6.
Los Cristiada y los mártires de México
La Cristiada (1926-29)
Es indudable que el siglo XX ha sido el más acentuadamente martirial de toda la historia de la Iglesia. Y conviene recordar en esto que el testimonio impresionante de los mártires de México fue el modelo inmediato para todos los católicos que más tarde habrían de verter su sangre por Cristo. Y en primer lugar, poco después, los mártires españoles, tan numerosos. Antonio Montero, en La historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), obra de 1961 recientemente reeditada (BAC 204,19982, p. XIII-XIV) dice que «en toda la historia de la universal Iglesia no hay un solo precedente, ni siquiera en las persecuciones romanas, del sacrificio sangriento, en poco más de un semestre, de doce obispos, cuatro mil sacerdotes y más de dos mil religiosos».
Pero unos años antes (1926-1929), también los mártires mexicanos fueron modelo para tantos otros cientos de miles, millones de cristianos aplastados en nuestro siglo por la Revolución en cualquiera de sus formas, liberal o nazi, socialista o comunista. Nos interesa, pues, mucho conocer la persecución religiosa en México, y entender bien la respuesta de aquellos católicos admirables, que con su sangre siguieron escribiendo los Hechos de los apóstoles en América.
Hallamos información sobre la Cristiada en
obras como la de Aquiles P. Moctezuma, El conflicto religioso de 1926; sus orígenes,
su desarrollo, su solución; Antonio Ríus Facius, Méjico cristero;
historia de la Asociación Católica de la Juventud Mejicana, 1925-1931;
Miguel Palomar y Vizcarra, El caso ejemplar mexicano. Poseemos relatos
impresionantes de los mismos cristeros, como el de Luis Rivero del Val, Entre
las patas de los caballos, que viene a ser el diario del estudiante cristero
Manuel Bonilla, o el del campesino Ezequiel Mendoza Barragán, Testimonio
cristero; memorias del autor, a cual más admirable. Y disponemos también
de excelentes estudios modernos, como el de Jean Meyer, La cristiada, I-III,
y Lauro López Beltrán, La persecución religiosa en México.
Convendrá, en todo caso, que comencemos nuestra crónica por el principio: la persecución liberal que ocasionó la Cristiada en el siglo XX no era sino la continuación de la que se inició ya largamente en el siglo XIX.
Las persecuciones religiosas de México en el siglo XIX
En 1810, con el grito del cura Miguel Hidalgo: «¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno!», se inicia el proceso que culminaría con la independencia de México. Todavía en 1821 el Plan de Iguala decide la independencia completa de México como monarquía constitucional que, al ser ofrecida sin éxito a Fernando VII, queda a la designación de las Cortes mexicanas. Tras el breve gobierno del emperador Agustín de Itúrbide (1821-24), rechazado por la masonería y fusilado en Padilla, se proclama la República (1824), que camina vacilante hasta mediados de siglo, y que pierde, en provecho de los Estados Unidos, la mitad del territorio mexicano (1848).
Muy poco después de la independencia, ya en 1855, se desata la revolución liberal con toda su virulencia anticristiana, cuando se hace con el poder Benito Juárez (1855-72), indio zapoteca, de Oaxaca, que a los 11 años, con ayuda del lego carmelita Salanueva, aprende castellano y a leer y escribir, lo que le permite ingresar en el Seminario. Abogado más tarde y político, impone, obligado por la logia norteamericana de Nueva Orleans, la Constitución de 1857, de orientación liberal, y las Leyes de Reforma de 1859, una y otras abiertamente hostiles a la Iglesia.
Por ellas, contra todo derecho natural, se establecía la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de cementerios, hospitales y centros benéficos, etc. Su gobierno dio también apoyo a una Iglesia mexicana, precario intento de crear, en torno a un pobre cura, una Iglesia cismática.
Todos estos atropellos provocaron un alzamiento
popular católico, semejante, como señala Jean Dumont, al que habría de
producirse en nuestro siglo. En efecto, «la Cristiada [1926-1931] tuvo
un precedente muy parecido en los años 1858-1861. También entonces la
catolicidad mejicana sostuvo una lucha de tres años contra los Sin-Dios de la
época, aquellos laicistas de la Reforma, también jacobinos, que habían
impuesto la libertad para todos los cultos, excepto el culto católico, sometido
al control restrictivo del Estado, la puesta a la venta de los bienes de la
Iglesia, la prohibición de los votos religiosos, la supresión de la Compañía
de Jesús y, por tanto, de sus colegios, el juramento de todos los empleados del
Estado a favor de estas medidas, la deportación y el encarcelamiento de los
obispos o sacerdotes que protestaran. Pío IX condenó estas medidas, como Pío
XI expresó su admiración por los cristeros».
En aquella guerra civil, en la que hubo «deportación
y condena a muerte de sacerdotes, deportación y encarcelamiento de obispos y de
otros religiosos, represión sangrienta de las manifestaciones de protesta,
particularmente numerosas en los estados de Jalisco, Michoacán, Puebla,
Tlaxcala» (Hora de Dios en el Nuevo Mundo 246), el gobierno liberal
prevaleció gracias a la ayuda de los Estados Unidos.
La Reforma liberal de Juárez no se caracterizó sólamente por su sectarismo antirreligioso, sino también porque junto a la desamortización de los bienes de la Iglesia, eliminó los ejidos comunales de los indígenas. Estas medidas no evitaron al Estado un grave colapso financiero, pero enriquecieron a la clase privilegiada, aumentando el latifundismo. Con todo eso, según el historiador mexicano Vasconcelos, también filósofo y político, «Juárez y su Reforma, están condenados por nuestra historia», y él ha pasado, como otros, «a la categoría de agentes del Imperialismo anglosajón» (Breve hª 11).
Sobre esto último bastaría recordar las ofertas increíbles, vergonzosas, del gobierno de Juárez a los Estados Unidos en los tratados Mac Lane-Ocampo y Corwin-Doblado, o en los convenios con los norteamericanos gestionados por el agente juarista José María Carvajal...
El período de Juárez se vió interrumpido por un breve período en el que, por imposición de Napoleón III, ocupó el poder Maximiliano de Austria (1864-67), fusilado en Querétaro poco más tarde. También en estos años la Iglesia fue sujeta a leyes vejatorias, y los masones «le ofrecieron al Emperador la presidencia del Supremo Consejo de las logias, que él declinó, pero aceptó el título de protector de la Orden, y nombró representantes suyos a dos individuos que inmediatamente recibieron el grado 33» (Acevedo, Hª de México 292).
A Juárez le sucedió en el poder Sebastián Lerdo de Tejada (1872-76). Éste, que había estudiado en el Seminario de Puebla, acentuó la persecución religiosa, llegando a expulsar hasta «las Hermanas de la Caridad -a quienes el mismo Juárez respetó-, no obstante que de las 410 que había, 355 eran mexicanas, que atendían a cerca de 15 mil personas en sus hospitales, asilos y escuelas. En cambio, se favoreció oficialmente la difusión del protestantismo, con apoyo norteamericano. En el mismo año de 1873 se prohibió que hubiera fuera de los templos cualquier manifestación o acto religioso» (Alvear Acevedo 310). Todo esto provocó la guerra llamada de los Religioneros (1873-1876), un alzamiento armado católico, precedente también de los cristeros (Meyer II,31-43).
La perduración de Juárez en el poder ocasionó entre los mismos liberales una oposición cada vez más fuerte. El general Porfirio Díaz -que era, como Juárez, de Oaxaca y antiguo seminarista-, propugnando como ley suprema la no-reelección del Presidente de la República (Plan de la Noria 1871; Plan de Tuxtepec 1876), desencadenó una revolución que le llevó al gobierno de México durante casi 30 años: fue reelegido ocho veces, en una farsa de elecciones, entre 1877 y 1910.
En ese largo tiempo ejerció una dictadura de orden y progreso, muy favorable para los inversores extranjeros -petróleo, redes ferroviarias-, sobre todo norteamericanos, y para los estratos nacionales más privilegiados. También en su tiempo aumentó el latifundismo, y se mantuvieron injusticias sociales muy graves (+Kenneth Turner, México bárbaro). Por lo demás, el liberalismo del Porfiriato fue más tolerante con la Iglesia. Aunque dejó vigentes las leyes persecutorias de la Reforma, normalmente no las aplicaba; pero mantuvo en su gobierno, especialmente en la educación preparatoria y universitaria, el espíritu laicista antirreligioso.
Las persecuciones de Carranza y Obregón (1916-20, 1920-24)
Los últimos años del Porfiriato y los siguientes, en medio de continuas ingerencias de los Estados Unidos, registran innumerables conspiraciones y sublevaciones, movimientos indígenas de reivindicación agraria, y guerras marcadas por crueldades atroces. La revolución liberal, que tan duramente perseguía a los católicos, iba devorando también uno tras otro a sus propios hijos: es el horror del «proceso histórico del liberalismo capitalista, que durante el siglo XIX y la mitad del XX, logró apoderarse de las conciencias de nuestros pueblos y no sólo de sus riquezas» (Vasconcelos, Hª de México 10). Surgen en ese período nombres como los del presidente Madero (+1913, asesinado), Emiliano Zapata (+1919, asesinado), presidente Carranza (+1920, asesinado), Pancho Villa (+1923, asesinado), ex presidente Alvaro de Obregón (+1928, asesinado)...
La revolución del general Venustiano Carranza, que le llevó a la presidencia (1916-20), se caracterizó por la dureza de su persecución contra la Iglesia. En el camino hacia el poder, sus tropas multiplicaban los incendios de templos, robos y violaciones, atropellos a sacerdotes y religiosas. Todavía hoy en México carrancear significa robar, y un atropellador es un carrancista.
