PARTE II-A
La muerte para el pecado
3
Delicta
quis intelligit?
La muerte para el pecado fruto primero de
la gracia bautismal, primer aspecto de la vida cristiana
Por su simbolismo y por la gracia que produce,
el Bautismo, como lo indica San Pablo, imprime en toda nuestra existencia un
doble carácter de «muerte para el pecado» y de «vida para Dios»: Es el
cristianismo, propiamente hablando, una vida, no cabe duda: «Vine para que
tengan vida», nos dice Nuestro Señor; es la vida diviua, que de la humanidad
de Cristo, donde reside en toda su plenitud, rebosa a cada una de las almas.
Ahora bien, esta vida no se desenvuelve en nosotros sin esfuerzo; su desarrollo
presupone la destrucción previa de lo que a ella se opone, esto es, el pecado;
el pecado es el obstáculo que impide la vida divina; pone trabas a su
desarrollo y aun a su permanencia en nuestras almas.
Pero, me diréis, ¿acaso no destruyó el
Bautismo al pecado en nosotros? -Cierto que sí; borra el pecado original, y
tratándose de adultos, también los pecados personales; y aun remite las deudas
del pecado, y produce en nosotros «la muerte para el pecado». Según los
designios de Dios, de una manera definitiva, de suerte que no debcmos recaer más
«en la servidumbre del pecado».
El Bautismo, sin embargo, no desarraiga la
concupiscencia; ese foco de pecado perdura en nosotros, porque Dios así lo
quiso, para que nuestra libertad pudiera ejercitarse en la lucha y el combate, y
de ese modo lográsemos, según frase del Concilio Tridentino, «una amplia
cosecha de méritos» (Catecismo, c. XVI). La muerte para el pecado,
comenzada en el Bautismo, es para nosotros condición de vida; debemos seguir
cohibiendo todo lo posible la acción de la concupiscencia, pues sólo con esta
condición, y en el grado mismo en que renunciemos al pecado, a sus hábitos y
sus ligaduras, se desenvolvera en nuestra alma la vida divina.
Uno de los medios para llegar a esta destrucción
necesaria del pecado consiste en tenerle odio y en no pactar con él, como no se
pacta con un enemigo a quien se odia.
Para llegar a este odio del pecado, sería
menester que conociéramos su profunda malicia e infernal fealdad. Mas, ¿quién
podrá conocer debidamente la malicia del pecado? -Para ello sería preciso
conocer al mismo Dios, a quien el pecado ofende; por eso exclama el Salmista:
«¿Quién comprende lo que es el pecado?» (Sal 18,13).
Tratemos, con todo, de formarnos alguna idea
de él aunque sea borrosa, a la luz de la razón, y sobre todo de la Revelación.
Supongamos a un cristiano que comete a sabiendas un pecado grave: que viola
deliberadamente, en materia grave, uno de los Mandamientos de la Ley de Dios. ¿Qué
hace esa alma? ¿Qué le sucede? -Pues, sencillamente, desprecia a Dios; se
alista en las filas de los enemigos de Cristo para darle muerte, y, por otra
parte, destruye en sí misma la vida divina: éste es el fruto del pecado.
1. El pecado mortal, desprecio en la práctica
de los derechos y perfecciones de Dios; causa de los padecimientos de Cristo
El pecado, se ha dicho, es el mal de Dios.
Este término, como sabéis, no es
estrictamente exacto, y sólo se ajusta a nuestro modo de hablar, pues el
padecimiento es incompatible con la divinidad. El pecado es el mal de Dios, en
el sentido de que es la negación, por parte de la criatura, de la existencia de
Dios, de su verdad, de su soberanía, de su santidad, de su bondad. ¿Qué hace,
en efecto, el alma de que os hablé, al cometer libremente una acción contraria
a la Ley de Dios? -Prácticamente niega que Dios sea la soberana sabiduría y
tenga autoridad para poder legislar; niega de hecho la santidad de Dios y rehusa
tributarle la adoración que le es debida; en la práctica, niega su
Omnipotencia, y su derecho a reclamar obediencia de seres que todo lo recibieron
de El; no reconoce, además, su bondad suprema, digna de ser preferida a todo lo
que no sea ella; rebaja a Dios y le coloca en grado inferior a la criatura. Non
serviam! «No os reconozco, ni os he de servir» el alma pecadora repite
estas palabras del rebelde en el día de su rebelión. ¿Las profiere acaso
verbalrnente? -No, siempre, por lo menos, no; no lo quisiera tal vez, pero lo
dice a gritos con sus actos. El pecado es la negación práctica de las
perfecciones divinas, el desprecio práctico de los derechos de Dios; prácticamente,
si no lo hiciera imposible la naturaleza de la divinidad, el alma pecadora heriría
la majestad y la bondad infinitas: destruiría a Dios.
¿No es precisamente esto lo que ha sucedido?
¿No llegó el pecado hasta dar muerte a Dios, cuando Dios asumió una
naturaleza humana?
