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Coherederos
de Cristo
La herencia del cielo, término final de
nuestra predestinación adoptiva
Padre, te he glorificado en la tierra; tengo
acabada la obra cuya ejecución me encomendaste. Glorifícame Tú ahora en Ti
mismo, oh Padre, con aquella gloria que tuve yo en Ti antes de que el mundo
fuese. ¡Padre! Deseo que los que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo
estoy para que contemplen mi gloria; la gloria que Tú me has dado» (Jn
17,5,24).
Estas palabras constituyen el principio y el
final de la inefable plegaria que Jesucristo dirigió al Padre en la última
Cena, cuando ya iba a coronar su misión salvadora en la tierra, con su
sacrificio redentor.
Cristo pide, en primer lugar, que su santa
humanidad participe de esa gloria que el Verbo posee desde toda la eternidad.-
Luego, como Cristo nunca se separa de su cuerpo místico, pide que sus discípulos
y todos aquellos que creen en El sean también asociados a esa gloria. Quiere
que estemos «donde El está». ¿En dónde está? «En la gloria de Dios Padre»
(Fil 2,11). Allí está el término final de nuestra predestinación, la
consumación de nuestra adopción, el complemento supremo de nuestra perfección,
la plenitud de nuestra vida.
Oigamos cómo el Apóstol San Pablo nos expone
esta verdad.- Después de haber dicho que Dios, que quiere nuestra santificación,
nos ha predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que su Hijo sea
el primogénito de un gran número de hermanos, añade al punto: «Y a los que
ha predestinado también los ha llamado; y a quienes ha llamado, también los ha
justificado, a los que ha justificado, también los ha glorificado» (Rm 8,30).
Estas palabras indican las fases sucesivas del proceso de nuestra santificación,
es, a saber: nuestra predestinación y nuestra santificación en Cristo Jesús;
nuestra justificación por la gracia que nos hace hijos de Dios; nuestra
glorificación final que nos asegura la vida eterna.
Hemos visto el plan de Dios sobre nosotros: cómo
el Bautismo es la señal de nuestra vocación sobrenatural el sacramento de
nuestra iniciación cristiana, cómo somos justificados, es decir, cómo nos
hacemos justos, mediante la gracia de Cristo. Esa justificación se puede ir
perfeccionando sin cesar, según el grado de nuestra unión con Cristo, hasta
que halle la culminación en la gloria. La gloria es esa herencia divina que nos
corresponde en cuanto hijos de Dios, herencia que Cristo nos ganó con sus méritos,
que El mismo posee y quiere compartir con nosotros (ib. 17). Llegamos a
participar de la misma herencia de Cristo: la vida, la gloria y la
bienaventuranza eternas con la posesión de Dios. La culminación de la vida
divina en nosotros no se realiza en este mundo; sino, como lo dice Cristo,
njunto al Padre».
Conviene, pues, que, al acabar estas
conferencias acerca de la vida de Cristo en nosotros, fijemos la mirada en esa
herencia eterna que Nuestro Señor pidió al Padre para nosotros; debemos pensar
en ella a menudo, pues ella constituye la suprema finalidad de toda la obra de
Cristo.
«He venido para darles vida»; pero esa vida
no será verdadera si no es eterna; todo nuestro conocimiento y todo nuestro
amor hacia el Padre y hacia Cristo su Hijo, están orientados hacia la consecución
de esa vida eterna que nos hace hijos de Dios: «En esto consiste la vida
eterna: en conocer al solo Dios verdadero y a su enviado Jesucristo» (Jn 17,3).
En la tierra siempre podemos perder la vida divina que Jesucristo nos confiere
por medio de la gracia; sólo la muerte «en el Señor» fija y asegura en
nosotros esa vida de manera inmutable. La Iglesia enseña esta verdad llamando
«día de nacimiento» al día en que los santos entran en posesión eterna de
esa vida.
La vida de Cristo en nosotros en la tierra no
es más que una aurora, no llega a su mediodía -pero mediodía sin ocaso-, sino
cuando florece en frutos de vida eterna. El Bautismo es el manantial de donde
brota el río divino, pero el término de ese río, que alegra la ciudad de las
almas, es el océano de la eternidad. Por lo tanto, no tendríamos más que una
idea muy incompleta de la vida de Cristo en nuestras almas, si no considerásemos
el término a que por su misma naturaleza debe conducirnos esa vida.
