PARTE II-B

La vida para Dios

 

5

La verdad en la caridad

El Cristianismo, religión de vida

El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero, ante todas las cosas, misterio de vida.

La muerte, como ya sabéis, no se hallaba comprendida en el plan divino; fue el pecado del hombre quien la introdujo en la tierra; y la negación de Dios, que es el pecado, ha producido la negación de la vida, que es la muerte (Rom 5,12). Si el Cristianismo nos impone el renunciamiento es con el objeto de destruir en nosotros aquello que contraría a la vida, debemos eliminar los estorbos, porque se oponen al libre desarrollo en nosotros de la vida divina que nos comunica Cristo, agente principalísimo de nuestra santificación, y sin el cual nada podemos. No se trata pues, de buscar o practicar la mortificación por sí misma sino, ante todas las cosas, para facilitar el desarrollo dei germen divino depositado en nosotros en el Bautismo. Al decir San Pablo al neófito «que debe morir para el pecado», no limita a esa sola fórmula toda la práctica del Cristianismo, sino que añade, además, «que debe vivir para Dios en Cristo Jesús». Esta expresión, que encierra un sentido profundo, como lo iremos viendo en el curso de las instrucciones siguientes, resume la segunda operación del alma.

La vida sobrenatural, como cualquiera otra vida, está regida por leyes específicas, a las cuales ha de someterse para poder subsistir. En las dos instrucciones anteriores, os he mostrado los elementos que integran la «muerte para el pecado»; consideremos ahora cuáles son los elementos que informan la «vida para Dios en Cristo Jesús».

Conviene, en primer lugar, establecer el principio fundamental que regula toda la actividad cristiana y determina su valor a los ojos de Dios. Veamos cuál es ese orden esencial y general, que en el dominio de lo sobrenatural debe dirigir la infinita variedad de acciones de que está tejida la trama ordinaria de nuestra existencia.

1. Carácter fundamental de nuestras obras: la verdad; obras conformes a nuestra naturaleza de seres racionales: armonía de la gracia y de la naturaleza en conformidad con nuestra individualidad y especialización

Ya conocéis aquel texto de San Pablo en su Epístola a los de Efeso: «Realizad la verdad en la caridad» (Ef 4,15). Quisiera detenerme unos instantes con vosotros para ver cómo el Apóstol condensa en estas palabras la ley fundamental que en el orden de la gracia regula nuestra actividad sobrenatural.

«Realizar la verdad en la caridad» quiere decir que la vida sobrenatural debe mantenerse en nosotros por medio de actos humanos, animados por la gracia santificante y dirigidos a Dios por la caridad.

El término facientes (realizad) indica la necesidad de las obras. No necesito insistir mucho en este punto. Toda la vida debe traducirse en actos; «sin las obras, la fe, que es fundamento de la vida sobrenatural, es una fe muerta» (Sant 2,17); escribe el apóstol Santiago. Y San Pablo, que no cesa de mostrarnos las riquezas de que podemos disponer en Nuestro Señor, no vacila en decirnos que Cristo no es «causa de salvación y de vida eterna sino para aquellos que le obedece» (Heb 5,9). Si es sincero nuestro deseo de agradar a Dios, oigamos lo que dice Jesucristo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos (Jn 14,15) porque no son aquellos que dicen sólo con los labios: "Señor, Señor", quienes entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que cumplan la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). Eso es lo que desea Cristo de nosotros; nos rescata, nos purifica, para que viviendo de su vida, y animados de su espíritu, hagamos obras que sean dignas de El y de su Padre (Tit 2,14); eso es lo que de nosotros espera. Y, ¿qué obras hemos de realizar? ¿De qué índole y carácter han de ser? «Obras verdaderas». ¿Qué entiende San Pablo por obras verdaderas? Decir la verdad es expresar algo en conformidad con lo que realmente pensamos. Un objeto es verdadero cuando existe conformidad entre lo que debe ser según su naturaleza y lo que es en realidad; se dice que el oro es verdadero, cuando posee todas las propiedades que sabemos son propias de dicho metal; y es oropel, cuando tiene las apariencias, pero no las propiedades del oro; no hay conformidad entre lo que parece ser y lo que debería ser según los elementos que sabemos son distintivos de su naturaleza.- Una acción humana será verdadera si corresponde realmente a nuestra naturaleza humana de criaturas dotadas de razón, de voluntad y de libertad. Debemos ejecutar. dice San Pablo, obras verdaderas, es decir, obras que sean conformes a nuestra naturaleza humana; todo acto contrario, que no corresponda a nuestra naturaleza de hombres racionales, es un acto falso. No somos estatuas, ni tampoco autómatas, ni tampoco ángeles: somos hombres, y el carácter que, ante todas las cosas, debe manifestarse en nuestras acciones, y que Dios quiere ver reflejado en ellas, es el carácter de obras humanas, realizadas por una criatura libre dotada de una voluntad ilustrada por la razón.

