11
Amaos
los unos a los otros
Hemos visto en las páginas que anteceden cómo
la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, fe viva, práctica, que se manifiesta, bajo
la influencia del amor, en obras de vida, que se alimenta con la Eucaristía y
la oración, nos lleva gradualmente a la unión íntima con Cristo hasta el
punto de transformarnos en El.
Pero si queremos que esa transformación de
nuestra vida en la de Cristo Jesús sea completa y verdadera, y no halle obstáculo
para su perfección, necesario es que el amor que profesamos a Nuestro Señor
Jesús irradie en torno nuestro y se derrame sobre todos los hombres. Es lo que
San Juan nos indica al resumir toda la vida cristiana en estas palabras: «El
mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos
amemos mutuamente» (Jn 3,23).
Os he mostrado hasta aquí cómo se ejercita
la fe en Nuestro Señor, réstame deciros ahora cómo hemos de realizar su
precepto del mutuo amor. Veamos, pues, por qué Cristo Jesús puso en este
precepto de la caridad para con sus miembros, como el complemento del amor que
debemos tener para con su divina persona, y cuáles son los elementos que
integran esa caridad.
1. La caridad fraterna, mandamiento nuevo y
signo distintivo de las almas que pertenecen a Cristo. Por qué el amor para con
el prójimo es la manifestación del amor para con Dios
¿Cuándo oyó San Juan ese mandamiento que
nos transmite? En la última Cena. Había llegado el día por el que con tanto
ardor suspiraba Jesús. «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con
vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Había comido la Pascua con sus discípulos,
pero reemplazando las figuras v símbolos por una realidad divina, acababa de
instituir el sacramento de la unión y de dar a los Apóstoles el poder de
perpetuarle, y antes de entregarse a la muerte, abre su Corazón Sagrado para
revelar los secretos a sus «amigos», es éste como el testamento de Jesús. «Un
mandamiento nuevo os doy, les dice: que os améis unos a otros como yo os he
amado» (Jn 23,34); y al final de su discurso renueva el precepto: «Este es mi
mandamiento: que os améis los unos a los otros» (ib. 15,12).
Dice, en primer lugar, Nuestro Señor, que el
amor que debemos tenernos los unos a los otros es un mandamiento nuevo. ¿Por qué
le llama así?
Cristo llama «nuevo» el precepto de la
caridad cristiana, porque no había sido explícitamente
promulgado, al menos en su acepción universal, en el Antiguo Testamento. Es
cierto que el precepto del amor de Dios estaba explícitamente promulgado en el
Pentateuco, y el amor de Dios lleva implícitamente consigo el amor del
prójimo; algunos grandes Santos del Antiguo Testamento, ilustrados por la
gracia, comprendieron que el deber del amor fraterno abarcaba a toda la raza
humana, pero en ninguna parte de la Antigua Ley se halla el mandato expreso de
amar a todos los hombres. Los israelitas entendían el precepto: «No
odiarás» a tu hermano... No guardarás rencor contra los hijos de tu
pueblo; amarás a «tu projimo como a ti mismo» (Lev 19,15,18), no a
todos los hombres, sino al prójimo en sentido limitado (la palabra hebrea
indica que prójimo significa los de su raza, compatriotas, congéneres). Además,
como Dios mismo había prohibido a su pueblo toda clase de relaciones con
ciertas razas, y aun mandó exterminarlas (a los cananeos) [se comprende este
rigor de Yavé para con las ciudades sumidas en la más grande inmoralidad e
idolatría; su contacto hubiera sido irremisiblemente fatal a los israelitas],
los judíos añadieron, en una interpretación arbitraria, no inspirada por
Dios: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». El precepto explícito
de amar a todos los hombres, incluidos los enemigos, no estaba, pues,
promulgado y ratificado antes de Jesucristo. Por eso le llama mandamiento «nuevo»
y «su» mandamiento.
Y en tanto aprecio tiene la guarda de este
mandamiento, que pide a su Padre que infunda en sus discípulos esa mutua
dilección: «Padre santo, conserva en tu nombre a los que me has dado, para que
sean uno como nosotros somos uno; yo estoy en ellos y Tú en Mí, para que sean
consumados en la unidad» (Jn 17,11 y 23).
Notad bien que Jesús hizo esta oración, no sólo
por sus Apóstoles, sino por todos nosotros. «No ruego sólo por ellos, dice,
sino también por todos aquellos que creerán en Mí, para que todos sean una
sola cosa, como Tú, Padre mío, estás en Mí y yo en Ti, a fin de que ellos
también sean uno en nosotros» (ib. 20,21).
Así, pues, este precepto del amor a nuestros
hermanos es el supremo anhelo de Cristo; y de tal modo desea le pongamos en práctica,
que hace de él, no un consejo, sino un mandamiento, su mandamiento, y considera
su cumplimiento como señal infalible para reconocer quiénes son sus discípulos
(ib. 13,35). Es una señal al alcance de todos, y no ha dado otra: no
puede haber engaño; el amor sobrenatural que os tendréis los unos a los otros
será prueba inequívoca de que me pertenecéis de veras. Y, en efecto, por esta
señal reconocían los paganos a los cristianos de la primitiva Iglesia: ¡Mirad,
se decían, cómo se aman! (Tertuliano, Apolog., c. 39).
