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El
sacramento y la virtud de la penitencia
Explicando San Pablo a los primeros cristianos
el simbolismo del Bautismo, les escribe que no deben ya aniquilar en ellos por
el pecado la vida divina recibida de Cristo: «No sirvamos más al pecado» (Rm
6,6). El Concilio de Trento dice que «Si nuestro agradecimiento para con Dios,
que nos ha hecho hijos suyos por el Bautismo, estuviese a la altura de ese don
inefable, guardaríamos intacta e inmaculada la gracia recibida en este primer
sacramento»(Sess. XIV, cap.1). Hay almas privilegiadas, verdaderamente
benditas, que conservan la vida divina, sin perderla jamás, pero hay otras que
se dejan arrastrar por el pecado. Ahora bien, ¿disponen estas últimas de algún
medio para recuperar la gracia, para resucitar de nuevo a la vida de Cristo? Sí,
el medio existe; Cristo Jesús, el Hombre-Dios, ha establecido un sacramento, el
Sacramento de la Penitencia, monumento admirable de la sabiduría y misericordia
divinas en el cual Dios ha sabido armonizar las dos cosas: su glorificación y
nuestro perdón.
1. Cómo, por el perdón de los pecados,
manifiesta Dios su mise-ricordia
Conocéis aquella hermosa oración que la
Iglesia, regida por el Espíritu Santo, pone en nuestros labios el décimo
Domingo después de Pentecostés: «Oh Dios, que haces resaltar tu omnipotencia
sobre todo perdonándonos y teniendo piedad de nosotros: derrama con abundancia
esta misericordia sobre nuestras almas».
He aquí una revelación que Dios nos hace por
boca de la Iglesia; perdonándonos, parcendo, apiadándose, miserando,
Dios manifiesta principalmente, maxime, su poder. En otra oración, dice
la Iglesia que «uno de los atributos más exclusivos de Dios es el tener
siempre conmiseración y perdonar». (+Oraciones de las Rogativas y Letanías)].
El perdón supone ofensas, deudas que
perdonar. La piedad y misericordia sólo pueden existir allí donde hay
miserias. ¿Qué es, en efecto, ser misericordioso? Tomar en cierto modo, sobre
su propio corazón, la miseria de los demás [+Santo Tomás, I, q.21,a.3]. Ahora
bien, Dios es la bondad misma, el amor infinito, «Dios es caridad» (1Jn 4,8);
y ante la miseria, la bondad y el amor se convierten en misericordia; por eso
decimos a Dios: «¡Tú eres, Dios mío, mi misericordia!» (Sal 58,18). La
Iglesia pide a Dios en esta oración que abunde su misericordia. ¿Por qué así?
-Porque nuestras miserias son inmensas, y de ellas habría que decir: «el
abismo de nuestras miserias, de nuestras faltas, de nuestros pecados, llama al
abismo de la misericordia divina». Todos, efectivamente, somos miserables,
todos somos pecadores, unos más que otros, en mayor o menor grado, dice el apóstol
Santiago (Sant 3,2); y San Juan: «Si nos creemos sin pecado, nos engañamos a
nosotros mismos, y no somos veraces» (1Jn 1,8).
Y es más terminante aún cuando afirma que,
hablando de esta suerte, «hacemos a Dios mentiroso» (ib. 1,10). ¿Por
qué esto? -Porque Dios nos obliga a todos a decir: «Perdónanos nuestras
deudas». Dios no nos obligaría a esta petición si no tuviéramos deudas (debita).
Todos somos pecadores, y esto es tan cierto, que el Concilio de Trento ha
condenado a aquellos que dicen que se pueden evitar todos los pecados, aun los
veniales, sin especial privilegio de Dios, como el que fue concedido a la Santísima
Virgen María (Sess. VI, can.22). Esa es precisamente nuestra desgracia. Mas no
debe desalentarnos, puesto que Dios la conoce, y, por lo mismo, tiene piedad de
nosotros, «cual padre que se compadece de sus hijos» (Sal 102,13). Pues sabe
no sólo que fuimos sacados de la nada, sino hechos de barro (ib. 14). «Porque
El conoce de qué materia estamos hechos». Conoce este amasijo de carne y
sangre, músculos y nervios, miserias y debilidades que constituyen el ser
humano y hacen posible el pecado y el retorno a Dios, no una vez, sino setenta
veces siete, como dice Nuestro Señor, es decir, un número indefinido de veces
(Mt 18,22).
Dios pone toda su gloria en aliviar nuestra
miseria y perdonarnos nuestras faltas; Dios quiere verse glorificado al
manifestar su misericordia para con nosotros, a causa de las satisfacciones de
su Hijo muy amado. En la eternidad cantaremos, dice San Juan, un cántico a Dios
y al Cordero. ¿Cuál será ese cántico? ¿Será el Sanctus de los ángeles?
Dios no perdonó a una parte de aquellos espíritus puros; desde su primera
rebelión les fulminó para siempre, porque no padecían las debilidades ni las
miserias que son herencia nuestra. Los ángeles fieles cantan la santidad de
Dios, esa santidad que no pudo sufrir ni por un solo instante la deserción de
los rebeldes.- ¿Cuál será nuestro cantico? El de la misericordia: «Cantaré
para siempre las misericordias del Señor» (Sal 88,2); este versículo del
Salmista será como el estribillo del cántico de amor que entonaremos a Dios.
¿Y qué cantaremos al Cordero?: «Nos has rescatado, ¡oh Señor!, con tu
sangre preciosa» (Ap 5,9), fue tal la piedad que con nosotros tuviste, que
derramaste tu sangre para salvarnos de nuestras miserias, para librarnos de
nuestros pecados, como lo repetimos a diario, en nombre tuyo en la santa Misa:
«He aquí el cáliz de mi sangre que ha sido derramada para remisión de los
pecados». Sí, resulta para Dios una gloria inmensa de esta misericordia que
usa con los pecadores que se acogen a las satisfacciones de Su Hijo Jesucristo,
y por lo mismo se comprende que una de las mayores afrentas que podemos hacer a
Dios es dudar de su misericordia y del perdón que se nos concede en atención a
los méritos de Jesucristo. Sin embargo después del Bautismo ese perdón va
condicionado a que nosotros hagamos «dignos frutos de penitencia» (Lc 3,8).
Existe, dice el Santo Concilio de Trento, una gran diferencia entre el Bautismo
y el Sacramento de la Penitencia. Verdad es que, para que un adulto pueda
recibir dignamente el Bautismo se requiere que el bautizado sienta aversión al
pecado y abrigue un propósito firme de huir a toda costa de él; pero no se le
exige ni satisfacción ni reparación especiales. Leed las ceremonias de la
administración del Bautismo; no hallaréis mención alguna de obras de
penitencia que haya que practicar; es una remisión total y absoluta de la falta
y de la pena en que se incurrió por la falta. ¿Por qué esto? Porque este
sacramento, que es el primero que recibimos, constituye las primicias de la
sangre de Jesús, comunicadas al alma. Pero, continúa el Concilio: si después
del Bautismo, una vez unidos con Jesucristo, libres de la esclavitud del pecado
y hechos templos del Espíritu Santo, recaemos voluntariamente en el pecado, no
podemos recuperar la gracia y la vida sino haciendo penitencia; así lo ha
establecido, y no sin Conveniencia, la justicia divina (Sess. XIV, caps. II y
III). Ahora bien, la penitencia puede considerarse como sacramento y como
virtud que se manifiesta por medio de actos que le son propios. Digamos
algunas palabras del uno y de la otra.
