3ª PARTE

Perú

1. Grandeza y miseria de los incas

El gran imperio de los incas

El mayor y el más efímero de los imperios que los españoles hallaron en América fue el de los incas. Se extendía desde más arriba de Quito hasta más abajo de la ciudad chilena de Talca. Abarcaba, pues, lo que hoy es el sur de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y más de la mitad de Chile. Allí, entre los Andes y el Pacífico, vivieron entre 15 y 30 millones de indios, orgánicamente unidos bajo la capital incaica de Cuzco.

Antiguas leyendas, en las que sin duda hay un fondo histórico, hablan de los incas como de un pueblo fuerte y belicoso, que conducidos por un Hijo del Sol, desciende en el siglo XII de las altiplanicies andinas -la zona del lago Titicaca- emigrando a tierras bajas de mayor riqueza agrícola. Se instalan, con guerras de conquista, entre pueblos afines, asimilan otras culturas, como las de Chavín, Tiahuanaco, Moche, Nazca, y llegan así a establecer en el siglo XV un gran imperio, cuya capital es el Cuzco, que significa punto central.

Desde el Cuzco, ciudad sagrada del Sol, situada a 3.500 metros de altura, salían al norte, sur y este una red de caminos que se calcula en unos 40.000 kilómetros. Las vías principales eran hacia Quito, al norte, y hacia Chile, al sur. Cada dos o tres kilómetros había un tambo, almacén y puesto de relevos. Allí vivían dos chaskis, y si llegaban paquetes o mensajes, uno de ellos lo llevaba corriendo hasta el próximo tambo, y así era posible trasladar por todo el imperio cosas o documentos a unos diez kilómetros por hora. Esta facilidad para las comunicaciones permitía al Inca gobernar eficazmente la gran extensión del imperio, el Tahuantinsuyu, que estaba dividido en cuatro grandes suyus o regiones. Una mitad era Hanan, compuesto al norte por Chinchay-Suyu, y por el Anti-Suyu, al este montañoso. Y la otra mitad, Hurin, estaba formada por Cunti-Suyu, al poniente, y Colla-Suyu al sur.

Un mundo alto y hermoso

En junio de 1533, yendo Hernando Pizarro en comisión de servicio hacia Pachacámac, queda maravillado por los altos caminos incaicos de los Andes, y el corazón se le ensancha ante la majestad de aquellos paisajes grandiosos, como lo expresa en una carta:

«El camino de la sierra es cosa de ver, porque en verdad, en tierra tan fragosa, en la cristiandad no se han visto tan hermosos caminos, toda la mayor parte de la calzada. Todos los arroyos tienen puentes de piedra o de madera. En un río grande, que era muy caudaloso y muy grande, que pasamos dos veces, hallamos puentes de red, que es cosa maravillosa de ver. Pasamos por ellos los caballos... Es la tierra bien poblada; tienen muchas minas en muchas partes de ella; es tierra fría, nieva en ella y llueve mucho; no hay ciénagas; es pobre de leña. En todos los pueblos principales tiene Atabalipa puestos gobernadores y asimismo los señores antecesores suyos... Tienen depósito de leña y maíz y de todo lo demás. Y cuentan por unos nudos, en unas cuerdas [quipus], de lo que cada cacique ha traído. Y cuando nos habían de traer algunas cargas de leña u ovejas o maíz o chicha, quitaban de los nudos, de los que lo tenían a cargo, y anudábanlo en otra parte. De manera que en todo tienen muy gran cuenta e razón. En todos estos pueblos nos hicieron muy grandes fiestas e bailes» (+Morales Padrón, Historia del descubrimiento 487-488).

Socialismo imperial

Crónicas antiguas hablan de una serie de Incas legendarios, pero propiamente el imperio incaico histórico dura un siglo, en el que se suceden cuatro Incas, o cinco si incluimos a Atahualpa. El primero de ellos es Titu-Manco-Capac, que con sus conquistas extendió mucho el imperio, y que fue llamado Pachacutec, el reformador del mundo (pacha, mundo; cutec, cambiado). Este gran Inca, a partir de 1438 -un siglo antes de la llegada de los españoles-, organiza por completo el imperio incaico con un criterio que podríamos llamar socialista.

En efecto, el imperio inca no debe sus formas a unas tradiciones seculares, que se van desarrollando naturalmente, por decirlo así, sino que se configura exactamente según una idea previa. El individuo, pieza anónima de una máquina muy compleja, queda absorbido en un Estado que le garantiza el pan y la seguridad, y una autoridad política absoluta, servida por innumerables funcionarios, hace llegar el intervencionismo gubernativo hasta las más nimias modalidades de la vida social.

Una parte de la tierra se dedica al culto religioso, otra parte es propiedad del Inca, y según explica el jesuita José de Acosta (1540-1600) «la tercera parte de tierra daba el Inca para la comunidad. De esta tercera parte ningún particular poseía cosa propia, ni jamás poseyeron los indios cosa propia, si no era por merced especial del Inca, y aquello no se podía enajenar, ni aun dividir entre dos herederos. Estas tierras de comunidad se repartían cada año, según era la familia, para lo cual había ya sus medidas determinadas» (Historia natural VI, 15).

La reconstrucción de Cuzco, por ejemplo, es una muestra muy significativa de este socialismo imperial. Pachacutec hace primero levantar un plano en relieve de la ciudad soñada, en seguida vacía de sus habitantes la ciudad real, y una vez reconstruída completamente, adjudica los lugares de residencia a cada familia de antiguos o nuevos habitantes, al mismo tiempo que prohibe a cualquier otro indio establecerse en la ciudad insigne. Éste es el planteamiento que el Inca sigue en el gobierno de todos los asuntos: elabora un plan, y dispone luego su aplicación práctica por medio de funcionarios, que al ostentar una delegación del poder divino, no pueden ser resistidos por el pueblo. De este modo el Inca reforma el calendario, impone el quechua, regula detalladamente la organización del trabajo, los modos de producción y el comercio, reforma el ejército, funda ciudades y templos, precisa el modo de vestir o de comer o el número de esposas que corresponde a cada uno según su grado en la escala social, sujeta todo a número y estadística, y consigue así que apenas sector alguno de la vida personal o comunitaria escape al control de la sagrada voluntad del Inca, el Hijo del Sol.

Por lo demás, siendo divino el Inca, la obediencia cívica adquiere una significación profundamente religiosa, pues toda resistencia a los decretos reales es un sacrilegio, no sólo un delito. Esta divinización del Inca fue creciente, y culminó con Huayna Capac -padre de Atahualpa-, que reinó casi hasta la entrada de los españoles. Según informa Acosta, este Inca «extendió su reino mucho más que todos sus antepasados juntos», y «fue adorado de los suyos por dios en vida», cosa que no se había hecho con los Incas anteriores. Y por cierto, cuando murió, en las solemnes celebraciones funerarias, «mataron mil personas de su casa, que le fuesen a servir en la otra vida» (Hist. natural VI,22).

Ambiente social

Los niños incas debían ser educados, ya desde su primera infancia, en la vida disciplinada que habían de llevar siendo adultos. Las madres no los tomaban nunca en brazos, les daban baños de agua fría, no les toleraban caprichos ni rebeldías, y quizá por motivo estético, les deformaban el cráneo, apretándolo entre dos planchas. El incesto era proscrito al pueblo con pena de muerte, pero en cambio, a partir de Tupac Inca Yupanqui, abuelo de Atahualpa, era obligado que el Inca se casara con una hermana carnal. A esta norma contraria a la naturaleza atribuye en parte el padre Acosta la caída del imperio incaico (Hist. natural VI,18).

A los hombres adultos se les asignaba el trabajo sin discusión, y también podían ser trasladados (mitimaes) según las conveniencias políticas o laborales. Como dice la profesora Concepción Bravo Guerreira, «el desplazamiento de familias, de ayllus completos o de grupos étnicos en masa, fue práctica común entre los incas» (en AV, Cultura y religión... 272). El ayllu, mucho más organizado que el calpulli azteca, era el clan que enmarcaba toda la vida familiar y laboral del individuo.

Las mujeres eran tratadas con cierta consideración -mejor que en otros pueblos integrados al imperio-, pero eran consideradas como bienes del Estado. Ciertos funcionarios las seleccionaban y distribuían, de manera que las nobles o las elegidas, instruídas en acllahuasi, eran entregadas como esposas a señores y curacas, o destinadas para vírgenes del Sol; y las otras, dadas como esposas o concubinas a hombres del pueblo o incluso a esclavos.

Éstos, los yanacunas, a diferencia de los servidores, no estaban registrados, ya que el Estado no los consideraba personas, sino cosas de sus dueños. A veces procedían de origen hereditario, y otras veces eran reclutados de los ayllus, y en ocasiones se trataba de prisioneros de guerra no sacrificados. Su número, para atender las necesidades políticas o productivas, fue creciendo al paso de los siglos.

Sobre este pueblo, y distante de él como corresponde al Sol, gobernaba con gran esplendor el Inca sagrado, rodeado de una panaca o ayllu real, es decir, de una gran corte de familiares y servidores -de Tupac Inca Yupanqui, sucesor de Pachacutec, se dice que tuvo ciento cincuenta hijos-, y auxiliado en las tareas políticas por un cuerpo aristocrático de orejones de sangre real -así llamados después por los españoles a causa de sus orejas, estiradas por adornos-, que extendían a las provincias la autoridad imperial por medio de una compleja red de curacas y funcionarios.

Orden implacable

La antigua legislación incaica establecía un régimen muy duro, que recuerda al azteca en no pocos aspectos. Podemos evocarla recordando algunos textos del indio cristiano Felipe Guamán Poma de Ayala, yarovilca por su padre e inca por su madre, nacido en 1534, el cual transmite, en su extraño español mezclado de quechua, muchas tradiciones orales andinas:

«Mandamos que no haiga ladrones en este reino, y que por la primera [vez], fuesen castigados a quinientos azotes, y por la segunda, que fuese apedreado y muerto, y que no entierren su cuerpo, sino que lo comiesen las zorras y cóndores» (Nueva crónica 187). El adulterio tiene pena de muerte (307), y también la fornicación puede tenerla: «doncellas y donceles» deben guardarse castos, pues si no el culpable es «colgado vivo de los cabellos de una peña llamada arauay [horca]. Allí penan hasta morir» (309). Está ordenado que quienes atentan contra el Inca o le traicionan «fuesen hechos tambor de [la piel de la] persona, de los huesos flauta, de los dientes y muelas gargantilla, y y de la cabeza mate de tener chicha» (187; +334). Esta pena es aplicada también a los prisioneros de guerra que no son perdonados a convertidos en yanacuna. El aborto es duramente castigado: «Mandamos la mujer que moviese a su hijo, que muriese, y si es hija, que le castiguen doscientos azotes y destierren a ellas... Mandamos que la mujer que fuese puta, que fuese colgada de los cabellos o de las manos en una peña y que le dejen allí morir»... (188).

Las normas del Inca, al ser sagradas, eran muy estrictas, y estaban urgidas por un régimen penal extraordinariamente severo. Además de las penas ya aludidas, existían otras también terribles, como el «zancay debajo de la tierra, hecho bóveda muy oscura, y dentro serpientes, culebras ponzoñosas, animales de leones y tigre, oso, zorra, perros, gatos de monte, buitre, águila, lechuzas, sapo, lagartos. De estos animales tenía muy muchos para castigar a los bellacos y malhechores delincuentes». Allí eran arrojados «para que les comiesen vivos», y si alguno, «por milagro de Dios», sobrevivía a los dos días, entonces era liberado y recibía del Inca honras y privilegios. «Con este miedo no se alzaba la tierra, pues había señores descendientes de los reyes antiguos que eran más que el Inca. Con este miedo callaban» (303).

Al parecer, el imperio de los incas, férreamente sujetado con normas y castigos, consiguió reducir el índice de delincuencia a un mínimo: «Y así andaba la tierra muy justa con temoridad de justicia y castigos y buenos ejemplos. Con esto parece que eran obedientes a la justicia y al Inca, y no había matadores ni pleitos ni mentiras ni peticiones ni proculadrones ni protector ni curador interesado ni ladrón, sino todo verdad y buena justicia y ley» (307). Guamán, sin poder evitarlo, recuerda aquellos tiempos, que él no conoció directamente, con una cierta nostalgia...

Artes y ciencias

La arquitectura de los incas, realizada con una gran perfección técnica, apenas tiene concesiones al adorno decorativo, y se caracteriza por la sobria simplicidad de líneas, la solidez imponente y la proporción armoniosa. Esta misma tendencia a la simetría de un orden elegante se aprecia en la cerámica, de adornos normalmente geométricos. La orfebrería llegó a niveles supremos de técnica, belleza y refinamiento. Los instrumentos musicales más usuales, en los que sonaban melancólicas melodías, fueron silbatos y ocarinas, cascabeles y tambores, y sobre todo las flautas, muy perfectas. Los incas no conocieron la escritura, pero sí alcanzaron notables expresiones en canto, poesía y leyendas de tradición oral.

En el campo científico permanecieron los incas en un nivel bastante rudimentario, y casi siempre práctico. Empleaban el sistema decimal en cuentas y estadísticas, hábilmente llevadas en los quipos, cuerdas con nudos. Sus conocimientos astronómicos eran considerables, pero muy inferiores a los de los aztecas. Conocían el círculo, comenzando por la imagen del Sol, pero no alcanzaron a aplicarlo ni a la rueda ni al torno, ni a bóvedas ni a columnas. Sin estos medios fundamentales, hicieron los incas, sin embargo, notables obras de caminos y puentes, canales y terrazas de cultivo. En la organización de la ganadería -llamas y alpacas, principalmente-, alcanzaron un desarrollo importantee, y también en el de la agricultura, aunque no conocieran el arado.

Religiosidad

Los incas asumen los cultos de los pueblos vencidos, al mismo tiempo que les imponen su religión de Estado. Se produce, pues, una subordinación de las religiones tribales a la religión solar de los incas. Un dios Creador, Viracocha o Pachacamac, invisible, incognoscible e impensable, está desde los orígenes legendarios por encima del dios Sol y de los diversos ídolos. Garcilaso de la Vega, hijo de un capitán español y de una india noble (1539-1616), en cuanto «indio católico por la gracia de Dios», asegura que Pachacamac (pacha, mundo, cama, animar) es ciertamente el Creador, «la divinidad suprema que da la vida a los seres y al universo» (Comentarios Reales II,6; +Acosta, Hist. natural VI, 19; 21).

Este elevado culto, sin embargo, queda de hecho limitado a las clases superiores, en tanto que el pueblo venera las huacas, nombre con el que se designan todas las sacralidades fundamentales, ídolos, templos, tumbas, momias, lugares sagrados, animales, aquellos astros de los que los ayllus (clanes) creían descender, los propios antepasados, y en fin, la huaca principal, el Sol. Incluso los incas «adoran los árboles de la coca que comen ellos y así les llaman coca mama [la coca ceremonial]» (Guamán 269).

El mundo de los incas, a diferencia del de los aztecas, apenas produjo notables lugares de culto, fuera del conjunto de templos de Tiahuanaco o del Cuzco. Poseía, eso sí, al modo de los aztecas, un importante cuerpo sacerdotal, numeroso y fuertemente jerarquizado. Y el Inca, como hijo del dios Solar, era la suprema autoridad religiosa.

Por lo demás, en el imperio inca, como en el azteca, toda la vida cívica se ve enmarcada en una sucesión de fiestas religiosas: se practica la confesión de los pecados, se celebran mortificaciones, ayunos y oraciones solemnes, hay ceremonias para la interpretación de signos fastos o nefastos, y también a veces embadurnan las huacas e imágenes divinas con la sangre de las víctimas sacrificadas. Especial importancia tiene también en la religiosidad de los incas la exposición de las momias de los antepasados en fiestas públicas o domésticas.

Sacrificios humanos

Al parecer, los incas en sus sacrificios religiosos ofrendaban normalmente víctimas sustitutorias, como llamas. Garcilaso y el jesuita Blas Valera (1548-1598), experto en quechua e historia del Perú, niegan que practicaran sacrificios humanos.

Pero, como dice Concepción Bravo Guerreira, «numerosas informaciones, corroboradas por estudios arqueológicos, nos permiten afirmar que, aun cuando no fue muy usual, esta práctica no fue ajena a las manifestaciones religiosas de los incas. Las víctimas humanas [copaccochas], niños o adolescentes sin mácula ni defecto, eran sacrificadas con ocasión de ceremonias importantes en honor de divinidades y huacas, y también para propiciar buenas cosechas o ahuyentar desastres de pestes o sequías» (AV, Cultura y religión 290; +271). Recientes investigaciones, hechas en la región selvática sureste del Perú, han comprobado en ciertas tribus la persistencia actual del sacrificio ritual de doncellas (25-5-1997).

Guamán Poma de Ayala, cuando describe al detalle el Calendario cívico-religioso de los incas, hace ver que los sacrificios humanos se producían entre los incas -no precisa la época- de forma ordinaria; así, por ejemplo, en la fiesta Ynti Raymi de junio (N. crónica 247), en la Chacra Yapuy Quilla (mes de romper tierras) de agosto (251) o en la Capac Ynti Raymi (fiesta del señor Sol) (259). El Inca supremo es quien ordenaba las normas de estos sacrificios (265, 273), y los tocricoc (corregidores) y michoc incas (jueces) debían rendirle cuentas de su fiel ejecución (271).

Antropofagia

No es posible en algunas cuestiones hacer afirmaciones generales acerca del imperio inca, dada su enorme extensión y la relativa tolerancia que mantenía hacia los cultos y costumbres de las tribus sujetas.

Hay, sin embargo, «datos suficientes -escribe Salvador de Madariaga- para probar la omnipresencia del canibalismo en las Indias antes de la conquista. Unas veces limitado a ceremonias religiosas, otras veces revestido de religión para cubrir usos más amplios, y otras franco y abierto, sin relación necesaria con sacrificio alguno a los dioses, la costumbre de comer carne humana era general en los naturales del Nuevo Mundo al llegar los españoles. Los mismos incas que, si hemos de creer a Garcilaso, lucharon con denuedo contra la costumbre, se la encontraron en casi todas las campañas emprendidas contra los pueblos indios que rodeaban el imperio del Cuzco, y no consiguieron siempre arrancarla de raíz aun después de haber conseguido imponer su autoridad sobre los nuevos súbditos».

«Sabemos por uno de los observadores más competentes e imparciales, además de indiófilo, de las costumbres de los naturales, el jesuita Blas Valera, que aún casi a fines del siglo XVI, "y habla de presente, porque entre aquellas gentes se usa hoy de aquella inhumanidad, los que viven en los Antis comen carne humana, son más fieros que tigres, no tienen dios ni ley, ni sabe qué cosa es virtud; tampoco tienen ídolos ni semejanza de ellos; si cautivan alguno en la guerra, o de cualquier otra suerte, sabiendo que es hombre plebeyo y bajo, lo hacen cuartos, y se los dan a sus amigos y criados para que se los coman o vendan en la carnicería: pero si es hombre noble, se juntan los más principales con sus mujeres e hijos, y como ministros del diablo, le desnudan, y vivo le atan a un palo, y con cuchillo y navajas de pedernales le cortan a pedazos, no desmembrándole, sino quitándole la carne de las partes donde hay más cantidad de ella; de las pantorrillas, muslos, asentaderas y molledos de los brazos, y con la sangre se rocían los varones, las mujeres e hijos, y entre todos comen la carne muy aprisa, sin dejarla bien cocer ni asar, ni aun mascar; trágansela a bocados, de manera que el pobre paciente se ve vivo comido de otros y enterrado en sus vientres. Las mujeres, más crueles que los varones, untan los pezones de sus pechos con la sangre del desdichado para que sus hijuelos la mamen y beban en la leche. Todo esto hacen en lugar de sacrificio con gran regocijo y alegría, hasta que el hombre acaba de morir. Entonces acaban de comer sus carnes con todo lo de dentro; ya no por vía de fiesta ni de deleite como hasta allí, sino por cosa de grandísima deidad; porque de allí adelante las tienen con suma veneración, y así las comen por cosa sagrada. Si al tiempo que atormentaban al triste hizo alguna señal de sentimiento con el rostro o con el cuerpo, o dio algún gemido o suspiro, hacen pedazos sus huesos después de haberle comido las carnes, asadura y tripas, y con mucho menos precio los echan en el campo o en el río; pero si en los tormentos se mostró fuerte, constante y feroz, habiéndole comido las carnes con todo el interior, secan los huesos con sus nervios al sol, los ponen en lo alto de cerros, los tienen y adoran por dioses, y les ofrecen sacrificios"» (Auge y ocaso 384-385). Escenas semejantes describe Cieza de León en 1537, como vistas por él mismo en la zona de Cali y de Antioquia, al extremo norte del imperio incaico (Crónica del Perú cps. 11-12, 19, 26, 28).

Por otra parte, en algunas regiones del imperio inca la antropofagia se hace necrofagia. Cuando Guamán refiere las ceremonias fúnebres propias de los Anti-Suyos, escribe: «son indios de la montaña que comen carne humana. Y así apenas deja el difunto que luego comienzan a comerlo que no le dejan carne, sino todo hueso... Toman el hueso y lo llevan los indios y no lloran las mujeres ni los hombres, y lo meten en un árbol que llaman uitica, allí lo meten y lo tapan muy bien, y de allí nunca más lo ven en toda su vida ni se acuerdan de ello» (N. crónica 292).

Felicidad negativa de los incas

Louis Baudin, al considerar el estado de ánimo de los incas, habla de una «felicidad negativa: el imperio realizaba lo que D’Argenson llamaba una "cáfila de hombres felices". No despreciemos demasiado este resultado. No es poca cosa haber evitado los peores sufrimientos materiales: el del hambre y el del frío. Rara vez el Perú conoció la carestía, a pesar de la pobreza de su suelo, mientras que la Francia de 1694 y de 1709 sufría todavía crueles hambres. No es poca cosa tampoco haber suprimido el crimen, y establecido, al mismo tiempo que un orden perfecto, una seguridad absoluta» (El Imperio Socialista de los Incas 357-358). En efecto, los Incas imperiales, eliminando totalmente la libertad cívica de sus súbditos, enmarcándoles en un cuadro social y religioso totalitario, y sacándoles de la pereza y del hambre, les dieron un cierto grado de paz y prosperidad.

Los mayores y primeros elogios de los Incas proceden de los mismos cronistas españoles. Según el padre Acosta, «hicieron estos Incas ventajas a todas las otras naciones de América en policía y gobierno» (Hist. natural VI,19). Y quienes conocieron su régimen concuerdan en que «mejor gobierno para los indios no le puede haber, ni más acertado» (VI,12). Es cierto que «la mayor riqueza de aquellos bárbaros reyes era ser sus esclavos todos sus vasallos, de cuya trabajo gozaban a su contento. Y lo que pone admiración, servíase de ellos por tal orden y por tal gobierno, que no se les hacía servidumbre, sino vida muy dichosa» (VI,15). «Sin duda, era grande la reverencia y afición que esta gente tenía a sus Incas» (VI,12).

Más antiguo y valioso es aún el testimonio del soldado cronista Cieza de León (1518-1560), que conoció el Perú en los años caóticos que siguieron a su conquista. Dice así: «Como siempre los Incas hiciesen buenas obras a los que estaban puestos en su señorío, sin consentir que fuesen agraviados ni que les llevasen tributos demasiados», ayudando también a las regiones más pobres, «con estas buenas obras, y con que siempre el Señor a los principales daba mujeres y preseas ricas, ganaron tanto las gracias de todos que fueron de ellos amados en extremo grado, tanto que yo me acuerdo por mis ojos haber visto a indios viejos, estando a vista del Cuzco, mirar contra la ciudad y alzar un alarido grande, el cual se les convertía en lágrimas salidas de tristeza contemplando el tiempo presente y acordándose del pasado, donde en aquella ciudad por tantos años tuvieron señores de sus naturales, que supieron atraerlos a su servicio y amistad de otra manera que los españoles» (El señorío de los Incas 13).

Un imperio con pies de barro

El totalitarismo del imperio inca, ajeno al mundo circundante, flotando en una cierta intemporalidad, se diría pensado para durar indefinidamente. Por el contrario, era tremendamente vulnerable. Aquel mundo hierático y compacto, alto y hermoso, mayor que media Europa, y con un ejército perfectamente organizado, tan adiestrado en la defensa como en el ataque, fue conquistado rápidamente por un capitán audaz, Francisco Pizarro, con 170 soldados. Parece increíble.

Pero es explicable. Al decir de Voltes, los españoles tomaron «los mandos del imperio inca como si fuesen los de una locomotora. En el Perú antiguo no se pensaba en otra cosa que en obedecer, y preso y muerto Atahualpa, se siguió obedeciendo a quienquiera que mandara, y así lo hizo el último obrero drogado por la coca, y lo hizo el astrónomo, y lo hizo el cirujano que practicaba trepanaciones y el constructor que levantaba las obras que hoy siguen pasmándonos con sus misterios técnicos insolubles, como, por ejemplo, los que se entrañan en la edificación de Machu-Picchu, en sus picachos de vértigo» (Cinco siglos 68-69).

Analizando El imperio socialista de los Incas, el economista e historiador Louis Baudin, habla de un «imperio geométrico y frío, vida de uniformidad y hastío», donde nada se ha dejado al azar o a la creatividad personal. «Ni ambición, ni deseo, ni gran alegría, ni gran pena, ni espíritu de iniciativa, ni espíritu de previsión. La existencia transcurre siguiendo el curso inmutable de las estaciones. Nada que temer, nada que esperar; un camino exactamente trazado sin desviación posible, una rectitud de espíritu impuesta sin deformación imaginable; una vida calma, monótona, incolora; una vida apenas viviente.

El indio se deja mecer por el ritmo de los trabajos y de los días, y termina por acostumbrarse a esta somnolencia, por amar esta nada. Su señor es un dios que le sobrepasa infinitamente, y su fin no es sino evitar cualquier sanción» (164). Esta ordenada masa de hombres lentos, melancólicos y pasivos va a ceder casi sin resistencia ante el impulso poderoso de un pequeño fermento de hombres activos y turbulentos, que proceden del mundo cristiano de la libertad. Recordemos cómo sucedió.

Descubrimiento del Perú

A comienzos del siglo XVI, el Perú fue para los hispanos una región adivinada, ilusoria, llena de riquezas, buscada desde Panamá y desde el Río de la Plata. Partiendo de Panamá en 1522, el alavés Pascual de Andagoya no logró costear sino una parte de la actual Colombia, consiguiendo sólo vagas noticias del imperio de los incas (+Relaciones y documentos).

