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Vox
sponsæ
La alabanza divina es parte esencial de la
misión santificadora que Cristo confía a la Iglesia
El santo sacrificio del cual el alma participa
mediante la comunión sacramental constituye, como hemos visto, el centro de
nuestra sacrosanta religión; en un mismo acto está comprendido el memorial, la
renovación y la aplicación del sacrificio del Calvario.
Empero, la Misa no suple por sí sola todos
los actos de religión que nos incumbe cumplir; y aunque sea el más perfecto
homenaje que a Dios podemos tributar y contenga en sí la sustancia y virtud de
todos los homenajes no es, con todo, el único. ¿Qué más debemos a Dios? -El
tributo de la oración, ora pública, ora individual. En la plática siguiente
os hablaré de la oración en privado, de la meditación. Veamos en ésta en qué
consiste el homenaje de la oración o culto público.
Quien lea las epístolas de San Pablo verá cómo
repetidamente nos exhorta: «Que vuestros corazones, a impulsos de la gracia,
escribe a los Colosenses, se derramen delante de Dios, con salmos, himnos y cánticos
espirituales» (Col 3,16). Y también: «Hablando entre vosotros y entreteniéndoos
con salmos, y con himnos, y con canciones espirituales, cantando y loando al Señor
en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en el nombre
de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 19-20). El mismo Apóstol, en su prisión,
juntamente con Silas, «rompía el silencio de la noche tributando a Dios
alabanzas y dándole gracias con alegre corazón por cuanto padecían» (Hch
16,25).
Esta alabanza divina se halla estrechamente
vinculada con el santo sacrificio y Cristo mismo quiso inculcarla con su
ejemplo. Refieren, en efecto, los Evangelistas que Cristo no salió del Cenáculo
luego de instituida la Eucaristía, sino después de haber cantado el himno de
alabanza (Mt 26,30; Mc 14,26). La oración pública gira en torno del sacrificio
del altar; en él se apoya y de él saca su más subido valor a los ojos de
Dios; porque la ofrenda la Iglesia, en nombre de su Esposo, Pontífice eterno,
que ha merecido, por su sacrificio sin cesar renovado, que toda gloria y honor
vuelva al Padre, en la unidad del Espíritu Santo: «Por Cristo, con El y en El,
a ti, Dios, Padre omnipotente, todo honor y toda gloria» (Canon de la Misa).
Veamos, pues, en qué consiste este homenaje
de la oración oficial de la Iglesia y cómo, siendo una obra muy agradable a
Dios, llega a convertirse también para nosotros en una fuente pura y abundante
de unión con Cristo y de vida eterna.
1. El Verbo Eterno, cántico divino; la
Encarnación asocia el género humano a este cántico
Jesucristo, antes de subir al cielo, legó a
la Iglesia su mayor riqueza: la misión de continuar su obra en la tierra. Esta
obra, como sabéis, tiene dos dimensiones: una de alabanza con relación al
Padre Eterno, otra soteriológica, redentora con respecto a los hombres. Es
verdad que, por nuestro bien, el Verbo se hizo carne [Propter nos et propter
nostram salutem descendit de cælis. Símbolo de Nicea], pero la obra
misma de la Redención no la llevó a cabo Cristo sino porque ama a su Padre: «Obro
así para que conozca el mundo que yo amo al Padre» (Jn 14,31).
La Iglesia hereda de Cristo esta misión. Por
una parte, recibe, para santificar a los hombres, los sacramentos y el
privilegio de la infalibilidad; por otra, participa, para continuar el homenaje
de alabanzas que la humanidad de Cristo ofrecía al Padre, del afecto religioso
que hacia el mismo Padre tuvo en vida el Verbo encarnado.
Y en esto, como en todas las demás cosas, es
Jesucristo nuestro modelo. Contemplemos un instante al Verbo encarnado. Cristo
es, en primer lugar, el Hijo único del Padre, el Verbo eterno. En la adorable
Trinidad, es la Palabra por la cual el Padre se dice, eternamente lo que es: es
la viva expresión de todas las perfecciones del Padre, su «forma subsistente»,
dice San Pablo, y el «esplendor de su gloria» (Heb 1,3). El Padre contempla a
su Verbo, su Hijo, ve en El la imagen perfecta, sustancial, viva, de sí mismo;
tal es la gloria esencial que el Padre recibe. Si Dios no hubiera creado nada y
hubiese dejado todas las cosas en estado de mera potencia, habría tenido, con
todo, su gloria esencial e infinita. Palabra eterna, el Verbo, con sólo ser lo
que es, equivale a un cántico divino, cántico vivo que canta la alabanza del
Padre, manifestando la plenitud de sus perfecciones. Es el himno infinito que se
oye sin cesar: In sinu Patris.
Al tomar la naturaleza humana, el Verbo
permanece lo que era; no cesa de ser el Hijo único, imagen acabada de las
perfecciones del Padre, ni deja tampoco de ser por sí mismo la glorificación
viva del Padre. El cántico infinito que se canta durante toda la eternidad
entonóse por vez primera en la tierra cuando el Verbo se encarnó. En la
Encarnación, el género humano se ve como arrastrado por el Verbo a esta obra
de glorificación. El cántico que se oye en el santuario de la divinidad, lo
prolonga el Verbo encarnado en su humanidad. En los labios de Jesucristo,
verdadero hombre al propio tiempo que verdadero Dios, este cántico adquiere una
expresión humana y humanos acentos, y también un caracter de adoración que el
Verbo, igual a su Padre, no podía tributarle como Verbo. Ahora bien, si la
expresión de este cántico es humana, su perfección es santísima y el mérito
divino. Tiene, pues, un valor infinito. ¿Quién de nosotros podrá medir la
grandeza de la religión con que Cristo honraba a su Padre? ¿Quién podrá
contar algo siquiera del himno de alabanza que Jesús cantaba interiormente en
su alma tres veces santa a la gloria de su Padre? El alma de Cristo contemplaba
en visión continua las divinas perfecciones, y de tal contemplación nacían
una religión y una adoración perfectas, y brotaba una sublime alabanza.