Y ya en el poder, cuando los jefes militares quedaban como gobernadores de los Estados liberados, dictaban contra la Iglesia leyes tiránicas y absurdas: que no hubiera Misa más que los domingos y con determinadas condiciones; que no se celebraran Misas de difuntos; que no se conservara el agua para los bautismos en las pilas bautismales, sino que se diera el bautismo con el agua que corre de las llaves; que no se administrara el sacramento de la penitencia sino a los moribundos, y «entonces en voz alta y delante de un empleado del Gobierno» (López Beltrán 35).
La orientación anticristiana del Estado
cristalizó finalmente en la Constitución de 1917, realizada en Querétaro por
un Congreso constituyente formado únicamente por representantes carrancistas.
En efecto, en aquella Constitución esperpéntica el Estado liberal moderno,
agravando las persecuciones ya iniciadas con Juárez en las Leyes de Reforma,
establecía la educación laica obligatoria (art.3), prohibía los votos y el
establecimiento de órdenes religiosas (5), así como todo acto de culto fuera
de los templos o de las casas particulares (24). Y no sólo perpetuaba la
confiscación de los bienes de la Iglesia, sino que prohibía la existencia de
colegios de inspiración religiosa, conventos, seminarios, obispados y casas
curales (27). Todas estas y otras muchas barbaridades semejantes se imponían en
México sin que pestañease ningún liberal ortodoxo de Occidente.
El gobierno del general Obregón (1920-24), nuevo presidente, llevó adelante el impulso perseguidor de la Constitución mexicana: se puso una bomba frente al arzobispado de México; se izaron banderas de la revolución bolchevique -lo más progresista, en aquellos años- sobre las catedrales de México y Morelia; un empleado de la secretaría del Presidente hizo estallar una bomba al pie del altar de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen quedó ilesa; fue expulsado Mons. Philippi, Delegado Apostólico, por haber bendecido la primera piedra puesta en el Cerro del Cubilete para el monumento a Cristo Rey...
La persecución de Calles (1924-29)
Después de la presidencia de Juárez (1855-72), México fue gobernado casi siempre, como hemos visto, por generales: general Porfirio Díaz (1877-1910), general Huerta (13-14), general Carranza (16-20), general Obregón (20-24). Y ahora, en forma aún más brutal, va a ser gobernado por el general Plutarco Elías Calles (1924-29).
Reformando el Código Penal, la Ley Calles de 1926, expulsa a los sacerdotes extranjeros, sanciona con multas y prisiones a quienes den enseñanza religiosa o establezcan escuelas primarias, o vistan como clérigo o religioso, o se reúnan de nuevo habiendo sido exclaustrados, o induzcan a la vida religiosa, o realicen actos de culto fuera de los templos... Repitiendo el truco de los tiempos de Juárez, también ahora desde una Secretaría del gobierno callista se hace el ridículo intento de crear una Iglesia cismática mexicana, esta vez en torno a un precario Patriarca Pérez, que finalmente murió en comunión con la Iglesia.
Los gobernadores de los diversos Estados
rivalizan en celo persecutorio, y así el de Tabasco, general Garrido Canabal,
un déspota corporativista, al estilo mussoliniano, y mujeriego, exige a los
sacerdotes casarse, si quieren ejercer su ministerio (+Meyer I,356). En Chiapas
una Ley de Prevención Social «contra locos, degenerados, toxicómanos,
ebrios y vagos» dispone: «Podrán ser considerados malvivientes y sometidos a
medidas de seguridad, tales como reclusión en sanatorios, prisiones, trabajos
forzados, etc., los mendigos profesionales, las prostitutas, los sacerdotes que
ejerzan sin autorización legal, las personas que celebren actos religiosos en
lugares públicos o enseñen dogmas religiosos a la niñez, los homosexuales,
los fabricantes y expendedores de fetiches y estampas religiosos, así como los
expendedores de libros, folletos o cualquier impreso por los que se pretenda
inculcar prejuicios religiosos» (+Rivero del Val 27).
Cesación del culto (31-7-1926)
Los Obispos mexicanos, en una enérgica Carta pastoral (25-7-1926), protestan unánimes, manifestando su decisión de trabajar para que «ese Decreto y los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados. Y no cejaremos hasta verlo conseguido». El presidente Calles responde fríamente: «Nos hemos limitado a hacer cumplir las [leyes] que existen, una desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio siglo, y otra desde 1917... Naturalmente que mi Gobierno no piensa siquiera suavizar las reformas y adiciones al código penal». Era ésta la tolerancia de los liberales frente al fanatismo de los católicos. Ellos pedían a los católicos sólamente que obedecieran las leyes.
A los pocos días, el 31 de julio, y previa consulta a la Santa Sede, el Episcopado ordena la suspensión del culto público en toda la República. Inmediatamente, una docena de Obispos, entre ellos el Arzobispo de México, son sacados bruscamente de sus sedes, y sin juicio previo, son expulsados del país.
Es de suponer que los callistas habrían acogido la suspensión de los cultos religiosos con frialdad, e incluso con una cierta satisfacción. Ellos no se esperaban, como tampoco la mayoría de los Obispos, la reacción del pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos, con la puertecita abierta...
El cristero Cecilio Valtierra cuenta aquella
experiencia con la elocuencia ingenua del pueblo: «Se cerró el templo, el
sagrario quedó desierto, quedó vacío, ya no está Dios ahí, se fue a ser huésped
de quien gustaba darle posada ya temiendo ser perjudicado por el gobierno; ya no
se oyó el tañir de las campanas que llaman al pecador a que vaya a hacer oración.
Sólo nos quedaba un consuelo: que estaba la puerta del templo abierta y los
fieles por la tarde iban a rezar el Rosario y a llorar sus culpas. El pueblo
estaba de luto, se acabó la alegría, ya no había bienestar ni tranquilidad,
el corazón se sentía oprimido y, para completar todo esto, prohibió el
gobierno la reunión en la calle como suele suceder que se para una persona con
otra, pues esto era un delito grave» (Meyer I,96).
Alzamiento de los cristeros (agosto 1926)
Ya a mediados de agosto, con ocasión del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres seglares católicos con él, se alza en Zacatecas el primer foco de movimiento armado. Y en seguida en Jalisco, en Huejuquilla, donde el 29 de agosto el pueblo alzado da el grito de la fidelidad: ¡Viva Cristo Rey!... Entre agosto y diciembre de 1926 se produjeron 64 levantamientos armados, espontáneos, aislados, la mayor parte en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán y Zacatecas.
Aquellos, a quienes el Gobierno por burla llamaba cristeros, no tenían armas a los comienzos, como no fuese un machete, o en el mejor caso una escopeta; pero pronto las fueron consiguiendo de los soldados federales, los juanes callistas, en las guerrillas y ataques por sorpresa. Siempre fue problema para los cristeros el aprovisionamiento de municiones; en realidad, «no tenían otra fuente de municiones que el ejército, al cual se las tomaban o se las compraban» (Meyer I,210)...
En Arandas, un pueblo de Los Altos, según
refiere J. J. Hernández, acudían de todos los ranchos nuevos contingentes, «algunos
armándose hasta con rosaderas, hachas, y por los ranchos donde sabían que había
armas iban a pedirlas... Esta gente de verla daba lástima, unos a más de traer
malas armas, traían unas garras de huaraches [sandalias], sus sombreros
desgarrados, mochos, su vestido todos remendados, otros iban en pelo de sus
caballos, algunos no traían ni freno, otros nomás a pie» (+Meyer I,133).
Al frente del movimiento, para darle unidad de plan y de acción, se puso la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en marzo de 1925 con el fin que su nombre expresa, y que se había extendido en poco tiempo por toda la república.
El alzamiento viene expresado así en la carta de un cristero campesino, como lo eran casi todos, Francisco Campos, de Santiago Bayacora, en Durango:
«El 31 de julio de 1926, unos hombres hicieron
por que Dios nuestro Señor se ausentara de sus templos, de sus altares, de los
hogares de los católicos, pero otros hombres hicieron por que volviera otra
vez; esos hombres no vieron que el gobierno tenía muchísimos soldados, muchísimo
armamento, muchísimo dinero pa’hacerles la guerra; eso no vieron ellos, lo
que vieron fue defender a su Dios, a su Religión, a su Madre que es la Santa
Iglesia; eso es lo que vieron ellos. A esos hombres no les importó dejar
sus casas, sus padres, sus hijos, sus esposas y lo que tenían; se fueron a
los campos de batalla a buscar a Dios nuestro Señor. Los arroyos, las montañas,
los montes, las colinas, son testigos de que aquellos hombres le hablaron a Dios
Nuestro Señor con el Santo Nombre de VIVA CRISTO REY, VIVA LA SANTISIMA VIRGEN
DE GUADALUPE, VIVA MÉXICO. Los mismos lugares son testigos de que aquellos
hombres regaron el suelo con su sangre y, no contentos con eso, dieron sus
mismas vidas por que Dios Nuestro Señor volviera otra vez. Y viendo Dios
nuestro Señor que aquellos hombres de veras lo buscaban, se dignó venir otra
vez a sus templos, a sus altares, a los hogares de los católicos, como lo
estamos viendo ahorita, y encargó a los jóvenes de ahora que si en lo futuro
se llega a ofrecer otra vez que no olviden el ejemplo que nos dejaron nuestros
antepasados» (Meyer I,93).
Aprobaciones eclesiales de la lucha armada
Pero antes de hacer la crónica de esta guerra martirial, hemos de detenernos a analizar con cuidado, pues la cuestión es muy grave, la actitud de la jerarquía eclesial contemporánea hacia los cristeros. Prestemos atención a las fechas.