De esta señal se servirá también Nuestro Señor
el día del Juicio para distinguir a los escogidos de los réprobos; El mismo
nos lo dice; oigámosle: es la verdad infalible. Después de la resurrección de
los muertos, el Hijo del Hombre estará sentado en su trono de gloria; las
naciones estaran reunidas ante El; colocará a los buenos a su diestra, y a su
siniestra a los malos; y dirigiéndose a los buenos, les dirá: «Venid,
benditos de mi Padre, posesionaos del reino que os está preparado desde el
principio del mundo». ¿Qué razón les dará? «Tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; huésped fui, y me recibisteis; estaba
desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis
a verme». Y los justos se extrañarán, pues nunca vieron a Cristo en tales
necesidades. Pero El les responderá: «En verdad os digo, cuantas veces lo
hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt
25,40).- Hablará luego dirigiéndose a los malos, los separará para siempre de
El, los maldecirá. ¿Por qué? Porque ellos no le amaron en la persona de sus
hermanos.
Así, de la boca misma de Jesús, sabemos que
la sentencia que decidirá de nuestra suerte eterna estará basada en el amor
que hayamos tenido a Jesucristo, representado en nuestros hermanos. Al
comparecer delante de Cristo en el día postrero, no ha de preguntarnos si hemos
ayunado mucho, si hemos vivido en continua penitencia, si hemos pasado muchas
horas en oración; no, sino si hemos amado a nuestros hermanos y los hemos
asistido en sus necesidades. ¿Acaso, pues, prescindirá de los demás
mandamientos? Ciertamente que no; pero de nada habrá servido guardarlos, si no
hemos guardado este de amarnos los unos a los otros, tan grato a sus divinos
ojos, que El mismo le llama su mandamiento.
Por otra parte, es imposible que un alma sea
perfecta en el amor del prójimo si en ella no existe el amor de Dios, amor que
de rechazo se extiende a todo lo que Dios ama. ¿Por qué motivo? Porque la
caridad -ya tenga a Dios por objeto, o se ejercite con el prójimo- es una en
su motivo sobrenatural que es la infinita perfección de Dios (+Santo Tomás,
II-II, q.25, a.1). Por consiguiente quien de veras ama a Dios, amará
necesariamente al prójimo. «La caridad perfecta para con el prójimo, decía
el Padre Eterno a Santa Catalina de Sena, depende esencialmente de la perfecta
caridad que se tiene para conmigo. El mismo grado de perfección o imperfección
que el alma pone en su amor para conmigo, será el del amor que tiene a la
criatura» (Diálogo., trad.
Hurtaud, II, p. 199).
Además,
son tantas las causas que nos alejan del prójimo: el egoísmo, los intereses
encontrados, la diferencia de carácter, las injurias recibidas, que, si amáis
real y sobrenaturalmente a vuestro prójimo, no puede menos de reinar en vuestra
alma el amor de Dios y, con el amor de Dios, las demás virtudes que El nos
manda cultivar. Si no amáis a Dios, vuestro amor al prójimo no resistirá
mucho tiempo a los embates y dificultades que forzosamente le saldrán al paso
en su ejercicio.
No sin razón señala, pues, Nuestro Señor
esta caridad como signo distintivo mediante el cual infaliblemente se reconocerá
a sus discípulos. Por eso escribe San Pablo que todos los mandamientos «se
resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 9-10)
y de un modo aun más explícito: «Toda la ley se compendía en esta sola
frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14).
Esto mismo es lo que tan maravillosamente
expresó San Juan: «Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor
es perfecto en nosotros» (1Jn 4,12). Como Cristo, cuyas últimas palabras oyó,
repite San Juan que la caridad es la señal de los hijos de Dios: «Sabemos
-notad la certeza soberana que expresa este vocablo «sabemos»- que hemos
pasado de la muerte a la vida (sobrenatural y divina), si amamos a nuestros
hermanos. El que no ama, permanece en la muerte» (ib. 3,14). «¿Queréis
saber, dice San Agustín, si vivís vida de gracia, si estáis a bien con Dios,
si realmente formáis parte de los discípulos de Cristo si vivís de su Espíritu?
Examinaos y ved si amáis a los hombres vuestros hermanos, a todos sin excepción,
y si los amáis por Dios; ahí encontraréis la respuesta. Y esa respuesta no
engaña» (In Epist.
Joan., Tract. VI, c. 3).