Mirad el universo en torno vuestro: Dios encuentra su gloria en todas las criaturas, pero únicamente cuando se conforman con las leyes que regulan su naturaleza. Los astros de los cielos alaban a Dios en silencio por medio de su curso armonioso a través de los espacios inconmensurables: «Los cielos pregonan tu gloria» (Sal 18,2); las aguas de los mares, conteniéndose «en unos limites que Dios les ha asignado»: «Les fijaste unos límites que no traspasarán» (ib. 103,9) [todo este Salmo, que es un himno grandioso al Creador, señala las diferentes operaciones propias de los tres reinos, racional, vegetal y animal]; la tierra, guardando las leyes de estabilidad: «Creaste la tierra y subsistirá» (Sal 118,90); los arbustos, dando sus flores y frutos, según su especie, y en armonía con las distintas estaciones; los animales, siguiendo el instinto que en ellos ha depositado el Creador. Cada orden de seres tiene sus leyes especiales que regulan su existencia y que manifiestan el poder y sabiduría de Dios y constituyen un cántico de alabanza a su gloria: «Señor, Señor nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra» (ib. 8,1,10). El hombre, en fin, a quien hizo el Señor rey de la creación, tiene leyes que determinan su naturaleza y actividad como criatura racional.

El hombre, como todas las criaturas, ha sido creado para glorificar a Dios; pero no puede glorificarle sino ejecutando, en primer lugar, actos conformes a su naturaleza, y respondiendo así al ideal que Dios se formó al crearle, con lo cual le glorifica y le es agradable. Ahora bien, el hombre, de suyo, es un ser racional; no puede, como el animal, desprovisto de razón, obrar por su solo instinto. Lo que le distingue de los demás seres de la creación terrestre es el estar dotado, de razón y de libertad; Ia razón ha de ser, pues, en el hombre, soberana, pero en calidad de criatura, sometida ella misma a la voluntad divina de quien depende. Exponente de esta voluntad divina son para nosotros la ley natural y las leyes positivas.

Para que un acto humano sea verdadero -y ésta es la primera cualidad que debe ostentar si ha de ser agradable a Dios- debe conformarse con nuestra condición de criatura libre y racional, sumisa a la voluntad divina; de lo contrario, no corresponde a nuestra naturaleza, ni a las propiedades que la caracterizan, ni a las leyes que la rigen; resulta falso.

No olvidéis que la ley natural es algo esencial en orden a la Religión. Dios hubiera podido no crearme, mas una vez creado, soy y continúo siendo criatura, y las relaciones que para mí se derivan de esta cualidad son inmutables; no puede, por ejemplo, concebirse que a un hombre después de ser creado le sea lícito blasfemar oontra su Creador.

Este carácter de acto humano plenamente libre, pero en armonía con nuestra naturaleza y ultimo fin para el que fuimos creados y, de consiguiente, moralmente bueno, es el que sobre todo debe distinguir nuestras obras a los ojos de Dios: «Quien afirma que conoce a Dios y no guarda sus mandatos, es mentiroso y en él no está la verdad» (1Jn 2,4).

Para obrar como cristianos, debemos antes obrar como hombres, lo cual es de gran importancia, pues no cabe duda que un cristiano, si es perfecto, cumplirá necesariamente con sus deberes de hombre, porque la ley evangélica contiene y perfecciona la ley natural; pero encuéntranse almas cristianas, o mejor, que se dicen cristianas, y no sólo entre los simples fieles, sino entre religiosas, religiosos y sacerdotes, que, exactas hasta el escrúpulo en la observancia de las prácticas de piedad que ellas mismas han escogido, hacen caso omiso de ciertos preceptos de la ley natural. Tales almas pondrán empeño en no faltar a sus ejercicios de devoción, lo cual es digno de loa; pero no renunciarán a desacreditar al prójimo en su reputación, ni a propalar falsedades, ni a dejar de cumplir la palabra dada, ni a tergiversar el pensamiento de otro; no se preocuparán de respetar las leyes de la propiedad literaria o artística, importándoles poco diferir, a veces con detrimento de la justicia, el pago de deudas o la observancia exacta de las clausulas de un contrato. En esas almas, según las palabras célebres del estadista inglés Gladstone, «la religión debilita la moralidad»; no han comprendido el precepto de San Pablo: «Obras verdaderas». Hay falta de lógica, hay falsedad en su vida espiritual, falsedad que tal vez en muchas almas sea inconsciente, pero no por eso menos perjudicial, porque Dios no encuentra en ellos ese orden que quiere ver reinar en todas sus obras.