18 de octubre de 1926. -En Roma Pío XI recibe una Comisión de Obispos mexicanos, que le informa de la situación de persecución y de resistencia armada. Pocos días después, habiéndose planteado al Cardenal Gasparri la cuestión de si los prelados podían disponer de los bienes de la Iglesia para la defensa armada, contesta que «él, el secretario de Estado de Su Santidad, si fuera Obispo mexicano, vendería sus alhajas para el caso» (Ríus 138).
18 de noviembre de 1926. -Un mes más tarde publica el Papa su encíclica Iniquis afflictisque, en la que denuncia los atropellos sufridos por la Iglesia en México:
«Ya casi no queda libertad ninguna a la
Iglesia [en México], y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal manera
impedido que se castiga, como si fuera un delito capital, con penas severísimas».
El Papa alaba con entusiasmo la Liga Nacional Defensora de la Libertad
Religiosa, extendida «por toda la República, donde sus socios trabajan
concorde y asiduamente, con el fin de ordenar e instruir a todos los católicos,
para oponer a los adversarios un frente único y solidísimo». Y se conmueve
ante el heroísmo de los católicos mexicanos: «Algunos de estos adolescentes,
de estos jóvenes -cómo contener las lágrimas al pensarlo- se han lanzado a la
muerte, con el rosario en la mano, al grito de ¡Viva Cristo Rey!
Inenarrable espectáculo que se ofrece al mundo, a los ángeles y a los hombres».
30 de noviembre de 1926. -Los dirigentes de la Liga Nacional, antes de asumir a fondo la dirección del movimiento cristero, quisieron asegurarse del apoyo del Episcopado, y para ello dirigieron a los Obispos un Memorial en el que solicitaban:
«1) Una acción negativa, que consista en no
condenar el movimiento. 2) Una acción positiva que consista en: a.-Sostener
la unidad de acción, por la conformidad de un mismo plan y un mismo caudillo. b.-Formar
la conciencia colectiva, en el sentido de que se trata de una acción lícita,
laudable, meritoria, de legítima defensa armada. c.-Habilitar canónicamente
vicarios castrenses. d.-Urgir y patrocinar una cuestación desarrollada
enérgicamente cerca de los ricos católicos, para que suministren fondos que se
destinen a la lucha, y que, siquiera una vez en la vida, comprendan la obligación
en que están de contribuir».
El 30 de noviembre los jefes de la Liga son recibidos por Mons. Ruiz y Flores y por Mons. Díaz y Barreto. El primero les comunica jovialmente que, «como de costumbre, se salieron con la suya»; que estudiadas las propuestas por los Obispos reunidos en la Comisión, «los diversos puntos del Memorial habían sido aprobados por unanimidad», menos los dos últimos, el de los vicarios castrenses y el de los ricos, no convenientes o irrealizables.
15 de enero de 1927. -El Comité Episcopal, respondiendo a unas declaraciones incriminatorias del Jefe del Estado Mayor callista, afirma que el Episcopado es ajeno al alzamiento armado; pero declara al mismo tiempo «que hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos»; y hace recuerdo de todos los medios pacíficos puestos por los Obispos y por el pueblo, y despreciados por el Gobierno. «Fue así como los prelados de la jerarquía católica dieron su plena aprobación a los católicos mejicanos para que ejercitaran su derecho a la defensa armada, que la Santa Sede pronosticó que llegaría, como único camino que les quedaba para no tener que sujetarse a la tiranía antirreligiosa» (Ríus 135).
16 de enero de 1927. -A comienzos de 1927, sin embargo, llegan a Roma noticias de prensa, en las que se comunica que Monseñor Pascual Díaz y Barreto, jesuita, obispo de Tabasco, que había sido desterrado de México, en diversas declaraciones hechas en el exilio se muestra reservado sobre los cristeros: «Como Obispo y como ciudadano reprueba Díaz la Revolución, cualquiera sea su causa» (Lpz. Beltrán 108).
Inmediatamente, el 16 de enero, la Comisión de Obispos mexicanos envía una dura carta a Mons. Díaz y Barreto, entonces residente en Nueva York, lamentando con profunda tristeza sus declaraciones públicas hechas «en contra de los generosos defensores de la libertad religiosa y algunas favorables al perseguidor, Calles».
Los combatientes «dan la sangre y la vida por
cumplir un santo deber, el de conquistar la libertad de la Iglesia». Ante el
abuso gravemente injusto del poder, «existe el derecho de resistir y de
defenderse, ya que habiendo resultado vanos todos los medios pacíficos que se
han puesto en práctica, es justo y debido recurrir a la resistencia y a la
defensa armada». Le recuerdan también los Obispos que éste «es el sentir de
la mayoría de nuestros Hermanos [Obispos] de México», y también el de «los
Padres de la Compañía, no sólo en México, sino en Europa y especialmente aquí
en Roma». A propósito le citan las declaraciones hechas unos días antes
(3-2-1927) por el famoso moralista de la Gregoriana padre Vermeersch, jesuita:
«Hacen muy mal aquellos que, creyendo defender la doctrina cristiana,
desaprueban los movimientos armados de los católicos mexicanos. Para la defensa
de la moral cristiana no es necesario acudir a falsas doctrinas pacifistas. Los
católicos mexicanos están usando un derecho y cumpliendo un deber». Poco
después llega un cablegrama con la contestación de Mons. Díaz y Barreto: «Autorizo
honorable Comisión negar aquello que se asegura dicho por mí, contrario lo
determinado todos nosotros, aprobado, Bendito Santa Sede. Autorizo
honorable Comisión publicar este cable, si conveniente» (Lpz. Beltrán
109-110).
22 de febrero de 1927. -En Roma, el presidente de la Comisión de Obispos mexicanos declara a la prensa: «¿Hacen bien o mal los católicos recurriendo a las armas? Hasta ahora no habíamos querido hablar, por no precipitar los acontecimientos. Mas una vez que Calles mismo empuja a los ciudadanos a la defensa armada, debemos decir: que los católicos de México, como todo ser humano, gozan en toda su amplitud del derecho natural e inalienable de legítima defensa» (107).
Pío XI bendice el grito: ¡Viva Cristo Rey!
17 de mayo de 1927. -Unos años antes de los sucesos que nos ocupan, en 1914, San Pío X, a petición de los Obispos mexicanos, había autorizado, como «un proyecto para Nos indeciblemente grato», consagrar a Cristo Rey la república de México, y poner corona real en las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, colocando también cetro en su mano, para significar así su realeza.
La consagración de México a Cristo Rey, cosa al parecer imposible -a
semejanza de la realizada por García Moreno en el Ecuador en 1873-, pudo sin
embargo realizarse, aprovechando la venia del general Victoriano Huerta,
presidente (1913-14), indio puro de Jalisco, que, por rara circunstancia, era
católico y no masón, sino odiado y calumniado por las logias. Fue entonces, el
6 de enero de 1914, durante el solemnísimo acto realizado en la Catedral, en
presencia de todas las primeras autoridades religiosas y civiles de la nación,
cuando por primera vez en México el pueblo cristiano alzó el grito de ¡Viva
Cristo Rey!
Pues bien, a los comienzos de la Cristiada, con fecha 17 de mayo de 1927 se da traslado a los Obispos mexicanos de algunas respuestas y licencias llegadas de Roma. Y en el documento se lee: «Otro rescripto que hemos recibido concede a los que están en México, indulgencia plenaria in articulo mortis, si confesados y comulgados, o por lo menos contritos, pronuncien con los labios, o cuando menos con el corazón, la jaculatoria ¡Viva Cristo Rey!, aceptando la muerte como enviada por el Señor en castigo de nuestras culpas». Jean Meyer niega la existencia de este insólito documento (II,344-345), pero posteriormente López Beltrán ha reproducido su fotografía en la obra ya citada (73).
2 de octubre de 1927. -El Cardenal Gasparri, secretario de Estado, en unas declaraciones al The New York Times (2-10-1927), cuenta los horrores de la persecución sufrida en México por la Iglesia, y denuncia el silencio de las naciones, al «tolerar tan salvaje persecución en pleno siglo XX».
Reservas sobre el movimiento armado
A medida que pasaban los meses, las reticencias de la Iglesia para apoyar a los cristeros iban creciendo, también en Roma. Recordemos que la doctrina tradicional de la Iglesia reconoce la licitud de la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones: 1, causa muy grave; 2, agotamiento de los medios pacíficos; 3, que la violencia empleada no produzca mayores males que los que pretende remediar; 4, que haya probabilidad de éxito (+Pío XI, Firmissimam constantiam 1937: Dz 3775-76).
Pues bien, la persecución de Calles daba claramente las dos primeras condiciones. Pero algunos Obispos tenían dudas sobre si se daba la tercera, pues pasaba largo tiempo en que el pueblo se veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos Obispos que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los ayudaran.
Aprobaron la rebelión armada los Obispos Manríquez y Zárate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, y estuvieron muy cerca de los cristeros el Obispo de Colima, Velasco, y el arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes, con grave riesgo, permanecieron ocultos en sus diócesis, asistiendo a su pueblo.
La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos, entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que siempre vió la Cristiada como «un sacrificio estéril», condenado al fracaso. Y los más permanecieron indecisos. Pues bien, siendo discutibles las condiciones tercera y cuarta, ha de evitarse todo juicio histórico cruel, que reparta entre aquellos Obispos los calificativos de fieles o infieles, valientes o cobardes. En todo caso, es evidente que la falta de un apoyo más claro de sus Obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento...
