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La
oración
Importancia de la oración: la vida de
oración es transformante
Tan grande es el deseo que tiene Nuestro Señor
de darse a nosotros, que multiplicó los medios de llevarlo a cabo, juntamente
con los distintos sacramentos, nos ha señalado la oración, como fuente de
gracia. Es evidente que los sacramentos, como se ha indicado repetidas veces en
el transcurso de estas conferencias, producen la gracia por el hecho mismo de
ser aplicados al alma que no pone óbice a su accion.
La oración, de suyo, no tiene una eficacia
tan intrinseca; mas no nos es por eso menos necesaria que los sacramentos para
conseguir la ayuda divina. Vemos, en efecto, cómo Jesucristo durante su vida
mortal hace milagros movido por la oración. Un leproso se le presenta: «Señor,
tened compasión de mí», y le cura. Le presentan un ciego que le dice: «Señor,
haced que vea», y Nuestro Señor le devuelve la vista. Marta y Magdalena le
dicen: «Señor: si hubieseis estado aquí, no hubiera muerto nuestro hermano».
Esto es una especie de petición y a esta súplica contesta el Señor con la
resurrección de Lázaro.- Estos son favores temporales, pero también la gracia
se alcanza con la oración. «Señor, le dice la Samaritana, dadme esa agua
viva, de que sois fuente, y que nos reporta la vida eterna», y Cristo se
descubre a ella como el Mesías, y la induce a confesar sus faltas para perdonárselas.
Clavado en la cruz, pídele el Buen Ladrón que se acuerde de él, y el Señor
le concede perdón completo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Por otra parte, Nuestro Señor mismo nos ha
recomendado este género de impetración: «Pedid, y recibiréis; llamad, y se
os abrirá; buscad, y encontraréis» (Mt 7,7). «Todo cuanto pidiereis a mi
Padre, en nombre mío, es decir, poniéndome por intercesor, os lo concederá»
(Jn 16,23). Asimismo, San Pablo nos exhorta a elevar en todo tiempo continuas
oraciones y súplicas poniendo por intercesor al Espíritu Santo (Ef 6,18).
Es, pues, evidente que la oración vocal de
impetración resulta un medio muy poderoso para atraernos los dones de Dios.
Pero de lo que ahora quiero hablaros es de la
oración mental; de lo que vulgarmente se llama meditación. Es asunto de
suma importancia el que vamos a tratar.
La oración es uno de los medios más
necesarios para efectuar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y nuestra
imitación de Jesucristo. El contacto asiduo del alma con Dios en la fe por
medio de la oración y la vida de oración, ayuda poderosamente a la
transformación sobrenatural de nuestra alma. La oración bien hecha, la vida de
oración, es transformante.
Más aún; la unión con Dios en la oración
nos facilita la participación más fructuosa en los otros medios que Cristo
estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos en imagen suya.- ¿Por
qué esto? ¿Es acaso la oración, más eminente, más eficaz, que el santo
sacrificio, que la recepción de los sacramentos, que son los canales auténticos
de la gracia? -Ciertamente que no; cada vez que nos acercamos a estas fuentes,
obtenemos un aumento de gracia, un crecimiento de vida divina, pero este
crecimiento depende, en parte al menos de nuestras disposiciones.
Ahora bien, la oración, la vida de oración,
conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, de humildad, de
confianza y de amor, que en conjunto constituyen la mejor disposición del alma
para recibir con abundancia la gracia divina. Un alma familiarizada con la oración
saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que
otra que se da a la oración con tibieza y sin perseverancia. Un alma que no
acude fielmente a la oración, puede recitar el oficio divino, asistir a la
Santa Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero sus
progresos en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. ¿Por qué?
-Porque el autor principal de nuestra perfección y de nuestra santidad es Dios
mismo, y la oración es precisamente la que conserva al alma en frecuente
contacto con Dios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera,
en la cual el fuego del amor está, si no siempre en acción, al menos siempre
latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia,
verbigracia, en los sacramentos, entonces, como un soplo vigoroso, la abrasa,
levanta y llena con sorprendente abundancia. La vida sobrenatural de un alma es
proporcionada a su unión con Dios, mediante la fe y el amor; debe, pues, este
amor exteriorizarse en actos, y éstos, para que se reproduzcan de una manera
regular e intensa, reclaman la vida de oración. En principio, puede decirse
que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en el amor divino depende
prácticamente de nuestra vida de oración.
Determinemos, pues, qué es oración, es
decir, cuál es su naturaleza, y cuáles sus grados; luego, qué disposiciones
exige para producir todos sus frutos.
Inútil es advertir que no trato de
desarrollar aquí un tratado completo sobre la oración; existen y muy buenos
quiero, simplemente, tocar algunos puntos esenciales relacionados con la idea
central de estas conferencias: nuestra adopción sobrenatural en Cristo Jesús,
que nos hace vivir por su gracia y su Espíritu.
1. Naturaleza de la oración: conversación
del hijo de Dios con su Padre celestial bajo la influencia del Espíritu Santo
¿Qué es oración? Digamos que es una
conversación del hijo de Dios con su Padre celestial. Notad las palabras «conversación
del hijo de Dios»: las he empleado muy intencionadamente. Se encuentran a
veces hombres que no creen en la divinidad de Cristo, como ciertos deístas del
siglo XVIII, como aquellos que en tiempo de la Revolución establecieron el
culto del Ser Supremo, e inventaron oraciones a la «Divinidad»: pensaron, quizá,
deslumbrar a Dios con sus oraciones; pero todo era vano juego de un espíritu
puramente humano, que Dios no podía aceptar.
No es así nuestra oración. No es una
conversación del hombre, simple criatura, con la divinidad, sino una conversación
del hijo de Dios con su Padre celestial para adorarle, alabarle, manifestarle su
amor, tratar de conocer su voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para
cumplirla.
En la oración nos presentamos a Dios en
calidad de hijos, calidad que eleva esencialmente nuestra alma a un orden
sobrenatural. Sin duda alguna, no debemos jamás olvidar nuestra condición de
criaturas, es decir, nuestra nada; pero el punto de partida, o, por mejor decir,
el terreno sobre el que debemos colocarnos en nuestras relaciones con Dios, es
el plano sobrenatural; en otros términos: es nuestra filiación divina, nuestra
calidad de hijos de Dios por la gracia de Cristo, la que debe determinar nuestra
actitud fundamental, y, por decirlo así, servirnos de hilo conductor en la
oración.
Veamos cómo San Pablo aclara este punto. «No
sabemos, dice, lo que debemos pedir a Dios en la oración según nuestras
necesidades, pero el Espíritu Santo viene en ayuda de mlestra insuficiencia. El
mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Ahora bien, dice
San Pablo en el mismo lugar: este Espíritu que debe rogar por nosotros y en
nosotros es «el Espíritu de adopción, que testifica que somos hijos de Dios y
sus herederos, y que nos hace clamar a Dios: «¡Padre, Padre!» (ib.
8,15). Este Espíritu nos fue dado después que, «llegada la plenitud de los
tiempos, nos envió Dios a su Hijo para concedernos la adopción de hijos» (Gál
4, 4-5). Y porque la gracia de Cristo nos hace sus hijos, «Dios envió también
a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos autoriza a rogar a Dios
como a un Padre» (+Rm 8,15; 2Cor 1,22).
Y es que, en verdad, «ya no somos
extranjeros, ni huéspedes de paso, sino miembros de la familia de Dios, de
aquella mansión de la que Jesucristo es piedra angular» (Ef 2,20).