Jesucristo, al fin de su vida en la tierra, se dirige al Padre; protesta que no
ha hecho más que glorificarle; que ésa había sido la obra capital de su vida,
y que la había realizado perfectamente: «Padre santo, yo te he glorificado en
la tierra, he cumplido la obra que me confiaste» (Jn 17,4).
Mas notad bien que al unirse personalmente con
nuestra naturaleza, el Verbo se incorporó, por decirlo así, todo el género
humano, asociando en principio y con todo derecho la humanidad entera a esa
perfecta alabanza que El rinde a su Padre. Aquí también nosotros hemos
recibido algo de la plenitud de Cristo, de suerte que, en Cristo y por Cristo,
toda alma cristiana que le está unida por la gracia, debe cantar las divinas
alabanzas. Cristo es nuestro Jefe; todos los bautizados son los miembros de su
cuerpo místico, y en El y por El, debemos nosotros tributar a Dios toda gloria
y todo honor.
Cristo nos ha reservado una parte en esa
alabanza que a nosotros compete realizar, del mismo modo que ha querido también
que nos asociemos a sus padecimientos abrazando todas las cruces que El quiera
enviarnos. ¿Será que nuestra adoración y nuestra alabanza añadan algo al mérito
o a la perfección de las de Cristo? -Ciertamente que no; pero Cristo quiso que,
por la Encarnación, todo el género humano, al cual representaba, se uniese con
todo derecho e indisolublemente a todos sus estados y a todos sus misterios. Jamás
lo olvidemos: Cristo forma una sola cosa con nosotros; sus adoraciones y
alabanzas, las tributó a su Padre en favor nuestro, pero también en nuestro
nombre. Por eso la Iglesia, su cuerpo místico, debe asociarse en la tierra a la
obra de religión y de alabanza que Cristo rinde ahora al Padre in splendoribus
sanctorum (Sal 109,3); la Iglesia debe ofrecer, a ejemplo de su Esposo, «aquella
hostia de alabanza», como la llama San Pablo (Heb 13,15), que las perfecciones
infinitas del Padre Eterno merecen y reclaman.
2. La Iglesia encargada de organizar,
guiada por el Espíritu Santo, el culto público de su Esposo; empleo que en él
se hace de los Salmos; cómo esos cánticos inspirados ensalzan las perfecciones
divinas, expresan nuestras necesidades, y nos hablan de Cristo
Veamos cómo la Iglesia, dirigida por el Espíritu
Santo, realiza su misión.
Como centro de toda la religión, pone la
Iglesia el santo sacrificio de la Misa, verdadero sacrificio que renueva la obra
de nuestra redención en el Calvario, y nos aplica sus frutos; hace acompañar
esta oblación de ritos sagrados que reglamenta cuidadosamente y que son como el
ceremonial de la corte del Rey de los reyes; le rodea de un conjunto de
lecturas, cánticos, himnos y salmos que sirven de preparación o de acción de
gracias a la inmolación eucarística.
Este conjunto constituye el «Oficio divino»;
sabéis que la Iglesia impone la recitación del Breviario como una
obligación grave, a los que Cristo, por el sacramento del Orden, ha hecho
oficialmente partícipes de su sacerdocio eterno. En cuanto a los elementos, a
las «fórmulas» de la alabanza, algunos, como los himnos, los compone la
Iglesia misma por la pluma de sus Doctores, que son a la vez Santos admirables,
como San Ambrosio; pero, sobre todo, los toma de los Libros sagrados e
inspirados por el mismo Dios. San Pablo nos dice que ignoramos cómo debemos
orar, pero añade: «El Espíritu Santo ruega en nosotros con gemidos
inenarrables» (Rm 8,26). Es decir, que sólo Dios sabe cómo se debe orar. Si
esto es verdad respecto a la impetración, lo es sobre todo con relación a la
oración de alabanza y de acción de gracias. Dios solo sabe cómo debe ser
alabado, las más sublimes concepciones acerca de Dios forjadas por nuestra
inteligencia, son humanas. Para ensalzar dignamente a Dios, es necesario que
Dios mismo nos dicte los términos de su alabanza; y por eso, la Iglesia pone
los Salmos en nuestros labios como la mejor alabanza que, después del Santo
Sacrificio, podemos presentar a Dios. [Ut bene laudetur Deus, laudavit
seipsum Deus; et ideo quia dignatus est laudare se, invenit homo quemadmodum
laudet eum. San Agustín, Enarrat. in Ps. 144].
Leed esas páginas sagradas y veréis cómo
los cánticos inspirados por el Espíritu Santo relatan, publican y ensalzan
todas las perfecciones divinas. El cántico del Verbo eterno en la
Santísima Trinidad es sencillo, y, sin embargo, es infinito, pero en nuestros
labios creados, incapaces de comprender lo infinito, las alabanzas se
multiplican y repiten con admirable riqueza y gran variedad de expresiones, los
Salmos cantan sucesivamente la potencia, la magnificencia, la santidad, la
justicia, la bondad, la misericordia o la hermosura divinas. [A fin de no
recargar estas páginas de notas, no daremos aquí todas las referencias de
textos que vamos a citar, y que están sacados del libro de los Salmos]. «El Señor
hizo todo cuanto quiso, pronunció una palabra y se hizo todo; por su sola
voluntad creó todas las cosas. ¡Oh, Señor, cuan admirable es vuestro nombre
sobre la tierra, todo lo hicisteis sabiamente! El Señor está por encima de
todas las cosas, las naciones son delante de El como si no existiesen; su gloria
supera todos los cielos. ¿Quién es semejante a El?... Las montañas se funden
en su presencia como la cera; los cielos proclaman su justicia, y todos los
pueblos contemplan su gloria; sea el Señor glorificado en todas sus obras. Si
El la mira, tiembla la tierra. A su tacto humean como el incienso las montañas...»