18 enero 1928. -Por fin, a mediados de diciembre de 1927 el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en los Estados Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica en México, transmite a Mons. Díaz y Barreto, Secretario del Comité Episcopal, a quien el mismo Mons. Fumasoni había nombrado Intermediario Oficial entre él y los Obispos mexicanos, la disposición del Papa, según la cual «deben los Obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada, sino también deben permanecer fuera y sobre todo partido político». Norma que Mons. Díaz comunicó a todos los prelados (18-1-1928) (Meyer I,18; Lpz. Beltrán 111, 150-52)...
Se echaron al campo, «para buscar a Dios»
Agosto de 1926. Muchos campesinos, de la zona central de México sobre todo, se echan al monte, como Francisco Campos, «a buscar a Dios Nuestro Señor».
«En Cocula (Jalisco), desde el 1º de agosto
la iglesia estaba custodiada permanentemente por 100 mujeres en el interior y
150 hombres en el atrio y en el campanario, de noche y de día. Los cinco
barrios se relevaban por turno y a cada alarma se tocaba el bordón. Entonces,
todo el mundo acudía al instante, como refiere Porfiria Morales. El 5 de agosto
tocó la campana cuando ella estaba en su cocina; su criada María, exclamó:
"¡Ave María Purísima!". Se quitó el delantal, tomo su rebozo y un
garrote, y cuando aquélla le preguntó a dónde iba, le contestó: "¡Qué
pregunta de mi ama! ¿Qué no oye la campana que nos llama a los católicos de
la Unión Popular? ¡Primero son las cosas de Dios!" Y salió dejando las
cacerolas en el fuego» (Meyer I,103).
No podrá encarecerse suficientemente el valor de las mujeres católicas mexicanas en la Cristiada, repartiendo propaganda, llevando avisos, acogiendo prófugos o cuidando heridos, ayudando clandestinamente al aprovisionamiento de alimentos y armas. Las Brigadas Femeninas de Santa Juana de Arco, las Brigadas Bonitas, escribieron historias de leyenda... Pero, en fin, la guerra es cosa de hombres, y a ella se fueron campesinos recios. Ezequiel Mendoza Barragán, un ranchero de Coalcomán, en Michoacán, cuya voz patriarcal hemos de escuchar en otras ocasiones, lo cuenta así:
«Centenares de personas firmamos los papeles,
se enviaron a Calles y a sus secuaces, pero todo fue inútil... Los Calles se
creyeron muy grandotes y más nos apretaron, matando gente y confiscando bienes
particulares de los católicos. Yo, ignorante, pero con brío, al saber los
nuevos procedimientos de tal gobierno, me exalté y quise tapar el sol con un
dedo, así eran mis sentimientos, me fui a conquistar gente armada y dispuesta a
la guerra en defensa de la libertad de Dios y de los prójimos» (Testimonio
17).
El curso de la guerra
Jean Meyer, en el volumen I de su obra, describe al detalle las vicisitudes que corrió al paso de los años la guerra de la Cristiada, que él divide en estas fases:
-incubación, de julio a diciembre de 1926;
-explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927;
-consolidación de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928, es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón.
-prolongación del conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en que el Gobierno comienza a entender que no podrá vencer militarmente a los cristeros;
-apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio de 1929;
-licenciamiento de los cristeros, en junio 1929, cuando se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia y el Estado.
El ejército federal
El ejército «consustancial con el gobierno» en el México de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal. Agente activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo su propia guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortiz mandó fusilar a un soldado, en el cuello del cual vió un escapulario. Algunos oficiales llevaban sus tropas al combate al grito de ¡Viva Satán!» (Meyer I,146).
«Cada arma reclutaba por su cuenta. El
enganche debía ser voluntario y firmado al menos por tres años», condición
que muchas veces se incumplía, tanto que «se seguían utilizando las cuerdas
para atar a los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados de
derecho común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del
subproletariado rural y de los indios, vencidos o no» (149-150). La brutalidad
y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible.
Al no haber servicio de intendencia, «el
avituallamiento estaba a cargo de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas,
que marchaban al lado del ejército y que, como la langosta, caían sobre las
granjas y los pueblos... La deserción, frecuente en tiempo de paz, llegaba a
ser masiva en tiempo de guerra» (152). El general Amaro, jefe del ejército
federal, no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres, aunque se
pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de 70.000 soldados!»
(153). Este general famoso, el indio Amaro, hijo de un peón de
Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario, el que mandó a su
aviación bombardear en el cerro del Cubilete el monumento a Cristo Rey, llegó
a ser muy culto, y se reconcilió con la Iglesia varios años antes de su
muerte.
Los federales, malos jinetes, eran peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso sí, eran muy crueles, pero «la dureza de la represión, la ejecución de todos los prisioneros, la matanza de los civiles, el saqueo, la violación, el incendio de los pueblos y de las cosechas, dejaban en la estela de los federales otros tantos nuevos levantamientos en germen» (I,194).
La guerra se hacía también en la prensa del gobierno, ocultando la magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por inminente. Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden al gobernador de Jalisco de cambiar los nombres de todos los lugares que llevaban nombres de santos (I,178). Todos los medios valían, también el soborno. Así, en una ocasión, el gobierno trató de comprar a un jefe cristero llamado «el 14», el cual respondió: «Que a mí ni me den nada, que nomás arreglen eso de los padrecitos y de las iglesias, y yo me estoy en paz, pero mientras no lo arreglen que no piensen que con dinero me van a comprar» (177).
La desesperación del gobierno se iba acrecentando a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer -en palabras del gobernador de Colima- «las hordas episcopales de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de los curas» (189).
Balance de la guerra
A mediados de 1928 los cristeros, unos 25.000 hombres en armas, «no podían ya ser vencidos, dice Meyer, lo cual constituía una gran victoria; pero el gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer» (I,248). En realidad, la posición de los cristeros era a mediados de 1929 mejor que la de los federales, pues, combatiendo por una Causa absoluta, tenían mejor moral y disciplina, y operando en pequeños grupos que golpeaban y huían -piquihuye-, sufrían muchas menos bajas que los soldados callistas. Después de tres años de guerra, se calcula que en ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros, por 60.000 soldados federales.
En enero de 1929, el embajador norteamericano
Morrow -que insistía al gobierno y a la prensa para que no hablasen de cristeros
sino de «bandidos» (I,301)- estimaba improbable pacificar el Estado «antes de
que se solucione la cuestión religiosa». En febrero los mismos políticos veían
el panorama muy oscuro, y un senador decía en un discurso a sus colegas: «¿Es
que nuestros soldados no saben combatir rancheros, o no se quiere que se acabe
la rebelión? Pues dígase de una vez y no estemos echando más leña. No se
olviden ustedes de que con tres Estados más que se levanten de veras, ¡cuidado
con el Poder Público, señores!» (I,285).
A mediados de 1929 se veía ya claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el gobierno, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la Iglesia...
Rumores de un posible arreglo
Desde mediados de 1927 estuvo al mando supremo de los cristeros el general Gorostieta, militar de carrera, a quien iban llegando de cuando en cuando rumores de posibles arreglos entre la Iglesia y el Estado, a espaldas de la Guardia Nacional cristera. Como estos rumores iban en aumento, el 16 de mayo de 1929 escribió a los Obispos mexicanos una larga carta, de la que citamos algún fragmento:
«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido a arrostrar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha; aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción [Mons. Martínez y Zárate, obispo de Huejutla, 17 años desterrado] de nadie hemos recibido...
«Si los obispos al presentarse a tratar con el
gobierno aprueban la actitud de la Guardia Nacional, si están de acuerdo en que
era ya la única digna que nos dejaba el déspota, tendrán que consultar
nuestro modo de pensar y atender nuestras exigencias; nada tenemos que decir en
este caso...
«Si los obispos al tratar con el gobierno
desaprueban nuestra actitud, si no toman en cuenta a la Guardia Nacional y
tratan de dar solución al conflicto independientemente de lo que nosotros
anhelamos...; si se olvidan de nuestros muertos, si no se toman en consideración
nuestros miles de viudas y huérfanos, entonces... rechazaremos tal actitud como
indigna y como traidora...
«Muchas y de muy diversa índole son las
razones que creemos tener para que la Guardia Nacional, y no el Episcopado, sea
quien resuelva esta situación. Desde luego el problema no es puramente
religioso, es éste un caso integral de libertad, y la Guardia Nacional se ha
constituido de hecho en defensora de todas las libertades y en la genuina
representación del pueblo, pues el apoyo que el pueblo nos imparte es lo que
nos ha hecho subsistir...
«Como última razón creemos tener derecho a
que se nos oiga, si no por otra causa, por ser parte constitutiva de la Iglesia
católica de México, precisamente por ser parte importantísima de la Institución
que gobiernan los obispos mexicanos» (+Meyer I,316-320)
El 2 de junio de 1929 el general Gorostieta fue asesinado en una emboscada por los callistas, y le sucedió al frente de la Guardia Nacional el general Degollado.
Los «mal llamados Arreglos»
(21-6-1929)
La historia de los Arreglos alcanzados en junio de 1929 es tan triste que haremos de ella una referencia muy breve, ateniéndonos sobre todo a la documentada información que López Beltrán ha dado recientemente del asunto. Mons. Ruiz y Flores, Delegado Apostólico ad referendum, escogió como secretario para negociar a Mons. Pascual Díaz y Barreto, el «único Obispo que había mostrado decidido empeño en lograr una transacción con los callistas» (Lpz. Beltrán 499).