Oíd también lo que dice Santa Teresa acerca
de esto: la cita es algo larga, pero muy clara y terminante: «Acá solas estas
dos (cosas) que nos pide el Señor, amor de su Majestad y del prójimo, es en lo
que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección hacemos su voluntad, y así
estaremos unidos con El»... Ese es el fin; mas, ¿cómo estaremos seguros de
alcanzarlo? «La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas
dos cosas, prosigue la Santa, es guardando bien la del amor del prójimo; porque
si amamos a Dios, no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender
que le amamos; mas el amor del prójimo sí. Impórtanos mucho andar con gran
advertencia, cómo andamos en esto, que si es con mucha perfección, todo lo
tenemos hecho; porque creo yo que, según es malo nuestro natural, que si no es
naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el
del prójimo» (Moradas, 5ª, c. 3).
La gran Santa no es en esto más que el eco
fiel de la doctrina de San Juan. «Mentiroso», llama este Apóstol heraldo del
amor al que dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano; pues dice el gran Apóstol:
«Si no amáis a vuestro hermano, a quien veis, ¿cómo amaréis a Dios, a quien
no veis?» (Jn 4,20). ¿Qué quieren decir esas palabras?
Debemos amar a Dios totaliter y totum.
Amar a Dios totaliter, «totalmente»,
es amarle con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón,
con todas nuestras fuerzas; es amar a Dios aceptando sin restricción alguna
cuanto ordena y dispone su santa voluntad.
Amar a Dios totum es amar a Dios y todo
aquello a que Dios tiene a bien asociarse. Y ¿qué es lo que Dios se ha
asociado? -En primer lugar, se ha asociado en la persona del Verbo la humanidad
de Cristo, y por eso no podemos amar a Dios sin amar a la vez a Cristo Jesús.
Cuando decimos a Dios que queremos amarle, Dios nos pide, ante todas las cosas,
que aceptemos esa humanidad unida personalmente a su Verbo: «Este es mi Hijo: oídle».
-Pero el Verbo, al asumir la naturaleza humana, se ha unido en principio a todo
el género humano con unión mística: Cristo es el primogénito de una multitud
de hermanos, a quienes Dios hace participantes de su naturaleza, y con los
cuales quiere compartir su vida divina, su propia bienaventuranza. De tal modo
le están unidos, que Cristo mismo declara «que son como dioses», es decir,
semejantes a Dios (Jn 10,34. +Salmo 81,6). Son por gracia lo que Jesús es por
naturaleza: los hijos bienamados de Dios. Aquí tenemos ya la razón íntima del
precepto que Jesús llama «su mandamiento», la razón profunda por la cual su
importancia es tan vital. Desde la Encarnación y por la Encarnación, todos los
hombres están unidos a Cristo de derecho, si no de hecho, como los miembros están,
en un mismo cuerpo, unidos con la cabeza; sólo los condenados están para
siempre separados de esa unión.
Hay almas que buscan a Dios en Jesucristo, que
aceptan la humanidad de Cristo, y ahí se detienen. No basta; es menester que
aceptemos la Encarnación con todas las consecuencias que de ella derivan; no
debemos limitar la ofrenda de nosotros mismos a la sola humanidad de Cristo,
sino extenderlo a su cuerpo místico. Por eso, no lo echéis jamás en olvido,
pues aquí tocamos uno de los puntos más importantes de la vida espiritual:
desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a
cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren a uno de
vuestros miembros, vuestro ojo o vuestro brazo, a vosotros mismos os hieren; de
igual modo, maltratar a cualquiera de nuestros prójimos es maltratar a un
miembro del cuerpo de Cristo, es herir al mismo Cristo. Y por eso nos dijo
Nuestro Señor que «cuanto bien o mal hiciéremos al más pequeño de sus
hermanos, a El mismo se lo hacemos». Nuestro Señor es la Verdad misma; nada
puede enseñarnos que no vaya fundado en una realidad sobrenatural. Ahora bien,
por lo que a esto se refiere, la realidad sobrenatural que conocemos por la fe
es que Cristo, al encarnarse, se unió místicamente a todo el género humano;
luego, no aceptar y no amar a todos cuantos pertenecen o pueden pertenecer a
Cristo por la gracia, es no aceptar y no amar al propio Jesucristo.
En el relato de la conversión de San Pablo
hallamos una clara confirmación de esta verdad. Respirando odio contra los
cristianos, se encamina a la ciudad de Damasco para encarcelar a los discípulos
de Cristo; en el camino el Señor le derriba al suelo y Saulo oye una voz que le
dice: «¿Por qué me persigues?» «¿Quién eres Señor», pregunta Pablo. Y
le responden: «Soy Jesús, a quien tú persigues». Cristo no dice: «¿Por qué
persigues a mis discípulos?» No; se identifica con ellos, y los golpes que el
perseguidor descarga sobre ellos recaen en el mismo Cristo: «Soy Jesús, a
quien tú persigues (Hch 9,4-5)».
Rasgos parecidos abundan en la vida de los
Santos. Mirad a San Martín; es soldado, sin bautizar todavía; en el camino
encuentra a un pobre: movido a compasión, parte con él su capa. A la mañana
siguiente, Cristo se le aparece vestido con la parte del manto dado al pobre, y
Martín, maravillado, escucha estas palabras: «Tú eres quien me ha vestido con
este abrigo». Mirad también a Santa Isabel de Hungría. Cierto día, ausente
el duque su marido, encuentra a un leproso abandonado de todos. Tómale y le
lleva a su misma cama. Sábelo el duque a su vuelta, y lleno de ira quiere
arrojar de casa al pobre leproso. Pero al acercarse al lecho, ve la imagen de
Cristo crucificado.