2. El sacramento de la penitencia; sus
elementos: la contrición, su particular eficacia en el sacramento; la declaración
de los pecados constituye un homenaje a la humanidad de Cristo; la satisfacción
no tiene valor si no es unida a la expiación de Jesús
Este sacramento, instituido por Jesucristo
para la remisión de los pecados y para devolvernos la vida de la gracia, si la
hemos perdido después del Bautismo, contiene en sí mismo, en cuantía
ilimitada, la gracia que confiere el perdón. Mas para que el sacramento obre en
el alma, deberá ésta derribar todo obstáculo que se oponga a su acción.
Ahora bien, ¿cuál puede ser aquí el obstáculo? -El pecado y el apego al
pecado. El pecador deberá hacer declaración de su pecado, declaración íntegra
de las faltas mortales; además deberá destruir el apego al pecado mediante la
contrición y aceptación de la satisfacción que le fuere impuesta.
Ya sabéis que de todos estos elementos
esenciales que se refieren al penitente, el más importante es la contrición
aun cuando la acusación de las faltas fuese materialmente imposible,
persiste la necesidad de la contrición. ¿Por qué? Porque, por el pecado, el
alma se ha apartado de Dios para complacerse en la criatura, y si quiere que
Dios se comunique de nuevo con ella y le devuelva la vida, deberá desprenderse
del apego a la criatura para volver a Dios; ahora bien, tal acto comprende la
detestación del pecado y el firme propósito de nunca más cometerlo; de lo
contrario, la detestación no es sincera; en esto consiste la contrición [Contritio
animi dolor ac detestatio est de peccato commisso, cum proposito non peccandi de
cætero. Conc. Trid., Sess. XIV, cap.4].
Esta, como la palabra misma lo indica, es un sentimiento de dolor que quebranta
al alma, conocedora de su miserable estado y de la ofensa divina, y la hace
volver a Dios.
La contrición es perfecta cuando el
alma siente haber ofendido al soberano bien y a la bondad infinita; esta
perfección proviene del motivo, que es el más elevado que pueda darse:
la majestad infinita. Claro está que dicha contrición, perfecta en su
naturaleza, admite, por lo que respecta a su intensidad, toda una serie
de escalones, que varían según el grado de fervor de cada alma. Sea cual fuere
el grado de intensidad, el acto de contrición perfecta, por razón del
sentimiento que lo motiva, borra el pecado mortal en el momento en que el alma
lo produce, aunque, en la actual economía, en virtud del precepto positivo
establecido por Cristo, la acusación de las faltas mortales continúa siendo
obligatoria, mientras sea posible.
La contrición imperfecta es aquella
que resulta de la vergüenza experimentada por el pecado, de la consideración
del castigo merecido por el pecado, de la pérdida de la bienaventuranza eterna;
no produce por sí misma el efecto de borrar el pecado mortal; pero es
suficiente si va acompañada de la absolución dada por el sacerdote.
Son verdades que únicamente me limito a
recordaros, aunque hay un punto importante sobre el cual deseo quc fijéis
vuestra atención. Prescindiendo de la confesión, la contrición pone ya al
alma en oposición al pecado; el odio al pecado que le hace concebir, constituye
un principio de destrucción del pecado, y tal acto es de suyo agradable a Dios.
En el sacramento de la Penitencia, la contrición,
como los demás actos del penitente, acusación de las faltas y satisfacción,
reviste un carácter sacramental.- ¿Qué quiere decir esto? -Que en todo
sacramento los méritos infinitos que nos ha conseguido Cristo se aplican al
alma para producir la gracia especial contenida en el sacramento. La gracia del
sacramento de la Penitencia consiste en destruir en el alma el pecado, debilitar
los restos del mismo, devolver la vida, o, si no hay más que faltas veniales,
remitirlas y aumentar la gracia. En este sacramento, comunícase a nuestra alma,
para que se opere la destrucción del pecado, aquella aversión hacia él que
Cristo experimentó en su agonía sobre la cruz: «Amaste la justicia y odiaste
la iniquidad» (Sal 44,8). La ruina del pecado, operada por Cristo en su Pasión,
se reproduce en el penitente. La contrición, aun fuera del sacramento, continúa
siendo lo que es: un instrumento de muerte para el pecado; pero en el
sacramento, los méritos de Cristo multiplican, por decirlo así, el valor de
este instrumento y le confieren una eficacia soberana. En aquel momento lava
Cristo nuestras almas en su divina sangre. «Cristo con su sangre nos purificó
de nuestros pecados» (Ap 1,5).
No lo olvidéis nunca: cada vez que recibís
dignamente y con devoción este sacramento, aun cuando no tuviereis más que
faltas veniales, corre en abundancia la sangre de Cristo sobre vuestras almas,
para vivificarlas, fortalecerlas contra la tentación, y hacerlas generosas en
la lucha contra el apego al pecado, para destruir en ellas las raíces y efectos
del mismo; el alma encuentra en este sacramento una gracia especial para
desarraigar los vicios, purificarse y recuperar o aumentar en ella la vida
divina.
Avivemos, pues, sin cesar, antes de la Confesión,
nuestra fe en el valor infinito de la expiación de Jesucristo. El ha soportado
el peso de todos nuestros pecados (Is 53,2); se ha ofrecido por cada uno de
nosotros: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20; +Ef 5,2), sus
satisfacciones son más que sobreabundantes: ha adquirido el derecho de
perdonarnos, y no hay pecado que no pueda ser lavado por su divina sangre.
Avivemos nuestra fe y confianza en sus inagotables méritos, frutos de su Pasión.
Os he dicho que, cuando recorría Palestina, lo primero que exigía a los que se
presentaban a El para que les librara de la posesión del demonio era la fe en
su divinidad; y sólo si encontraba en ellos esa fe, accedía a sanarlos o a
perdonarles sus pecados: «Id, vuestros pecados os son perdonados, vuestra fe os
ha salvado». La fe, ante todo y sobre todo, es la que ha de acompañarnos a
este tribunal de misericordia; la fe en el carácter sacramental de todos
nuestros actos la fe, principalmente, en la sobreabundancia de las
satisfacciones que Jesús ha dado por nosotros a su Padre.
Nuestros actos, a saber, la contrición, la
confesión y la satisfacción, no producen, es cierto, la gracia del sacramento;
pero además de ser previo requisito para que se nos aplique la gracia de este
sacramento, puesto que forman como la materia del mismo [«quasi
materia», dice el Concilio de Trento. Sess. XIV, cp.3], hay que tener
presente que el grado de esta gracia se mide, de hecho, por las disposiciones de
nuestra alma. [El Catecismo del Concilio de Trento, c. XXI, § 3, da la
explicación siguiente: «Hay que advertir a los fieles que la gran diferencia
entre este sacrmento y los demás consiste en que la materia de los otros es
siempre una cosa natural o artificial, al paso que los actos del penitente, a
saber: contrición, confesión y satisfacción, son como la materia de
este sacramento. Y estos actos son necesarios de parte del penitente para la
integridad del sacramento y la entera remisión de los pecados. Todo esto es de
institución divina. Además, los actos de que venimos hablando se consideran
como las partes mismas de la penitencia. Y si el Santo concilio dice sólamente
que los actos del penitente son como la materia del sacramento, no quiere
decir que no sean la verdadera materia, sino que no es de la misma clase que las
materias de los otros sacramentos que se toman de cosas exteriores, como el agua
en el Bautismo y el crisma en la Confirmación»].