Ambos fueron traídos de los Estados Unidos a México,
incomunicados en un vagón de tren, por el embajador norteamericano Dwight
Whitney Morrow, banquero y diplomático, protestante y masón, cómplice de
Calles y del presidente Portes Gil. Ya en la ciudad de México continuaron
incomunicados en la lujosa residencia del banquero Agustín Legorreta. No
recibieron ni a los Obispos mexicanos ni a un enviado de la Liga. Tampoco
quisieron recibier al Obispo Miguel de la Mora, secretario del Subcomité
Episcopal, que mandó aviso a Mons. Flores de que «tenía grandes y urgentes
cosas que comunicarle, y que no fuera a pactar nada sin antes oírlo». Las
puertas de aquella casa, en esos días, sólo estuvieron abiertas «para Morrow,
para los sacerdotes extranjeros: Wilfrid y Parsons y Edmundo Walsh, S.J.
[experto en política internacional de la universidad de Georgetown],
para Cruchaga Tocornal, el embajador de Chile, y para otros extranjeros. Para
los extraños. No para los mexicanos» (Lpz. Beltrán 516).
Puede afirmarse, pues, que los dos Obispos de los Arreglos con Portes Gil no cumplieron las Normas escritas que Pío XI les había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio de los Obispos, ni el de los cristeros o la Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros una vez depuestas las armas.
Sólamente consiguieron del Presidente unas palabras de conciliación y buena voluntad, y unas Declaraciones escritas en las que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de aplicarlas «sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno». Así las cosas, los dos Obispos, convencidos por el embajador norteamericano Morrow de que no era posible conseguir del Presidente más que tales Declaraciones, y aconsejados por Cruchaga y el padre Walsh, que las «creían suficientes», aceptaron este documento redactado personalmente en inglés por el mismo Morrow:
«El Obispo Díaz y yo hemos tenido varias
conferencias con el C. Presidente de la República... Me satisface
manifestar que todas las conversaciones se han significado por un espíritu
de mutua buena voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas
Declaraciones hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará los
servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes. Yo abrigo la
esperanza de que la reanudación de los servicios religiosos [expresión
protestante, propia de Morrow, su redactor] pueda conducir al Pueblo Mexicano,
animado por un espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos
morales que se hagan para beneficio de todos los de la tierra de nuestros
mayores. México, D.F. Junio 21 de 1929.-Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia y
Delegado Apostólico» (Lpz. Beltrán 527).
Las leyes vigentes, por supuesto, eran aquéllas que habían desencadenado la Cristiada. ¿Para derogar aquellas leyes vigentes habían muerto inútilmente veinte o treinta mil cristeros?...
Frutos de la Cristiada
¿Inútilmente lucharon, con tan grandes pérdidas y sufrimientos, los
cristeros y sus familias? En 1929 el jesuita Eduardo Iglesias, bajo el pseudónimo
Aquiles P. Moctezuma, en El conflicto religioso de 1926, escribía
relativamente satisfecho: «Terminadas felizmente las conferencias entre
el Estado y la Iglesia»... (441). No es ésa la interpretación hoy más común.
Pero también hay actualmente quienes estiman que los Arreglos «fueron los
menos malos posibles dentro de las circunstancias». Así lo cree, por
ejemplo, Juan Landerreche Obregón, quien además insiste en que los Arreglos
«de ninguna manera significaron que el
esfuerzo, el sacrificio y la sangre de los cristeros hayan sido inútiles para
la libertad de la Iglesia Católica y el respeto a la religión y a los fieles.
Por el contrario, los cristeros demostraron al gobierno con sus sacrificios, sus
esfuerzos y sus vidas, que en México no se puede atacar impunemente a la religión
católica ni a la Iglesia... Y todo esto se demostró en forma tan convincente a
los tiranos, que los obligó no sólo a desistir de la persecución religiosa,
sino los ha obligado también a respetar la religión y la práctica y el
desarrollo de la misma, a pesar de todas las disposiciones de la Constitución
[de 1917] que se oponen a ello, y que no se cumplen, porque no se pueden
cumplir, porque el pueblo las rechaza... Los frutos [de la Cristiada] se han
recogido y se siguen recogiendo sesenta años después de su lucha y seguramente
culminarán a su tiempo en la realización plena por la que lucharon quienes
dieron ese testimonio» (Prólogo a E. Mendoza, Testimonio 4,7-8).
En 1993 el gobierno de México concedió a la Iglesia un precario reconocimiento legal como asociación religiosa, y reestableció sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Un triunfo de la masonería
Unos días después de los Arreglos logrados sobre todo por los masones Morrow y Portes Gil, el 27 de junio de 1929, los masones dieron un gran banquete al presidente Portes Gil, el cual a los postres habló «a sus reverendos hermanos»:
«Mientras el clero fue rebelde a las
Instituciones y a las Leyes, el Gobierno de la República estuvo en el deber de
combatirlo... Ahora, queridos hermanos, el clero ha reconocido plenamente al
Estado. Y ha declarado sin tapujos: que se somete estrictamente a las Leyes
(aplausos). Y yo no podía negar a los católicos el derecho que tienen de
someterse a las Leyes... La lucha [sin embargo] es eterna. La lucha se inició
hace veinte siglos. Yo protesto ante la masonería que, mientras yo esté en
el Gobierno, se cumplirá estrictamente con esa legislación (aplausos).
«En México, el Estado y la masonería, en
los últimos años, han sido una misma cosa: dos entidades que marchan
aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder,
han sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de la
masonería» (+Lpz. Beltrán 540-541).
Alude a la misma revolución que asesinó a García Moreno, y que tantas victorias ha logrado en los siglos XIX y XX en la América hispana con el apoyo de la masonería local y norteamericana. Portes Gil más tarde, en su libro La lucha entre el Poder Civil y el Clero, dejó bien claro que «su aparente capitulación [de los Obispos] a la que dieron el nombre de un arreglo con el Gobierno, no fue otra cosa que someterse incondicionalmente a la ley» (547). En 1958, ajeno a la Iglesia, murió en Mixcoac, y en la esquela publicada por «la Muy Respetable Gran Logia Valle de México» se le citaba como «Miembro Activo y Gran Capitán de Guardias de este Supremo Consejo del Grado 33» (546).
Licenciamiento de los cristeros
El Jefe supremo de la Guardia Nacional, general Jesús Degollado Guízar, dirigió a todos los cristeros, «a pesar de que se nos desgarra el alma», un patético mensaje de licenciamiento, del que entresacamos el último párrafo:
«La Guardia Nacional desaparece, no vencida
por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían
recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡AVE,
CRISTO! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a la
muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de
nuestros amores, te saludamos y, una vez más, te aclamamos.
REY DE
NUESTRA PATRIA.
¡VIVA
CRISTO REY!
¡VIVA
SANTA MARIA DE GUADALUPE!
Dios,
Patria y Libertad».
«Tal vez a la muerte gloriosa...» En efecto, poco después de los Arreglos, el Gobierno, mostrando «el espíritu de buena voluntad y respeto» asegurado a los Obispos negociadores, comenzó a través de siniestros agentes «el asesinato sistemático y premeditado» de los cristeros que habían depuesto sus armas, «con el fin de impedir cualquier reanudación del movimiento... La caza del hombre fue eficaz y seria, ya que se puede aventurar, apoyándose en pruebas, la cifra de 1.500 víctimas, de las cuales 500 jefes, desde el grado de teniente al de general».
También «hay que decir, y esto honra a aquellos hombres, que más de un general federal advirtió a los cristeros del peligro que los amenazaba» (Meyer I, 344-346). De todos modos, aún con esto, más jefes cristeros fueron muertos después de los Arreglos que durante la guerra.
Esto supuso una larga y durísima prueba para la fe de los cristeros, que sin embargo se mantuvieron fieles a la Iglesia con la ayuda sobre todo de los mismos sacerdotes que durante la guerra les habían asistido.
Después de los Arreglos
El capellán de los cristeros de Colima, padre Enrique de Jesús Ochoa, en Los cristeros del volcán de Colima, cuenta que «lloró de verdad el mismo Señor Ruiz y Flores cuando se vió burlado, cuando miró el fracaso de aquellos Arreglos, "si arreglos pueden llamarse", según él mismo dijo, escribiendo de su puño y letra (el 1º de agosto de 1929)».
Y añade: «Yo mismo he visto llorar al Papa [Pío XI] cuando trata el asunto de los arreglos de México: L’ho veduto piàngere, decía el Cardenal Boggiani al vicepresidente de la Liga Nacional, don Miguel Palomar y Vizcarra; y al que esto escribe, en Roma el año 1930» (+Lpz. Beltrán 517).
La verdad es que los dos obispos de los Arreglos, y especialmente Mons. Pascual Díaz, sufrieron mucho en los años posteriores, y al menos por parte de algunos sectores, padecieron un verdadero linchamiento moral.
Recientemente publicaba la revista «30 días»
(1993, n.66) una entrevista con la pintora mexicana Dolores Ortega, de 85 años,
que vivió de cerca la Cristiada con su marido, Carlos Díez de Sollano, uno de
los responsables de la Liga Nacional. A la pregunta ¿por qué los obispos
firmaron los acuerdos?, responde: «Estaban confundidos y los engañaron.
Después de los arreglos, convidamos a cenar a monseñor Díaz, arzobispo de México.
Estábamos comiendo y mi esposo le dice: "Oigame, Ilustrísima, ¿qué me
dice usted de los arreglos?" Bajó los ojos, casi se le saltaron las lágrimas
y le dice: "Mira Carlitos, ese asunto no me lo toques, me causa mucho
dolor. Nos engañaron"». Y continúa el periodista: También
ustedes cayeron en el engaño. A lo que contesta la señora Ortega:
"No, de ningún modo. Nosotros sabíamos que era una trampa, que el
Gobierno no respetaría nunca los arreglos. Lo sabíamos todos, los de la Liga y
los cristeros". Sabían ustedes que era un engaño, que entregando las
armas y dejando la clandestinidad la muerte era segura. ¿Por qué lo hicieron,
entonces? "Porque lo mandaba la Iglesia. Por fidelidad, por obediencia
a la Iglesia"».