Se lee también en la vida de Santa Catalina
de Sena que un día se hallaba en la iglesia de los Padres Dominicos: llegóse a
ella un pobre y le pidió limosna por amor de Dios. Nada tenía que darle, pues
no solía llevar nunca ni oro ni plata. Rogó, pues, al pobre que esperase a que
volviese a casa, prometiéndole darle entonces con largueza limosna de cuanto
hallase en casa. Pero el pobre insistió: «Si tenéis alguna cosa de que podáis
disponer, os la pido aquí, pues no puedo aguardar tanto tiempo». Perpleja
Catalina, discurría cómo hallar algo con que poder remediar su necesidad; halló
por fin una crucecita de plata que llevaba consigo, y gozosa se la dio al pobre,
que se marchó contento. En la siguiente noche, Nuestro Señor se apareció a la
Santa llevando en la mano la crucecita adornada con piedras preciosas. «Hija,
¿reconoces esta cruz?» «Cierto, la reconozco, respondió la Santa, mas no era
tan hermosa cuando era mía». Y el Señor replicó: «Me la diste tú ayer por
amor a la virtud de caridad; las piedras preciosas simbolizan ese amor. Yo te
prometo que en el día del Juicio, delante de la asamblea de los ángeles y de
los hombres, te presentaré esta cruz tal como tú la ves, para que tu alegría
sea cumplida. En aquel día, en que manifestaré solemnemente la misericordia y
la justicia de mi Padre, no dejaré sin publicar la obra de misericordia que has
realizado conmigo» (Vida, por el B. Raimundo de Capua, lib. II, c. 3).
Cristo se ha convertido en nuestro prójimo, o
por mejor decir, nuestro prójimo es Cristo, que se presenta a nosotros bajo tal
o cual forma. Se presenta a nosotros: paciente en los enfermos, necesitado en
los menesterosos, prisionero en los encarcelados, triste en los que lloran. Por
la fe, le vemos así en sus miembros; y si no le vemos, es porque nuestra fe es
tibia y nuestro amor imperfecto.- He ahí la razón por la que San Juan dice: «Si
no amamos a nuestro prójimo, a quien vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, a
quien no vemos?» Si no amamos a Dios en la forma visible Con que se presenta a
nosotros, es decir, en el prójimo, ¿Cómo podremos decir que le amamos en sí
mismo, en su divinidad? (+-Santo Tomás, II-II, q.24, a.2, ad 1).
2. Principio de esa economía; extensión
de la Encarnación: no hay más que un solo Cristo; no puede nadie separarse del
cuerpo místico sin separarse del mismo Cristo
Ya os he dicho, al hablar de la Iglesia, que
hay algo digno de atención en la economía divina, tal como se manifiesta a
nosotros desde la Encarnación: es la parte considerable que, como instrumento,
tienen los hombres con quienes vivimos, para conferirnos la gracia.
Si queremos conocer la doctrina auténtica de
Cristo, no hemos de dirigirnos directamente a Dios, ni escudriñarla nosotros
mismos en los libros inspirados, interpretándola según nuestro propio juicio,
sino solicitarla de los pastores puestos por Dios para regir su Iglesia.- «Pero
son hombres, me diréis, hombres Como nosotros».
No importa es necesario ir a ellos son
representantes de Cristo, debemos mirar en ellos a Cristo: «El que a vosotros
oye, a Mí oye; el que os desprecia, a Mí me desprecia» (Lc 10,10).
Asimismo, para recibir los sacramentos,
debemos recibirlos de manos de los hombres puestos para este fin por Jesucristo.
El Bautismo, el perdón de los pecados nos los confiere Cristo, pero por mediación
de un hombre.
Lo mismo sucede en lo que atañe a la
caridad.- ¿Queréis amar a Dios? ¿Queréis amar a Cristo? Es un deber, puesto
que es «el primero y el mayor de los mandamientos» (Mt 22,38). Pues amad al prójimo,
amad a los hombres con quienes vivís; amadlos, porque como vosotros, están
destinados por Dios a la misma bienaventuranza eterna que Cristo, cabeza
de todos, nos mereció; porque es la forma con que Dios se muestra a nosotros en
este mundo. [Deus diligitur sicut beatitudinis causa; proximus autem sicut
beatitudinem ab eo simul nobiscum participans. Santo Tomás, II-II, q.26,
a.2].