[Este mismo pensamiento vienen a expresar aquellas palabras de Bossuet: «Hay quien se inquieta si no ha rezado el rosario y demás oraciones, o si se le ha pasado alguna avemaría en alguna decena. Me guardaré de reprender a tal persona, alabo esa religiosa exactitud en los ejercicios de piedad; pero ¿quién podrá tolerar que cada día pase por alto, sin la menor dificultad, la observancia de cuato o cinco preceptos, que sin el menor escrúpulo eche por tierra los deberes más santos del cristianismo? Extraña ilusión con la cual nos fascina el enemigo del género humano. Como no puede extirpar del corazón del hombre el principio de la religión, que tan profundamente va grabado en él, hace que haga de dicho principio, no su legítimo empleo, sino un peligroso entretenimiento, a fin de que, engañados con esta apariencia, creamos que con esos insignificantes cuidados, ya hemos satisfecho las imperiosas obligaciones que la religión nos impone; no os engañéis, cristianos. Al realizar esas obras de supererogación, no olvidéis las que son de necesidad». Sermón de la Concepción de la Sma. Virgen].

Así, pues, debemos ser «veraces»; éste es el primer requisito para que la gracia pueda comenzar a operar en nosotros. Como sabéis, la gracia no destruye la naturaleza. Aunque por la adopción divina hayamos recibido como un nuevo ser, nova creatura, la gracia, que en nosotros debe convertirse en fuente y principio de nuevas operaciones sobrenaturales, supone la naturaleza y operaciones propias que de ella se derivan. En vez de oponerse la gracia y la naturaleza en lo que esta última tiene de bueno y de puro, se armonizan, conservando cada una su carácter y belleza propias.

Considerad lo que ocurría en Jesucristo, que es a quien en todo debemos contemplar. ¿No es por ventura modelo de toda santidad? Es Dios y hombre. Su condición de Hijo de Dios es fuente de donde emana el valor divino de todos sus actos. Pero también es hombre, perfectus homo. Su naturaleza humana, bien que unida de una manera inefable a la persona divina del Verbo, en modo alguno perdió su actividad propia ni su manera específica de obrar; fue siempre principio de operaciones humanas perfectamente auténticas.

Jesucristo oraba, trabajaba, se alimentaba,padecía y se daba al descanso, demostrando con estas acciones humanas que era verdaderamente hombre; y aun me atrevería a decir que nadie ha sido tan hombre como El, porque su naturaleza humana fue de una incomparable perfección. Solamente que en El la naturaleza humana subsistía en la divinidad.

Cosa análoga ocurre en nosotros. La gracia no suprime, no destruye la naturaleza, ni en su esencia ni en sus buenas cualidades; constituye, sin duda un nuevo estado, añadido, superior infinitamente a nuestro estado natural, y si bien es verdad que por razón de este nuestro destino, con todo, nuestra naturaleza no queda por eso ni perturbada ni debilitada. [El estado sobrenatural propende a excluir lo que hay de viciado en la naturaleza como consecuencia del pecado original, lo cual los autores ascéticos llaman vida natural por oposición a la sobrenatural.Antes hemos visto que la mortificación consiste precisamente en destruir esa vida natural]. Precisamente ejercitando nuestras propias facultades -inteligencia, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación- es como la naturaleza humana, aun adornada de la gracia, debe realizar sus operaciones; ahora bien, los actos que así emanan de la naturaleza se convierten por la gracia en dignos de Dios. Debemos, desde luego, seguir siendo lo que somos y vivir de acuerdo con nuestra naturaleza de criaturas libres y racionales, pues esto es lo primero que se requiere para que nuestras acciones sean verdaderas; y aun añadiría que hemos de vivir de un modo que corresponda a nuestra individualidad.