Ved, por ejemplo, en qué términos nos hablan los Salmos de la bondad y
misericordia del Señor: «El Señor es fiel en sus palabras, misericordioso y
compasivo; es bueno con todos, y su misericordia se extiende a todas las
criaturas... El Señor está cerca de todos cuantos le invocan con corazón
sincero; satisface los deseos de aquellos que le temen; oye sus plegarias y los
salva; el Señor mira a cuantos le aman... todo bendiga y alabe en mí al Señor,
porque es eterna su misericordia».
Estos son algunos de los acentos que el Espíritu
Santo mismo pone en nuestros labios. Procuremos servirnos de estos inspirados
cantos para alabar a Dios, repitiendo con el Salmista: «Quiero cantar al Señor
mientras viva, ensalzar a mi Dios hasta el último suspiro». Un alma que ama a
Dios experimenta, en efecto, la necesidad de alabarle bendecirle y ensalzar sus
perfecciones; se complace en esas perfecciones y quiere celebrarlas como se
merecen [+Tratado del amor de Dios, San Francisco de Sales, L. V, caps.
7, 8 y 9]; pero angustiada al ver su insuficiencia para realizarlo y a fin de
suplirla de algún modo, sirviéndose de los salmos invita a menudo a las
criaturas para que se asocien a ella en esta alabanza. Ved algunos ejemplos: «Narren
los cielos su poder, y las obras salidas de sus manos manifiesten su grandeza;
pueblos, ensalzad al Señor; naciones, cantad su gloria, porque es el Señor de
los señores. Estos son para el alma otros tantos actos de amor perfecto, de
pura complacencia, sumamente agradables a Dios.
Al propio tiempo que celebran las perfecciones
divinas, los Salmos expresan de modo admirable los sentimientos y necesidades
de nuestras almas. El salmo sabe llorar y alegrarse, desear y suplicar [San
Agustín, Enarrat. in Ps. XXX; Sermo III, n.1]. No hay disposición
alguna del alma que no pueda expresar. La Iglesia conoce nuestras necesidades, y
por esta razón, cual madre solícita, pone en nuestros labios aspiraciones tan
profundas y fervorosas de arrepentimiento, de confianza, de gozo, de amor, de
complacencia, dictadas por el mismo Espíritu Santo: «Ten piedad de mí, Señor,
según la grandeza de tu misericordia, porque pequé contra Ti. El perdón que
otorgas es abundante; por eso espero en Ti... Señor, ven en mi ayuda, apresúrate
a socorrerme; se confundan y enmudezcan mis enemigos... Tú eres mi sostén y mi
refugio, me proteges a la sombra de tus alas; aun cuando yo caminase en medio de
las tinieblas de la muerte, no temeré porque Tú estás conmigo...» «Tú, Señor,
estás conmigo». ¡Qué acto de confianza!
Algunas veces también sentimos la necesidad
de expresar a Dios la sed que tenemos de El y que sólo a El queremos buscar. En
los Salmos encontramos también las expresiones más adecuadas a estos
sentimientos. «¡Oh, Señor, eres mi gloria y mi salvación! ¿Qué hay en el
cielo fuera de Ti, y qué otra cosa podré yo desear en la tierra sino a Ti? Tú
eres el Dios de mi corazón y mi eterna herencia... Te amaré con todo mi corazón,
a Ti que eres mi fortaleza y mi sostén... Tú me inundas de gozo con tu
presencia, pues todas las delicias celestiales están en Ti. A la manera como el
ciervo suspira por el agua viva, así mi alma tiene deseos de Ti, Dios mío; ¿cuándo
llegaré y apareceré ante tu presencia?... Porque no quedaré plenamente
saciado, hasta que contemple tu gloria»: ¿Dónde hallaremos acentos tan
profundos para expresar a Dios los ardientes deseos de nuestras almas?...
Finalmente, la última razón que indujo a la Iglesia a escoger los Salmos fue
porque ellos, lo mismo que todos los libros inspirados, nos hablan de
Jesucristo. La Ley, esto es, el Antiguo Testamento, según la hermosa
expresión de un autor de los primeros siglos, «llevaba a Cristo en su seno».
Ya os lo demostré al hablar de la Eucaristía; todo era símbolo y figura para
el pueblo judío, dice San Pablo, la realidad anunciada por los Profetas,
figurada por los sacrificios y simbolizada por tantos ritos, era el Verbo hecho
carne y su obra redentora. Este espíritu profético mesiánico es, sobre todo,
real en los Salmos. Sabéis que David, a quien se atribuye buen número de estos
sagrados cánticos, era figura del Mesías, así como Jerusalén, tantas veces
aludida en los Salmos, es el tipo de la Iglesia. Nuestro Señor decía a sus Apóstoles:
«Es necesario que todo cuanto está escrito acerca de mí... en los Salmos, se
cumpla » (Lc 24,44).