A su regreso, Francisco Pizarro (1475-1541) oye estas referencias, y empieza a soñar en la conquista del Incario. Extremeño de Trujillo, llegado a las Indias en 1502 en las naves de Ovando, era Pizarro hombre de muchas y variadas experiencias indianas, adquiridas militando con Ojeda, Enciso, Balboa, Morales, Pedrarias. Obtiene, pues, Pizarro licencia del gobernador Pedrarias, y se asocia con Diego de Almagro y el clérigo Hernando Luque para formar una compañía descubridora.

Las primeras expediciones (1524-1525 y 1526-1528), escasas de conocimientos geográficos, de hombres y de medios, consiguen sólo aproximarse al imperio de los Incas y conocerlo mejor, pero pasan por calamidades durísimas, casi insuperables, sufren graves pérdidas, y llegan a una situación límite, en la que parece inevitable abandonar el intento. Concretamente, en septiembre de 1527, estando refugiados en la isla del Gallo, cuando decide Pizarro jugarse el todo por el todo. Traza una raya en la arena de la playa, y dice a sus compañeros: «por aquí se va a Panamá a ser pobre; por allá, al Perú, a ser rico y a llevar la santa religión de Cristo, y ahora, escoja el que sea buen castellano lo que mejor estuviere». Trece hombres, los Trece de la Fama, se unen a su jefe. Esta expedición, la segunda, alcanza hasta Túmbez, donde llegan a saber que hay en el Perú una guerra civil, en la que dos hermanos se disputan el imperio de los incas. Regresados todos a Panamá, decide Pizarro viajar a España, para intentar el asalto final con más autoridad y medios.

El emperador Carlos I recibe con agrado las noticias de Pizarro, que ha llegado con un grupo de indios y también con oro, y en 1529 se establece el documento de Capitulación para la conquista. Pizarro coincide en la corte con el famoso Hernán Cortés, otro extremeño, de Medellín, que le aconsejó según sus experiencias de México. Recoge el ahora gobernador Pizarro a sus hermanos Hernando, Gonzalo y Francisco Martín de Alcántara, y vuelve a Panamá.

Caída del Imperio incaico

La expedición tercera, la de la conquista, se inicia en enero de 1531. Pizarro, que tiene entonces unos 56 años, se hace a la mar en tres navíos, acompañado de tres frailes, entre ellos fray Vicente Valverde, 180 soldados y 37 caballos. De Panamá llegan después más refuerzos. Tras muchas penalidades, alcanzan Túmbez, donde queda una guarnición. Siguen adelante y fundan San Miguel, sitio donde permanecen todavía cinco meses. Ahora sí están en las puertas de un imperio inca, que estaba en grave crisis.

En efecto, Huayna Capac, tercero de los Incas históricos, antes de morir en 1523, hace reconocer en el Cuzco como Huáscar Inca, sucesor suyo, a su hijo Titu-Cusi-Huallpa, hijo de reina (coya). Pero deja como gobernador del norte, en la marca septentrional que estaba sostenida por sus generales, a su hijo Atau-Huallpa, nacido de una india quiteña (ñusta). Atahualpa se alza en guerra contra su hermano y prevalece sobre él... Así están las cosas en el Perú cuando en 1532 llega Pizarro con su hueste mínima. El Inca usurpador recibe en ese tiempo, sin especiales alarmas, noticias de los visitantes. El 24 de setiembre sale Pizarro con sus hombres a su encuentro, hacia Cajamarca. El Inca duda entre eliminarlos sin más, o dejarles entrar primero, recibir de ellos noticias y obsequios, y suprimirlos después. Aconsejado por su corte, decide lo segundo.

Conocemos bien los detalles del primer encuentro entre Atahualpa y Pizarro, que se produjo en Cajamarca, pues tuvo cronistas, como Francisco de Xerez y Diego Trujillo, que fueron testigos presenciales. El Inca, llevado en litera, se presentó en toda su majestad ante un grupo deslucido de unos 170 barbudos. El padre Valverde, dominico, inició su discurso religioso, y presentó al Inca su breviario, donde estaba escrita la verdad, pero Atahualpa tiró el libro al suelo, despreciativo. Entonces Pizarro se armó rápidamente de espada y adarga, «entró por medio de los indios, y con mucho ánimo, con solos cuatro hombres que le pudieron seguir, allegó hasta la litera donde Atabalipa estaba, y sin temor le echó mano del brazo, diciendo: "Santiago". Luego soltaron los tiros y tocaron las trompetas, y salió la gente de pie y de caballo...

«En todo esto no alzó indio armas contra español; porque fue tanto el espanto que tuvieron de ver entrar al Gobernador entre ellos, y soltar de improviso la artillería y entrar los caballos de tropel, como era cosa que nunca habían visto; con gran turbación procuraban más huir por salvar las vidas que de hacer guerra» (Xerez, Verdadera relación 112). Y de esta manera, después de «poco más de media hora» de combate, el imperio formidable de los Incas, tras un siglo de existencia, quedó sujeto a la Corona española. Era el 15 de noviembre de 1532.

Como sucedió en México, donde los aztecas creyeron al principio que los españoles eran divinos (teúles), también en el Perú, según afirma el padre Acosta, los incas, sobrecogidos ante el poder nuevo de los españoles, «los llamaron Viracochas, creyendo que era gente enviada por Dios, y así se introdujo este nombre hasta el día de hoy, que llaman a los españoles Viracochas» (Hist. natural VI,22). Por otra parte, los jefes españoles -también a semejanza de lo ocurrido doce años antes en México, con Moctezuma-, tratan cortésmente con Atahualpa, «teniéndole suelto sin prisión, sino las guardas que velaban» (Xerez 114).

En esta situación, el Inca sigue ejerciendo cierta autoridad sobre el imperio. Rodeado de sus familiares y siervos, manda que su hermano Huáscar sea asesinado. Y tres ejércitos incaicos, en Quito, Cuzco y Jauja, reciben todavía órdenes suyas, en las que más de una vez, como es natural, ordena la eliminación de los españoles...

El profesor Ballesteros Gaibrois hace notar que «los españoles estaban en verdad sitiados en Cajamarca, y para ellos la situación era realmente de vida o muerte. Los últimamente llegados [de Chile] con Almagro, abogaban por la rápida supresión del monarca indio, aduciendo su traición», que no era tal, sino legítima defensa. «Cada parte tenía razones para actuar como actuaron, pero el proceso carecía de legalidad, y sólo las poderosas razones de la guerra y el espíritu de conservación llevaron a la ejecución de un reo que realmente no lo era» (AA, Cultura y religión 117).

En la votación, 350 votos contra 50 deciden la muerte de Atahualpa, y Pizarro cede de mala gana. La ejecución se produce el 24 de junio de 1533, y Carlos I, en carta de 1534, le hace reproches a Pizarro con amargura, sobre todo porque el Inca no ha sido muerto en guerra, sino en juicio: «La muerte de Atahualpa, por ser señor, me ha desplacido especialmente siendo por justicia».

Durante unos años, Pizarro consolida la conquista, domina la primera anarquía que se produce al venirse abajo el orden imperial, vence las sublevaciones indias alentadas por otro hijo de Huayna Capac, Manco Inca, impulsa una primera organización mínima, manteniendo en lo posible las estructuras incaicas ya existentes, y al norte del Cuzco, cerca del mar, funda Lima, en 1535, la que fue llamada Ciudad de los Reyes, por haber sido fundada en el día de la Epifanía.

Conquista de Chile

Después de la fracasada expedición de Almagro, nada se había intentado hacia Chile. Don Pedro de Valdivia, hidalgo extremeño, maestre de campo y hombre de confianza de Pizarro, le pide a éste autorización para intentar la conquista de Chile. Parte del Perú a comienzos de 1540, con una docena de hombres -el nombre de Chile inspiraba temor y casi nadie se animaba a la empresa-. Se le suman más hombres por el camino, hasta 150, la mayoría de ellos hidalgos, de los que incluso 33 sabían leer y escribir, y 105 firmar: gente culta.

Superando grandes resistencias de indios, desiertos y distancias, llega Valdivia a fundar en 1541 Santiago de Chile. En sus cartas a Carlos I se nota que él, como Hernán Cortés, el primer mexicano, se ha enamorado de aquella tierra -«para perpetuarse no la hay mejor en el mundo»-, y viene a ser el primer chileno.

Con mucha solicitud por poblar, se fundan en su tiempo ciudades como La Serena (1544), Concepción (1550), Valdivia (1552), La Imperial (1552) y Villarrica (1552). Finalmente Valdivia, en 1553, acudiendo a sofocar la insurrección de Arauco, conducida por su antiguo paje, el valeroso Lautaro, muere con todos sus compañeros en Tucapel.

Antes y ahora

Los cronistas de la época dejan ver en ocasiones que al encontrarse los españoles y los indios, tanto en el Perú como en otros lugares de América, se produjo a veces una relativa degradación moral de los indios, que ya no se sujetaban a sus antiguas normas, y que todavía no habían asimilado los ideales cristianos. Es ésta, por ejemplo, una tesis continua en la obra de Guamán, cristiano sincero, que idealiza quizá un pasado inca, que él, nacido en 1534, no pudo conocer personalmente. Él piensa que los incas «guardaron los mandamientos y buenas obras de misericordia de Dios en este reino, lo cual no lo guardan ahora los cristianos» (Nueva crónica 912).

Guamán piensa que la atención de huérfanos e inválidos, enfermos y pobres, antes era mejor (898-899). Ahora abundan el juego, las deudas y los robos, cosas que antes apenas se daban (914, 929, 934). Ahora hay pereza y rebeldía en el indio, mientras que antiguamente «el indio tenía tanta obediencia como los frailes franciscanos y los reverendos padres de la Compañía de Jesús. Y así los indios besaban las manos y el corazón del cacique principal para salir a trabajar... Antes había más humildad y caridad y amor del servicio de Dios y de su Majestad en todo este reino. Ahora está perdido el mundo» (876). Antes, «en tiempo de los Incas no había adúlteras, putas, mal casadas» (929), «no hubo adúltera ni lujuriosa mujer, y a ésta luego le mataba en este reino» (861). Pero ahora las indias, en trato con españoles y españolas, se han echado a perder, y «salen muy muchos mesticillos y mesticillas, cholos y cholas. Y así no hay remedio en este reino» (861). Antes «los Incas a los indios, indias borrachos los mandaba matar luego como a perros y puercos. Ahora en esta vida se les perdona por Dios y así recrece más» el vicio (882).

El indio Guamán, al recordar el caído imperio incaico, no quiere que sea restablecido, pero sí que se aplique a los indios conversos una ascética cristiana de dureza incaica. Y así pretende que «todos los indios en este reino obedezcan todo lo que manda la santa madre Iglesia y lo que mandan los prelados y curas y sacerdotes, los diez mandamientos, el evangelio y la ley de Dios que fuere mandado. Y que no pasen de más ni menos. Y a los que pasasen, sea castigado y quemado en este reino» (860)...

En los ingenuos escritos de Guamán se aprecia a veces que le sale el inca, pero en otras ocasiones hace observaciones realmente conmovedoras: «Mira, cristiano lector, aprende de esta gente bárbara que aquella sombra de conocer al Creador no fue poco. Y así procura de mezclar [todo lo bueno que esos indios vivieron] con la ley de Dios para su santo servicio» (62).

Del orden al caos

El socialismo totalitario de los Incas de tal modo era un todo, que una vez descabezado por los españoles, cae totalmente. Ya muy pronto los incas, completamente desorganizados y desmoralizados, no suponen un peligro para los viracochas españoles. Más bien encuentran éstos el peligro en las guerras civiles que ellos mismos producen, hasta dar en un caos de anarquía...

En efecto, por esos años, el Perú era un hervidero de guerras civiles entre los españoles, algo vergonzoso para aquellos indios, tan hechos a la disciplina imperial del Inca. Luchan Francisco Pizarro y Diego de Almagro (1537-1538); pelean a muerte el hijo de Almagro y Vaca de Castro, nuevo gobernador del Perú (1541-1542); se rebela Gonzalo Pizarro contra las Leyes Nuevas que llegan de España, y es muerto el virrey Núñez de Vela (1544-1546); lucha Gonzalo Pizarro contra el licenciado La Gasca, eclesiástico enviado por la Corona con plenos poderes, y el primero es derrotado y muerto (1547-1548); se alza Hernández Girón contra la Audiencia de Lima (1553-1554), y finalmente La Gasca impone la autoridad de la Corona. Sólo entonces el virreinato del Perú se afirma y va adelante.

Del caos al orden

La Gasca trajo al Perú la paz, tras veinte años de caos. Y el virrey Francisco de Toledo estableció el orden, hasta el punto que ha sido llamado «el nuevo Pachacutec» del mundo hispano-incaico. Toledo hizo personalmente una visita larga y minuciosa del antiguo imperio, y tras recoger amplias informaciones de los funcionarios de provincias -publicadas en el siglo XIX en cuatro tomos, con el título Relaciones geográficas de las Indias-, fue configurando un orden nuevo, no indio, ni hispano, sino hispanoindio. Según Louis Baudin, «los destinos de un pueblo han sido rara vez dirigidos por administradores tan grandes como el presidente La Gasca o el virrey F. de Toledo» (Imperio socialista 367).

En efecto, dice el mismo autor en otra obra, «los españoles han destruido los ídolos y los quipos, pérdida irreparable, pero han conservado muchas instituciones y no han tratado de suprimir a los habitantes, como colonizadores menos bienintencionados no han dudado de hacer en otras partes. En un estilo muy actual, el Rey de España designaba al Perú como un «reino de ultramar» y no como una colonia, y lo miraba como una réplica de la metrópoli al otro lado del océano, no como un territorio para explotar. Los indígenas gozaban de las disposiciones protectoras "inverosímilmente modernas" de las leyes de Indias [J. A. Doerig], y ya desde mediados del siglo XVI, Lima vino a ser uno de los grandes centros culturales del Nuevo Mundo» (Les incas 165).

Perú cristiano de 1550

Daremos aquí sólamente unos pocos datos significativos. Cieza de León describe la situación de las diócesis y de los religiosos misioneros del virreinato del Perú en 1550, cuando él regresó a España, es decir, a unos quince años de la conquista del Perú y de la fundación de Lima.

Hay ya cuatro obispados constituidos: en Cuzco (con Huamanga, Arequipa y la Paz), en la Ciudad de los Reyes, sede del arzobispo Loaysa, en Quito (con San Miguel, Puerto Viejo y Guayaquil), y en Popayán (Crónica cp.120). Y en esas mismas fechas son ya muchas las comunidades de religiosos establecidas: en Cuzco (dominicos, en el mismo lugar de Coricancha, el templo principal del Sol, franciscanos y mercedarios), la Paz (franciscanos), Chuquito (dominicos), Plata (franciscanos), Huamanga (dominicos y mercedarios), Ciudad de los Reyes (franciscanos, dominicos y mercedarios), Chincha (dominicos), Arequipa (dominicos), León de Guanuco (dominicos), Chicama (dominicos), Trujillo (franciscanos y mercedarios), Quito (dominicos, mercedarios y franciscanos).

Y «algunas casas habrá más de las dichas, que se habrán fundado, y otras que se fundarán por los muchos religiosos que siempre vienen proveídos por su Majestad y por los de su Consejo real de Indios, a los cuales se les da socorro, con que puedan venir a entender en la conversión de estas gentes, de la hacienda del Rey, porque así lo manda su Majestad, y se ocupan en la doctrina de estos indios con grande estudio y diligencia» (cp.121).

Lima cristiana en 1600

El fraile jerónimo Diego de Ocaña, enviado desde su monasterio extremeño de Guadalupe, como visitador y limosnero de las cofradías de esta advocación de la Virgen, llegó a Lima en octubre de 1599, donde visitó al arzobispo don Toribio Alfonso Mogrovejo y presentó sus respetos al virrey don Luis de Velasco. Dos años estuvo en la Ciudad de los Reyes, que llevaba entonces sesenta y cinco años desde su fundación, y las informaciones que de ella nos dejó (A través de la América del Sur) merecen ser recordadas en extracto.

«En esta ciudad asiste de continuo el virrey, los oídores y Audiencia real, el arzobispo [por entonces casi siempre ausente en interminables visitas pastorales] con su cabildo, porque esta iglesia de Lima es la metrópoli; aquí está el tribunal de Inquisición y el juzgado de la Santa Cruzada. Hay universidad [la de San Marcos, creada en 1551, abierta a españoles, indios y mestizos], con muchos doctores que la ilustran mucho, con las mismas constituciones de Salamanca. Hay cátedras de todas ciencias [concretamente: Teología, Leyes, Cánones, Medicina, Gramática y Lenguas indígenas]; provéense por oposición; tiénenlas muy buenos supuestos. Florecen mucho los criollos de la tierra en letras, que tienen muy buenos ingenios. Y en particular los conventos, donde también se leen artes y teología y cada semana hay conclusiones [reuniones de estudio] en los conventos, que son muchos y muy buenos, con muy curiosas iglesias. En particular la de santo Domingo, hay doscientos frailes; en san Francisco hay más de doscientos; en san Agustín hay otra iglesia de tres naves muy buena y muchos frailes; en nuestra Señora de las Mercedes muy buen claustro y muchos frailes; en la Compañía de Jesús, mucha riqueza y curiosidad de reliquias, muchos religiosos y muy doctos que lucen mucho en las conclusiones. Conventos de monjas, la Encarnación, donde hay doscientas monjas de lindas voces, mucha música y muy diestras, y que en toda España no se celebran con más solemnidad las fiestas como en este convento»... Y siguen sus elogios sobre los conventos de la Concepción, de santa Clara, de las descalzas de san José y del convento de la Santísima Trinidad, «que son cinco» de mujeres.

Fuera de la ciudad hay casa de los frailes descalzos, «y hay en ella santísimos hombres; está de la otra parte del río, donde acude mucha gente a consolarse con la conversación de aquellos religiosos. Hay también otros lugares píos y de devoción, como es nuestra Señora de Copacabana, la Peña de Francia [muy citada por Guamán], nuestra Señora del Prado, Monserrate. Y nuestra Señora de Guadalupe, camino de la mar; es buena iglesia, está en sola esta casa de los lugares píos el Santísimo Sacramento y, así, es muy frecuentada de mucha gente».

«Hay en esta ciudad cuatro colegios muy principales que ilustran mucho a esta ciudad, como es el colegio Real, el de san Martín, el del Arzobispo, y el seminario de los padres de la Compañía; y sólo éste tiene 120 colegiales. De estos colegios se gradúan muchos en todas facultades, con que le universidad se va aumentando y la ciudad de Lima ilustrando mucho. Hay hospitales para españoles y para indios, muy buenos y bien proveídos, con muchas rentas, como es el hospital de san Andrés, que es de los españoles, y el de santa Ana, que es de los naturales, y el hospital de san Pedro, que es para curar clérigos pobres. Hay otro fuera de la ciudad, de la otra parte del río, que es el de san Lázaro, donse se curan llagas; y a todos éstos se acude con mucha limosna que para ellos se pide. Hay muchas cofradías en todos los conventos, y todas hacen sus fiestas y con mucha abundancia de cera que gastan; y las noches de las vísperas ponen en las iglesias luminarias y arrojan cohetes y hacen muchas invenciones de fuegos, con que en esta tierra nueva se celebran las fiestas» (cp.16).

Aquella Lima de 1600, cabeza de la América hispana del sur -que sólo hacia 1800 llega a tener unos 50.000 habitantes, como Santiago de Chile, o La Habana-, era un mundo abigarrado de blancos e indios, mestizos y negros, encomenderos y funcionarios, clérigos y frailes, descendientes de conquistadores, muchas veces venidos a menos -«verse nietos de conquistadores y sin tener qué gastar»-, todos luchando por mantenerse o subir, y todos celosos de mantener en casa y cabalgaduras, vestidos y criados, una buena imagen. Particularmente las mujeres, según nuestro buen monje jerónimo, ofrecían una buena presencia: «el mujeriego de Lima es muy bueno. Hay mujeres muy hermosas, de buenas teces de rostros y buenas manos y cabellos y buenos vestidos y aderezos; y se tocan y componen muy bien, particularmente las criollas, que son muy graciosas y desenfadadas» (cp.17).

No hay en Lima, por supuesto, un ejército de ocupación, como no lo había en ningún lugar de Hispanoamérica. «Hay en esta ciudad dos compañías de gentiles-hombres muy honrados. La compañía de arcabuces tiene cincuenta hombres; la compañía de lanzas tiene cien hombres. Las compañías son muy lucidas y de gente muy honrada y mal pagada. Estas dos compañías son para guarda del reino y de la ciudad», pero sobre todo sirven para dar categoría y esplendor a la Ciudad de los Reyes; en efecto, «ilustran mucho la ciudad porque tienen buenos morriones y grabados y muchos penachos; y salen de continuo muy galanes y bien aderezados con sus trompetas y estandartes que lucen mucho todas las veces que salen».

Fray Diego de Ocaña concluye en fin: «Es mucho de ver donde ahora sesenta años no se conocía el verdadero Dios y que estén las cosas de la fe católica tan adelante» (cp.18).

Otras ciudades cristianas del 1600

También Guamán, a pesar de su actitud, que ya vimos (84), tan crítica hacia todos los españoles, hace de Lima un juicio muy elogioso. En dicha ciudad vive «con toda su policía y cristiandad y caridad y amor de prójimo, gente de paz, grandes servidores de Dios y de su Majestad»; en Lima «corre tanta cristiandad y buena justicia» (Nueva crónica 1032). Y siguiendo a Guamán en sus pintorescas informaciones y apasionados juicios -él pasó muchos años viajando por la región-, podemos asomarnos también a las otras ciudades del virreinato del Perú, a cada una de las cuales dedica una página descriptiva y calibradora.

Nuestro autor habla mal de Quito y de Trujillo, «malos cristianos», «gente de poca caridad»; medianamente de Ica, Nazca, Oropesa y Huamanga; y elogiosamente -«gente cristianísima», «muchas limosnas, todo verdad», «fieles servidores de Dios y de su Majestad», etc.- acerca de Santa Fe de Bogotá, Popayán, Atres, Riobamba, Cuenca, Loja, Cajamarca, Conchocos, Paita, Zana, Puerto Viejo, Guayaquil, Cartagena, Panamá, Guánuco, la ciudad de su familia -«es de la corona real, que desde los Incas fue así, fiel como en Castilla los vizcainos»-, Callao, Camana, Cañete, Pisqui, Cuzco, Arequipa -«todos se quieren como hermanos, así españoles como indios y negros»-, Arica, Potosí, Chuquisaca, Chuquiyabo, Misque -«tierra de santos, muy buena gente»-, Tucumán y Paraguay, Santiago de Chile -«buena gente cristiana»- y el fuerte chileno de Santa Cruz.

Ésa era la presencia del cristianismo en el extenso virreinato del Perú hacia 1600, unos sesenta y cinco años después de la conquista. Para saber más de esa realidad tan sorprendente y entender mejor sus causas, conozcamos los hechos de algunos apóstoles del Perú.

2. Santo Toribio de Mogrovejo, patrono del episcopado iberoamericano

Un buen cristiano

Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, hoy provincia de Valladolid, en 1538, de una antigua familia noble, muy distinguida en la comarca. Su padre, don Luis, «el Bachiller Mogrovejo», como le decían, fue regidor perpetuo de la villa, y su madre, de no menor señorío, fue doña Ana de Robledo. Antes de él habían nacido dos hijos, Luis y Lupercio. Y después de él, dos hermanas, Grimanesa y María Coco, que habría de ser religiosa dominica. Muertos los dos primeros, a él le correspondió el mayorazgo de los Mogrovejo. Recordaremos aquí su vida según la amplia y excelente biografía de Vicente Rodríguez Valencia, y la más breve de Nicolás Sánchez Prieto.

Su educación fue muy cuidada y completa. A los 12 años estudia en Valladolid gramática y retórica, y a los 21 años, en 1562, comienza a estudiar en Salamanca, una de las universidades principales de la época, que sirvió de modelo a casi todas las universidades americanas del siglo XVI. En Salamanca le ayudó mucho, en su formación personal y en sus estudios, su tío Juan de Mogrevejo, catedrático en Salamanca y en Coimbra.

Al parecer, pasó también en Coimbra dos años de estudiante, y se licenció finalmente en Santiago de Compostela, adonde fue a pie en peregrinación jacobea. En 1571 gana por oposición una beca en el Colegio Mayor salmantino de San Salvador de Oviedo. Uno de sus condiscípulos del Colegio, su amigo don Diego de Zúñiga, fue importante, como veremos, en ciertos pasos decisivos de su vida.

Como es frecuente en los santos, ya desde chico da Toribio signos precoces de las maravillas que Cristo va obrando en él. Su capellán más íntimo, Diego de Morales, afirma que «desde sus tiernos años consagró a Dios su virginidad», y que la defendió con energía cuando fue puesta a prueba con ocasión de una broma de estudiantes. En su tiempo de universitario, continuó en él la manía de dar limosna que ya tenía desde niño, y acostumbraba contentarse con pan y agua en desayuno y cena. El rector del Colegio Mayor salmantino en que vivía, el de Santiago de Oviedo, hubo de llamarle la atención por la dureza de las mortificaciones que practicaba. Una testigo de Villaquejido, donde Toribio solía ir en las vacaciones escolares y universitarias, pues era el pueblo natal de su madre, «dijo que era tan buen mozo y tan buen cristiano como no lo vio en su vida» (Rgz. Valencia I,91).

Por influjo quizá de su amigo Zúñiga, oidor entonces de la Audiencia de Granada, fue nombrado don Toribio Inquisidor de Granada, función muy alta y delicada, en la que permaneció cinco años. Tenía entonces éste 35, y fue aquél un tiempo muy valioso para él, pues aprendió a ejercitar el discernimiento y la prudencia, sirviendo a la pureza de la fe en aquella sociedad compleja, en la que moriscos y abencerrajes estaban mezclados con la población cristiana.

Arzobispo de Lima

El primer arzobispo de Lima, don Jerónimo de Loaysa, murió en 1575. Y por aquellos años, tanto el rey como el Consejo de Indias recibían continuas solicitudes de virreyes y gobernadores, para que mandaran a las Indias obispos jóvenes, abnegados y fuertes, pues tanto el empeño misionero como el gobierno eclesiástico de aquellas regiones, apenas organizadas, requerían hombres de mucho temple y energía.

En marzo de 1578, siendo don Diego de Zúñiga consejero en el Consejo de Indias, don Toribio de Mogrevejo es designado para arzobispo de Lima. En ocasión solemne, Felipe II afirma: «la elección que yo hice de su persona»... En aquel momento Mogrovejo es sólo clérigo de primera tonsura, y tiene 39 años. Se explica, pues, que necesitara tres meses para decidirse, en agosto, a aceptar el nombramiento. Recibe entonces en Granada las órdenes menores y el subdiaconado, y allí mismo, donde continúa dos años como Inquisidor, recibe el subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio presbiteral.