En la vida sobrenatural debemos guardar nuestra personalidad en lo que tiene de bueno. Esto forma parte de esa verdad que para vivir la vida de la gracia se reclama de nosotros. La santidad no es un molde único en el que deban vaciarse y fundirse las cualidades naturales que caracterizan la personalidad propia de cada uno, para no representar después más que un tipo uniforme. Por el contrario, al crearnos Dios, nos dotó a cada uno individualmente de dones, talentos y privilegios especiales; cada alma tiene su belleza natural particular, una brilla por la profundidad de su inteligencia, otra se distingue por la firmeza de la voluntad, otra en fin atrae por su mucha caridad. La gracia respetará esa belleza, como respeta la naturaleza en que se basa; solamente que al esplendor nativo añadirá un brillo divino que le eleva y transfigura. En su acción santificadora respeta Dios la obra de la creación, pues El es quien dispuso esa diversidad, y cada alma, al reproducir uno de los pensamientos divinos, ocupa su lugar especial en el corazón de Dios.

Finalmente, debemos ser verdaderos, conformándonos con la vocación a que Dios nos ha llamado. No somos individuos aislados, sino que formamos parte de una sociedad que comprende diferentes modos de vivir la vida. Es claro que, para estar en la verdad, debemos guardar también los deberes propios que impone a cada uno el estado especial en que la Providencia nos ha colocado, y la gracia no puede oponerse a ello. Sería falsear la verdad que una madre de familia pasase largas horas en la iglesia, cuando su presencia fuera necesaria en el hogar para el arreglo de la casa (+1Tim 5,4 y 8), o que un religioso, por devoción mal entendida, prefiriese hacer una hora de oración a realizar el trabajo prescrito por la obediencia, por humilde que éste sea. Tales actos no son verdaderos, en el sentido que venimos dando a esta palabra.

Padre, decía Jesús, en la última Cena, rogando por sus discípulos, santi-fícales en la verdad.

2. Realizar nuestras obras en la caridad, en estado de gracia; ne-cesidad y fecundidad de la gracia para la vida sobrenatural

¿Bastará que nuestras acciones sean verdaderas, conformes a nuestra condición de criaturas racionales sumisas a Dios, libremente ejecutadas y conformes a nuestro estado, para que sean actos de vida sobrenatural? -No, ciertamente; eso solo no basta; es menester, además, y éste es el punto capital, que procedan de la gracia, que sean realizadas por un alma adornada de la gracia santificante. En lo que San Pablo indica con esa palabra: In caritate.

En la caridad, es decir, en esa caridad fundamental y esencial por la cual, al darnos nosotros enteramente a Dios, encontramos en El el supremo bien, preferido por nosotros a otro cualquiera; ése es el fruto de la gracia que nos hace agradables a Dios hasta el punto de convertirnos en hijos suyos. Es verdad que la caridad sobrenatural no es la gracia, pero ambas son inseparables: «La caridad ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido comunicado» (Rom 5,5). [«La gracia santificante y la divina caridad nos son dadas por el Espíritu Santo... pues la gracia habitual y el don sobrenatural de la caridad no se distinguen entre sí sino como el sol se distingue de sus rayos. La gracia santificante es la vida del alma; la caridad es esta misma energía de vida, dispuesta a producir todas las operaciones de la vida sobrenatural y especialmente el amor actual de Dios, fuente de toda vida y de toda belleza». Hedley, Retraite].

La gracia eleva nuestro ser, la caridad transforma nuestro ser; la caridad transforma nuestra actividad, y ambas están siempre unidas; el grado de la una señala el de la otra, y toda falta grave, de cualquier naturaleza que sea, mata en nosotros, a la vez, la gracia y la caridad.

La gracia santificante debe ser el manantial de donde se alimente nuestra actividad humana; sin ella, no podemos realizar acto alguno sobrenatural que resulte meritorio con vistas a la bienaventuranza de la vida eterna. Dios, en primer lugar, nos constituyó en un estado, el estado de la gracia, y es lo que importa principalmente. Un ser no obra sino en virtud de su naturaleza, y así como nosotros no realizaríamos actos humanos si no poseyéramos la naturaleza humana, del mismo modo no podemos practicar actos de vida sobrenatural si no poseemos, por la gracia, algo así como una nueva naturaleza: Nova creatura.

Representaos un hombre tendido en tierra; puede ser que esté dormido, o también que sea un cadáver. Si está dormido, pronto despertará; todo su cuerpo se pondrá eu movimiento y sus energías naturales comenzarán a manifestarse. ¿Por qué? Porque conserva todavía en sí el principio de donde emanan las energías que le animan, es decir, el alma. Pero si el alma está ausente, el cuerpo no se moverá; podréis, si queréis, sacudirle, pero permanecerá en su inercia de cadáver; y en adelante ninguna actividad brotará de ese cuerpo muerto, pues le ha abandonado el principio vital de donde emanaban sus energías.