Ya sabéis con qué empeño y fervor rogaba
San Pablo por los fieles de Elfeso para que conociesen el misterio de Cristo: «Postrábase
ante Dios, decía, para que se dignara hacerles comprender la alteza y
profundidad de ese misterio» (Ef 3,14,18). Pero el gran Apóstol cuida bien de
advertirles que ese misterio no tiene su culminación sino en la eternidad y por
eso desea vivamente que el alma de sus queridos cristianos ande siempre
embargada por ese pensamiento. «No ceso, les escribe, de acordarme de vosotros
en mis oraciones, para que Dios, Padre glorioso de Nuestro Señor Jesucristo,
ilumine los ojos de vuestro corazón a fin de que sepáis cuál es la esperanza
a que os ha llamado y cuáles las riquezas y la gloria de su herencia reservada
a los santos» (ib. 1, 16-18).
Veamos, pues, cuál es «esa esperanza», cuáles
«esas riquezas» que San Pablo con tanto empeño queria que se conociesen.-
Pero, ¿acaso no dijo él mismo que «no podemos ni sospechar siquiera qué
cosas tiene Dios preparadas para los que le aman? Que ni ojo alguno vio, ni
oreja oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento lo que son esas maravillas?»
(1Cor 2,9). Así es; y todo cuanto digamos de «esas riquezas de gloria de
nuestra herencia» no llegará con mucho a la realidad.
Oigamos, no obstante esto, lo que la Revelación
nos dice. Lo entenderemos si tenemos el espíritu de Cristo, pues, afirma San
Pablo en el mismo lugar, que «ese Espíritu penetra todas las cosas; aun las
intimidades de Dios... Y nosotros hemos reeibido (en el Bautismo) ese Espíritu
que viene de Dios, a fin de que conozcamos las cosas maravillosas que Dios nos
ha comunieado por su gracia» (1Cor 10-12), que es aurora de su gloria.
Escuchemos, pues, lo que la Revelación enseña, pero con fe, no con los
sentidos, porque aquí todo es sobrenatural.
1. La bienaventuranza eterna consiste en la
visión de Dios cara a cara, en el amor inmutable y en la alegría perfecta
Hablando de las virtudes teologales, que
forman el séquito de la gracia santifieante y son eomo las fuentes de la
actividad sobrenatural en los hijos de Dios, dice San Pablo que «en esta vida
perduran tres virtudes: fe, esperanza y caridad»; mas la caridad, añade, es la
más excelente de todas (ib. 18,13). ¿Por qué razón? Porque al llegar
al cielo, término de nuestra adopción, la fe en Dios truécase en visión de
Dios, la esperanza se desvaneee con la posesión de Dios, pero el amor permanece
y nos une a Dios para siempre.
Ved ahí en qué consiste la glorificación
que nos espera, la bienaventuranza de que gozaremos: veremos a Dios, amaremos a
Dios, gozaremos de Dios; esos aetos eonstituyen la Dida eterna, la partieipaeión
asegurada y eompleta de la vida misma de Dios; de ahí nace la bienaventuranza
del alma, bienaventuranza de que participará también el cuerpo después de la
resurrección.
En el cielo veremos a Dios.- Ver a Dios
como El se ve es el primer elemento de esa participación de la naturaleza
divina que constituye la vida bienaventurada; es el primer acto vital en
la gloria. En la tierra, dice San Pablo, no conocemos a Dios más que por la fe,
de manera oscura; pero entonces veremos a Dios cara a cara: «Ahora, dice, no
conozco a Dios sino de un modo imperfecto; mas entonces le conoceré como El
mismo me conoce a mí» (ib. 13,12). No podemos ahora conocer lo que es
en sí misma esa visión; pero el alma será fortalecida con la «luz de la
gloria», que no es otra cosa que la gracia misma floreciendo en el cielo.
Veremos a Dios con todas sus perfecciones; o mejor dicho, veremos que todas sus
perfecciones se reducen a una perfección infinita, que es la Divinidad;
contemplaremos la vida íntima de Dios; entraremos, como dice San Juan, «en
sociedad con la santa y adorable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo» la;
contemplaremos la plenitud del Ser, la plenitud de toda verdad, de toda
santidad, de toda hermosura, de toda bondad.- Contemplaremos, por siempre jamás,
la humanidad del Verbo; veremos a Cristo Jesús, en quien el Padre puso sus
complacencias; veremos al que quiso ser nuestro «hermano mayor»,
contemplaremos los rasgos, para siempre gloriosos, de Aquel que nos libró de la
muerte por medio, de su cruenta Pasión y nos alcanzó el poder vivir esa vida
inmortal. A El cantaremos reconocidos el himno del agradecimiento: «Con tu
sangre, Señor, nos has rescatado; nos hiciste reinar con Dios en su reino; a Ti
sea honra y gloria» (Ap 5,9,10 y 13). Veremos a la Virgen María, a los coros
de los ángeles, a toda esa muchedumbre de escogidos, incontable, según dice
San Juan, que rodea el trono de Dios.