Así, pues, el Espíritu que recibimos en el
Bautismo, en el sacramento de nuestra adopción divina, es el que nos hace
clamar a Dios: «Vos sois nuestro Padre». ¿Qué quiere decir esto sino que,
como consecuencia de nuestra filiación divina, tenemos el derecho y el deber de
presentarnos ante Dios como sus hijos? Escuchemos a Nuestro Señor mismo, El
vino para ser la «luz del mundo», y sus palabras, «llenas de verdad», nos
indican «el camino». «Yo soy luz del mundo y el camino y la verdad» (Jn
8,12; 14,6).
Sentado junto al pozo de Jacob, Jesús
conversa con la Samaritana (ib. 4,5 y sigs.). En El ha reconocido esta
mujer un profeta, un enviado de Dios; en seguida le pregunta (lo que era objeto
de viva controversia entre sus compatriotas y los judíos) si Dios debía ser
adorado sobre las montañas de Samaria o en Jerusalén. ¿Qué contesta Cristo?
«Mujer, créeme: llega la hora en la que vosotros no adoraréis al Padre ni aquí,
ni en Jerusalén; llega la hora, más bien, ya ha ]legado, en la que los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque el
Padre busca tales adoradores». Notad cómo Jesucristo pone de relieve el nombre
de Padre.- En Samaria, como es sabido, se adoraban los falsos dioses, y por eso
Cristo dice que hay que adorar «en verdadn, es decir, al Dios verdadero; en
Jerusalén se adoraba al verdadero Dios, pero no «en espíritu»: la religión
de los judíos era completamente materialista en su expresión y en los motivos
que la inspiraban.- Fue el Verbo encarnado quien inauguró, «y ya es llegada
esa hora», la nueva religión, la del verdadero Dios adorado en espíritu, en
el espíritu de la verdadera adopción divina, sobrenatural, espiritual, que nos
hace hijos de Dios, por cuyo motivo Nuestro Señor insiste en la palabra «Padre».
«Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad». Sin duda alguna, siendo nosotros hijos adoptivos, al hacernos
Dios sus hijos, en nada disminuye su divina majestad ni su soberanía absoluta,
y debemos adorarle, anonadarnos ante El; pero debemos adorarle en verdad y en
espíritu, es decir, en la verdad y espíritu del orden sobrenatural, por el
cual somos hijos suyos.
Nuestro Señor es mós explícito en otro
lugar. Con la Samaritana sienta, por decirlo así, el principio: a sus discípulos
les da el ejemplo: «Un día, dice San Lucas, estaba en oración y cuando hubo
terminado, uno de sus discípulos dijo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11 y
sigs.) ¿Cuál fue la respuesta de Jesús? «Cuando oréis, orad así: Padre
nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre...» No olvidéis
esto: Nuestro Señor es Dios; como Verbo suyo está siempre «en el seno del
Padre»; nadie conoce a Dios, sino su Hijo. Cristo conoce, pues, perfectamente
qué es lo que debemos decir o pedir a Dios para convertirnos en los «verdaderos
adoradores que Dios buscal»; conoce también perfectamente cómo debemos
comparecer en presencia de Dios para conversar con El, para agradarle; lo que
enseña es la verdad, porque no puede revelar sino lo que ve (Jn 1,18). Y
nosotros podemos y debemos escuchar lo que nos dice: El es el camino que hav que
seguir sin vacilar; el que le sigue «no anda en tinieblas» (ib. 8,12).
Ahora bien, ¿cómo se expresa Jesús cuando quiere enseñarnos esta ciencia de
la oración, que declaró ser tan necesaria que continuamente debemos
practicarla? «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1).
Empieza señalando el título que debemos dar a Dios, antes de presentarle
nuestros homenajes; ese título, que señala la orientación, o mejor dicho, que
indica el carácter que debe tener nuestra conversación, y sobre el cual
apoyaremos las peticiones que han de seguir; el título que nos indica la
actitud de nuestra alma en presencia de Dios. ¿Cuál es ese título? «Padre
nuestro».
Recogemos, pues, de los propios labios de
Cristo, del Hijo muy amado, en el cual Dios puso todas sus complacencias, esta
preciosa indicación de que la primera y fundamental actitud que debemos adoptar
en nuestras relaciones con Dios es la de un hijo en presencia de su padre. Sin
duda -repitol una vez más, por ser este punto de mucha importancia-, este hijo
no olvidará jamás su originaria condición de criatura caída en el pecado y
que conserva en sí un germen de pecado que puede separarle de Dios, porque el
que es nuestro Padre «habita en los cielos» y es al propio tiempo nuestro
Dios. «Ved aquí, decía Nuestro Señor al despedirse de sus discípulos, que
vuelvo a mi Padre, que es también el vuestro, a mi Dios, que es también el
vuestro» (Jn 20,17). Por este motivo adoptará siempre el hijo de Dios una
actitud de profunda reverencia y de profunda humildad, suplicará que le sean
perdonados sus pecados, no caer en la tentación y ser librado del mal; pero
acompañará aquella humildad y reverencia con una inquebrantable confianza
-porque «todo don perfecto desciende de arriba del Padre de las luces» (Sant
1,17)-, y con un tierno amor, amor del hijo a su Padre, y Padre amoroso.
[Llevada, por decirlo así, sobre las alas de la fe y de la esperanza, el alma
remonta su vuelo hacia el cielo y se eleva hasta Dios.- Con acendrada piedad y
profunda veneración, expone a Dios con entera confianza todas sus necesidades, cual
lo haría el hijo único al más amado de los padres.- Catecismo del
Concilio de Trento, 4ª parte, capítulo 1.- «Dios os manda presentaros ante
El, no con temor y temblando, como un esclavo ante su dueño, sino para
refugiaros cabe El con toda libertad y con perfecta confianza, como un niño
cerca de su padre. ib. cap.2].
Es, pues, la oración como la manifestación
de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación
divina en Cristo; como el desarrollo espontáneo de los dones del Espíritu
Santo. Por esto es tan vivificante y tan fecunda. El alma que se da regularmente
a la oración saca de ella gracias inefables que la transforman poco a poco, a
imagen v semejanza de Jesús, Hijo único del Padre celestial. «La puerta, dice
Santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que
el Señor me hizo, es la oración; una vez cerrada esta puerta, ignoro cómo
podría otorgárnoslas» (Vida, cap.8).
De la oración saca el alma gozos que son como
presagio de la unión celestial, de esa herencia eterna que nos espera. «En
verdad, decía Jesucristo, cuanto pidiereis de saludable a mi Padre en nombre mío,
os lo concederá, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16,24). En esto
consiste la oración mental: trato íntimo de corazón a corazón entre Dios y
el alma, «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»
(Santa Teresa, ib. cap.8).