Lo propio sucede con la vida sobrenatural. La gracia santificante es su principio interior, de donde procede toda actividad sobrenatural. Si el alma posee esta gracia, puede producir actos de vida sobrenaturalmente meritorios; de lo contrario, el alma está muerta a los ojos de Dios. [Naturalmente, esto no es más que una comparación que sirve para mostrarnos la necesidad de la gracia como principio de vida sobrenatural; pues el alma en estado de pecado mortal puede por el Sacramento de la Penitencia revivir, recuperando la gracia; además, el alma debe prepararse y recurrir a ese sacramento, por medio de actos libres sobrenaturales (es decir, ejecutados bajo el impulso de auxilios actuales sobrenaturales otorgados por Dios) de temor, esperanza, caridad, contrición].

Jesucristo nos propuso una comparación que hace comprender bien la función de la gracia en nosotros. Le gustaba servirse de imágenes para hacer más asequible la verdad. Después de la Cena, Nuestro Señor con sus discípulos deja el cenáculo para ir al Monte de los Olivos. En el camino, saliendo de la ciudad, atraviesa una colina poblada de viñedo. Esta vista inspira a Jesucristo su último discurso. «¿Veis estas viñas?, dice a los apóstoles; pues bien, la verdadera viña soy yo, vosotros los sarmientos; el que mora en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada. Y así como el sarmiento no puede dar fruto si no está adherido al tronco de la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos a Mí por la gracia».

La gracia es la savia que sube de las raíces a las ramas. Lo que da fruto no es la raíz ni el tronco, sino la rama, pero unida por el tronco a la raíz y recibiendo de ella la savia nutritiva. Cortad la rama, separadla del tronco, y al no recibir la savia, se seca y se convierte en leña muerta, incapaz de producir fruto de ningún género.

Eso es lo que sucede al alma desposeída de la gracia; no está unida a Cristo, pues no saca de El esa savia de la gracia que le permitiría vivir una vida sobrenatural y fecunda. No lo olvidéis; solamente Cristo es fuente de la vida sobrenatural; toda nuestra actividad, nuestra existencia misma, no tienen ningún valor con relación a la vida eterna sino en cuanto estamos unidos a Cristo por la gracia; de otra suerte ya puede uno agitarse, gastarse, deshacerse en actos los rnás extraordinarios a los ojos de los hombres; ante Dios esa actividad carece de fecundidad sobrenatural y de mérito para la vida eterna.

Me diréis: ¿Son acaso malas estas acciones? -No, no son necesariamente malas. Si son honestas de suyo, no dejan de ser agradables a Dios, que a veces las recompensa con favores temporales, y confieren al que las hace cierto mérito en el más amplio sentido de la palabra; o mejor, hay cierta conveniencia en que Dios las recompense. Mas como falta la gracia santificante, no existe la proporción necesaria entre esos actos y la herencia eterna que Dios sólo prometió a los que son sus hijos por la gracia (Rom 8,17). Y Dios no puede reconocer en esas acciones el carácter sobrenatural requerido para que las estime merecedoras de un galardón eterno.

Considerad a dos hombres que dan limosna a un pobre: el uno está en amistad con Dios por la gracia y hace la limosna por un movimiento de caridad divina, el otro, en cambio, está desprovisto de la gracia santificante, ambos exteriormente realizan la misma acción, es verdad, pero, ¡qué diferencia a los ojos de Dios! La limosna del primero le reportará el aumento de una dicha infinita y eterna, y de él dijo Nuestro Señor que «un vaso de agua dado en su nombre no quedará sin recompensa» (Mt 10,42); por el contrario, el acto del segundo con relación a esta bienaventuranza eterna carecerá por completo de valor, aun cuando repartiera puñados de oro: lo que procede de la naturaleza sola, no se computará para la vida eterna.