Prepara en esos años su viaje a América, donde le van a acompañar veintidós personas, entre ellas su hermana Grimanesa, con su marido don Francisco de Quiñones. Se despide en Mayorga de su madre doña Ana, visita en Madrid el Consejo de Indias, es ordenado obispo en Sevilla, donde está la llave que abre las puertas de las Indias. Por fin, en setiembre de 1580, desde Sanlúcar de Barrameda, parte con los suyos en la flota que va al Perú.

La diócesis de Lima

La tarea apostólica de Santo Toribio iba a desarrollarse en una arquidiócesis limeña de enorme extensión, unos mil por trescientos kilómetros. Abarcaba, en efecto, desde Chiclayo y Trujillo al norte, hasta Ica al sur, más las regiones andinas, desde Cajamarca y Chachapoyas hasta Huancayo y Huancavelica, y aún más al oriente por Moyobamba. A las ciudades ya nombradas se añadían Huaylas, Cinco Villas, Cañete, Carrión, Chancay, Santa, Saña -donde vino a morir-, más otros pueblos y unas 200 reducciones-doctrinas de indios. Actualmente hay dicinueve grandes diócesis en ese inmenso territorio.

Pero además era Lima una arquidiócesis de suma importancia en lo eclesiástico, pues tenía como diócesis sufragáneas la vecina de Cuzco, las de Panamá y Nicaragua, Popayán (Colombia), La Plata o Charcas (Bolivia y Uruguay), Santiago y La Imperial, después trasladada a Concepción (Chile), Río de la Plata o Asunción (Paraguay) y Tucumán (Argentina). Es decir, casi toda Sudamérica y parte de Centroamérica quedaba presidida por este hombre de 43 años, recién hecho sacerdote y obispo.

El arzobispo Jerónimo de Loaysa

Santo Toribio llega a la sede limeña en mayo de 1581. Seis años llevaba sin cabeza pastoral la Ciudad de los Reyes, fundada en 1535. El dominico fray Jerónimo de Loaysa, primer obispo de Lima (1541), y primer arzobispo (1546), había muerto en 1575. Fue Loaysa «sintetizador de las reivindicaciones que las grandes personalidades cristianas del Perú hicieron en favor de los naturales durante el siglo XVI», como dice Manuel Olmedo Jiménez (299).

Y mereció realmente ser llamado Pacificador de españoles y protector de indios, pues lo fue de verdad, «sin más pretensiones lascasianas, sino midiendo la propia realidad de los hechos y sus verdaderas posibilidades de acción» (ib.). En su tiempo se celebraron los Concilios regionales I de Lima (1552) y II de Lima (1567). Y a él debemos los Avisos breves para todos los confesores destos Reinos del Perú, donde tan gravemente se urgen las conciencias de los españoles (309-313).

Sin embargo, esta gran disciplina eclesiástica apenas había sido aplicada a la realidad pastoral. De hecho, ya en 1556, Loaysa pidió al rey ser relevado de su cargo, alegando «no puedo cumplir con la carga y oficio que tengo», pues se veía enfermo y agotado (Rgz. Valencia I,194)...

El gran arzobispo Mogrovejo

Mogrovejo asume, pues, la diócesis en los comienzos de su organización, tras seis años de sede vacante, con un clero diocesano y regular bastante numeroso, y con un Cabildo eclesiástico de hombres bien preparados en la Universidad limeña de San Marcos, fundada en 1551. Y sus veinticinco años de ministerio episcopal se distribuyen de forma verdaderamente rigurosa y exacta, que denota un perfecto dominio de sí mismo. «No es nuestro el tiempo», solía decir. Éste fue, en síntesis, el calendario de su apostolado:

1581: Llegada de Santo Toribio a Lima, y primera salida de su sede, «para tomar claridad y lumbre de las cosas que en el concilio se habían de tratar». 1582-1583: III Concilio de Lima. 1584-1590: Primera Visita general. 1591: IV Concilio. 1593-1597: Segunda Visita. 1601: V Concilio. 1605-1606: Tercera Visita. Hizo también varias salidas en Visitas parciales, y cumpliendo la norma de Trento, celebró Trece Sínodos diocesanos. Murió en 1606.

La diócesis limeña, como todas las de entonces, era fundamentalmente misionera. Y muy consciente de ello, Santo Toribio, a diferencia de otros obispos que se quedaban en su sede y dejaban a los religiosos y doctrinos la acción propiamente misional, se dedicó principalmente al apostolado entre los indios, limitando casi sus estancias en Lima a los tiempos en que se celebraron sus tres Concilios o los Sínodos diocesanos. Las visitas pastorales

Al narrar los hechos apostólicos de Santo Toribio, merecen memoria especial sus visitas pastorales, que conocemos bien por el Diario, y por el Libro de la Visita. Tenemos también los relatos y testimonios detallados de sus acompañantes Bernardino de Almansa, Juan de Vargas, Sancho Dávila, Hernando Martínez, Ramírez Berrio...

En los libros de visita todo quedaba anotado: estado de los indios, de la iglesia, de los ganados, telares y obras, estadísticas... Veamos como muestra la visita a la doctrina de Cajacay: «Está junto a Chiclayo; hay 67 indios tributarios y 18 reservados, y 145 de confesión y 185 ánimas, grandes y chicas. Confirmó su Señoría Ilma., la vez pasada, en este pueblo 255 personas, y ahora 22. Hay cerca de este pueblo las estancias siguientes: Una estancia de Alonso de Migolla, que está media legua de este pueblo. Hay 20 personas. Otra estancia»... Y así va detallando hasta sumar 356 indios tributarios (Rgz. Valencia I,455).

Los secretarios de visita, que se turnaban para acompañar al señor arzobispo, quedaban agotados, pero él iba siempre adelante incansablemente, y no llevado por indígenas en litera o silla de manos, como era normal en los indios o españoles principales, sino siempre en mula o a pie, como dice Almansa, «sólo por no dar molestia ni trabajo a los indios». Viajaba en mula a veces por laderas asomadas a los abismos andinos, «que parecía milagroso dejarse de matar». O si no era posible entrar la cabalgadura, «muchas veces a pie, con las ciénagas y lodo hasta las rodillas y muchas caídas».

No era raro para él tener que pasar la noche al sereno. Utilizaba entonces la montura de la mula como cabezal. Y también le servía para cubrirse con ella en los aguaceros que a veces les sorprendían de camino, perdidos, lejos de cualquier tambo, en soledades donde nadie había para orientarles.

Los indios estaban con frecuencia dispersos fuera de las doctrinas y pueblos. Pero Santo Toribio no limitaba sus visitas pastorales a estos centros principales, ni empleaba delegados, sino que él mismo se allegaba, según los testimonios de sus acompañantes, «visitando personalmente y consolando a sus ovejas, no dejando cosa por ver... No dejando huaicos, cerros ni valles que él mismo por su persona no los visitase con grandísimo trabajo y riesgo de su vida... No contentándose con andar y visitar los pueblos grandes, sino los cortijos, pueblos y chácaras, aunque en ellos no hubiese más de tres o cuatro viejos... Muchas veces a pie».

Para dar la confirmación a una indiecita en alguna parte remota, allá «iba él propio a buscarla y la confirmaba, y no quería que pasase la dicha india ningún peligro en su persona; y Su Señoría lo quería pasar y la iba a buscar». Durante la peste de viruela, que diezmó las reducciones, él visitaba a los indios, entrando en sus chozas, «sufriendo el hedor que tenían, de suerte que, si no fuera con celo ferviente de caridad y amor, no se pudiera hacer ni sufrir». Tampoco había zona de indios de guerra que le arredrase, como cuando entró en las montañas de Moyobamba. En aquella ocasión «le persuadieron y aconsejaron muchas personas y le requirieron que en ninguna manera entrase». Pero él allá se entró, «que por Dios más que aquello se había de pasar». Con todo esto, «algunos de los criados que llevaba se le despidieron y quedaron por no atreverse a entrar».

El apostolado no es otra cosa que mostrar a los hombres el amor que Dios les tiene en Cristo (+1Jn 4,16). Pues bien, el amor de Cristo a los indios del Perú se manifestó de forma conmovedora en las andanzas apenas imaginables que el santo arzobispo Mogrovejo pasó en sus visitas pastorales. Los incas habían dejado una incipiente red viaria, pero él hubo de ir muchas veces por caminos de cabras, «aptos sólo para ciervos» (cervis tantum pervia), como decía el padre Acosta, su colaborador principal.

Téngase en cuenta que la diócesis de Lima iba desde los calurosos llanos hasta las alturas de los Andes, cuyas cimas alcanzan allí los 7.000 metros de altura. Ni siquiera sus criados indios aguantaban a veces cambios climáticos tan brutales. Pero el santo arzobispo, un día y otro, durante meses, durante muchos años, atravesaba selvas, llanos y ciénagas, valles y ríos, o se remontaba a aquellas alturas majestuosas, que avistaban cortinas sucesivas de montes y montañas, entre cortados precipicios, con un río quizá allá abajo, apenas un hilo de plata dos kilómetros al fondo...

Mogrovejo iba siempre animando a todos, con buen semblante, unas veces detrás, recogido en oración, otras veces delante, abriendo camino, si el paso era peligroso, y en ocasiones cantando a la Virgen o semitonando aquellas Letanías del Concilio de Lima -así llamadas porque se incluyeron en la compilación de sinodales del Santo-, en las que por cierto se confesaba la Inmaculada Concepción de María y su gloriosa Asunción a los cielos con varios siglos de anticipación a su proclamación dogmática. Fray Melchor y el licenciado Cepeda, que en una ocasión le acompañaban, y le hacían coro, comentaban: «No parecía sino que venía allí un ángel cantando la letanía, con lo cual no se sentía el camino».

Es preciso repetirlo: resulta casi inimaginable lo que Santo Toribio pasó recorriendo aquellas inmensas distancias en sus visitas pastorales. Como los itinerarios de sus viajes quedaron registrados al detalle, puede calcularse con bastante exactitud que recorrió unos 40.000 kilómetros.

Este hombre, de buena salud, pero de complexión no demasiado fuerte, que hasta los 43 años lleva una vida sedentaria, entre papeles y cartapacios, y que a esa edad inicia 25 años de vida pastoral, la mayor parte de ella de camino, en chozas, a la intemperie, a pan y agua, es una demostración patente de que el hombre sinceramente enamorado de Dios viene a participar de la omnipotencia divina, se hace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, y puede con todo.

Y además con facilidad y con alegría.

«No es nuestro el tiempo»

Su apasionado amor pastoral le llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso. Ni se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello de San Pablo, «el tiempo es corto» (1Cor 7,29).

Y no se le ocurría invertir una semana o un día o medio en visitas de cumplido, en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o fiestucas piadosas. Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba; así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de Quito. El tenía claro que «no es nuestro el tiempo».

La Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves. Contaremos sólo un par de ejemplos. Una vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales. Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable, fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la inversa.

En otra ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima, «de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad, estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante, con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A una de éstas, el arzobispo se vió descalabrado en una caída aparatosa, tan fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo -había perdido las botas hundidas en el barro-, retomó la subida, desmayándose varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y allí divisaron un tambo, al que llegaron como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío. Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo. Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.

Mogrovejo, como Zumárraga, era un ministro apasionado de la confirmación sacramental. Su capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y 1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal. Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer, y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».

Muy de mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche, se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso admitir hasta que pagaron a un indio, cuyo era, cuatro reales por él, y entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado y trabajado».

Entonces se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo «se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Le animó y le confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer...

Bien podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre santo». Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo» (1Cor 4,15).

«Confirmó más de ochocientas mil almas», afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo más de medio millón de bautismos. Anduvo 40.000 kilómetros... A veces la cantidad es tan enorme que se trasforma en calidad, en dato cualitativo. Bien pudo decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila: «Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que... ni persona particular pudiera hacer».

Considerando estas enormidades -más allá de la norma- que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo»... Pero el santo no es santo porque hace esas cosas, sino que hace esas cosas porque es santo.

Protestas y calumnias

A no pocos capitalinos de Lima, muy conscientes de vivir en la Ciudad de los Reyes, no les hacía ninguna gracia las interminables ausencias del señor arzobispo, aunque éste se viera sustituido por el prudentísimo don Antonio de Valcázar, provisor.

Un grupo de canónigos del Cabilde limense, molestos con el arzobispo por un par de cuestiones, escriben al rey con amargura: «Para más nos molestar, ha casi siete años que anda fuera de esta ciudad so color de que anda visitando... Pudiendo hacer la Visita en breve tiempo, se está en los Partidos hasta los fenecer» (30-4-1590). El oidor Ramírez de Cartagena confecciona primorosamente un Memorial al rey, engendro contrario al Santo, que entregó al virrey nuevo del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, el cual tuvo buen cuidado de hacerlo llegar al Consejo de Indias. Otros varios se unen también contra él, con pleitos y cartas de agravios dirigidas al rey.

El de Cañete estimula estos escritos difamatorios contra el arzobispo, y se apresuraba para hacer llegar todas estas quejas a la Corte. El mismo escribe al rey que el arzobispo «y sus criados andan de ordinario entre los indios comiéndoles la miseria que tienen». Y añade delicadamente: «y aún no sé si hacen cosas peores... Todos le tienen por incapaz para este Arzobispado» (1-5-1590). Y en otra carta: «Hará ocho meses que está fuera de aquí... Es muy enemigo de estar a donde vean la poca compostura y término que en todas las cosas tiene» (12-4-1594).

El rey, que mucho aprecia al Santo, llega a creer, al menos en parte, las acusaciones, y en una cédula real le ruega y le exige que excuse «las dichas salidas y visitas todo cuanto fuere posible». Con todo respeto, el arzobispo escribe al rey, recurre en consulta al Consejo de Indias, alega siempre los imperativos de su oficio pastoral, cita las normas dadas por Trento, y no muda su norma de conducta, asegurando, como atestigua don Gregorio de Arce, que «andar en las visitas era lo que Dios mandaba», y que en ellas él «se ponía en tan graves peligros de mudanzas de temples [climas], de odio de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todo el mundo», hasta el punto que «muchas veces estuvo en peligro de muerte», y que todo «esto hacía por Dios y por cumplir con su obligación».

Santo Toribio tuvo siempre gran aprecio por el rey, como buen hidalgo castellano, y no despreció a sus contradictores, especialmente al Consejo de Indias. Pero jamás permitió que el César se entrometiera en las cosas de Dios indebidamente, y en lo referente a las visitas pastorales nunca modificó su norma de vida episcopal, más aún, como veremos, logró que en el III Concilio limeño, con la firma de todos los padres asistentes, se hiciera de su conducta personal norma canónica para todos los obispos.

La lengua indígena

En el antiguo imperio de los incas se hablaban innumerables lenguas. El padre Acosta, al tratar de hacer el cálculo, pierde la cuenta, y termina diciendo que unos centenares (De procuranda Indorum salute I,2; 4,2 y 9; 6,6 y 13; Historia natural 6,11). Ya en 1564 se disponía de un Arte y vocabulario de la lengua más común, el quechua, libro compuesto por fray Domingo de Santo Tomás y publicado en Valladolid.

Pero los padres y misioneros, fuera de algunas excepciones, no se animaban a aprender las lenguas indígenas, pues eran muy diversas y había poca estabilidad en los oficios pastorales, de manera que la que hoy se aprendía, mañana quizá ya no les servía. De hecho, a la llegada de Santo Toribio al Perú, todavía los indios aprendían la doctrina «en lengua latina y castellana sin saber lo que dicen, como papagayos». La acción misionera en México había ido mucho más adelante en la asimilación de las lenguas.

«Fue arduo el problema lingüístico del Perú, observa Rodríguez Valencia. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuera el esfuerzo. Y es de justicia y de satisfacción mencionar a los Virreyes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensamiento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misional de Santo Toribio» (I,347). Solórzano sintetiza la posición de aquéllos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y más conforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somos de mayor capacidad» (Política indiana II,26,8). Muchas veces se discutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificar toda América en la lengua castellana. La tentación era muy grande, si se piensa en la escuela y la administración, la actividad económica y la unidad política. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misional de llevar a los indios el evangelio en la lengua nativa de cada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el castellano a las necesidades misionales» (Rgz. Valencia I,347). De hecho, sólamente «en 1685 se toman providencias definitivas para unificar la lengua de América en el castellano, pues hasta entonces, por fuerza de la evangelización en lengua nativa, estaba "tan conservada en esos naturales su lengua india, como si estuvieran en el Imperio del Inca"» (I,365).

El Virrey Toledo, que visitó el Virreinato casi entero, fue en esto el «adalid seglar de la lengua indígena, "que [según decía] es el instrumento total con que han de hacer fruto [los sacerdotes] en sus doctrinas"» (I,348). Bajo su influjo, el rey Felipe II prohibió la presentación de clérigos para Doctrinas si no sabían la lengua indígena.

Por otra parte, si ya Loaysa en 1551 había iniciado en su propia catedral limeña una Cátedra de lengua indígena, en 1580 el rey dispuso que en Lima y en todas las ciudades del Virreinato se fundaran estas Cátedras, que tenían finalidad directamente misional. En efecto, en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario el clero y los religiosos, y por ellas se pretendía que los naturales «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra santa fe católica y Religión Cristiana, olvidando el error de sus antiguas idolatrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho en sacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperidad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copioso fruto de nuestra Redención» (19-9-1580). La dignidad cristiana de esta cédula real está a la altura del Testamento de Isabel la Católica.

Llegó al Perú la real cédula en la misma flota que trajo al arzobispo Mogrovejo, quien procuró en seguida su aplicación, como veremos, en el Concilio III de Lima (1582-83). No muchos años después, pudo escribir al rey elogiando al clero: «procuran ser muy observantes... y aprender la lengua que importa tanto, con mucho cuidado» (13-3-1589). Y en una relación de 1604, hay en el arzobispado «ciento veinte Doctrinas de Clérigos, y figura una relación de un centenar de sacerdotes seculares de la Diócesis que saben la lengua... Esa cifra da idea de la marcha rápida e implacable de la imposición de la lengua indígena en el Arzobispado de Lima» (Rgz. Valencia I,364).

Puede, pues, decirse que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retrasó en más de un siglo la unificación de idioma en América. Prevaleció el criterio teológico y se sacrificó el castellano» (I,364). Ésa es la causa histórica de que todavía hoy en Hispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, como el quechua, el aymará o el guaraní.

A cada uno en su lengua

El mismo Santo Toribio, que ya quizá en España estudiara el Arte y vocabulario quechua, a poco de llegar, usaba el quechua para predicar a los indios y tratar con ellos -«desde que vine a este Arzobispado de los Reyes», le informa al Papa-. Siendo tantas las lenguas, solía llevar intérpretes para hacerse entender en sus innumerables visitas. No poseía, pues, el santo arzobispo el don de lenguas de un modo habitual, pero en algunos casos aislados lo tuvo en forma milagrosa, como la Sagrada Congregación reconoció en su Proceso de beatificación.

En una ocasión, por ejemplo, según informó un testigo en el Proceso de Lima, entró a los panatguas, indios de guerra infieles. Salieron éstos en gran número con sus armas y le rodearon, «y su Señoría les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa». Uno de los intérpretes quiso traducir al señor arzobispo lo que los indios le decían «en su lengua no usada ni tratada», pero éste le contestó: «Dejad, que yo los entiendo». Y comenzó a hablarles en lengua para ellos desconocida «que en su vida habían oído ni sabido... y fue entendido de todos, y vuelto a responder en su lengua». En esta forma asombrosa «los predicó y catequizó y algunos bautizó y les dió muchos regalos y dádivas, con que quedaron muy contentos». Fundó allí una Doctrina, dejando un misionero a su cargo.

Tres ayudas para un Concilio

El magno Concilio de Trento se celebra en los años 1545-1563, dando un fortísimo impulso de renovación a la Iglesia. «Publicado en España en 1564 y recibido como ley del reino [1565], Felipe II concibió el generoso proyecto de secundarle inmediatamente con la celebración simultánea de Concilios provinciales en todas las metropolitanas de España y de sus reinos de Europa y de ultramar a lo largo del año 1565» (Rgz. Valencia I,193). En efecto, en 1565 se celebraron Concilios en Compostela, Toledo, Tarragona, Zaragoza, Granada, Valencia, Milán, Nápoles, Sicilia y México. Y en 1567, el Concilio II de Lima.

Continuando, pues, este mismo impulso de renovación eclesial, y en virtud del regio Patronato, en 1580 Felipe II encarga al recién elegido arzobispo de Lima con todo apremio, por real cédula, que reuna un Concilio provincial, y que exija asistencia a todos los obispos sufragáneos, «advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni se les ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamiento particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto se procura». Sabía el rey las enormes dificultades que llevaba consigo la reunión de un Concilio al que habían de asistir obispos, a veces ancianos, desde miles de kilómetros de distancia. De ahí que su mandato, dado con la autoridad del Patronato Real, sea tan enérgico, reforzando así al arzobispo metropolitano en su llamada convocadora.

Por lo demás, la convocación del Concilio no era tarea fácil para Santo Toribio, recién llegado al sacerdocio, al episcopado y a América, y todavía joven entre tantos obispos maduros o ancianos. De todos modos, junto a la autoridad del rey, tuvo no pocas ayudas, de las que destacaremos aquí algunas.

Mucho ayudó siempre al santo arzobispo su primo segundo y cuñado Francisco de Quiñones, casado con Grimanesa. Como administrador general y limosnero, fue quizá una de las personas que mejor se entendieron con el Santo, y su mejor colaborador en todo el tiempo de su ministerio. Como perfecto caballero cristiano, fue el mejor cómplice de las desmesuradas limosnas del arzobispo, y fue para él también una gran ayuda en los muchos asuntos prácticos anejos a la celebración de aquel difícil Concilio. También fue hombre de confianza de los sucesivos Virreyes -exceptuando al de Cañete-, y ocupó cargos de mucha importancia: maese de campo, comandante de la flota del sur, corregidor de Lima, gobernador y capitán general de Chile en 1600, durante la segunda rebelión auraucana.

En segundo lugar, el virrey don Francisco de Toledo. Este hombre de gran valía, Caballero de Alcántara y observador en la Junta de 1568, en la que Felipe II reorganiza políticamente las Indias y la actuación del Patronato regio, llega al Perú cuando ya la autoridad de la Corona se había afirmado sobre levantamientos y banderías. Cuatro años de visita le dieron un cabal conocimiento del virreinato, y él fue sin duda quien dió al Perú y sur de América su organización política, social y económica. Pero también su gobierno tuvo gran influjo en lo religioso, pues promovió con gran celo la reducción de los indios a poblados, y por tanto la erección de doctrinas; e impulsó desde el Patronato real, de acuerdo con el arzobispo Loaysa, la celebración de asambleas eclesiásticas. El virrey Toledo hizo finalmente cuanto pudo para facilitar la celebración del Concilio III de Lima, y para ello esperó «con muchos apuntamientos» al nuevo arzobispo. Pero hubo de partir de Lima días antes de la llegada de Santo Toribio. El virrey don Martín Enríquez, designado para el Perú al mismo tiempo que Mogrovejo, mostró también un gran celo misional, y con su gobierno conciliador calmó los ánimos de aquellos que se habían sentido turbados por la impetuosidad de Toledo.

Por último, es preciso destacar a quien fue sin duda el brazo derecho de Santo Toribio en los altos asuntos de la gobernación pastoral de la Iglesia, el jesuíta padre José de Acosta (1540-1600), castellano de Medina del Campo, hombre polifacético, teólogo y canonista, naturalista y poeta, activo y en ocasiones -al decir del General jesuita Acquaviva- afectado de «humor de melancolía». Autor de la Historia natural y moral de las Indias, compuso también una obra admirable, De procuranda indorum salute, en la que, llevando a síntesis madura los estudios de autores precedentes, daba respuesta segura a muchas cuestiones teológicas, jurídicas y misionales. Escrito entre 1575 y 1576, este libro, como dice el padre Francisco Mateos, «fue considerado desde su aparición como un importante Manual de Misionología, el primero de los tiempos modernos» (BAE 73, XXXVII). En el padre Acosta encontró el santo arzobispo un colaborador inteligente, y un negociador hábil y amable. Falta le hizo, tanto en Lima como en Madrid y en Roma.

Paciencia de santo en un conciliábulo

A la convocatoria del arzobispo, enviada por duplicado o por triplicado, fueron llegando por fin a Lima los obispos, ocho en total. Dominicos el de Quito, Paraguay y Tucumán. Franciscanos los dos chilenos, de Santiago y La Imperial, y seculares el arzobispo y los obispos de Cuzco y Charcas. Con los obispos se reunieron, además del Virrey, unos cincuenta teólogos, juristas, consultores, secretarios, oficiales y los prelados de las Ordenes religiosas. El padre José de Acosta era el principal de aquel equipo amplio de hombres expertos y prudentes.

Los obispos que llegaron tuvieron como primera sorpresa saber que el arzobispo no estaba en Lima, andaba misionando, y llegó sólo quince días antes de la apertura. Aún tuvieron otra sorpresa en este su primer encuentro con el arzobispo Mogrovejo. En la catedral de Lima, con el mayor esplendor, se reunió todo lo más distinguido de la ciudad para la consagración del obispo del Paraguay, fray Alonso Guerra.

En las apreturas de la muchedumbre, una niña murió al parecer asfixiada. Ante los gritos angustiados de la madre, el arzobispo bajó del presbiterio, tomó a la niña en brazos, la llevó hacia el retablo, ante una imagen de la Virgen, y la elevó ante ella, quedándose a la espera de la misericordia de Dios. La niña volvió a la vida, y el Te Deum consiguiente resonó en la catedral como un clamor de agradecimiento, potenciado por el fragor del órgano (+Sánchez Prieto 180).

Aquel comienzo feliz era sólo el prólogo de la gran tormenta que se avecinaba sobre el Concilio apenas iniciado. Los obispos de Tucumán y de Charcas, que llegaron tarde, fueron la pesadilla en los inicios del Concilio. De ellos decía el arzobispo al rey: «De cuya ausencia entiendo yo fuera más servido Dios que de su presencia»... El obispo del Cuzco, por cuestiones de dinero, venía lastrado por un pleito muy grave, que el Concilio hubo de afrontar antes de entrar en materias propiamente conciliares. El obispo de Tucumán, también complicado en negocios y «granjerías», atizó en el Concilio el fuego de las primeras disputas. Y todo se complicó entonces de modo indecible y al margen de los temas propiamente conciliares, de tal forma que el señor arzobispo se quedó prácticamente solo, únicamente apoyado por el obispo franciscano de La Imperial. Otra desgracia: murió el virrey Enríquez en marzo de 1983.