Mas este trato o conversación del hijo de
Dios con su Padre celestial se verifica bajo la acción del Espíritu Santo.-
En efecto, Dios, por medio del profeta Zacarías, había prometido que, en la
Nueva Alianza, «derramaría sobre las almas el espíritu de gracia y de oración»
(Zac 12,10). Este espíritu es el Espíritu Santo, el Espíritu de adopción,
que Dios envía a los corazones de aquellos que tiene predestinados a ser sus
hijos en Cristo Jesús. Los dones que este Espíritu divino infunde en nuestras
almas el día del bautismo, juntamente con la gracia, nos ayudan en nuestras
relaciones con el Padre celestial. El don de temor nos llena de reverencia ante
su divino acatamiento; el don de piedad hace compatible con esa reverencia la
ternura propia de un hijo hacia su padre; el don de ciencia presenta al alma con
nueva luz las verdades de orden natural, el don de inteligencia la hace penetrar
en las profundidades ocultas de los misterios de la fe; el don de sabiduría le
da el gusto, el conocimiento afectivo de las verdades reveladas. Los dones del
Espíritu Santo son disposiciones muy reales a las que no prestamos bastante
atención; por ellos el Espíritu Santo, que mora en el alma del bautizado, como
en un templo, la ayuda y guía en sus relaciones con el Padre celestial: «El
Espíritu Santo fortalece nuestra flaqueza... El mismo ruega por nosotros con
gemidos inenarrables». (Rm 8,26) [El Espíritu Santo es el alma de nuestras
oraciones; El nos las inspira y hace que sean siempre admisibles. Catec. del
Conc. de Trento, 4ª parte, c. 1, 7].
El elemento esencial de la oración es el
contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella
vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando
el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, se entrega a Dios,
a su voluntad, por un movimiento del Espíritu Santo: «El sabio se ocupa desde
el alba en velar ante el Dios que le ha creado, y eleva sus oraciones ante el
Altísimo» (Ecli 39,6). Ningún raciocinio, ningún esfuerzo puramente natural
puede producir este contacto: «Nadie puede decir: Señor Jesús, si no es
movido por la gracia del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Este contacto se
verifica en las oscuridades de la fe, pero llena el alma de luz y de vida.
La oración es, pues, el despliegue, bajo la
acción de los dones del Espíritu Santo, de los sentimientos propios de nuestra
adopción divina en Jesucristo; y por eso debe ser asequible a toda alma
bautizada, de buena voluntad. Además, Jesucristo invita a todos sus discípulos
a aspirar a la perfección para ser hijos dignos del Padre celestial. «Sed
pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Ahora
bien, la perfección, prácticamente, no es posible si el alma no vive de la
oración. ¿No resulta, pues, evidente que Cristo no pudo desear que la manera
de tratar con El en la oración fuese complicada y fuera del alcance de las
almas más sencillas que le buscan con sinceridad? Por esto dejé dicho que la
oración puede definirse: una conversación del hijo de Dios con su Padre
celestial: «Padre nuestro, que estás en los cielos».
2. Dos factores afectarán a los términos
de esta conversación: primer factor: la medida de la gracia de Cristo; suma
discrecion que debe observarse a este propósito; doctrina de los principales
maestros de la vida espiritual; el método no es el mismo que la oración
En una conversación se escucha y se habla; el
alma se entrega a Dios y Dios se comunica al alma.
Para escuchar a Dios, para recibir sus luces,
basta con que el corazón se halle penetrado por sentimientos de fe de
reverencia, de humildad, de ardiente confianza, de amor generoso.
Para hablarle, es preciso tener algo que
decirle. ¿Cuál será el tema de la conversación? Este depende principalmente
de dos factores: la medida de la gracia que Jesucristo da al alma y el
estado de la misma alma.
La primera cosa que debemos tener presente es,
pues, la medida de los dones de gracia comunicados por Cristo (Ef 4,7).
Jesucristo, en cuanto Dios, es dueño absoluto de sus dones: otorga su gracia al
alma, como y cuando lo juzga oportuno; derrama en ella su luz cuando es del
agrado de su soberana majestad; nos guía y lleva hacia su Padre por su Espíritu.
Si leyeseis los maestros de la vida espiritual, veriais que siempre han
respetado santamente esta soberanía de Cristo en la dispensación de sus
favores y de sus luces; esto explica su extrema reserva al tratar de las
relaciones del alma con su Dios.
San Benito, que fue un eminente contemplativo,
favorecido con gracias extraordinarias de oración y maestro en el conocimiento
de las almas, exhorta a sus discípulos a «entregarse con frecuencia a la oración»
[orationi frequenter incumbere. Regla, cap.IV], deja claramente entender
que la vida de oración es de absoluta necesidad para encontrar a Dios. Pero
cuando se trata de reglamentar el modo de darse a la oración, lo hace con
particular discreción. Presupone, naturalmente, que ya se ha adquirido cierto
conocimiento habitual de las cosas divinas por medio de la lectura asidua de las
Sagradas Escrituras y de las obras de los Santos Padres de la Iglesia. Tocante a
la oración, se limita a indicar en primer lugar cuál debe ser la disposición
con que el alma debe acercarse a la presencia de Dios: profunda reverencia y
humildad [es de notar que el Patriarca de los monjes intitula el capítulo de la
oración: «De la reverencia que se debe observar en la oración», cap.XX.], y
quiere que el alma permanezca en presencia de Dios en espíritu de gran
arrepentimiento y de perfecta sencillez. Esta disposición es la mejor para
escuchar la voz de Dios con fruto. En cuanto a la oración misma, además de
relacionarla íntimamente con la salmodia (de la que la oración no es más que
la continuación interna), San Benito la hace consistir en impulsos cortos y
fervorosos del corazón a Dios. «El alma, dice, siguiendo el consejo del mismo
Cristo (Mt 7,7), debe evitar el mucho hablar; no prolongará el ejercicio de la
oración a menos de ser arrastrada a ello por los movimientos del Espíritu
Santo, que mora en ella por la gracia». Ninguna otra indicación expresa sobre
la oración nos dejó el legislador de la vida monástica.
Otro gran maestro de la vida espiritual,
elevado a un alto grado de contemplación, y lleno de luces de gracia y
experiencia, San Ignacio de Loyola, dejó escritas algunas palabras, cuya
profunda sabiduría no se podrá apreciar nunca bastante: «Aquella parte es
mejor para cualquier individuo, escribe a San Francisco de Borja, donde Dios
nuestro Señor más se comunica, mostrando sus santísimos dones y gracias
espirituales, porque ve y sabe lo que más le conviene, y como quien todo lo
sabe, le muestra la vía; y nosotros para hallarla, mediante su gracia divina,
ayuda mucho buscar y probar por muchas maneras para caminar por la "que les
es más declarada", más feliz y bienaventurada en esta vida, toda guiada y
ordenada para la otra sin fin, abrazados y unidos con los tales "santísimos"
dones» (Carta 20-IX-1548). Enseña, pues, el Santo que se debe dejar a Dios el
cuidado de indicar a cada alma el mejor modo y manera de tratar con El.
Santa Teresa, en varios pasajes de sus Obras,
inculca el mismo pensamiento: «Esto importa mucho a cualquier alma que tenga
oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas
moradas arriba y abajo y a los lados» (Moradas, 1ª, cap.2). [Véase
también Vida, principio del cap.12, cap.13 y cap.22, donde dice que Dios
conduce a las almas por caminos y sendas muy distintas. Véanse también los
caps.18 y 27, donde enseña cuán excelente oración es hacer compañía a
Nuestro Señor en los diferentes misterios y entretenerse con El en simples
coloquios].
San Francisco de Sales no es menos reservado;-
veamos lo que dice, el texto es bastante largo, pero expresa bien la naturaleza
de la oración, fruto de los dones del Espíritu Santo, y la discreción con que
se debe reglamentar: «No penséis, hijas mías, que la oración sea obra del
espíritu humano, es un don especial del Espíritu Santo, que eleva las
potencias del alma sobre las fuerzas naturales, para unirse a Dios por
sentimientos y comunicaciones de que son incapaces el raciocinio y la sabiduría
de los hombres.- Los caminos por los cuales conduce El a las almas santas en
este ejercicio (que es, sin duda alguna, el ejercicio más divino de una
criatura razonable) son sorprendentes en su variedad y dignos de toda loa, pues
nos llevan a Dios y bajo su guía; pero no debemos inquietarnos por seguirlos
todos, ni siquiera escoger alguno según nuestro propio parecer; lo que importa
es reconocer el efecto de la gracia en nosotros, y serle fieles» (Resumen
del espíritu interior de las religiosas de la Visitación, explicado por
San Francisco de Sales y recogido por Mons. Maupas).