Por todo ello es práctica utilísima el pedir
a Dios la gracia de la contrición, al asistir a la santa Misa el día mismo en
que ha de tener lugar nuestra confesión. ¿Por qué esto? -Porque, de sobra lo
sabéis, sobre el altar se renueva la inmolación del Calvario.
El Santo Concilio de Trento declara que «aplacado
el Señor por esta oblación, concede la gracia y el don de la Penitencia, y por
ella remite los crímenes y pecados, por enormes que sean» (Sess. XXII, c. 2).
¿Remite, por ventura, el sacrificio de la Misa directamente los pecados? -No;
eso es privativo de la contrición perfecta y del sacramento de la Penitencia;
pero cuando asistimos devotamente a este sacrificio, que reproduce la oblación
de la cruz, cuando nos unimos a la víctima divina, Dios nos concede, si se lo
pedimos con fe, las disposiciones de arrepentimiento, de firme propósito, de
humildad, de confianza, que nos conducen a la contrición y nos hacen capaces de
recibir con fruto la remisión de nuestros pecados, al sernos aplicados los méritos
adquiridos por Jesucristo con el precio de su divina sangre.
A la contrición debe seguir la confesión.
El sacramento de la Penitencia ha sido instituido en forma de juicio: «Todo
cuanto atareis o desatareis sobre la tierra, será ligado o desligado en el
cielo; a aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados».
Pero al culpable le toca acusarse por sí mismo al juez que le ha de sentenciar.
Ahora bien, ¿quién es este juez? Sólo a Dios debo hacer la declaración de
mis pecados; nadie, ni ángel, ni hombre, ni demonio, tiene derecho a penetrar
en el santuario de mi conciencia, en el tabernáculo de mi alma; Dios sólo
merece este homenaje y lo reclama en este sacramento, para gloria de su Hijo
Jesucristo.
Mas ya os he dicho, hablando de la Iglesia,
que después de la Encarnación, Dios quiere, en la economía ordinaria de su
providencia, dirigirnos por medio de hombres, que hacen entre nosotros las veces
de su Hijo, es como una extensión de la Encarnación y, al propio tiempo, un
homenaje rendido a la humanidad sacratísima de Cristo. ¿Que por qué lo ha
dispuesto así? -Para rescatarnos del pecado y volvernos a la vida divina,
Cristo, el Verbo encarnado, se sumergió en un abismo de humillaciones. En su
humanidad sacratísima padeció, murió, expió y, por haberse así rebajado
Cristo para salvar al mundo, su Padre le ha ensalzado (Fil 2, 7-9); el Padre
quiere glorificar a su Hijo en cuanto hombre: «Le glorifiqué y de nuevo le
glorificaré» (Jn 12,28). Y, ¿qué gloria es la que le tiene reservada? -Le
hace sentar a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; quiere «que toda
rodilla se doblegue ante El y que toda lengua proclame que Jesús es el único
Salvador» (Fil 2, 10-11), porque el Padre «le ha dado todo poder en el cielo y
sobre la tierra» (Mt 28,18). Y entre los atributos de este poder, figura el de
juzgar a todas las almas. «El Padre, nos dice el mismo Jesús, ha depositado
todo poder judicial en manos de su Hijo, a fin de que todos honren a este Hijo;
el cual ha adquirido, sirviéndose de su humanidad, el derecho de ser el
Redentor del mundo» (Jn 5,22 y 27). El Padre ha constituido a Cristo juez del
cielo y de la tierra; en este mundo, juez misericordioso, pero el último día,
como Nuestro Señor mismo lo dijo en el momento de su pasión, «el Hijo del
hombre vendrá sobre las nubes en toda la majestad de su gloria» (Mc 13,26)
para juzgar a los vivos y a los muertos.
Tal es la gloria que el Padre quiere dar a su
Hijo; y la misma gloria quiere que le tributemos nosotros en este sacramento.
Figurémonos un hombre que ha cometido un pecado mortal; viene delante de Dios,
llora su falta, aflige su cuerpo con maceraciones, se propone aceptar toda clase
de expiaciones; Dios le dice: «Está bien, pero quiero que reconozcas el poder
de Jesús mi Hijo, sometiéndote a El en la persona de aquel que entre vosotros
ocupa su lugar; que le representa, por haber recibido, en el día de su ordenación
sacerdotal, comunicación del poder judicial de mi Hijo». Si el pecador no
quiere rendir este homenaje a la humanidad sacratísima de Jesús, Dios rehúsa
oirle; pero si se somete con fe a esta condición, entonces ya no hay faltas, ni
pecados, ni maldades, ni crímenes que Dios no perdone y euyo perdón no renueve
euantas veces lo desee el pecador arrepentido y contrito. Esa declaración debe
hacerse eon el corazón lleno de arrepentimiento, pues la eonfesión no es un
relato, sino una acusación, y por lo mismo, es menester presentarse como un
criminal delante del juez. Esta confesión sencilla y humilde puede naufragar en
dos escollos: la rutina y el escrúpulo.- La rutina, que es
consecuencia de frecuentar la Penitencia por mera costumbre, sin pensar
seriamente lo que se realiza, y el mejor medio de destruirla es excitar nuestra
fe en la grandeza de este sacramento. Ya os lo he dicho: cada vez que nos
confesamos, aun cuando no nos acusemos más que de faltas veniales, se ofrece la
sangre de Jesús a su Padre para obtenernos el perdón.- El escrúpulo consiste
en tomar lo accidental por lo esencial, en detenerse sin motivo en detalles o
circunstancias que no añaden nada sustancial a la falta, caso de que la falta
exista. En la confesión hay que tener deseo de declarar todo cuanto uno tiene
en su corazón, lo cual cs fácil cuando se tiene la excelente costumbre de
examinar cada noehe las acciones del día y si hay duda fundamentada, debemos
aceptar, como una parte de la penitencia, la molestia que muy a menudo resulta
de esto, y exponer sencillamente lo que sabemos. Dios no quiere que la confesión
se eonvierta en tortura para el alma, sino, al contrario, que le comunique la
paz. [Sane vero res et effectus huius sacramenti, quantum ad eius vim et
efficaciam pertinet, reconciliatio est cum Deo, quam interdum in viris piis et
cum devotione hoc sacramentum percipientibus, conscientiæ pax et serenitas, cum
vehementi spiritus consolatione consequi solet.
Conc.Trid., Sess.
XIV,
cap.3].
Mirad al hijo pródigo, cuando vuelve a casa
de su padre. ¿Se detiene en distingos y pormenores sin fin? -De ninguna manera.
Arrójase a los pies de su padre, y le dice: «Soy un pobre desgraciado indigno
de dirigiros la palabra, pero os diré cuanto de malo he hecho»; y al instante
el padre le levanta, y le estrecha entre sus brazos; lo perdona y lo olvida todo
y prepara un festín para celebrar el regreso de su hijo. Así ocurre con el
Padre celestial: Dios encuentra sus delicias en perdonar, porque todo perdón se
otorga en virtud de las satisfacciones de su Hijo predilecto, Jesucristo. La
sangre preciosa de Jesús fue derramada hasta la última gota en remisión de
los pecados, la expiación que ofreció Cristo a la justicia, a la santidad, a
la majestad de su Padre, es de un valor infinito. Ahora bien, cada vez que Dios
nos perdona, cada vez que el sacerdote nos da la absolución, viene a ser como
si se ofreciesen de nuevo al Padre todos los padecimientos, todos los méritos,
todo el amor, toda la sangre de Jesús, y se aplicasen a nuestras almas para
devolverles la vida (o aumentarla cuando no se encuentran más que faltas
veniales). «Instituyó (Jesús) el Sacramento de la Penitencia, por el que,
después del Bautismo, se aplican los méritos de la muerte de Cristo a los
pecadores» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.1). «Que
Jesucristo te absuelva, dice el sacerdote, y yo, en virtud de su autoridad, te
absuelvo de tus pecados». ¿Puede uno perdonar la ofensa cometida contra otro?