Así fue. Y aún hoy, pocos pueblos católicos, como el mexicano, quieren tanto a sus Obispos y sacerdotes. Pero hagamos crónica de los mártires, lo más importante de todo cuanto ocurrió en torno a la Cristiada.
Anacleto González Flores
Los mártires cristeros -en el sentido estricto de la palabra- fueron muchísimos, aunque como es lógico sólo algunos serán reconocidos y canonizados por la Iglesia como tales. No es fácil, pues, entre tantos héroes destacar a algunos, pero vamos a hacerlo con Anacleto González Flores, el que organizó la Unión Popular en Jalisco, impulsó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, y se distinguió como profesor, orador y escritor católico. El Maestro Cleto, como solían decirle con respeto y afecto, era un cristiano muy piadoso, como lo muestra el siguiente dato:
«Al final del Rosario, los cristeros de
Jalisco añadían esta oración compuesta por Anacleto González Flores: "¡Jesús
misericordioso! Mis pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por
mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia
y que lucha por ti. Quisiera nunca haber pecado para que mi vida fuera una
ofrenda agradable a tus ojos. Lávame de mis iniquidades y límpiame de mis
pecados. Por tu santa Cruz, por mi Madre Santísima de Guadalupe, perdóname, no
he sabido hacer penitencia de mis pecados; por eso quiero recibir la muerte como
un castigo merecido por ellos. No quiero pelear, ni vivir ni morir, sino por ti
y por tu Iglesia. ¡Madre Santa de Guadalupe!, acompaña en su agonía a este
pobre pecador. Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico
en el cielo sea ¡Viva Cristo Rey!"» (Meyer III,280).
Pues bien, el 1 de abril de 1927 fue apresado con tres muchachos colaboradores suyos, los hermanos Vargas, Ramón, Jorge y Florentino. «Si me buscan, dijo, aquí estoy; pero dejen en paz a los demás». Fue inútil su petición, y los cuatro, con Luis Padilla Gómez, presidente local de la A.C.J.M., fueron internados en un cuartel de Guadalajara. Allá interrogaron sobre todo al Maestro Cleto, pidiéndole nombres y datos de la Liga y de los cristeros, así como el lugar donde se escondía el valiente arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Como nada obtenían de él, lo desnudaron, lo suspendieron de los dedos pulgares, lo flagelaron y le sangraron los pies y el cuerpo con hojas de afeitar. Él les dijo:
«Una sola cosa diré y es que he trabajado con
todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Ustedes me
matarán, pero sepan que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí
dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que
veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi Patria».
Atormentaron entonces frente a él a los hermanos Vargas, y él protestó: «¡No se ensañen con niños; si quieren sangre de hombre aquí estoy yo!». Y a Luis Padilla, que pedía confesión: «No, hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir perdón y perdonar. Es un Padre, no un Juez, el que nos espera. Tu misma sangre te purificará». Le atravesaron entonces el costado de un bayonetazo, y como sangraba mucho, el general que mandaba dispuso la ejecución, pero los soldados elegidos se negaban a disparar, y hubo que formar otro pelotón. Antes de recibir catorce balas, aún alcanzó don Anacleto a decir: «¡Yo muero, pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!».
Y en seguida fusilaron a Padilla y los hermanos Vargas (+Rivero 131-133).
Los beatos mártires de México
Una vez suspendido el culto en México el 31 de julio de 1937, la inmensa mayoría del clero, unos 3.500, obedeciendo a sus Obispos, se fue recogiendo en las grandes ciudades, controladas por el gobierno, con lo que los civiles y combatientes del campo quedaban sin pastores. Estos sacerdotes, aunque sujetos a estricta vigilancia y en ocasiones a vejaciones, no corrieron normalmente peligro de muerte.
Por el contrario, los sacerdotes que permanecieron en el campo, lo hicieron con gravísimo riesgo, conscientes de que si eran apresados, serían ejecutados, muchas veces con sadismo, ya que el gobierno pensaba que «fusilando sin compasión a todo sacerdote cogido en el campo, obligaba a los demás, aterrorizados, a refugiarse en la ciudad», y esperaba así que «dejando a los campesinos sin sacerdotes, sofocaría rápidamente la rebelión» (Meyer I,40).
Se calcula que cien o doscientos permanecieron
en el campo, escondidos con la protección de los fieles, que en muchos casos
fueron también ejecutados por darles cobijo. López Beltrán, considerando los
años 1926-29, da los nombres de 39 sacerdotes asesinados, más los de 1 diácono,
1 minorista y 6 religiosos (343-4). Guillermo Mª Havers recoge los nombres de
46 sacerdotes diocesanos ejecutados en el mismo período de tiempo (Testigos
de Cristo en México 205-8). Muchos de estos curas pertenecían a la archidiócesis
de Guadalajara (Jalisco, Zacatecas, Guanajuato) o a la diócesis de Colima, pues
sus prelados, Mons. Orozco y Jiménez y Mons. Velasco, permanecieron en sus
puestos, con buena parte de su clero.
El 22 de noviembre de 1992, Juan Pablo II beatificó a veintidós de estos sacerdotes diocesanos, destacando que «su entrega al Señor y a la Iglesia era tan firme que, aun teniendo la posibilidad de ausentarse de sus comunidades durante el conflicto armado, decidieron, a ejemplo del Buen Pastor, permanecer entre los suyos para no privarlos de la Eucaristía, de la palabra de Dios y del cuidado pastoral.
Lejos de todos ellos encender o avivar sentimientos que enfrentaran a hermanos contra hermanos. Al contrario, en la medida de sus posibilidades procuraron ser agentes de perdón y reconciliación». La Conferencia del Episcopado Mexicano, en el libro ¡Viva Cristo Rey! (México 19912), nos da breves reseñas biográficas de los 25 mártires que han sido beatificados (otras reseñas de ellos y de otros muchos, también de laicos y religiosos: +Lpz. Beltrán 243-487; Havers, Testigos de Cristo en México). Aquí nos limitaremos a recordar sus santos nombres, con las fechas de su martirio.
En 1915: David Galván Bermúdez, en la
persecución de Carranza (30-1).
En 1926: Luis Batis Sainz, y con él
tres feligreses de la Acción Católica, Manuel Morales, casado, Salvador
Lara Puente, y su primo David Roldán Lara (15-8), también
beatificados.
En 1927: Mateo Correa Magallanes (6-2); Jenaro
Sánchez (18-2); Julio Alvarez Mendoza (30-3); David Uribe Velasco
(12-4); Sabas Reyes Salazar (13-4); Cristóbal Magallanes, con su
coadjutor Agustín Sánchez Caloca (25-5); José Isabel Flores
(21-6); José María Robles (26-6); Miguel de la Mora (7-8); Margarito
Flores García (12-11); Pedro Esqueda Ramírez (22-11).
En 1928: Jesús Méndez Montoya (5-2); Toribio
Romo González (25-2); Justino Orona Madrigal (1-7); Atilano Cruz
Alvarado (1-7); Tranquilino Ubiarco (5-10);
En 1937: Pedro de Jesús Maldonado
(11-2), en una persecución desatada en Chihuahua, en tiempo del presidente Lázaro
Cárdenas, otro general (1934-40).
«La solemnidad de hoy [Cristo Rey], destacaba Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación, instituida por el papa Pío XI precisamente cuando más arreciaba la persecución religiosa de México, penetró muy hondo en aquellas comunidades eclesiales y dio una fuerza particular a estos mártires, de manera que al morir muchos gritaban: ¡Viva Cristo Rey!»
A todos ellos ha de añadirse el nombre del
padre jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, beatificado por el papa Juan
Pablo II el 25 de setiembre de 1988. A diferencia de los sacerdotes antes
recordados, él estaba en la ciudad de México, por orden de sus superiores,
dedicándose ocultamente al apostolado. Con ocasión de un atentado contra el
presidente Obregón, fueron apresados y ejecutados los autores del golpe, y con
ellos fueron también eliminados el padre Pro y su hermano Humberto, que eran
inocentes (23-11-1927) (+Rafael Ramírez Torres, Miguel Agustín Pro; y
Luis Butera, Un mártir alegre. Vida del P. Miguel Pro).
El espíritu de los cristeros
Pero volvamos a los cristeros, a aquellos católicos que se alzaron en armas, echándose al monte «para defender a su Dios, a su Religión, a su Madre, que es la Santa Iglesia». Traeremos sobre ellos algunos datos y observaciones, siguiendo principalmente a Jean Meyer, que estudió largamente la Cristiada, y entrevistó durante cuatro años a muchos antiguos cristeros. Dos avisos previos:
1.-Nótese que los datos reflejan un tiempo, hacia 1970, en que el pueblo mexicano llevaba siglo y medio independiente de España, y un siglo sometido a persecución religiosa continua por parte de los gobiernos liberales, a partir de Juárez.
Recordemos que en 1917 la Constitución
establece la educación laica. En 1934 se impone al pueblo la educación
socialista, y Calles proclama indispensable que la Revolución se apodere «de
las conciencias de la niñez y de la juventud», porque ambas «deben pertenecer»
a la Revolución (352) -a la revolución liberal o a la socialista, viene
a ser lo mismo-. Y en 1946 se vuelve a la educación arreligiosa. Pero
siempre y en todo caso «ha sido constante la actitud que supone que es el
Estado el que tiene el derecho de educar, derecho negado expresamente a la
Iglesia y no reconocido a los padres de familia» (Acevedo 357).