Tan mal estaba la situación que Santo Toribio, en carta de abril al rey, le decía: «Recibieron tanto detrimento los negocios del concilio, que, a ser en mi mano, el día de su muerte lo disolviera». La situación se fue deteriorando más y más: hubo sustracción violenta del archivo del Concilio, destrucción de papeles y documentos comprometedores, alegaciones a la Audiencia Real, reunión aparte, en conciliábulo desafiante, de los obispos de Tucumán, Cuzco, Paraguay, Santiago y Charcas, excomunión de los prelados rebeldes... Un horror.

El santo arzobispo le escribe al rey: «Fueron los negocios adelante de tanta exorbitancia, que no bastaba paciencia humana que lo sufriese... Y así muchas veces le pedí a Nuestro Señor me diese la que bastase para poderlo sufrir, no dándoles ocasión para ello la menor del mundo... Porque un día me trataban de descomulgado, y otro me negaban la preeminencia... diciendo que no era cabeza del Concilio, y que allí dentro no tenía más que cualquiera de ellos... Otras veces que estaba en pecado mortal... Porque les iba a la mano en sus negocios y se los contradecía» (27-4-1584)... De la prudencia sobrenatural de Santo Toribio, de su humilde paciencia y caridad, quedan en esta ocasión testimonios verdaderamente impresionantes.

El secretario del Concilio, Bartolomé de Menacho: «Hubo muchas controversias y pesadumbres... Por la rectitud del señor arzobispo y freno que ponía en muchas cosas, se le desacataban con muchas libertades, de que jamás le vio este testigo descomponer ni oír palabra con que injuriase ni lastimase a ninguno... Ni después en casa, tratando sobre estas materias, le oyó ninguna palabra que pudiese notarse, cosa que le causaba a este testigo admiración... Mostró la gran paciencia y santidad que siempre tuvo con grandísimo ejemplo en sus obras y palabras, tan santas y tan ajustadas». El prior agustino: en el Concilio «dio muestras de mucha virtud y cristiandad, proponiendo cosas muy importantes y de mucha reformación para el estado eclesiástico, padeciendo de los obispos muchos agravios y demasías, todo con celo de que el Concilio se acabase y se definiesen». El comisario franciscano: «Es persona, por sus muchas virtudes, capaz de todo... Y al fin no pudo nada bastar para desquiciarle de la razón y justicia». Siete capitulares limenses escriben asombrados al rey, por propia iniciativa: el señor arzobispo Mogrovejo «es tal persona cual convenía para remediar la necesidad que esta santa Iglesia tenía», y es de creer que su elección «fue hecha por divina inspiración» (28-4-1584) (+Rgz. Valencia I,233).

El III Concilio de Lima (1582-1583)

Santo Toribio, durante la Semana Santa, suspendió por el momento el Concilio, y en unos días de mucha oración y sufrimiento hubo de elegir entre clausurar definitivamente el Concilio o continuarlo como se pudiere, a costa de su mayor humillación personal. Finalmente, encomendándose a Dios, se decidió a convocar la asamblea conciliar, levantó para ello las censuras, sin haber recuperado los documentos sustraídos, y dejó a un lado los desacatos y desafíos que le habían inferido. Era la única manera de salvar un Concilio extremadamente necesario y urgente, y de sacar adelante las normas y proyectos que, bajo su inspiración, las comisiones de peritos habían ido ya preparando con gran eficacia.

Gracias a su paciencia humilde, prevaleció la misericordia de Dios sobre la miseria de los hombres, y marginados los problemas y pleitos personales, pudo lograrse una gran unanimidad a la hora de resolver los graves asuntos pastorales del Concilio. «En lo que toca a los decretos de doctrina y sacramentos y reformación, hubo toda conformidad y se procedió con mucho miramiento y orden», escribe el arzobispo al rey, considerando esto una gracia de Dios muy especial: «Lo cual fue gran merced de Nuestro Señor, que en esto quiso mostrar el favor que hace a su Iglesia, y la asistencia suya a las cosas que se hacen en su nombre para el bien del pueblo cristiano» (27-4-1584).

El Concilio dividió su cuerpo canónico en cinco partes o acciones. Y aquí destacaremos de él algunos aspectos más notables.

El cuidado de los indios. -«La defensa y cuidado que se debe tener de los indios» constituye sin duda el centro en torno al cual gira todo el Concilio III de Lima. Ha de exigirse a las autoridades civiles que repriman todo abuso para que «todos traten a estos indios no como a esclavos sino como a hombres libres y vasallos de la Majestad Real». El cuidado pastoral de los indios ha de incluir toda una labor de educación social: «que los indios sean instruídos en vivir políticamente», es decir, que «dejadas sus costumbres bárbaras y salvajes, se hagan a vivir con orden y costumbres políticas»; «que no vayan sucios y descompuestos sino lavados y aderezados y limpios»; «que en sus casas tengan mesas para comer y camas para dormir, que las mismas casas o moradas suyas no parezcan corrales de ovejas sino moradas de hombres en el concierto y limpieza y aderezo».

Esta perspectiva, en la que evangelización y civilización se integran, es la que caracteriza el planteamiento de las doctrinas-parroquias que Santo Toribio, con sus colaboradores, concibió y desarrolló. Formó así un sistema que había de perdurar durante siglos, adoptando formas concretas muy diversas, y que tuvo una importancia decisiva tanto en la evangelización de América como en la misma configuración civil de muchos pueblos.

En cuanto a los sacerdotes al cuidado de indios, han de ser muy conscientes siempre de «que son pastores y no carniceros, y que como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana». Por otra parte, todos los sacerdotes, especialmente los ordenados a título de indios, han de estar prontos a ser enviados a servir en las parroquias de indios, «pues la ley de la caridad y de la obediencia obliga a veces a socorrer al peligro presente de las ánimas, aunque fuese dejando los estudios de las letras comenzados».

La lengua. -El Concilio impone la lengua indígena en la catequesis y la predicación, y prohibe el uso del latín y la exclusividad de la lengua española. De acuerdo con las leyes ya establecidas por la Corona, niega la provisión de doctrinas a los clérigos y religiosos que ignoren la lengua indígena. Y siguiendo también la legislación civil, manda a los curas de indios que tengan gran cuidado de las escuelas, y que en ellas principalmente se acostumbren «a entender y hablar nuestra lengua española». Una ignorancia indefinidamente prolongada del castellano impediría a la población indígena su progresiva integración en la unidad de la América hispana. Como ya afirmamos más arriba (63), los Reyes hispanos del XVI nunca consideraron las Indias como colonias, sino como Reinos de la Corona española.

La mentalidad del Concilio III de Lima era en este tema puede verse expresada en lo que había escrito en 1575 el padre Acosta: «Desde luego, la muchedumbre de los indios y españoles forman ya una sóla república, no dos separadas: todos tienen un mismo rey y están sometidos a unas mismas leyes» y tribunales (De procuranda III,17). La unidad de lengua, en este sentido, había de procurarse como un gran bien común.

El Catecismo. -En los primeros cincuenta años de la evangelización del inmenso Perú, a diferencia de lo sucedido en México, la situación de los catecismos fue lamentable, quizá por la extrema diversidad de las lenguas indígenas: eran «algunos en latín, muchos en castellano, los menos en lengua indígena, aunque fueron ya apareciendo los primeros brotes meritorios de literatura quechua en los misioneros» (Rgz. Valencia I,331). Superar esta situación exige un empeño enorme, que el Concilio III de Lima se atreve a intentar.

El texto catequético trilingüe, en español, quechua y aymará, conocido como el Catecismo de Santo Toribio, es quizá la joya más preciosa de este Concilio. Con él se logra unificar el adoctrinamiento de los indios en la provincia eclesiástica de Lima, es decir, en casi toda la América hispana del sur y del centro durante tres siglos, al menos. El Concilio, siguiendo en lo posible el catecismo de San Pío V, y apoyándose en el ya compuesto en quechua y aymará por el jesuita Alonso de Barzana, aprueba un texto venerable, «muy conforme con el genio de los naturales de estos países», que contribuyó decisivamente a la evangelización del sur de América.

El Concilio ordena a todos los curas de indios «so pena de excomunión, que tengan y usen este catecismo, dejados todos los demás». Sínodos diocesanos hubo, como los de Yungay y Piscobamba, que mandaron a los curas «se lo aprendan de memoria». En todas las parroquias, doctrinas y reducciones de América meridional, durante muchas generaciones, el Catecismo de Lima grabó en los corazones la verdadera fe católica, lo que hay que creer, lo que hay que orar, y lo que hay que practicar.

Las visitas pastorales. -La obligación evangélica de que el pastor conozca a sus ovejas y sea conocido por ellas (Jn 10,14) se hizo en el Concilio deber canónico urgido con gran firmeza. La norma personal que Santo Toribio sigue para visitar y conocer a sus fieles -apenas seguida por otros obispos, que hasta entonces se eximían de cumplir ese deber por parecerles imposible- viene a hacerse norma conciliar para todos los obispos, con la anuencia unánime de éstos. Uno de los documentos conciliares, la Instrucción para visitadores, obra personal de Santo Toribio, va a ser en esto gran ayuda.

Sacerdotes. -Lamentan los Padres conciliares que el orden canónico establecido en Trento para los que van a ser ordenados sacerdotes «muchas veces se quebranta», y por eso «hombres muy bajos y muy indignos» han sido promovidos sacerdotes, lo que trae muchos daños. Ellos estiman «sin duda mucho mejor y más provechoso para la salvación de los naturales haber pocos sacerdotes y ésos buenos que muchos y ruines».

En este sentido, una de las obras principales del Concilo III de Lima es la dignificación del clero, impulsándole a la dedicación pastoral y el adoctrinamiento de los indios, exigiéndole la residencia y la vida honesta. Por otra parte, el Concilio, sumamente celoso en alejar al clero de todo comercio, sobre todo con los indios, y de cuanto supiera a simonía, determina suprimir los aranceles en la atención de los indios, de modo que «ni por administrarles cualquier sacramento, ni por darles sepultura se pudiese pedir ni llevar cosa alguna».

Los Padres conciliares, como ya hemos señalado, urgen también mucho en el clero el aprendizaje de las lenguas de los naturales para el servicio del Evangelio y de la catequesis. Aunque con visión realista añaden que a la hora de escoger alguien para atender una doctrina «más importa (sin duda alguna) enviar persona que viva bien, que no persona que hable bien, pues edifica mucho más el buen ejemplo que las buenas palabras».

Liturgia. -Quieren los Padres que la liturgia se celebre con gran esplendor y ceremonia, pues «esta nación de indios se atraen y provocan sobremanera al conocimiento y veneración del Sumo Dios con las ceremonias exteriores y aparato del culto divino». Por tanto, en todo esto ha de ponerse gran cuidado, y procurar que haya «escuela y capilla de cantores y juntamente música de flautas y chirimías y otros instrumentos acomodados en las iglesias». De hecho, en cumplimiento de estas normas, vienen a lograrse, por ejemplo, en las reducciones del Paraguay, cultos a grandes coros y a toda orquesta, realmente impresionantes.

Seminarios. -El Concilio impulsa eficazmente el establecimiento de Seminarios según las normas de Trento, en los que se cuide a un tiempo la elección y la formación de los candidatos al ministerio. Así pues, los obispos «deben todos primeramente suplicar siempre al príncipe de los pastores, Cristo, que tenga por bien de dar pastores a esta manada, que sean según su corazón». Aplicando estas normas, Santo Toribio funda el Seminario de Lima, uno de los primeros de América en aplicar el modelo de Trento.

Admisión a la eucaristía. -El Concilio I de Lima restringe en los indios la comunión a casos particulares, y el II manda que comulguen en Pascua; pero en la práctica posterior apenas se introduce la costumbre. El III de Lima explica esa anterior actitud restrictiva alegando que, en efecto, la comunión eucarística requiere «limpia conciencia, a la cual grandemente estorba la torpeza de borracheras y amancebamientos y mucho más de supersticiones y ritos de idolatría, vicios de que en estas partes hay gran demasía».

Pero ahora el Concilio, «porque muchos de los indios van aprovechando cada día en la religión cristiana», recomienda vivamente que comulguen, al menos por Pascua, si están bien dispuestos y tienen licencia escrita de su cura o confesor.

Número de sacerdotes. -Ya el Concilio II de Lima denuncia «el abuso perjudicial que en este Nuevo Orbe se ha introducido de encargarse a un cura de innumerables indios, que a las veces habitan en lugares muy apartados», y establece que haya un sacerdote doctrinante cada cuatrocientos indios tributarios, es decir, cada «mil trescientas almas de confesión».

No siempre se cumple la norma, y el santo arzobispo escribe al rey -que como Patrono debe sostener económicamente parroquias y doctrinas-, presentando como «negocio de mucha consideración y digno de ser llorado con lágrimas de sangre», la situación de una parroquia de cinco mil almas de confesión, con cuatro anejos, que estaba a cargo de un solo sacerdote (10-4-1588). Pues bien, acrecentado ya en la provincia eclesiástica el número real de sacerdotes, el III de Lima acuerda que «en cualquier pueblo de indios, que tenga trescientos indios de tasa, o doscientos, se debe poner propio cura». Es decir, cada mil o cada setecientas almas de confesión.

Sumario del Concilio de 1567. -Los Padres conciliares acuerdan que las constituciones del Concilio II de Lima, de 1567, sigan en todo vigentes, y para ahorrar «trabajo y pesadumbre» a los curas que han de conocerlo y aplicarlo, disponen que se haga un Sumario, una redacción breve; de lo que se encarga el padre José de Acosta.

Éste fue el tercer Concilio provincial de Lima, sin duda «la asamblea eclesiástica más importante que vio el Nuevo Mundo hasta el siglo de la Independencia latinoamericana, y uno de los esfuerzos de mayor aliento realizados por la jerarquía de la Iglesia y la Corona española para enderezar por cauces de humanidad y justicia los destinos de los pueblos de América, como exigencia intrínseca de su evangelización» (Bartra 19).

Promoción del clero indígena

Al hablar del clero indígena entendemos aquí a criollos, mestizos e indios, es decir, a todos los nacidos en las Indias. Era éste en el siglo XVI un problema complejo y delicado. «La solución concreta que dió Santo Toribio en el Concilio III Limense, fue prescindir de toda discriminación racial; no excluir de las Ordenes a grupo alguno de los naturales, sino admitirlos a todos por igual en principio: criollos, mestizos e indios; pero apurar delgadamente las cualidades de idoneidad, y éstas no por otra medida que la dada por el Concilio de Trento» (Rgz. Valencia II,126). Veamos, por partes, la solución del problema.

Los criollos. A fines del XVI era ya muy elevado el número de sacerdotes blancos, nacidos en América, y acerca de su admisión al sacerdocio no había discusión. Incluso la norma de la Corona hispana era que «fuesen preferidos los patrimoniales e hijos de los que han pacificado y poblado la tierra», como establece Felipe II en cédula real, «para que con esperanza de estos premios se animase la juventud de aquella tierra» (14-5-1597).

Los mestizos. En las Indias hispanas «se procedió desde un principio a conferir las Ordenes sagradas a estos clérigos y religiosos de color, con mano abierta». Los Obispos «tendieron siempre a un clero nativo afincado en la tierra, y sobre todo, buscaron el medio misional de la lengua indígena como trasmisor del Evangelio» a los indios. Muchos de los mestizos eran de nacimiento ilegítimo, pero los Obispos obtuvieron licencia del Papa en 1576 para poder dispensar de este impedimento, y de este modo «no sólo el sacerdocio secular, sino las Ordenes religiosas se nutrieron de mestizos». En este sentido, conviene señalar que «todas las discusiones, las leyes prohibitivas y cautelas... son posteriores al hecho de la aparición de un clero de color en América» (Rgz. Valencia II,122-123).

En efecto, «los resultados fueron haciendo de día en día más discutida la ordenación de mestizos; no ya en la mesa del misionólogo, sino en el terreno de las realidades y en la mesa de la responsabilidad pastoral» (II,123). Y así, por ejemplo, el Virrey Toledo, al terminar su Visita por la región, escribe al rey lamentando que los Prelados «han ordenado a muchos mestizos, hijos de españoles y de indias», con negativos efectos. Atendiendo, pues, el rey numerosas quejas, prohibe en 1578 la ordenación de mestizos, que también es prohibida en el Concilio Mexicano de 1585. La Compañía de Jesús, siguiendo la norma ya establecida en otras órdenes religiosas, decide en congregación provincial de 1582 con voto unánime «cerrar la puerta a mestizos».

Por el contrario, el Concilio III de Lima, en esta cuestión muy especialmente delicada -que afectaba también a la fama de los numerosos mestizos ya ordenados-, consigue que pueda recibirse de nuevo a los mestizos en el sacerdocio. En efecto, los Obispos de Tucumán y de la Plata fueron comisionados por el Concilio en 1583 para gestionar el asunto ante Felipe II, que autoriza la solicitud en cédula de 1588. El Concilio limeño, sin embargo, urge mucho los requisitos de idoneidad exigidos por Trento para el sacerdocio, y por eso, en la práctica, Santo Toribio ordenó muy pocos mestizos.

Los indios. El Concilio II de Lima, celebrado por el arzobispo Loaysa en 1567, dejó establecido que «estos [indios] recién convertidos a la fe no deben ser ordenados de ningún orden por ahora». Esa última cláusula (hoc tempore) exime la norma del error doctrinal: no se trata de una prohibición definitiva, ni tiene por qué implicar menosprecios racistas; es sólamente una decisión prudencial y temporal. Sin embargo, parece más prudente que la Iglesia se limite, simplemente, a exigir la idoneidad para el sacerdocio, con los requisitos tridentinos, y no entre en más distingos de raza o color. Si los indios neófitos no estan bien dispuestos para el sacerdocio, que no sean ordenados, pero no por indios, sino por impreparados. En este sentido la Sagrada Congregación romana suplica al Papa «advierta a los Obispos de las Indias que por ningún derecho se ha de apartar de las Ordenes ni de otro sacramento alguno a los indios y negros, ni a sus descendientes» (13-2-1682).

Pues bien, en esta línea se sitúa el III Concilio de Lima, que no prohibe la ordenación de indios, pero que tampoco la impulsa, pensando que de momento no es viable, al menos en general. Un experto del Concilio, el teólogo agustino fray Luis López, siendo después Obispo de Quito, fundó un Seminario de indios, y explicaba al rey que el motivo principal era «por la esperanza que se tiene del fruto que podrán hacer los naturales más que todos los extraños juntos» (30-4-1601). Al parecer, llegó a ordenar a alguno (Rgz. Valencia II,128-131).

Impugnaciones y aprobaciones

El señor arzobispo, después de tantas amarguras, pudo finalmente, con gran descanso, clausurar el Concilio. Sin embargo, no habían de faltar posteriormente graves resistencias a sus cánones y acuerdos. «Algunos hombres -escribe Santo Toribio al Papa- han interpuesto frívolas apelaciones», de tal modo que «todos nuestros planes se han trastornado» (1-1-1586).

Los Procuradores de las distintas Diócesis formalizaron un recurso de apelación ante la Santa Sede. A juicio de ellos, las sanciones eran excesivamente fuertes, concretamente las referentes al clero. Censuras y excomuniones se fulminaban con relativa facilidad. El padre Acosta justificaba esta severidad con una razón profundamente misionera y pastoral: «Los abusos en que se ha puesto rigor son muy comunes por acá y en muy notable exceso», por ejemplo, la mercatura de algunos clérigos. «Mas la principal consideración de esto es que en estas Indias los dichos excesos de contrataciones y juegos de clérigos son casi total impedimento para doctrinar a los indios, como lo afirman todos los hombres desapasionados y expertos desta tierra» (+Bartra 31). Quizá una Iglesia más asentada tolerase sin grave peligro tales abusos, pero no era ése el caso de las Indias.

Sometido el Concilio a la aprobación de Roma, hasta allí llegaron quejas, resistencias y apelaciones. Pero también llegaron cartas como la de Santo Toribio al General de los jesuitas, rogándole que apoyara ante el Papa los acuerdos del Concilio: «Y ya que parezca moderar las censuras y excomuniones en algunos otros capítulos, a lo menos lo que toca a contrataciones y negociaciones, que son en esta tierra la principal destrucción del estado eclesiástico, que no se mude ni quite lo que el concilio con tanta experiencia y consideración proveyó».

El padre Acosta, una vez más, hizo un servicio decisivo en favor del III Concilio, esta vez viajando a España y a Roma para explicarlo y defenderlo. La Santa Sede moderó ciertas sanciones y cambió alguna disposición, pero dió una aprobación entusiasta al conjunto de la obra. La carta del Cardenal Carafa, lo mismo que la del Cardenal Montalto, al arzobispo Mogrovejo -«Su Santidad os alaba en gran manera»-, ambas de 1588, expresan esta aprobación y le felicitan efusivamente, viendo en la disciplina eclesial limeña una perfecta aplicación del Concilio de Trento al mundo cristiano de las Indias meridionales.

«Esta Iglesia y nueva cristiandad de estas Indias»

El Concilio III de Lima, en sus cinco acciones, logró un texto relativamente breve, muy claro y concreto en sus exhortaciones y apremios canónicos, y sumamente determinado y estimulante en sus decisiones. No se pierde en literaturas ni en largas disquisiciones; va siempre al grano, y apenas da lugar a interpretaciones equívocas.

Se ve siempre en él la mano del Santo arzobispo, la determinada determinación de su dedicación misionera y pastoral, su apasionado amor a Cristo, a la Iglesia, a los indios. El talante pastoral de Santo Toribio y de su gran Concilio pueden concretarse en varios puntos:

-La incipiente situación cristiana de los indios era sumamente delicada. Los Padres conciliares, antiguos misioneros muchos de ellos, son muy conscientes de ello. Hablan de «estas nuevas y tiernas plantas de la Iglesia», que son «gente nueva en la fe», «tan pequeñuelos en la ley de Dios», y legislan siempre atentos a proteger estas vidas cristianas recién nacidas. Esto no place a algunos avisados intelectuales de hoy, que sin conocer en modo alguno la realidad de aquellos indios -de los que distan cuatro siglos y muchos miles de kilómetros-, partiendo sólo de sus ideologías, osan condenar el paternalismo erróneo de los Padres conciliares limeños. Pero si se tomaran un poco menos en serio a sí mismos, verían el lado cómico del atrevimiento de su ignorancia.

-Era absolutamente preciso quitar los graves escándalos, sobre todo en el clero, que pudieran poner en peligro la evangelización de los indios. El III de Lima es siempre vibrante en esta determinada determinación, así cuando dispone que «ninguna apelación suspenda la ejecución en lo que tocare a reformación de costumbres». El apasionado celo reformador de Trento está presente en el Concilio de Lima. Basta de escándalos, especialmente de escándalos habituales, asentados como cosa normal y tolerable, y más si es el clero quien incurre en ellos.

-Era muy urgente aplicar Trento a las Indias. Pensemos, por ejemplo, en la cuestión gravísima de la elección y formación de los sacerdotes. Las normas del Concilio de Trento (1545-1563) sobre la fundación de Seminarios eran tomadas por algunas naciones europeas con mucha calma, y apenas se habían comenzado a aplicar tres cuartos de siglo más tarde.

En Francia, por ejemplo, debido a las resistencias galicanas, los decretos de Trento no fueron aceptados por la Asamblea General del Clero sino en 1615. Años más tarde, todavía las disposiciones conciliares en materia de Seminarios continuaban siendo en Francia letra muerta, y la ignorancia de buena parte de los sacerdotes era pavorosa. Algunos había, cuenta San Vicente de Paúl (1580-1660), que «no sabían las palabras de la absolución», y se contentaban con mascullar un galimatías. Por esos años, gracias a personas como Dom Beaucousin, Canfield, Duval, madame Acarie, Bérulle, Marillac, Bourdoise, y sobre todo San Vicente de Paúl, y en seguida San Juan Eudes (1601-1680), es cuando comienza a progresar la formación de los sacerdotes según la idea de Trento.

Éstas y otras miserias, que apenas eran soportables en países de arraigado cristianismo, no podían darse en las Indias de ningún modo, no debían permitirse, pues estaba en juego la evangelización del Nuevo Mundo. Los abusos y demoras indefinidas que el Viejo Mundo se permitía, allí hubieran sido suicidas. No debían tolerarse, y no se toleraron ni en Lima, ni en México. Era necesario abrir las Indias cristianas al influjo vivificante del Espíritu divino comunicado en Trento.

-El Concilio III de Lima es consciente de su propia transcendencia histórica. Al menos el arzobispo y sus más próximos colaboradores lo fueron. Con frecuencia se habla en sus textos de la «nueva Cristiandad de estas Indias», «esta nueva heredad y viña del Señor», «esta nueva Iglesia de las Indias», «esta nueva Iglesia de Cristo»... En estas expresiones se refleja ciertamente una clara conciencia de que allí se quiere construir con la gracia de Dios un Nuevo Mundo cristiano. Y no se equivocaban los Padres conciliares. A ellos, presididos por Santo Toribio de Mogrovejo, y lo mismo a los Obispos que dos años más tarde, en 1585, realizaron en la Nueva España el III Concilio mexicano, se debe en buena parte que hoy la mitad de la Iglesia Católica sea de lengua y corazón hispanos.

-El influjo de la Corona española fue grande y benéfico en la celebración de los Concilios que en Hispanoamérica, después de Trento, se celebraron por orden de Felipe II, en virtud de Real Patronato de Indias recibido de los Papas. En este sentido, «por cierto, podemos preguntarnos si la evangelización de América hubiera podido emprenderse con más éxito conducida directamente por los Papas del Renacimiento, que bajo la tutela de la Corona de Castilla. Lo que no se puede negar son los resultados de la conjunción de los intereses religiosos y políticos de una nación y una dinastía campeona de la Contrareforma, que perduran con robusta vitalidad hace casi medio milenio, aun disuelta aquella atadura circunstancial» (Bartra 29-30).

Un hombre celestial

Nos enseña San Pablo que el primer Adán fue terreno, y de él nacieron hombres terrenos; en tanto que el segundo, Cristo, fue celestial, y según él son los cristianos hombres celestiales (1Cor 15,47-49). Pues bien, si nos atenemos a los testimonios de quienes le conocieron de cerca (Rgz. Valencia II,430s), Santo Toribio de Mogrovejo fue ciertamente un «hombre celestial». De él dicen que se le veía siempre con «un rostro risueño y alegre», y que «con ser hombre de edad, parecía un mozo en su agilidad y color de rostro». De su presencia apacible fluía con autoridad un espíritu bueno: «No parecía hombre humano», «parecía... una cosa divina», «un ángel en la tierra», «un santo varón en su aspecto», de manera que «era un sermón sólamente el verle».