Podríamos multiplicar citas y testimonios
parecidos, mas los aducidos bastarán para demostrarnos que si bien los maestros
de la vida espiritual ponen especial empeño en invitar a las almas a darse a la
oración, por ser un elemento esencial para la perfección espiritual, sin
embargo se guardan bien de imponer indistintamente a todas las almas un camino
con preferencia a otro. Decimos «imponer»: ellos indican o recomiendan métodos
particulares; todos tienen su valor, hay que reconocerlo; todos encierran su
utilidad, que se puede comprobar. Ahora bien, querer imponer indistintamente a
todas las almas el mismo método sería desconocer la libertad divina, según la
cual Jesucristo distribuye sus gracias, y las inclinaciones que hace nacer en
nosotros su Espíritu.
En materia de método, el que ayuda a un alma
puede molestar a otra.- La experiencia demuestra que muchas almas que tiene
facilidad para conversar habitual y sencillamente con Dios, sacando mucho fruto,
se verían torturadas si se las quisiese someter a tal o cual método. Cada
alma, pues, ha de examinarse antes de imponerse a sí misma el mejor método de
conversar con Dios, debe, por una parte, apreciar sus aptitudes, sus
disposiciones, sus gustos, sus aspiraciones, su género de vida; tratar de
conocer el impulso del Espíritu Santo; tener en cuenta sus progresos en la vida
espiritual. Debe, por otra, ser dócil y responder con generosidad a la gracia
de Cristo y a la acción del Espíritu Santo. Encontrado el camino que más le
conviene, después de varios tanteos inevitables en los principios, el alma debe
seguirlo fielmente, hasta que el Espíritu Santo la conduzca a otro camino; esto
es una garantía de fecundidad.
Otro punto, que considero muy importante y que
guarda íntima relación con el precedente, es el de no confundir la esencia de
la oración con los métodos (sean cuales fueren) de que nos sirvamos para
hacerla.- Almas hay que llegan a persuadirse de que si no siguen tal o cual método,
no harán oración; hay en esto una confusión de ideas que puede acarrear
graves consecuencias. Por haber confundido la esencia de la oración con el
empleo del método, esas almas no se atreven a cambiarlo, aun cuando reconocen
que el que tienen les sirve de obstáculo o les es completamente inútil; o
bien, lo que ocurre con más frecuencia, encontrando el método molesto, lo
abandonan sin reparo, y, junto con él, la oración, y esto con gran detrimento
de su alma.- Una cosa es el método y otra la oración: aquél debe variar según
las disposiciones y necesidades de las almas; mientras que ésta (quiero decir,
la oracion ordinaria) esencialmente ha de ser siempre la misma para todas las
almas: conversación mediante la cual el corazón del hijo de Dios se explaya
ante su Padre celestial. y le escucha para agradarle. El método, sosteniendo al
espíritu, ayuda al alma en su unión con Dios; es un medio, pero no debe llegar
a ser un obstáculo. Si tal método ilumilla la inteligencia, enardece la
voluntad y la lleva a entregarse a las inspiraciones divinas y a derramarse íntimamente
en presencia de Dios, será buen método, pero no debe seguirse cuando contraria
realmente la inclinación del alma, cuando la agita y priva de todo progreso en
la vida espiritual; ni tampoco cuando, a causa de los progresos del alma, viene
ya a resultar inútil.
3. Segundo elemento: estado del alma. Las
distintas fases de la vida de perfección caracterizan, de una manera general,
los diversos grados de la vida de oración. Trabajo discursivo de los principios
El segundo factor que se debe tener presente
para determinar el tema habitual de nuestras relaciones con Dios es el estado
del alma.
Nuestra alma no está siempre en el mismo
estado. Como es sabido, la tradición ascética distingue tres grados o estados
de perfección: la vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía
iluminativa, en la que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las
almas perfectas. Tales estados han sido así clasificados por predominar en
ellos, aunque no exclusivamente, tal o cual carácter: en uno, el trabajo de la
purificación del alma, en otro, su iluminación, y en el tercero, su estado de
unión con Dios. Claro está que la naturaleza habitual de los ejercicios del
alma se diferencia según el estado en el cual se encuentra.
Hecha abstracción, pues, del impulso del Espíritu
Santo y de las aptitudes del alma, el que empieza a recorrer los caminos de la
vida espiritual, debe ejercitarse en adquirir por sí mismo el hábito de la
oración. Pues, aunque el Espíritu Santo nos ayuda poderosamente en las
relaciones con nuestro Padre celestial, su acción no se produce en el alma
independientemente de ciertas condiciones relacionadas con nuestra naturaleza.
El Espíritu Santo nos conduce según nuestro modo de ser; somos inteligencia y
voluntad, pero no amamos sino el bien que conocemos; no nos inclinamos sino
hacia el bien reconocido como tal por nuestro entendimiento. Debemos, pues, para
unirnos plenamente a Dios -¿no es éste el mejor fruto de la oración?-,
conocer a Dios tan perfectamente como nos sea posible. Por esta razón, dice
Santo Tomás: «cuanto ilustra la fe, está ordenado a la caridad» (In Epist.
I.
S. Pauli ad Timoth., cap.I, lect.2ª).
Al principiar, pues, a buscar a Dios, debe el
alma ate sorar principios intelectuales, y conocimientos que afiancen su fe. ¿Por
qué? -Porque sin ellos no encontrará qué decir, y la conversación degenerará
en pura fantasía, sin fondo ni fruto o se convertirá en un ejercicio enojoso,
que pronto abandonará el alma. Deben reunirse primeramente aquellos
conocimientos, y luego conservarlos, renovarlos y reforzarlos. ¿De qué manera?
-Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de algún libro, a la
meditación continuada sobre un punto cualquiera de la Revelación; el alma
consagra un período más o menos largo, según sus disposiciones, a meditar los
principales artículos de la fe, a fin de considerarlos minuciosamente uno por
uno; y así obtendrá, como resultado de estas consideraciones sucesivas, los
conocimientos necesarios que le han de servir de base para la oración.
Ese trabajo, puramente discursivo, no debe
confundirse con la oración; no es más que un preámbulo útil y hasta
necesario para iluminar, guiar, disponer o sostener la inteligencia, pero
preludio al fin. La oración no comienza, en realidad, sino cuando, caldeada la
voluntad, entra sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el divino
Bien, y se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y
deseos. El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo de María
que conservaba las palabras de Jesús in corde suo en su corazón (Lc
2,51); pues es de él, en efecto, de donde arranca esencialmente la oración.
Cuando Nuestro Señor enseñaba a orar a sus discípulos, no les decía: «Os
entretendréis en tales o cuales raciocinios», sino más bien: «Manifestaréis
los afectos de vuestros corazones de hijos». «Así habréis de orar: Padre
nuestro... Santificado sea tu nombre...» Las peticiones que Jesucristo nos
manda hacer, dice San Agustín, son la norma a que debemos ajustar los deseos de
nuestro corazón [Verba quæ Dominus noster Iesus Christus in oratione docuit
forma est desideriorum. Sermo LVI, c. 3]. Un alma (y no es más que
un supuesto) que limitase regularmente su trabajo al raciocinio intelectual, aun
cuando versare sobre materias de fe, no haría oración. [Así se expresa sobre
este particular, Saudreau, cuyas obras ascéticas son bastante conocidas; lo que
va entre guiones lo añadimos nosotros: «Notémoslo bien, la súplica es la
parte capital de la oración, o por mejor decir, la oración empieza con ella.