Tan cierto es esto, que Dios se conduce con
nosotros ajustándose a la misma regla de proceder que nosotros usamos con el prójimo;
Dios obra con nosotros como nosotros obramos con nuestros hermanos.- Bien lo
confirman las palabras de nuestro Señor: «con la misma vara que midiereis, seréis
medidos» (Mt 7,2). Y mirad cómo no desdeña entrar en detalles: «Vuestro
Padre celestial no os perdonará si no perdonáis. Si no hiciereis misericordia,
os será reservado un juicio sin misericordia. No juzguéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados. Dad, dice también, y se os
dará, y en vuestro seno se derramará una medida buena, apretada y bien colmada»
(Lc 6,38). ¿Por qué, pues, tanta insistencia? -Lo repito, porque desde la
Encarnación, Cristo está tan unido al género humano, que todo el amor
sobrenatural que mostremos a los hombres viene a recaer en El.
Estoy cierto de que muchas almas hallarán aquí
explicada la causa de las dificultades, de las tristezas, del escaso desarrollo
de su vida interior; no se dan lo bastante a Cristo en la persona de sus
miembros, se retraen demasiado. Den y se les dará, y abundantemente; pues
Jesucristo no se deja ganar en generosidad; que venzan su egoísmo y se den al
prójimo sin reservas, por Dios, y Cristo se dará plenamente a ellas; si saben
olvidarse de sí mismas Cristo las tomará a su cargo.- ¿Quién como El podrá
guiarnos a la bienaventuranza?
No es cosa baladí el amar siempre y sin
desmayo al prójimo. Es preciso para ello amor fuerte y generoso.-[«Siendo Dios
la razón formal del amor que debemos tener al prójimo, pues no debemos amar al
prójimo sino por Dios, es manifiesto que el acto por el cual amamos a Dios es
específicamente el mismo que el acto por el cual amamos al prójimo». Santo
Tomás, II-II, q.25, a.1]. Aunque el amor de Dios, por lo trascendental de su
objeto, sea, en sí mismo, más perfecto que el amor del prójimo, sin embargo,
como el motivo debe ser el mismo en el amor de Dios y en el del prójimo, a
menudo el acto de amor para con el prójimo exige mayor esfuerzo y resulta más
meritorio. ¿Por qué? -Porque siendo Dios la hermosura y la bondad misma, y
habiéndonos mostrado un amor infinito, el agradecimiento nos impele a amarle;
mientras que el amor hacia el prójimo suele verse obstaculizado por diferencias
de intereses que se interponen entre él y nosotros. Estos estorbos que unas
veces nacen por causa nuestra y otras nos los crean los demás, exigen del alma
más fervor, más generosidad, mayor olvido de sí misma, de sus sentimientos
personales, de sus propios quereres; y, por ende, el amor del prójimo, para no
desmayar, precisa mayor esfuerzo.
Sucede en esto algo de lo que pasa a un alma
cuando padece de aridez interior, le es necesaria mayor generosidad para
permanecer fiel, que cuando los consuelos abundan. Así tambien en el dolor: de
él se sirve Dios muchas veces en la vida espiritual para acrecentar nuestro
amor, porque en esos trances tiene el alma que hacerse mayor fuerza, y ésa es
una señal de la firmeza de su caridad. Ved a Jesús, nunca hizo acto más
intenso de amor que cuando en la agonía aceptó el cáliz de amargura que le
era presentado, y al consumar su sacrificio en la cruz, desamparado de su Padre.
Del mismo modo, el amor sobrenatural,
ejercitado con el prólimo, a pesar de las repugnancias, antipatías o
discrepancias naturales, es indicio cierto, en el alma que lo posee, de mayor
intensidad de vida divina. No temo atirmar que un alma que por amor sobrenatural
se entrega sin reserva a Cristo en la persona del prójimo, ama mucho a Cristo y
es a su vez infinitamente amada. Esa alma hará grandes progresos en la unión
con Nuestro Señor.- Si al contrario, veis un alma que se da con frecuencia a la
oración, y, con todo, esquiva y se retrae voluntariamente de las necesidades
del prójimo, tened por cierto que en su vida de oración entra una parte, y no
menguada, de ilusión. El fin de la oración no es otro, al cabo, que conformar
el alma con el divino querer; cerrándose al prójimo, esa alma se cierra a
Cristo, al más sagrado deseo de Cristo: «Que sean una cosa; que vivan en unión
perfecta». La verdadera santidad brilla por su caridad y por la entrega total
de sí mismo.
Así, pues, si queremos permanecer unidos con
nuestro Señor, importa sobremanera que veamos si estamos unidos con los
miembros de su cuerpo místico. Andemos con cautela. La menor tibieza o desvío
voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán siempre un
estorbo, más o menos grave, según su grado, a nuestra unión con Cristo.- Por
ello Cristo nos dice que «si en el momento de presentar nuestra ofrenda en el
altar, recordamos que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debemos dejar
allí la ofrenda, ir a reconciliarnos con él, y volver luego a ofrecer nuestros
dones al Señor» (Mt 5, 23-24). Cuando comulgamos, recibimos la sustancia del
cuerpo físico de Cristo, debemos recibir también y aceptar su cuerpo místico:
es imposible que Cristo baje a nosotros y sea un principio de unión, si
guardamos resentimiento contra alguno de sus miembros. Santo Tomás llama
mentira a la comunión sacrílega. ¿Por qué? Porque al acercarse a Cristo para
recibirle en la comunión, uno declara por ese mismo acto que está unido a El.