Los Salmos contienen numerosas alusiones al
Mesías; su divinidad, su humanidad, los múltiples episodios de su vida, los
detalles de su muerte, están bien señalados con rasgos inequívocos. «Me dijo
el Señor: Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy antes que apareciese la
aurora... El reinará por su gracia y su hermosura, por su dulzura y su
justicia; vendrán los reyes de Arabia, le adorarán y le ofreceran dones... Será
consagrado entre todos con la unción de la alegría, será sacerdote, según el
orden de Melquisedec, por toda la eternidad... Se compadecerá del desdichado y
del indigente, y los libertará de la opresión y de la violencia. Oíd la voz
del mismo Cristo que nos habla de sus dolores y humillaciones: «Oh, Dios mío,
me devora el celo de tu casa y sobre Mí caen los ultrajes de aquellos que te
insultan. Traspasaron mis pies y mis manos, me dieron hiel y vinagre, dividieron
mis vestidos y echaron a suertes mi túnica...» Poco después, oímos cantar al
Salmista el triunfo de Cristo vencedor: «Mas esta piedra que desecharon los que
edificaban ha llegado a ser la piedra angular... El cuerpo de Cristo no verá la
corrupción... Subirá vencedor a lo más alto de los cielos, con cautivos
atados a su carro; príncipes, levantad las puertas de vuestras ciudades,
vuestras puertas antiguas, porque El, Rey de la gloria, hace su entrada en los
cielos; porque El se sentará a la diestra del Señor para siempre... Sea su
nombre bendito por los siglos, viva mientras luzca el sol; todos los pueblos de
la tierra sean bendecidos en El, y todas las naciones del orbe ensalcen sus
perfecciones».
Ved cómo todos estos pasajes se acomodan de
un modo admirable a Jesucristo. Seguramente que durante su vida mortal pronunció
El y cantó estos himnos, compuestos por el Espíritu Santo; y por cierto que únicamente
El podía cantarlos con toda la verdad que ellos contenían acerca de su divina
persona. Y ahora que, una vez consumado todo, Jesucristo subió a la gloria, la
Iglesia ha recogido estos cánticos para ofrecer diariamente la alabanza a su
Esposo divino y a la Santísima Trinidad: «A ti la Iglesia santa, extendida por
toda la tierra, te proclama» [Te per orbem terrarum sancta confitetur
Ecclesia. Himno Te Deum]. Porque concluye todos los Salmos con el
mismo canto: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo»; o según otra fórmula:
«Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, como era al principio,
ahora y siempre y en los siglos de los siglos» [+San León, Sermo I de
Nativitate Domini: «Agamus Deo gratias Patri, per Filium eius in Spiritu Sancto»].
Quiere la Iglesia de este modo atribuir toda la gloria a la Santisima Trinidad,
primer principio y último fin de todo cuanto existe, y se asocia por la fe y el
amor a la alabanza eterna que el Verbo, causa ejemplar de toda la creación,
tributa a su Padre celestial.
3. Gran poder de intercesión de esa
alabanza en labios de la Esposa
La Iglesia se apoya especialmente en Cristo.-
Todas sus oraciones se terminan con una apelación a los títulos de su Esposo:
«Por Jesucristo Nuestro Señor». Y a Jesucristo, sentado actualmente a la
diestra del Padre, y que reina con El y con el Espíritu Santo, es a quien la
Iglesia alude diciendo: «Que contigo vive y reina». Cristo es El Esposo, y la
Iglesia la Esposa, como lo dijo San Pablo. ¿Cuál es, pues, aquí, la dote de
la Esposa? Está constituida por sus miserias, sus debilidades; mas también por
su corazón, capaz de amar, y por su lengua, capaz de tributar alabanzas. Y el
Esposo, ¿qué aporta? Sus satisfacciones, sus méritos, su preciosa sangre,
todas sus riquezas. Jesucristo, desposado con la Iglesia, la enriquece con la
facultad de adorar y alabar a Dios. La Iglesia se une a Jesús y se apoya en El,
y al verla los ángeles se preguntan: «¿Quién es ésta que sube del destierro
llena de hechizo y reclinada en su amado?» (Cant 8,5). Es la Iglesia, que del
desierto de su originaria pobreza sube hacia Dios, adornada como una virgen con
las resplandecientes joyas que le regala su Esposo; y en nombre de Jesucristo, y
con El, ofrece la adoración y la alabanza de todos sus hijos al Padre
celestial. Esta alabanza es la voz de la Esposa: la voz que embelesa al Esposo;
es el cántico entonado por la Iglesia en unión de Cristo, y por esto, cuando
tomamos parte en él con fe y con confianza, le resulta muy grato a Jesús: Vox
tua dulcis. A los ojos divinos sobrepuja en valor a todas nuestras
oraciones privadas. Ved a esta Esposa orgullosa de su condición y calidad,
segura de los derechos eternos adquiridos a título de soberano por su divino
Esposo, penetrar audazmente en el santuario de la divinidad, donde Cristo, su
Cabeza y Esposo, siempre vivo, ora e intercede por nosotros. Media entre los dos
una distancia como entre el cielo y la tierra, y, con todo, la Iglesia salva
esta distancia con la fe y une su voz a la de Cristo in sinu Patris; es
una misma y única oración, la oración de Jesús unido a su cuerpo místico y
dando con ella un solo y único homenaje a la adorable Trinidad. ¿Cómo
semejante oración dejará de agradar a Dios, toda vez que es el mismo Cristo
quien la eleva? ¿Qué no podrá sobre el corazón de Dios? ¿Cómo un lenguaje
tal no va a ser una fuente de gracia para la Iglesia y para todos sus hijos?
Cristo es quien suplica y Cristo tiene siempre el derecho a ser escuchado. «Padre,
sabía que siempre me oyes» (Jn 11,42).