Mientras el alma no se vuelve a Dios para hablarle -para alabarle, bendecirle,
glorificarle; para deleitarse en sus perfecciones, para dirigirle sus súplicas,
para entregarse a sus inspiraciones- puede, en verdad meditar, pero no ora ni
hace oración. Se encuentran personas que se engañan y pasan la media hora del
ejercicio de a meditación reflexionando, sí, pero sin decir nada a
Dios: y aun cuando a tales cavilaciones hayan juntado deseos piadosos y
generosas resoluciones, con todo, no han hecho verdadera oración; sin duda
alguna, no sólo ha obrado el entendimiento, sino que también se ha conmovido
el corazón, y se ha sentido impulsado hacia el bien con ímpetu y ardor, pero
no se ha derramado en el corazón de Dios. Tales meditaciones, aunque no del
todo inútiles, pronto producen cansancio y con frecuencia desaliento y abandono
de tan santo ejercicio». Los grados de la vida espiritual.- Véase también
R. P. Schrijvers, C. SS. R., La bonne volonté, II part., cap.I, L’oraison].
De aquí resulta que se encuentran almas, aun entre los principiantes, que sacan
más fruto de una simple lectura «entreverada», con afectos y suspiros del
corazón, que de un ejercicio en el cual únicamente se ejercita la razón.
En este ejercicio no podrán evitarse al
principio ciertos «tanteos», mas para precaverse de las ilusiones de la pereza
debe el alma necesariamente ayudarse del consejo de un director exper¿mentado.
4. De cuánta importancia sea en la vía
iluminativa la contemplación de los misterios de Cristo: el estado de oración
La experiencia, empero, demuestra que a medida
que un alma progresa en los caminos de la vida espiritual, el trabajo discursivo
del raciocinio va aminorándose. ¿Por qué? -Porque el alma, penetrada de las
verdades cristianas, no precisa reunir conocimientos sobre la fe; ya los posee,
y no tiene otro trabajo que conservarlos y renovarlos por medio de santas
lecturas.
De aquí resulta que el alma, así empapada y
poseída de las verdades divinas, no necesita entretenerse en prolongadas
consideraciones; ya es dueña de todos los elementos materiales de la oración.
Sin otra preparación, y sin el trabajo discursivo, que necesitan por lo regular
las que aún no han adquirido tales conocimientos, puede entrar en conversación
con Dios.
Esta ley fundada en la experiencia no está
exenta, naturalmente, de excepciones que es preciso respetar cuidadosamente. Hay
almas muy aventajadas en los caminos de la vida espiritual que ni saben ni
pueden ponerse en oración sin ayuda de un libro, la lectura les sirve, por
decirlo así, como de cebo y acicate; no deben, por tanto, abandonarla, otras
almas no saben conversar con Dios si no recurren a la oración vocal; se les
perjudicaría si se les lanzara por otro camino, mas por lo general, es evidente
que, a medida que el alma progresa en la luz de la fe y en fidelidad, la acción
del Espíritu Santo toma mayores proporciones, y cada vez siente menos la
necesidad de recurrir al raciocinio para encontrar a Dios.
Sucede esto sobre todo, y la experiencia lo
demuestra, respecto de aquellas almas que tienen un conocimiento más arraigado
y más desarrollado de los misterios de Cristo.
Véase lo que San Pablo escribía a los
primeros cristianos: «Permanezcan en vuestros corazones y con abundancia las
palabras de Cristo» (Col 3,16).
El gran Apóstol deseaba esto a fin de que los
fieles ose instruyesen y exhortasen unos a otros con sabiduría».- Pero esta
recomendación sirve también para nuestras relaciones con Dios. ¿Cómo?
La palabra de Cristo está contenida en los
Evangelios, los cuales encierran, juntamente con las Epístolas de San Pablo y
de San Juan, la exposición más sobrenatural, por ser inspirada, de los
misterios de Cristo. Allí encuentra el hijo de Dios los mejores títulos de su
adopción divina y el ejemplar mas directo de su conducta. A través de ellos,
Jesucristo se nos manifiesta en su existencia terrena, en su doctrina en su
amor. Allí encontramos la mejor fuente de conocimiento de Dios, de su
naturaleza, sus perfecciones, sus obras: «Dios ha hecho brillar en nuestros
corazones su claridad, que resplandece en el rostro de Jesucristo» (2Cor 4,6).
Jesucristo es la gran revelación de Dios al mundo. Dios nos dice: «Este es mi
Hijo muy amado, escuchadle». Como si nos dijese: «si queréis darme gusto,
mirad a mi Hijo, imitadle; no os pido otra cosa, porque en eso consiste vuestra
predestinación, en que seáis como mi Hijo».
El camino más directo para llegar a conocer a
Dios es, pues, el mirar a Nuestro Señor y contemplar sus acciones; quien lo ve,
ve a su Padre, ya que es uno con El, y no hace sino lo que puede agradarle, ya
que cada uno de sus actos es objeto de las complacencias del Padre y merece los
propongamos a nuestra contemplación. «Y veo yo claro, escribe Santa Teresa, y
he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes,
quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad
se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia: hámelo dicho el Señor.
He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la
soberana Majestad grandes secretos. Así que vuestra merced, señor, no quiera
otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va
seguro. Este Señor Nuestro es por quien nos vienen todos los bienes: El lo enseñará;
mirando su vida es el mejor dechado». Y añade luego: «Mas que nosotros de maña
y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer
delante siempre, y pluguiese al Señor fuese siempre, esta sacratísima
Humanidad, esto digo que no me parece bien y que es andar el alma en el aire,
como dicen; porque parece no trae arrimo, por mucho, que le parece anda llena de
Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» [Vida,
c. 22. Vale la pena leer por entero este magnífico capítulo para ver cómo
deplora la Santa el haber malgastado tanto tiempo, sólo por no haberse dado en
la oración a contemplar la Humanidad sagrada de Jesús].
Mas Cristo no solamente obró, sino que también
habló (Hch 1,1). Sus palabras todas nos revelan los secretos divinos, y no
habla sino de lo que ve. Sus palabras, El mismo nos lo dice, son para nosotros
espíritu y vida, son vida de nuestra alma, no ya al modo de los sacramentos,
sino en cuanto son luz que alumbra y vigor que nos sostiene. Las palabras y
acciones de Jesús son para nosotros otros tantos motivos de confianza y de
amor, y principios de acción.
Veis por qué las palabras de Cristo deben «permanecer
en nosotros», si han de ser, como deben, principios de vida; veis también por
qué resulta tan útil al alma que desea vivir de oración, leer y releer el
Evangelio, seguir a la Iglesia nuestra Madre cuando nos representa los hechos y
nos recuerda las palabras de Jesús a lo largo del ciclo litúrgico... Al hacer
pasar ante nuestros ojos las etapas todas de la vida de Cristo, Esposo suyo y
hermano mayor nuestro, la Iglesia nos proporciona materia abundante con la que
el alma pueda alimentar su oración. El alma que sigue así paso a paso a
Nuestro Señor, dispone, suministrados por la Iglesia, de todos los elementos
materiales que le son necesarios para la oración; en ella, sobre todas las
cosas, es donde el alma fiel encuentra al «Verbo de Dios», y, unida a El por
la fe, es fecundada sobrenaturalmente, ya que la menor palabra de Jesús es para
ella luz deslumbradora, venero de vida y de paz.