Estar en pecado mortal, es decir, alejado de Cristo, y acercarse a El,
constituye una mentira [Cum peccatores sumentes hoc sacramentum cum peccato
mortali significent se Christo per fidem formatam unitos esse, falsitatem in
sacramento committunt. III, q.80, a.4]. Igualmente, habida cuenta de la
proporción, acercarse a Cristo, querer llevar a cabo la unión con El, y
excluir de nuestro amor a cualquiera de sus miembros, es cometer una mentira, es
querer dividir a Cristo, debemos estar unidos a lo que San Agustín llama «Cristo
total» (De Unitate Eccles., 4). Escuchad lo que a este propósito dice
San Pablo: «El cáliz de bendición (es decir, la copa eucarística), ¿no es
una comunión de la sangre de Cristo, y el pan que comemos una participación de
su cuerpo? Porque hay un solo pan, siendo muchos, formamos un solo cuerpo todos
cuantos participamos de un solo pan celestial» (1Cor 10, 16-17).
Por eso, al gran Apóstol, que había
comprendido tan bien y explicaba con tanta viveza la doctrina del cuerpo místico,
dábanle horror las discordias y disensiones que reinaban entre los cristianos.
«Os conjuro, hermanos, decía, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que
todos habléis del mismo modo, y no haya disensiones entre vosotros, sino que
todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y un mismo parecer (1Cor
1,10).- ¿Qué razón da el Apóstol? «Como el cuerpo es uno y tiene muchos
miembros y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son, no obstante, sólo
un cuerpo, así Cristo. Pues todos, judíos o griegos, libres o esclavos, habéis
sido bautizados en el mismo Espíritu, sois el cuerpo de Cristo, sois sus
miembros» (ib. 12, 12-14 y 27).
3. Ejercicios y formas diversas de la
caridad; su modelo ha de ser la de Cristo, siguiendo las exhortaciones de San
Pablo: «Ut sint consummati in unum»
De principio tan elevado recibe la caridad su
razón íntima; basados también en ese príncipio, trataremos de establecer las
cualidades de su ejercicio.
Puesto que no formamos todos más que un solo
cuerpo, nuestra caridad ha de ser universal.- La caridad, en principio, no
excluye positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos, y todos están
llamados a formar parte de su reino. La caridad comprende aun a los pecadores,
porque les es posible volver a ser miembros vivos del cuerpo de Cristo; sólo
las almas de los condenados, separadas para siempre del cuerpo místico, están
excluidas de la caridad.
Pero este amor ha de revestir formas diversas,
según sea el estado en que se halle nuestro prójimo; porque nuestro amor no ha
de ser amor platónico, de pura teoría, que verse y se ejercite sobre cosas
abstractas, sino un amor que se traduzca en actos apropiados a su naturaleza.-
Los bienaventurados, en el cielo, son los miembros gloriosos del cuerpo de
Cristo, han llegado ya al término de su unión con Dios, nuestro amor para con
ellos reviste una de las formas más perfectas, la de la complacencia y de la
acción de gracias. Consistirá, pues, en felicitarlos por su gloria, en
alegrarse con ellos, y unidos con ellos, en dar gracias a Dios por el lugar que
les ha otorgado en el reino de su Hijo.- Para con las almas que están en el
purgatorio acabando de purificarse, nuestro amor ha de trocarse en misericordia;
nuestra compasión ha de llevarnos a procurar su alivio mediante nuestros
sufragios, sobre todo mediante el santo sacrificio de la Misa.
Aquí, en la tierra, Cristo se nos muestra en
la persona del prójimo de muy diversas maneras, que dan pie para que nuestra
caridad se ejercite también de modos muy diversos. Es obvio que en esto hay
grados y que hay que seguir un orden.- Prójimo nuestro, en primer lugar, son
aquellos que nos están más estrechamente unidos por los lazos de la sangre,
tampoco en esto la gracia trastorna el orden establecido por la naturaleza.- La
caridad en un superior no ha de tener los mismos «matices» que en un
inferior.- Del mismo modo, el ejercicio de la caridad material pide que vaya
moderado por la virtud sobrenatural de prudencia: un padre de familia no puede
deshacerse de toda su fortuna en beneficio de los pobres y con detrimento de sus
hijos.- De igual modo la virtud sobrenatural de justicia puede y debe exigir del
delincuente el arrepentimiento y la expiación antes de ser perdonado. Lo que no
está permitido es odiar, es decir, querer o desear el mal como mal; lo que no
está permitido es excluir positivamente a uno cualquiera de nuestras plegarias;
eso va directamente contra la caridad. La mayor parte de las veces, la señal más
cierta que podemos dar de haber perdonado es rogar por los que nos han
agraviado.- En efecto, amar sobrenaturalmente al prójimo es amarle con la mira
puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que le lleve a la
bienaventuranza [Ratio diligendi proximum Deus est: hoc enim in proximo
debemus diligere ut in Deo sit. II-II, q.25, a.1 y q.26]. Amar es «querer
el bien para otro», dice Santo Tomás [Amare nihil aliud est quam velle
bonum alicui. ib. I, q.20, a.2; +I-II, q.28, a.1]; pero todo bien
particular está subordinado al bien supremo. Por eso es tan agradable a los
divinos ojos hacer que los ignorantes conozcan a Dios, bien infinito, lo mismo
que rogar por la conversión de los infieles, de los pecadores, para que lleguen
a la luz de la fe o vuelvan a ponerse en gracia de Dios. Cuando en la oración
encomendamos a Dios las necesidades de las almas, o cuando en la Misa cantamos
el Kyrie eleison por todas las almas que aguardan la luz del Evangelio, o
la fuerza de la gracia para vencer las tentaciones, o cuando rogamos por los
misioneros para que sus trabajos fructifiquen, hacemos actos de verdadera
caridad, muy agradables a Nuestro Señor. Si Cristo prometió no dejar sin
recompensa un vaso de agua dado en su nombre, ¿qué no dará por una vida de
oración y de expiación empleada en procurar que su reino se extienda más y más?