Esa visión de Dios, sin velos, sin tinieblas,
sin celajes, es nuestra futura herencia, es la consumación de la adopción
divina. «La adopción de hijos de Dios, dice Santo Tomás (III, q.45, a.4), se
efectúa mediante cierta conformidad de semejanza con Aquel que es su Hijo por
naturaleza» (Rm 8,29). Eso se realiza de dos modos: en la tierra, por la
gracia, que es conformidad imperfecta; en el cielo, por la gloria, que será la
perfecta conformidad, según aquello de San Juan: «Carísimos, nosotros somos
ya ahora hijos de Dios; mas lo que seremos algún día, no aparece aún;
sabemos, sí, que cuando se manifieste claramente Dios, seremos semejantes a El,
porque le veremos como es» (1Jn 3,2). Aquí, pues, nuestra semejanza con Dios
no está acabada, mas en el cielo se mostrará con toda su perfección. En la
tierra tenemos que trabajar, a la luz oscura de la fe, para hacernos semejantes
a Dios, y para destruir el «hombre viejo», procurando se desarrolle el «hombre
nuevo criado a imagen de Jesucristo» (Col 3,9,10. +Ef 4,22 y 24). Debemos
renovarnos, perfeccionarnos constantemente, para acercarnos más al divino
modelo. En el cielo se consumará esta transformación que nos hará semejantes
a Dios y veremos que verdaderamente somos hijos de Dios.
Pero esta visión no nos sumirá en una
inmovilidad de estatuas que impediría cualquier operación. Nuestra actividad
no sufrirá menoscabo con la contemplación de Dios. Sin dejar un instante de
contemplar a Dios, nuestra a ma conservará el libre ejercicio de sus
facultades. Mirad a Nuestro Señor. Aquí en la tierra su alma santa gozaba
continuamente de la visión beatífica; y, sin embargo, esa contemplación no
impedía su actividad humana, quedaba completamente expedita, manifestándose en
sus tareas apostólicas, en su predicación, en sus milagros. La perfección del
cielo no seria perfección si hubiera de anular la actividad de los escogidos.
Veremos a Dios. ¿Eso sólo? No. Ver a Dios es
el primer elemento de la vida eterna; la primera fuente de bienaventuranza; pero
si la inteligencia se sacia allí divinamente con la eterna Verdad, también es
preciso que la voluntad se harte con la infinita bondad. Amaremos a Dios
[Según Santo Tomás (I-II, q.3, a.4), la bienaventuranza consiste esencialmente
en poseer a Dios contemplándole cara a cara. Esa visión beatífica es, ante
todas las cosas, un acto de inteligencia; de esa posesión por inteligencia se
deriva, como una propiedad, la bienaventuranza de la voluntad, que halla su
hartura y su descanso en la posesión del objeto amado, hecho presente por la
inteligencia].
«La caridad, dice San Pablo, nunca acabará»
(1Cor 13,8). Amaremos a Dios, no con amor lánguido, vacilante, a las veces
distraído por la criatura, expuesto a evaporarse, sino con amor fuerte, puro,
perfecto y eterno. Si aun en este valle de lágrimas, en donde para conservar la
vida de la gracia tenemos que llorar y luchar, el amor es ya tan fuerte en
ciertas almas, que les arranca gemidos que nos llegan hasta el fondo del alma:
«¿quién me separará del amor de Cristo? Ni la persecución, ni la muerte, ni
criatura alguna podrá apartarme de Dios», ¿qué será ese amor cuando se
abrace con el Bien infinito, para no separarse jamás ? ¡ Qué ímpetu hacia
Dios, ya nunca contenido! ¡Qué abrazo el de ese amor ya para siempre y sin
cesar saciado! Y ese amor eterno se expresará en actos de adoración, de
complacencia, de acción de gracias. San Juan describe a los santos postrados
ante Dios, y cantando en el cielo sus eternas alabanzas. «A vos, Señor,
gloria, honor y potestad por los siglos de los siglos» (Ap 7,12). Así expresan
su amor.