-No; sin embargo de ello, dice el sacerdote: yo te absuelvo. ¿Cómo
puede decirlo? -Porque es Cristo quien lo dice por su boca.
Parécenos oir en cada confesión a Jesús que
dice a su Padre: «Padre, te ofrezco por esta alma las satisfacciones y méritos
de mi Pasión; te ofrezco el cáliz de mi sangre derramada para remisión de los
pecados». Entonces, así como Cristo ratifica el juicio y el perdón dados por
el sacerdote, el Padre, a su vez, confirma el juicio emitido y el perdón
otorgado por su Hijo. El nos dice: «Yo también os perdono», palabras que
fijan al alma en la paz. Pensad un poco lo que es recibir de Dios la seguridad
del perdón. Si he ofendido a un hombre leal, y éste, alargándome la mano, me
dice: «Todo está olvidado», no dudo de su perdón.
En el Sacramento de la Penitencia es Cristo,
el Hombre Dios, la Verdad en persona, quien nos dice: «Yo os perdono», y, ¿dudaremos
de su perdón? -No, no se puede dudar; este perdón es absoluto y para siempre.
Dios nos dice: «Aun cuando vuestros pecados sean llamativos como la púrpura,
lavaré vuestras almas de tal suerte que aparecerán resplandecientes como la
nieve» (Is 1,18). «He reducido a la nada vuestras iniquidades y vuestras
faltas, como hago desvanecer las nubes» (ib. 44,22). El perdón de Dios
es digno de El; lo que hace un rey es magnífico; lo que obra un Dios es divino:
creamos en su amor, en su palabra, en su perdón.- Este acto de fe y de
confianza es sumamente agradable a Dios y a Jesús; es un homenaje tributado al
valor infinito de los méritos de Cristo, es proclamar que la plenitud y
universalidad del perdón que Dios otorga a los hombres aquí en la tierra es
uno de los triunfos de la sangre de Jesús.
A la contrición de corazón, a la confesión
de boca debe también ir unida la aceptación humilde de la satisfacción.- Dicha
aceptación es un elemento esencial del sacramento. Antiguamente, era
considerable la obra de satisfacción que había que cumplir; ahora, la
satisfacción que impone el confesor por la pena debida al pecado se reduce a
algunas oraciones, a una limosna, a una práctica de mortificación.
Nuestro Señor, ciertamente, satisfizo y con
sobreabundancia, por nosotros; pero, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV,
cap.8), la equidad y la justicia exigen que, habiendo pecado después del
Bautismo, aportemos nuestra parte de expiación, en saldo de la deuda merecida
por nuestras faltas.- Siendo sacramental esta satisfacción, Jesucristo, por
boca del sacerdote que le representa, la une a sus propias satisfacciones; por
eso es de gran eficacia para producir en el alma la «muerte al pecado».
Cumpliendo esta satisfacción, por nuestros pecados, dice el Santo Concilio de
Trento, nos conformamos con Jesucristo, que ofreció a su Padre una expiación
infinita por nuestras faltas. Hace notar el Concilio que «estas obras de
satisfacción, aun cuando las ejecutemos con toda fidelidad, carecerán, con
todo, de valor si nosotros no estamos unidos a Jesucristo; sin El, en efecto,
por nosotros mismos, nada podemos hacer, pero fortalecidos por su gracia, somos
capaces de cualquier sacrificio. Y así toda nuestra gloria consiste en
pertenecer a Cristo, en quien vivimos, en quien satisfacemos,
cuando hacemos, en expiación de nuestros pecados, dignos frutos de
penitencia; Es es quien valoriza dichos actos de satisfacción, y por El son
ofrecidos al Padre, y debido a El, el Padre los acepta» (Conc.
Trid.,
Sess. XIV, cap.8).
Ya veis qué admirable sacramento han ideado,
para nuestra salvación, la sabiduría, poder y bondad de Dios. En él encuentra
Dios su gloria y la de su Hijo, pues en virtud de los méritos infinitos de Jesús,
por medio de ese sacramento, se nos concede el perdón, se nos restituye o
aumenta la vida divina. Unámonos desde ahora al cántico que entonan al Cordero
los escogidos: «¡Oh, Cristo Jesús, inmolado por nosotros, tú nos has
rescatado con tu sangre preciosa; te sean dados a Ti toda alabanza, todo poder,
toda gloria y todo honor por los siglos de los siglos!»
3. La virtud de la penitencia es necesaria
para mantener en nosotros los frutos del sacramento; naturaleza de esta virtud
Aun después que Dios nos ha perdonado, quedan
en nosotros reliquias del pecado, raíces malas, dispuestas a crecer y producir
malos frutos. La concupiscencia no desaparece del todo ni con el Bautismo, ni
con el sacramento de la Penitencia, y, por consiguiente, si queremos llegar a un
grado elevado de unión con Dios, si queremos que la vida divina adquiera
poderoso desarrollo en nuestras almas, es preciso que trabajemos sin descanso
por contrarrestar esos resabios y por desarraigar esas raíces del pecado, que
desfiguran nuestra alma a los ojos de Dios.
Existe también, fuera de la acción del
sacramento de la Penitencia, un medio eficaz para brotar esas cicatrices del
pecado, que no dejan a Dios comunicarnos su vida con abundancia; este medio es la
virtud de la penitencia. ¿Qué es esta virtud? -Un hábito que, cuando está
bien arraigado, nos inclina de continuo a expiar el pecado y destruir sus
consecuencias. Esta virtud debe, sin duda, manifestarse, como vamos a verlo, por
actos que le son propios; pero es, ante todas las cosas, una disposición
habitual del alma, que despierta y excita en nosotros el pesar de haber ofendido
a Dios y el deseo de reparar nuestras faltas. Tal es el sentimiento habitual que
debe animar nuestros actos de penitencia. Por dichos actos se revuelve el hombre
contra sí mismo para vengar los derechos de Dios que pisoteó, cuando por su
pecado se levantó contra Dios poniendo en oposición su voluntad con la
voluntad santísima divina, y ahora, por estos actos de penitencia, coincide con
Dios en el odio al pecado y con su soberana justicia que reclama la expiación.