El Espíritu Santo es quien nos hace
comprender la fecundidad de estas palabras. ¿Qué dijo Jesús a sus discípulos
antes de subir al cielo? «Os enviaré el Espíritu Santo, y El os recordará
cuanto os tengo dicho» (Jn 14,26). En lo cual no ha de verse una vana promesa,
porque las palabras de Cristo no pasan. Cristo, Verbo encarnado, nos dio su
divino Espíritu el día del Bautismo. El y su Eterno Padre nos le enviaron,
porque el Bautismo nos hizo hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. Su Espíritu
mora en nosotros. «Permanece con vosotros y está en vosotros» (Ib 14,17).
Mas, ¿para qué está en nosotros ese Espíritu de verdad? Nuestro Señor mismo
nos lo dice: «El Espíritu mora en vosotros para recordaros mis palabras». ¿Y
cuál es el sentido de estas palabras del Salvador? Cuando consideramos las
acciones de Cristo y sus misterios, sirviéndonos, por ejemplo, de la lectura de
los Evangelios, repasando una vida de Nuestro Señor, o bien siguiendo las
instrucciones de la Iglesia en el curso del año litúrgico, ocurre a veces que,
un día cualquiera, tal palabra que habíamos leído y releído cien veces, sin
que nos hubiera llamado la atención, cobra de repente a nuestros ojos un
relieve y sentido sobrenatural totalmente nuevo; es como un rayo de luz que el
Espíritu Santo alumbra en el fondo de nuestra alma; es la revelación súbita
de un venero de vida hasta entonces insospechado. Es como si un nuevo horizonte
más extenso y luminoso se abriese ante los ojos del alma; es un mundo sin
explorar que el Espíritu nos descubre. El Espíritu Santo, a quien la liturgia
llama «el dedo de Dios», Digitus Dei [Himno Veni Creator], graba
y esculpe en el alma esa palabra divina, que perdurará en ella como luz
esplendorosa, como un principio de acción; y si el alma es humilde y dócil,
esa palabra divina va poco a poco obrando silenciosa pero eficazmente.
Si todos los días reservamos algún ratito,
largo o breve, según nuestras aptitudes y los deberes de nuestro estado, para
conversar con el Padre celestial, para recoger sus inspiraciones y escuchar los
llamamientos del Espíritu, sucederá entonces que las palabras de Cristo, las Verba
Verbi, como dice San Agustín, serán cada vez más frecuentes e inundarán
el alma con raudales de luz, abriendo en ella fuentes inagotables de vida. Así
se cumplirá la promesa de Jesús, que dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a
Mí y beba; el que cree en Mí, ríos de agua viva correrán de su vientre». Y
añade al punto San Juan: «Esto lo dijo del Espíritu que habían de recibir
los que creyesen en El» (Jn 7, 37-38).
El alma, a su vez, traduce constantemente sus
sentimientos en actos de fe, de dolor y compunción, de confianza y de amor, o
de complacencia y de entrega a la voluntad del Padre celestial; se mueve en un
ambiente del todo divino; la oración llega a ser su respiración y como su
vida; en ella vive habitualmente, y, por tanto, no ha menester esfuerzo para
encontrar a Dios, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.
Los momentos que dedica diariamente al ejercicio
formal de la oración, no son sino la intensificación de ese estado
habitual de dulce reposo y unión con Dios en que le habla interiormente y
escucha ella misma la voz del Altísimo. Ese estado no es la mera presencia de
Dios sino un coloquio interior y amoroso, en que el alma habia a Dios a veces
con los labios; ordinariamente con el corazón permaneciendo siempre unida a El,
no obstante los múltiples quehaceres diarios. Hay no pocas almas sencillas,
pero rectas, que, fieles al llamamiento del Espíritu Santo, alcanzan ese estado
tan deseable.
«¡Señor, enséñanos a orar!»...
5. La oración de fe; la oración
extraordinaria
Luego sucede que, a medida que el alma va
allegándose al soberano Bien, comienza también a participar más de la
simplicidad divina. En la meditación nos llegamos a formar alguna idea de Dios
mediante aquello que nos dictan la razón y la Revelación; pero a medida que
vamos adelantando en la vida espuritual, esos mismos conceptos se van
simplificando, aunque nunca podremos concebirle tal cual es. ¿Dónde hallaremos
a Dios tal cual es? -Unicamente en la fe pura. La fe es aquí lo que la visión
beatífica será en el cielo, donde veremos a Dios cara a cara, y tal como es.
La fe nos revela que Dios es incomprensible.
Por lo tanto, cuando hayamos llegado a ver que Dios rebasa infinitamente todas
nuestras ideas, por sublimes que nos parezcan, entonces será cuando habremos
comenzado a entender algo de lo que es Dios. El concepto que de Dios tenemos,
aunque analógico, nos manifiesta, con todo, algo de las perfeccumes y
atributos divinos; en la oración de fe entiende el alma que la esencia divina,
tal cual es en sí, en su simplicidad trascendental, está muy por encima de
todo cuanto se puede figurar la inteligencia, aun ayudada de la Revelación
[Santo Tomás, I, q.13, a.2, ad 3]. El alma prescinde de todo cuanto los
sentidos, la imaginación y aun la misma inteligencia le representaban, para
atender únicamente a lo que la fe le dicta sobre Dios. El alma ha progresado,
ha pasado sucesivamente por la esfera de los sentidos y de la imaginación, del
conocimiento intelectual y de los símbolos revelados; toca ya el velo del Santo
de los Santos; sabe que Dios se le oculta tras ese velo como tras una nube; casi
le toca, pero aun no le ve. En semejante estado de la oración de fe, el alma se
acoge a Dios, con quien se siente unida, no obstante las tinieblas que sólo la
luz beatífica será capaz de disipar; gusta, sin variar mucho de afectos, de
Dios, a quien tiene la dicha de poseer. «Sentéme a la sombra de Aquel que
deseaba, cuyo fruto es suavísimo a mi garganta» (Cant 2,3). Ha entrado ya en
la oración de quietud, adonde se puede asegurar que llegan muchas almas cuando
son fieles a la gracia.- Al irse haciendo a este género de oración y
familiarizando con él, el alma encuentra en esa simple adhesión dc fe, en ese
abrazo de amor, el valor la elevación interior, la libertad de corazón, la
humildad y la entrega al beneplácito divino, que le son necesarios en el largo
caminar hacia el santG monte, hacia la plenitud de Dios. «Una cosa son las
muchas palabras y otra el afecto firme y constante» (Epíst., 130, c. 19), dice
San Agustín.
Luego, si así place a la Bondad Suprema, Dios
mismo hará traspasar a esa alma las lindes ordinarias de lo sobrenatural para
darse a ella en misteriosas comunicaciones, en que las facultades naturales,
elevadas por la acción divina, reciben, bajo el inilujo de los dones del Espíritu
Santo, y, sobre todo, de los de entendimiento y de sabiduría, un modo de
operación superior. Los místicos describen los diversos grados de esas
operaciones divinas que van acompañadas a veces de fenómenos extraordinarios,
como el éxtasis.