2.-Adviértase también que la inmensa mayoría de los cristeros eran rancheros modestos, gente de pueblo, aunque también se unieron a ella algunos estudiantes, licenciados o profesionales. Los ricos católicos, dicho sea de paso, apenas les ayudaron nunca, aunque lo necesitaban siempre, sobre todo para comprar armas y parque. Pues bien, los cuestionarios muestran que entre los cristeros «cerca del 60 % no habían ido jamás a la escuela», aunque no todos ellos eran analfabetos, pues bastantes habían aprendido a leer en su casa (III,272).
Muestran sin embargo una sorprendente cultura, y más concretamente, una profunda cultura cristiana. Ya conocemos, por ejemplo, la voz de Ezequiel Mendoza Barragán, campesino michoacano de Coalcomán, que nunca fue a la escuela, y que llegó a ser coronel famoso de cristeros. Jean Meyer, que conoció a Mendoza cuando éste tenía ya 75 años, confiesa: «quedé deslumbrado, fascinado, por la misteriosa energía que irradiaba de él» (pról. Testimonio). Y en otro lugar dice que «todas las entrevistas confirman el carácter representativo de Ezequiel Mendoza», aunque es cierto que su lengua era «especialmente clara y bella» (III,289).
Espiritualidad católica. -En entrevistas, crónicas y cartas de cristeros causa admiración comprobar la calidad doctrinal, bíblica y poética de sus expresiones. Todo lo cual contradice abiertamente el menosprecio de algunos pedantes acerca de la veracidad del cristianismo entre los indígenas de América. Los cristeros, concretamente, tenían en sí toda la fuerza de quien sabe estar haciendo la voluntad de Dios. «Conscientes de hacer la voluntad de Dios, dice Meyer, los cristeros podían resistir todos los descalabros militares, todas las desdichas espirituales y hasta la más terrible de todas: los arreglos y el poco apoyo clerical» (289). Esa fidelidad a la voluntad de Dios providente les hacía inquebrantables.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, decía a su
gente: «No, muchachos, acuérdense que aquí pedimos a Dios lo que más nos
conviniera y por eso no digamos desatinados "ya ven que las cosas cambian
de un momento a otro"; "la hoja del árbol no se mueve sin la gran
voluntad de Dios", paciencia y resignación» (289). En cierta ocasión,
según él mismo refiere, arengaba así a los suyos: «No queremos compañeros
que traigan fines torcidos, queremos hombres que de todo corazón quieran
agradar a Dios en todo, sin otro interés que defender a su Iglesia nuestra
Madre; ya que sus feroces enemigos la quieren exterminar, aunque no lo conseguirán,
porque fue dicho por Nuestro Señor Jesucristo que "las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella"; y lo que Cristo ofreció lo cumple;
también dijo que "pasarán los cielos y la tierra, pero sus palabras no
pasarán". Además tenemos nuestra Reina y Madre la Virgen de Guadalupe,
ella nos recomendará con su Padre, con su Hijo, y con su esposo, el Espíritu
Santo. Todavía más contamos con todos los santos y santas del Cielo y de la
tierra para que ellos rueguen a Dios por nosotros en todo tiempo y lugar, y si
Dios está con nosotros no tengamos miedo de morir en defensa de la Iglesia y de
la Patria, seremos mártires e iremos al cielo para siempre» (Testimonio
31).
Por su parte, Aurelio Acevedo, un simple ranchero de Zacatecas, animaba así a su tropa: «Vosotros, valientes sin tacha, siempre pensad que vais en camino del Calvario; pensad que vais al martirio cumbre donde se entra al Cielo de la Paz y eterno regocijo. Todo redentor debe ser crucificado para fin de que triunfe y sea glorificado. No olvidéis que esta lección es más clara que el sol que nos alumbra: ¡recordad a Jesús!» (Meyer III,275).
Y otro jefe, Pedro Quintanar, decía a sus tropas: «Todo lo bueno que en vosotros hay es sólo de Dios y... todo lo malo que en vuestro regimiento hay es vuestro. A Dios hay que atribuir todo lo bueno y toda la gloria y todo triunfo, pues vosotros sois instrumentos viles» (289).
Prácticas religiosas. -La guerra fue para muchos cristeros como unos ejercicios espirituales continuados. La misa sobre todo era, cuando había sacerdote, lo más apreciado por los cristeros, el centro de todo, cada día. Más aún, «en los campamentos cristeros, cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y los soldados, por grupos de quince o veinte, practicaban la adoración perpetua. La comunión frecuente era la regla... Los sacerdotes que permanecían con los cristeros se pasaban el tiempo confesando, bautizando, casando, organizando ejercicios espirituales y haciendo misiones» (III,278).
Pero «era frecuente que no hubiese ya
sacerdote, y entonces un seglar tomaba la dirección de la vida religiosa, como
Cecilio Valtierra, el cual todas las mañanas leía el Oficio de la Iglesia, en
presencia de los fieles, y todas las tardes llevaba el Rosario. Estas misas
blancas iban acompañadas de otras innovaciones» (III,277). «Los cánticos
y el Rosario acompañaban todos los instantes de la vida, en la marcha o en el
campamento. Los cristeros oraban y cantaban a altas horas de la noche, rezando
colectivamente el Rosario, de rodillas, y cantando los laudes a la Virgen o a
Cristo, entre las decenas» (III,279).
Es indudable que de su fe cristiana sacaban los cristeros toda su abnegación y valor para la guerra. No eran unos valientes a pesar de ser unos hombres piadosos, sino que más bien porque eran piadosos eran valientes.
Sólo un ejemplo: en cierta ocasión en que los
cristeros habían sufrido varias bajas y estaban tristes, el general «Degollado
les hizo rezar el rosario, tras de lo cual los arengó: "Porque Cristo Rey
se llevó a los nuestros ya ustedes se acobardaron, ¿ya se les olvidó que al
enlistarse en las filas de Su ejército le ofrecieron sus servicios y sus
vidas?... Dios, sin necesidad de usar de combates, dispone de nuestras vidas
cuando a Él le place... Dejen sus armas al pie del altar, que yo nunca seré
jefe de cobardes". Las tropas lloraban y gritaban: "¡No, mi general!
Seguiremos siendo los valientes de Cristo Rey, y si no, pónganos a prueba"»
(Meyer I,232).
Idea del gobierno y de la guerra. -Los cristeros tenían de la guerra, y de la persecución que la causó, una idea mucho más teológica que política. En las entrevistas, algunas veces también, se refleja una cierta visión política del conflicto. Por ejemplo, «para los cristeros, el turco Calles, vendido a la masonería internacional, representaba al extranjero yanki y protestante, deseoso de terminar su obra destructora (la anexión de 1848 es conocida de todos, y la situación de subhombres de los chicanos de Texas y Nuevo México...), descatolizando el país» (III,285).
Sin embargo, prevalecía con mucho la visión teológica de la guerra. Conocían bien, en primer lugar, el deber moral de obedecer a las autoridades civiles, pues «toda autoridad procede de Dios», pero también sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», cuando éstos hacen la guerra a Dios. Veían claramente en la persecución del gobierno una acción poderosa del Maligno.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, consideraba a
los gobernantes de su patria «endiablados callistas, masones y protestantes
malos, que sólo buscan las comodidades del cuerpo y la satisfacción de sus
caprichos en este mundo engañador y no creen que los espera un infierno de
tormentos eternos, pobres murciélagos que se creen aves y son ratones»
(III,283). Y decía, «¡ay de los tiranos que persiguen a Cristo Rey, bestias
rumanas de las que nos habla el Apocalipsis! Todos debemos tener muy presentes
las bienaventuranzas de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo: pobreza de espíritu,
lágrimas de contrición, justa mansedumbre, hambre y sed de justicia,
misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los buenos cuando
son perseguidos por los malos, como nos aprietan los Calles ahora, dizque porque
somos muy malos, que andamos tercos queriendo defender la honra y gloria de
Aquel que murió desnudo en la cruz más alta y en medio de dos ladrones, por
ser Él el más malo de todos los humanos, que no quiso someterse al supremo de
la tierra. Es lo que dicen ellos, porque les falta un domingo y los redobles de
tambor, pero nosotros se los daremos con ayuda de quien resucitó de los muertos
el tercer día y que, porque nos ama, nos dejó por Madre su propia Madre»
(III,287).
Este tono profundamente bíblico era el de la Cristiada. Es la visión del Apocalipsis: Satán, el dragón infernal, la antigua serpiente, da su fuerza a la Bestia, poder maligno intramundano, que hace la guerra a los santos y a cuantos guardan el testimonio de Jesús. En este sentido, los cristeros estaban indeciblemente más cerca del Apocalipsis del apóstol San Juan que de la teología de la liberación moderna.
Con toda razón el Cardenal Ratzinger afirmaba
que «la teología de la liberación, en sus formas conexas con el marxismo, no
es ciertamente un producto autóctono, indígena, de América Latina o de otras
zonas subdesarrolladas, en las que habría nacido y crecido casi espontáneamente,
por obra del pueblo. Se trata en realidad, al menos en su origen, de una creación
de intelectuales; y de intelectuales nacidos o formados en el Occidente opulento»
(Informe sobre la fe, 207). La espiritualidad popular real es la
de Ezequiel Mendoza y sus compañeros, llena de resonancias de la Biblia y del
catecismo.