El alma considera entonces el pecado a través
de la fe y desde el punto de vista de Dios: «He pecado, dice, he realizado un
acto cuya malicia no puedo calcular, pero que es tan terrible y viola en tal
grado los derechos de Dios, de su justicia, de su santidad, de su amor, que sólo
la muerte de un Hombre-Dios pudo expiarlo». El alma está entonces conmovida y
exclama: «Oh, Dios mío, detesto mi pecado, quiero restablecer vuestros
derechos por medio de la penitencia, preferiria morir antes que ofenderos de
nuevo». Ved ahí el espíritu de penitencia que excita al alma y la
inclina a realizar actos de expiación. Ya comprendéis que esta
disposición de alma es necesaria a todos aquellos que no han vivido en perfecta
inocencia. Cuando nace del temor al infierno, es buena, como dice el Concilio de
Trento (Sess. XIV, cap.4), y agradable a Dios; mas si tiene por motivo el amor,
entonces es excelente y perfecta, y cuanto más aumente el amor de Dios, más
necesidad experimentaremos también de ofrecer a Dios el sacrificio de eun corazón
contrito y humillado» (Sal 50,19) y de repetir con el publicano del Evangelio:
«Tened piedad de mí, que soy un pobre pecador» (Lc 18,13). Cuando este
sentimiento de compunción es habitual, mantiene al alma en una gran paz; la
conserva en la humildad y llega a ser poderoso instrumento de purificación; nos
ayuda a mortificar nuestros instintos desordenados, nuestras tendencias
perversas, todo aquello, en una palabra, que podría arrastrarnos a nuevas
faltas. Cuando uno posee esta virtud, está atento para emplear cuantos medios
encuentre de reparar el pecado. (Ver Jesucristo, ideal del monje,
cap.VIII). Es esta virtud nuestra mejor garantía de perseverancia en el camino
de la perfección, por ser ella, mirándolo bien, una de las formas más puras
del amor; ama uno de tal modo a Dios y siente tan profundamente el haberle
ofendido, que quiere expiarlo y dar una reparación; es un manantial de
generosidad y de olvido de sí mismo. «La santidad, dice el P. Faber, ha
perdido el principio de su crecimiento, cuando prescinde del pesar y sentimiento
constante de haber pecado, pues la raíz del progreso no es solamente el amor,
sino el amor nacido del perdón» (Progreso del alma, cap.XIX). Ciertas
almas, aun piadosas, al oir la palabra penitencia o mortificación, que expresan
la misma idea, experimentan a veces un sentimiento de repulsión. ¿De dónde
proviene? -No debe extrañarnos; tal sentimiento tiene un origen psicológico.
Nuestra voluntad busca necesariamente el bien en general la felicidad, o algo
que parece serlo. Ahora bien, la mortificación que refrena alguna de las
tendencias de nuestros sentidos, algunos de nuestros deseos más naturales,
aparece a dichas almas como algo contrario a la felicidad, de ahí, pues esta
repugnancia instintiva en presencia de todo cuanto constituye la práctica del
renunciamiento de sí mismo. Además, vemos muchas veces en la mortificación un
fin, cuando no es más que un medio, medio necesario sin duda, indispensable,
pero al fin medio. No minimizamos el Cristianismo, al reducir a papel de medio
la renuncia de uno mismo.
El Cristianismo es un misterio de muerte y de
vida pero la muerte no tiene otro objeto que el de salvaguardar la vida divina
en nosotros: «No es Dios de muertos, sino de vivos». «Cristo, al morir,
destruyó la muerte, y al resucitar nos restituyó la vida» (Prefacio de la
Misa de Pascua). La obra esencial del Cristianismo, el fin último quel persigue
de por sí, es una obra de vida, el Cristianismo es la reproducción de la vida
de Cristo en el alma. Ahora bien, como ya os tengo dicho la existencia de Cristo
ofrece este doble aspecto: «entregóse a la muerte por nuestros pecados,
resucitó a fin de comunicarnos la vida de la gracia» (Rm 4,25). El cristiano
muere a todo cuanto es pecado, pero para vivir más intensamente de la vida de
Dios; la penitencia, de consiguiente, no es, en principio, sino un medio para
conseguir la vida. Ya lo notó muy bien San Pablo cuando dijo: «Llevemos
siempre en nuestros cuerpos la mortificacion de Jesús, para que la vida de Jesús
se manifieste en nosotros» (2Cor 4,10). Que la vida de Cristo, que tiene su
principio en la gracia y su perfección en el amor, tome incremento en nosotros:
ése es el objetivo y no hay otro. Para conseguirlo, es necesaria la mortificación;
por eso dice San Pablo: «Los que pertenecen a Cristo, en cuyo número por
nuestro bautismo nos contamos nosotros, crucifican su carne con sus vicios y
concupiscencias» (Gál 5,24). Y en otro lugar, dice todavía con lenguaje más
explícito: «Si vivís según los instintos de la carne, haréis morir en
vosotros la vida de la gracia; pero si mortificáis sus malas inclinaciones,
viviréis vida divina» (Rm 8,13).
4. Su objeto: restablecer el orden y
hacernos semejantes a Jesús crucificado. Principio general y diversas
aplicaciones de su ejercicio
Veamos cómo se realiza esto; veamos con más
detalle por qué y cómo debemos morir para vivir, por qué y cómo,
según dice Nuestro Señor mismo, debemos «perdernos para salvarnos» (Jn
12,25). Dios creó el primer hombre en entera rectitud (Ecli 6,30). En Adán las
facultades inferiores de los sentidos estaban enteramente sometidas a la razón,
y la razón perfectamente sometida a Dios. Con el pecado desapareció este orden
armonioso, rebelóse el apetito inferior y entablóse la lucha de la carne
contra el espíritu. «Desgraciado de mí, exclama San Pablo, que no puedo
realizar el bien que me propongo cumplir, y en cambio, pongo por obra el mal que
no quisiera ejecutar» (Rm 7, 19-20). Es la Concupiscencia, movimiento del
apetito inferior, la que nos inclina al desorden y nos incita al pecado. Ahora
bien, esta Concupiscencia de los ojos, de la carne y del orgullo (1Jn 2,16)
propende a crecer y a dar frutos de pecado y de muerte sobrenatural; luego, para
que la vida de la gracia se mantenga en nosotros y se desarrolle, hay que
mortificar, es decir, reducir a la impotencia, «dar la muerte», no a nuestra
misma naturaleza, sino a aquello que en nuestra naturaleza es origen de desorden
y de pecado: instintos desordenados de los sentidos, desvaríos de la imaginación,
perversas inclinaciones. Este es el fundamento de la necesidad de la penitencia:
restablecer en nosotros el orden, devolver a la razón, sumisa ya a Dios, el
imperio sobre las potencias inferiores, que permitan a la voluntad su entrega
total a Dios: en esto consiste la vida. No olvidéis que el Cristianismo en
principio sólo exige la mortificación para destruir en nosotros todo cuanto se
opone a la vida: el cristiano, por el renunciamiento, procura eliminar de su
alma todo elemento de muerte espiritual, a fin de permitir a la vida divina
desarrollarse dentro de él con toda libertad, con toda facilidad, en toda su
plenitud.
Desde este punto de vista, la mortificación
es una consecuencia rigurosa del bautismo e iniciación cristiana. San Pablo nos
dice que el neófito, sumergido en la sagrada pila, muere para el pecado y
comienza a vivir para Dios; esta doble fórmula condensa, como ya hemos visto,
toda la conducta cristiana, pues no podemos ser cristianos si primero no
reproducimos en nosotros la muerte de Cristo, renunciando al pecado.
¿En qué consiste, me diréis, esta muerte
para el pecado?, ¿hasta dónde se extiende, qué aplicación práctica
deberemos hacer de la ley del renunciamiento? Esta aplicación, como es natural,
puede variar de mil maneras, pues las almas no están todas en el mismo estado,
y son muy diversas las situaciones por que atraviesa cada una. San Gregorio
Magno (Hom.