Ya dijimos cómo los padecimientos y la Pasión
de Cristo constituyen la revelación más sorprendente del amor divino: «Ningún
amor supera a este amor» (Jn 15,13). Igualmente no hay revelación más
impresionante de la inmensa malicia del pecado.- Contemplemos con fe, durante
algunos instantes, los dolores que el Verbo encarnado hubo de soportar cuando
llegó la hora de expiar el pecado; difícilmente podremos sospechar hasta qué
abismos de padecimientos y humillaciones le hizo descender el pecado. Cristo Jesús
es el propio Hijo único de Dios; objeto de las complacencias del Padre; su
Padre nada desea tanto como su glorificación: «Le glorifiqué y de nuevo le
glorificaré» (ib. 12,28); está lleno de gracia, sobrenadando en
gracia; es un pontífice inocente; si bien es verdad que se nos asemeja, no
conoce, con todo ello, el pecado; ni siquiera la menor imperfección: «¿Quién,
preguntaba a los judíos, me podrá redarguir de pecado?» (ib. 8,46). «El
príncipe del mundo, esto es, Satanás, nada encontrará en mí que le
pertenezca» (ib. 14,30). Tan cierto es esto, que sus más encarnizados
enemigos, los fariseos, escudriñaron inútilmente en su vida, examinaron su
doctrina, espiaron también, como sólo es capaz de hacerlo el odio, todos sus
actos y palabras, y no pudieron encontrar motivo alguno para condenarle; y para
inventar un pretexto, fue necesario acudir a falsos testigos. Jesús es la
pureza misma, el «reflejo de las perfecciones infinitas de su Padre, el
esplendor fulgurante de su gloria» (Heb 1,3).
Mas ved, esto no obstante, cómo trató el
Padre a tal Hijo, llegado el momento en que Jesús saldaba por nosotros la deuda
debida a la divina justicia por nuestros pecados. Ved cómo ha sido maltratado
este «Cordero de Dios» que ha ocupado el lugar de los pecadores.- Quiso el
Padre Eterno, con ese querer al que nada resiste, destrozarlo con los
padecimientos (Is 53,10). En el alma santa de Jesús se agolpan oleadas de
tristeza, de tedio, de temor y de fatiga hasta el punto de cubrirse su cuerpo
inmaculado de un sudor de sangre; está tan «turbado y oprimido por el torrente
de nuestras iniquidades» (Sal 17,5), que ante la repugnancia experimentada por
su naturaleza sensible, pide a su Padre que le exima de tener que beber el cáliz
de amargura que se le presenta. «¡Padre mío! ¡Si es posible, aparta de mí
este cáliz!» La víspera, en la última Cena, no hablaba de este modo. «Quiero»,
decía entonces a su Padre, pues es su igual; pero ahora, la vergüenza con que
le cubren los pecados de los hombres, que El tomó sobre Sí, embarga toda su
alma, y cual si fuera un criminal, dirige esta humilde súplica: «Padre, si es
posible...»
Pero el Padre no lo quiere; es la hora de la
justicia, la hora en que ha de entregar a su Hijo, a su propio Hijo, cual si
fuera un juguete, al poder de las tinieblas. «Esta es vuestra hora y la del
poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Traicionado por uno de sus Apóstoles,
abandonado de los otros, renegado por el jefe de todos ellos, Jesucristo se
convierte, en manos de la chusma, en objeto de burlas y de ultrajes; vedle, a El
Dios Todopoderoso, abofeteado; su adorable rostro, alegría de los santos,
cubierto de salivazos; se le flagela, atraviesan su frente y su cabeza con
punzante corona de espinas; por escarnio se le coloca un manto de púrpura sobre
los hombros, se le pone una caña en la mano, y luego, la soldadesca dobla la
rodilla ante El con insolente mofa. ¡Qué cúmulo de ignominias soportó Aquel
ante quien tiemblan los ángeles! ¡Contempladle! ¡El Dueño del mundo, tratado
de malhechor, de impostor, puesto en parangón con un insigne criminal que
obtiene las preferencias de las turbas !Vedle puesto fuera de la ley, condenado
y clavado en la cruz, entre dos ladrones, soportando los dolores de los clavos
que atraviesan sus miembros la sed que le tortura; y ved al pueblo a quien colmó
de tantos beneficios menear la cabeza en señal de desprecio y proferir airados
sarcasmos contra su víctima: «¡Mirad: ha salvado a los otros, y no puede
salvarse a Sí mismo! Baje de la cruz, y entonces, pero entonces solamente,
creeremos en El». ¡Qué de humillaciones y de oprobios!