-Aun hay otras necesidades. Aquí un pobre que necesita ayuda; allí un enfermo
que hay que aliviar, curar o visitar; ora un alma triste para alentar con buenas
palabras; ora otra rebosante de un gozo que quiere que nosotros compartamos con
ella: «Alegrarse con los que están alegres; llorar con los que lloran» (Rm
12,15); la caridad, dice San Pablo? «se hace todo para todos» (1Cor 9,22).
Mirad cómo Cristo Jesús practicó esta
modalidad de la caridad, para ser nuestro modelo. A Cristo le gustaba complacer.
El primer milagro de su vida pública fue cambiar el agua en vino en las bodas
de Caná, para evitar un bochorno a sus huéspedes, a quienes les faltaba el
vino (Jn 2, 1-2). Promete «aliviar a los que padecen y están cargados de
trabajos, con tal que vayan a El» (Mt 11,28). Y, ¡qué bien cumplió su
promesa! Los Evangelistas refieren a menudo que, «movido por la compasión» (Lc
7,13), obraban sus milagros, por esa causa cura al leproso y resucita al hijo de
la viuda de Naím. Apiadado de la turba que durante tres días le sigue sin
cansarse y padece hambre, multiplica los panes. «Siento pena por esta gente»
(Mc 8,2). Zaqueo, jefe de alcabaleros, de aquella clase de judíos que los
fariseos tenían por pecadores, suspira por ver a Cristo. Su corta talla le
impide conseguirlo, pues la gente se agolpa por todos los lados en derredor de
Jesús; sube entonces a un arbol, que está al borde del camino por donde Cristo
ha de pasar; y Nuestro Señor previene los deseos de ese publicano. Al llegar
junto a él, le manda bajar, pues quiere hospedarse en su casa; Zaqueo, lleno de
alborozo al ver cumplidos sus deseos, le recibe solícito (Lc 19, 5-6). Mirad
también cómo en provecho de sus amigos pone su poder al servicio de su amor.
Marta y Magdalena lloran en su presencia la muerte de Lázaro, su hermano, ya
enterrado; Jesús se conmueve, y de sus ojos corren lágrimas, verdaderas lágrimas
humanas, pero que a la vez son también lágrimas de un Dios. «¿Dónde lo
pusisteis?», pregunta al punto, pues su amor no puede estar ocioso, y se marcha
a resucitar a su amigo. Y los judíos, testigos de este espectáculo, decían:
«¡Mirad cómo le amaba!» (Jn 11,36).
Cristo, dice San Pablo -que se complace en
usar esta expresión-, es «la benignidad misma de Dios que se ha manifestado a
la tierra» (Tit 3,4); es Rey, pero Rey «lleno de mansedumbre» (Mt 21,5), que
manda perdonar y proclama bienaventurados a los que, a ejemplo suyo, son
misericordiosos (ib. 5,7). Pasó, dice San Pedro, que vivió con El tres
años, derramando beneficios (Hch 10,38). Como el buen Samaritano, cuya
caritativa acción El mismo se dignó ponderarnos, Cristo tomó al género
humano en sus brazos y sus dolores en su alma: «Verdaderamente cargó con
nuestras debilidades y llevó nuestros dolores» (Is 53,4). Viene a «destruir
el pecado» (Heb 9,26), que es el supremo mal, el único mal verdadero, echa al
demonio del cuerpo de los posesos; pero lo arroja sobre todo de las almas, dando
su vida por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó a la muerte por mí»
(Gál 2,20). ¿Hay señal de amor mayor que ésta? Cierto que no: «No hay mayor
amor que el dar su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Ahora bien, el amor de Jesús para con los
hombres ha de ser el espejo y modelo de nuestro amor. «Amaos los unos a los
otros como yo os he amado» (ib. 13,34).- ¿Qué es lo que movía a Jesús
a amar a sus discípulos y a nosotros en ellos?
