos». Este
verse recíproco, no es sólo una participación en la percepción «exterior»
del mundo, sino que tiene también una dimensión interior de participación en
la visión del mismo Creador, de esa visión de la que habla varias veces la
narración del capítulo primero: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»
(Gén 1, 31). La «desnudez» significa el bien originario de la visión
divina. Significa toda la sencillez y plenitud de la visión a través de la
cual se manifiesta el valor «puro» del hombre como varón y mujer, el valor «puro»
del cuerpo y del sexo. La situación que se indica de manera tan concisa y a la
vez sugestiva de la revelación originaria del cuerpo, como resulta
especialmente del Génesis 2, 25, no conoce ruptura interior y
contraposición entre lo que es espiritual y lo que es sensible, así como no
conoce ruptura y contraposición entre lo que humanamente constituye la persona
y lo que en el hombre determina el sexo: lo que es masculino y femenino.
Al verse recíprocamente como a través
del misterio mismo de la creación, varón y mujer se ven a sí mismos aún
más plenamente y más distintamente que a través del sentido mismo de la
vista, es decir, a través de los ojos del cuerpo. Efectivamente, se ven y se
conocen a sí mismos con toda la paz de la mirada interior, que crea
precisamente la plenitud de la intimidad de las personas. Si la «vergüenza»
lleva consigo una limitación específica del ver mediante los ojos del cuerpo,
esto ocurre sobre todo porque la intimidad personal está como turbada y casi «amenazada»
por esta visión. Según el Génesis 2, 25. el varón y la mujer «no
sintieron vergüenza»: al verse y conocerse a sí mismos en toda la paz y
tranquilidad de la mirada interior, se «comunican» en la plenitud de la
humanidad, que se manifiesta en su como recíproca complementariedad
precisamente porque es «masculina» y «femenina». Al mismo tiempo «se
comunican» según esa comunión de las personas, en la que, a través de la
feminidad y masculinidad, se convierten en don recíproco la una para la otra.
De este modo alcanzan en la reciprocidad una comprensión especial del
significado del propio cuerpo. El significado originario de la desnudez
corresponde a esa sencillez y plenitud de visión, en la cual la comprensión
del significado del cuerpo nace casi en el corazón mismo de su comunidad-comunión.
La llamaremos «esponsalicia». El varón y la mujer en el Génesis 2,
23-25 surgen al «principio» mismo precisamente con esta conciencia del
significado del propio cuerpo. Esto merece un análisis profundo.
2. Si el relato de la creación
del hombre en las dos versiones, la del capítulo primero y la yahvista del capítulo
segundo, nos permite establecer el significado originario de la soledad, de la
unidad y de la desnudez, por esto mismo nos permite también encontrarnos sobre
el terreno de una antropología adecuada, que trata de comprender e interpretar
al hombre en lo que es esencialmente humano (1). Los textos bíblicos
contienen los elementos esenciales de esta antropología, que se manifiestan en
el contexto teológico de la «imagen de Dios». Este concepto encierra en sí
la raíz misma de la verdad sobre el hombre, revelada a través de ese «principio»,
al que se remite Cristo en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19,
3-9), hablando de la creación del hombre como varón y mujer. Es necesario
recordar que todos los análisis que hacemos aquí se vuelven a unir, al menos
indirectamente, precisamente con estas palabras suyas. El hombre, al que Dios ha
creado «varón y mujer», lleva impresa en el cuerpo, «desde el principio»,
la imagen divina; varón y mujer constituyen como dos diversos modos del humano
«ser cuerpo» en la unidad de esa imagen.
Ahora bien, conviene dirigirse de nuevo a esas
palabras fundamentales de las que se sirvió Cristo, esto es, a la palabra «creó»,
al sujeto «Creador», introduciendo en las consideraciones hechas hasta ahora una
nueva dimensión, un nuevo criterio de comprensión e interpretación, que
llamaremos «hermenéutica del don». La dimensión del don decide sobre
la verdad esencial y sobre la profundidad del significado de la originaria
soledad-unidad-desnudez. Ella está también en el corazón mismo de la creación,
que nos permite construir la teología del cuerpo «desde el principio», pero
exige, al mismo tiempo, que la construyamos de este modo.
3. La palabra «creó», en labios de Cristo,
contiene la misma verdad que encontramos en el libro del Génesis. El primer
relato de la creación repite varias veces esta palabra, desde Génesis
1, 1 («al principio creó Dios los cielos y la tierra»), hasta Génesis
1, 27 («creó Dios al hombre a imagen suya») (2). Dios se revela a Sí mismo
sobre todo como Creador. Cristo se remite a esa revelación fundamental
contenida en el libro del Génesis. El concepto de creación tiene en él toda
su profundidad no sólo metafísica, sino también plenamente teológica.
Creador es el que «llama a la existencia de la nada», y el que establece en la
existencia al mundo y al hombre en el mundo porque El «es amor» (1
Jn 4, 8). A decir verdad, no encontramos esta palabra amor (Dios es amor)
en el relato de la creación; sin embargo, este relato repite frecuentemente: «Vio
Dios cuanto había hecho y era muy bueno». A través de estas palabras somos
llevados a entrever en el amor el motivo divino de la creación, la fuente de
que brota: efectivamente, sólo el amor da comienzo al bien y se complace en
el bien (cf. 1 Cor 13). Por esto, la creación, como obra de Dios,
significa no sólo llamar de la nada a la existencia y establecer la existencia
del mundo y del hombre en el mundo, sino que significa también, según la
primera narración «beresit bara», donación; una donación fundamental
y «radical», es decir, una donación en la que el don surge precisamente de la
nada.
4. La lectura de los primeros capítulos del
libro del Génesis nos introduce en el misterio del mundo por voluntad de Dios,
que es omnipotencia y amor. En consecuencia, toda criatura lleva en sí el signo
del don originario y fundamental.
Sin embargo, al mismo tiempo, el concepto de
«donar» no puede referirse a un nada. Ese concepto indica al que da y al que
recibe el don, y también la relación que se establece entre ellos. Ahora, esta
relación surge del relato de la creación en el momento mismo de la creación
del hombre. Esta relación se manifiesta sobre todo por la expresión: «Dios
creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó» (Gén 1, 27).
En el relato de la creación del mundo visible el donar tiene sentido sólo
respecto al hombre. En toda la obra de la creación, sólo de él se puede decir
que ha sido gratificado por un don: el mundo visible ha sido creado «para él».
El relato bíblico de la creación nos ofrece motivos suficientes para esta
comprensión e interpretación: la creación es un don, porque en ella
aparece el hombre que, como «imagen de Dios», es capaz de comprender el
sentido mismo del don en la llamada de la nada a la existencia. Y es capaz
de responder al Creador con el lenguaje de esta comprensión. Al interpretar con
este lenguaje el relato de la creación, se puede deducir de él que ella
constituye el don fundamental y originario: el hombre aparece en la creación
como el que ha recibido en don el mundo, y viceversa, puede decirse también que
el mundo ha recibido en don al hombre.
Al llegar aquí debemos interrumpir nuestro análisis.
Lo que hemos dicho hasta ahora está en relación estrechísima con toda la
problemática antropológica del «principio». El hombre aparece allí como «creado»,
esto es, como el que, en medio del «mundo», ha recibido en don a otro hombre.
Y precisamente esta dimensión del don debemos someterla a continuación a un análisis
profundo, para comprender también él significado del cuerpo humano en su justa
medida. Esto será el objeto de nuestras próximas meditaciones.
(1) El concepto de «antropología adecuada»
ha sido explicado en el mismo texto como «comprensión e interpretación del
hombre en lo que es esencialmente humano». Este concepto determina el principio
mismo de reducción, propio de la filosofía del hombre; indica el límite de
este principio, e indirectamente excluye que se pueda traspasar este límite. La
antropología «adecuada» se apoya sobre la experiencia esencialmente «humana»,
oponiéndose al reduccionismo de tipo «naturalístico», que frecuentemente va
junto con la teoría evolucionista acerca de los comienzos del hombre.
(2) El término hebreo «bara’» creó, usado
exclusivamente para determinar la acción de Dios, aparece en el relato de la
creación sólo en el v. 1 (creación de cielo y de la tierra), en el v. 21
(creación de los animales) y en el v. 27 (creación del hombre); pero aquí
aparece hasta tres veces. Esto significa la plenitud y la perfección de
ese acto que es la creación del hombre, varón y mujer. Esta iteración indica
que la obra de la creación ha alcanzado aquí su punto culminante.
14. En el jardín del Edén (9-I-80/13-I-80)
1. Releyendo y analizando el segundo relato de
la creación, esto es, el texto yahvista, debemos preguntarnos si el primer «hombre»
(‘adam), en su soledad originaria, «viviría» el mundo realmente como don,
con actitud conforme a la condición efectiva de quien ha recibido un don, como
consta por el relato del capítulo primero. Efectivamente, el segundo relato nos
presenta al hombre en el jardín del Edén (cf. Gén 2, 8); pero
debemos observar que, incluso en esta situación de felicidad originaria, el
Creador mismo (Dios Yahvé), y después también él «hombre», en vez de
subrayar el aspecto del mundo como don subjetivamente beatificante, creado para
el hombre (cf. el primer relato y en particular Gén 1, 26-29),
ponen de relieve que el hombre esta «solo». Hemos analizado ya el significado
de la soledad originaria; pero ahora es necesario observar que por vez primera
aparece claramente una cierta carencia de bien: «No es bueno que el hombre (varón)
esté solo -dice Dios Yahvé-, voy a hacerle una ayuda...» (Gén 2, 18).
Lo mismo afirma el primer «hombre»; también él, después de haber tomado
conciencia hasta el fondo de la propia soledad entre todos los seres vivientes
sobre la tierra, espera una «ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 20).
Efectivamente, ninguno de estos seres (animales) ofrece al hombre las
condiciones básicas que hagan posible existir en una relación de don
recíproco.
2. Así, pues, estas dos expresiones, esto es,
el adjetivo «solo» y el sustantivo «ayuda» parecen ser realmente la
clave para comprender la esencia misma del don a nivel de hombre, como contenido
existencial inscrito en la verdad de la «imagen de Dios». Efectivamente, el
don revela, por decirlo así, una característica especial de la existencia
personal, más aún, de la misma esencia de la persona. Cuando Dios Yahvé
dice que «no es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2,18), afirma que
el hombre por sí «solo» no realiza totalmente esta esencia. Solamente la
realiza existiendo «con alguno», y aún más profundamente y más
completamente: existiendo «para alguno». Esta norma de existir como
persona se demuestra en el libro del Génesis como característica de la creación,
precisamente por medio del significado de estas dos palabras: «solo» y «ayuda».
Ellas indican precisamente lo fundamental y constitutiva que es para el hombre
la relación y la comunión de las personas. Comunión de las personas significa
existir en un recíproco «para», en una relación de don recíproco. Y esta
relación es precisamente el complemento de la soledad originaria del «hombre».
3. Esta realización es, en su origen,
beatificante. Está implícita sin duda en la felicidad originaria del hombre, y
constituye precisamente esa felicidad que pertenece al misterio de la creación
hecha por amor, es decir, pertenece a la esencia misma del donar creador. Cuando
el «hombre-varón», al despertar del sueño genesíaco, ve al «hombre-mujer»,
tomado de él, dice: «esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi
carne» (Gén 2, 3); estas palabras expresan, en cierto sentido,
el comienzo subjetivamente beatificante de la existencia del hombre en el mundo.
En cuanto se ha verificado al «principio», esto confirma el proceso de
individuación del hombre en el mundo, y nace, por así decir, de la profundidad
misma de su soledad humana, que él vive como persona frente a todas las otras
criaturas y a todos los seres vivientes (animalia). También este
principio, pues, pertenece a una antropología adecuada y puede ser verificado
siempre según ella. Esta verificación puramente antropológica nos lleva, al
mismo tiempo, al tema de la «persona» y al tema del «cuerpo sexo». Esta
simultaneidad es esencial. Efectivamente, si tratáramos del sexo sin la
persona, quedaría destruida toda la adecuación de la antropología que
encontramos en el libro del Génesis.
Y entonces estaría velada para nuestro
estudio teológico la luz esencial de la revelación del cuerpo, que se
transparenta con tanta plenitud en estas primeras afirmaciones.
4. Hay un fuerte vínculo entre el misterio de
la creación, como don que nace del amor, y ese «principio» beatificante de la
existencia del hombre como varón y mujer, en toda la realidad de su cuerpo y de
su sexo, que es simple y pura verdad de comunión entre las personas. Cuando el
primer hombre, al ver a la primera mujer exclama: «Es carne de mi carne y hueso
de mis huesos» (Gén 2, 23), afirma sencillamente la identidad
humana de ambos. Exclamando así, parece decir: ¡He aquí un cuerpo que
expresa la «persona»! Atendiendo a un pasaje precedente del texto
yahvista, se puede decir también: este «cuerpo» revela al «alma viviente»,
tal como fue el hombre cuando Dios Yahvé alentó la vida en él (cf. Gén 2,
7), por la cual comenzó su soledad frente a todos los seres vivientes.