Contemplemos el cuadro aterrador, dibujado y
descrito con muchos siglos de antelación por el profeta Isaías, de las
torturas de Cristo; ni un solo verso se le puede quitar; es preciso leerlos en
su totalidad, pues todos están cargados de sentido:
«Muchos se han quedado estupefactos al verle;
tan desfigurado estaba. Su aspecto no era el de un hombre, ni su rostro
semejante al de los hijos de los hombres; carecía de figura y de belleza que
pudieran atraer nuestras miradas, y de toda apariencia capaz de excitar nuestro
amor; veíasele despreciado y abandonado de los hombres; varón de dolores,
visitado por el padecimiento, objeto tan repugnante, que ante El todos se tapan
la cara; era el blanco del desprecio, sin que para nada hiciéramos caso de El.
Verdaderamente iba cargado de nuestros dolores, en tanto que le teníamos por un
hombre castigado, dejado de la mano de Dios y sometido a las humillaciones. Ha
sido atravesado por nuestros pecados y quebrantado a causa de mlestras
iniquidades; sobre El hizo el Señor recaer la iniquidad de todos nosotros; se
le maltrata, y El se somete al padecimiento, y ni abre en queja la boca,
semejante al cordero que es conducido al matadero, o a la oveja muda ante sus
esquiladores. Injustamente ha sido condenado a muerte, y nadie entre los de su
generación paró mientes en que desaparecia del número de los vivos, ni en que
padecía a causa de los pecados de su pueblo. Porque plugo a Dios quebrantarle
con el padecimiento» (Is 53,2 ss.).
¿No basta lo dicho? No, aun hay más: nuestro
divino Salvador no ha apurado aún la copa del dolor.- ¡Contempla, alma mía,
contempla a tu Dios colgado en la cruz; no tiene ni siquiera aspecto de hombre;
hase convertido en «el desecho, en el objeto del desprecio de un populacho
enfurecido»: «Soy un gusano y no un hombre; oprobio de los hombres y desecho
de la plebe» (Sal 21,7). Su cuerpo es una llaga, y su alma está como fundida y
derretida por el continuo padecer y los desprecios. Y en ese momento, nos dice
el Evangelio, Jesús lanzó un profundo gemido: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por
qué me habéis abandonado?» Jesús se ve abandonado de su Padre... Nunca
llegaremos a saber qué abismo tan profundo de atroz tortura supone este
abandono de Cristo por su Padre; hay en ello un misterio que ningún alma podrá
nunca sondear. ¡Jesús abandonado por su Padre! ¿Acaso hizo otra cosa durante
toda su, vida que cumplir la adorable voluntad del Padre? ¿No ha llevado a cabo
fielmente la misión que recibiera de manifestar su nombre al mundo? «He dado a
conocer tu nombre a los hombres» (Jn 17,6). Por ventura, ¿no fue el amor -«para
que conozca el mundo que amo al Padre» (ib. 14,31)- lo que le decidió a
entregarse? Sin duda algna. Entonces, ¿por qué, Padre Eterno, atormentáis así
a vuestro amado Hijo? -«A causa del pecado de mi pueblo» (Is. 53,8). Desde el
momento en que Jesucristo se ha entregado por nosotros a fin de dar plena y
entera satisfacción por nuestras culpas, el Padre ya no ve en El sino el pecado
de que se revistió, hasta tal punto, que «parecía que el verdadero pecador
era El». «Al que no había conocido pecado, le transformó en pecado» (2Cor
5,21); entonces llega a convertirse en «un maldito» (Gál 3,13); le abandona
su Padre, y aun cuando en las esferas superiores de su ser conserva Cristo la
alegría inefable de la visión beatífica, semejante abandono por parte del
Padre sume al alma de Jesús en un dolor tan profundo, que le arranca este grito
de insondable angustia: «¡Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» La
justicia divina, dispuesta a castigar el pecado de los hombres, «se ha lanzado
a manera de torrente impetuoso sobre el propio Hijo de Dios»: «No perdonó a
su propio Hijo, entregándole por todos nosotros» (Rm 8,32).
Si queremos ahora saber lo que piensa Dios del
pecado no tenemos sino contempiar a Jesús en su Pasión. Cuando veo a Dios
castigar a su Hijo, a quien ama infinitamente, con la muerte en cruz, comienzo a
comprender lo que es el pecado a los ojos de Dios. ¡Oh! Si pudiéramos
comprender, con el auxilio de la oración, todo el significado de este hecho:
que durante tres horas estuvo Jesús suplicando con gritos al Padre: «Padre, si
es posible, aparta de Mí este cáliz», y que la respuesta del Padre fue
siempre: «¡No!»; si entendiéramos que Jesús ha tenido que pagar nuestra
deuda hasta con la última gota de su sangre; que «a pesar de sus gemidos y
gritos de angustia, a pesar de su llanto» (Heb 5,7), Dios «no le perdonó»;
si pudiéramos comprender todo esto, ¡ah, entonces sí que tendríamos un santo
horror al pecado!
¡Cómo nos revela la malicia y fealdad del
pecado todo ese conjunto de oprobios, ultrajes y humillaciones por que hubo de
pasar el alma de Jesús! ¡Cuán poderosa tenía que ser la repugnancia y cuán
grande el odio de Dios al pecado para castigar a Jesús más allá de toda
ponderación, hasta aniquilarle bajo el peso del padecimiento y de la ignominia!