Extremadamente casto y escaso en el trato con mujeres, según repiten los testigos -«no alzaba los ojos», «nunca le vió en liviandad», «tiene por cierto que conservó la virginidad e inocencia bautismal»-, vivió siempre la fidelidad, humilde en la presencia del Señor: «nunca le oyó ni vió pecado mortal, ni venial, ni imperfección chica ni grande, todo era dado a Dios y embebido en él», con una rectitud total e invariable. Y en sus asuntos y negocios, «si entendía que se había de atravesar en ellos alguna ofensa de Dios y que lo que le pedían no era conforme a la ley de Dios y lo que el Derecho disponía y el santo Concilio de Trento y breves de Su Santidad, no lo hiciera por cuantas cosas hubiere en el mundo, y aunque se lo pidiese el Virrey y otra persona más superior». Varias personas son las que atestiguan que «decía muchas veces: reventar y no hacer un pecado venial».

No era, por lo demás, el santo arzobispo en absoluto retraído, y «en saliendo de la iglesia era muy afable con todo género de gente». Y «aunque no se conociera por cosa tan pública y notoria su nobleza y sangre ilustre, solo ver el trato que con todos tenía tan amoroso y tan comedido, se conocía luego quién era y se echaba de ver el alma que tenía». «Muy afable, muy cortés, muy tratable» repiten los testigos, y «no solo con la gente española, sino con los indios y negros, sin que haya persona que pueda decir que le dijese palabra injuriosa ni descompuesta».

Esto quedó patente de modo extremo en los peores momentos del conciliábulo, cuando provocaciones, insultos y desplantes nunca lograron «desquiciarle» de lo que manda la caridad y la justicia. «Es muy apacible y agradable a los religiosos y sacerdotes -escriben en 1584 los canónigos de Lima, antes de tener con él pleitos y enfrentamientos-, y a todas las demás personas que con él negocian; así grandes como pequeños fácilmente pueden entrar a negociar con él en todo tiempo». En realidad «no tenía puerta cerrada a nadie ni quería tener porteros ni antepuertas, porque todos, chicos y grandes, tuviesen lugar de entrar a pedirle limosna y a sus negocios y pedir su justicia».

Aunque fue muy estimado por cuatro de los cinco virreyes que conoció, no prodigaba su trato con las autoridades. Siendo a un tiempo ingenuo y sagaz, «cándido y sincero», «tenía a todos por buenos», «no le parecía que ninguno en el mundo podía ser malo», «ni creía en el mal que le dijesen de otro, mas antes volvía por todos y los defendía con un modo santo y discreto, y nunca consintió que nadie murmurase de otro». De su apasionado amor a los indios ya hablamos con ocasión de las Visitas pastorales...

La condición perfecta de su caridad se prueba no sólo por su benignidad, sino también por su fortaleza. Así por ejemplo, de un lado «defendía a sus clérigos como la leona a sus cachorros», pero de otro lado, como escribía al rey, «si para reformar nuestros clérigos no tenemos mano los Prelados, de balde nos juntamos a Concilio y aun de balde somos Obispos». No hubo tampoco fuerza civil o eclesiástica que le frenara en el cumplimiento de sus deberes pastorales más graves: «Nunca he venido ni vendré en que tales apelaciones se les otorguen... Poniendo por delante el tremendo juicio de Dios y lo que nos manda hagamos por su amor, por cuyo respeto se ha de romper por todos los encuentros del mundo y sus cautelas, sin ponerse ninguna cosa por delante»... Con ésta su fuerte caridad excomulga a cinco obispos suyos sufragáneos, y con ella misma levanta las censuras, cuando así lo exige el bien de la Iglesia. «Era la misma humildad, sin perder un punto de su dignidad».

Pobreza y limosna

El santo arzobispo renunció a recibir nada por sus ministerios episcopales, y hacía gratis las Visitas pastorales. En cuanto a la renta asignada por el Patronato real, al rey le comunica, para rechazar ciertas calumnias absurdas: he distribuído «mi renta a pobres con ánimo de hacer lo mismo si mucha más tuviera; aborreciendo el atesorar hacienda, y no desear verla para este efecto más que al demonio».

Un caballero de su confianza, que le ayudaba a distribuir limosnas, afirmó que el Santo le tenía dicho «yéndole a pedir limosna, que no había de faltar, que cuando no la tuviese vendería la recámara y aderezo de su casa para darlo por Dios, y que no tuviese empaque de venir a la continua a pedirle limosna, porque la daba siempre de buena gana». Y que «si no bastase su renta, se buscase prestado para el efecto, que él lo pagaría». Gustaba de convidar a su mesa muchos días a indios pobres, y tuvo gran caridad con los emigrantes fracasados.

Cuando no había ya dinero para los pobres, los familiares del arzobispo estaban en jaque, pues sabían que en tales ocasiones entregaba a los pobres sus propias camisas y ropas personales o algún objeto valioso que hubiere en la casa. En cierta ocasión el capellán y fundador de un hospital vino a pedir limosna, y el señor Quiñones no pudo remediarle; pero al saberlo el señor arzobispo, le entregó secretamente una buena mula, que le tenían preparada para la próxima Visita, y un negro para el servicio del hospital, y con ellos se fue feliz «el buen viejo». Enterado Quiñones, corrió a recuperar la mula y el negro, pero no pudo hacerlo sin entregar seiscientos pesos.

Oración y penitencia

La clave de cada persona está siempre en su vida interior. Santo Toribio, al decir de quienes más le conocieron, vivía «en perpetua y continua oración y meditación» y «andaba siempre embebido en El como un ángel». Por eso «sus pláticas no eran otra cosa sino tratar de Dios y de su amor». En medio de grandes trabajos y graves negocios, «vivía con Dios en una quietud de su alma, que no parecía hombre de carne». Según decían, verle rezar era un verdadero sermón, era la mejor predicación posible sobre la majestad del Dios, la bondad de Dios, la hermosura de Dios.

En realidad, Santo Toribio vivía siempre en oración. Durante los viajes interminables de sus Visitas pastorales, que le llevaban tantas horas y días, iba muchas veces retirado del grupo para poder orar. Y aún dedicaba más tiempo a la oración cuando estaba en Lima, donde paraba poco.

Conocemos al detalle el horario de estas estancias en Lima por un informe de su íntimo secretario particular Diego de Morales, uno de sus capellanes. Se retiraba el Santo hacia las doce de la noche, y se levantaba a las cuatro y media, pero al parecer «dormía muy poco», y buena parte de la noche estaba orando. Dedicaba a la oración dos o tres horas al comienzo del día, dos horas a fin de tarde, y otras dos por la noche. A las audiencias y otros asuntos dedicaba de ocho de la mañana a las dos de la tarde, hora en que comía, y otros ratos de la tarde.

«Su comida es muy escasa, y su cama una tabla con una alfombra, y todo lo demás de su vida responde a esto». No desayunaba, y ordinariamente no cenaba o «no tomaba más que un poco de pan y agua o una manzana verde». Su comida era tan frugal que un testigo próximo a él «no le vió comer aves, ni huevos, ni manteca, ni leche, ni tortas, ni dulces». Por otra parte, estando en su sede, jamás comió fuera de casa; y esta norma, que ya se fijó nada más llegar a Lima, la conocían y respetaban todos, también los Virreyes.

Todo hace pensar que tan extrema austeridad era vivida por Santo Toribio en parte por mortificación, pero también para dar a los españoles, y al clero en especial, un ejemplo máximo de pobreza, del cual a veces estaban no poco necesitados en el Perú. Esta anécdota ilustra bien la firmeza, y al mismo tiempo la gentileza y cortesía, con la que vivía Mogrovejo tan extrema abstinencia. Un hermano lego dominico le trajo un día, como regalo del Provincial, un cesto con una docena de manzanas. «El señor arzobispo llegó a la cestilla y alzando una hoja de parra tomó una manzana en las manos y dijo con mucho contento y risa: ¡qué linda cosa! y se volvió a este testigo diciendo: "mirad qué lindo", y la volvió a poner en la cestilla y tapó con la hoja de parra, y dijo al fraile que besaba las manos al dicho Vicario Provincial por el regalo, que él estaba al presente bueno y que aquello sería a propósito para los enfermos de su casa, y así salió el fraile con la cestilla de la presencia del señor arzobispo; porque llegaba su limpieza a tanto como a esto, que jamás en mucho ni poco recibía cosa, aunque fuese de amigo y criado suyo».

Luis Quiñones, sobrino de Mogrovejo y vecino suyo de habitación, afirmaba que el santo arzobispo «se azotaba las más de las noches cruelmente», y el médico que por esta causa hubo de atenderle en alguna ocasión «se había enternecido de ver la carnicería que en las espaldas había hecho». Con todo esto, tiene razón Morales cuando dice que «parecía cosa sobrenatural el haber podido vivir tanto como vivió con tanta abstinencia que tuvo y poco regalo».

Y fray Mauricio Rodríguez: «Para lo mucho que trabajaba y lo poco que comía y la mortificación de su cuerpo y cilicios, se veía era cosa milagrosa cómo podía vivir y andar tan alentado y ágil por caminos y punas y temples rigurosos; y pareció que Nuestro Señor le sustentaba para bien de la Iglesia y amparo de los pobres». En fin, aunque sea sólo una frase, es significativo que en la carta del arzobispo Villarroel al Papa, pidiendo la beatificación de Mogrovejo, refiere la muerte de éste con la expresión «inedia confectum» (muerto de hambre).

La vida de Santo Toribio no abunda en actos extraordinarios o milagrosos. Pero toda ella fue un milagro de la gracia de Cristo.

La última visita del santo arzobispo

El 12 de enero de 1605, al iniciar su tercera y última Visita general, Santo Toribio era consciente de que su vida y ministerio llegaban a su fin. A su hermana Grimanesa le dijo al despedirse: «Hermana, quédese con Dios, que ya no nos veremos más».

No hacía mucho que había regresado de unas duras y fatigosas entradas a los temibles yauyos y a los macizos de Jauja. Ya con 66 años, una vez más, sacando fuerzas de Cristo Salvador, allá va de nuevo por las inmensas distancias de Chancay, Cajatambo, Santa, Trujillo, Lambayeque, Huaylas, Huarás... La Semana Santa de 1606 está en Trujillo. Quiso ir a Saña, a consagrar los óleos, pero se lo desaconsejaron vivamente, «por ser tierra muy enferma y cálida y que morían de calenturas».

Sin hacer caso de ello, emprendió el camino de Saña, haciendo un alto en Pacasmayo, donde los agustinos tenían un monasterio de Guadalupe, y allí pudo rezar a la Virgen morena, la extremeña amada de los conquistadores. Más visitas: Chérrepe y Reque. A Saña llegó muy enfermo, y a los dos días, el Jueves Santo, 23 de marzo de 1606, a los 67 años de edad, entregó su vida al Señor quien no había hecho otra cosa en todo el tiempo de su existencia.

Bartolomé de Menacho, que acompañaba en Saña al arzobispo, cuenta que aquel día pidió que le dejaran solo y se fueran a comer. «Estando en la antesala comiendo, oyeron que dijo el señor arzobispo: "Ya te he dicho que eres muy importuno, vete, que no tienes qué esperar aquí". Las cuales oídas se levantaron con gran prisa y entraron en la cámara del dicho señor arzobispo, donde no vieron a persona alguna. Y él les dijo que no le dejasen, porque era llegado el tiempo de su partida. Y díjoles que abriesen el Libro Pontifical, para que le dijesen lo que en él está cuando muere el prelado. Y andando hojeando les pidió el dicho libro y señaló lo que dijo que le leyesen y dijesen allí en voces, y cruzando las manos con actos cristianísimos de un santo como era, habiendo recibido todos los sacramentos, dió la alma a Dios Nuestro Señor».

Santo Toribio de Mogrovejo fue canonizado en 1726, y en la santa Iglesia Catedral de Lima reposan sus restos. Bendita sea la memoria del santo patrón de los obispos iberoamericanos. Alabado sea Cristo, que lo hizo, y la santa Madre Iglesia que lo engendró.

3. San Francisco Solano, el santo que canta y danza

Montilla, andaluza y cordobesa

Mateo Sánchez Solano, hombre modesto de la señorial Montilla cordobesa, trabajador y espabilado, conforme a sus deseos, llegó a ser rico, se casó con Ana Jiménez Gómez en 1549, y en marzo de ese año tuvo un hijo, Francisco Solano, el cual, ya crecido, supo que tenía dos hermanos mayores, Diego Jiménez e Inés Gómez. Para él quedó el nombre de Solanito, el pequeño de los Solano. Biografías suyas importantes son las del franciscano Bernardino Izaguirre (1908) y la de fray Luis Julián Plandolit (1963). Seguiremos aquí su historia conducidos por el franciscano José García Oro.

La hermosa Montilla, perteneciente a la poderosa familia de los Fernández de Córdoba, marqueses de Priego, tuvo como señora desde 1517 a Doña Catalina Fernández de Córdoba, casada en 1519 con el conde de Feria. Con su favor llegaron a la villa los agustinos, 1520, las clarisas, 1525, los franciscanos, 1530, los jesuítas, 1553, y también San Juan de Avila, que después de muchos viajes y trabajos, allí se recogió en 1555. En ese marco de vida religiosa creció Solanito en sus primeros años infantiles y escolares.

A Córdoba se fue a sus quince o dieciséis años, y allí, en un ambiente disciplinado y piadoso, «entró a aprender a escribir en las escuelas de la Compañía, en la sección de gramática y escritura». Fue un alumno bueno, «compañero amoroso» y buen cantor. En 1569, el año en que murió San Juan de Avila, volvió a casa Solanito, con 20 años, a su Montilla abierta a las sierras que bajan del norte, de la Sierra Morena.

¿Hacia dónde iría su vida en adelante?

Los franciscanos del Santo Evangelio

En aquellas sierras cordobesas había una serie de pequeños eremitorios franciscanos, llenos de entusiasmo espiritual, focos de vida ascética y de impulso misionero. A sí mismos se llamaban los frailes del Santo Evangelio, y merece la pena que evoquemos brevemente su gloriosa historia, pues habían de tener suma importancia en la evangelización de América. Ya en 1394, el eremitorio de San Francisco del Monte había encendido en los parajes de Sierra Morena el fuego de la ascesis solitaria y de la irradiación apostólica hacia el cercano reino moro de Granada.

De aquel impulso misionero vino el martirio de fray Juan de Cetina, uno de sus primeros moradores. Y también en el eremitorio franciscano de Arrizafa, de comienzos del siglo XV, instalado en una finca cordobesa próxima al antiguo palacio de Abderrahmán I, ardió el fuego de la contemplación y del apostolado, con figuras tan excelsas como San Diego de Alcalá (+1464). Estos son los principales precedentes de la reforma que vendría después.

En efecto, fray Juan de Guadalupe fundó en 1494 una reforma de la Orden franciscana que fue conocida como la de los descalzos. Combatida en un principio por todas partes, logró afirmarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura, más tarde llamada provincia descalza de San Gabriel. En ese año, precisamente, tomó en ella el hábito San Pedro de Alcántara (1494-1562).

Finalmente, aquellos franciscanos, que desde hacía decenios iban afirmando su estilo de vida en tierras extremeñas, leonesas y portuguesas, fueron confirmados por el padre Francisco de Quiñones, general de los franciscanos desde 1523, y Cardenal de Santa Cruz más tarde. Este fue el que, según vimos (119-120), con aquellas preciosas Instrucciones de 1523, envió a México desde la provincia franciscana de San Gabriel a los Doce Apóstoles, con fray Martín de Valencia a la cabeza.

Francisco se hace franciscano

Pues bien, de esta gran tradición franciscana de conventos serranos cordobeses vino a nacer en 1530 el de Montilla, fundado bajo la advocación de San Laurencio. Cuando en 1569 el Solanito, con veinte años de edad, llamó a sus puertas, allí vivía, entre la huerta y el coro, entre las salidas por limosna y para predicar, y siempre con buen humor y buenos cantos, una comunidad de treinta frailes.

Con ellos inició una misma aventura espiritual, y fue aprendiendo durante tres años oración, latín y ascética, liturgia y observancia, penitencia y vida en común, obediencia y alegría espiritual. La cama de Francisco era «una corcha en el suelo y un zoquete para cabecera», o un trenzado de palos sujetos con una cuerda, y sus pies no llevaban alpargatas o sandalias, sino que iban descalzos. En el año 1570 hizo su profesión en la Regla pobre de los franciscanos, mientras su padre, algo más próspero, preparaba su segundo período como alcalde de Montilla. No a todos es dado triunfar en esta vida.

Su destino siguiente le lleva cerca de Sevilla, la puerta hispana de las Indias, al convento de Nuestra Señora de Loreto, entre huertas y viñedos, pues allí había un estudio provincial franciscano desde 1550. Cinco años pasó allí, en estudio y oración, sin mayores formalidades académicas, viviendo con su compañero fray Alonso de San Buenaventura, el cual nos describe la cabaña que Francisco se arregló: «En un zabullón o rincón de las campanas, hizo para su morada una celdilla muy pobre y estrecha, donde apenas podía caber; tenía en ella una cobija y una silla vieja de costilla..., e hizo en ella un agujero que servía de ventana, y le daba luz para ver, y rezar y poder estudiar, en la cual vivió con notable recogimiento y silencio, hablando muy pocas veces».

En aquel inhóspito rincón había algo que a Francisco le gustaba sobremanera: la vecindad del coro. Y de Sevilla, en general, también le gustaba el ambiente misionero hacia las Indias. De allí salió, en 1572, en una expedición al Río de la Plata -en la que en un principio iba a ir él también-, su compañero fray Luis de Bolaños, el que fue gran misionero, iniciador de las reducciones en el Paraguay.

Maestro de novicios y guardián

A los veintisiete años, en 1576, aquel fraile «no hermoso de rostro, enjuto y moreno», como le describe un testigo, canta en Loreto su primera misa, y comienza diversos ministerios como predicador y confesor, catequista y maestro de novicios. En 1580 ha de regresar al convento de San Laurencio de Montilla, pues su madre, viuda desde el año anterior, que estaba ciega, necesitaba de su proximidad. Allí sigue predicando, pidiendo limosna y haciendo de enfermero en una peste. Poco después, ha de ir como vicario y maestro de novicios al famoso convento de Arrizafa, marcado por la memoria de San Diego de Alcalá.

Allí pudo enseñar a los novicios, entonces dados a franciscanas penitencias, que la mortificación más grata a Dios era «tener paciencia en los trabajos y adversidades, y mayormente cuando eran de parientes, amigos o religiosos, porque ésta venía permitida de la mano de Dios». Y allí ejercitó también su amor a los enfermos. Si a los enfermos les enseñaba que «la oración engorda el alma», también les hacía ver que «estar con los enfermos y servirlos era precepto de la Regla; y que más quería estar por la obediencia con los enfermos que por su voluntad en la oración».

El paso siguiente nos lo muestra de guardián en Montoro, villa cordobesa, agarrada en 1583 por la peste y el pánico colectivo de la muerte. En aquella ocasión, Francisco y fray Buenaventura Núñez se entregan con una caridad heroica, cuidando enfermos, consolando y enterrando. Buenaventura muere apestado a las pocas semanas, y Francisco contrae las landres. Por eso cuando uno le saluda: «¿Dónde va bueno, padre Francisco?», él responde con santo humor negro: «A cenar con Cristo, que ya estoy herido de landres». Pero Dios le sana y continúa dándole vida.

En ese año, 1583, se crea la provincia franciscana de Granada, cuyo corazón va a estar en el venerable oratorio de San Francisco del Monte. Y allí va Solano, como primer maestro de novicios de la nueva provincia. En aquel nido de águilas famoso, santificado por el recuerdo de los mártires Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, y de tantos otros santos frailes, fray Francisco, orante y penitente, predicador y amigo de los niños, cantor y poeta, educa en el amor de Cristo a sus novicios, y trata con los vecinos amigablemente.

En 1586 le nombran guardián de este noviciado, y algunos pintores, amigos suyos, decoran gratuitamente los claustros del convento. No es el padre Francisco un guardián imponente y formalista. Él es un hombre sencillo y alegre, y la santidad no cambia su modo de ser, sino que lo purifica, libera y perfecciona. Es sencillo: «Hacía todos los oficios de casa, tal como lo hacen los demás frailes, sin tener consideración a que era guardián o prelado». Y es alegre, siempre alegre: «Siendo guardián, danzaba en el coro y a la canturía mayor y menor, lo que no hacen los guardianes». Obviamente.

En todo caso, aún han de ser requeridos sus peculiares servicios en la vega de Granada, en San Luis de Zubia. Pero ya se va acercando el momento de su partida. Tiene fray Francisco cuarenta años, y el Señor lo ha fortalecido e iluminado suficientemente como para enviarlo a evangelizar en las Indias. Ahora comienza lo mejor de su vida.

Camino de las Indias

Por esos años era continuo el flujo de noticias que llegaban de las Indias, unas ciertas y concretas, otras más vagas y confusas, todas estimulantes para un corazón apostólico. Los franciscanos de España conocían bien la obra misionera formidable que sus hermanos, con otros religiosos, iban llevando a cabo en México. También del Perú recibían informaciones alentadoras, pues allí estaban presentes los de San Francisco desde un principio: Quito, 1534, Lima, 1535, Cuzco, 1535-1538, Trujillo y Cajamarca, hacia 1546.

Mucho menos conocida era, para los franciscanos y para todos, la tierra del Chaco y del Tucumán, aunque ya se iba sabiendo algo. Fray Juan de Ribadeneira, fundador del convento franciscano de Santiago del Estero, al sur de Tucumán, había misionado esa zona con sus religiosos en los años setenta y ochenta, y trajo informaciones de ella cuando en 1580 y 1589 viajó a España para buscar misioneros.

Por otra parte, el primer obispo de Tucumán, fray Francisco de Vitoria, aquel a quien vimos desempeñar un lamentable papel en el inicio del III Concilio de Lima (1982), era hombre de mucho empuje, que había promovido intensamente la evangelización de esa parte central de Sudamérica. Pronto llegaron a ella franciscanos y jesuítas, respondiendo a su llamada.

En aquellos años, un Comisario general de Indias coordinaba el esfuerzo misionero franciscano hacia el Nuevo Mundo, y él designaba un Comisario reclutador para cada expedición. En 1587-1589, cuando fray Baltasar Navarro, desempeñando esta función, reclutaba para las misiones de Tucumán una docena de frailes, no aparece en las primeras listas el nombre de Francisco Solano, ya algo mayor, y no demasiado fuerte. Al parecer, sólo fue incluído a última hora como suplente.

A comienzos de 1589, una flota de 36 barcos se va conjuntando poco a poco en San Lúcar de Barrameda. En ella habrá de embarcarse, con gran magnificencia, el nuevo virrey del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, acompañado de una corte de damas, letrados y soldados. Una docena de frailes, entre ellos fray Francisco Solano, descalzos y con sus pequeños sacos de viaje, esperaba también el momento del embarque.

En marzo de 1589 salen de Cádiz, y tras tocar en Canarias, llegan en unos cuatro meses a Santo Domingo, Cartagena y Panamá. Aquí los frailes del Tucumán han de esperar unos meses para poder embarcarse de nuevo para el Perú. Salen por fin a últimos de octubre, en un barco que lleva unas 250 personas. Y a la semana sufren una terrible tormenta que parte en dos el galeón. El buen ánimo de San Francisco hizo entonces mucha falta para infundir la calma y la esperanza en aquellos 80 supervivientes que lograron recogerse en la desierta isla de Gorgona.

Mientras el padre Navarro remaba con algunos compañeros de vuelta a Panamá, distante unas ochenta leguas, en busca de socorros, fray Francisco anima aquella comunidad de náufragos como puede. En dos meses hay tiempo para hacer chozas, practicar la pesca y la recogida de frutos, atender a los enfermos, y organizar también las oraciones y la catequesis. Por fin, llega en Navidad un bergantín de Panamá, y a los siete meses de haber salido de España desembarcan en el Perú, en el puerto de Paita.

Camino del Tucumán

Merece la pena evocar el viaje de Paita a Tucumán, de unos 4.000 kilómetros de camino por llanos y selvas, atravesando los Andes, y cruzando valles y ríos. Cada jornada caminan unos 50 kilómetros, y el mundo indiano, Huaca, Chira, Tangarará, Piura, Motupe, Jayanca, Trujillo... por ojos y oídos, se les va entrando en el corazón. En jornadas tan largas mucho tiempo hay, por otra parte, para la oración meditativa, la alabanza y la súplica.

Y también da tiempo este viaje inacabable para conocer la situación del país, el florecimiento religioso de algunas partes, sobre todo de ciudades como Lima, pero también las graves deficiencias en el número y la calidad de los sacerdotes, el relajamiento de no pocos españoles y criollos, el mal trato que con frecuencia sufren los indios...

Así llegaron a Santa, a unos 650 kilómetros, donde Solano hubo de quedarse a pasar Cuaresma y Pascua. La amable hospedera, Isabel Hurtado, esposa del corregidor que le acogió, recordaba veinte años después que en una conversación surgió una murmuración bastante fea: «Echó mano a la manga el padre Solano. Sin hablar palabra alguna, sacó de ella un Cristo y, fijados en él sus ojos, comenzó a cantar canciones de la Pasión». Salidas de éstas hubo muchas en la vida del santo monje andaluz. No había en tales gestos reproches directos ni correcciones, sino una superación patente de lo bajo por lo alto, de lo terreno por lo celeste, de la naturaleza por la gracia. Más lugar todavía habría para el canto en la alegría de la Pascua: «La mañana de la Resurrección, acompañando la procesión el padre Solano, con un súbito arrebatamiento, comenzó a cantar y sonar palmas y castañetas, y bailaba diciendo: Este día es de grande alegría, / huélgome, hermanos, por vida mía».

Unos 350 kilómetros más, y Lima, la Ciudad de los Reyes, que ya hemos visitado y conocido en nuestra crónica. No poco desmedrado se le veía a San Francisco, y la gente «se compadecía de él, por verle el color pálido, como de hombre muy enfermo». En julio de 1590 llegan al este de Lima, al valle de Jauja, metido en los Andes, donde los franciscanos misionaban en sus doctrinas. Han de pasar por caminos abruptos y escarpados, a unos 4.000 metros de altitud. Y llegan a Ayacucho, donde también pueden hacer escala en convento franciscano. Doce jornadas más, bordeando el sur del Salkantay, de más de 6.000 metros de altura, y el Cuzco, la ciudad sagrada de los incas. Allí predica el padre Solana en el convento franciscano a los novicios y coristas. Y siguen adelante, dejando atrás ahora lo más florido de la vida peruana del virreynato.