Ved cómo ya en el Antiguo Testamento la oración
del jefe del pueblo de Israel era todopoderosa sobre el corazón de Dios, y, con
todo, esta nación, elegida por Dios, no era mas que una figura y una sombra de
la Iglesia. Se ha entablado un fiero combate entre los hebreos y los amalecitas,
sus enemigos (Ex 17, 8-16). La lucha se prolonga largo rato, con varias
alternativas, ora ceden los de Israel, ora aparecen vencedores, y a la postre la
victoria se decide a su favor. Ahora bien, ¿cuál fue el hecho decisivo que
determinó la victoria? Figurémonos por unos momentos que los jefes que
dirigieron el combate nos hubiesen dejado relaciones detalladas acerca de las
diferentes vicisitudes de la lucha, y que estos relatos se someten a un general
moderno para conocer su juicio. Dicho general hallaría que se había cometido
tal falta de táctica, que tal otra medida de estrategia no se llevó a cabo,
que tal maniobra falló, aquel otro ataque fue muy mal resistido y daría todas
las razones, menos la buena. ¿Cuál es ésta? La razón de las
diferentes alternativas y del feliz resultado final de la lucha nos la dio a
conocer el mismo Dios. En la vecina montaña, Moisés, el jefe de Israel, oraba,
con los brazos elevados al cielo, por su pueblo. Cuantas veces Moisés, cansado,
dejaba caer los brazos, llevaban la mejor parte los amalecitas; en cambio,
cuando Moisés volvía a levantar sus manos suplicantes, la victoria se
inclinaba a favor de Israel. Al fin, Aarón y su compañero sostuvieron los
brazos de Moisés hasta que la victoria se ganó por los de Israel...- ¡Grandioso
espectáculo el ver a este capitán que obtiene del Dios de los ejércitos, por
medio de la oración, la victoria para su pueblo! Si nosotros mismos hubiésemos
dado esta explicación, muchos espíritus sonreirían con sorna; pero quien nos
ha dado esta versión de los hechos ha sido Dios mismo, el Dios de los ejércitos,
Aquel de quien Israel era pueblo escogido y de quien Moisés era amigo [«Las
manos levantadas a Dios hunden más batallones que las que hieren». Bossuet, Oración
fúnebre de María Teresa de Austria].
Ciertamente, esta lección podemos hacerla
extensiva a toda oración, pero con mucha más verdad a la oración de Cristo,
Cabeza de la Iglesia, que ora, por la voz de la Iglesia, en favor de su cuerpo místico,
que milita en la tierra contra «el príncipe de este mundo (Jn 12,31) y de las
tinieblas» (Ef 6,12), renovando todos los días sobre el altar la oración que
por nosotros hacía, con los brazos levantados al cielo, en el monte del
Calvario, y ofreciendo a su Padre los méritos infinitos de su Pasión y muerte.
«Fue oído en atención a su dignidad» (Heb 5,7).
4. Cuantiosos frutos de santificación; la
oración de la Iglesia, manantial de luz, nos hace participar de los
sentimientos del alma de Cristo
El tributo de alabanza que a Dios dirige la
Iglesia en el santo sacrificio y en las «Horas canónicas» que gravitan
alrededor de la Misa, no posee sólo un poder de intercesión; a la vez tiene un.
valor de santificación. ¿Por qué? -Porque la Iglesia ha ordenado
el ciclo litúrgico de tal forma, que la oración pública llega a ser, para
nuestra alma, una fuente de luz, de unión con los sentimientos de Cristo y los
misterios de su vida. Ved, si no, cómo la Iglesia ha dispuesto el ciclo de las
fiestas durante las cuales se presenta ante Dios para celebrar oficialmente su
alabanza y rendirle sus homenajes.
Como sabéis, se puede dividir este ciclo en
dos partes: la una va desde Adviento, tiempo preparatorio de Navidad, hasta
Pentecostés, la otra abarca la serie de Domínicas después de Pentecostés. La
primera serie está formada esencialmente por los misterios de Jesucristo;
recuerda la Iglesia brevemente los principales pasajes de la vida de su Esposo
en la tierra: en Adviento, su preparación bajo la Antigua Ley; en Navidad, el
nacimiento en Belén su Epifanía, es decir, su manifestación a los gentiles en
la persona de los Magos; su presentación en el Templo; después, durante la
Cuaresma, su ayuno en el desierto. Celebra a continuación cada Semana Santa su
Pasión y Muerte; canta su Resurrección en la Pascua, su Ascensión, la venida
del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la fundación de la Iglesia.
Cuando una esposa que nada aprecia tanto como
a su esposo, la Iglesia descorre a la vista de sus hijos todos los
acontecimientos de la vida de Jesús, tal como sucedieron y a veces, hasta con
orden cronológico detallado, como desde la Semana Santa a Pentecostés.
Si nuestro espíritu no está disipado, esta
representación será para él una fuente abundante de luz, nosotros
sacamos de esta viva reproducción, cada año renovada, un conocimiento más
verdadero y profundo de los misterios de Cristo.
Además, esta representación no es solamente
una reproducción sencilla, pero estéril; antes, al contrario, la Iglesia por
medio de la elección y orden de los textos y pasajes que toma de los Libros
sagrados, nos hace penetrar en los sentimientos mismos que animaron el corazón
de Cristo. ¿De qué modo?
Habéis notado ya que con frecuencia, aun en
los sucesos más sobresalientes de la vida de Jesucristo nos dan los
Evangelistas una narración puramente histórica, sin decirnos nada o casi nada
de los. sentimientos que embargaban el alma de Jesús. Así, en la Pasión, el
Evangelista cuenta la crucifixión de Jesús: «Los soldados condujeron a Jesús
al Calvario, donde lo crucificaron» (Jn 19, 16-18). Testifica simplemente el
hecho. Pero, ¿quién nos descubrirá los sentimientos que embargaban, el alma
del Salvador? Verdad es que estamos en el umbral de un templo cuya sagrada
profundidad sólo Dios conoce; no obstante esto, desearíamos saber algo de sus
sentimientos, pues este conocimiento nos uniría más al divino Modelo. Nuestra
Madre la Iglesia va a levantar ante nuestra vista una punta del velo. Sabéis
que Cristo, pendiente de la Cruz, pronunció estas palabras: «Dios mío, ¿por
qué me habéis abandonado?» Estas palabras forman parte del primer verso de un
salmo mesiánico que no se puede aplicar a otro que a Jesús, y en el cual, no
solamente las circunstancias de su crucifixión sino también los sentimientos
que debieron en este momento embargar su alma santa, están manifestados de
admirable manera (Sal 21). San Agustín explícitamente dice que Cristo en la
Cruz recitó este salmo, que es «un evangelio anticipado».