El alma que comete deliberadamente el pecado,
aporta su parte a esos dolores y ultrajes que llueven sobre Cristo; contribuye a
acibarar el cáliz que se presenta a Jesús durante la agonía; se suma a Judas
para traicionarle a la soldadesca, para cubrir el rostro divino de salivazos,
vendarle los ojos y darle golpes en la cara; a Pedro, para renegar de El; a
Herodes, para convertirle en objeto de mofa y escarnio; a la turba, para
reclamar insistentemente su muerte; a Pilatos, para condenarle cobardemente por
medio de una sentencia inicua; acompaña asimismo a los fariseos, que escupen
sobre Cristo agonizante todo el veneno de su odio insaciable; a los judíos que
se mofan de El y le zahieren con sarcasmos; finalmente, ella es la que, para
calmarle la sed, ofrece a Jesús, en el instante supremo, hiel y vinagre. Eso
hace el alma que rehúsa someterse a la ley divina; causa la muerte del Unigénito
de Dios, la muerte de Jesucristo. Si alguna vez tuvimos la desgracia de cometer
voluntariamente un solo pecado mortal, nosotros fuimos esa alma... y con razón
podemos decir: «La Pasión de Jesús es obra mía. ¡Oh Jesús, clavado en la
cruz, tú eres el Pontífice santo, inmaculado, la víctima inocente y sin
mancha, y yo... yo soy un pecador!...»
2. El pecado mortal destruye la gracia,
principio de la vida sobrenatural
El pecado, además, mata la vida divina en el
alma, rompe la unión que deseaba Dios establecer con nosotros.
Ya dijimos que Dios quiere comunicársenos de
un modo que sobrepuja las exigencias de nuestra naturaleza: Dios quiere darse a
sí mismo, no solamente como objeto de contemplación, sino también como objeto
de unión; realiza esta unión en el mundo, presupuesta la fe, por la gracia.
Dios es amor; el amor propende a unirse con el objeto amado; mas para ello
requiere que el objeto amado se haga una cosa con él, y en eso consiste el
divino amor.
Lo propio pasa con el amor que Cristo nos
profesa; el Padre le envía «para que se nos dé»: «Tanto amó Dios al mundo
que entregó por él a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16). Y Cristo viene al mundo
para dársenos y dársenos sobreabundantemente, según conviene a Dios: «Vine
para que tengan vida y cada vez más abundante» (ib. 10,10).
Y encarga a sus discípulos que «permanezcan
en El» (ib. 15,4). Y para llevar a cabo esta unión, nada le arredra: ni
las humillaciones de la cuna, ni las oscuridades y sinsabores de la vida pública,
ni los dolores de la cruz, para completar esa unión, instituye los sacramentos,
establece la Iglesia, nos da su Espíritu.- Por su parte, cuando contempla todas
estas divinas prevenciones, el alma se apresta a corresponder para unirse al
soberano bien.
Mas he aquí que el pecado constituye de suyo
un obstáculo invencible para la unión. «Vuestras iniquidades se interponen
entre vosotros y vuestro Dios» (Is 59,2). ¿Por qué? -Según la definición de
Santo Tomás, el pecado consiste en «apartarse de Dios para volverse a la
criatura» [aversio a Deo et conversio ad creaturam.
I-II,
q.87, a.4]. Es un acto conocido, querido,
por el cual el hombre se aparta de Dios, su creador, su redentor, su padre, su
amigo, su fin último, anteponiéndole a El una criatura cualquiera. Ese acto
presupone siempre una elección, la mayor parte de las veces implícita, pero al
fin elección, y en cuanto de nosotros depende, entre Dios y la criatura
concedemos preferencia a la criatura, momentáneamente al menos, y puede
sucedernos que la muerte nos fije para siempre en lo elegido.