XX,
in Evang., c. 8. Regula pastoralis
p. III, c. 29) sienta como principio que cuanto más perturbado haya sido el
orden sobrenatural por el predominio del apetito inferior, durante más tiempo
hemos de practicar la mortificación. Hay almas que han sido más profundamente
afectadas por el pecado; las raíces del mismo son en ellas más profundas, las
fuentes del desorden espiritual más activas; esta en ellas más expuesta la
vida de la gracia. Para tales almas, la mortificación deberá ser más
vigilante, mas vigorosa, más continua. En algunas almas más adelantadas ya en
la vida espiritual, las raíces del pecado son más tenues, más débiles, menos
vigorosas; la gracia se encuentra con un terreno más generoso, más fecundo; la
necesidad de penitencia para tales almas, en cuanto que la penitencia tiene
por objeto hacer morir el pecado, será menos imperiosa, y menos perentoria
la obligación del renunciamiento. Mas para estas almas fieles, en las cuales
abunda la gracia, existe otra razón de la cual trataremos más tarde, que es la
de imitar más perfectamente a Cristo, nuestro Jefe, y Cabeza de un cuerpo místico,
cuyos miembros son todos solidarios. Es muy grande el acicate que ese motivo
ofrece a esas almas generosas.
Este es un principio general, pero sea cual
fuere la medida de su aplicación, hay obras que todo cristiano está obligado a
cumplir, como son: la observancia exacta de los mandamientos de Dios, los
preceptos de la Iglesia, las prácticas de Cuaresma, las vigilias, las Témporas;
la fidelidad continua a los deberes de estado, a la ley del trabajo; la
vigilancia para huir constantemente de las múltiples ocasiones de pecar;
observancias todas que exigen las más de las veces actos de renuncia y
sacrificios costosos a la naturaleza.
Hay que luchar además contra determinados
defectos que asfixian o debilitan la vida divina: en un alma, es el amor propio;
en otra, la ligereza; en ésta, la envidia o la cólera, en aquélla, la
sensualidad o la pereza. Tales defectos, dejados sin combatir, son fuente de mil
faltas e infidelidades voluntarias que ponen trabas a la acción de Dios en
nosotros. Por insignificantes que nos parezcan tales vicios, nuestro Señor
espera de nosotros que nos ocupemos de ellos, que trabajemos generosamente,
mediante una vigilancia constante sobre nosotros mismos merced a un cuidadoso
examen de las acciones de cada día, mediante la mortificación corporal y la
renuncia interior, hasta lograr extirparles, que no descansemos hasta que las raíces
queden tan debilitadas, que no puedan ya producir más frutos, pues cuanto más
debilitadas queden dichas raíces, más poderosa resultará en nosotros la vida
divina, siendo más fácil su desarrollo.
Existen por último ocasiones de
renunciamiento que nos salen al paso en el curso ordinario de la vida, dirigido
por la providencia, y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de
Jesucristo; tales son: el padecimiento, la enfermedad, la desaparición de seres
queridos, los reveses de fortuna, las adversidades, las contrariedades, los obstáculos
que dificultan la realización de nuestros planes, la falta de éxito en
nuestras empresas, las decepciones, los momentos de disgusto, las horas de
tristeza, el peso del día que tanto abrumaba en algún tiempo a San
Pablo (Rm 9,2) hasta el punto de que la misma «existencia constituía para él
una pesada carga» (2Cor 1,8); todas esas miserias que, mortificando nuestra
naturaleza y poniéndonos en trance de morir un poco todos los días -«todos
los días muero» (1Cor 15,31)- nos ayudan a desasirnos de nosotros mismos y de
las criaturas.
5. Cómo en Cristo hallamos consuelo y cómo
unidos a los suyos, adquieren valor nuestros actos de renunciación
Este es el sentido de esa frase del Apóstol:
«todos los días muero»: morir todos los días para vivir un poco más cada día
de la vida de Cristo. Y al hablar de sus padecimientos, escribe estas palabras
profundísimas aunque a primera vista desconcertantes: «Completo, por medio de
los padecimientos en mi carne, lo que falta a los padecimientos de Cristo, y lo
completo en favor de la Iglesia, su cuerpo místico» (Col 1,24). ¿Falta algo
por ventura a los padecimientos y satisfacciones de Cristo? Ciertamente que no.
Como ya os tengo dicho, su valor es infinito; siendo los padecimientos de
Cristo, padecimientos de un HombreDios que vino a reemplazarnos, nada falta para
la perfección y plenitud de sus padecimientos; éstos han sido más que
suficientes para el rescate de todos «El es propiciación por todos los pecados
de todo el mundo» (1Jn 2,2). ¿Por qué habla, pues, San Pablo del «complemento»
que él mismo aporta a tales padecimientos? San Agustín nos da hermosísima
respuesta: El Cristo total se compone de la Iglesia unida a su jefe; de los
miembros, que somos nosotros, unidos a la cabeza, que es Cristo. La cabeza de
este cuerpo místico, que es Cristo, apuró hasta las heces la copa del
sufrimiento; sólo falta que sufra también en su cuerpo y en sus miembros, y
vosotros sois ese cuerpo y esos miembros.
[Impletæ erant omnes passiones, sed in capite;
restabant adhuc Christi passiones in corpore; vos autem corpus et membra.
Enarrat. in Sal. LXXXVII, c. 5].
Contemplad a Jesucristo camino del Calvario,
cargado con la cruz y cayendo por tierra abrumado por su peso. Su divinidad, si
El quisiera, sostendría a su humanidad, pero no lo quiere. ¿Por qué? -Porque
quiere, para expiar el pecado, experimentar en su carne inocente los estragos
causados por el pecado. Pero los judíos temen que Jesús no llegue con vida al
sitio de la crucifixión, y obligan a Simón Cirineo a ayudar a Cristo a llevar
su cruz, ayuda que acepta Jesús. Simón, en esta ocasión, representa a todos;
cuantos somos miembros del cuerpo místico de Cristo, debemos ayudar a Jesús a
llevar su cruz. Podemos estar seguros de que en verdad pertenecemos a Cristo,
si, imitando su ejemplo, nos renunciamos a nosotros mismos y cargamos con
nuestra cruz. «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz y sígame» (Lc 9,23). Aquí está el secreto de esas mortificaciones
voluntarias que afligen y desgarran el cuerpo, y de aquellas otras que reprimen
los deseos, aun legítimos, del espíritu, y que realizan las almas fuertes, las
almas privilegiadas y santas. Estas almas expiaron sin duda sus faltas, pero el
amor las impele a expiar por aquellos miembros del cuerpo de Cristo que ofenden
a su Cabeza, a fin de que no disminuyan en el cuerpo místico ni la belleza ni
el esplendor de la vida divina. Si amamos de veras a Cristo, tomaremos
generosamente nuestra parte, conforme al consejo de un prudente director, en
aquellas mortificaciones voluntarias, que harán de nosotros discípulos menos
indignos de un Dios crucificado. ¿No era, por ventura, esto mismo lo que
anhelaba San Pablo, cuando escribía que quería renunciar a todo, «a fin de
ser admitido a la comunión de los padecimientos de Cristo y asemejarse a El
hasta la muerte?» (Fil 3, 8-10).