Sin duda Dios, que es la bondad misma, no ha de mirar sin benevolencia las acciones honestas hechas por el pecador, sobre todo tratándose de actos de caridad para con el prójimo ejecutados, no por ostentación humana, sino por un movimiento de compasión hacia los desgraciados. A menudo (y hay en ello un motivo grande de confianza) la misericordia inclina a Dios a otorgar, a los que se dan a esos actos de caridad, gracias de conversión que finalmente les devolverán el bien supremo de la amistad de Dios; pero, en puro rigor, únicamente la gracia santificante es la que da a nuestra vida su verdadera significación y su valor fundamental. Tanto es así que cuando el pecador vuelve a la gracia, por muy numerosas y sublimes en el orden natural que hayan sido las acciones ejecutadas sin la gracia, permanecen sin valor respecto del mérito sobrenatural y de la bienaventuranza que lo recompensa: están perdidas sin remedio. San Pablo puso bien en claro esta verdad, escuchad lo que dice: «Si yo gozara del don de hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles y no tuviese caridad, sería como metal que suena o címbalo que retiñe, si poseyera el don de profecía, si conociera los misterios, si atesorara toda la ciencia y si tuviera una fe tan eficaz que trasladase los montes y no tuviese caridad, nada sería, si distribuyera todos mis bienes en dar de comer a los pobres, entregara mi cuerpo a las llamas y no tuviese caridad, de nada me serviría» (1Cor 13, 1-3). En otros términos, los dones más extraordinarios, los talentos más sobresalientes, las empresas más generosas, las acciones más brillantes, los esfuerzos más considerables, los dolores más taladrantes no son de ningún provecho para la vida eterna sin la caridad, es decir, sin ese amor soberano del alma a Dios, considerado en sí mismo, amor sobrenatural que nace de la gracia santificante, como la flor brota de su tallo.

Dirijamos, pues, a Dios, fin último y bienaventuranza eterna, toda nuestra vida; la caridad de Dios que poseemos con la gracia santificante debe ser el motor de toda nuestra actividad. Cuando poseemos la gracia divina en nosotros realizamos el anhelo de Nuestro Señor: «Permanecemos en El» y El «en nosotros». El no viene solo, sino que mora en nosotros con el Padre y el Espíritu Santo: «Vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). La Santísima Trinidad, que habita verdaderamente en nosotros como en un templo, no está inactiva, sino que continuamente nos sostiene para que nuestra alma pueda ejercer su actividad sobrenatural: «Mi Padre, hoy como siempre, está obrando y Yo lo mismo» (ib. 5,17).

Sabéis que en el orden natural Dios, por su acción nos sostiene incesantemente en la existencia y en el ejercicio de nuestros actos, es el «concurso divino». Pues este concurso divino existe también en el orden sobrenatural; no podemos hacer nada sobrenaturalmente más que cuando Dios nos da la gracia de obrar. Esta gracia, a causa de su efecto transitorio, se llama actual (con oposición, en nuestro lenguaje, a la gracia santificante, que siendo de suyo permanente, se llama gracia habitual); forma parte de ese conjunto admirable que, con la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, constituye el orden sobrenatural.

En el ejercicio ordinario de la vida sobrenatural, esa gracia no es sino el concurso divino aplicado al orden sobrenatural; pero en ocasiones especiales en las que infiuye el estado en que quedó nuestra alma después del pecado original -tinieblas de la inteligencia, flaqueza de la voluntad distraída del cuidado de buscar el verdadero infinito bien por la concupiscencia, el demonio y el mundo-, ese concurso divino se traduce y se manifiesta de un modo también particular: iluminación especial de la inteligencia, robustecimiento de la voluntad para resistir una grave tentación o realizar una obra difícil. Sin este concurso particular que Dios otorga a los que se lo piden no podriamos alcanzar el fin supremo, no podríamos, como dice el Concilio de Trento, «perseverar en la justicia». (Sess. VI, cap.18; +can.13) [No obstante, es evidente que el alma en estado de pecado mortal puede recibir gracias actuales sobrenaturales que iluminen su inteligencia y afirmen su voluntad en la obra de su conversión; pero esas gracias no se unen en el alma que está en pecado como en la que posee la gracia santificante a «el concurso divino» de que hablamos y que conserva la gracia santificante en el alma de los justos. El Espíritu Santo excita al pecador a la conversión, no habita en su alma].

Tal es, expuesta esquemáticamente, la ley fundamental del ejercicio de nuestra vida sobrenatural. Sin cambiar nada de lo que es esencial a nuestra naturaleza, de lo que requiere nuestro estado de vida particular, debemos vivir de la gracia de Cristo, orientando por la caridad, toda nuestra actividad a procurar la gloria de su Padre. La gracia se injerta en la naturaleza, en sus energías nativas, y desarrolla sus operaciones propias, ésta es la primera razón de la diversidad que encontramos en los Santos.