He aquí, por tanto, lo que es el pecado
mortal deliberado: una elección, llevada a cabo premeditadamente. Es algo así
como si se dijera a Dios: «Dios mío, sé que prohibís tal cosa y que al
hacerla he de perder vuestra amistad; pero a pesar de eso lo haré». Desde
luego comprenderéis cuán opuesto es de suyo el pecado mortal a la unión con
Dios; no se puede, por un mismo acto, unirse a alguien y separarse de él. «Nadie,
dice Nuestro Señor, puede servir a dos señores (Lc 16,13); amará al uno y
odiará al otro». El alma que da entrada al pecado grave, prefiere libremente
la criatura y la propia satisfacción a Dios mismo y a la ley de Dios; la unión
con Dios queda enteramente rota, y destruida la vida divina, semejante alma se
hace esclava del pecado (Jn 18,34). El esclavo del pecado no puede ser servidor
de Dios; entre Belial y Jesús, entre Cristo y Lucifer, hay absoluta
incompatibilidad (2Cor 6, 14-16). Siendo Jesucristo fuente de santidad,
comprenderéis también que el alma que se aparta de El por el pecado mortal, se
aparta de la vida: el alma, que no tiene vida sobrenatural sino mediante la
gracia de Crísto, llega a ser por el pecado rama muerta, que no recibe la savia
divina; por eso el pecado, que rompe totalmente la unión establecida por la
gracia, se llama mortal. Veis, pues, que es para nosotros un mal, el mal opuesto
a nuestra verdadera felicidad: «Aquel que ama la iniquidad es verdadero enemigo
de su alma» (Sal 10.6). El pecado, que destruye en nosotros la vida de la
gracia. nos hace incapaces de todo mérito sobrenatural; tal alma no puede
merecer cosa alguna de condigno en riguroso y estricto derecho, como
aquel que posee la gracia, ni aun siquiera poder tornar a Dios; si Dios le da la
contrición, es por misericordia, porque tiene a bien inclinarse hacia la
criatura caída. Como sabéis, toda la actividad de un alma en estado de pecado
mortal resulta estéril, aunque por otra parte, aparezca brillante a los ojos
del mundo, en el orden natural; sarmiento seco, que no recibe por culpa suya la
savia divina de la gracia, el mismo Jesucristo compara al alma que permanece en
este estado «con el leño seco que sólo vale para echarlo al fuego a fin de
que se consuma en él» (Jn 15,6).
3. Expone el alma a la privación eterna de
Dios
Os he dicho que Cristo invoca siempre a su
Padre en favor de sus discípulos a fin de que abunde en ellos la gracia: «Vive
eternamente para rogar por nosotros» (Heb 7,25). Pero el alma que permanece en
el pecado, no pertenece ya a Cristo, sino al demonio, pues Satanás ocupa el
lugar de Cristo, y el demonio, muy al contrario de Cristo, se constituye ante
Dios en acusador de esta alma: «Es mía», dice a Dios; la reclama noche y día
porque efectivamente le pertenece: «Acusador de nuestros hermanos, los acusaba
sin descanso, día y noche, ante el trono del Señor» (Ap 12,10).
Suponed ahora que la muerte sorprende a dicha
alma sin que tenga tiempo de reconciliarse. Tal suposición no es infundada,
puesto que Nuestro Señor mismo nos advierte que vendrá «como un ladrón,
cuando menos lo pensemos» (ib. 3,3). El estado de aversión de Dios se
hace entonces inmutable: la depravada disposición de la voluntad, fija ya en su
objeto, no puede cambiarse; el alma no puede ya tornar al bien último del cual
se ha separado para siempre [+Santo Tomás, IV Sentent. 50,9, q.2, a.1;
q.1], la eternidad no hace más que ratificar y confirmar el estado de muerte
sobrenatural, libremente elegido por el alma que se aparta de Dios. No es ya
tiempo de prueba y misericordia; es la hora del juicio y de la justicia. Dios
entonces «es el Dios de las venganzas» (Sal 93,1). Y esa justicia es terrible,
porque Dios, que reivindica entonces sus derechos hasta aquel momento
desconocidos y obstinadamente despreciados, a pesar de tantas treguas y divinos
llamamientos, tiene la mano poderosa. «Porque Dios es vengador poderoso» (Jer
51,56).
Jesucristo, para bien de nuestras almas, ha
querido revelarnos esta verdad: Dios conoce todas las cosas en su intimidad y
esencia, y las juzga por lo mismo infaliblemente con infinita exactitud: «Hay
peso y medida en los juicios de Dios» (Prov 16,11), porque lo juzga todo
desapasionadamente (Sab 12,18). Dios es la sabiduría eterna, que lo regula todo
con peso y medida; es la bondad suprema; aceptó las satisfacciones abundantes
que ofreció Jesús sobre la cruz por los crímenes del mundo.
Con todo, al llegar la hora de la eternidad,
Dios persigue con odio al pecado en los tormentos sin fin, en aquellas
tinieblas, donde, según la afirmación de nuestro benditísimo Salvador, no hay
más que llanto y crujir de dientes (Mt 22,13); en aquella gehena, donde
no se extingue el fuego (Mc 9,43); donde Cristo nos mostraba al rico malvado y
de corazón duro suplicando al pobre Lázaro que depositase sobre sus labios
consumidos por el ardor de las llamas la extremidad del dedo humedecido en el
agua, «porque padecía crudelísimamente» (Lc 16,24). Tal y tan grande es el
horror que inspira a Dios, cuya santidad y poder son infinitos, el «¡No!» con
que la criatura ha respondido con toda deliberación y obstinadamente a sus
mandamientos; esta criatura, ha dicho el mismo Jesús, irá al suplicio eterno (Mt
25,46).
[Esa palabra odio no indica un
sentimiento existente en Dios, sino el resultado moral producido por la
presencia de Dios en la criatura fijada para siempre en el estado de pecado y de
rebelión contra la ley divina; el odio de Dios es el ejercicio de su justicia.
Es el ejercicio de las leyes eternas que siguen su libre curso].