Precisamente atravesando la profundidad de esta soledad originaria, surge ahora
el hombre en la dimensión del don recíproco, cuya expresión -que por esto
mismo es expresión de su existencia como persona- es el cuerpo humano en toda
la verdad originaria de su masculinidad y feminidad. El cuerpo, que expresa la
feminidad «para» la masculinidad, y viceversa, la masculinidad «para» la
feminidad, manifiesta la reciprocidad y la comunión de las personas. La expresa
a través del don como característica fundamental de la existencia personal.
Este es el cuerpo: testigo de la creación como de un don
fundamental, testigo, pues, del Amor como fuente de la que nació este mismo
donar. La masculinidad-feminidad -esto es, el sexo- es el signo originario
de una donación creadora y de una toma de conciencia por parte del hombre, varón-mujer,
de un don vivido, por así decirlo, de modo originario. Este es el significado
con el que el sexo entra en la teología del cuerpo.
5. Ese «comienzo» beatificante del ser y del
existir del hombre, como varón y mujer, está unido con la revelación y con el
descubrimiento del significado del cuerpo, que conviene llamar «esponsalicio».
Si hablamos de revelación y a la vez de descubrimiento, lo hacemos en relación
a lo específico del texto yahvista, en el que el hilo teológico es también
antropológico, más aún, aparece como una cierta realidad conscientemente
vivida por el hombre. Hemos observado ya que a las palabras que expresan la
primera alegría de la aparición del hombre en la existencia como «varón y
mujer» (Gén 2, 23), sigue el versículo que establece su unidad
conyugal (cf. Gén 2, 24), y luego el que testifica la desnudez de ambos,
sin que tengan vergüenza recíproca (cf. Gén 2, 25). Precisamente esta
confrontación significativa nos permite hablar de la revelación y a la vez
del descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo en el
misterio mismo de la creación. Este significado (en cuanto revelado e incluso
consciente, «vivido» por el hombre) confirma hasta el fondo que el donar
creador, que brota del Amor, alcanzó la conciencia originaria del hombre,
convirtiéndose en experiencia de don recíproco, como se percibe ya en el texto
arcaico. De esto parece dar testimonio también -acaso hasta de modo específico-
esa desnudez de ambos progenitores, libre de vergüenza.
6. El Génesis 2, 24 habla del sentido o
finalidad que tiene la masculinidad y feminidad del hombre, en la vida de los cónyuges-padres.
Al unirse entre sí tan íntimamente, que se convierten en «una sola carne»
someten, en cierto sentido, su humanidad a la bendición de la fecundidad, esto
es, de la «procreación», de la que habla el primer relato (Gén 1,
28). El hombre comienza «a ser» con la conciencia de esta finalidad de la
propia masculinidad-feminidad, esto es, de la propia sexualidad. Al mismo
tiempo, las palabras del Génesis 2, 25: «Estaban ambos desnudos sin
avergonzarse de ello», parecen añadir a esta verdad fundamental del
significado del cuerpo humano, de su masculinidad y feminidad, otra verdad no
menos esencial y fundamental. El hombre, consciente de la capacidad procreadora
del propio cuerpo y del propio sexo, está al mismo tiempo libre de la «coacción»
del propio cuerpo y sexo. Esa desnudez originaria, recíproca y a la vez no
gravada por la vergüenza, expresa esta libertad interior del hombre. ¿Es ésta
la libertad del «instinto sexual»? El concepto de «instinto» implica ya una
coacción interior, analógicamente al instinto que estimula la fecundidad y la
procreación en todo el mundo de los seres vivientes (animalia). Pero
parece que estos dos textos del libro del Génesis, el primero y segundo relato
de la creación del hombre, vinculen suficientemente la perspectiva de la
procreación con la característica fundamental de la existencia humana en
sentido personal. En consecuencia, la analogía del cuerpo humano y del sexo en
relación al mundo de los animales -a la que podemos llamar analogía «de la
naturaleza»- en los dos relatos (aunque en cada uno de modo diverso), se eleva
también, en cierto sentido, a nivel de «imagen de Dios», y a nivel de persona
y de comunión entre las personas.
Será conveniente dedicar todavía otros análisis
a este problema esencial. Para la conciencia del hombre -incluso para el hombre
contemporáneo- es importante saber que en esos textos bíblicos que hablan del
«principio» del hombre, se encuentra la revelación del «significado
esponsalicio del cuerpo». Pero es todavía más importante establecer lo que
expresa propiamente este significado.
15. Significado «esponsal» del cuerpo humano (16-I-80/13-I-80)
1. Continuamos hoy el análisis de los textos
del libro del Génesis, que hemos emprendido según la línea de la enseñanza
de Cristo. Efectivamente, recordamos que en la conversación sobre el
matrimonio, El se remitió al «principio».
La revelación y, al mismo tiempo, el
descubrimiento originario del significado «esponsalicio» del cuerpo, consiste
en presentar al hombre, varón y mujer, en toda la realidad y verdad de su
cuerpo y sexo («estaban desnudos»), y a la vez, en la plena libertad de toda
coacción del cuerpo y del sexo. De esto parece dar testimonio la desnudez de
los progenitores, interiormente libres de la vergüenza. Se puede decir que,
creados por el Amor esto es, dotados en su ser de masculinidad y feminidad,
ambos están «desnudos», porque son libres de la misma libertad del don. Esta
libertad está precisamente en la base del significado esponsalicio del cuerpo.
El cuerpo humano, con su sexo, y con su masculinidad y feminidad, visto en el
misterio mismo de la creación, es no sólo fuente de fecundidad y de procreación,
como en todo el orden natural, sino que incluye desde «el principio» el
atributo «esponsalicio», es decir, la capacidad de expresar el amor: ese
amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y
-mediante este don- realiza el sentido mismo de su ser y existir. Recordemos aquí
el texto del último Concilio, donde se declara que el hombre es la única
criatura en el mundo visible a la que Dios ha querido «por sí misma», añadiendo
que este hombre no puede «encontrar su propia plenitud si no a través de un
don sincero de sí» (1).
2. La raíz de esa desnudez originaria libre
de la vergüenza, de la que habla el Génesis 2, 25, se debe buscar precisamente
en esa verdad integral sobre el hombre. Varón y mujer, en el contexto de su «principio»
beatificante, están libres de la misma libertad del don. Efectivamente, para
poder permanecer en la relación del «don sincero de sí» y para convertirse
en este don el uno para el otro, a través de toda su humanidad hecha de
feminidad y masculinidad (incluso en relación a esa perspectiva de la que habla
el Génesis 2, 24), deben ser libres precisamente de este modo. Entendemos aquí
la libertad sobre todo como dominio de sí mismos (autodominio). Bajo
este aspecto, esa libertad es indispensable para que el hombre pueda «darse
a sí mismo», para que pueda convertirse en don, para que (refiriéndonos a
las palabras del Concilio) pueda «encontrar su propia plenitud» a través de
«un don sincero de sí». De este modo, las palabras «estaban desnudos sin
avergonzarse de ello» se pueden y se deben entender como revelación -y a la
vez como descubrimiento- de la libertad que hace posible y califica el sentido
«esponsalicio» del cuerpo.
3. Pero el Génesis 2, 25 dice
todavía más. De hecho, este pasaje indica la posibilidad y la calidad de esta
recíproca «experiencia del cuerpo». Y además nos permite identificar ese
significado esponsalicio del cuerpo in actu. Cuando leemos que «estaban
desnudos sin avergonzarse de ello», tocamos indirectamente casi la raíz y
directamente ya sus frutos. Interiormente libres de la coacción del propio
cuerpo y sexo, libres de la libertad del don, varón y mujer podían gozar
de toda la verdad, de toda la evidencia humana, tal como Dios Yahvé
se las había revelado en el misterio de la creación. Esta verdad sobre el
hombre, que el texto conciliar precisa con las palabras antes citadas, tiene dos
acentos principales. El primero afirma que el hombre es la única criatura en el
mundo a la que el Creador ha querido «por sí misma»; el segundo consiste en
decir que este hombre mismo, querido por Dios desde el «principio» de este
modo, puede encontrarse a sí mismo sólo a través de un don desinteresado de sí.
Ahora, esta verdad acerca del hombre, que en particular parece abarcar la
condición originaria unida al «principio» mismo del hombre en el misterio de
la creación, puede ser interpretada -según el texto conciliar- en ambas
direcciones. Esta interpretación nos ayuda a entender todavía mejor el
significado esponsalicio del cuerpo, que aparece inscrito en la condición
originaria del varón y de la mujer (según el Génesis 2, 23-25) y en
particular en el significado de su desnudez originaria.
Si, como hemos constatado, en la raíz de la
desnudez está la libertad interior del don -don desinteresado de sí mismos-,
ese don precisamente permite a ambos, varón y mujer, encontrarse recíprocamente,
en cuanto al Creador ha querido a cada uno de ellos «por sí mismo» (cf. Gaudium
et spes, 24). Así el hombre en el primer encuentro beatificante
encuentra de nuevo a la mujer y ella le encuentra a él. De este modo él la
acoge interiormente; la acoge tal como el Creador la ha querido «por sí misma»,
como ha sido constituida en el misterio de la imagen de Dios a través de su
feminidad; y recíprocamente, ella le acoge del mismo modo, tal como el Creador
le ha querido «por sí mismo», y le ha constituido mediante su masculinidad.
En esto consiste la revelación y el descubrimiento del significado «esponsalicio»
del cuerpo. La narración yahvista, y en particular el Génesis 2, 25, nos
permite deducir que el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo
precisamente con esta conciencia del significado del propio cuerpo, de su
masculinidad y feminidad.
4. El cuerpo humano, orientado interiormente
por el «don sincero» de la persona, revela no sólo su masculinidad o
feminidad en el plano físico, sino que revela también un valor y una
belleza que sobrepasan la dimensión simplemente física de la «sexualidad»
(2). De este modo se completa, en cierto sentido, la conciencia del significado
esponsalicio del cuerpo, vinculado a la masculinidad-feminidad del hombre. Por
un lado, este significado indica una particular capacidad de expresar el amor,
en el que el hombre se convierte en don; por otro, le corresponde la capacidad y
la profunda disponibilidad a la «afirmación de la persona», esto es,
literalmente, la capacidad de vivir el hecho de que el otro -la mujer para el
varón y el varón para la mujer- es, por medio del cuerpo, alguien a quien ha
querido el Creador «por sí mismo», es decir, único e irrepetible: alguien
elegido por el Amor eterno. La «afirmación de la persona» no es otra cosa que
la acogida del don, la cual, mediante la reciprocidad, crea la comunión de las
personas; ésta se construye desde dentro, comprendiendo también toda la «exterioridad»
del hombre, esto es, todo eso que constituye la desnudez pura y simple del
cuerpo en su masculinidad y feminidad. Entonces -como leemos en el Génesis 2,
25-, el hombre y la mujer no experimentaban vergüenza. La expresión bíblica
«no experimentaban» indica directamente «la experiencia» como dimensión
subjetiva.
5. Precisamente en esta dimensión subjetiva,
como dos «yo» humanos y determinados por su masculinidad y feminidad, aparecen
ambos, varón y mujer, en el misterio de su beatificante «principio» (nos
encontramos en el estado de la inocencia originaria y, al mismo tiempo, de la
felicidad originaria del hombre). Este aparecer es breve, ya que comprende sólo
algún versículo en el libro del Génesis; sin embargo, está lleno de un
contenido sorprendente, teológico y a la vez antropológico. La revelación
y el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo explican la
felicidad originaria del hombre y, al mismo tiempo, abren la perspectiva de
su historia terrena, en la que él no se sustraerá jamás a este «tema»
indispensable de la propia existencia.
Los versículos siguientes del libro del Génesis,
según el texto yahvista del capítulo 3, demuestran, a decir verdad, que esta
perspectiva «histórica» se construirá de modo diverso del «principio»
beatificante (después del pecado original). Pero es tanto más necesario
penetrar profundamente en la estructura misteriosa, teológica y a la vez
antropológica, de este «principio». Efectivamente, en toda la perspectiva de
la propia «historia», el hombre no dejará de conferir un significado
esponsalicio al propio cuerpo. Aun cuando este significado sufre y sufrirá múltiples
deformaciones, siempre permanecerá el nivel más profundo, que exige ser
revelado en toda su simplicidad y pureza, y manifestarse en toda su verdad, como
signo de la «imagen de Dios». Por aquí pasa también él camino que va del
misterio de la creación a la «redención del cuerpo» (cf. Rom 8).
Al detenernos, por ahora, en el umbral de esta
perspectiva histórica, nos damos cuenta claramente, según el Génesis 2,
23-25, del mismo vínculo que existe entre la revelación y el descubrimiento
del significado esponsalicio del cuerpo y la felicidad originaria del hombre.
Este significado «esponsalicio» es también beatificante y, como
tal, manifiesta, en definitiva, toda la realidad de esa donación, de la que
hablan las primeras páginas del Génesis. Su lectura nos convence del hecho de
que la conciencia del significado del cuerpo que se deriva de él -en particular
del significado «esponsalicio»- constituye el componente fundamental de la
existencia humana en el mundo.