Si nuestra naturaleza experimenta alguna
repulsión, pidamos al Señor que nos dé fuerza para imitarle y seguirle hasta
el Calvario. Según aquel hermoso pensamiento de San Agustín, la hez del cáliz
del padecimiento y renuncia, del cual tenemos que gustar algunas gotas, la ha
reservado para sí el inocente Jesús, como médico compasivo: «No podrás ser
curado a menos que bebas del cáliz amargo; el médico sano bebió primero, para
que no dudase en beber el enfermo» (De verbis Domini. Serm XVIII, c. 7 y
8). Cristo sabe lo que es el sacrificio por haberlo experimentado El mismo. «El
pontifice que vino a salvarnos, no es de aquellos que son incapaces de tomar
parte en nuestros padecimientos; antes bien, para asemejarse a nosotros, hizo
experiencia de todos ellos» (Heb 4,15); ya os he dicho hasta qué extremo llevó
su compasión Nuestro Señor. Ahora bien, no olvidemos que al tomar parte así
en nuestros dolores y en aquellas miserias que eran compatibles con su
divinidad, santificó Cristo nuestros padecimientos, nuestras enfermedades,
nuestras expiaciones, y mereció a fin de que nosotros pudiéramos
sobrellevarlos, y para que fuesen a la vez agradables a su Padre. Mas para eso,
es menester unirnos íntimamente a Nuestro Señor por la fe y el amor, y aceptar
el llevar la cruz en pos de El.
De esta unión arranca todo el valor de
nuestros padecimientos y sacrificios, pues de suyo nada valdrían para el cielo,
pero unidos a los de Cristo, llegan a ser sumamente agradables a Dios y
saludabilísimos para nuestras almas. [Véase el texto del Concilio de Trento
antes citado]. Esta unión de nuestra voluntad a Nuestro Señor en el
padecimiento, se convierte para nosotros en un manantial de consuelos. Cuando
padecemos, cuando nos hallamos apenados, tristes, abatidos, quebrantados por la
adversidad, envueltos en mil dificultades, y nos llegamos a Jesucristo, no nos
vemos exonerados de nuestra cruz, toda vez que el servidor no ha de ser de mejor
condición que su amo (Lc 6,40), pero sí reconfortados. El mismo Jesucristo nos
lo dice: quiere que llevemos su cruz, como condición indispensable para ser sus
verdaderos discípulos, pero promete a la vez su ayuda a aquellos que acudan a
El en busca de alivio en sus padecimientos. El mismo nos dirige esta invitación:
«Venid a Mí todos cuantos padecéis y soportáis el peso de la aflicción, y
yo os aliviaré» (Mt 11,28).
Su palabra es infalible; si os dirigís a El
con confianza, estad seguros de que se inclinará hacia vosotros, lleno de
misericordia, conforme a las palabras del Evangelio: «Movido por la
misericordia» (Lc 8,13). ¿Acaso no se hallaba abrumado de pena cuando dijo: «Alejad
de mí, Padre mío, este cáliz tan amargo?» Pues bien, dice San Pablo que una
de las razones por las cuales quiso Cristo sentir el dolor, fue para adquirir
experiencia y poder aliviar a cuantos acudiesen a él (Heb 4,15, y 2, 16-18). El
es el buen samaritano que, inclinándose hacia la humanidad enferma, le otorga,
juntamente con la salud, el consuelo del Espíritu de amor, pues de El procede
todo cuanto puede constituir un verdadero consuelo para nuestras almas. Ya lo
dijo San Pablo: «Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así
también por Cristo abunda nuestro consuelo» (2Cor 1,5). Fijaos cómo
identifica sus tribulaciones con las de Jesús, ya que es miemhro del cuerpo místico
de Cristo y es del mismo Cristo de quien recibe el consuelo.
¡Qué bien se realizaron en él estas
palabras! ¡Qué parte tan importante tomó en los dolores de Cristo! ¡Leed
aquel cuadro, tan vivo y conmovedor, de las dificultades continuas que asedian
al Apóstol durante sus viajes apostólicos: «Más de una vez vi de cerca la
muerte; cinco veces fui flagelado, tres veces azotado con varas; una vez fui
lapidado, tres veces padecí naufragio, una noche y un día enteros los pasé
flotando a merced de las olas. En mis numerosos viajes me he visto muchas veces
rodeado de peligros: peligros en los ríos, peligros de ladrones, peligros de
parte de los de mi nación, peligros de parte de los infieles; peligros en las
ciudades, peligros en los desiertos, en el mar; peligros por parte de los falsos
hermanos, en trabajos y fatigas, en muchas vigilias; padecimientos de hambre y
sed; multiplicados ayunos, frío, desnudez, y sin hacer mención de tantas otras
cosas, ¿recordaré mis preocupaciones de cada día, y la solicitud y cuidado de
las Iglesias que he fundado?» (ib. 11, 24-29).
¡Oh, qué cuadro!, ¡qué angustiada debía
estar el alma del gran Apóstol agitada por tantas miserias, que se renovaban
sin cesar! Con todo, en todas esas tribulaciones estoy «rebosando de gozo» (ib.
7,4). ¿Cuál es el secreto de este gozo? -El amor hacia Cristo que murió por
nosotros (ib. 5,14); de Cristo le viene esta abundancia de consuelo (ib.
1,5). Estando unido a Cristo por amor, permanece impertérrito en medio de todas
las miserias y privaciones a que se ve reducido. ¿Quién me separará de la
caridad de Cristo? ¿Será la tribulación, la angustia, la persecución, el
hambre, el peligro, la espada? Según lo que está escrito: Por causa tuya, Señor,
estamos día y noche expuestos a la muerte y se nos mira como ovejas destinadas
al cuchillo; pero de todas estas pruebas, añade, «hemos salido vencedores
gracias a Aquel que nos amó» (ib. 5,15). Tal es el grito del alma que
ha comprendido el amor inmenso de Cristo en la Cruz y que desea como verdadero
discípulo seguir sus huellas hasta el Calvario, tomando, por amor, su parte en
los padecimientos del divino Maestro, pues, como ya os tengo dicho, nuestros
sacrificios, nuestros actos de renuncia y de mortificación, reciben de la Pasión
de Cristo y de sus padecimientos, todo su valor sobrenatural para destruir el
pecado y acrecentar en nosotros la vida divina. Debemos procurar unirlos, por la
intención, al Sacramento de la Penitencia, que nos aplica los méritos de los
padecimientos de Cristo con el fin de hacernos morir para el pecado. Si así lo
hacemos, la eficacia del Sacramento de la Penitencia se extenderá, por decirlo
así, a todos los actos de la virtud de penitencia, para aumentar su fecundidad.
6. Conforme al espíritu de la Iglesia es
preciso conectar los actos de la virtud de la penitencia con el sacramento
Ese es, por otra parte, el pensamiento de la
Iglesia: Ved sino cómo después que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha
impuesto la satisfacción necesaria, y por la absolución ha lavado nuestra alma
en la sangre divina, recita sobre nosotros las palabras siguientes: «Todos
cuantos esfuerzos hicieres para practicar la virtud, todas cuantas molestias
padecieres, te sirvan para la remisión de los pecados, aumento de la gracia y
premio de vida eterna». Esta oración, aunque no es esencial al sacramento,
como es la Iglesia quien la ha fijado, además de la doctrina que en sí
contiene, doctrina que, naturalmente, la Iglesia desea ver traducida en obras,
tiene valor de sacramental. Por medio de esta oración, el sacerdote comunica a
nuestros padecimientos, a nuestros actos de satisfacción, expiación,
mortificación, reparación y paciencia, que une y relaciona con el sacramento,
tal eficacia, que nuestra fe nos obliga a detenernos en algunas consideraciones
sobre este punto, tratando de que os forméis sobre él una idea perfectamente
clara.