Esta pena de fuego, que jamás se extingue, es
por cierto terrible; pero, ¿qué comparación tiene con la de verse privado
para siempre de Dios y de Cristo? ¿Qué comparación tiene con aquel sentirse
arrastrado con toda la energía natural de su ser hacia el goce divino, y verse
eternamente rechazado? La esencia del infierno es aquella sed inextinguible de
Dios, que atormenta al alma creada por El y para El. Aquí abajo, el pecador
puede apartarse de Dios, ocupándose en las criaturas; pero una vez en la
eternidad se encuentra solamente frente a Dios, y esto para perderle para
siempre. Sólo los que saben lo que es el amor de Dios pueden comprender lo que
es perder el bien infinito: ¡tener hambre y sed de la bienaventuranza infinita
y no poseerla jamás! «Apartaos de Mí, malditos (ib. 25,41), dice el Señor;
no os conozco» (ib. 25,12); «os he llamado a participar de mi gloria y
bienaventuranza; quería colmaros de toda bendición espiritual (Ef 1, 1-3),
para ello os he dado a mi Hijo, le he ungido con la plenitud de la gracia para
que se desbordase hasta vosotros; El era el camino que debía conduciros a la
verdad y encaminaros a la vida; aceptó morir por vosotros, os dio sus méritos
y satisfacciones os legó la Iglesia, os dejó su Espíritu; y, ¿qué cosa he
dejado de daros con El, para que pudieseis un día participar del eterno
banquete que he preparado para gloria de este mi Hijo muy amado? Tuvisteis años
para disponeros y no habéis querido, habéis despreciado, insolentes, mis
misericordiosas ofertas; habéis rechazado la luz y la vida. Pasó ya la hora,
retiraos, sed malditos, porque no os asemejáis a mi Hijo; no os conozco, porque
no lleváis en vosotros sus rasgos; no hay cabida en su reino sino para los
hermanos que se le asemejan por la gracia; apartaos; id al fuego eterno
preparado para el demonio y para sus ángeles, puesto que habéis elegido al
demonio por el pecado y lleváis en vosotros la imagen de tal padre» (Jn 8,44,y
1Jn 3,8). «No os conozco. ¡Qué sentencia! ¡Qué tormento oír palabras
semejantes de boca del Padre Eterno!: «¡No os conozco, malditos!».
Entonces, dice Jesús, los pecadores exclamarán
desesperados: «Caed, collados sobre nosotros; montañas, cubridnos» (Lc
23,30); mas todos aquellos condenados, separados para siempre de Dios por el
pecado, son entregados para ser presa viva del gusano roedor del remordimiento,
que nunca muere, del fuego que no se extingue jamás; presa del poder de los
demonios encarnizados con rabia y ahora ya con entera libertad, contra sus víctimas,
torturadas por la más trágica y horrible desesperación. Bien a pesar suyo
deberán repetir aquellas palabras de la Escritura, cuya evidencia, para ellos
aterradora, comprenden a la luz de la eternidad: «Señor, tú eres justo, tus
mandamientos son rectos» (Sal 118,137); hallan en sí mismos la justificación
de tales juicios (+ib. 18,10). La condenación que pesa sobre nosotros y
que no tendrá fin es obra nuestra, es resultado de un acto libre de nuestra
voluntad; luego nos hemos equivocado» (Sab 5,6).
¡Oh, cuán gran mal es el pecado que destruye
en el alma la vida divina y acumula en ella tantas ruinas y la amenaza con tan
grandes castigos! Si una sola vez hemos cometido un pecado mortal deliberado, ya
hemos merecido ser estabilizados para toda la eternidad en esa elección del
mal, por nosotros preferido; puesto que no ha sido así, motivo tenemos para
decir a Dios: «Tu misericordia, Señor, es la que me ha salvado» (Jer 3,22).
El pecado es el mal de Dios, quien, porque es
santo, lo condena de esta suerte por toda la eternidad. Si de veras amásemos a
Dios, compartiríamos la aversión que El siente contra el pecado: «Los que amáis
a Dios, odiad al mal» (Sal 96,10). Escrito está de Nuestro Señor: «Has amado
la justicia y aborrecido la iniquidad» (ib. 44,8). Pidámosle, sobre
todo en la oración al pie del crucifijo, que nos comunique ese aborrecimiento
del único verdadero mal de nuestras almas.