Finalmente, gozaremos de Dios.- En el
Evangelio se lee que el mismo Cristo compara el reino de los cielos con un
banquete que Dios ha preparado para honrar a su Hijo: «El mismo se ceñirá el
vestido y se pondrá a servirnos, sentados a su mesa» (Lc 12,37). ¿Qué quiere
decir esto, sino que Dios mismo ha de ser nuestro gozo? «¡Oh, Señor!, exclama
el Salmista, embriagáis a vuestros escogidos con la abundancia de vuestra casa,
y les dais a beber del torrente de vuestras delicias, porque en Vos está la
fuente misma de la vida» (Sal 35,9). Dios dice al alma que le busca: «Yo mismo
seré tu recompensa, y muy cumplida» (Gén 15,1). Como si dijera: «Te amé con
amor tan grande, que he querido meterte dentro de mi propia casa, adoptarte por
hijo, para que tengas parte en mi bienaventuranza. Quiero que mi vida sea tu
vida, que mi felicidad sea tu felicidad. En la tierra te he dado a mi Hijo,
siendo mortal en cuanto hombre, se entregó para merecerte la gracia que te
transformase y conservase como hijo mío: se dio a ti en la Eucaristía bajo los
velos de la fe, y ahora Yo mismo, en la gloria, me doy a ti para hacerte
participante de mi vida, para ser tu bienaventuranza sin fin». «Se dará
porque ya se dio antes; se dará inmortal a los que ya seremos inmortales,
porque antes se dio mortal a los que éramos mortales» (San Agustín, Enarrat.
in Ps. XLII, 2).
Aquí la gracia, allí la gloria; pero el
mismo Dios es quien nos las da; y la gloria no es más que el desarrollo pleno
de la gracia; es la adopción divina, velada e imperfecta en la tierra, sin
velos y cumplida en el cielo.
Por eso el Salmista suspiraba tanto por esa
posesión de Dios: «Como el ciervo ansía las fuentes de las aguas, así mi
alma suspira por Ti, oh Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo»
(Sal 41, 1-3). «Pues no me veré saciado sino cuando me sean reveladas las
delicias de tu gloria» (Sal 16,15).
Así también, cuando Cristo habla de esa
bienaventuranza, nos dice que Dios hace entrar al siervo fiel «en el gozo de su
Señor» (Mt 25,21). Ese gozo es el gozo de Dios mismo, el gozo que Dios siente
conociendo sus infinitas perfecciones, la felicidad de que disfruta en el
inefable consorcio de las tres divinas personas; el sosiego y bienestar infinito
en que Dios vive: «Su gozo será nuestro gozo». «Para que tengan mi gozo
cumplido en sí mismos» (Jn 17,13): su felicidad nuestra felicidad y su
descanso nuestro descanso, su vida nuestra vida, vida perfecta, en la que todas
nuestras facultades se verán plenamente saciadas.
Allí disfrutaremos de esa «plena participación
en el bien inmutable», como acertadamente le llama San Agustín (Epist. ad
Honorat., CXL, 31). «Hasta ese extremo nos ha amado Dios». ¡Oh, si supiéramos
lo que Dios reserva para los que le aman!...
Y porque esa bienaventuranza y esa vida son
las de Dios mismo, serán eternas también para nosotros.- No tendrán término
ni fin. «Ni habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni dolor, sino que Dios
enjugará las lágrimas de los ojos de aquellos que entren en su gloria» (Ap
21,4), dice San Juan. No habrá ya pecado, ni muerte, ni miedo de muerte; nadie
nos quitará ese gozo; estaremos para siempre con el Señor (1Tes 4,16).
Donde El está, estaremos nosotros.
Oíd con qué palabras tan expresivas nos da
Cristo esta certidumbre: .(Yo doy a mis ovejas la vida eterna, y no se perderán
jamás, y ninguno las arrebatará de mis manos. Pues mi Padre, que me las dio,
es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre; mi Padre
y yo somos una misma cosa» (Jn 10, 28-30). ¡Qué seguridad la que nos da
Cristo Jesús! Estaremos siempre con El, sin que nada pueda jamas separarnos; y
en Ell gozaremos de una alegría infinita que nadie nos podrá quitar, porque es
la alegría misma de Dios y de Cristo su Hijo: «Al presente, decía Jesús a
sus discípulos, padecéis tristeza, pero yo volveré a visitaros, y vuestro
corazón se bañará en gozo, y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn 16,22). Digámosle
con la Samaritana: «¡Oh Señor Jesús, divino Maestro, Redentor de nuestras
almas (ib. 4,15), dadnos esa agua divina que nos saciará para siempre,
que nos dara la vida; haced que aquí en la tierra permanezcamos unidos a Vos
por la gracia, para que algún día merezcamos estar «donde Vos estáis», para
que podamos ver eternamente, como lo pedisteis para nosotros al Padre (ib.