Este significado «esponsalicio» del cuerpo
humano se puede comprender solamente en el contexto de la persona. El cuerpo
tiene su significado «esponsalicio» porque el hombre-persona es una criatura
que Dios ha querido por sí misma y que, al mismo tiempo, no puede encontrar su
plenitud si no es mediante el don de sí.
Si Cristo ha revelado al hombre y a la mujer,
por encima de la vocación al matrimonio, otra vocación -la de renunciar al
matrimonio por el Reino de los cielos-, con esta vocación ha puesto de relieve
la misma verdad sobre la persona humana. Si un varón o una mujer son capaces de
darse en don por el Reino de los cielos, esto prueba a su vez (y quizás aún más)
que existe la libertad del don en el cuerpo humano. Quiere decir que este cuerpo
posee un pleno significado «esponsalicio».
(1) «Más aún, cuando el Señor Jesús ruega
al Padre para que todos sean una sola cosa, como yo y tú somos una sola cosa (Jn
17, 21-22), abriéndonos perspectivas cerradas a la razón humana, nos ha
sugerido una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión
de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que
el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no
puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a
los demás» (Gaudium et spes, 24).
El análisis estrictamente teológico del libro
del Génesis, en particular Gén 2, 23-25, nos permite hacer referencia a
este texto. Esto es, constituye un paso más entre la «antropología adecuada»
y la «teología del cuerpo», estrechamente ligada al descubrimiento de las
características esenciales de la existencia personal en la «prehistoria teológica»
del hombre. Aunque esto puede encontrar resistencia por parte de la mentalidad
evolucionista (incluso entre los teólogos), sin embargo sería difícil no
advertir que el texto analizado del libro del Génesis, especialmente Gén
2, 23-25, demuestra la dimensión no sólo «originaria», sino también «ejemplar»
de la existencia del hombre, en particular del hombre «como varón y mujer».
(2) La tradición bíblica refiere un eco
lejano de la perfección física del primer hombre. El Profeta Ezequiel,
comparando implícitamente al Rey de Tiro con Adán en el Edén, escribe así:
«Era el sello de la perfección, lleno de
sabiduría y acabado de belleza. Habitaba en el Edén, en el jardín de Dios...»
(Ez 28, 12-13).
16. Inocencia, felicidad, pureza de corazón (30-I-80)
1. La realidad del don y del acto de donar,
delineada en los primeros capítulos del Génesis, como de la creación,
confirma que la irradiación del amor es parte integrante de este mismo
misterio. Sólo el amor crea el bien y, en definitiva, sólo puede ser percibido
en todas sus dimensiones y perfiles a través de las cosas creadas y sobre todo
del hombre. Su presencia es como el resultado final de la hermenéutica del don
que aquí estamos realizando. La felicidad originaria, el «principio»
beatificante del hombre a quien Dios creó «varón y mujer» (Gén 1,
27), el significado esponsalicio del cuerpo en su desnudez originaria: todo esto
expresa el arraigo en el amor. Este donar coherente, que se remonta hasta las raíces
más profundas de la conciencia y de la subconciencia, a los últimos estratos
de la existencia subjetiva de ambos, varón y mujer, y que se refleja en su recíproca
«experiencia del cuerpo», da testimonio del arraigo en el amor.
Los primeros versículos del la Biblia hablan tanto de ello, que disipan toda
duda. Hablan no sólo de la creación del mundo, sino también de la gracia,
esto es, de la comunicación de la santidad, de la irradiación del Espíritu,
que produce un estado especial de «espiritualización» en ese hombre, que de
hecho fue el primero. En el lenguaje bíblico, esto es, en el lenguaje de la
revelación, la calificación de «primero» significa precisamente «de
Dios»: «Adán, hijo de Dios» (cf. Lc 3, 38).
2. La felicidad es el arraigarse en el amor.
La felicidad originaria nos habla del «principio» del hombre, que surgió del
amor y ha dado comienzo al amor. Y esto sucedió de modo irrevocable, a pesar
del pecado sucesivo y de la muerte. A su tiempo, Cristo será testigo de este
amor irreversible del Creador y Padre, que ya se había manifestado en el
misterio de la creación y en la gracia de la inocencia originaria. Y por esto
también el «principio» común del varón y de la mujer, es decir, la verdad
originaria de su cuerpo en la masculinidad y feminidad, hacia el que dirige
nuestra atención el Génesis 2, 25, no conoce la vergüenza. Este «principio»
se puede definir también como inmunidad originaria y beatificante de la vergüenza
por efecto del amor.
3. Esta inmunidad nos orienta hacia el
misterio de la inocencia originaria del hombre. Es un misterio de su existencia,
anterior a la ciencia del bien y del mal, y como «al margen» de ésta. El
hecho de que el hombre exista en este mundo, antecedentemente a la ruptura de la
primera Alianza con su Creador, pertenece a la plenitud del misterio de la
creación. Si, como hemos dicho antes, la creación es un don hecho al hombre,
entonces su plenitud es la dimensión más profunda y determinada de
la gracia, esto es, de la participación en la vida íntima de Dios, en su
santidad. Esta es también en el hombre fundamento interior y fuente de su
inocencia originaria. Con este concepto -y más precisamente con el de «justicia
originaria»-, la teología define el estado del hombre antes del pecado
original. En el presente análisis del «principio», que nos allana los caminos
indispensables para la comprensión de la teología del cuerpo, debemos
detenernos sobre el misterio del estado originario del hombre. En efecto,
precisamente esa conciencia del cuerpo -más aún, la conciencia del
significado del cuerpo-, que tratamos de iluminar a través del análisis
del «principio», revela la peculiaridad de la inocencia originaria.
Lo que se manifiesta quizá mayormente en el Génesis
2, 25, es precisamente el misterio de esta inocencia, que tanto el hombre como
la mujer llevan desde los orígenes, cada uno en sí mismo. Su mismo cuerpo es
testigo, en cierto sentido, «ocular» de esta característica. Es significativo
que la afirmación encerrada en el Génesis 2, 25 -acerca de la desnudez recíprocamente
libre de vergüenza-, sea una enunciación única en su género dentro de toda
la Biblia, tanto, que no se repetirá jamás. Al contrario, podemos citar muchos
textos en los que la desnudez está unida a la vergüenza, o incluso, en sentido
todavía más fuerte, a la «ignominia» (1). En este amplio contexto son mucho
más claras las razones para descubrir en el Génesis 2, 25 una huella
particular del misterio de la inocencia originaria y un factor especial de su
irradiación en el sujeto humano. Esta inocencia pertenece a la dimensión de la
gracia contenida en el misterio de la creación, es decir, a ese misterioso don
hecho a lo más íntimo del hombre -al «corazón» humano- que permite a
ambos, varón y mujer, existir desde el «principio» en la recíproca
relación del don desinteresado de sí. En esto está encerrada la revelación
y a la vez el descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo en su
masculinidad y feminidad. Se comprende por qué hablamos, en este caso, de
revelación y a la vez del descubrimiento. Desde el punto de vista de nuestro análisis,
es esencial que el descubrimiento esponsalicio del cuerpo, que leemos en el
testimonio del libro del Génesis, se realice a través de la inocencia
originaria; más aún, este descubrimiento es quien la revela y la hace patente.
4. La inocencia originaria pertenece al
misterio del humano, del que se separó después el hombre «histórico»
cometiendo el pecado original. Pero esto no significa que no esté en disposición
de acercarse a ese misterio mediante su ciencia teológica. El hombre «histórico»
trata de comprender el misterio de la inocencia originaria cómo a través de un
contraste, esto es, remontándose a la experiencia de la propia culpa y del
propio estado pecaminoso (2). Trata de comprender la inocencia originaria como
característica esencial para la teología del cuerpo, partiendo de la
experiencia de la vergüenza; efectivamente, el mismo texto bíblico lo orienta
así. La inocencia originaria es, pues, lo que , esto es, en sus mismas raíces,
excluye la vergüenza del cuerpo en la relación varón-mujer, elimina su
necesidad en el hombre, en su corazón, o sea, en su conciencia.
Aunque la inocencia originaria hable sobre todo del don del Creador, de la
gracia que ha hecho posible al hombre vivir el sentido de la donación primaria
del mundo, y en particular el sentido de la donación recíproca del uno al otro
a través de la masculinidad y feminidad en este mundo, sin embargo esta
inocencia parece referirse ante todo al estado interior del humano, de la
voluntad humana. Al menos indirectamente, en ella está incluida la revelación
y el descubrimiento de toda la dimensión de la conciencia -obviamente, antes
del conocimiento del bien y del mal-. En cierto sentido, se entiende como
rectitud originaria.
5. En el prisma de nuestro «a posteriori histórico»
tratamos de reconstruir, en cierto modo, la característica de la inocencia
originaria, entendida cual contenido de la experiencia recíproca del cuerpo
como experiencia de su significado esponsalicio (según el testimonio del Génesis
2, 23-25). Puesto que la felicidad y la inocencia están inscritas en el marco
de la comunión de las personas, como si se tratase de dos hilos convergentes de
la existencia del hombre en el mismo misterio de la creación, la conciencia
beatificante del significado del cuerpo -esto es, del significado
esponsalicio de la masculinidad y feminidad humanas- está condicionada por
la inocencia originaria. No parece que haya impedimento alguno para entender
aquí esa inocencia originaria como una particular , que conserva una fidelidad
interior al don según el significado esponsalicio del cuerpo. Por consiguiente,
la inocencia originaria, concebida así, se manifiesta como un testimonio
tranquilo de la conciencia que (en este caso) precede a cualquier experiencia
del bien y del mal; y sin embargo este testimonio sereno de la conciencia es
algo mucho más beatificante. Efectivamente, se puede decir que la conciencia
del significado esponsalicio del cuerpo, en su masculinidad y feminidad, se hace
beatificante sólo por medio de este testimonio.
Dedicaremos a la próxima meditación a este
tema, esto es, al vínculo que, en el análisis del hombre, se delinea entre su
inocencia (pureza de corazón) y su felicidad.
(1) La «desnudez», en el sentido de «falta
de vestido», en el antiguo Oriente Medio significaba el estado de abyección
de los hombres privados de libertad: esclavos, prisioneros de guerra o
condenados, los que no gozaban de la protección de la ley. La desnudez de las
mujeres se consideraba deshonor (cf., por ejemplo, las amenazas de los Profetas:
Oseas 1, 2, y Ezequiel 23, 26. 29).
El hombre libre, atento a su dignidad, debía
vestirse suntuosamente: cuanta mayor cola tengan los vestidos, tanto más alta
era la dignidad (cf., por ejemplo, el vestido de José, que inspiraba celos en
sus hermanos; o de los fariseos, que alargaban sus franjas).
El segundo significado de la «desnudez» , en
sentido eufemístico, se refería al acto sexual. La palabra hebrea cerwat significa
un vacío espacial (por ejemplo, del paisaje), falta de vestido, expolio, pero
no comportaba nada de oprobioso.
(2) «Sabemos que la ley es espiritual, pero yo
soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no
pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago... Pero entonces
ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado, que mora en mí. Pues yo sé que
no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien que
está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace,
sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que,
queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la
ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que
repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis
miembros.
¡Desdichado de mí!, ¿quién me librará de
este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 14-15. 17-24; cf.: «Video meliora
proboque; deteriora sequor», Ovidio, Metamorph. VII, 20).
17. Donación mutua en la felicidad de la inocencia (6-II-80/10-II-80)
1. Proseguimos el examen de ese «principio»,
al que Jesús se remitió en su conversación con los fariseos sobre el
matrimonio. Esta reflexión nos exige traspasar los umbrales de la historia del
hombre y llegar hasta el estado de inocencia originaria. Para captar el
significado de esta inocencia, nos basamos, de algún modo, en la experiencia
del hombre «histórico», en el testimonio de su corazón, de su conciencia.
2. Siguiendo la línea del «a posteriori histórico»,
tratamos de reconstruir la peculiaridad de la inocencia originaria encerrada en
la experiencia recíproca del cuerpo y de su significado esponsalicio, según lo
que afirma el Génesis 2, 23-25. La situación aquí descrita revela la
experiencia beatificante del significado del cuerpo que, en el ámbito del
misterio de la creación, logra el hombre, por decirlo así, en lo
complementario que hay en él de masculino y femenino. Sin embargo, en las raíces
de esta experiencia debe estar la libertad interior del don, unida sobre todo a
la inocencia; la voluntad humana es originariamente inocente
y, de este modo, se facilita la reciprocidad e intercambio del don del
cuerpo, según su masculinidad y feminidad, como don de la persona. Consiguientemente,
la inocencia de que habla el Génesis 2, 25, se puede definir como inocencia de
la recíproca experiencia del cuerpo. La frase: «Estaban ambos desnudos, el
hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello», expresa precisamente esa
inocencia en la recíproca «experiencia del cuerpo», inocencia que inspiraba
el interior intercambio del don de la persona que, en la relación recíproca,
realiza concretamente el significado esponsalicio de la masculinidad y
feminidad. Así, pues, para comprender la inocencia de la mutua experiencia del
cuerpo, debemos tratar de esclarecer en qué consiste la inocencia interior en
el intercambio del don de la persona. Este intercambio constituye,
efectivamente, la verdadera fuente de la experiencia de la inocencia.