[Verba
psalmi voluit esse sua in cruce pendens. Enarr. in Ps.
LXXXV,
c. 4.- Passio Christi tam evidenter quasi Evangelium recitatur. Enarr. in Ps.
XXI]. Leedlo y oiréis a Nuestro Señor, oprimido bajo los golpes de la justicia
divina, revelar sus angustias, sus sentimientos internos: «Yo soy un gusano de
tierra y no un hombre, el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe; todos
cuantos me ven, se burlan de Mí, abren sus labios y mueven la cabeza, diciendo:
El ha puesto su confianza en el Señor, que le salve, ya que le ama... Toros
embravecidos me rodean... Yo soy como el agua que corre, todos mis huesos están
dislocados, mi corazón es como la cera, se derrite en mis entrañas... Señor,
no alejes de Mí tu ayuda; cuida de mi defensa; líbrame de la boca del león».
Estas palabras nos descubren y patentizan los sentimientos del corazón de
Cristo en su Pasión.- De ello está convencida la Iglesia, y guiada por el Espíritu
Santo, nos manda recitar este salmo en la Semana Santa para que empapemos
nuestras almas en los sentimientos del corazón de Cristo.
Lo propio ocurre con otros misterios. Observaréis
cómo la Iglesia, al mismo tiempo que reproduce y expone a la vista de sus hijos
la historia del misterio, intercala aquellos salmos, profecías o pasajes de las
Epístolas de San Pablo, en los que se hallan consignados los sentimientos de
Jesús.
La Iglesia, pues, nos da cada año, no sólo
una representación viva y animada de la vida de su Esposo, sino que también
nos hace penetrar, en cuanto de ello es capaz la criatura, en el alma de
Jesucristo, para que, leyendo en ella sus disposiciones interiores, nos
identifiquemos con ellas y nos unamos más íntimamente a nuestro divino jefe.
De este modo la Iglesia sabiamente y con facilidad asombrosa hace que nos
acomodemos al precepto del Apóstol: «Tened en vuestros corazones los mismos
sentimientos que Cristo Jesús» (Fil 2,5).- ¿No equivale esto a vivir de
acuerdo con lo que de nosotros exige nuestra predestinación?
5. También nos hace partícipes de sus
misterios: senda segura e infalible para asemejarnos a Jesús
Mas no es esto todo. Los misterios de
Jesucristo, que la Iglesia nos manda celebrar cada año, son misterios vivos y
palpitantes.
Figuraos un creyente y un incrédulo ante la
representación de la Pasión que se verifica en Oberammergau o en Nancy. El
incrédulo podrá percibir el armonioso desarrollo del drama; recibirá
emociones estéticas. Pero en el creyente la impresión será mucho más honda.
¿Por qué? Porque aunque no llegue a apreciar la calidad artística de la
representación, las escenas que se suceden a su vista le recordarán sucesos
que guardan íntima relación con su fe. Y con todo en el mismo creyente esta
influencia solamente proviene de una causa externa. El espectáculo a que
asiste, la representación, no se halla animada de una virtud interna, intrínseca,
capaz por sí misma de mover su alma de un modo sobrenatural. Esta virtud la
tienen únicamente los misterios de Jesucristo, como los celebra la Iglesia, y
no en el sentido de que encierran la gracia, como los sacramentos, pero sí en
el de que, siendo misterios vivos, son también fuentes de vida para el alma.
Cada misterio de Cristo es, no sólo un objeto
de contemplación para el espíritu; un recuerdo que evocamos para alabar a Dios
y darle gracias por cuanto hizo por nosotros; es algo más sublime: cada
misterio constituye para toda alma movida por la fe una participación en
los divinos estados del Verbo Encarnado.
Esto es muy importante. Los misterios de
Cristo fueron primero vividos por El mismo, a fin de que nosotros, podamos
vivirlos a nuestra vez unidos con El. Pero, ¿cómo? -Inspirándonos en su espíritu,
aprovechándonos de su eficacia, para que viviéndolos, nos asemejemos a Cristo.
Jesucristo vive ahora glorioso en el cielo, su
vida sobre la tierra, mientras en ella vivió en forma visible, no duró sino
treinta y tres años; pero la eficacia de cada uno de sus misterios es infinita,
y sigue siendo inagotable.- Cuando nosotros los celebramos en la sagrada
liturgia, recibimos, en proporción a la intensidad de nuestra fe, las mismas
gracias que si hubiéramos vivido con Nuestro Señor, y con El hubiéramos
tomado parte en sus misterios. Estos misterios tuvieron por autor al Verbo
Encarnado, y como ya queda dicho Jesucristo, por su Encarnación, asoció todo
el género humano a estos divinos misterios, y mereció para todos sus hermanos
la gracia que quiso vincular a ellos. Al confiar a la Iglesia la ceiebración de
estos misterios para perpetuar su misión sobre la tierra, por medio de esa
misma celebración en el transcurso de los siglos, Jesucristo hace participar de
la gracia que encierran estos misterios a las almas fieles, pues, en expresión
de San Agustín [Quidquid gestum est in cruce Christi, in sepultura, in
resurrectione tertia die, in ascensione in cælum, in sede ad dexteram Patris,
ita gestum est ut his rebus, non mystice tantum dictis sed etiam gestis,
configuraretur vita christiana quæ hic geritur. Enchiridion, c.