En la ruta de Charcas, el santuario mariano de Copacabana, Mamita de la Candelaria de los yupanquis, en agosto de 1590, le trae al padre Solano uno de tantos reflejos de la Virgen María en el mundo hispanoamericano. Y de allí a la Paz, también con casa franciscana. Más allá Potosí, con sus minas, riquezas y sufrimientos de indios, a más de 4.000 metros de altura, donde los frailes hermanos están presentes hace decenios.

Los frailes expedicionarios llegan a tiempo para celebrar en su convento la fiesta de San Francisco. Mucho tienen que contar, y es cosa de festejar por todo lo alto la festividad del santo Patrono. El superior, fray Jerónimo Manuel, pone en ello su mejor voluntad, y abre la celebración fraterna de la fiesta con una copla. Es entonces cuando nuestro Santo se agacha, pasa por debajo de la mesa del refectorio, y hace una de las suyas, como veinte años más tarde sería recordado todavía: «El padre Solano le tomó la copla y comenzó a cantar y a bailar juntamente delante de todos con tanto espíritu y fervor, y con tanta alegría, que traía el rostro tan abrasado en el fuego del amor de Dios, y de manera fue el regocijo que suspendió a los circunstantes y les hizo verter lágrimas». Para el padre Manuel la cosa estaba clara: «Desde aquel punto le tuvo por un gran siervo de Dios y un hombre santo».

Ya sólo quedan 500 kilómetros más al sur: el valle de Humahuaca, Jujuy, Salta, Tucumán y la meta final, Santiago del Estero. Llegan los misioneros, por fin, a su destino, más de año y medio después de su salida de España, en marzo de 1589. Y puede entonces el jefe de la expedición franciscana, fray Baltasar Navarro, informar al rey con sencillo laconismo: «A 15 de noviembre del año 90 llegué a esta Gobernación del Tucumán con ocho religiosos de la orden de mi Padre San Francisco, de los once que Su Majestad me mandó traer a dicha Gobernación; dos murieron en Panamá y uno se ahogó en un naufragio que padecimos en el Mar del Sur». Todo normal.

El Tucumán, región incipiente

La región de Tucumán en 1563 fue constituida Gobernación por Felipe II, bajo la Audiencia de Charcas. Y entre las principales poblaciones allí fundadas estaban Santiago del Estero, de 1553, San Miguel de Tucumán, 1565, Talavera del Esteco, 1567, y Córdoba, 1575. Los religiosos eran parte decisiva en el poblamiento de la zona, pues animaban a los españoles a arraigarse, y ellos mismos fundaban sus conventos.

Cuatro franciscanos, conducidos por el gran misionero fray Juan Pascual de Ribadeneira, llegan en 1566. Y en la segunda expedición, de 1572, se añaden doce franciscanos andaluces, entre ellos el ya mencionado fray Luis de Bolaños y fray Andrés Vázquez, el taumaturgo del Tucumán. Y de estos primeros misioneros procedían los conventos de Santiago del Estero y San Miguel de Tucumán, 1566, de Esteco, 1567, de Córdoba, 1575 y de Salta, 1582. La custodia franciscana de San Jorge del Tucumán, se había constituído en 1565-1575, para fusionarse entonces con la de Paraguay.

Algunos conventos habían sido el origen de la ciudad. Así por ejemplo, Córdoba. En la Información Jurídica del 1600 se dice que «los religiosos hicieron un rancho en el sitio donde ahora está poblada esta ciudad, y con sus santas amonestaciones y asistencia, persuadieron a los vecinos que perseverasen en la fundación de esta ciudad, sin que jamás hayan faltado de ella, sirviendo, como dicho es, muchos años de curas vicarios, sin haber otros sacerdotes clérigos ni religiosos en más de diez años».

Así las cosas, a la llegada del padre Solano, los franciscanos de esta zona, unos quince, como también los jesuítas, eran en aquella región bien conocidos y estimados. Todavía no hay en la región tucumana más que unos pocos cientos de españoles y criollos, que vivían entre muchos miles de indios, apenas iniciados en la evangelización. Y por lo demás, la mezcla de indios era tan grande que apenas se distinguían los primitivos toconotés y sanaviros.

La mescolanza de lenguas hacía de aquella región una pequeña Babel. En 1584, fray Francisco de Vitoria, el dominico portugués obispo de Tucumán, escribía: «En todo este distrito hay más de veinte lenguajes, más distintos que el griego y el latino; que sólo había de mover a que los deprendiesen los clérigos, o grande fervor y celo de la ley de Dios y caridad del prójimo, o mucho premio temporal. Y el premio falta en esta tierra... Y las imperfecciones con que viven acá los hombres no les da lugar a tomar empresas de tanto quilate y santidad, como es, sólo por Dios, tratar de cosas tan dificultosas». El jesuíta Alonso de Barzana fue un gran conocedor de las lenguas indígenas, y de aquellos indios decía: «Lo cierto de esta gente es que no conocieron Dios verdadero ni falso, y ansí son fáciles de reducir a la fe, y no se tema su idolatría, sino su poco entendimiento para penetrar las cosas y misterios de nuestra fe, o el poder ser engañados de algunos hechiceros».

Doctrino en lengua indígena

En 1590, en el convento de Talavera de Esteco, se encarga el padre Solano de una doctrina de indios, en la que se abarcaban varias poblaciones indígenas, como Cocosori y Socotonio. Su primer prodigio como misionero fue la rapidez con que se introdujo en aquel laberíntico mundo de idiomas diversos. Ayudado por el capitán Andrés García de Valdés, en quince días hablaba el toconoté. Son muchos los testigos que certifican la inexplicable facilidad idiomática de fray Francisco, que realmente se hacía entender por indios de muy diversas lenguas, como los lules.

Nuestro Santo atendía el culto y la doctrina de los lugares que de él dependían, pero también no cesaba de ir de aquí para allá, por los senderos apenas señalados de los bosques y los montes, acercándose a los escondrijos de aquellos indios que se mantenían distantes, ejercitando con ellos sus mañas de políglota y curandero, impartiendo los rudimentos más simples del Evangelio y la doctrina, llevando a todos los indios una declaración de amor de parte de Cristo. Y ellos, que para otros eran tan huidizos y recelosos, le acogían con mucha confianza.

Alegría franciscana

Era quizá aquella alegría de fray Francisco, tan cándida y sincera, procedente del Espíritu Santo y de Andalucía, lo que ganaba el corazón de los indios. Y es que el padre Solano, en aquel marco de vida tan inhóspito y confuso, «no sólo lo llevaba todo con paciencia, sino con demostraciones de grandes júbilos en el paraje y despoblados donde se hallaban. Lo solemnizaba danzando y cantando cánticos en loor y alabanza de Cristo nuestro Señor y de la Santísima Virgen María». Así dice fray Diego de Córdoba y Salinas, resumiendo los testimonios del proceso de beatificación.

Danzando y cantando, a su estilo. Pero no se crea que esta alegría jubilosa es sólamente una rareza simpática, peculiar de San Francisco Solano. El entusiasmo, enthusiasmós (éxtasis, arrobamiento), ya en los griegos, derivado de enthusiázo (estoy inspirado por la divinidad, theós), tiene un sentido primario fundamentalmente religioso. Y en el cristianismo es el gozo en el Espíritu Santo (Gál 5,22), ese júbilo interior tan propio de los hijos de Dios, tan profundo en los más grandes santos. Es un entusiasmo procedente del Corazón de Cristo, que en ocasiones «se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Por lo demás, esa alegría solanesca, además de genuinamente cristiana, era de la mejor tradición franciscana. Las Florecillas nos dicen que San Francisco de Asís también cantaba muchas veces con júbilo al Señor, especialmente cuando estaba de camino o en el bosque, y a veces en francés, cuando estaba más alegre.

La alegría espiritual de Solano se hacía particularmente exultante con ocasión de las grandes fiestas litúrgicas, como en las procesiones del Santísimo Sacramento o en honor de la Virgen. Por ejemplo, estando en Salta, «en cierta fiesta que se hizo a Nuestra Señora, yendo en la procesión, se encendió tanto en el divino amor de Dios y de su Santísima Madre, que, dejando aparte toda la autoridad de prelado y custodio que era, se puso a cantar diciendo coplas en alabanza de Nuestra Señora, en la forma que David, santo rey, lo hacía delante del Arca del Testamente», o sea bailando, para decirlo más claramente.

Algunos no vieron con agrado tales muestras, y un joven llegó a reirse de él abiertamente. San Francisco Solano no pareció molestarse con ello en absoluto, sino que le dijo con tanta humildad como gracia: «Al fin, yo soy loco».

Milagros franciscanos

También en sus numerosos milagros se muestra Solano hijo del Santo de Asís, pues muchos de ellos se realizaron con las criaturas irracionales. Esto para los indios resultaba muy especialmente impresionante, pues veían que la santidad cristiana, expresada en aquel fraile, traía consigo una profunda reconciliación del hombre con las fuerzas de la naturaleza.

El capitán Cristóbal Barba de Alvarado da testimonio de que, viajando en funciones de teniente del Gobernador, con el padre Solano y una importante comitiva de españoles e indios, vinieron a encontrarse en peligro grave por la sed. El fraile le dijo: «Señor capitán, caven aquí. Al punto lo puso por obra el capitán. Cavó en la parte y lugar que el padre Francisco le había señalado. Y salió un golpe de agua con la cual bebieron todos los que se hallaron presentes, y las cabalgaduras y animales que traían». Y no fue la única vez que hizo esto.

El padre Solano también mostró siempre una especial amistad con los pajarillos de Dios. El cronista fray Juan de Vergara, compañero suyo, cuenta de él que «todos los días, en aquella doctrina [de Esteco] donde estaba, después de comer, se iba a un montecillo que allí cerca estaba, desmigajando un pedazo de pan, que era el ordinario sustento que les llevaba. Llegábanse tantas aves sobre el siervo de Dios, que era cosa maravillosa. Y estaban sobre su cabeza, hombros y manos hasta tanto que les echaba su bendición. Y entonces se iban».

Otro compañero del Santo, fray Alonso Díaz, refiere que, yendo con él de camino, hallaron una paloma herida por algún zorro: «El padre Solano, habiéndola visto así maltratada y herida, con sus propias manos la curó, juntándole los pellejos que tenía desgarrados, los untó con un poco de sebo, y le echó la bendición». Más tarde, ya llegados a su destino, fray Alonso «vio muchas veces que la paloma se le asentaba en el hombro al padre Solano; y le daba de comer en la mano, y se volvía a su palomar. Y conoció que era la propia paloma que el padre Solano había curado en el camino».

En otra ocasión, y ésta fue muy famosa, yendo Solano de camino con el capitán Andrés García Valdés, aquél a pie y éste a caballo, les salió un toro bravo, desmandado -el ganado cimarrón abundaba entonces en la zona-. El capitán picó espuelas y salió al galope de su montura, pero cuando se acordó de su fraile compañero y regresó hacia él, vio con asombro que el toro estaba «lamiendo las manos del siervo de Dios, que se las tenía puestas en la testuz y hocico...; habiendo estado así un poco vio que el padre le había dado a besar la manga de su hábito, y que, echándole la bendición, el toro, como si fuera de razón, con mucha mansedumbre, se volvió al monte de donde había salido. Y esto fue público en aquella provincia [de Tucumán], y pública voz y fama».

Son escenas de las Florecillas franciscanas. Recordemos cómo San Francisco de Asís tenía una especial amistad con las alondras, o con aquellas tórtolas que redimió cuando eran llevadas en jaulas al mercado. Recordemos también el convenio de paz que, con mucha dulzura, estableció con el lobo de Gubbio, que tanto daño estaba causando. Esta reconciliación del hombre con la naturaleza, anunciada por los profetas como característica de los tiempos mesiánicos (Is 11,6-9), se produce en Cristo y en sus santos, y a veces Dios quiere que se haga manifiesta en algunos de ellos. Así lo vemos, por ejemplo, en las crónicas de los Padres del Desierto, o en aquella arboleda donde iba a orar fray Martín de Valencia, acompañado por una orquesta innumerable de pajarillos, en San Martín de Porres o en el Beato Pedro Betancur, que negocian con los ratones, para que no sigan haciendo daños en sus conventos. Y es que las criaturas se hacen hostiles al hombre cuando éste se rebela contra Dios, y se vuelven amigas si el hombre se reconcilia con Dios plenamente. Y esto, que es así, quiere Dios expresarlo a veces de forma bien patente en la vida de los santos.

Pudor franciscano

La relación de San Francisco Solano con las mujeres indias, también ellas criaturas de Dios, no tenía, en cambio, expresiones tan conmovedoras de familiaridad. Y es que los graves escándalos causados con las indias por algunos encomenderos, y aún a veces por ciertos padres doctrineros, hacían recomendable unas medidas prudenciales especialmente enérgicas y elocuentes. Por eso, como cuenta fray Diego de Córdoba y Salinas, el padre Solano, «cuando era doctrinante en la provincia de Tucumán, considerando las ocasiones de la tierra y su libertad, ordenó que, desde trecho de a cien pasos de su celdilla pobre donde se recogía, no pudiese pasar alguna india, ni llegase a hablarle, si no fuese en la iglesia, para confesarse o cosa necesaria; y si alguna pasaba la señalación, la hacía castigar con los fiscales de la doctrina, y con esta tregua se aseguraba de las astucias del enemigo».

También en esto Solano sigue el ejemplo de San Francisco de Asís, que no conocía de cara, según confesión propia, sino a dos mujeres, a su madre, o quizá a Jacoba de Settesoli, y a santa Clara, y nunca hablaba a solas con mujeres. Por lo demás, ya es sabido que las imitaciones serviles no tienen lugar en el camino de la perfección cristiana. Pero en lo recordado se afirma claramente la relación profunda que existe entre ascesis estricta, unión plena con Dios, alegría espiritual y reconciliación perfecta del hombre consigo mismo, con sus hermanos y con todas las demás criaturas.

Custodio, un tanto especial, del Tucumán

En 1592 fray Francisco Solano fue constituído superior -custodio- de los franciscanos de la zona de Tucumán. El Comisario general del Perú, fray Antonio de Ortiz, pensó en él como el misionero más indicado para levantar el espíritu de los frailes instalados en conventos urbanos y de los misioneros encargados de doctrinas de indios, unos y otros no siempre ejemplares en su vida y ministerio. ¿Podría con el cargo un fraile tan especial como nuestro Santo?...

El padre Solano se dedicó, en los años 1592-1595, a visitar los centros franciscanos de su jurisdicción. Desde luego no era un custodio que desempeñara su oficio al modo ordinario. Al clérigo portugués Manuel Núñez Magro de Almeyda, que en él buscaba ayuda espiritual, una vez le confió con toda humildad: «Aunque yo soy custodio, no siento en mí las partes que se requieren para serlo. Y así, no uso de ello; ocúpome por estos montes en la conversión de estos indios».

En realidad, el Santo hacía lo que podía, es decir, era custodio franciscano a su modo, y sin duda hacía a su manera mucho bien. No siempre concede Dios a sus hijos obrar de modo ejemplar, pero siempre les da su gracia para que puedan obrar santamente.

Comenzó fray Francisco sus visitas en Talavera de Esteco, donde fue su comienzo misionero, y pasó por Salta, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y Córdoba. Quizá se alargase a Buenos Aires y al Paraguay, que pertenecían también a la misma custodia; pero no hay sobre esto datos ciertos. Lo que sí es seguro es que en todos los lugares que visitó dejó la huella indeleble de su presencia fascinante.

Donde quiera que él estuvo, allí predicó, conmovió los corazones y habló de Dios con la gente. Aquí cantó y danzó en una procesión de la Virgen, allí hizo curaciones milagrosas, especialmente de niños, en otra parte descubrió fuentes, y siempre dejó a su paso amigos espirituales que nunca le olvidaron. Almeyda, el cura ya citado, que en él buscaba consejo y aliento, lo recuerda con emoción: «Todas las noches se sentaba el padre fray Francisco con el cura en una pampa, y le tenía tres horas, diciéndole cosas que le convenían... Tal era la eficacia de estas palabras, que luego que el santo se iba, para no apesadumbrarlo, se echaba en tierra y, besando la tierra donde había tenido los pies, veneraba al Señor y al mensajero que de su parte se las decía».

Y todo lo hacía siempre Solano con gran llaneza, con humor festivo, como en aquella noche en que, esgrimiendo «una gaita hecha de caña», le dijo a Almeyda con un guiño: «¿Queréis oír la mejor música que habéis oído en vuestra vida? Y le comenzó a tañer con ojos fijos en el cielo, haciendo con el cuerpo unos meneos que parecía que hablaba. Y jubilando, cantaba con una simplicidad que no acierta a declarar». Era su estilo humilde y llano. Cuenta Pedro de Vildosola Gamboa, que acompañó al Santo en muchas jornadas, que una vez «con una red que tenía y traía de ordinario consigo, y con un anzuelo, fue el padre fray Francisco al río. En otras tantas veces recogió pescado en tal cantidad que, habiendo más de doce españoles y más de otros tantos indios, fue bastante como para poder decirles que les había de dar de cenar. Y no había de llegar otro al fuego sino él. Remangándose los hábitos de los brazos, les hizo cenar. Y habiéndoles dado a todos muy aventajadamente, se retiró. Y debajo de una carreta sacó una mazorca de maíz, y esto solo fue su alimento».

Como es lógico, San Francisco Solano suscitaba muchas conversiones entre los españoles, marcaba en ellos huellas espirituales indelebles, y suscitaba en sus conversos no pocas vocaciones religiosas, como la del soldado Juan Fernández -fray Juan de Techada, que luego dejaría relatos sobre el Santo-, el capitán Pedro Núñez Roldán o el licenciado Silva, franciscanos más tarde en Lima. Los indios, por su parte, sentían por el padre Francisco, que les trataba en su lengua y con tanta bondad y alegría, verdadera fascinación.

Recordaremos aquí aquel Jueves Santo de 1593, en La Rioja, según testimonios de Almeyda y del capitán Pedro Sotelo. Se habían juntado cuarenta y cinco caciques paganos con su gente, y el pequeño grupo hispano estaba ya temiendo lo peor. Fray Francisco hace uno de aquellos sermones suyos, que eran capaces de conmover a las piedras. En la procesión penitencial, los españoles se disciplinan, ante la consternación de los indios, que están asombrados. Solano les explica, quién sabe cómo, que están queriendo participar de la pasión de Jesús. Finalmente, los indios comienzan también a azotarse. «Y el dicho padre fray Francisco Solano andaba con tanta alegría y devoción, como sargento del cielo entre los indios, quitándoles los azotes y diciéndoles mil cosas, toda la noche sin descansar, predicándoles y enseñándoles». Nueve mil de aquellos indios habría de recibir más tarde el bautismo.

¿Desempeñó bien el padre Solano su ministerio de custodio del Tucumán? No lo hizo, sin duda, de un modo ejemplar, es decir, que pueda ser norma para otros custodios. Pero cumplió, ciertamente, su ministerio santamente, y santificando a muchos, eso sí, a su aire, que era el soplo del Espíritu Santo en él. Se cuenta que en Paraguay pudo visitar al gran apóstol de la región, fray Luis Bolaños, su antiguo compañero, y que éste le dijo en la despedida: «Adiós, mi padre. Su Reverencia luego no más será santo, y yo me quedaré Bolaños».

La etapa última, conventual

En 1595, fray Antonio de Ortiz, después de tratar el tema con los frailes del virreinato y recabada la autorización precisa, estimó llegado el tiempo de introducir en toda la provincia peruana la recolección, como estilo franciscano de vida comunitaria. Era, pues, por muchas razones urgente que «en este distrito y comarca de esta Ciudad de los Reyes se fundase un convento de nuestra orden de recolección, para gloria de Dios y consuelo espiritual de los religiosos que de esta provincia se quisiesen ir a morar allí, viviendo en más estrecha observancia y recogimiento, como en otras casas semejantes en nuestra Orden se vive, con mucho provecho de las almas de dichos religiosos y con grande edificación de los fieles».

Allí fue llamado fray Francisco, y allí una vez más dejó la huella viva de su espíritu. Estando un día para celebrar misa en una ermita de la casa, ayudado por el virrey Luis de Velasco, fray Mateo Pérez, testigo de la escena, fue por lumbre para encender las velas, «y el bendito siervo de Dios, en el entretanto, se puso a cantar chanzonetas en alabanzas de Nuestro Señor y de su santa madre». El virrey quedó admirado, le fue cobrando mucha afición, y «siempre le veneró y tuvo en estimación de varón santo».

En aquella recolección tuvo varios amigos espirituales laicos, como Diego de Astorga, el encomendero tucumano Juan Fernández o aquel licenciado Gabriel Solano de Figueroa, al quien el desmedrado padre Solana le decía confidencialmente: «tengo una señora con quien comunico y tengo mis entretenimientos». Y en seguida le hacía testigo de una de sus cortesías ante la Virgen María.

Un año estuvo, entre 1601 y 1602, como secretario del nuevo provincial del Perú, Francisco de Otálora, ocupado en negocios y papeles, pero aquello no era lo suyo, y en seguida fue enviado a Trujillo, convento fundado en 1530, y en donde ya los frailes estaban hechos a la idea de que domesticar a fray Francisco no sólo era imposible, sino inconveniente. Tenía entonces Solano 53 años, y parece que por entonces se aceptaba a sí mismo con una mayor libertad de corazón.

Concierto para violín y pájaros

Fue en Trujillo cuando añadió a sus formidables aptitudes expresivas un elemental rabel, que llevaba consigo bajo el manto. Con él hacía grandes cortesías musicales ante el Santísimo, y ante cada uno de los altares de la iglesia. Estos conciertos devotos se prolongaban especialmente por las noches, cuando ya todos se habían retirado, en el coro -ya conocemos, desde que en el convento sevillano de Loreto se arregló aquel rincón, su querencia hacia el coro de la iglesia-. Los testimonios son numerosos, y siempre admirativos, pues aquellas efusiones musicales, llenas de ternura y entusiasmo, mostraban bien a las claras que estaba enamorado del Señor.

En algunas fiestas litúrgicas, como en la Navidad, la alegría del padre Solano llegaba a ser un verdadero espectáculo. Así como San Francisco de Asís, o como el Beato Pedro Betancur, que en la Navidad «perdía el juicio», así nuestro Solano en ese día fácilmente venía al éxtasis musical, como en aquella Navidad de 1602, cuando el provincial Otálora visitaba el convento trujillano:

«Estando los religiosos regocijándose con el Nacimiento, cantando y haciendo otras cosas de regocijo, entró el padre Solano con su arquito y una cuerda en él, y un palito en la mano, con que tañía a modo de instrumento. Entró cantando al Nacimiento con tal espíritu y fervor, cantando coplas a lo divino al Niño, y danzaba y bailaba, que a todos puso admiración y enterneció de verle con tan fervoroso espíritu y devoción, que todos se enternecieron y edificaron grandísimamente».

En la huerta del convento, acompañado de bandadas de pájaros que se iban cuando él se retiraba, hallaba también San Francisco Solano un marco perfecto para su amor. «Le decía [a Avendaño] que salía a aquella huerta para ver a Dios y aquellos árboles, hierbas y pájaros, de donde habría materia para alabar a Dios y amarle». Muchos fueron los testigos asombrados de aquellas sinfonías espirituales de la huerta, que se producían ordinariamente -y que no sé si Olivier Messiaen incluyó en alguno de los siete tomos de su Catalogue d'Oiseaux-.

El licenciado Francisco de Calancha pudo verlo una vez y quedó pasmado. «Esto, que no había visto vez alguna, y haber visto callar a los pájaros después que el padre volvió las espaldas, quedó sumamente asombrado y fuera de sí de ver tal maravilla. Díjole al religioso que estaba allí que le parecía sueño, y que apenas si creía lo que había visto. El religioso le respondió que cada día favorecía Dios a todos los religiosos de aquella casa con que viesen éstos y otros favores que Dios le hacía».

Aviso de terremoto

A fines de 1605, fray Francisco es un fraile más de los 150 que forman la comunidad de la observancia en San Francisco de Lima. También allí hizo de las suyas. Fray Diego de Ocaña, el monje jerónimo, estando en Lima, fue testigo de un hecho muy notable: «Sucedió en esta ciudad, después de Pascua de Navidad el año 1605, que estando con algún temor de haber sabido cómo la mar había salido de sus límites y había anegado todo el pueblo y puerto de Arica, y puesto por tierra el temblor a la ciudad de Arequipa, predicó en la plaza un fraile descalzo de san Francisco y en el discurso del sermón dijo que temiesen semejante daño como aquél y que según eran muchos los pecados de esta ciudad que les podría venir semejante castigo aquella noche, antes de llegar el día».

El franciscano predicador, en la plaza pública, era San Francisco Solano. Y se ve que la muchedumbre no tomaba en broma a aquel fraile insólito, porque el alboroto penitencial que se produjo fue algo enorme. Confesiones, disciplinas, restituciones, bodas de amancebados, las iglesias abiertas por la noche, con el Santísimo expuesto, «y todos los frailes en las iglesias y clérigos arrimados por las paredes confesando a la gente». Dice fray Diego: «después que soy hombre no he visto ni espero ver semejantes cosas como aquella noche pasaron».

A las diez de la noche «llamaron al fraile descalzo el arzobispo [Santo Toribio] y el virrey y sus prelados y le preguntaron si le había revelado Dios si había de vivir aquesta ciudad aquella noche; el cual respondió que no había tenido revelación ninguna y que él no había dicho que se había de hundir, sino que temiesen no les viniese el castigo semejante al de Arequipa, y que según eran grandes los pecados de la ciudad, que le podían esperar aquella noche antes que mañana; y que esto había dicho porque se enmendasen y no porque hubiese tenido revelación de ello» (A través 98-99)...

Coro, plaza y teatro

En la comunidad de Lima, como ya conocían el estilo del padre Solano, pensaron que lo mejor era dejarle a su aire. Como padre espiritual de los enfermos, se hizo muy amigo del enfermero fray Juan Gómez y del refitolero, un muchachito negro, el donado fray Antonio. En la enfermería se le podía encontrar, o también en el coro, donde pasaba sus horas fuera del tiempo humano, perdido en los caminos inefables del amor de Dios.