3. Podemos decir que la inocencia interior
(esto es, la rectitud de intención) en el intercambio del don consiste en una
recíproca «aceptación» del otro, tal que corresponda a la esencia misma del
don: de este modo, la donación mutua crea la comunión de las personas. Por
esto, se trata de «acoger» al otro ser humano y de «aceptarlo», precisamente
porque en esta relación mutua de que habla el Génesis 2, 23-25, el varón y la
mujer se convierten en don el uno para el otro, mediante toda la verdad y la
evidencia de su propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Se trata, pues,
de una «aceptación» o «acogida» tal que exprese y sostenga en la desnudez
recíproca el significado del don y por eso profundice la dignidad recíproca de
él. Esa dignidad corresponde profundamente al hecho de que el Creador ha
querido (y continuamente quiere) al hombre, varón y mujer, por sí mismo. La
inocencia «del corazón» y, por consiguiente, la inocencia de la experiencia
significa participación moral en el eterno y permanente acto de la voluntad de
Dios.
Lo contrario de esta «acogida» o «aceptación»
del otro ser humano como don sería una privación del don mismo y por esto un
trastrueque e incluso una reducción del otro a «objeto para mí mismo»
(objeto de concupiscencia, de «apropiación indebida», etc.). No trataremos
ahora detalladamente de esta multiforme, presumible antítesis del don. Pero es
necesario constatar ya aquí, en el contexto del Génesis 2, 23-25, que producir
tal extorsión al otro ser humano en su don (a la mujer por parte del varón y
viceversa) y reducirlo interiormente a mero «objeto para mí», debería señalar
precisamente el comienzo de la vergüenza. Efectivamente, ésta corresponde a
una amenaza inferida al don en su intimidad personal y testimonia el
derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca.
4. Según el Génesis 2, 25, «el hombre y la
mujer no sentían vergüenza». Esto nos permite llegar a la conclusión de que
el intercambio del don, en el que participa toda su humanidad, alma y cuerpo,
feminidad y masculinidad, se realiza conservando la característica interior
(esto es, precisamente la inocencia) de la donación de sí y de la aceptación
del otro como don. Estas dos funciones de intercambio mutuo están
profundamente vinculadas en todo el proceso del «don de sí»: el donar y el
aceptar el don se compenetran, de tal manera que el mismo donar se convierte en
aceptar, y el aceptar se transforma en donar.
5. El Génesis 2,23-25 nos permite deducir que
la mujer, la cual en el misterio de la creación fue «dada» al hombre por el
Creador, es «acogida», o sea, aceptada por él como don, gracias a la
inocencia originaria. El texto bíblico es totalmente claro y límpido en este
punto. Al mismo tiempo, la aceptación de la mujer por parte del hombre y el
mismo modo de aceptarla se convierten como en una primera donación, de suerte
que la mujer donándose (desde el primer momento en que en el misterio de la
creación fue «dada» al hombre por parte del Creador) «se descubre» a la vez
«a sí misma», gracias al hecho de que ha sido aceptada y acogida, y gracia al
modo con que ha sido recibida por el hombre. Ella se encuentra, pues, a sí
misma en el propio donarse («a través de un don sincero de sí», Gaudium
et spes, 24), cuando es aceptada tal como la ha querido el Creador, esto es,
«por sí misma», a través de su humanidad y feminidad; cuando en esta
aceptación se asegura toda la dignidad del don, mediante la ofrenda de lo que
ella es en toda la verdad de su humanidad y en toda la realidad de su cuerpo y
de su sexo, de su feminidad, ella llega a la profundidad íntima de su persona y
a la posesión plena de sí. Añadamos que este encontrarse a sí mismos en
el propio don se convierte en fuente de un nuevo don de sí, que crece en
virtud de la disposición interior al intercambio del don y en la medida en que
encuentra una igual e incluso más profunda aceptación y acogida, como fruto de
una cada vez más intensa conciencia del don mismo.
6. Parece que el segundo relato de la creación
haya asignado al hombre «desde el principio» la función de quien sobre todo
recibe el don (cf. especialmente Génesis 2, 23). La mujer está confiada «desde
el principio» a sus ojos, a su conciencia, a su sensibilidad, a su «corazón»;
él, en cambio, debe asegurar, de cierto modo, el proceso mismo del intercambio
del don, la recíproca compenetración del dar y del recibir en don, la cual,
precisamente a través de su reciprocidad, crea una auténtica comunión de
personas.
Si la mujer, en el misterio de la creación,
es aquella que ha sido «dada» al hombre, éste, por su parte, al recibirla
como don en la plena realidad de su persona y feminidad, por esto mismo la
enriquece, y al mismo tiempo también él se enriquece en esta relación recíproca.
El hombre se enriquece no sólo mediante ella, que le dona la propia persona y
feminidad, sino también mediante la donación de sí mismo. La donación por
parte del hombre, en respuesta a la de la mujer, es un enriquecimiento para él
mismo; en efecto, ahí se manifiesta como la esencia específica de su
masculinidad que, a través de la realidad del cuerpo y del sexo, alcanza la íntima
profundidad de la «posesión de sí», gracias a la cual es capaz tanto de
darse a sí mismo como de recibir el don del otro. El hombre, pues, no sólo
acepta el don, sino que a la vez es acogido como don por la mujer, en la
revelación de la interior esencia espiritual de su masculinidad, juntamente con
toda la verdad de su cuerpo y de su sexo. Al ser aceptado así, se enriquece por
esta aceptación y acogida del don de la propia masculinidad. A continuación,
esta aceptación, en la que el hombre se encuentra a sí mismo a través del «don
sincero de sí», se convierte para él en fuente de un nuevo y más profundo
enriquecimiento de la mujer con él. El intercambio es recíproco, y en él se
revelan y crecen los efectos mutuos del «don sincero» y del «encuentro de sí».
De este modo, siguiendo las huellas del «a
posteriori histórico» -y sobre todo siguiendo las huellas de los corazones
humanos-, podemos reproducir y casi reconstruir ese recíproco intercambio del
don de la persona, que está descrito en el antiguo texto, tan rico y profundo,
del libro del Génesis.
18. Vocación original al matrimonio (13-II-80/17-II-80)
1. La meditación siguiente presupone cuanto
ya se sabe por los diversos análisis hechos hasta ahora. Estos brotan de la
respuesta que dio Jesús a sus interlocutores (Evangelio de San Mateo, 19, 3-9 y
de San Marcos, 10, 1-12), que le habían presentado una cuestión sobre el
matrimonio, sobre su indisolubilidad y unidad. El Maestro les había recomendado
considerar atentamente lo que era «desde el principio». Y precisamente
por esto, en el ciclo de nuestras meditaciones hasta hoy, hemos intentado
reproducir de algún modo la realidad de la unión, o mejor, de la comunión de
personas, vivida «desde el principio» por el hombre y por la mujer. A
continuación hemos tratado de penetrar en el contenido del conciso versículo
25 del Génesis 2: «Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin
avergonzarse de ello».
Estas palabras hacen referencia al don de la
inocencia originaria, revelando su carácter de manera, por así decir, sintética.
La teología, basándose en esto, ha construido la imagen global de la
inocencia y de la justicia originaria del hombre, antes del pecado original, aplicando
el método de la objetivación, específico de la metafísica y de la antropología
metafísica. En el presente análisis tratamos más bien de tomar en consideración
el aspecto de la subjetividad humana; ésta, por lo demás, parece encontrarse más
cercana a los textos originarios, especialmente al segundo relato de la creación,
esto es, al yahvista.
2. Independientemente de una cierta diversidad
de interpretación, parece bastante claro que «la experiencia del cuerpo»,
como podemos deducir del texto arcaico del Gén 2, 23, y más aún del Gén
2, 25, indica un grado de «espiritualización» del hombre, diverso del de
que habla el mismo texto después del pecado (cf. Gén 3) y que nosotros
conocemos por la experiencia del hombre «histórico». Es una medida diversa de
«espiritualización», que comporta otra composición de las fuerzas interiores
del hombre mismo, como otra relación cuerpo-alma, otras proporciones internas
entre la sensitividad, la espiritualidad, la afectividad, es decir, otro grado
de sensibilidad interior hacia los dones del Espíritu Santo. Todo esto
condiciona el estado de inocencia originaria del hombre y a la vez lo determina,
permitiéndonos también comprender el relato del Génesis. La teología y también
él Magisterio de la Iglesia han dado una forma propia a estas verdades
fundamentales (1).
3. Al emprender el análisis del «principio»
según la dimensión de la teología del cuerpo, lo hacemos basándonos en las
palabras de Cristo, con las que El mismo se refirió a ese «principio». Cuando
dijo: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer?»
(Mt 19, 4), nos mandó y nos manda siempre retornar a la
profundidad del misterio de la creación. Y lo hacemos teniendo plena conciencia
del don de la inocencia originaria, propia del hombre antes del pecado original.
Aunque una barrera insuperable nos aparte de lo que el hombre fue entonces como
varón y mujer, mediante el don de la gracia unida al misterio de la creación,
y de lo que ambos fueron el uno para el otro, como don recíproco, sin embargo, intentamos
comprender ese estado de inocencia originaria en conexión con el estado histórico
del hombre después del pecado original: «status naturæ lapsæ simul et
redemptæ».
Por medio de la categoría del «a posteriori
histórico», tratamos de llegar al sentido originario del cuerpo, y de captar
el vínculo existente entre él y la índole de la inocencia originaria en la «experiencia
del cuerpo», como se hace notar de manera tan significativa en el relato del
libro del Génesis. Llegamos a la conclusión de que es importante y esencial
precisar este vínculo, no sólo en relación con la «prehistoria teológica»
del hombre, donde la convivencia del varón y de la mujer estaba casi
completamente penetrada por la gracia de la inocencia originaria, sino también
en relación a su posibilidad de revelarnos las raíces permanentes del aspecto
humano y sobre todo teológico del ethos del cuerpo.
4. El hombre entra en el mundo y casi en la
trama íntima de su porvenir y de su historia, con la conciencia del significado
esponsalicio del propio cuerpo, de la propia masculinidad y feminidad. La
inocencia originaria dice que ese significado está condicionado «étnicamente»
y además que, por su parte, constituye el porvenir del ethos humano.
Esto es muy importante para la teología del cuerpo: es la razón por la que
debemos construir esta teología «desde el principio», siguiendo
cuidadosamente las indicaciones de las palabras de Cristo.
En el misterio de la creación, el hombre y la
mujer han sido «dados» por el Creador, de modo particular, el uno al otro,
y esto no sólo en la dimensión de la primera pareja humana y de la primera
comunión de personas, sino en toda la perspectiva de la existencia del género
humano y de la familia humana. El hecho fundamental de esta existencia del
hombre en cada una de las etapas de su historia es que Dios «los creó varón y
mujer»; efectivamente, siempre los crea de este modo y siempre son así. La
comprensión de los significados fundamentales, encerrados en el misterio mismo
de la creación, como el significado esponsalicio del cuerpo (y de los
condicionamientos fundamentales de este significado) es importante e
indispensable para conocer quién es el hombre y quién debe ser, y por lo tanto
cómo debería plasmar la propia actividad. Es cosa esencial e importante para
el porvenir del ethos humano.
5. El Génesis 2, 24 constata que los dos, varón
y mujer, han sido creados para el matrimonio: «Por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola
carne». De este modo se abre una gran perspectiva creadora: que es precisamente
la perspectiva de la existencia del hombre, que se renueva continuamente por
medio de la «procreación» (se podría decir de la «autorreprodución»).
Esta perspectiva está profundamente arraigada en la conciencia de la humanidad
(cf. Gén 2, 23) y también en la conciencia particular del
significado esponsalicio del cuerpo (cf. Gén 2, 25). El varón y la
mujer, antes de convertirse en marido y esposa (en concreto hablará de ello a
continuación el Gén 4, 1) surgen del misterio de la creación ante
todo como hermano y hermana en la misma humanidad. La comprensión del
significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo
de su libertad, que es libertad de don. De aquí arranca esa comunión de
personas, en la que ambos se encuentran y se dan recíprocamente en la plenitud
de su subjetividad. Así ambos crecen como personas-sujetos, y crecen recíprocamente
el uno para el otro, incluso a través de su cuerpo y a través de esa «desnudez»
libre de vergüenza. En esta comunión de personas está perfectamente asegurada
toda la profundidad de la soledad originaria del hombre (del primero y de todos)
y, al mismo tiempo, esta soledad viene a ser penetrada y ampliada de modo
maravilloso por el don del «otro». Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente
don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación,
entonces se da cuenta de que «están desnudos» (cf. Gén 3). Y entonces
nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido
en el estado de inocencia originaria.
Volveremos todavía sobre este tema.