III], son el ejemplar y modelo de la vida cristiana que debemos llevar en
calidad de discípulos de Jesús. Apliquemos lo dicho, por ejemplo, a su
Natividad. Conmemorando el nacimiento de nuestro Salvador, dice San León,
celebramos también nuestro propio nacimiento. La generación temporal de
Cristo, en efecto, da origen al pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza
es a la vez el de su cuerpo místico. Todo hombre, dondequiera que habite, por
este misterio puede disfrutar de un nuevo nacimiento en Cristo (Sermo IV.
In
nativitate Domini).
La fiesta de Navidad, en efecto, aporta
cada año, al alma que celebra este misterio de fe -porque por la fe primero, y
luego mediante la comunión, es como entramos en contacto con los misterios de
Cristo-, una gracia de renovación interior, que aumenta el grado de su
participación en la filiación divina en Cristo Jesús.
Otro tanto se verifica en los otros misterios.
La celebración de la Cuaresma, de la Pasión y muerte de Jesucristo, durante la
Semana Santa, trae consigo una gracia de «muerte para el pecadon que nos ayuda
a destruir más y más en nosotros el pecado, y el apego al pecado y a las
criaturas.- Porque, dice eategórieamente San Pablo, Cristo nos hizo morir con
El, y con El nos sepultó (Rm 6,4). Así debe ser de derecho y en principio para
todos; empero la aplicación tiene efecto en el transcurso de los siglos para
cada alma mediante la participación que cada uno de nosotros toma en la muerte
de Cristo, en particular durante los días en los cuales la Iglesia nos trae a
la memoria este recuerdo.
Lo mismo en Pascua; cuando cantamos el triunfo
de Cristo saliendo del sepulcro, vencedor de la muerte, libamos, por la
participación en este misterio, una gracia de vida y de libertad espirituales.
Dios, dice San Pablo, «nos resucita con Cristo» (Ef 2,6); y dice también,
hablando de la gracia propia de este misterio: «Si habéis resucitado con
Cristo, buscad y apreciad, no lo que es de la tierra, lo que, siendo creado,
encierra germen de corrupción y de muerte, sino lo que está arriba, lo que os
encamina a la vida eterna» (Col 3, 1-2): «Pues del mismo modo que Cristo
resucitó de entre los muertos para gloria de su Padre, así también nosotros
debemos andar en vida nueva» (Rm 6,4).
Después de asociarnos Cristo a su vida de
resucitado nos hace participar del misterio de su Ascensión.- ¿Cuál es la
gracia especial de este misterio? San Pablo nos responde: Dios nos ha concedido
un asiento en los cielos por Cristo Jesús. El gran Apóstol -que con todos
estos ejemplos aclara admirablemente esa doctrina que le es tan querida y no
pierde ocasión de inculcarnos nuestra unión con Cristo, como miembros de su
cuerpo místico- nos dice en términos muy explícitos, que «Dios nos ha hecho
sentar con Cristo en el reino de los cielos» (Ef 2, 4-6). Por esto un
autor antiguo escribía: «Acompañemos, mientras aquí vivamos, a Cristo en el
cielo por medio de la fe y del amor, de suerte que podamos seguirle
eorporalmente el día señalado por las promesas eternas» [Ascendamus cum
Christo interim corde, cum dies eius promissus advenerit sequemur et corpore. Si
ergo recte, si fideliter, si sancte, si pie ascensionen Domini celebramus,
ascendamus cum illo et sursum corda habeamus. Este sermón, cuyo extracto se
lee en el Breviario, en el 2º nocturno del domingo infraoctava de la Ascensión,
erróneamente se atribuye a San Agustín. El fondo, sin embargo, está inspirado
en las obras de este gran Doctor].
¿No es esto lo que la Iglesia nos hace pedir
en la colecta de la fiesta? «¡Ojalá pudiéramos desde ahora ya en deseo vivir
en el cielo, adonde creemos que nuestro Redentor y Jefe ha subido!». [Ut qui
Redemptorem nostrum in cælos ascendisse credimus, ipsi quoque mente in cælestibus
habitemus].
Así, un año tras otro, la Iglesia propone a
nuestra consideración la representación de los acontecimientos que sobresalen
en la vida de su Esposo; nos hace contemplar estos misterios, de los que cada año
resulta nueva luz para nosotros; nos manifiesta los sentimientos del corazón de
Cristo, y cada año penetramos más en las disposiciones interiores de Jesús.
Reproduce en nosotros todos estos misterios de nuestro divino Jefe; apoya
nuestras peticiones para que nos veamos favorecidos con la gracia especial,
propia de cada uno de los misterios realizados y vividos por Cristo; y así
adelantamos por la fe y el amor, por la imitación de nuestro divino modelo,
expuesto sin cesar a nuestra consideración, en el proceso de esa transformación
sobrenatural, que es el fin de nuestra unión con Jesús: «Vivo yo; mas no yo,
sino que en mí vive Cristo» (Gál 2,20).
¿Acaso no consiste la esencia de toda
santidad y la forma misma de nuestra predestinación divina en ser tan
semejantes al Hijo muy amado, que su vida llegue a ser nuestra vida?
Dejémonos, pues, guiar por la Iglesia,
nuestra madre, en esta devoción fundamental que debe hacemos partícipes de la
religión de Cristo hacia su Padre. Cristo confió a su Esposa, la Iglesia, la
celebración de estos misterios. La oración establecida por ella es la
verdadera, la auténtica expresión del homenaje digno de Dios; cuando la
Iglesia, conocedora de los secretos de Jesús, se dispone, y nosotros con Ella,
a celebrar los divinos misterios de Cristo, parece oírse en el Cielo aquella
expresión del Cantar de los Cantares: «Resuene tu voz en mis oídos, pues está
llena de hechizo, como tu rostro está resplandeciente de hermosura» (Cant
2,14). La Iglesia, adornada y enriquecida como está con las preseas del divino
Esposo, puede hablar en su nombre; por eso los homenajes de adoración y
alabanza que pone en boca de sus hijos son agradables en extremo a Cristo y a su
Padre.