3. Maravillosa variedad de los frutos de la gracia en las almas; la raíz de que procede es sin embargo para todos la misma

Amás de esto, el grado mismo de gracia varía en las almas. Verdad es, como ya lo he dicho, que no existe más que un modelo único de santidad, como no hay más que una fuente de gracia y de vida: Cristo Jesús; la justificación y la bienaventuranza eterna son, específicamente, en su raíz y en su sustancia, las mismas para todos: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo», dice San Pablo (Ef 4,5).

Pero del mismo modo que todos los que poseen la naturaleza humana, se diversifican en sus cualidades, así Dios distribuye libremente sus dones sobrenaturales, según los amorosos planes de su sabiduría. «A cada uno de nosotros, dice San Pablo, es otorgada la gracia en la medida del don de Cristo» (ib. 7). En el rebaiio de Cristo, cada oveja lleva su nombre de gracia: «El buen pastor, decía Jesús, conoce a sus ovejas y las llama por su nombre» (Jn 10,3), como «el Creador conoce la multitud de estrellas y las llama a todas por su nombre» (Sal 146,4), pues cada una tiene su forma y su perfección [+Bar 3, 34-35: «Las estrellas brillan en su puesto y están contentas; el Señor las llama y ellas dicen: "¡Henos aquí!" Y continúan brillando alegremente en honra de quien las creó»].

«Cada alma recibe dones diversos del mismo Espíritu, dice San Pablo; las operaciones de Dios en las almas son múltiples v diversas, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos. A uno se le concede el don de sabiduría, a otro un don elevado de fe; a éste el de las curaciones, a aquél el poder de obrar milagros; el uno es evangelista, el otro profeta, el otro doctor, pero el que produce todos esos dones es uno y el mismo Espíritu Santo, distribuyéndolos a cada uno en particular como le place» (1Cor 12, 4-11).

Y cada alma responde a la idea divina de una manera que le es propia; cada uno de nosotros cultiva los talentos confiados a su libertad, reproduce en sí mismo, por medio de una cooperación que lleva su impronta individual, los rasgos de Cristo.

Así, bajo la acción infinitamente delicada y rica en matices del Espíritu Santo, cada una de nuestras almas debe esforzarse por reproducir a través de su actividad individual, ensalzada y transformada por la gracia, el modelo divino, de este modo se consigue esa variedad armoniosa que hace a Dios «admirable en sus santos» (Sal 67,36). Todos le glorifican, pero puede decirse de cada uno de ellos, con la Iglesia: «No se ha encontrado otro que como él haya puesto en práctica la ley del Señor» (Ecli 44,20; +Oficio de los santos confesores). El brillo de la santidad de un San Francisco de Sales no es el mismo que el de un San Francisco de Asís, y el esplendor de que está adornada en el cielo el alma de una Santa Gertrudis o de una Santa Teresa es muy diferente del que rodea a una Santa Magdalena.

En cada uno de los santos ha respetado el Espíritu Consolador la naturaleza con los rasgos particulares que la creación les asignó, la gracia los ha transfigurado y les ha añadido los dones propios del orden sobrenatural; y el alma, guiada por el que la Iglesia llama «Dedo de la diestra del Padre» (Digitus paternæ desteræ. Himno Veni Creator Spiritus), ha correspondido a esos dones y así ha labrado su santidad. Embeleso nos producirá ciertamente el contemplar en el cielo las maravillas que la gracia de Cristo habrá hecho resplandecer en un fondo tan variado como el de nuestra naturaleza humana.

Por grandes que sean los santos y por elevado que sea el grado de su unión sobrenatural, el fundamento de toda su santidad no es oho que la gracia de la adopción divina.- Ya os lo he dicho y lo repito de nuevo: todas las gracias, todos los dones que recibimos van engarzados a ese primer eslabón que es la mirada divina que nos ha predestinado a ser hijos de Dios por la gracia de Jesucristo; ella es la aurora de todas las misericordias de Dios con respecto a nosotros; todas las deferencias y atenciones de Dios sobre cada uno de nosotros, provienen de esa gracia de adopción regalo de Jesús y que hemos recibido en el Bautismo. ¡Oh, si conociésemos el don de Dios! ¡Si supiéramos el valor de esta gracia que, sin cambiar nuestra naturaleza, nos eleva al rango de hijos de Dios y nos hace vivir como tales mientras esperamos la herencia eterna! Sin ella, como hemos visto, la vida natural más rica en dones, la más exuberante en obras, la más brillante y genial, es estéril en orden a la bienaventuranza eterna.