17, 24-26), la gloria de vuestra humanidad, y gozar de Vos para siempre en
vuestro reino!».
2. Los cuerpos de los justos han de
participar, despues de la resurrección, de esa bienaventuranza; gloria de esa
resurrección ya realizada en Cristo, cabeza de su cuerpo místico
Como sabéis, toda alma que al morir sale de
este mundo en estado de gracia, si no tiene que cancelar en el purgatorio algún
resto de la pena temporal que se debe satisfacer por los pecados, entra
inmediatamente en posesión de esta vida bienaventurada. Mas esto no es todo:
Dios nos reserva aún un complemento. ¿Cuál? ¿No disfruta ya el alma de gozo
cumplido? Cierto que sí, pero Dios quiere dar también al cuerpo su
bienaventuranza, cuando tenga lugar la resurrección al fin de los tiempos.
Es dogma de fe la resurrección de los
muertos. La prometió Cristo. «Al que come mi carne y bebe mi sangre, le
resucitaré en el postrer día» (ib. 6,55, y 11,25).
Más aún: Cristo ya ha resucitado, saliendo
vivo y victorioso del sepulcro. Pues bien, al resucitar, Cristo nos resucitó
con El. Lo he repetido ya: Al encarnarse el Verbo, unióse místicamente a todo
el género humano, y con los escogidos forma un cuerpo del que El es la cabeza.
Si nuestra cabeza ha resucitado, no sólo sus miembros resucitaremos con El algún
día, sino que al triunfar de la muerte el día de su resurrección, resucitó
ya con El, en principio y de derecho, a todos los que creen en El. Oíd con qué
claridad expone San Pablo esta doctrina: «Dios, que es rico en misericordia,
por el excesivo amor con que nos amó, nos dio vida en Cristo y por Cristo. Nos
ha resucitado con El y juntamente con El nos ha concedido asiento en los cielos,
ya que no nos separa de El» (Ef 2, 4-6). Gran misericordia: Dios nos ama tanto
en su Hijo Jesucristo que no quiere separarnos de El; desea que seamos
semejantes a El, que participemos de su gloria, no sólo por lo que respecta al
alma, sino también en cuanto al cuerpo.
¡Con cuánta razón dice el gran Apóstol que
Dios es rico en misericordia y que nos ama con amor inmenso! No basta a Dios
saciar nuestra alma con una felicidad eterna quiere que nuestra carne, al igual
que la de su Hijo, participe de esa dicha sin fin; quiere adornarla con esas
gloriosas prerrogativas de inmortalidad, agilidad, espiritualidad, con que
resplandecía la humanidad de Cristo al salir del sepulcro. Sí; llegará el día
en que todos resucitaremos «cada cual con su jerarquía»; Cristo resucitó el
primero como cabeza de los escogidos y primicias de unos frutos; luego resucitarán
todos aquellos que son de Cristo por la gracia [Los condenados resucitarán
también, pero sin las dotes gloriosas de los santos; sus cuerpos serán como
sus almas, eternamente atormentados]. «Así como en Adán todos mueren, todos
en Cristo serán vivificados». Luego «vendrá el fin cuando Cristo entregará
al Padre ese reino conquistado con su sangre... Pues Cristo debe reinar de forma
que todos sus enemigos serán reducidos a escabel para sus pies. La muerte será
el último enemigo destruido. Y cuando el Padre haya sometido todas las cosas a
la soberanía de Cristo, entonces el Hijo, mediante su humanidad, tributará sus
homenajes a Aquel que le hizo Señor de todas las cosas, para que Dios sea todo
en todos» (Rm 15,28). Cristo Jesús venció a la muerte en el día de su
resurrección. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). La
vencerá también en sus elegidos el día de la resurrección de los cuerpos.
Entonces quedará terminada y consumada su
obra, como cabeza de la Iglesia; Cristo poseerá esa Iglesia a la que tanto amó,
por la cual «dio su vida, para que fuese gloriosa, sin arruga y sin mancha,
pura e inmaculada» (Ef 5,27); el cuerpo místico habrá entonces «llegado
enteramente a la plenitud de la edad de Cristo» (ib. 4,13). Entonces
Cristo Jesús presentará a su Padre esa multitud de escogidos de los cuales es
El el primogénito.