Pero también salía del convento a visitar la cárcel y los hospitales, a conversar con la gente de la calle, y no precisamente de las variaciones del clima. Sacaba el crucifijo de la mano, y les decía: «Hermanos, encomendáos a nuestro Señor, y queredle mucho. Mirad que pasó pasión y muerte por vosotros; que éste que aquí traigo es el verdadero Dios». Su parresía apostólica, su libertad y atrevimiento para transmitir el mensaje evangélico, era absoluta.

En el corral de las comedias, lugar mal visto y medio censurado, él entraba tranquilamente, irrumpía en el tablado y, con el crucifijo en la mano, decía algo de lo que tenía con abundancia en el corazón: «Buenas nuevas, cristianos... Este es el verdadero Dios. Esta es la verdadera comedia. Todos le amad y quered mucho». Y si algún farandulero se quejaba, «Padre, aquí no hacemos cosas malas, sino lícitas y permitidas», él le contestaba: «¿Negaréisme, hermano, que no es mejor lo que yo hago que lo que vosotros hacéis?»...

Una muerte santa

A los sesenta años, en 1610, fray Francisco está hecho una ruina, según el médico que le examina: Está «con una flaqueza por esencia en los pulsos y en todo el ámbito del cuerpo, que con los muchos ayunos, mala cama y abstinencia grande que tenía, aun en salud estaba hecho un esqueleto, cuanto más en la enfermedad». Y hasta entonces sigue haciendo de las suyas, cuando ya está para irse: «Hermano fray Juan, por amor de Dios, que vaya y me ase una higadilla de gallina». Poder encontrarla fue, según fray Juan, «otro milagro más» del Santo, pues los frailes no disponían de tan finos manjares.

Poco antes de morir escribió a Montilla, a su hermana Inés: «La gracia del Espíritu Santo sea siempre en su alma, hermana mía. No tengo otra plata ni oro que enviarle sino palabras, y no mías, sino de Jesucristo, que por eso me atrevo a escribirlas. Dice el dulcísimo Jesús por San Mateo: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia"; en este lugar es amar a Dios según lo declaran algunos doctores y santos, pues bienaventurada el alma que en esta vida padece hambre y desea hartarse en el Señor, encendiéndose en su amor. Si vuestra merced, hermana mía, quiere ser dichosa y bienaventurada en esta vida y en la otra, tenga hambre y sed de servir a Dios, de amarle, poseerle y gozarle; quiera y ame a tan buen Dios de todo corazón, de toda su alma y con todas sus fuerzas.

«Ofrézcale su corazón limpio de todo pecado, lleno de contrición y dolor de haberle ofendido, que El lo recibirá en sacrificio, como lo hizo el real profeta David: "No despreciéis Vos, Dios mío, el corazón contrito", y ofrézcale en sacrificio todos los trabajos, pobrezas y necesidades que padece, con hambre y sed de gozar de aquellas riquezas, delicias y regalos del Cielo, que es el centro de nuestro descanso... A todos mis sobrinos dará mis recomendaciones, encargándoles de mi parte sirvan a Dios y no le ofendan».

El 12 de julio, acompañado por sus hermanos, recibió el viático, renovó los votos, y quedó en oración o en sueño, hasta decir: «María. ¿Dónde está Nuestra Señora?». Quizá eso fuera lo primero que dijera al llegar al cielo.

Aún recuperó el ánimo y la atención más tarde. El padre Francisco de Mendoza, que le atendió todo el tiempo, cuenta que «con particularísima atención y devoción» siguió el rezo de todas las Horas canónicas y otras oraciones, en lo que se fueron «casi seis horas, llevándolas el padre Solano con la suavidad y gusto referidos. Cuando decían Gloria Patri, levantaba los ojos a Dios, y decía su ordinaria palabra "Glorificado sea Dios", con grandísima suavidad, saboreándose en las palabras. Con ellas en la boca murió empezando a decir "Glorificado sea...", de manera que empezándolas a decir parecía que quería alabar; y así como dijo "Dios", se quedó muerto... Entonces perseveraban más en su canto los pájaros, que parecían estarse deshaciendo, y con sus voces atravesaban el corazón a quien lo oía».

El Arzobispo y el Virrey, con media Ciudad de los Reyes, asistieron el 15 de julio a los funerales. Antes de finalizar el mes ya se abrió en el Arzobispado el proceso para su canonización. Los testimonios de su santidad y de sus milagros eran innumerables. Diez resurrecciones llegaron a atestiguarse, tres en vida del Santo y siete después de su muerte. Fue declarado beato en 1675, y canonizado como santo en 1726. Sus restos reposan en San Francisco de Lima.

4. San Martín de Porres, humilde mulato peruano

Martín niño

En el año 1962 fue canonizado en Roma, con gran alegría del mundo cristiano, fray Martín de Porres, peruano mulato y dominico. En ese mismo año Jesús Sánchez Díaz y José María Sánchez-Silva publicaron las biografías suyas, que aquí seguimos.

Don Juan Porres, hidalgo burgalés, caballero de la Orden Militar de Alcántara, estando en Panamá, se enamoró de una joven negra y convivió con ella. Cuando se trasladó al Perú, buscando en la cabeza del virreinato obtener alguna gobernación, se la llevó consigo, y allí, en Lima, nació su hijo Martín, de tez morena y rasgos africanos. No quiso reconocerlo como hijo, y en la partida de bautismo de la iglesia de San Sebastián se lee: «Miércoles 9 de diciembre de 1579 baptice a martin hijo de padre no conocido y de ana velazquez, horra [negra libre] fueron padrinos jn. de huesca y ana de escarcena y firmelo. Antonio Polanco». Dos años después nació un niña, Juana, ésta con rasgos de raza blanca.

Ana Velázquez fue una buena madre y dio cuidadosa educación cristiana a sus dos hijos, que no asistían a ningún centro docente, aunque en Lima había muchos. Con ellos vivía sola, y el padre, que estaba destinado en Guayaquil, de vez en cuando les visitaba, proveía el sustento de la familia y se interesaba por los niños.

Viendo la situación precaria en que iban creciendo, sin padre ni maestros, decidió reconocerlos como hijos suyos ante la ley, y se los llevó consigo a Guayaquil, donde se ocupó de ellos como padre, dándoles maestros que les instruyeran. Un día, teniendo ocho años Martín y seis Juanita, iban de paseo con su padre, y se encontraron con su tío abuelo don Diego de Miranda, que preguntó quiénes eran aquellos niños. Don Juan contestó: «Son hijos míos y de Ana Velázquez. Los mantengo y cuido de su educación».

Don Juan, a los cuatro años de tener consigo a sus hijos en Guayaquil, fue nombrado gobernador de Panamá. Dejó entonces sus hijos con su madre en Lima, les dio una ayuda económica suficiente, y confió a los tres al cuidado de don Diego de Miranda.

Martín muchacho

Confirmado Martín por el santo arzobispo don Toribio de Mogrovejo, se mostró muy bueno desde chico. Al cumplir los recados que le encargaba su madre, volvía a veces con la compra hecha a medias o sin hacer: había tenido lástima de algún pobre. Mateo Pastor y su esposa Francisca Vélez, unos vecinos, querían mucho al chico, y le trataban como a hijo, viendo que su madre estaba sin marido.

Este matrimonio fue siempre para él como una segunda familia. Mateo tenía una farmacia, con especias y hierbas medicinales, y allí solía acudir, a la tertulia, Marcelo Ribera, maestro barbero y cirujano, médico y practicante. Este se fijó en seguida en las buenas disposiciones de Martín, hizo de él su ayudante, y pronto el aprendiz supo tanto o más que su maestro. Tenía dotes naturales muy notables para curar y sanar. Con ese oficio hubiera podido ganarse muy bien la vida.

Pero la inclinación interna de Martín apuntaba más alto. Muy de madrugada, se iba a la iglesia de San Lázaro, donde ayudaba a misa. Después de trabajar todo el día en la clínica-barbería de Ribera, por la noche, a la luz de unos cabos de vela, estaba largas horas dedicado a la lectura, preferentemente religiosa, y a la oración ante la imagen de Cristo crucificado. Como ya sabemos, había en Lima entonces dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y jesuítas, pero a él le atraían especialmente los primeros. Y a los 16 años de edad decidió buscar la perfección evangélica bajo la regla de Santo Domingo.

Martín dominico

El convento dominico de Nuestra Señora del Rosario, edificado en Lima sobre un solar donado por Francisco Pizarro y ampliado por el Consejo municipal en 1540, era un edificio inmenso, en el que había múltiples dependencias -iglesia, capillas, portería, talleres, escuela, enfermería, corrales, depósitos y amplia huerta-, y en donde vivían con rigurosa observancia unos doscientos religiosos, y un buen número de donados y también esclavos o criados.

Entre los dominicos de entonces había tres clases: los padres sacerdotes, dedicados al culto y a la predicación, los hermanos legos, que hacían trabajos auxiliares muy diversos, y donados, también llamados oblatos, que eran miembros de la Orden Tercera dominicana, recibían alojamiento y se ocupaban en muchos trabajos como criados. Padres y hermanos llevaban el hábito completo, y en aquella provincia era costumbre llevar dos rosarios, uno al cuello y otro al cinto. Los donados llevaban túnica blanca y sobrehábito negro, pero no llevaban escapulario ni capucho.

Cuando Martín, un muchacho mulato de 16 años, en 1595, solicitó ser recibido como donado en el convento del Rosario, el prior, fray Francisco de Vega y el provincial, fray Juan de Lorenzana, que ya debían conocerle, le admitieron sin ninguna dificultad. No tardó en enterarse don Juan Porres de que su hijo había dado este paso, y aunque aprobaba que se hiciera religioso, hizo cuanto pudo para que fuera hermano lego, y no se quedara como donado, ya que esto era como hacerse un criado para siempre. Pero Martín se resistió decididamente: «Mi deseo es imitar lo más posible a Nuestro Señor, que se hizo siervo por nosotros». Tomó, pues, el hábito dominico de donado, y al día siguiente recibió ya su primer ministerio conventual: barrer la casa.

Un fraile humilde

Conocemos muchas anécdotas de la vida de fray Martín, recogidas como testimonios jurados en los Procesos diocesano (1660-1664) y apostólico (1679-1686), abiertos para promover su beatificación. Buena parte de estos testimonios proceden de los mismos religiosos dominicos que convivieron con él, pero también los hay de otras muchas personas, pues fray Martín trató con gentes de todas clases.

Pues bien, de las informaciones recibidas destaca sobremanera la humildad de San Martín. Acerca de ella tenemos datos impresionantes.

Fray Francisco Velasco testificó que, siendo él novicio, acudió a la barbería del convento, y como fray Martín no le hiciera el arreglo como él quería, se enojó mucho y le llamó «perro mulato». Respuesta: «Sí, es verdad que soy un perro mulato. Merezco que me lo recuerde y mucho más merezco por mis maldades». Y dicho esto, le obsequió luego con aguacates y un melocotón.

En otra ocasión, no habiendo podido acudir inmediatamente a atender a un fraile enfermo que reclamaba sus servicios, éste le dijo cuando por fin llegó: «¿Esta es su caridad, hipocritón embustero? Yo pudiera ya haberlo conocido». A lo que fray Martín le respondió: «Ése es el daño, padre mío; que no me conozco yo después de tantos años ha que trabajo en eso y quiere vuestra paternidad conocerme en cuatro días que ha que me sufre. Como esas maldades e imperfecciones irá descubriendo en mí cada día, porque soy el peor del mundo».

Otra vez estaba fray Martín limpiando las letrinas, y un fraile le dijo medio en broma si no estaría mejor en el arzobispado de México, a donde quería llevarlo el Arzobispo electo. El respondió: «Estimo más un momento de los que empleo en este ejercicio que muchos días en el palacio arzobispal».

Pero una de las muestras más conmovedoras de su humildad fue la siguiente. En el convento del Rosario se produjo un día un grave aprieto económico, y el prior tuvo que salir con algunos objetos preciosos para tratar de conseguir algún préstamo. Enterado fray Martín, corrió a alcanzarle para evitarlo. El sabía que los negros vendidos como esclavos eran bien pagados, hasta unos mil pesos. Y recordaba que Santo Domingo se ofreció como esclavo a los moros para sustituir al hermano de una pobre viuda. Mejor, pues, que desprenderse de objetos preciosos del convento, era otra solución: «Padre, yo pertenezco al convento. Disponga de mí y véndame como esclavo, que algo querrán pagar por este perro mulato y yo quedaré muy contento de haber podido servir para algo a mis hermanos». Al prior se le saltaron las lágrimas: «Dios se lo pague, hermano Martín, pero el mismo Señor que lo ha traído aquí se encargará de remediarlo todo».

Orante y penitente

La oración y el trabajo fueron las coordenadas en las que siempre se enmarcó la vida de San Martín. En aquel inmenso ámbito conventual, en claustros y capillas, en escaleras y celdas, en talleres y enfermería, siempre estaban a la vista las imágenes del Crucificado, de la Virgen y de los santos. En aquella silenciosa colmena espiritual dominicana el estudio y el trabajo se desarrollaban en una oración continua.

Fray Martín se veía especialmente atraído por la capilla de la Virgen del Rosario, y allí se recogía por la noche y en el tiempo de silencio por la tarde. Al paso de los días, la celebración de la eucaristía, que solía ayudar en la capilla del Santo Cristo, el Rosario, la celebración en el coro de las Horas litúrgicas y del Oficio Parvo, eran para nuestro santo fraile tiempos de gracia y de gloria.

Junto al Crucifijo y la Virgen María, su devoción predilecta era la eucaristía. Le fue dado permiso, cosa rara entonces, de comulgar todos los jueves, y para no llamar la atención, esos días recibía la comunión fuera de la misa. En el coro había hallado un rincón donde podía ver la eucaristía, escondido de todos, en adoración silenciosa, durante horas del día y de la noche. Su amigo don Francisco de la Torre, oficial de la guardia, que le estaba buscando, le encontró allí una vez en oración extasiada, de rodillas, alzado a unos palmos del suelo. Según muchos testigos, fray Martín tuvo numerosos éxtasis y arrobamientos en la oración, y con frecuencia fue visto, estando en oración, levantado del suelo, envuelto en luz y abrazando al Crucificado.

Su devoción a Cristo crucificado fue inmensa. En el convento de Santo Domingo hay un tríptico en el que el pintor representó a Cristo llevando la cruz y a San Martín de rodillas. De la boca de Jesús salen estas palabras: «Martín, ayúdame a llevar la Cruz», y de la de Martín: «¡Dios mío, Redentor, a mí tanto favor!». Llevaba normalmente cilicio y se ceñía con una gruesa cadena. Ayunaba casi todo el año, pues la mayor parte del tiempo se limitaba a pan y agua, y en cuarenta y cinco años de vida religiosa nunca comió carne. El domingo de Resurrección, «como gran regalo, comía algunas raíces de las llamadas camotes, el pan de los negros. El segundo día de Pascua tomaba un guisado y algo de berzas, sin nada de carne».

No tenía celda propia, sino una de la enfermería, en la que su catre era de palos con una estera o piel de borrego y un trozo de madera como cabezal. Dormía muy poco tiempo, y las más de las veces pasaba la noche en un banco del Capítulo, junto a la cama de algún enfermo, tendido en el ataúd en el que depositaban a los religiosos hasta el momento de su entierro, o en el coro, donde sus hermanos le encontraban al alba cuando venían a rezar las Horas.

Otras penitencias suyas fueron tan terribles que apenas pueden ser descritas sin herir la sensibilidad de los cristianos de hoy. Él siempre quiso mantener sus mortificaciones en el secreto de Dios, y cuando era preguntado acerca de ellas, sufría mucho y salía por donde podía. De todos modos, sabemos bastante de sus disciplinas por información de Juan Vázquez, un chicuelo que llegó de España con catorce años -como tantos otros, que iban a las Indias como grumetes o polizones, y que allí desembarcaban sin oficio ni beneficio-, y que él recogió por compasión como ayudante.

Por testimonio de este Juancho, que vivía con él como ayudante y recadero, sabemos que San Martín se disciplinaba con una triple cadena después del Angelus de la tarde, uniéndose así a Cristo, azotado en la columna del pretorio. A las doce y cuarto de la noche se azotaba con un cordel de nudos, ofreciéndolo por la conversión de los pecadores. La tercera disciplina era en un sótano, poco antes del alba, y la ofrecía por las almas del Purgatorio. Para esta disciplina pedía a veces el concurso de Juan o de algún indio o negro de sus beneficiados. Y cuando alguna vez el chico Vázquez le ayudaba a curar las heridas causadas por tan duras disciplinas, fray Martín le consolaba asegurándole que esto era muy bueno para la salud.

Vencedor del Demonio

Viendo el Demonio que para perder a Martín ya no podía contar para nada con la complicidad de la carne, y menos aún con la del mundo, tuvo que asediarle él mismo en varias ocasiones. Es cosa que vemos en la vida de todos los santos. En una ocasión en que fray Martín iba por una escalera solitaria, normalmente sin uso, llevando entre las manos un brasero encendido, se le atrevesó en el camino el Enemigo mirándole con odio. El santo fraile le insultó y le mandó al infierno. Al no obtener resultados positivos con esto, se quitó el cinto y la emprendió contra él a correazos, cosa que al parecer fue bastante eficaz. Allí mismo trazó Martín en la pared una cruz con un carbón del brasero, y de rodillas dio gracias a Cristo por la victoria.

Otra vez don Francisco de la Torre, el guardia amigo que compartió dos meses la celda de fray Martín, durmiendo en una alcoba próxima, vió una noche con espanto como el Santo, mientras anatematizaba a los invisibles demonios, era sacudido y volteado por éstos en todas direcciones, al tiempo que se producía un incendio. Después se hizo la paz y el silencio. Cuando a las tres de la noche, según costumbre, se levantó fray Martín para tocar el Angelus, su amigo Francisco se levantó para ver a la luz de una vela los destrozos causados en la habitación, pero lo halló todo en orden y sin ninguna señal de quemaduras.

Hermano dominico, pobre y obediente

Cuando ya llevaba fray Martín nueve años en el convento, viendo los superiores su gran virtud, quisieron que profesara los tres votos, para admitirlo así plenamente en la Orden. El nunca lo había pedido, pero se vio feliz de poder hacer la profesión.

«El 2 de junio de 1603 -dice el acta- hizo donación de sí a este convento para todos los días de su vida el hermano Martín de Porras, mulato, hijo de Juan de Porras, natural de Burgos, y de Ana Velázquez, negra libre; nació en esta ciudad y prometió este día obediencia para toda su vida a los priores y prelados de este convento en manos del P. Fray Alonso de Sea, superior de él, y juntamente hizo votos de castidad y pobreza, porque así fue su voluntad, siendo prior de este convento el R. P. Presentado Fray Agustín de Vega»... Y allí está su firma: «Hermano Martín de Porras», que éste era, según se ve, su apellido real.

Martín vivió a fondo la pobreza profesada. Nunca usó ropa o zapatos nuevos. Siempre sus prendas eran usadas, y con él se estaban, continuamente remendadas, hasta que se caían a pedazos, o hasta que dejaban ver la ropa interior de saco y el cilicio de crin de caballo. Una vez su hermana Juana le llevó con todo cariño un hábito nuevo, pero no consiguió que se lo quedara: «Hermana, en la religión no desdicen pañetes pobres y remendados sino costumbres asquerosas y sucias. Si tuviera dos túnicas poco sintiera la necesidad del pobre religioso, que advierto que para lavar la túnica me quedo con sólo el hábito, y para lavar éste, cubro mi modestia con la túnica. Así que tengo todo lo que he menester».

Estando muy enfermo con cuartanas, que él solía padecer por el invierno, el provincial fray Luis de Bilbao le mandó por obediencia usar sábanas. El se resistió a ello, pero finalmente accedió por obediencia, como el mismo provincial pudo comprobarlo al día siguiente con el padre Estrada. Efectivamente, estaba acostado entre sábanas. Ya se iban, cuando el padre Estrada le dijo algo al provincial, y al entrar de nuevo en la celda pudieron comprobarlo: y «hallaron que estaba vestido y calzado de la misma suerte que andaba por el convento». Fray Martín, al ver descubierta su trampa, se rió y se justificó como pudo. Después de todo, estaba entre sábanas, como se lo habían mandado.

Tuvo fray Martín una veneración y respeto grandes hacia todas las autoridades, civiles o religiosas, convencido de que estaban representando al Señor. Y obedeció siempre, con suma facilidad.

El lego fray Santiago Acuña testificó que nuestro Santo «cumplió el voto de obediencia con voluntad pronta y alegre». Fray Francisco Velasco confiesa que «el Siervo de Dios no era nada para sí, sino todo para la religión y para quienes le mandaran algo, sin que nada se opusiera en él a esta virtud». No era, sin embargo, su obediencia un automatismo irresponsable, sino que estaba subordinada a la caridad y regida por la prudencia. Lo vemos en varios casos, como por ejemplo en éste. A veces, en circunstancias especiales o de particular apremio, recogía en su propia celda a enfermos o heridos, lo que traía consigo no pequeños problemas, enojos y a veces protestas de sus hermanos. Enterados los superiores, le prohibieron severamente que siguiera haciéndolo.

Al poco de esto, un pobre indio en una pelea cayó apuñalado en la puerta del convento, y fray Martín, ante la urgencia del caso, a pesar de la prohibición, lo llevó a su celda y allí lo curó. Acusado del hecho, el provincial le reprendió con gran aspereza, y el santo fraile trasladó al indio a casa de su hermana Juana, que vivía cerca. Más tarde, apenado Martín del disgusto que le había ocasionado al provincial, una noche le preparó un cocido que sabía era de su gusto, y al llevárselo le dijo: «Desenójese Vuestra Paternidad, y coma esto, que ya sé le sabe tan bien como a mí la corrección que he recibido». El Padre le precisó: «Yo no me enojo con la persona, sino con la culpa. Pídale el hermano perdón a Dios, a quien ha ofendido». Martín, por ser humilde, andaba siempre en la verdad: «Yo, Padre, no he pecado». «¿Cómo no, cuando contravino mi orden?». «Así es, Padre, mas creo que contra la caridad no hay precepto, ni siquiera la obediencia».

Hermano enfermero

Una vez profeso, el hermano Martín fue nombrado enfermero jefe, dada su competencia como barbero, cirujano y entendido en hierbas medicinales. Con ayuda de otros enfermeros, él se llegaba a cada doliente, siempre jovial: «¿Qué han menester los siervos de Dios?». Apenas alguien necesitaba algo, fray Martín se personaba al punto, a cualquier hora del día o de la noche, de modo que los enfermos se quedaban asombrados, no sabiendo ni cuándo ni dónde dormía, ni cómo sacaba tiempo y fuerzas.

Fray Cristóbal de San Juan testificó que «a los religiosos enfermos les servía de rodillas; y estaba de esta suerte asistiéndoles de noche a sus cabeceras ocho y quince días, conforme a las necesidades en que les veía estar, levantándoles, acostándoles y limpiándoles, aunque se tratase de las más asquerosas enfermedades».

Esta caridad suya con los enfermos, continua, heróica y alegre, es el mayor de los milagros que San Martín obraba con ellos, pero al mismo tiempo es preciso recordar que los milagros de sanación por él realizados, ya en vida, fueron innumerables. Fray Martín solía distinguir con una precisión asombrosa, que iba más allá del ojo clínico, si una enfermedad era fingida o real, leve, grave o mortal. Y cuando él había de intervenir, preparaba sus brebajes, emplastos o vendajes, y decía: «yo te curo, Dios te sane». Los resultados eran muchas veces prodigiosos.

Normalmente los remedios por él dispuestos eran los indicados para el caso, pero en otras ocasiones, cuando no disponía de ellos, acudía a medios inverosímiles con iguales resultados. Con unas vendas y vino tibio sana a un niño que se había partido las dos piernas, o aplicando un trozo de suela al brazo de un donado zapatero le cura una grave infección. Estaba claro que Martín curaba con el poder sanante de Jesucristo.

El padre Fernando Aragonés, que fue primero Hermano cooperador, y ayudante de fray Martín en la enfermería, dio testimonio en el Proceso de beatificación de algunos milagros particularmente espectaculares. Contó, por ejemplo, que él se quedó un día con fray Martín amortajando a un religioso, fray Tomás, que acababa de morir. Pero fray Martín, después de rezar a un Crucifijo que había en la pared, llamó por tres veces a fray Tomás por su nombre, hasta que volvió a la vida. «Todo lo cual yo tuve por conocido milagro. Aunque por entonces callé por el ruido que pudiera causar. Dios permitió que lo callase por entonces para decirlo ahora en esta ocasión».

En otra ocasión, el obispo de la Paz, don Feliciano Vega, cuando iba a marchar a México, para cuya sede había sido elegido arzobispo, cayó gravemente enfermo. Los médicos le dijeron que se preparara a bien morir, y él así lo hizo. Entre los familiares que le cuidaban en su alcoba de moribundo estaba fray Cipriano Medina, a quien fray Martín había curado de grave enfermedad cuando estaba ya desahuciado por los médicos. El enfermo pidió entonces que se llamase a fray Martín, pero tardaron en encontrarlo y llegó bastante tarde. El Prelado le reprendió, y el santo Hermano hizo la venia, postrándose, sin levantarse hasta que el obispo dio una palmada.

Había en el cuarto familiares, médicos, damas y domésticos. El Obispo enfermo mandó luego a fray Martín que le diese la mano. Éste, que previó lo que se le iba a pedir, permanecía con las manos bajo el escapulario, y en un principio se resistía. «Traed la mano y ponedla en el sitio donde siento el dolor». El Hermano la puso, cesó en el enfermo todo dolor y quedó sano. Más tarde el Obispo quiso con toda insistencia llevarse a fray Martín consigo a México, y en un principio a éste le agradó la idea, pues desde México era más fácil pasar a las misiones de Filipinas, China o Japón, en las que siempre había soñado. Pero el Provincial no lo quiso permitir.

Apostolados de fray Martín

Nuestro santo fraile apreciaba mucho el estudio teológico, como buen discípulo de Santo Domingo, y solía animar a los estudiantes para que aprovechasen bien en sus estudios. Hay testimonios de que en varias ocasiones los estudiantes le consultaban cuestiones, o sometían a su arbitraje discusiones que traían entre ellos, y fray Martín respondía siempre con una profundidad sencilla y verdadera, aunque se tratase de cuestiones muy abstrusas.

No era, pues, San Martín un fraile exclusivamente dedicado a la oración, a la penitencia y a los trabajos manuales. Atendiendo en la puerta del convento a la comida de los pobres o en otras gestiones y mandados, fray Martín tenía muchas relaciones con indios, negros y mulatos, con emigrantes sin fortuna o antiguos soldados, con mercaderes o carreteros o funcionarios. Y siempre que podía les daba una palabra de luz, de aliento, de buena doctrina. Lo mismo hacía en la enfermería, donde después de haber distribuído las comidas, reunía algunos jóvenes y criados que trabajaban en el convento, para enseñarles las oraciones, recordarles la doctrina cristiana y exhortarles con sencillas pláticas.