No es mi ánimo querer cimentar nuestra vida
espiritual sobre el temor de los castigos eternos, pues, como dice San Pablo, no
hemos recibido el espíritu de temor servil, el espíritu del esclavo que tiene
miedo al castigo, sino el espíritu de adopción divina. Con todo, no olvidéis
que Nuestro Señor, cuyas palabras, como El mismo dice, son todas principio de
vida (Jn 6,64) para nuestras almas, nos recomienda el temor, no de los castigos,
sino del Todopoderoso, que puede perder para siempre «en el infierno» nuestro
cuerpo y nuestra alma. Y notad bien que cuando Nuestro Señor inculca a sus discípulos
este temor de Dios, lo hace porque son «sus amigos» (Lc 12,4), les da una
prueba de amor, haciendo nacer en ellos este saludable temor. La Sagrada
Escritura llama «bienaventurados a aquellos que temen al Señor» (Sal 111,1),
y hay muchas páginas sagradas llenas de semejantes elogios. Dios nos pide este
homenaje de santo temor filial lleno de reverencia, y no faltan, a pesar de
ello, malvados cuyo odio a Dios raya en locura y querrían desafiar al
Todopoderoso. Hubo un ateo que decía: «Si hay Dios, me atrevo a soportar su
infierno por toda la eternidad, antes que doblegarme ante El». ¡Insensato, no
sería capaz de aproximar un dedo a la llama de una bujía sin tener al instante
que retirarlo! Ved también cómo insistía San Pablo con los cristianos para
que se guardasen de todo pecado. Conocía las incomparables riquezas de
misericordia que Dios atesora para nosotros en Jesucristo. «Rico en
misericordias» (Ef 2,4); nadie las ha cantado mejor que él; nadie como él ha
sabido alentar nuestra flaqueza recordándonos el poder triunfante de la gracia
de Jesús; nadie como él ha sabido, además, hacer nacer en las almas tanta
confianza en la sobreabundancia de los méritos y satisfacciones de Cristo, y,
con todo, habla del pavor que el alma experimenta después de haber resistido
con obstinación a la ley divina, cuando el último día cae en manos del Dios
vivo (Heb 10,31). ¡Oh Padre celestial, líbranos del mal!...
4. Peligro de las faltas veniales
¿Por qué hablaros, me diréis, de esta
manera? ¿No tenemos por ventura horror al pecado? ¿No tenemos acaso la dulce
confianza de no hallarnos en ese estado de apartamiento de Dios? Verdad es; y
puesto que vuestra conciencia os da ese íntimo testimonio, dirigid abundantes
acciones de gracias al Padre, que os ha trasladado del reino de las tinieblas al
de su Hijo (Col 1,13); que os ha dado parte, por medio de su Hijo, en la
herencia de los santos, en la luz eterna (ib. 12-13). Regocijaos también
de que os haya librado Jesús de la ira venidera El, pues por la gracia, dice
San Pablo estáis salvados en esperanza (1Tes 1,10) es más, tenéis prenda
segura de la vida bienaventurada (Rm 8,24). Sin embargo de ello, hasta que no
resuene la palabra de Jesús: «Venid, benditos de mi Padre», sentencia
dichosa, que fijará nuestra permanencia en Dios para siempre, tened presente
que lleváis en vasos frágiles este tesoro de la gracia. Nuestro Señor mismo
nos invita a velar y orar, porque el espíritu está pronto, pero la carne es
flaca (Mt 26,41). No sólo hay caídas mortales, existe también -y aquí
tocamos un punto muy importante- el peligro de las faltas veniales.
Verdad es que las faltas veniales, aun
repetidas, no impiden por sí mismas la unión fundamental y esencial con Dios,
pero, con todo, entibian el fervor de esta unión, porque constituyen un
principio de apartamiento de Dios, que nace de cierta complacencia en la
criatura, de cierta debilidad en la voluntad, de una disminución de nuestro
amor para con Dios. En esta materia es menester hacer una distinción; hay
faltas veniales en las que nos deslizamos como por sorpresa, que son resultado
las más de las veces de nuestro temperamento, que sentimos y procuramos evitar;
son faltas o miserias que no impiden en modo alguno que el alma se halle en un
grado elevado de unión divina; estas faltas se nos remiten por un acto de
caridad, con una buena comunión; y, además, nos mantienen en la humildad. [«No
se puede dudar que la Eucaristía remite y perdona los pecados leves que
ordinariamente llamamos veniales. Todo cuanto ha perdido al alma, arrastrada por
el ardor de la concupiscencia, en orden a la vida de la gracia, cometiendo
faltas leves, devuélvelo el Sacramento borrando esas manchas... Así y todo,
esto sólo se aplica a los pecados cuyo sentimiento y atractivo no conmueven al
alma». Catecismo del Concilio de Trento, c. XX, 1].
Mas lo que verdaderamente hemos de temer son
las faltas veniales habituales o plenamente deliberadas, ya que son un verdadero
peligro para el alma, un paso por desgracia muchas veces bien efectivo, hacia la
ruptura completa con Dios. Cuando un alma se habitúa a responder prácticamente,
aunque no sea de boca, un no deliberado a la voluntad de Dios (en materia leve,
puesto que se trata de pecados veniales), no puede pretender salvaguardar en
ella por mucho tiempo su unión con Dios. ¿Que por qué? -Porque de esas faltas
fríamente admitidas, tranquilamente cometidas y que, sin sentir el alma
remordimiento alguno, pasan al estado de hábito no combatido, resulta
necesariamente una disminución de la docilidad sobrenatural, un relajamiento de
la vigilancia, un debilitamiento de nuestra capacidad de resistencia a la
tentación. [No decimos una disminución de la gracia misma, pues en tal caso
acabaría la gracia por desaparecer con el número siempre creciente de pecados
veniales, sino una disminución del fervor de nuestra caridad; semejante
disminución puede, ello no obstante, producir en el alma tal languidez
sobrenatural, que el alma se encuentre desarmada ante una tentación grave y
sucumba al mal]. La experiencia enseña que de una serie de negligencias
voluntarias en cosas pequeñas nos deslizamos insensible pero casi fatalmente en
las faltas graves. [+Santo Tomás, I-II, q.87, a. 3].