Por eso pudo escribir Santo Tomás que «la perfección que resulta para una sola alma del don de la gracia, supera a todo el bien esparcido en el universo» [bonum gratiæ unius maius est quam totius universi. I-II, q.113, a.9, ad 2]. Y ¿no es esto lo que ha proclamado Nuestro Señor mismo? «De nada sirve al hombre, dice Jesús, ganar el mundo, conquistar su estima, si por no tener la gracia está excluido para siempre de mi reino» (Mt 16,26). La gracia es el principio de nuestra verdadera vida, el germen de la gloria futura y de la felicidad eterna.

Comprendemos, desde luego, cuán inestimable joya es para un alma la gracia santificante; es una piedra preciosa cuya brillantez se debe a la sangre de Cristo. Comprendemos, además, que nuestro divino Salvador lanzase tan terribles anatemas contra los que, por escándalos, arrastran un alma al pecado y la privan de la gracia: «Más les valdría que se les atara al cuello una rueda de molino y se los lanzase al mar» (Lc 17,2). Comprendemos, finalmente, por qué las almas santas que llevan una vida de trabajo, de oración, de penitencia o de expiación por la conversión de los pecadores, para que se les restituyera el bien de la gracia, son tan gratas a Jesucristo.

Nuestro divino Maestro mostró un día a Santa Catalina de Siena un alma cuya salud había conseguido por su oración y su paciencia. «La hermosura de esta alma era tal, refirió la Santa al bienaventurado Ramón, su confesor, que no hay palabra que la pueda expresar». Y, sin embargo, esta alma aun no estaba revestida de la gloria de la visión beatífica, no tenía mas que la claridad de la gracia recibida en el Bautismo. «Mira, decía Nuestro Señor a la Santa, mira que por ti he recuperado yo esta alma perdida». Y después añadió: «¿No te parece muy graciosa y bella? ¿Quién, pues, no aceptaría cualquier pena para ganar una criatura tan admirable?... Si te he mostrado esta alma es para animarte más a procurar la salvación de todas y para que muevas a otros a ocuparse en esta obra, según la gracia que te será dada» (Vida de Santa Catalina de Siena, por el Bto. Raimundo de Capua).

Pongamos, pues, esmero en guardar celosamente en nosotros la gracia divina; apartemos de ella con cuidado todo lo que pueda debilitarla hasta dejarla indefensa contra los golpes mortales del demonio; esas resistencias deliberadas a la acción del Espíritu Santo, que habita en nosotros y que sin cesar quiere orientar nuestra actividad hacia la gloria de Dios. Permanezca nuestra alma arraigada en la caridad, como dice San Pablo (Ef 3,17); pues poseyendo en ella esa raíz divina de la gracia santificante y de la caridad, los frutos que produzca serán frutos de vida. Permanezcamos unidos por la gracia y la caridad a Cristo Jesús, como el sarmiento a la vid: «Que estéis enraizados en Cristo», dice en otro sitio el Apóstol (Col 2,7). El Bautismo nos ha «injertado en Cristo» (Rom 11,16), y desde entonces poseemos la savia divina de su gracia, y merced a ella nuestra actividad llevará un sello divino, porque divino es su principio íntimo.

Y cuando este resorte sea ya tan poderoso que llegue a ser único, de forma que toda nuestra actividad derive de El, entonces realizaremos las palabras de San Pablo (Gál 2.20): «Vivo yo», es decir, ejerzo mi actividad humana y personal; «o, más bien, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí»; es Cristo quien vive, porque el principio de donde dimana toda mi actividad propia, toda mi vida personal, es la gracia de Cristo; todo viene de El por la gracia, todo vuelve a su Padre por la caridad: yo vivo para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,2).

NOTA.- ¿Podemos saber si estamos en estado de gracia, en la amistad divina? -A ciencia cierta, de forma que se excluya hasta la sombra de toda duda, no; pero podemos y aun debemos suponerlo si no tenemos conciencia de pecado mortal y si buscamos sinceramente servir a Dios con firme y buena voluntad; esta última señal la expone Santa Magdalena de Pazzi en alguno de sus escritos. En las almas generosas y dóciles a las inspiraciones de lo alto, el Espíritu Santo añade a veces su testimonio: Ipse Spiritus testimonium reddit spiritui nostro quod sumus filii Dei (Rm 8,16). Hay, pues, una certeza práctica que no excluye el temor, pero que debe bastarnos para que vivamos con confianza de la vida divina a la que Dios nos llama Y para que gustemos la alegría profunda que hace nacer en el alma el pencamiento de ser, en Jesús, el objeto de las complacencias del Padre celestial.