(1) «Si
quis non confitetur primun hominem Adam, cum mandatum Dei in paradiso fuisset
transgressus, statim sanctitatem et justitiam, in qua constitutus fuerat,
amisisse... anathema sit» (Conc Trident., sess V, cap. 1, 2; DB
788, 789).
«Protoparentes
in statu sanctitatis et justitiæ constituti fuerunt (...). Status justitiæ
originalis protoparentibus collatus, erat gratuitus et vere supernaturalis
(...). Protoparentes constituti sunt in statu naturæ integræ, id est, immunes
a concupiscentia, ignorantia, dolore et morte... singularique felicitate
gaudebant (...). Dona integritatis
protoparentibus collata, erant gratuita et præternaturalia» (A. Tanquerey, Synopsis
Theologiæ Dogmaticæ, Parisiis 194324, pp. 534-549).
19. Llamados a la santidad y a la gloria (20-II-80/24-II-80)
1. El libro del Génesis pone de relieve que
el hombre y la mujer han sido creados para el matrimonio: «...Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser
los dos una sola carne» (Gén 2, 24). De este modo se abre la gran
perspectiva creadora de la existencia humana, que se renueva constantemente
mediante la «procreación» que es «autorreproducción». Esta perspectiva está
radicada en la conciencia de la humanidad y también en la comprensión
particular del significado esponsalicio del cuerpo, con su masculinidad y
feminidad. Varón y mujer, en el misterio de la creación, son un don recíproco.
La inocencia originaria manifiesta y a la vez determina el ethos perfecto del
don.
Hablamos de esto durante el encuentro
precedente. A través del ethos del don se delinea en parte el problema de la «subjetividad»
del hombre, que es un sujeto hecho a imagen y semejanza de Dios. En el relato de
la creación (particularmente en el Gén 2, 23-25), «la mujer»
ciertamente no es sólo «un objeto» para el varón, aun permaneciendo ambos el
uno frente a la otra en toda la plenitud de su objetividad de criaturas, como «hueso
de mis huesos y carne de mi carne», como varón y mujer ambos desnudos. Sólo
la desnudez que hace «objeto» a la mujer para el hombre, o viceversa, es
fuente de vergüenza. El hecho de que «no sentían vergüenza» quiere decir
que la mujer no era un «objeto» para el varón, ni él para ella. La inocencia
interior como «pureza de corazón», en cierto modo, hacía imposible que el
uno fuese reducido de cualquier modo por el otro al nivel de mero objeto. Si «no
sentían vergüenza» quiere decir que estaban unidos por la conciencia del don,
tenían recíproca conciencia del significado esponsalicio de sus
cuerpos, en lo que se expresa la libertad del don y se manifiesta
toda la riqueza interior de la persona como sujeto. Esta recíproca
compenetración del «yo» de las personas humanas, del varón y de la mujer,
parece excluir subjetivamente cualquiera «reducción a objeto». En esto se
revela el perfil subjetivo de ese amor, del que se puede decir, sin embargo, que
«es objetivo» hasta el fondo, en cuanto que se nutre de la misma recíproca «objetividad»
del don.
2. El hombre y la mujer, después del pecado
original, perderán la gracia de la inocencia originaria. El descubrimiento del
significado esponsalicio del cuerpo dejará de ser para ellos una simple
realidad de la revelación y de la gracia. Sin embargo, este significado permanecerá
como prenda dada al hombre por el ethos del don, inscrito en lo
profundo del corazón humano, como eco lejano de la inocencia originaria. De ese
significado esponsalicio se formará el amor humano en su verdad interior y en
su autenticidad subjetiva. Y el hombre -aunque a través del velo de la vergüenza-
se descubrirá allí continuamente a sí mismo como custodio del misterio del
sujeto, esto es, de la libertad del don, capaz de defenderla de cualquier
reducción a posiciones de puro objeto.
3. Sin embargo, por ahora, nos encontramos
ante los umbrales de la historia terrena del hombre. El varón y la mujer no los
han atravesado todavía hacia la ciencia del bien y del mal. Están inmersos en
el misterio mismo de la creación, y la profundidad de este misterio escondido
en su corazón es la inocencia, la gracia, el amor y la justicia: «Y vio Dios
ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). El hombre aparece en el
mundo visible como la expresión más alta del don divino, porque lleva en sí
la dimensión interior del don. Y con ella trae al mundo su particular semejanza
con Dios, con la que trasciende y domina también su «visibilidad» en el
mundo, su corporeidad, su masculinidad o feminidad, su desnudez. Un reflejo de
esta semejanza es también la conciencia primordial del significado esponsalicio
del cuerpo, penetrada por el misterio de la inocencia originaria.
4. Así, en esta dimensión, se constituye un sacramento
primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo
visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y éste
es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que
el hombre participa realmente. En la historia del hombre, es la inocencia
originaria la que inicia esta participación y es también fuente de la
felicidad originaria. El sacramento, como signo visible, se constituye con el
hombre, en cuanto «cuerpo», mediante su «visible» masculinidad y feminidad.
En efecto, el cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es
invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la
realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y
ser así su signo.
5. Por lo tanto, en el hombre creado a imagen
de Dios se ha revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad misma de la creación,
la sacramentalidad del mundo. Efectivamente, el hombre, mediante su corporeidad,
su masculinidad y feminidad, se convierte en signo visible de la economía de la
verdad y del amor, que tiene su fuente en Dios mismo y que ya fue revelada en el
misterio de la creación. En este amplio telón de fondo comprendemos plenamente
las palabras que constituyen el sacramento del matrimonio, presentes en el Génesis
2, 24 («Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su
mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne»). En este amplio telón de
fondo, comprendemos además que las palabras del Génesis 2, 25 («Estaban ambos
desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello»), a través de toda
la profundidad de su significado antropológico, expresan el hecho de que
juntamente con el hombre entró la santidad en el mundo visible, creado
para él. El sacramento del mundo, y el sacramento del hombre en el mundo,
proviene de la fuente divina de la santidad, y simultáneamente está instituido
para la santidad. La inocencia originaria, unida a la experiencia del
significado «esponsalicio del cuerpo, es la misma santidad que permite al
hombre expresarse profundamente con el propio cuerpo, y esto precisamente
mediante el «don sincero» de sí mismo. La conciencia del don condiciona, en
este caso, «el sacramento del cuerpo»: el hombre se siente, en su cuerpo, de
varón o de mujer, sujeto de santidad.
6. Con esta conciencia del significado del
propio cuerpo, el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de
verdad y de amor. Se puede decir que el Génesis 2, 23-25 relata como la
primera fiesta de la humanidad en toda la plenitud originaria de la
experiencia del significado esponsalicio del cuerpo: y es una fiesta de la
humanidad, que trae origen de las fuentes divinas de la verdad y del amor en
el misterio mismo de la creación. Y aunque, muy pronto, sobre esta fiesta
originaria se extienda el horizonte del pecado y de la muerte (cf. Gén 3),
sin embargo, ya desde el misterio de la creación sacamos una primera
esperanza: es decir, que el fruto de la economía divina de la verdad y del
amor, que fue revelada desde «el principio», no es la muerte, sino la vida, y
no es tanto la destrucción del cuerpo del hombre creado «a imagen de Dios»,
cuanto más bien la «llamada a la gloria» (cf. Rom 8, 30).
20. El «conocerse» en la convivencia matrimonial (5-III-80/9-III-80)
1. Al conjunto de nuestros análisis,
dedicados al «principio» bíblico, deseamos añadir todavía un breve pasaje,
tomado del capítulo IV del libro del Génesis. Sin embargo, a este fin es
necesario referirse siempre a las palabras que pronunció Cristo en la
conversación con los fariseos (cf. Mt 19 y Mc 10) (1), en el ámbito
de las cuales se desarrollan nuestras reflexiones; éstas miran al contexto de
la existencia humana, según las cuales la muerte y la consiguiente destrucción
del cuerpo (ateniéndose a ese: «al polvo volverás», del Gén 3, 19)
se han convertido en la suerte común del hombre. Cristo se refiere al «principio»,
a la dimensión originaria del misterio de la creación, en cuanto que esta
dimensión ya había sido rota por el mysterium iniquitatis, esto es, por
el pecado y, juntamente con él, también por la muerte: mysterium mortis. El
pecado y la muerte entraron en la historia del hombre, en cierto modo, a través
del corazón mismo de esa unidad, que desde el «principio» estaba
formada por el hombre y por la mujer, creados y llamados a convertirse en «una
sola carne» (Gén 2, 24). Ya al comienzo de nuestras meditaciones
hemos constatado que Cristo, al remitirse al «principio» nos lleva, en cierto
modo, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario del hombre hasta
su inocencia originaria: él nos permite así encontrar la continuidad y el vínculo
que existe entre estas dos situaciones, mediante las cuales se ha producido el
drama de los orígenes y también la revelación del misterio del hombre al
hombre histórico. Esto, por decirlo así, nos autoriza a pasar, después de los
análisis que miran al estado de la inocencia originaria, al último de ellos,
es decir, al análisis del «conocimiento y de la generación». Temáticamente
está íntimamente unido a la bendición de la fecundidad, inserta en el primer
relato de la creación del hombre como varón y mujer (cf. Gén 1,
27-28). En cambio, históricamente ya esta inserta en ese horizonte de pecado y
de muerte que, como enseña el libro del Génesis (cf. Gén 3) ha gravado
sobre la conciencia del significado del cuerpo humano, junto con la transgresión
de La primera Alianza con el Creador.
2. En el Génesis, 4, y todavía, pues, en el
ámbito del texto yahvista, leemos: «Conoció el hombre a su mujer, que concibió
y parió a Caín, diciendo: ‘He alcanzado de Yahvé un varón’. Volvió a
parir, y tuvo a Abel, su hermano» (Gén 4, 1-2). Si conectamos con el «conocimiento»
ese primer hecho del nacimiento de un hombre en la tierra, lo hacemos basándonos
en la traducción literal del texto, según el cual la «unión» conyugal se
define precisamente como «conocimiento» De hecho, la traducción citada dice
así: «Adán se unió a Eva su mujer», mientras que a la letra se debería
traducir: «conoció a su mujer», lo que parece corresponder más
adecuadamente al término semítico jada’ (2). Se puede ver en esto un
signo de pobreza de la lengua arcaica, a la que faltaban varias expresiones para
definir hechos diferenciados. No obstante, es significativo que la situación, en
la que marido y mujer se unen tan íntimamente entre sí que forman «una
sola carne», se defina un «conocimiento». Efectivamente, de este modo, de
la misma pobreza del lenguaje parece emerger una profundidad específica de
significado, que se deriva precisamente de todos los significados analizados
hasta ahora.
3. Evidentemente, esto es también importante
en cuanto al «arquetipo de nuestro modo de considerar al hombre corpóreo, su
masculinidad y su feminidad, y por lo tanto su sexo. Efectivamente, así
a través del término «conocimiento» utilizado en el Gén 4, 1-2 y
frecuentemente en la Biblia, la relación conyugal del hombre y de la mujer, es
decir, el hecho de que, a través de la dualidad del sexo, se conviertan en una
«sola carne», ha sido elevado e introducido en la dimensión específica de
las personas. El Génesis 4,1-2 habla sólo del «conocimiento» de la mujer
por parte del hombre, como para subrayar sobre todo la actividad de este último.
Pero se puede hablar también de la reciprocidad de este «conocimiento», en el
que hombre y mujer participan mediante su cuerpo y su sexo. Añadamos que una
serie de sucesivos textos bíblicos, como, por lo demás, el mismo capítulo del
Génesis (cf. por ejemplo, Gén 4,17; 4, 25), hablan con el mismo
lenguaje. Y esto hasta en las palabras que dijo María de Nazaret en la
Anunciación: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc
1, 34).
4. Así, con este bíblico «conoció», que
aparece por primera vez en el Génesis 4,1-2, por una parte nos encontramos
frente a la directa expresión de la intención humana (porque es propia del
conocimiento) y, por otra, frente a toda la realidad de la convivencia y de la
unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en «una sola
carne». Al hablar aquí de «conocimiento», aunque sea a causa de la pobreza
de la lengua, la Biblia indica la esencia más profunda de la realidad de la
convivencia matrimonial. Esta esencia aparece como un componente y a la vez como
un resultado de esos significados, cuya huella tratamos de seguir desde el
comienzo de nuestro estudio: efectivamente, forma parte de la conciencia del
significado del propio cuerpo. En el Génesis 4, 1, al convertirse en «una sola
carne», el hombre y la mujer experimentan de modo particular el significado del
propio cuerpo. Simultáneamente se convierten así como en el único sujeto de
ese acto y de esa experiencia, aun siendo, en esta unidad, dos sujetos realmente
diversos. Lo que nos autoriza, en cierto sentido, a afirmar que «el marido
conoce a la mujer», o también, que ambos «se conocen» recíprocamente. Se
revelan, pues, el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio
«yo» humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su
masculinidad y feminidad. Y entonces, de manera singular, la mujer «es dada»
al hombre de modo cognoscitivo, y él a ella.
5. Si debemos mantener la continuidad respecto
a los análisis hechos hasta ahora (particularmente respecto a los últimos, que
interpretan al hombre en la dimensión del don), es necesario observar que, según
el libro del Génesis, datum y donum son equivalentes.