Este género de apostolado lo practicaba Martín especialmente cuando estaba en la estancia de Limatambo, una de las haciendas que el marqués Francisco Pizarro había concedido a los frailes, en donación confirmada en 1540. Allí fue enviado en ocasiones para fortalecer su salud quebrantada, con buenos resultados. Entre los negros de la hacienda y la gente de las aldeas vecinas, las catequesis de aquel fraile mestizo de tez oscura, que les visitaba en sus chozas, que les ayudaba en sus trabajos de campo, que sanaba a sus enfermos y que les hablaba con tanta sencillez y bondad, lograban un gran fruto espiritual.

Por otra parte, eran muchos los que acudían a él para pedirle oraciones o consejo, lo mismo frailes o seglares que oficiales de la guardia o licenciados, encomenderos o esclavos, y también el gobernador o el virrey. El padre Barbazán testifica que «acudían a él, como a oráculo del Cielo, los prelados, por la prudencia; los doctos, por la doctrina; los espirituales, por la oración; los afligidos, para el desahogo. Y era medicina general para todos los achaques».

El hermano dominico San Juan Macías (1585-1645)

San Martín procuraba consagrar íntegramente a Dios los días de fiesta, en cuanto le era posible. Y esos días solía ir al convento dominico de la Magdalena, a visitar al Hermano portero, San Juan Macías, seis años más joven que él. Con él compartía oraciones y penitencias.

Nació Juan en Ribera del Fresno, provincia de Badajoz, en 1585. Sus padres, Pedro de Arcas e Inés Sánchez, modestos labradores, eran muy buenos cristianos, y dejaron en él una profunda huella cristiana. Teniendo cuatro años, quedó Juan huérfano, él solo con una hermanita menor. Los parientes que les recogieron pusieron a Juan de pastor. Y con siete años tuvo una visión de San Juan Evangelista, que fue decisiva en su vida.

Él mismo la contó después: «"Juan, estás de enhorabuena". Yo le respondí del mismo modo. Y él: "Yo soy Juan Evangelista, que vengo del cielo y me envía Dios para que te acompañe, porque miró tu humildad. No lo dudes". Y yo le dije: "¿Pues quién es san Juan evangelista?" Y él: "El querido discípulo del Señor. Y vengo a acompañarte de buena gana, porque te tiene escogido para sí. Téngote que llevar a unas tierras muy remotas y lejanas adonde habrás de labrar templos. Y te doy por señal de esto que tu madre, Inés Sánchez, cuando murió, de la cama subió al cielo; y tu padre, Pedro de Arcas, que murió primero que ella, estuvo algún tiempo en el purgatorio, pero ya tiene el premio de sus trabajos en la gloria". Cuando supe de mi amigo san Juan la nueva de mis padres y la buena dicha mía, le respondí: "Hágase en mí la voluntad de Dios, que no quiero sino lo que El quiere"».

Muchas noticias del Nuevo Mundo llegaban a aquellas tierras extremeñas, y con frecuencia pensaba Juan si estaría de Dios que pasara a aquellas lejanas y remotas tierras. Por fin se decidió, y tras una demora de seis años en Jerez y Sevilla, en 1619 embarcó para las Indias, teniendo 34 años. Desde Cartagena, por Bogotá, Pasto y Quito, llegó a Lima, donde trabajó como pastor. Siempre guardó buen recuerdo de su patrón, y algún dinero debió ganar, pues en dos años ahorró lo suficiente para enviar dinero a su hermana, dejar doscientos pesos a los pobres y algo más para el culto de la Virgen del Rosario.

En 1622, Juan Arcas Sánchez recibió el hábito en el convento dominico de la Magdalena, en Lima. Se convirtió así en fray Juan Macías, y toda su vida la pasó como portero del convento. Hombre de mucha oración, al estilo de San Martín, también él fue visto en varias ocasiones orando al Señor elevado sobre el suelo. Estando una noche en la iglesia oyó unas voces, procedentes del Purgatorio, que solicitaban que intercediera por ellas con oraciones y sacrificios. A esto se dedicó en adelante, toda su vida.

Con un amor apasionado, su caridad encendida se entregó muy especialmente a ayudar a las almas del Purgatorio y al servicio de los pobres. A éstos los acogía en la portería, y en Lima era conocida la figura del santo portero de la Magdalena, que de rodillas repartía raciones a los pobres, sin que su olla se agotara nunca. Este mismo milagro en 1949 se reprodujo en el Hogar de Nazaret de Olivenza (Badajoz), cuando la cocinera invocó su nombre sobre una pequeña cantidad de arroz.

Fray Juan Macías acompañaba su oración con durísimas penitencias. Solía dormir arrodillado ante una Virgen de Belén que tenía en la cabecera de su cama, apoyando la cabeza entre los brazos. Y una vez confesó él mismo: «Jamás le tuve amistad al cuerpo, tratélo como al enemigo; dábale muchas y ásperas disciplinas con cordeles y cadenas de hierro. Ahora me pesa y le demando perdón, que al fin me ha ayudado a ganar el reino de los cielos».

También fray Juan, como su amigo fray Martín, se veía alegrado por las criaturas de Dios. Según él mismo refirió, «muchas veces orando a deshoras de la noche llegaban los pajarillos a cantar. Y yo apostaba con ellos a quién alababa más al Señor. Ellos cantaban, y yo replicaba con ellos».

A los sesenta años de edad, en 1645, seis años después de la muerte de San Martín, murió San Juan Macías, habiendo revelado antes de morir, por pura obediencia, los favores y gracias que había recibido del Señor. Fue beatificado, tras innumerables milagros, en 1837, y canonizado por Pablo VI en 1975.

Fray Martín y los pobres

En Lima, como sabemos, había un buen número de hospitales: el de San Andrés para españoles, el del Espíritu Santo para marinos, el de San Pedro para sacerdotes, el de San Bartolomé para negros libres, el de San Lázaro para leprosos, el de la Inocencia para niños expósitos, el de San Cosme y San Damián para españolas, el de Santa Ana y Nuestra Señora del Carmen para indios.

A estos hospitales fray Martín de Porres añadió otro, en el podían ser recibidas personas de todas las antes señaladas. Le ayudó mucho en este empeño un Hermano dominico extremeño, antiguo soldado en México, que era un gigantón, fray Martín Barragán. Pero la mayor ayuda fue la de su hermana doña Juana de Porres. Casada en Guayaquil con un español, el matrimonio se trasladó después a Lima, donde les nació una hija. En la misma ciudad tenían una gran casa, y poseían también en las afueras una estancia.

Animada Juana por su santo hermano, cedió una parte de su casa limeña para acoger enfermos. Muchos amigos le ayudaron a San Martín con sus limosnas, para que pudiera sacar adelante su hospital-hospicio, entre ellos el virrey Conde de Chinchón, que en propia mano le entregaba cada mes no menos de cien pesos. También a instancias de San Martín, don Mateo Pastor, su antiguo vecino y protector, fundó un hospital para niños de ambos sexos.

La agitada y alegre Ciudad de los Reyes hacía y deshacía muchas fortunas, y en aquel pequeño mundo abigarrado y revuelto se daba con bastante frecuencia la especie de los pobres vergonzantes, viudas y huérfanos de españoles, descendientes de encomenderos que ya no tenían encomienda, hijos arruinados de antiguos conquistadores, mercaderes peninsulares en quiebra, clérigos pobres, emigrantes sin fortuna. A todos éstos, que antes hubieran muerto que pedir, por aquel sentido del honor de la época, era preciso ayudarles en secreto. Para ello fray Martín elaboró una lista con la ayuda de su fiel ayudante Juan Vázquez.

Y como para aquellos pobres tan dignos sería un deshonor verse socorridos por un pobre fraile mulato, Juan Vázquez era el encargado de hacer las visitas correspondientes, según él mismo lo cuenta: «Ocupóme [fray Martín] en primera instancia en dar a ciento sesenta pobres cuatrocientos pesos, que se repartían entre ellos de limosnas, los cuales buscaba Fray Martín, los martes y miércoles, porque el jueves y viernes lo que buscaba era para clérigos pobres; porque las limosnas que juntaba el sábado se aplicaban a las ánimas».

También a los presos se acercó San Martín con su jovial presencia, con sus ayudas y buenos consejos. A todos, pues, llegaba la caridad de San Martín -y éste sí que es un milagro cierto-, dando así muestra clara de lo que sucede cuando un cristiano, muriendo por completo a sí mismo, se deja mover por el amor de Cristo a los hombres.

Bilocación y sutileza

Cuando se leen los numerosos testimonios sobre la vida y milagros de San Martín de Porres, son tantas las obras, trabajos y milagros que de él se cuentan, que a veces es como para dudar de si están hablando de una sola persona o de varias. ¿Cómo pudo hacer tantas cosas, acudiendo a tan innumerables personas y trabajos? ¿De dónde sacaba tiempo para dedicar tantas horas a la oración y a la penitencia? ¿Cómo podía llegar a tantos sitios y multiplicar su presencia de tal modo?

Efectivamente, la caridad le llevaba en ocasiones a San Martín a multiplicar su presencia, es decir, a estar en dos sitios a la vez. Fray Bernardo Medina cuenta que un comerciante amigo, estando gravemente enfermo en México, se acordó de fray Martín, queriendo tenerlo consigo en su última hora. Al poco tiempo se presentaba éste en su habitación: «¿Qué es esto? -le dijo fray Martín, amenazándole con el índice- ¿Queríase morir? ¡Oh, flojo, flojo!». Extrañado el comerciante, le preguntó de dónde venía. «Del convento». Al día siguiente el comerciante, completamente sano, anduvo buscando por los conventos de la ciudad a fray Martín, para darle las gracias, pero no le halló. Vuelto a Lima, los dominicos le informaron que el Hermano no había salido de la ciudad, con excepción de una corta visita a Limatambo. Y cuando halló a fray Martín, éste le dijo, abriendo sus brazos: «¿Queríase morir? ¡Oh, flojo, flojo!». Algo semejante, conocido con fechas y circunstancias, sucedió en Portobelo, y también hay noticias de que fray Martín estuvo en Japón, en China y en Berbería.

Se cuenta de numerosos casos en que enfermos y necesitados, deseando la presencia de San Martín, recibían su visita al punto, sin que nadie le abriera la puerta. Y en algún caso se conoce el hecho con gran exactitud. En una epidemia de sarampión, sesenta frailes del convento, la mayoría novicios, contrajeron la enfermedad, y fray Martín se multiplicaba atendiendo a unos y a otros, de día y de noche, entrando y saliendo «con las puertas cerradas y echados los cerrojos o cercos».

Una noche, estando el Noviciado ya cerrado, uno de los religiosos jóvenes llamaba afiebrado a fray Martín, y éste se presentó a servirle, sin que el otro supiera cómo había podido entrar. «Callad -le dijo el Hermano-. No os metáis en eso», y le atendió con su acostumbrada destreza. Fray Andrés de Lisón, el maestro de novicios, que le vio en ello, sin ser visto, salió con cautela, y se quedó en el claustro, sabiendo que el Noviciado estaba cerrado con las llaves que él guardaba. Esperó un rato, para ver por dónde salía fray Martín, hasta que se cansó de esperar, y entró en la celda del novicio. Pero ya el enfermero se había ido, y estaría haciendo algo bueno en otro sitio.

De los relatos que se guardan de sus milagros, que son muchísimos, parece deducirse que San Martín se daba cuenta de que los hacía, es decir, de que el Señor los hacía por él. Pero da también la impresión de que no les daba mayor importancia. A veces, incluso, al imponer silencio acerca de ellos, solía hacerlo con joviales bromas, llenas de donaire y humildad. En la vida de San Martín de Porres los milagros parecen obras naturales.

Fray Martín y los animales

El amor de Martín llegaba también a los animales, a quienes trataba con amigable bondad, y al mismo tiempo con el señorío que corresponde al hombre, por ser la imagen de Dios en este mundo. Son muchas las anécdotas contadas por testigos presenciales. El padre Aragonés iba con fray Martín cuando encontraron un pobre gato sangrando, descalabrado por alguno. «Véngase conmigo y le curaré -le dijo Martín-, que está muy malo». Le hizo una cura en la cabeza y quedó el gatucho como si en la cabeza llevara un gorrito de dormir. «Váyase y vuelva por la mañana, y le curaré otra vez». Y el gato vino puntualmente, y se quedó aguardando en la puerta de la celda, hasta que vino fray Martín y le curó.

Trajeron en una ocasión al convento cuatro becerros bravos para lidiarlos en el patio del estudiantado, y entre tanto quedaron encerrados en un lugar sin que les dieran de comer. A fray Martín le dio pena verlos con hambre y sed, y por la noche les bajó unas brazadas de hierba y unos cubos de agua. El padre Diego de la Fuente, desde una ventana, vió con asombro cómo Martín daba de comer tranquilamente a los animales, y apartaba al más bravo, cogiéndole de un cuerno, pues molestaba a sus compañeros, al tiempo que le decía que se portase bien y no fuese abusador, que había comida para todos.

Fray Bernardo Medina cuenta otro suceso no menos sorprendente y gracioso. Los ratones roían a veces la ropa que estaba guardada en la enfermería, y un día que atraparon a uno estaban ya para matarlo. San Martín no lo permitió, sino que lo tomó en la palma de su mano izquierda y le amonestó muy seriamente: «Vaya, hermano, y diga a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos, que se retiren todos a la huerta, que yo les llevaré allá el sustento de cada día». Y así fue. Los ratones ya no merodearon la ropería de la enfermería, y cada día podían ver los religiosos cómo acudían a recibir la comida que a la huerta les llevaba fray Martín.

La muerte de un santo

En 1639 sucedió algo nunca visto: fray Martín estrenó un hábito nuevo, planchado y limpio, de cordellate, más áspero que cualquiero otro de los que antes tuvo. Fray Juan de Barbazán le felicitó con solemnidad irónica: «Enhorabuena, fray Martín». Y éste le contestó: «Padre mío, con este mismo hábito me han de enterrar».

A mediados de octubre, San Martín, con sus sesenta años muy trabajados y mortificados, se puso enfermo con grandes fiebres y dolores. Nunca se quejó ni pidió alivios. Se confesó varias veces, comulgó con suma devoción y recibió la unción de los enfermos. El 3 de noviembre, según atestigua el padre Fernando de Valdés, «estando ya parar morir, ordenaron los Prelados y médicos que le quitasen una túnica de jerga basta, de que suelen hacerse las albardas. Y fue tan grandísimo el sentimiento que tuvo por ello, tanto por la ocasión que se le quitaba de mortificarse, como por la ocasión de vanagloria que de ahí se podía seguir al ser vista, que hizo todo lo que pudo para impedirlo. Y los circunstantes, así religiosos como seglares, cedieron de buen grado a sus ruegos al ver la repugnancia del Siervo de Dios a que se la quitasen».

Algún rato se le vio angustiado, como tentado por el Demonio, que le turbaba, y un religioso le dijo que no entrara en discusión con él. «No tenga cuidado -le dijo fray Martín-. El demonio no empleará sus sofismas con quien no es maestro en Teología: es demasiado soberbio para emplearse así con un pobre mulato». Por la tarde acudió el virrey, el Conde de Chinchón, pero el Santo, extático, tenía la mirada fija en la mesa donde había estado hace poco el Santísimo. Cuando volvió en sí, el virrey se arrodilló junto al lecho y besó la mano del moribundo: «Fray Martín, cuando esté en la Gloria, no se olvide de mí, para que el Señor me ayude y me dé luz a fin de que pueda gobernar estos reinos con justicia y amor, con objeto de que algún día también me reciba a mí en el Cielo». Se fue el virrey, y fray Gaspar de Saldaña le reprochó en broma al enfermo: «Fray Martín ¿cómo ha hecho esperar al virrey?». El contestó: «Padre, entonces tenía otras visitas de más importancia». «¿Quiénes eran?». «La Virgen Santísima, Santo Domingo, San José, Santa Catalina virgen y mártir y San Vicente Ferrer».

En tan santa compañía murió el 3 de noviembre de 1639.

El milagro de su perfecta santidad

Los prodigios y milagros, tan numerosos en la vida de San Martín y tan llenos de gracia divina y humana, no deben hacernos olvidar el milagro más importante de su santidad personal. Sobre ella traemos ahora varios testimonios que la sintetizan:

Fray Laureano de Sanctis: «Fue muy observante en el cumplimiento de los tres votos esenciales y de las constituciones de la Orden, de tal manera que nunca se le vio faltar».

Fray Fernando Aragonés: «Como tenía a Dios tan vivamente en su alma, nada le era dificultoso. Y se echaba de ver en su mucha virtud, santidad y paciencia, sufrimiento, humildad y ardientísima caridad, en que fue extremado, de la cual parece imposible tratar, porque no tiene bastante encarecimiento ni ponderación ni palabras la elocuencia humana. Perfeccionóse mucho en todas las virtudes los años que pasó en religión, que fueron muchos [cuarenta y cinco], viviendo siempre con una sed insaciable de obrar mucho en el servicio de Dios. Y así, todos los frailes, indios y negros, chicos y grandes, todos le tenían por padre, por alivio y consuelo en sus trabajos».

Fray Juan de Aguinao, arzobispo del Nuevo Reino de Granada: «En lo adverso de esta vida mortal, siempre vi al venerable Fray Martín de Porres con un mismo semblante, sin que lo próspero le levantase ni lo adverso le deprimiese o contristase; siempre se mostraba pacientísimo, conformándose con la voluntad de Dios, que era su norte y guía».

Esta santidad perfecta es el milagro de San Martín de Porres. Beatificado en 1836 y canonizado en 1962, sus restos son venerados bajo el altar mayor de Santo Domingo, en Lima, junto a los de San Juan Macías, y Santa Rosa, terciaria dominica.

Santa Rosa de Lima, terciaria dominica (1586-1617)

El suboficial de arcabuceros Gaspar Flores, español cacereño, desposó a María Olvia en 1577. La tercera de nueve hijos, nacida ya en Lima, en 1586, fue bautizada como Isabel, aunque por el aspecto de su rostro fue siempre llamada Rosa. Fue confirmada por Santo Toribio de Mogrovejo en Quives, a unos 70 kilómetros de Lima, donde su padre era administrador de una mina de plata. Y ya desde muy chica dio indicios claros de su futura santidad.

En el Breviario antiguo se decía de ella: «Su austeridad de vida fue singular. Tomado el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo [en 1610], se propuso seguir en su arduo camino a Santa Catalina de Siena. Terriblemente atormentada durante quince años por la aridez y desolación espiritual, sobrellevó con fortaleza aquellas agonías más amargas que la misma muerte. Gozó de admirable familiaridad con frecuentes apariciones de su ángel custodio, de Santa Catalina de Siena y de la Virgen, Madre de Dios, y mereció escuchar de los labios de Cristo estas palabras: «Rosa de mi corazón, sé mi esposa». Famosa por sus milagros antes y después de su muerte, el papa Clemente X la colocó en el catálogo de las santas vírgenes».

Aún se conserva su casa en Lima, la habitación en que nació, hoy convertida en oratorio, la minúscula celda, construida con sus manos, en la que vivió una vida eremítica, como terciaria dominica consagrada al amor de Cristo, y dedicada a la contemplación y a la penitencia. También se conserva junto a la casa la pequeña dependencia en la que ella recogía y atendía a enfermas reducidas a pobreza extrema. Su solicitud caritativa prestó atención preferente a la evangelización de indios y negros, y no pudiendo realizarla personalmente, contribuía a ella con sus oraciones y sacrificios, así como recogiendo limosnas para que pudieran formarse seminaristas pobres.

Ella se negaba por humildad a aceptar el nombre de Rosa, hasta que la Virgen completó su nombre llamándola Rosa de Santa María. Pero también hubiera podido ser su nombre Rosa del Corazón de Jesús, pues el mismo Cristo la llamó «Rosa de mi corazón». Esta santa virgen dominica, aunque conservó su inocencia bautismal, se afligió con terribles penitencias, ayunos y vigilias, cilicios y disciplinas, como si hubiera sido la mayor pecadora del mundo; y cumpliéndose en ella la palabra de Cristo, «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8), le fue dada una contemplación altísima.

En efecto, según declaró el padre Villalobos, Rosa «había alcanzado una presencia de Dios tan habitual, que nunca, estando despierta, lo perdía de vista». Y el médico Castillo, íntimo confidente de la santa, aseguró que Rosa se inició en la oración mental a los cinco años, y que a partir de los doce su oración fue ya siempre una contemplación mística unitiva. Tuvo éxtasis que duraban del jueves al sábado.

No recibió de Dios Santa Rosa la misión de predicar a los hombres públicamente, pero su corazón ardió en este buen deseo, como se ve en este escrito suyo al médico Castillo: «Apenas escuché estas palabras [de Cristo, estando en oración], experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición: «Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu».

«El mismo ímpetu me transportaba a predicar la hermosura de la gracia divina; me sentía oprimir por la ansiedad y tenía que llorar y sollozar. Pensaba que mi alma ya no podría contenerse en la cárcel del cuerpo, y más bien, rotas sus ataduras, libre y sola y con mayor agilidad, recorrer el mundo, diciendo: «¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos».

Esta es la Rosa mística, la que a los treinta y un años de edad, en 1617, después de pedir la bendición de sus padres y de signarse con la señal de la cruz, invocó tres veces el nombre de Jesús, y diciendo «Jesús sea conmigo», entregó su espíritu. Beatificada en 1668, fue canonizada en 1671, como Patrona de América, Filipinas y las Indias Occidentales.

Santa Mariana de Jesús (1618-1645)

Y más al norte, en Quito, por ese mismo tiempo, al año siguiente de morir Santa Rosa en Lima, nació la niña Mariana, en 1618. Hija del capitán Jerónimo de Paredes y Flores y de Mariana de Granobles y Jaramillo, que descendía de los primeros conquistadores del país, esta santa ecuatoriana pasaría a la historia con el nombre de la Azucena de Quito. Su vida es muy semejante a la de Santa Rosa.

Huérfana a los cuatro años, vivió en la casa de su hermana mayor y cuñado, que le dieron una educación muy cuidada. Mostró grandes cualidades, en especial para la música, y aprendió a tocar el clave, la guitarra y la vihuela. A los ocho años hizo su primera confesión y comunión en la iglesia de la Compañía de Jesús, que fue siempre el centro de su vida espiritual. Ya entonces, con asombrosa precocidad religiosa, tomó el nombre de Mariana de Jesús, y ofreció al Señor su virginidad, añadiendo más tarde los votos de obediencia y pobreza.

Pensó primero, como Santa Teresa de Jesús, irse a tierra de infieles o emprender la vida eremítica, en tanto que su familia sugería la vida religiosa en alguna comunidad. Pero la Providencia desbarató estas ideas, y terminó aislándose en la parte alta de su casa en un departamento de tres habitaciones, del que sólamente salía para ir a misa cada día. Allí se dedicó a una vida de oración y penitencia, con una fidelidad absoluta:

«A las cuatro me levantaré, haré disciplina; pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré por la memoria los puntos de la meditación de la Pasión de Cristo. De cuatro a cinco y media: oración mental. De cinco y media a seis: examinarla; pondréme cilicios, rezaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a la iglesia. De seis y media a siete: me confesaré. De siete a ocho: el tiempo de una misa prepararé el aposento de mi corazón para recibir a mi Dios. Después que le haya recibido daré gracias a mi Padre Eterno, por haberme dado a su Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa le pediré muchas merecedes. De ocho a nueve: sacaré ánima del purgatorio y ganaré indulgencias por ella. De nueve a diez: rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. A las diez: el tiempo de una misa me encomendaré a mis santos devotos; y los domingos y fiestas, hasta las once. Después comeré si tuviere necesidad. A las dos: rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco: ejercicios de manos [trabajos manuales] y levantar mi corazón a Dios; haré muchos actos de su amor. De cinco a seis: lección espiritual y rezar completas. De seis a nueve: oración mental y tendré cuidado de no perder de vista a Dios. De nueve a diez: saldré de mi aposento por un jarro de agua y tomaré algún alivio moderado y decente. De diez a doce: oración mental. De doce a una: lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines. De una a cuatro: dormiré; los viernes, en mi cruz; las demás noches, en mi escalera; antes de acostarme tomaré disciplina. Los lunes, miércoles y viernes, los advientos y cuaresmas, desde las diez a las doce, la oración la tendré en cruz. Los viernes, garbanzos en los pies y una corona de cardos me pondré, y seis cilicios de cardos. Ayunaré sin comer toda la semana; los domingos comeré una onza de pan. Y todos los días comenzaré con la gracia de Dios».

«Esta regla de vida, asombrosa por su austeridad y oración, Mariana la guardó desde los doce años», estrechándola aún más en los últimos siete de su vida ( Amigó Jansen, Año cristiano 453). Por consejo de los jesuitas que la atendían, se hizo terciaria franciscana, pues no había en la Compañía orden tercera. Sus abstinencias y ayunos eran prodigiosos, y según un testigo, «se ejercitó cuanto pudo y permitía su condición en obras de caridad espirituales y corporales en beneficio de los prójimos, deseando viviesen todos en el temor y servicio de Dios; y para el efecto diera su vida».

La dió, efectivamente, en 1645, cuando hubo en Quito terremotos y epidemias, y ella, conmovida por los sufrimientos de su pueblo, se ofreció al Señor como víctima. Nada más realizado en la iglesia este ofrecimiento, se sintió gravemente enferma. Apenas pudo llegar a casa por su pie, recibió los sacramentos y expiró. Tenía veintiséis años de edad. El amor y la devoción de los quiteños y ecuatorianos la envolvió para siempre, y en 1946 la Asamblea Constituyente de su nación la nombró «heroína de la Patria». Beatificada en 1853, fue canonizada por Pío XII en 1950.

Lima, Ciudad de Santos

Lima, la Ciudad de los Reyes, un siglo después de su fundación (1535), ya pudo mejor llamarse la Ciudad de los Santos, pues asistió en cuarenta años a la muerte de cinco santos: el arzobispo Mogrevejo (1606), el franciscano Francisco Solano (1610), y los tres santos de la familia dominicana, Rosa (1617), Martín (1639) y Juan Macías (1645).

Estos santos, y tantos otros, como Mariana de Jesús o la dominica sierva de Dios, Ana de los Angeles Monteagudo (1606-1686), peruana de Arequipa, son quienes, con otros muchos buenos cristianos religiosos o seglares, escribieron el Evangelio en el corazón de la América hispana meridional.