En remisión de tus pecados.-
El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos
dice que Dios usa de tal liberalidad y largueza en su misericordia, que no sólo
nos sirven de satisfacción ante el Padre Eterno, mediante los méritos de
Jesucristo, las obras de expiación que el sacerdote nos imponga o que nosotros
mismos libremente elijamos, sino también todas las penas inherentes a nuestra
condición de pobres mortales, todas las adversidades temporales que Dios nos
envía o permite, siempre que las sobrellevemos con paciencia. Por eso, nunca os
recomendaré bastante una práctica excelente y fecunda, que consiste en aceptar
cuando comparecemos ante el sacerdote, o más bien, ante Jesucristo, para
acusarnos de nuestras faltas, todas las penas, todas las contrariedades, todas
las cosas desagradables que en lo sucesivo puedan sobrevenirnos, a fin de que
nos sirvan de reparación por nuestros pecados; más aún, conviene que en aquel
momento formemos el propósito de ejecutar, hasta la confesión siguiente, algún
acto especial de mortificación, aunque este acto no sea muy penoso. La
fidelidad a esta práctica, tan conforme al espíritu de la Iglesia, resulta
sumamente fecunda. En primer lugar, descarta el peligro de la rutina. Un alma
que por medio de la fe se reconcentra así en la consideración de la grandeza
de este sacramento, en el cual se nos aplica la sangre de Jesucristo; un alma
que, estimulada por el amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con
Cristo en la cruz, todo cuanto se presente, en el transcurso de su existencia,
por duro, difícil, penoso y mortificante que ello sea, puede considerarse
inmunizada contra esa especie de embotamiento de la sensibilidad que la práctica
de la confesión frecuente engendra en algunas conciencias. Esta práctica
constituye, además, un acto de amor sumamente agradable a Nuestro Señor,
porque es una señal de que estamos dispuestos a tomar parte en los
padecimientos de su Pasión, que es el más santo de sus misterios. En fin,
renovada con frecuencia, nos ayuda a adquirir poco a poco ese verdadero espíritu
de penitencia, que es tan necesario para hacernos semejantes a Jesús, Nuestro
Señor y Maestro.
Añade luego el sacerdote: «Todo cuanto hagas
o padezcas, redunde en acrecentamiento de la vida divina en ti». La muerte, ya
os lo he dicho, es aquí preludio de vida. «El grano de trigo, dice Nuestro Señor,
debe primero morir en tierra antes de germinar y producir la rica mies que el
padre de familia cosechará en sus graneros». Y esta vida sera tanto más
vigorosa y tanto más abundará la gracia en nosotros, cuanto más hayamos
reducido, debilitado, disminuido, por medio de ese espíritu de renuncia, todos
los obstáculos que se oponen a su libre desarrollo. Retened, pues, para
siempre, esta verdad capital: que nuestra santidad es de un orden esencialmente
sobrenatural y que dimana de Dios. Cuanto más se purifique el alma del pecado
por la mortificación y el desasimiento, cuanto más se vacíe de sí misma y de
la criatura, tanto más poderosa resultará en ella la acción divina. Cristo
mismo nos lo dice y también nos asegura que su Padre se sirve del padecimiento
para hacer más fecunda la vida en el alma. «Yo soy la vid, mi Padre el viñador
y vosotros los sarmientos. Todo ramo que trae fruto,lo poda mi Padre para que
produzca en mayor abundancia, pues es gloria de mi Padre que vosotros deis
copiosísimos frutos» (Jn 15, 1-8). Cuando el Padre Eterno ve que un
alma, unida ya a su Hijo por la gracia, desea resueltamente darse del todo a
Cristo, quiere que abunde en ella la vida y aumente su capacidad. Para ello,
pone El mismo manos a la obra en este trabajo de renuncia y desasimiento,
condición previa de nuestra fecundidad; poda todo cuanto impide que la vida de
Cristo produzca todos sus efectos y todo cuanto pueda ser obstáculo a la acción
de la savia divina. Nuestra corrompida naturaleza contiene raíces que propenden
a producir malos frutos, y Dios, por medio de los múltiples v profundos
padecimientos que permite o envía, y por medio de las humillaciones y
contradicciones, purifica el alma, la taladra, la castiga, la separa, por
decirlo así, de la criatura, la vacía de sí misma, a fin de hacerle producir
numerosos frutos de vida y de santidad.
Por fin, termina el sacerdote: «Todo se te
convierta en recompensa para la vida eterna». Después de haber restablecido en
este mundo el orden que permite el aumento y crecimiento de la vida de Cristo en
nosotros, nuestros padecimientos, nuestros actos de expiación, nuestros
esfuerzos para obrar el bien, aseguran al alma una participación en la gloria
celestial. Recordad la conversación que sostienen los dos discípulos camino de
Emmaús al día siguiente de la Pasión. Desconcertados con la muerte del divino
Maestro, que parecía poner término a sus esperanzas en un reino mesiánico,
ignorantes todavía de la resurrección de Jesús, se comunican mutuamente el
profundo desengaño que han experimentado. Júntase a ellos Cristo en figura de
peregrino, les pregunta cuál es el tema de su conversación, y después de oír
la expresión de su desaliento, Sperabamus. «Esperábamos»: «¡Ah,
hombres necios y de corazón lento para creer!, les reprende al instante; ¿acaso
no era preciso que Cristo padeciese todas estas cosas antes de entrar en su
gloria?» (Lc 24,26) [San Pablo se refería a estas palabras del divino Maestro
cuando escribía a los Hebreos (2,9): Videmus Iesum propter passionem mortis
gloria et honore coronatum. +Fil 2, 7-9]. Lo mismo ocurre con nosotros; es
preciso que participemos de los padecimientos de Cristo si hemos de gozar de su
gloria.
Esta gloria y bienaventuranza serán inmensas:
«No os desaniméis en medio de vuestras tribulaciones, escribe San Pablo, antes
al contrario, porque aunque el hombre exterior, sujeto a decadencia, se va
debilitando sin cesar, el hombre interior se renueva de día en día hasta
alcanzar el término feliz, y así nuestra ligera y momentánea aflicción prodúcenos
un peso eterno de gloria del cual no podemos concebir ni una idea aproximada»
(2Cor 4,17). «Así como -escribe en otro lugar- si somos hijos de Dios, somos
sus herederos y coherederos de Cristo, siempre que padezcamos con El para ser
también glorificados con El»; y añade: «Pues estimo que los padecimientos de
este tiempo presente no guardan proporción con la gloria futura que ha de
manifestarse en nosotros» (Rm 8, 17-18). Por eso, en la medida misma en que
participemos de los padecimientos de Cristo, podemos alegrarnos, pues cuando se
manifieste la gloria de Cristo en el último día, estaremos rebosando de
contento (1Pe 4,13).
Animo, pues, os repetiré con San Pablo: «Mirad,
decía, aludiendo a los juegos públicos de su tiempo, mirad a qué régimen tan
severo se someten aquellos que quieren tomar parte en las carreras del circo,
para ganar el premio. Y ¡qué premio! Corona de un día; al paso que nosotros,
si nos imponemos el renunciamiento (1Cor 9, 24-25) es para obtener una corona
inmarcesible; la corona de participar para siempre de la gloria y
bienaventuranza de nuestro Rey». «En este mundo pasáis, dice el Señor, por
la aflicción; el mundo que no me conoce vive en medio del placer, al paso que
vosotros, ejercitándoos con viva fe, lleváis conmigo el peso de la cruz pero
volveré a veros el último día, y entonces vuestro corazón rebosará de gozo
y nadie os lo podrá arrebatar» (Jn 16, 20-22).