Sin embargo, el Génesis 4, 1-2 acentúa sobre
todo el datum. En el «conocimiento» conyugal, la mujer «es dada» al
hombre y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la
estructura y en el contenido mismo de este «conocimiento». Así, pues, la
realidad de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en
«una sola carne», contiene en sí un descubrimiento nuevo y, en cierto
sentido, definitivo del significado del cuerpo humano en su masculinidad y
feminidad. Pero, a propósito de este descubrimiento, ¿es justo hablar sólo de
«convivencia sexual»? Es necesario tener en cuenta que cada uno de ellos,
hombre y mujer, no es sólo un objeto pasivo, definido por el propio cuerpo y
sexo, y de este modo determinado «por la naturaleza». Al contrario,
precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es «dado»
al otro como sujeto único e irrepetible, como «yo», como persona. El sexo
decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo
tiempo su personal identidad y ser concreto. Y precisamente en esta personal
identidad y ser concreto, como irrepetible «yo» femenino-masculino, el hombre
es «conocido» cuando se verifican las palabras del Génesis 2, 24: «El
hombre... se unirá a su mujer y los dos vendrán a ser una sola carne». El «conocimiento»,
de que habla el Génesis 4, 1-2 y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega
a las raíces más íntimas de esta identidad y ser concreto, que el hombre y la
mujer deben a su sexo. Este ser concreto significa tanto la unicidad como la
irrepetibilidad de la persona.
Valía la pena, pues, reflexionar en la
elocuencia del texto bíblico citado y de la palabra «conoció»; a pesar de la
aparente falta de precisión terminológica, ello nos permite detenernos en la
profundidad y en la dimensión de un concepto, del que frecuentemente nos priva
nuestro lenguaje contemporáneo, aun cuando sea muy preciso.
(1) Es necesario tener en cuenta que, en la
conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 7-9: Mc 10, 4-6),
Cristo toma posición respecto a la praxis de la ley mosaica acerca del llamado
«libelo de repudio». Las palabras: «por la dureza de vuestro corazón»,
dichas por Cristo, revelan no sólo «la historia de los corazones», sino también
la complejidad de la ley positiva del Antiguo Testamento, que buscaba siempre el
«compromiso humano» en este campo tan delicado.
(2) «Conocer» (jada’), en el lenguaje bíblico,
no significa solamente un conocimiento meramente intelectual, sino también una
experiencia concreta, como, por ejemplo, la experiencia del sufrimiento (cf. Is
53, 3), del pecado (cf. Sab 3, 13), de la guerra y de la paz (cf. Jue
3, 1; Is 59, 8). De esta experiencia nace también él juicio moral: «conocimiento
del bien y del mal» (Gén 2, 9-17).
El «conocimiento» entra en el campo de las
relaciones interpersonales, cuando mira a la solidaridad de familia (Dt
33, 9) y especialmente las relaciones conyugales. Precisamente refiriéndose al
acto conyugal, el término subraya la paternidad de personajes ilustres y el
origen de su prole (cf. Gén 4, 1. 25; 4, 17; 1 Sam 1, 19), como
datos válidos para la genealogía, a la que la tradición de los sacerdotes
(por herencia en Israel) daba gran importancia.
Pero el «conocimiento» podía significar
también todas las otras relaciones sexuales, incluso las ilícitas (cf. Núm
31, 17; Gén 19, 5; Jue 19, 22).
En la forma negativa, el verbo denota la
abstención de las relaciones sexuales, especialmente si se trata de vírgenes
(cf., por ejemplo, 1 Re 2, 4; Jue 11, 39). En este campo, el Nuevo
Testamento utiliza dos hebraísmos, al hablar de José (cf. Mt 1, 25) y
de María (cf. Lc 1, 34).
Adquiere un significado particular el aspecto
de la relación existencial del «conocimiento», cuando su sujeto u objeto es
Dios mismo (por ejemplo, Sal 139; Jer 31, 34; Os 2, 22 y
también Jn 14, 7-9; 17, 3).
21. Dignidad de la generación humana (12-III-80/16-III-80)
1. En la meditación precedente sometimos a análisis
la frase del Génesis 4, 1 y, en particular, el término «conoció», utilizado
en el texto original para definir la unión conyugal. También pusimos de
relieve que este «conocimiento» bíblico establece una especie de arquetipo
(1) personal de la corporeidad y sexualidad humana. Esto parece absolutamente
fundamental para comprender al hombre, que desde el «principio» busca el
significado del propio cuerpo. Este significado está en la base de la misma
teología del cuerpo. El término «conoció» «se unió» (Gén 4, 1-2)
sintetiza toda la densidad del texto bíblico analizado hasta ahora. El «hombre»
que, según el Génesis 4, 1, «conoce» por vez primera a la mujer, su mujer,
en el acto de la unión conyugal, es en efecto el mismo que, al poner nombre, es
decir, «al conocer» también, se ha «diferenciado» de todo el mundo de los
seres vivientes o animalia, afirmándose a sí mismo como persona y
sujeto. El «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1, no lo aleja ni puede
alejarlo del nivel de ese primordial y fundamental autoconocimiento. Por lo
tanto -diga lo que diga sobre esto una mentalidad unilateralmente «naturalista»-,
en el Génesis 4, 1, no puede tratarse de una aceptación pasiva de la propia
determinación por parte del cuerpo y del sexo, precisamente porque se trata de
«conocimiento».
Es, en cambio, un descubrimiento ulterior
del significado del propio cuerpo, descubrimiento común y recíproco, así
como común y recíproca es desde el principio la existencia del hombre a quien
«Dios creó varón y mujer». El conocimiento que estaba en la base de la
soledad originaria del hombre, está ahora en la base de esta unidad del varón
y de la mujer, cuya perspectiva clara ha sido puesta por el Creador en el
misterio mismo de la creación (cf. Gén 1, 27; 2, 23). En este «conocimiento»
el hombre confirma el significado del nombre «Eva», dado a su mujer, «por ser
la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20).
2. Según el Génesis 4, 1, aquel que conoce
es el varón, y la que es conocida es la mujer-esposa, como si la determinación
específica de la mujer, a través del propio cuerpo y sexo, escondiese lo que
constituye la profundidad misma de su feminidad. En cambio, el varón fue el
primero que -después del pecado- sintió vergüenza de su desnudez, y el
primero que dijo: «He tenido miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén
3, 10). Será necesario volver todavía por separado al estado de ánimo de
ambos después de perder la inocencia originaria. Pero ya desde ahora es
necesario constatar que en el «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1, el
misterio de la feminidad se manifiesta y se revela hasta el fondo mediante la
maternidad, como dice el texto: «la cual concibió y parió». La mujer está
ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que se concibe y se
desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se revela también hasta el
fondo el misterio de la masculinidad del hombre, es decir, el significado
generador y «paterno» de su cuerpo (2).
3. La teología del cuerpo, contenida en el
libro del Génesis, es concisa y parca en palabras. Al mismo tiempo, encuentran
allí expresión contenidos fundamentales, en cierto sentido primarios y
definitivos. Se encuentran todos a su modo en ese «conocimiento» bíblico. La
constitución de la mujer es diferente respecto al varón; más aún, hoy
sabemos que es diferente hasta en sus determinantes bio-fisiológicas más
profundas. Se manifiesta exteriormente sólo en cierta medida, en la estructura
y en la forma de su cuerpo. La maternidad manifiesta esta constitución
interiormente, como particular potencialidad del organismo femenino, que con
peculiaridad creadora sirve a la concepción y a la generación del ser humano,
con el concurso del varón. El «conocimiento» condiciona la generación.
La generación es una perspectiva, que varón
y mujer insertan en su recíproco «conocimiento». Por lo cual éste sobrepasa
los límites de sujeto-objeto, cual varón y mujer parecen ser mutuamente, dado
que el «conocimiento» indica, por una parte, a aquel que «conoce», y por
otra, a la que «es conocida» (o viceversa). En este «conocimiento» se
encierra también la consumación del matrimonio, el específico consummatum;
así se obtiene el logro de la «objetividad» del cuerpo, escondida en las
potencialidades somáticas del varón y de la mujer, y a la vez el logro de la
objetividad del varón que «es» este cuerpo. Mediante el cuerpo, la persona
humana es «marido» y «mujer»; simultáneamente, en este particular acto de
«conocimiento», realizado por la feminidad y masculinidad personales, parece
alcanzarse también él descubrimiento de la «pura» subjetividad del don: es
decir, la mutua realización de sí en el don.
4. Ciertamente, la procreación hace que «el
varón y la mujer (su esposa)» se conozcan recíprocamente en el «tercero»
que trae origen de los dos. Por eso, ese «conocimiento» se convierte en un
descubrimiento a su manera, en una revelación del nuevo hombre, en el que
ambos, varón y mujer, se reconocen también a sí mismos, su humanidad, su
imagen viva. En todo esto que está determinado por ambos a través del cuerpo y
del sexo, el «conocimiento» inscribe un contenido vivo y real. Por tanto, el
«conocimiento» en sentido bíblico significa que la determinación «biológica»
del hombre, por parte de su cuerpo y sexo, deja de ser algo pasivo, y alcanza un
nivel y un contenido específicos para las personas autoconscientes y
autodeterminantes; comporta, pues, una conciencia particular del significado del
cuerpo humano, vinculada a la paternidad y a la maternidad.
5. Toda la constitución exterior del cuerpo
de la mujer, su aspecto particular, las cualidades que con la fuerza de un
atractivo perenne están al comienzo del «conocimiento», de que habla el Génesis
4, 1-2 («Adán se unió a Eva, su mujer»), están en unión estrecha con la
maternidad. La Biblia (y después la liturgia), con la sencillez que le es
característica, honra y alaba a lo largo de los siglos «el seno que te llevó
y los pechos que te amamantaron» (Lc 11, 2). Estas palabras
constituyen un elogio de la maternidad, de la feminidad, del cuerpo femenino en
su expresión típica del amor creador. Y son palabras que en el Evangelio se
refieren a la Madre de Cristo, María, segunda Eva. En cambio, la primera mujer,
en el momento en que se reveló por primera vez la madurez materna de su
cuerpo, cuando «concibió y parió», dijo: «He alcanzado de Yahvé un varón»
(Gén 4, 1).
6. Estas palabras expresan toda la profundidad
teológica de la función de generar-procrear. El cuerpo de la mujer se
convierte en el lugar de la concepción del nuevo hombre (3). En su seno, el
hombre concebido toma su propio aspecto humano, antes de venir al mundo. La
homogeneidad somática del varón y de la mujer, que encontró su expresión
primera en las palabras: «Es carne de mi carne y hueso de mis huesos» (Gén
2, 23), está confirmada a su vez por las palabras de la primera mujer-madre: «He
alcanzado un varón». La primera mujer parturienta tiene plena conciencia
del misterio de la creación, que se renueva en la generación humana. Tiene
también plena conciencia de la participación creadora que tiene Dios en la
generación humana, obra de ella y de su marido, puesto que dice: «He alcanzado
de Yahvé un varón».
No puede haber confusión alguna entre las
esferas de acción de las causas. Los primeros padres transmiten a todos los
padres humanos -también después del pecado, juntamente con el fruto del árbol
de la ciencia del bien y del mal y como en el umbral de todas las experiencias
«históricas»- la verdad fundamental acerca del nacimiento del hombre a imagen
de Dios, según las leyes naturales. En este nuevo hombre -nacido de la
mujer-madre por obra del varón-padre- se reproduce cada vez la misma «imagen
de Dios», de ese Dios que ha constituido la humanidad del primer hombre: «Creó
Dios al hombre a imagen suya..., varón y mujer los creó» (Gén 1, 27).
7. Aunque existen profundas diferencias entre
el estado de inocencia originaria y el estado pecaminoso heredado del hombre,
esa «imagen de Dios» constituye una base de continuidad y de unidad. El
«conocimiento» de que habla el Génesis 4, 1, es el acto que
origina el ser, o sea, en unión con el Creador, establece un nuevo hombre en
su existencia. El primer hombre, en su soledad trascendental, tomó posesión
del mundo visible, creado para él, conociendo e imponiendo nombre a los seres
vivientes (animalia). El mismo «hombre», como varón y mujer, al
conocerse recíprocamente en esta específica comunidad-comunión de personas,
en la que el varón y la mujer se unen tan estrechamente entre sí que se
convierten en «una sola carne», constituye la humanidad, es decir, confirma y
renueva la existencia del hombre como imagen de Dios. Cada vez ambos, varón y
mujer, renuevan, por decirlo así, esta imagen del misterio de la creación y la
transmiten «con la ayuda de Dios-Yahvé».
Las palabras del libro del Génesis, que son
un testimonio del primer nacimiento del hombre sobre la tierra, encierran en sí,
al mismo tiempo, todo lo que se puede y se debe decir de la dignidad de la
generación humana.