No podemos, en modo alguno, subir por nuestros
propios esfuerzos a tal grado de oración y de unión con Dios porque dependen
únicamente de su libre y soberana voluntad. ¿Se los podrá al menos desear? Si
se trata de los fenómenos accidentales que acompañan a la oración, como son
las revelaciones, el éxtasis v los estigmas, desde luego que no; pues habría
en ello temeridad y presunción; mas tratándose de la sustancia misma de la
oración, esto es, del conocimiento puro, simple y perfecto que Dios da en ella
de sus perfecciones, del amor encendido que se sigue de ello en el alma, ¡ah!,
entonces os diré que deseéis con todas vuestras fuerzas un alto grado de oración
v el gozar de la contemplación perfecta.- Porque Dios és el autor principal de
nuestra santidad; y en estas comunicaciones es cuando precisamente trabaja con
mayor empeño; luego no desearlas sería no desear «amar a Dios con toda
nuestra alma, toda nuestra mente, todas nuestras fuerzas y todo nuestro corazón»
(Mc 12,30). Además, ¿qué cosa da a nuestra vida todo su valor, quién fija
-reserva hecha de la acción divina-, quién determina los grados de nuestra
santidad? -Ya os he dicho que es la intensidad del amor con que vivimos y
obramos.
Pues bien, prescindiendo por ahora de la acción
directa de los sacramentos, ha de decirse que la pureza e intensidad de la
caridad se obtienen con abundancia en la oración. Veis por qué nos es tan útil,
y por qué asimismo podemos aspirar legítimamente a alcanzar un alto grado de
oración.
Claro está que en esto como en todo hemos de
someter nuestros deseos a la voluntad de Dios, pues sólo El sabe lo que más
conviene a nuestras almas; y aun cuando trabajemos siempre por ser fieles,
generosos y humildes, para obedecer en todo momento a la gracia, aun cuando
suspiremos por llegar a la cima de la perfección, con todo, conviene mucho no
perder nunca la paz del alma, seguros de que Dios es harto bueno y sabio para
darnos lo que mas nos conviene.
6. Disposiciones indispensables para hacer
fructuosa la oración; pureza de corazón, recogimiento del espíritu, abandono,
humildad y reverencia
Volviendo ahora a la oración ordinaria, me
queda por decir cuáles son las disposiciones de corazón que debemos
llevar a ella para que sea fructuosa.
Para hablar con Dios es preciso despegarse
de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si la
criatura ocupa ya la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón;
de ahí que lo primero, lo más necesario, lo esencial para poder hablar con
Dios, es la pureza de alma. Esta es la preparación remota indispensable.
Además debemos procurar orar con
recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe
ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, es decir: reprimir los
desvaríos de la imaginación, no será nunca un alma de oración. Cuando
oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de
enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema
que debe ocuparnos, ayudándonos si es preciso de un libro.
¿Por qué son tan necesarios a la oración
esta soledad, aun física, y ese desasimiento interior del alma? -Ya os lo dije
antes, con San Pablo: porque es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por
nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos
contrariar, so pena de «contristar al Espíritu Santo» (Ef 4,30), porque de
otro modo el Espíritu divino terminará por callarse. Al abandonarnos a El,
debemos, por el contrario, apartar cuantos estorbos puedan oponerse a la
libertad de su acción; debemos decirle: «Habla Señor, porque tu siervo
escucha» (1Re 3,10). Pero es de notar que esa su voz no se oirá bien si no es
en el silencio interior.
Hemos de permanecer siempre en aquellas
disposiciones fundamentales de que os hable al tratar de la preparación a la
comunión: no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, estar siempre
dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre. «Hago
siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Disposición excelente, por cuanto
pone al alma a merced del divino querer.
Cuando decimos a Dios en la oración: «Señor,
tú sólo mereces toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a
ti me entrego, y porque te amo, me abrazo con tu santa voluntad» entonces
responde el Espíritu divino, indicándonos aiguna impertección que corregir,
algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a
desarraigar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar
siempre según su agrado.
Para eso se ha de entrar en la oración con
aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad [Patrem
immensæ maiestatis. Himno Te Deum]. Aunque hijos adoptivos de Dios,
somos simples hechuras suyas, y aun cuando se digne comunicarse a nosotros, no
por eso deja de ser Dios el Señor de todo: el Ser infinitamente soberano (2Mac
14,35). La adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios.
«El Padre gusta de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad». Notad el
sentido íntimo de estas dos palabras: «Padre... adoran». ¿Qué otra cosa nos
predican sino que, si bien llegamos a ser hijos de Dios, no dejamos por eso de
ser criaturas suyas?
Dios quiere, además, que, mediante ese
respeto humilde y profundo, reconozcamos lo nada que somos y valemos. Subordina
la concesión de sus dones a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su
poder y a su bondad. «Resiste Dios a los soberbios, mas a los humildes otorga
su gracia» (Sant 4,6). Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina
en la parábola del fariseo y del publicano.
Mas todavía debe abundar en mayores
sentimientos de humildad el alma que ofendió a Dios por el pecado; en este
caso, es preciso que manifieste la compunción interior con que lamenta sus
extravíos, y que caiga de hinojos ante el Senor, cual otra Magdalena pecadora.
Pero nuestros pecados pasados y actuales
miserias, no nos han de alejar atemorizados de Dios. Acaso me diréis, ¿quién
tendrá cara para comparecer ante el divino acatamiento, sobre todo viéndose
tan feo y tan ruin, y a «Dios tan grande, tan santo y tan perfecto?» Verdad
que estibamos muy alejados del Padre, pero ya nos acercó a El Jesús. «Habéis
sido atraídos a su lado, por la sangre de Cristo» (Ef 2,13).- «¡Soy tan
miserable!» Ciertamente, pero Cristo nos da también sus riquezas para
presentarnos al Padre.- «¡He mancillado tanto mi alma!» Pues ahí tienes la
sangre de Cristo que la ha devuelto toda hermosura. Porque Cristo, y sólo El,
es quien suple a nuestro alejamiento, a nuestra miseria, a nuestra indignidad,
en El nos hemos de apoyar cuando oramos; El, en la Encarnación, salvó el
abismo que separaba al hombre de Dios.
7. Solo la unión con Cristo por la fe
puede hacer fecunda la vida de oración; alegría que produce en el alma
Es de tal importancia esto para las almas que
aspiran a la vida de oración, que creo útil insistir en ello. Bien sabéis que
entre Dios y nosotros, entre el Creador y la criatura media un abismo infinito.
Sólo Dios puede decir: «Yo soy el ser subsistente por mí mismo» (Ex 3,14).
Todos los demás seres han salido de la nada. ¿Quién tenderá el puente sobre
este abismo? -Cristo Jesús que es el mediador y el pontífice por excelencia;
únicamente por El podremos remontarnos a Dios. En esto es terminante la palabra
del Verbo encarnado. «Nadie va al Padre sino por Mí» (Jn 14,6); como si
dijera: «No llegaréis a la Divinidad sino pasando por mi humanidad; porque yo
soy, no lo olvidéis jamis, yo soy el camino, el único camino». Sólo Cristo,
Dios y Hombre, nos eleva hasta el Padre, y por ahí se ve cuánto importa tener
fe viva en El. Si tenemos esta fe en el poder de su humanidad, ya que es la
humanidad de un Dios, estaremos seguros de que Cristo puede ponernos en contacto
con Dios. Porque, y ya os lo he dicho repetidas veces, el Verbo, al unirse a
nuestra naturaleza, en principio nos unió a todos con El. Jesús nos introduce,
unidos a El por la gracia, en el santuario inaccesible de la divinidad, donde
moraba va antes de que fuera creado el tiempo. «Y el Verbo existía delante de
Dios» (Ib 1,1). Nos introduce consigo en «el Santo de los Santos» (Heb 9,12),
como dice San Pablo.