El martirio. -La teología del martirio en los cristeros no es menos rica que la de las Passiones de los primeros siglos, aunque muchas veces vaya en clave de humor. «¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!», decía el joven Honorio Lamas, que fue ejecutado con su padre (III,299). «Hay que ganar el cielo ahora que está barato», decía otro (298). Norberto López, que rechazó el perdón que le ofrecían si se alistaba con los federales, antes de ser fusilado, dijo: «Desde que tomé las armas hice el propósito de dar la vida por Cristo. No voy a perder el ayuno al cuarto para las doce» (302).
En Sahuayo asesinaron uno a uno a veintisiete cristeros, que uno a uno murieron dando vivas a Cristo Rey, pero perdonaron la vida a Claudio Becerra, por ser muy jovencito. Más tarde, con gran tristeza, iba a pedir junto al sepulcro de sus compañeros martirizados: «Compañeros, pídanle a Dios me vaya al cielo a acompañarlos». Bebía entonces demasiado, y cuando el cura le reprochó, él dijo: «Me emborracho, padre, porque me da sentimiento que Dios no me quiso para mártir» (Lpz. Beltrán 66-70)...
Una vez más la voz del patriarca Mendoza: «Ustedes
y yo lamentamos de corazón el fallecimiento de esos hombres que de buena fe
ofrendaron sus vidas, familia y demás intereses terrenales, derramaron su
sangre por Dios y por nuestra querida patria, como lo hacen los verdaderos mártires
cristianos; pues su sangre, unida con la de Nuestro Señor Jesucristo y con la
de todos los mártires del Espíritu Santo, nos alcanzará de Dios Padre los
bienes que esperamos en la tierra y en el Cielo. Dichosos los que mueren por el
amor al Dios que hizo los cielos y la tierra, y en todo está por esencia,
presencia y potencia, no como los dioses falsos de Plutarco Elías Calles y de
otros locos desviados por Satanás, que les ofrece los bueyes y la carreta de
esta vida y después los hace birria caliente y gorda en el infierno de los
tormentos» (III,299).
La muerte tranquila de los cristeros, con frecuencia después de terribles tormentos, impresionaba siempre a los federales. Morían perdonando y gritando ¡Viva Cristo Rey! Y el pueblo guardaba sus palabras, recogía su sangre, enterraba sus cuerpos, acudía en masa a sus funerales, cuando eran posibles, en protesta silenciosa y confesión de fe.
Alegría. -La alegría estaba también siempre presente, como es lógico, en estos hombres que se estaban jugando la vida por Cristo, pasando indecibles miserias y penalidades. En crónicas y escritos siempre hay huellas de alegría y de humor. Cuenta Ezequiel Mendoza que su papá, en una ocasión, jugándose la vida, se quedó sosteniendo una puerta de campo, para que escapara un grupo de cristeros. Los federales le disparaban una y otra vez, sin atinarle. Así que él, sin soltar la puerta, «como enojado volvió su cara y regañó al enemigo, dijo: "Pendejos, tirar para acá, parece que no ven gente"» (Testimonio 37). De éstas hay innumerables anécdotas cristeras.
Espiritualidad bíblica y tradicional
Siendo la Biblia y la Tradición eclesial las fuentes permanentes de la espiritualidad cristiana, el calificativo de tradicional, en su sentido más genuino, es tan precioso como el de bíblico. Pues bien, la espiritualidad de los cristeros es netamente bíblica y tradicional. Jean Meyer subraya con fuerza ambas notas: «Hemos quedado asombrados por el número y la exactitud de las citas bíblicas. La idea de un pueblo católico ignorante de la Biblia no es válida para el campesino mexicano de esta época. En los caseríos lejanos de la parroquia se la leía de pie, o más bien se formaba círculo en torno de aquel que sabía leer» (307).
No hay, tampoco, mariolatría en la devoción a la Virgen: «El culto de la Virgen guadalupana no es distinto del que recibe en Rusia (¡800 lugares de peregrinación marianos!), en Polonia o en Francia» (309). Meyer afirma una y otra vez «la indiscutible catolicidad de la fe mexicana» (309).
«La religión de los cristeros era, salvo
excepción, la religión católica romana tradicional, fuertemente enraizada en
la Edad Media hispánica. El catecismo del P. Ripalda, sabido de memoria, y la
práctica del Rosario, notable pedagogía que enseña a meditar diariamente
sobre todos los misterios de la religión, de la cual suministra así un
conocimiento global, dotaron a ese pueblo de un conocimiento teológico
fundamental asombrosamente vivo. A Cristo conocido en su vida humana y en sus
dolores, con los cuales puede el fiel identificarse con frecuencia, amado en el
grupo humano que lo rodea: la Virgen, el patriarca San José, patrono de la
Buena Muerte, y todos los santos que ocupan un lugar muy grande, completamente
ortodoxo, en la vida común, se le adora en el misterio de la Trinidad. Esta
religión próxima al fiel la califican de superstición los misioneros
norteamericanos (protestantes y católicos) y los católicos europeos no la
juzgan de manera distinta» (307). Sin embargo, «el cristianismo mexicano,
lejos de estar deformado o ser superficial, está sólida y exactamente
fundamentado en Cristo, es mariológico a causa de Cristo, y sacramental por
consiguiente, orientado hacia la salvación, la vida eterna y el Reino. Durante
la guerra, los santos se retraen notablemente hasta su propio lugar, mientras se
manifiesta el deseo ardiente del cielo» (310).
México católico
La profundidad de la evangelización realizada en México durante siglos quedó absolutamente probada cuando, después de más de un siglo de continuas persecuciones liberales, socialistas y revolucionarias, los cristeros ofrecieron al mundo este testimonio formidable de espiritualidad y de martirio.
Volvamos, pues, al principio, y oigamos la voz franciscana de uno de los primeros evangelizadores, Fray Toribio de Benavente, Motolinía. Lo que él dice de México, lo diremos aquí, para terminar nuestra historia; y lo diremos pensando en toda la América hispana:
«¡Oh, México que tales montes te cercan y
coronan! ¡Ahora con razón volará tu fama, porque en ti resplandece la fe y
evangelio de Jesucristo! Tú que antes eras maestra de pecados, ahora eres enseñadora
de verdad; y tú que antes estabas en tinieblas y oscuridad, ahora das
resplandor de doctrina y cristiandad» (Hª de los indios III,6, 339). «Pues
concluyendo, digo: ¿quién no se espantará viendo las nuevas maravillas y
misericordias que Dios hace con esta gente?... Estos conquistadores y todos los
cristianos amigos de Dios se deben mucho alegrar de ver una cristiandad tan
cumplida en tan poco tiempo, e inclinada a toda virtud y bondad. Por tanto ruego
a todos los que esto leyeren que alaben y glorifiquen a Dios con lo íntimo de
sus entrañas; digan estas alabanzas que se siguen, según San Buenaventura:
"Alabanza y bendiciones, engrandecimientos y confesiones, gracias y
glorificaciones, sobrealzamientos, adoraciones y satisfacciones sean a vos, Altísimo
Señor Dios Nuestro, por las misericordias hechas con estos indios nuevos
convertidos a vuestra santa fe. Amén, Amén, Amén"» (II,11, 283).
Final
«Los
dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm
11,29).
El concilio Vaticano II esperaba la renovación de los institutos religiosos de un mejor seguimiento del Evangelio, en primer lugar, por supuesto; pero también de una renovada fidelidad al carisma original de cada familia religiosa: «Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones» (PC 2).
Pues bien, esa misma norma vale sin duda para la renovación de una Iglesia local. Por eso estas páginas de los Hechos de los apóstoles de América no pretenden sino mostrar el espíritu de los fundadores de la Iglesia en América, ese espíritu que hoy debe ser conocido y mantenido como condición imprescindible para todo crecimiento en el Espíritu. Veamos esta verdad en tres partes.
1. La verdadera tradición de una Iglesia local está escrita sobre todo por sus santos. También por los Concilios locales y otros actos decisivos, pero sobre todo por los santos, es decir, por el pueblo realmente fiel y aún más por los santos canonizados. Son los santos los que dieron y dan a cada Iglesia local un «aire» propio, que procede sin duda del Espíritu Santo, y no del espíritu del mundo.
2. Por otra parte, el crecimiento de una Iglesia es siempre tradicional. Un manzano crece siempre, biológicamente, en cuanto manzano, y para él cualquier crecimiento en otro sentido -como cerezo, por ejemplo- sería una falsificación, que sólo le conduciría a la esterilidad o incluso a la muerte. Pues bien, el Espíritu Santo, que es el único que da crecimiento a su Iglesia (1Cor 3,7), es siempre fiel a sus propios dones (+Rm 11,29). Es, pues, impensable que Él quiera renovar una Iglesia local según una inspiración diversa a la de sus fundadores y a la de su propia tradición genuina.
3. Por tanto, la renovación perfectiva de una Iglesia exige conocimiento y fidelidad a la tradición de sus santos. Lo exige absolutamente. Es inútil pretender crecimientos si se ignora o no se aprecia suficientemente la propia tradición, es decir, si se cede al atractivo de otras tradiciones o, peor aún, de simples ideologías. Y volvemos a lo ya dicho: el único que puede dar el crecimiento a una Iglesia local es el Espíritu Santo, y él es siempre fiel, obstinadamente fiel, a sus propios dones y carismas. No piensa cambiarlos.
Termino dando muchas gracias a Dios por esta obra, que Él me ha concedido escribir por una providencia sorprendente. Nunca hubiera yo pensado, por muchas razones, que podría escribirla. Y también quiero expresar mi agradecimiento a mi hermano Angel María y al sacerdote Antonio Pérez-Mosso, que en todas las fases de este trabajo, no pequeño, me han prestado una ayuda preciosa.