(1) En cuanto a los arquetipos, C. G. Jung los
describe como formas «a priori» de varias funciones del alma: percepción de
relación, fantasía creativa. Las formas se llenan de contenido con materiales
de la experiencia. No son inertes, sino que están cargadas de sentimiento y de
tendencia (véase sobre todo: Die psychologischen Aspekte des
Mutterarchetypus, Eranos 6, 1938, pp. 405-409).
Según esta concepción, se puede encontrar un
arquetipo en la mutua relación varón-mujer, relación que se basa en la
realización binaria y complementaria del ser humano en dos sexos. El arquetipo
se llenará de contenido mediante la experiencia individual y colectiva, y puede
poner en movimiento a la fantasía creadora de imágenes. Sería necesario
precisar que el arquetipo: a) no se limita ni se exalta en la relación física,
sino que incluye la relación del «conocer»; b) está cargado de
tendencia: deseo-temor, don-posesión c) el arquetipo, como proto-imagen
(«Urbild») es generador de imágenes («Bilder»).
El tercer aspecto nos permite pasar a la hermenéutica,
en concreto a la de textos de la escritura y la Tradición.
El
lenguaje religioso primario es simbólico (cf. W. Stahlin, Symbolon,
1958; I. Macquarrie, God Talk, 1968; T. Fawcett, The Symbolic Language
of Religion, 1970). Entre los símbolos,
él prefiere algunos radicales o ejemplares, que podríamos llamar arquetipales.
Ahora bien, entre los de la Biblia usa el de la relación conyugal,
concretamente al nivel del «conocer» descrito.
Uno de los primeros poemas bíblicos, que
aplica el arquetipo conyugal a las relaciones de Dios con su Pueblo, culmina en
el verbo comentado: «Conocerás al Señor» (Os 2, 22; weyadaeta
‘et Yhwh; atenuado en «Conocerá que yo soy el Señor» = wydet
ky ‘ny Yhwh: Is 49, 23; 60, 16; Ez 16, 62, que son los tres
poemas conyugales). De aquí parte una tradición literaria, que culminará en
la aplicación paulina de Ef 5 a Cristo y a la Iglesia; luego pasará a
la tradición patrística y a la de los grandes místicos (por ejemplo, «Llama
de amor viva», de San Juan de la Cruz).
En el tratado Grundzüge der Literatur und
Sprachwissenschaft, vol. I, Munich 1976, 4 ed., pág. 462, se definen así
los arquetipos: «Imágenes y motivos arcaicos, que según Jung, forman el
contenido del inconsciente colectivo común a todos los hombres; presentan símbolos,
que en todos los tiempos y en todos los pueblos hacen vivo de manera imaginaria
lo que para la humanidad es decisivo en cuanto a ideas, representaciones e
instintos».
Freud, a lo que parece, no utiliza el concepto
de arquetipo. Establece un símbolo o código de correspondencias fijas entre imágenes
presentes-patentes y pensamientos latentes. El sentido de los símbolos es fijo,
aun cuando no único; pueden ser reducibles a un pensamiento último irreducible
a su vez, que suele ser alguna experiencia de la infancia. Estos son primarios y
de carácter sexual (pero no los llama arquetipos). Véase T. Todorov, Théories
du symbol, París, 1977, págs.
317
ss.; además, J. Jacoby, Komplex, Archetyp, Symbol in der Psycologie C. G.
Jungs, Zurich, 1957.
(2) La paternidad es uno de los aspectos de la
humanidad más puestos de relieve en la Sagrada Escritura.
El texto del Gén 5, 3: «Adán...
engendró un hijo a su imagen y semejanza», se une explícitamente al
relato de la creación del hombre (Gén 1, 27; 5, 1) y parece atribuir al
padre terrestre la participación en la obra divina de transmitir la vida, y
quizá también en esa alegría presente en la afirmación: «y vio Dios ser muy
bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).
(3) Según el texto del Gén 1, 26, la
«llamada» a la existencia es al mismo tiempo transmisión de la imagen y
semejanza divina. El hombre debe proceder a transmitr esta imagen, continuando
así la obra de Dios. El relato de la generación de Set subraya este aspecto:
«Adán tenía 130 años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza» (Gén
5, 3).
Dado que Adán y Eva eran imagen de Dios, Set
hereda de sus padres esta semejanza para transmitirla a los otros.
Pero en la Sagrada Escritura toda vocación está
unida a una misión; la llamada, pues, a la existencia es ya predestinación a
la obra de Dios:
«Antes que te formara en el vientre te conocí,
antes de que tú salieses del seno materno te consagré» (Jer 1, 5; cf.
también Is 44, 1; 49, 1. 5).
Dios es Aquel que no sólo llama a la
existencia, sino que sostiene y desarrolla la vida desde el primer momento de la
concepción:
«Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías
confiado en el pecho de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el
vientre materno Tú eres mi Dios» (Sal 22, 10. 11; cf. Sal 139,
13-15).
La atención del autor bíblico se centra en
el hecho mismo del don de la vida. El interés por el modo en que esto
sucede, es más bien secundario y sólo aparece en los libros posteriores (cf. Job
10, 8, 11; 2 Mac 7, 22-23; Sab 7, 1-3).
22. Conocimiento conyugal y procreación (26-III-80/30-III-80)
1. Está llegando a su fin el ciclo de
reflexiones con que hemos tratado de seguir la llamada de Cristo, que nos
transmite Mateo (19, 3-9) y Marcos (10, 1. 12): «¿No habéis leído que al
principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre
al padre y a la madre y se unirá a la mujer y serán los dos una sola carne» (Mt
19, 4-5). La unión conyugal, en el libro del Génesis, se define como «conocimiento»:
«Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió... diciendo: He
alcanzado de Yahvé un varón» (Gén 4, 1). Hemos intentado ya, en
nuestras meditaciones precedentes, hacer luz sobre el contenido de ese «conocimiento»
bíblico. Con él, el hombre, varón-mujer, no sólo da el propio nombre, como
hizo al imponer el nombre a los otros seres vivientes (animalia), tomando
así posesión de ellos, sino que «conoce» en el sentido del Génesis 4, 1 (y
de otros pasajes de la Biblia), esto es, realiza lo que la palabra
«hombre» expresa; realiza la humanidad en el nuevo hombre engendrado. En
cierto sentido, pues, se realiza a sí mismo, es decir, al hombre-persona.
2. De este modo se cierra el ciclo bíblico
de «conocimiento-generación». Este ciclo del «conocimiento» está
constituido por la unión de las personas en el amor, que les permite unirse tan
estrechamente entre sí, que se convierten en una sola carne. El libro del Génesis
nos revela plenamente la verdad de este ciclo. El hombre, varón y mujer, que,
mediante el «conocimiento» del que habla la Biblia, concibe y engendra un ser
nuevo, semejante a él, al que puede llamar «hombre» («he alcanzado un hombre»)
toma, por decirlo así, posesión de la misma humanidad, o mejor,
la vuelve a tomar en posesión. Sin embargo, esto sucede de modo diverso de como
había tomado posesión de todos los otros seres vivientes (animalia),
cuando les había impuesto el nombre. Efectivamente, entonces él se había
convertido en su señor, había comenzado a realizar el contenido del mandato
del Creador: «Someted la tierra y dominadla» (cf. Gén 1, 28).
3. En cambio, la primera parte de este
mandato: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra» (Gén 1, 28),
encierra otro contenido e indica otro componente. El varón y la mujer en
este «conocimiento» con el que dan comienzo a un ser semejante a ellos, del
que pueden decir juntos que «es carne de mi carne y hueso de mis huesos» (Gén
2, 24), son como «arrebatados» juntos, juntamente tomados ambos en
posesión por la humanidad que ellos, en la unión y en el «conocimiento»
recíproco, quieren expresar de nuevo, tomar posesión de nuevo, recabándola de
sí mismos, de la propia humanidad, de la admirable madurez masculina y femenina
de sus cuerpos, y finalmente -a través de toda la serie de concepciones y
generaciones humanas desde el principio- del misterio mismo de la creación.
4. En este sentido, se puede explicar el «conocimiento»
bíblico como «posesión». ¿Es posible ver en él algún equivalente bíblico
del «eros»? Se trata aquí de dos ámbitos del concepto, de dos lenguajes: bíblico
y platónico; sólo con gran cautela se pueden interpretar el uno con el otro
(1). En cambio, parece que en la revelación originaria no esta presente la idea
de la posesión de la mujer como de un objeto, por parte del varón o viceversa.
Pero, por otra parte, es sabido que, a causa del estado pecaminoso contraído
después del pecado original, varón y mujer deben reconstruir con fatiga el
significado del recíproco don desinteresado. Este será el tema de nuestros
análisis ulteriores.
5. La revelación del cuerpo, contenida en el
libro del Génesis, particularmente en el capítulo 3, demuestra con evidencia
impresionante que el ciclo del «conocimiento-generación», tan profundamente
arraigado en la potencialidad del cuerpo humano, fue sometido, después del
pecado, a la ley del sufrimiento y de la muerte. Dios-Yahvé dice a la mujer: «Multiplicaré
los trabajos de tus preñeces, parirás con dolor los hijos» (Gén 3,
16). El horizonte de la muerte se abre ante el hombre, juntamente con la revelación
del significado generador del cuerpo en el acto del recíproco «conocimiento»
de los cónyuges. Y he aquí que el primer hombre, varón, impone a su mujer el
nombre de Eva, «por ser la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20),
cuando ya había escuchado él las palabras de la sentencia, que determinaba
toda la perspectiva de la existencia humana «desde dentro» del conocimiento
del bien y del mal. Esta perspectiva es confirmada por las palabras: «Volverás
a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que eres polvo y al polvo volverás»
(Gén 3, 19).
El carácter radical de esta sentencia está
confirmado por la evidencia de las experiencias de toda la historia terrena del
hombre. El horizonte de la muerte se extiende sobre toda la perspectiva de la
vida humana en la tierra, vida que está inserta en ese originario ciclo bíblico
del «conocimiento-generación». El hombre que ha quebrantado la alianza con su
Creador, tomando el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, es
separado por Dios-Yahvé del árbol de la vida. «Que no vaya a tender ahora su
mano al árbol de la vida, y comiendo de él, viva para siempre» (Gén
3, 22). De este modo, la vida dada al hombre en el misterio de la creación no
se le ha quitado, sino restringido por los límites de las concepciones,
nacimientos y muerte, y además se le ha agravado por la perspectiva del estado
pecaminoso hereditario; pero, en cierto sentido, se le da de nuevo como tarea en
el mismo ciclo siempre repetido. La frase: «Adán se unió («conoció») a
Eva, su mujer, que concibió y parió» (Gén 4, 1), es como un sello
impreso en la revelación originaria del cuerpo al «principio» mismo de la
historia del hombre sobre la tierra. Esta historia se forma siempre de nuevo en
su dimensión más fundamental casi desde el «principio», mediante el mismo «conocimiento-generación»
de que habla el libro del Génesis.
6. Y así cada hombre lleva en sí el misterio
de su «principio» íntimamente unido al conocimiento del significado generador
del cuerpo. El Génesis 4, 1-2 parece silenciar el tema de la relación que
media entre el significado generador y el significado esponsalicio del cuerpo.
Quizá no es todavía tiempo ni lugar para aclarar esta relación, aún cuando
esto parece indispensable en análisis ulteriores. Será necesario, pues, hacer
nuevamente las preguntas vinculadas a la aparición de la vergüenza de su
masculinidad y de su feminidad, antes no experimentada. Sin embargo, en este
momento pasa a segundo plano. En cambio, permanece en primer plano el hecho de
que «Adán se unió» («conoció») a Eva, su mujer, que concibió y parió».
Este es precisamente el umbral de la historia del hombre. Es su «principio»
en la tierra. El hombre, como varón y mujer, está en este umbral con la
conciencia del significado generador del propio cuerpo: la masculinidad encierra
en sí el significado de la paternidad, y la feminidad el de la maternidad.
En nombre de este significado, Cristo dará un día su respuesta categórica a
la pregunta que le hicieron los fariseos (cf. Mt 19; Mc 10).
Nosotros, en cambio, penetrando en el contenido sencillo de esta respuesta,
tratamos de aclarar el contexto de ese «principio», al que se refirió Cristo.
En él hunde sus raíces la teología del cuerpo.
7. La conciencia del significado del cuerpo y
la conciencia de su significado generador están relacionadas, en el hombre, con
la conciencia de la muerte, cuyo inevitable horizonte llevan consigo, por así
decirlo. Sin embargo, siempre retorna en la historia del hombre el ciclo «conocimiento-generación»,
en el que la vida lucha, siempre de nuevo, con la inexorable perspectiva de la
muerte, y la supera siempre. Es como si la razón de esta inflexibilidad de
la vida, que se manifiesta en la «generación» fuese siempre el mismo «conocimiento»,
con que el hombre supera la soledad del propio ser y, más aún, se decide de
nuevo a afirmar este ser en «otro». Y ambos, varón y mujer, lo afirman en el
nuevo hombre engendrado. En esta afirmación, el «conocimiento» bíblico
parece adquirir una dimensión todavía mayor. Esto es, parece insertarse en esa
«visión» de Dios mismo, con la que termina el primer relato de la creación
del hombre sobre el «varón» y la «mujer» hechos «a imagen de Dios»: «Vio
Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). El hombre, a pesar
de todas las experiencias de la propio vida, a pesar de los sufrimientos, de las
desilusiones de sí mismo, de su estado pecaminoso, y a pesar, finalmente, de la
perspectiva inevitable de la muerte, pone siempre de nuevo, sin embargo, el «conocimiento»
al «comienzo» de la «generación»; él así parece participar en esa primera
«visión» de Dios mismo: Dios Creador «vio..., y he aquí que era todo muy
bueno». Y, siempre de nuevo, confirma la verdad de estas palabras.