Por Cristo somos hechos hijos de Dios (Gál 4,
4-5); merced también a El, unidos a El, podemos obrar como cumple a hijos de
Dios, y llenar los deberes que dimanan de nuestra adopción divina. Por lo
tanto, debiéndonos presentar a Dios en la oración como hijos adoptivos suyos,
preciso será presentarnos con Cristo y por Cristo. Antes de ponernos a orar,
hemos de unirnos siempre, con la intención y el afecto, a nuestro Señor, pidiéndole
que El mismo se digne presentarnos al Padre. Hay que unir, pues, nuestras
plegarias a las que Jesús elevaba desde este suelo, a esa oración sublime que
en calidad de mediador y pontífice prosigue allá en el cielo. «Siempre vive
para interceder por nosotros» (Heb 7,25).
Ved cómo Nuestro Señor santificó de
antemano nuestras oraciones con su ejemplo, «pues pasaba las noches en oración
con Dios» (Lc 6,12). San Pablo nos dice que ese divino pontífice, «en los días
de su vida mortal, elevó ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas» (Heb
5,7). «Ahí tienes, cristiano, dice San Ambrosio al hablar de la oración de
Cristo ahí tienes el modelo que imitar» (Expos, Evang. in Lc., Lib V,
c. 6). Jesús oró por si mismo cuando pidió al Padre lo glorificara (Jn 17,5);
oró por sus discípulos, no para que fueran sacados de este mundo, sino para
que se viesen libres del mal, porque pertenecen por El al Padre (ib. 9);
oró por todos cuantos habíamos de creer en El (ib. 20).
Jesús nos dejó, además, una fórmula
admirable de oración en el Padrenuestro, donde se pide todo cuanto un hijo de
Dios puede pedir a su Padre que está en los cielos.- «¡Oh Padre!, santificado
sea tu nombre»; obre yo en todo para mayor gloria tuya, y constituya ella el
primer objetivo de todos mis actos. «Venga a nosotros tu reino»; a mí y a
todas vuestras criaturas; sed Vos siempre el verdadero amo y señor de mi corazón,
y que en todo, sea para mí agradable o adverso, se cumpla tu voluntad; que yo
pueda decir, como vuestro Hijo Jesús, que vivo para Vos.- Todas nuestras súplicas,
dice San Agustín, debieran reducirse esencialmente a esos actos de amor, a esas
aspiraciones, a esos santos deseos que Cristo Jesús, el embeleso del Padre,
puso en nuestros labios, y que su Espíritu, el Espíritu de adopción, repite
en nosotros (San Agustín, Sermo LVI, c. 3).
Es la oración por excelencia de todo hijo de
Dios.
Mas no sólo santificó Nuestro Señor con su
ejemplo nuestras oraciones, no sólo nos dejó de ellas un modelo, sino que las
apoya con su crédito divino e infalible, porque nuestro Pontífice tiene
siempre derecho a ser escuchado. «Fue atendido en razón de su dignidad» (Heb
5,7); El mismo nos tiene dicho que todo cuanto pidamos al Padre en su nombre,
esto es, poniéndole como valedor, nos será otorgado. Cuando nos presentemos a
Dios, desconfiemos de nosotros mismos, pero sobre todo avivemos nuestra fe en el
poder que Jesús, jefe y hermano mayor nuestro, tiene para introducirnos en la cámara
de su Padre, que es también Padre nuestro. «Subo a mi Padre, que es también
vuestro Padre» (Jn 20,17).- Porque si esta fe es viva, nos uniremos por su
medio estrechamente con Jesucristo, y «Cristo, que mora en nosotros por la fe»
(Ef 3,17) nos sube hasta el Padre. «Quiero, Padre, que los míos estén conmigo
donde yo esté» (Jn 17,24). ¿Dónde está El? En el seno del Padre. Estamos
por la fe donde El está en la realidad, en el seno del Padre. «En Cristo, dice
San Pablo, por la fe tenemos seguridad y entrada confiada con Dios» (Ef 3,12).
Entonces comienza la oración; Cristo, por su Espíritu, ora con nosotros y
por nosotros (Heb 7,25). ¡Qué motivo más poderoso para atrevernos a
comparecer confiados ante Dios! Si nos presenta Cristo, que nos mereció la
filiación divina, señal cierta de que no somos ya huéspedes y advenedizos,
sino hijos (Ef 1,19), podemos desde luego entregarnos a las expansiones de un
amor tierno, que es perfectamente compatible con un respeto profundo. El Espíritu
Santo, Espíritu de Jesús, combina con sus dones de, temor y de piedad esos
sentimientos de adoración rendida y de ilimitada confianza, que a primera vista
parecen sentimientos reñidos, y da a nuestra actitud interior el carácter que
conviene a nuestras relaciones con Dios.
Apoyaos, pues, en Jesucristo. El nos tiene
dicho: «Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, yo mismo lo haré, a fin
de que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). «Hasta hoy nada habéis
pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, de modo que vuestro gozo sea cumplido»
(ib. 16,24). Pedir en nombre de Jesús es pedir aquello que es conforme a
nuestra salvación, viviendo unidos siempre con El por fe y amor, como miembros
vivos de su cuerpo místico. «Cristo, dice, San Agustín, ruega por nosotros en
calidad de Pontífice; ora en nosotros porque es nuestra Cabeza» [Orat pro
nobis ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum.
Enarr.
in Ps.
LXXXV, c. 1]. Por eso, añade el Santo, no
puede el Padre Eterno separarnos de Cristo, como no se puede separar el cuerpo
de su cabeza; al mirarnos, ve en nosotros a su Hijo, porque formamos un todo con
El.
De ahí también resulta que al concedernos el
Padre lo que le pide su Hijo en nosotros y para nosotros, es «glorificado en su
mismo Hijo», porque el Padre cifra toda su gloria en amar a su Hijo y en
complacerse en El. Dice Santa Teresa que «mucho contenta a Dios ver un alma que
con humildad pone por tercero a su Hijo» (Vida, cap.22). ¿Qué otra
cosa hace la Iglesia, la Esposa de Cristo, al terminar siempre sus oraciones con
el nombre de su divino Esposo, «que vive y reina en los cielos con el Padre y
el Espíritu Santo»?
Y así nuestro gozo será completo. No aquí
abajo, donde aun es preciso luchar, y donde no siempre veremos en seguida
satisfechos todos nuestros deseos, «porque el hombre que siembra hoy, no espera
para mañana mismo la cosecha», según frase de San Agustín (Tract. in Joan.,
73, n.4); mas entretanto se va perfeccionando poco a poco ese gozo íntimo de
sentirse hijo de Dios, gozo y confianza que serán un día colmados en la eterna
bienaventuranza. Porque el alma que de veras se da a la oración, se va
desasiendo más y más de todo lo terreno, para penetrar más profundamente en
la vida de Dios.
Procuremos, pues, ser de esas almas unidas a
Dios por medio de la oración; pidamos al Señor que nos conceda ese don preciosísimo,
manantial él mismo de muchas grandes gracias; pidámoselo en la medida que nos
conceda ese don preciosísimo, manatial el mismo de muchas grandes gracias que
Dios nos otorga por Cristo, estemos seguros de que viviremos cada vez más
conforme al espíritu de nuestra adopción y se irá afianzando en nosotros la
cualidad inestimable de hijos de Dios, «para gloria de nuestro Padre celestial
y colmo de nuestro gozo» (Jn 14,13; 16,24).