¡Oh, qué espectáculo tan glorioso será ver
ese reino sujeto a Jesús, contemplar la obra de su sangre y de su gracia,
ofrecida al Padre celestial por el mismo Jesucristo rey de la gloria!... ¡Qué
indecible dicha la de formar parte de ese reino, junto con María, los ángeles,
los santos, las almas de los bienaventurados que en la tierra conocimos, con los
que estuvimos unidos por los lazos de la sangre por un afecto santo! Entonces, sí,
podrá Jesús volver a decir con toda verdad: «Padre, he terminado la obra que
me encomendaste»; entonces tendrán realidad cumplida aquellos votos formulados
por su corazón sagrado en la última Cena: «Padre, ruégote yo ahora por estos
que me diste. Tengan ellos el gozo cumplido que yo tengo; que estén conmigo allí
mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria... para que el amor con que
me amaste esté con ellos también» (Jn 17,4,9,13,24,26). Se cumplirán los
deseos de Cristo, la Iglesia triunfante contemplará la gloria de su Príncipe;
ella misma gozará de esa «plenitud de felicidad» que de su cabeza redundará
en toda ella; la vida divina, eterna, rebosará en cada uno de nosotros, y
reinaremos con Cristo para siempre.
San Juan en el Apocalipsis nos ha dicho algo
sobre la gloria de ese reino. «Oí también una voz como de gran gentío y como
el ruido de muchas aguas, y como el estampido de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya!;
porque tomó ya posesión del reino el Señor Dios Nuestro Tododeroso. Gocémonos
y saltemos de júbilo, démosle gloria pues son llegadas las bodas del Cordero
(que es Cristo), y su Esposa (la Iglesia ya triunfante) se ha compuesto y
alhajado, pues ha sido autorizada para vestir tela de lino finísimo, brillante
y puro». «Ese lino fino, añade San Juan, son las virtudes de los santos». Y
díjome el Angel: «Escribe: ¡Dichosos los que son invitados a la cena de las
bodas del Cordero!...» (Ap 19, 6-9).
Eso no es más que una sombra de la realidad
divina, de la dicha que nos espera. En el Bautismo, recibimos el germen. Pero
ese germen tenía que crecer, desarrollarse, ser resguardado de espinas y
tropiezos; por la Penitencia hemos ido desviando lo que podía dañar o
menoscabar su desarrollo; lo hemos ido nutriendo con el sacramento de vida y con
el ejercicio de nuestras virtudes. Ahora, esa vida divina que Cristo nos
comunica permanece oculta: «Vuestra vida permanece oculta con Cristo en Dios»
(Col 3,3), pero en el cielo se descorrerá el velo, mostrará su esplendor, y se
manifestará su hermosura; y no olvidéis que, una vez llegada a ese desarrollo,
no crecerá más, no aumentará su esplendor, su hermosura no se perfeccionará
ya. La fe nos dice que el lugar de la tarea y del merecimiento es este mundo;
que el cielo es la meta; allí no es posible ya crecer; sólo queda la
recompensa tras la pelea. «El que cree, amontona méritos; el que ve, goza de
la recompensa» [San Agustín, In Joan, LXVIII, 3].
3. El grado de nuestra bienaventuranza
determinado ya aquí en la tierra según la medida de nuestra gracia; cómo San
Pablo exhorta a los fieles a progresar en el ejercicio de la vida sobrenatural
«hasta el día de Cristo»
Más aún; gozaremos de Dios en la medida y
grado a que la gracia haya llegado en nosotros en el instante mismo en que
salgamos de este mundo (1Cor 3,8).
Tengamos siempre presente esta verdad: el
grado de nuestra eterna bienaventuranza es y quedará fijado para siempre, de
acuerdo con el grado de caridad a que hayamos llegado con la gracia de Cristo
cuando Dios nos saque de esta vida. Cada momento de ella es infinitamente
precioso, pues basta para adelantar un grado en el amor de Dios, para elevarnos
más en la dicha de la vida eterna.