(1) Según Platón, el «eros» es el amor
sediento de la Belleza trascendente y expresa la insaciabilidad que tiende a su
objeto eterno; él, pues, eleva siempre lo que es humano hacia lo divino, que es
lo único en condición de saciar la nostalgia del alma prisionera en la
materia; es un amor que no retrocede ante el más grande esfuerzo, para alcanzar
el éxtasis de la unión; por lo tanto es un amor egocéntrico, es ansia, aunque
dirigida hacia valores sublimes (cf. A. Nygren, Erós et Agapé, París
1951, vol. II, págs. 9-10).
A lo largo de los siglos, a través de muchas
transformaciones, el significado del «eros» ha sido rebajado a las
connotaciones meramente sexuales. Es característico, a este propósito, el
texto del P. Chauchaurd, que parece incluso negar al «eros» las características
del amor humano: «La cérébralisation de la sexualité ne réside pas dans les
trucs techniques ennuyeux, mais dans la pleine reconnaissance de sa spiritualité,
du fait qu’Eros n’est humain qu’animé par Agapé e qu’Agapé exige
l’incarnation dans Erôs» (P. Chauchaurd, Vices des vertus, vertus des
vices, París 1963, página 147).
La comparación del «conocimiento» bíblico
con el «eros» platónico revela la divergencia de estas dos concepciones. La
concepción platónica se basa en la nostalgia de la Belleza trascendente y en
la huida de la materia; la concepción bíblica, en cambio, se dirige hacia la
realidad concreta, y le resulta ajeno el dualismo del espíritu y de la materia
como también la específica hostilidad hacia la materia («Y vio Dios que era
bueno»: Gén 1. 10. 12. 18. 21. 25).
Así como el concepto platónico de «eros»
sobrepasa el alcance bíblico del «conocimiento» humano, el concepto contemporáneo
parece demasiado restringido. El «conocimiento» bíblico no se limita a
satisfacer el instinto o el goce hedonista, sino que es un acto plenamente
humano, dirigido conscientemente hacia la procreación, y es también la expresión
del amor interpersonal (cf. Gén 29, 20; 1 Sam 1, 8; 2 Sam
12, 24).
23. Los problemas del matrimonio en la visión integral del hombre (2-IV-80/2-IV-80)
1. El Evangelio según Mateo y según Marcos
nos refiere la respuesta que Cristo dio a los fariseos cuando le preguntaron
acerca de la indisolubilidad del matrimonio, remitiéndose a la ley de Moisés
que admitía, en ciertos casos, la práctica del llamado libelo de repudio.
Recordándoles los primeros capítulos del libro del Génesis, Cristo respondió:
«¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y
dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer y
serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre». Luego, refiriéndose a su
pregunta sobre la ley de Moisés, Cristo añadió: «Por la dureza de vuestro
corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no
fue así» (Mt 19, 3 ss; Mc 12, 2 ss.). En su respuesta Cristo se
remitió dos veces al «principio» y, por esto, también nosotros, en el curso
de nuestros análisis, hemos tratado de esclarecer del modo más profundo
posible el significado de este «principio», que es la primera herencia de cada
uno de los seres humanos en el mundo, varón y mujer, el primer testimonio de la
identidad humana según la palabra revelada, la primera fuente de la certeza de
su vocación como persona creada a imagen de Dios mismo.
2. La respuesta de Cristo tiene un significado
histórico, pero no sólo histórico. Los hombres de todos los tiempos plantean
la pregunta sobre el mismo tema. También lo hacen nuestros contemporáneos los
cuales, sin embargo, en sus preguntas no se remiten a la ley de Moisés, que
admitía el libelo de repudio, sino a otras circunstancias y a otras leyes.
Estas preguntas suyas están cargadas de problemas, desconocidos a los
interlocutores contemporáneos de Cristo. Sabemos qué preguntas concernientes
al matrimonio y a la familia han hecho al último Concilio, al Papa Pablo VI, y
se formulan continuamente en el período postconciliar, día tras día, en las más
diversas circunstancias. Las hacen muchas personas, esposos, novios, jóvenes,
pero también escritores, publicistas, políticos, economistas, demógrafos, en
una palabra, la cultura y la civilización contemporánea.
Pienso que entre las respuestas que Cristo daría
a los hombre de nuestro tiempo y a sus preguntas, frecuentemente tan
impacientes, todavía sería fundamental la que dio a los fariseos. Al
contestar a sus preguntas, Cristo se remitiría ante todo al «principio».
Lo haría quizá de modo tanto más decisivo y esencial, cuanto que la situación
interior y a la vez cultural del hombre de hoy parece alejarse de ese «principio»
y asumir formas y dimensiones que divergen de la imagen bíblica del «principio»
en puntos evidentemente cada vez más distantes.
Sin embargo, Cristo no quedaría «sorprendido»
por ninguna de estas situaciones, y supongo que continuaría haciendo referencia
sobre todo al «principio».
3. Por esto la respuesta de Cristo exigía un
análisis particularmente profundo. En efecto, esa respuesta evoca verdades
fundamentales y elementales sobre el ser humano, como varón y mujer. Es la
respuesta a través de la cual entrevemos la estructura misma de la identidad
humana en las dimensiones del misterio de la redención y al mismo tiempo, en la
perspectiva del misterio de la redención. Sin esto, no hay modo de construir
una antropología teológica y, en su contexto, una «teología del cuerpo», de
la que traiga origen también la visión plenamente cristiana del matrimonio y
de la familia. Lo puso de relieve Pablo VI cuando en su Encíclica dedicada a
los problemas del matrimonio y de la procreación, en su significado humana y
cristianamente responsable, hizo referencia a la «visión integral del hombre»
(Humanæ vitæ, 7). Se puede decir que, en la respuesta a los fariseos,
Cristo presentó a los interlocutores también esta «visión integral del
hombre», sin la cual no se puede dar respuesta alguna adecuada a las preguntas
relacionadas con el matrimonio y la procreación. Precisamente esta visión
integral del hombre debe ser construida según el «principio».
Esto es igualmente válido para la mentalidad
contemporánea, tal como lo era, aun cuando de modo diverso para los
interlocutores de Cristo. Efectivamente, somos hijos de una época en la que,
por el desarrollo de varias disciplinas, esta visión integral del hombre puede
ser fácilmente rechazada y sustituida por múltiples concepciones parciales
que, deteniéndose sobre uno u otro aspecto del compositum humanum, no
alcanzan al integrum del hombre, o lo dejan fuera del propio campo
visivo. Se insertan luego diversas tendencias culturales que -según estas
verdades parciales- formulan sus propuestas e indicaciones prácticas sobre el
comportamiento humano y, aún más frecuentemente, sobre cómo comportarse
con el «hombre». El hombre se convierte, pues, más en un objeto de
determinadas técnicas, que en el sujeto responsable de la propia acción. La
respuesta que Cristo dio a los fariseos exige también que el hombre, varón y
mujer, sea este sujeto, es decir, un sujeto que decida sobre sus propias
acciones a la luz de la verdad integral sobre sí mismo, en cuanto verdad
originaria, o sea, fundamento de las experiencias auténticamente humanas. Esta
es la verdad que Cristo nos hace buscar en el «principio». Por eso nos
dirigimos a los primeros capítulos del Génesis.
4. El estudio de estos capítulos, acaso más
que de otros, nos hace conscientes del significado y de la necesidad de la «teología
del cuerpo». El «principio» nos dice relativamente poco sobre el cuerpo
humano, en el sentido naturalista y contemporáneo de la palabra. Desde este
punto de vista, en el estudio presente, nos encontramos a un nivel del todo
pre-científico. No sabemos casi nada sobre las estructuras interiores y sobre
las regulaciones que reinan en el organismo humano. Sin embargo, al mismo tiempo
-quizá a causa de la antigüedad del texto-, la verdad importante para la visión
integral del hombre se revela de modo más sencillo y pleno. Esta verdad se
refiere al significado del cuerpo humano en la estructura del sujeto personal.
Sucesivamente, la reflexión sobre esos textos arcaicos nos permite extender
este significado a toda la esfera de la intersubjetividad humana,
especialmente en la perenne relación varón-mujer. Gracias a esto, adquirimos,
según esta relación, una óptica que debemos poner necesariamente en la base
de toda la ciencia contemporánea acerca de la sexualidad humana, en sentido
bio-fisiológico. Esto no quiere decir que debamos renunciar a esta ciencia o
privarnos de sus resultados. Al contrario: si éstos deben servir para enseñarnos
algo sobre la educación del hombre, en su masculinidad y feminidad, y acerca de
la esfera del matrimonio y de la procreación, es necesario -a través de todos
y cada uno de los elementos de la ciencia contemporánea- llegar siempre a lo
que es fundamental y esencialmente personal, tanto en cada individuo, varón o
mujer, cuanto en sus relaciones recíprocas.
Y precisamente en este punto es donde la
reflexión sobre el texto arcaico del Génesis se manifiesta insustituible.
Constituye realmente el «principio» de la teología del cuerpo. El hecho de
que la teología comprenda también al cuerpo no debe maravillar ni
sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la
Encarnación. Por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo
ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la
ciencia que tiene como objeto la divinidad. La Encarnación -y la redención que
brota de ella- se ha convertido también en la fuente definitiva de la
sacramentalidad del matrimonio, del que trataremos más ampliamente a su debido
tiempo.
5. Las preguntas que se plantean al hombre
contemporáneo son también preguntas de los cristianos: de aquellos que se
preparan para el sacramento del matrimonio o de aquellos que ya viven en el
matrimonio, que es el sacramento de la Iglesia. Estas no son sólo las preguntas
de las ciencias, sino, y aún más, las preguntas de la vida humana. Muchos
hombres y muchos cristianos buscan en el matrimonio la realización de su vocación.
Muchos quieren encontrar en él el camino de la salvación y de la santidad.
Para ellos es particularmente importante la
respuesta que Cristo dio a los fariseos, celadores del Antiguo Testamento. Los
que buscan la realización de la propia vocación humana y cristiana en el
matrimonio, ante todo están llamados a hacer de esta «teología del cuerpo»,
cuyo «principio» encuentran en los primeros capítulos del Génesis, el
contenido de su vida y de su comportamiento. Efectivamente, ¡cuán
indispensable es, en el camino de esta vocación, la conciencia profunda del
significado del cuerpo, en su masculinidad!, ¡cuán necesaria es una conciencia
precisa del significado generador dado que todo esto, que forma el contenido de
la vida de los esposos, debe encontrar constantemente su dimensión plena y
personal en la convivencia, en el comportamiento, en los sentimientos! Y esto,
tanto más en el trasfondo de una civilización, que está bajo la presión de
un modo de pensar y valorar materialista y utilitario. La bio-fisiología
contemporánea puede suministrar muchas informaciones precisas sobre la
sexualidad humana. Sin embargo, el conocimiento de la dignidad personal del
cuerpo humano y del sexo se saca también de otras fuentes. Una fuente
particular es la Palabra de Dios mismo, que contiene la revelación del cuerpo,
ésa que se remonta al «principio».
¡Qué significativo es que Cristo, en la
respuesta a todas estas preguntas, mande al hombre volver, en cierto modo, al
umbral de su historia teológica! Le ordena ponerse en el límite entre la
inocencia-felicidad originaria y la herencia de la primera caída. ¿Acaso no le
quiere decir, de este modo, que el camino por el que El conduce al hombre, varón-mujer,
en el sacramento del matrimonio, esto es, el camino de la «redención del
cuerpo», debe consistir en recuperar esta dignidad en la que se realiza
simultáneamente el auténtico significado del cuerpo humano, su significado
personal y «de comunión»?
6. Por ahora, terminamos la primera parte de
nuestras meditaciones dedicadas a este tema tan importante. Para dar una
respuesta más exhaustiva a nuestras preguntas, tal vez apremiantes, sobre el
matrimonio -o todavía más exactamente: sobre el significado del cuerpo-, no
podemos detenernos solamente en lo que Cristo respondió a los fariseos,
haciendo referencia al «principio» (cf. Mt 19, 3 ss.: Mc 10, 2
ss.). También debemos tomar en consideración todas las demás enunciaciones,
entre las cuales destacan especialmente dos, de carácter particularmente sintético:
la primera, la del sermón de la montaña, a propósito de las
posibilidades del corazón humano respecto a la concupiscencia del cuerpo (cf. Mt
5, 8), y la segunda, aquella en que Jesús se refiere a la resurrección
futura (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-36).
Estas dos enunciaciones serán objeto de
nuestras sucesivas reflexiones.