La oración de la Iglesia es también para
nosotros camino seguro, ninguno otro nos llevará más directamente a Cristo ni
nos facilitará tanto la tarea de ir copiando sus divinos rasgos. La Iglesia nos
lleva a El directamente y como por la mano. A la vez que hacemos un acto de
humildad y de obediencia, dejándonos guiar por Ella, que todo lo ha recibido de
Cristo: «Quien a vosotros escucha a Mí escucha, y quien a vosotros desprecia a
Mí desprecia» (Lc 10,16), utilizamos también un medio seguro para llegar
infaliblemente a conocer a Cristo; profundizar el sentido de sus misterios y
permanecer adheridos a El, ya que es no sólo modelo, sino la fuente misma de la
vida eterna, que hizo brotar por la abundancia de sus méritos: «El sacrificio
de alabanza me honrará y por ese camino le mostraré la salvación de Dios»
(Sal 49,23).
6. Por qué y cómo la Iglesia honra y
celebra a los santos
Además de los misterios de Cristo, la Iglesia
celebra también las fiestas de los santos.
¿Por qué la Iglesia celebra a los santos?
-Por el principio siempre fecundo de la unión que existe, después de la
Encarnación, entre Cristo y sus miembros.- Los santos son los miembros
gloriosos del cuerpo místico de Cristo: Cristo está ya «formado en ellos»;
ellos «han conseguido su plenitud», y alabándolos a ellos, Cristo es
glorificado en ellos. «Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la
corona de todos los santos». Y la santa monja veía toda la hermosura de los
escogidos alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer con las virtudes por
El practicadas, y ella, dócil a la divina recomendación, honraba con todas sus
fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad «por haberse dignado ser la
admirable gloria y corona de los santos» (Libro de la gracia especial,
P. I, c. 31).
A la Santísima Trinidad es, en efecto, como
todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos.
Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del
divino modelo, pero de una manera especial y distinta. Es un fruto de la gracia
de Cristo, y a honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en ensalzar
a sus hijos victoriosos. «Para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).
Tal es la característica del culto de la
Iglesia hacia los Santos: la complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa
con las legiones de sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y
que ya forman parte, en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a
quien honra, finalmente, en ellos: «Señor, ¡cuán admirable es vuestro
nombre, pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo!» (Sal 8, 2-6).
La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó sus
almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: «Entra, bueno y
leal servidor, en el gozo de tu Señor... Ven, Esposa de Cristo, a recibir la
corona que el Señor te tiene preparada desde toda la eternidad...»; enaltece
las virtudes y méritos de sus apóstoles y mártires, de sus pontifices,
confesores y vírgenes; se alegra de su gloria y presenta sus ejemplos, si no
siempre a la imitación, al menos a la alabanza de sus hermanos de la tierra. «Si
no eres capaz de seguir a los mártires en el derramamiento de sangre, síguelos
en el afecto» (San Agustín, Sermo CCLXXX, c. 6).
Y después de haberlos alabado, se encomienda
a sus oraciones e intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de
Cristo, sin el cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo
(no para disminuir su radio de acción, antes más bien para ensancharle),
oyendo a los santos, que son los príncipes de la corte celestial, y otorgándonos
por su intercesión cuantas gracias le pedimos, se establece así una corriente
sobrenatural de intercambio entre todos los miembros de cuerpo místico.[Hæec
vero nostra et sanctorum cohærentia est, ut nos congratulemur eis, ipsi
compatiantur nobis, militent pia intercessione. San Bernardo, Sermo V, In
festo omnium sanctorum].
En fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada
uno de los santos en particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la
solemne fiesta de Todos los Santos, en la cual multiplica y extrema, si así
puede decirse, sus alabanzas jubilosas.
Transportándonos al cielo en seguimiento del
Apóstol San Juan, nos presenta aquella gloriosa porción del reino de su
Esposo; las legiones innumerables de los escogidos, aquella «muchedumbre de
santos que nadie podrá contar», que asisten al trono de Dios, revestidos de
blancas túnicas, con palmas en las manos, de cuyas filas se levanta la
grandiosa aclamación: «Gloria a Dios, gloria al Cordero inmolado por nosotros
que con su sangre nos rescató de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo, de
toda nación» (Ap 7, 9-10; 5,9).
Ante tan gloriosa visión, la Iglesia
experimenta transportes de alegría. Oíd con qué expresiones se dirige a sus
hijos triunfantes: «Bendecid al Señor, vosotros todos que sois sus escogidos;
disfrutad días dichosos y cantad sus alabanzas; pues el cantar es la herencia
de todos los santos, del pueblo de Israel, del pueblo que constituye su corte;
es la gloria propia de todos los santos» [Benedicite Domino, omnes electi
eius; agite dies lætitiæ et confitemini illi; hymnus omnibus sanctis eius...
gloria hæc est omnibus sanctis eius. Antífona de las Vísperas de Todos
los Santos.
+Tob
13,10; Sal 148,14; ib. 149,9].
También nosotros estamos llamados a
participar de este triunfo; a formar el cortejo de Cristo... «en los
esplendores de los santos», a participar en el seno del Padre, de la gloria del
Hijo, después de habernos asociado en la tierra a sus misterios. Anticipémonos
a esta melodía de los cielos donde resuena el eterno Alleluia, asociándonos
cuanto podamos desde ahora, con gran fe y abrasado amor, a la oración de la
Iglesia, Esposa de Cristo y madre nuestra.