No digamos que un grado más o menos de gloria
importa poco.- ¿Hay algo que importe poco cuando se trata de Dios, de una dicha
y una vida sin fin de las que Dios mismo es la fuente? Si conforme a la parábola
que Nuestro Señor mismo se dignó explicar, hemos recibido cinco talentos, no
es para enterrarlos, sino para hacerlos fructificar (Mt 25, 14-30). Si Dios al
recompensarnos tiene muy en cuenta. nuestros esfuerzos para vivir en su gracia,
para aumentar esa gracia en nosotros, ¿estará bien que nos contentemos con
ofrecer a Dios una mies menguada y escasa? Cristo mismo nos lo ha dicho: «Mi
Padre resultará glorificado si producís abundantes frutos de santidad, que en
el cielo serán para vosotros frutos de bienaventuranza» (Jn 15,8). Tan cierto
es ello, que Cristo compara a su Padre con un viñador que por medio del
sufrimiento nos poda y limpia para que demos mayores frutos El. ¿Tan menguado
es nuestro amor a Cristo, que tengamos en poco ser miembros de su cuerpo místico,
más o menos resplandecientes en la celestial Jerusalén? Cuanto más santos
seamos, más glorificaremos a Dios durante toda la eternidad, mayor parte
tomaremos en el cántico de acción de gracias con que los elegidos alaban a
Cristo Redentor: «Redimístenos, Señor».
Vivamos despiertos para apartar los estorbos
que puedan amenguar nuestra unión con Cristo; dejémonos penetrar íntimamente
por la acción divina a fin de que la gracia de Dios obre tan libremente en
nosotros, que nos haga «llegar a la plenitud de la edad de Cristo». Oíd con
qué viveza exhorta a sus caros Filipenses San Pablo, que había sido arrebatado
al tercer cielo: «Dios me es testigo de la ternura con que os amo a todos en
las entrañas de Jesucristo, y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y
más... a fin de que os mantengáis puros y sin tropiezo hasta el día de
Cristo, colmados de frutos de justicia por Jesucristo, a gloria y alabanza de
Dios» (Fil 1, 8-11).
Mirad sobre todo cómo él mismo se muestra
cual dechado ya al fin de su carrera; el cautiverio que padece en Roma ha
paralizado el curso de los muchos viajes que había emprendido para anunciar la
buena nueva de Cristo; ya llega al término de sus luchas y trabajos, pero el
misterio de Cristo, que ha revelado a tantas almas, vive en él con tanto fuego,
que puede decir a los mismos Filipenses: «Ya mi vivir es Cristo, y el morir es
mi ganancia» (ib. 21).
Sin embargo de ello, prosigue, «si quedándome
más tiempo en este cuerpo mortal, yo puedo sacar más fruto de mi trabajo, no sé,
en verdad, qué escoger. Pues me hallo solicitado por ambos lados; tengo deseo
de verme libre de las ataduras de este cuerpo, y estar con Cristo, lo cual es
mejor sin comparación; pero, por otra parte, el quedar en esta vida es
necesario para vosotros... para provecho vuestro y gozo de vuestra fe...» Luego
recuerda el Apóstol cómo ha menospreciado las ventajas del judaísmo para
abrazarse únicamente con Cristo, en el cual lo ha encontrado todo, ya que nada
en lo sucesivo podrá separarle de Jesús. Esto no obstante, mirad lo que
escribe: «No que ya haya logrado el premio, y la corona que se da al vencedor
tras la carrera, ni haya llegado a la perfección... Mi única mira es,
olvidando las cosas de atrás y tendiendo y mirando sólo a las futuras, ir
corriendo hacia la meta para ganar el premio a que Dios me llama desde lo alto
por Jesucristo» (Fil 3, 12-14). Así, San Pablo quería olvidar todos los
progresos de su vida pasada para poner la mira con más ahinco en la recompensa
eterna que le aguardaba.- Ved también cómo exhorta a los fieles a seguirle: «Vosotros
también hermanos, sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo... Nuestra
patria está en los cielos, de donde aguardamos a Nuestro Salvador Jesucristo,
que transformará este cuerpo miserable, conformándolo con su cuerpo ya
glorioso por la virtud del poder con que puede sujetar todas las cosas». Y el
Apóstol, rebosando caridad, aunque estaba encarcelado, termina con este urgente
y conmovedor saludo: «Por tanto, hermanos míos carísimos y amadísimos, que
sois mi gozo y mi corona, perseverad así firmes en el Señor» (ib.
3,17,20 y 21. +1Cor 11,1, y Fil 4,1).
También a vosotros al terminar estas pláticas
quiero yo deciros: perseverad firmes en la fe de Nuestro Señor Jesucristo;
mantened una esperanza invencible en sus méritos; vivid en su amor; no ceséis,
mientras estéis aquí en la tierra, «lejos del Señor», como dice San Pablo
(2Cor 5,6), de aumentar, mediante una fe viva, deseos santos y una caridad que
os arrastre sin reserva alguna a cumplir fiel y generosamente la voluntad de
Dios, vuestra capacidad de contemplación y de amor a Dios, vuestra capacidad
para disfrutar de El en la eterna bienaventuranza, para vivir de su propia vida.