Pertenecían a su Padre: «Ruego... por los
que me has dado, porque son tuyos» (Jn 17,9). Debemos amar a las almas porque
son de Dios y de Cristo. Nuestro amor debe ser sobrenatural; la verdadera
caridad es el amor de Dios, que abarca en íntimo abrazo a Dios y a cuanto con
El está unido. Como Cristo, debemos amar a todas las almas, hasta darnos por
entero a ellas: in finem.
Considerad a San Pablo, tan encendido en el
amor de Cristo, cuán lleno estaba de caridad para con los cristianos; «¿Quién
enferma que no enferme yo con él?» «¿Quién padece escándalo en su alma que
yo no esté como en brasas?» (2Cor 11,29). Alma era, encendida en caridad, la
que podía decir: «Gustosísimo gastaré todo cuanto tengo, y aun a mí mismo
me desgastaré por vuestras almas» (ib. 12,15). El Apóstol llega hasta
querer ser reprobado él mismo con tal de salvar a sus hermanos (Rm 9,3). En
medio de sus excursiones apostólicas, se ocupa en el trabajo de manos para no
ser gravoso a las cristiandades que le recibían (2Tes 3,8.- +2Cor 12,16). Ya
conocéis todos la conmovedora carta a su amigo Filemón, para pedirle gracia
para su esclavo Onésimo. Este esclavo habíase fugado de la casa de su señor
para evitar un castigo y acogídose a San Pablo, que le convirtió, y a quien
prestó muchos servicios. Pero el gran Apóstol, que no quiere menoscabar los
derechos de Filemón, según las leyes vigentes entonces, devuelve al esclavo a
su amigo y escribe a Filemón, que tenía sobre el fugitivo derecho de vida y
muerte, algunos renglones para que le dispense benévola acogida. San Pablo
escribe de su propio puño, como él mismo lo dice, dicha carta estando preso en
Roma; en ella condensa cuanto de más delicado e insinuante puede hallar la
caridad: «Aunque sea lo que soy, respeeto a ti, yo, Pablo, ya anciano, y además
preso ahora por amor de Jesucristo, y pudiera mandártelo, prefiero suplicártelo
y rogarte en favor de mi hijo espiritual Onésimo, a quien he engendrado entre
las cadenas... al cual te vuelvo a enviar. Tú, de tu parte, recibe como si
fuera a mí mismo a este objeto de mi predileeción, y si te ha causado algún
daño o te debe algo, apúntalo a mi cuenta. Sí, por cierto, hermano, reciba yo
de ti este gozo en el Señor, da este consuelo a mi corazón» (Fil 9 y sigs.)
Fácil es comprender después de esto que el
Apóstol escribiera un himno tan grandioso para ensalzar la exeelencia de la
caridad: «Es sufrida, es dulce y bienhechora; no tiene envidia ni es
inconsiderada, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busea sus intereses, no se
irrita, no piensa mal. Complácese en la verdad, a todo se acomoda, lo cree
todo, todo lo espera, lo soporta todo» (1Cor 13, 4-7).
Todos sus actos, con ser tan diversos, nacen
de una misma fuente: Cristo, a quien la fe ve en el prójimo.
Tratemos, pues, ante todas las cosas, de amar
a Dios, estando siempre unidos a Nuestro Señor. De este amor divino, como de
una hoguera encendida, de la que salen mil rayos que alumbran y calientan,
nuestra caridad irradiará en torno nuestro y más cuanto la hoguera esté más
encendida; la caridad para con nuestros hermanos ha de ser el reflejo de nuestro
amor para con Dios. Así, pues, os diré yo, con San Pablo: «Amaos recíprocamente
con ternura y caridad fraterna, procurando anticiparos unos a otros en las señales
de honor y deferencia...; alegraos con los que se alegran, y llorad con los que
lloran: estad siempre unidos en unos mismos sentimientos; vivid en paz, a ser
posible, y cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres» (Rm 12,
10-18). Y compendiando su doctrina: «Os ruego encarecidamente que os soportéis
unos a otros con caridad, solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así
como fuisteis llamados a una misma esperanza por nuestra vocación» (Ef 4,
1-4).
No olvidemos jamás el principio que debe ser
nuestro guía en El práctica de esta virtud: Todos somos uno en Cristo;
y esta unión no se conserva sino por la caridad. No vamos al Padre sino
por Cristo, pero hemos de aceptar a Cristo por entero, en sí y en sus miembros:
en ello está el secreto de la verdadera vida divina en nosotros.
Por eso Nuestro Señor hizo de la caridad
mutua su precepto y el tema de su última oración: Ut sint consummati in
unum.- Esforcémonos por realizar en cuanto esté de nosotros ese supremo
anhelo del corazón de Cristo. El amor es una fuente de vida, y si buscamos en
Dios ese amor para que se refleje sin cesar en todos los miembros del cuerpo de
Cristo, nuestras almas rebosarán de vida, porque Cristo Jesús, según lo ha
prometido, derramará en ellas en recompensa de nuestra abnegación una medida
de gracia «buena, apretada, colmada y rebosante».