Día llegará en que la fe dejará lugar a la visión, en que a la esperanza
seguirá la dichosa realidad, en que nuestro amor hacia Dios se resolverá en un
abrazo eterno con El. Nos parece a veces que esa felicidad está muy lejos; no
es cierto; cada día, cada hora, cada minuto, nos acerca más a ella.
«Buscad, os repetiré con San Pablo, buscad
las cosas que son de arriba, de allí donde Cristo está sentado a la diestra de
Dios Padre; poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la
tierra, como las riquezas, los honores, los placeres; pues «muertos estáis ya
a todas esas cosas» que pasan; «vuestra vida, vuestra verdadera vida», la de,
la gracia, prenda de la felicidad eterna, «está escondida con Cristo, en Dios».
Sin embargo, cuando aparezca Cristo «que es vuestra vida», triunfante en el día
postrero, «entonces apareceréis también vosotros con El en su gloria» (Col
3, 1-4), de la que participaréis como miembros que sois suyos. No desmayéis
por ningún dolor ni padecimiento; porque las aflicciones, tan breves y tan
ligeras de la vida presente, nos reportan una medida colmada de gloria eterna
(2Cor 4,17). No os desaliente ninguna tentación; pues si sois fieles en el
tiempo de la prueba, vendrá la hora en que recibiréis la corona que señalará
vuestra entrada en la vida prometida por Dios a los que le aman (Sant 1,12). No
os seduzcan las vanas alegrías, porque «las cosas que se ven son transitorias,
mas las que no se ven son eternas» (2Cor 4,17. +Rm 8,18); «el tiempo es corto
y el mundo pasa» (1Cor 7, 29-31). Lo que no pasa es la palabra de Cristo (Lc
21,33); «esas palabras son para nosotros manantial de vida divina» (Jn 6,64).
En el curso de estas conferencias he tratado
de mostraros que la vida divina en nosotros no es más que una participación,
mediante la gracia, de la plenitud de vida que existe en la humanidad de Jesús,
y que rebosa sobre cada una de nuestras almas para hacerlas hijas de Dios: «Todos
participamos de su plenitud» (ib. 1,16). La fuente de nuestra santidad
está ahí y no en otra parte: esa santidad, ya os lo he dicho a menudo y quiero
repetirlo ahora al terminar, es de orden esencialmente sobrenatural; no la
hallaremos sino en la unión con Cristo. «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5).
Todos los tesoros de gracia y de santidad que Dios destina a las almas se
encuentran como embalsados en Jesucristo. No vino al mundo sino para darnos
parte en ellos con larga mano: Veni ut vitam... abundantius habeant: el
Padre Eterno no nos da su Hijo sino «para que sea nuestra redención,
nuestra sabiduría, nuestra santificación (1Cor
1,30), nuestra vida.
De modo que, aunque sin El, nada podemos, en
El somos ricos y «nada nos falta» (ib. 1,7). Estas riquezas, dice San
Pablo, son incomprensibles porque son divinas, pero si nosotros queremos,
nuestras son y nos las apropiamos. ¿Qué se requiere para eso? Que apartemos
los estorbos, el pecado, el apego al pecado, a las criaturas, a nosotros mismos,
que pueden entorpecer la acción de Cristo y de su Espíritu en nosotros; que
nos entreguemos a Cristo con todas las fuerzas de nuestro cuerpo y de nuestra
alma, para tratar de agradar, como El lo hizo por un amor constante, a nuestro
Padre celestial.
Entonces nuestro Padre de los cielos descubrirá
en nosotros los rasgos de su Hijo muy amado; y a causa de Jesucristo pondrá en
nosotros sus complacencias y nos colmará de dones, esperando llegue el día,
bendito mil veces, «en que nos veamos todos juntos, para siempre, con el Señor,
Cristo Jesús, vida nuestra» (Col 3,4).
«¡Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado, Hijo de
María, ven y vive en tus siervos, con tu espíritu de santidad, con la plenitud
de tu poder, con la realidad de tus virtudes, con la perfección de tus caminos,
con la comunicación de tus misterios, y domina todo poder enemigo por tu Espíritu,
para gloria del Padre! Así sea».
Cristo
Dios es la Patria adonde nos dirigimos.
Cristo
Hombre es el camino por el cual vamos.
(San
Agustín. Sermón 123, c.3)