Supongamos un alma que en todas las cosas
busca sinceramente a Dios, que le ama de verdad, y a la cual le ocurre consentir
voluntariamente, por pura debilidad, en lma falta grave: el caso puede darse,
pues en el mundo de las almas existen debilidades abisales, como existen cimas
de santidad. Para aquella alma el pecado mortal constituye una inmensa
desgracia, puesto que queda interrumpida su unión con Dios; pero esta falta
grave, pasajera, es mucho menos peligrosa, y sobre todo mucho menos funesta para
ella que para otras almas una serie de faltas veniales habituales o plenamente
deliberadas. ¿De dónde proviene esto?- De que la primera se humilla, se
levanta y procura encontrar, en el recuerdo de la falta misma que ha podido
cometer, excelente motivo para conservarse y anclarse en la humildad, poderoso
estímulo para un amor más generoso y una fidelidad más vigilante que nunca al
paso que a la otra, las faltas veniales cometidas con frecuencia y sin
remordimiento la sitúan en un estado de constante contradicción a la
acción sobrenatural de Dios. Semejante alma no puede en manera alguna pretender
un elevado grado de unión con Dios; antes, por el contrario, la acción divina
va debilitándose en ella, el Espíritu Santo enmudece, y ella casi
irremediablemente y sin mucho tardar caerá en faltas más graves. Procurará,
sin duda, como la primera, recuperar cuanto antes la gracia, mas esto no tanto
por amor de Dios, cuanto por el temor del castigo; además, el recuerdo de su
falta no constituirá para ella, como para la primera, el punto de partida de un
nuevo vuelo impetuoso hacia Dios; careciendo de todo fervor, continuará
viviendo una vida sobrenatural mediocre, expuesta siempre a los más débiles
asaltos del enemigo y a nuevas recaídas.
[Los Santos del Señor, escribe San Ambrosio,
citando el ejemplo de David, ansían por llegar al término de una lucha piadosa
y concluir la carrera de salvación. Si, arrastrados por la fragilidad de la
naturaleza más que por el gusto del pecado, les acontece, como a todo hombre,
que dan algún tropiezo, se levantan más ardientes para la lucha, y
aguijoneados por la vergüenza, emprenden más rudos combates. Por tanto, en vez
de ser para ellos un obstáculo la caída, puede considerársela como un estímulo
que acrecienta su actividad. De apologia David, L. I, c.2].
Nada se puede garantizar respecto a la salvación,
ni mucho menos a la perfección de un alma que anda poniendo constantemente obstáculos
a la acción divina y que no hace esfuerzos serios para salir de su estado de
tibieza. Puede acontecer que por debilidad, por arrebato, por sorpresa, caigamos
en una falta grave, pero a lo menos no respondamos nunca con un no deliberado
a la voluntad divina. No digamos jamás ni de palabra ni implícitamente por
medio de un acto deliberado: «Señor, sé que tal cosa, aunque mínima
en sí, te desagrada, pero quiero ponerla por obra». Desde que Dios nos
pide una cosa, sea cual fuere, aun la sangre de nuestro corazón, es menester
decir: «Sí, Señor, heme aquí»; de lo contrario, nos detenemos en el camino
de la unión ¡y detenerse es muchas veces retroceder y casi siempre exponerse a
graves caidas.
5. Vencer la tentación con la vigilancia,
la oración y la confianza en Jesucristo
Estos hábitos del pecado deliberado, aun
simplemente venial, no se crean de un solo golpe; se van adquiriendo, como ya lo
sabéis, poco a poco: Velad, pues, y orad, como dice Nuestro Señor, para no
dejaros sorprender por la tentación (Mt 26,41). La tentación es inevitable.
Nos hallamos rodeados de enemigos; el demonio anda rondando en torno nuestro
(1Pe 5,8); el mundo nos envuelve con sus corruptoras seducciones, o con su
espiritu tan opuesto a la vida sobrenatural. Por eso no está en nuestra mano
evitar toda tentación, que más de una vez es independiente de nuestra
voluntad. Es, sin duda, una prueba, a veces muy penosa, sobre todo cuando va
acompañada de tinieblas espirituales. Entonces nos inclinamos a calificar de
felices únicamente aquellas almas que jamás se vieron tentadas. Dios, sin
embargo, nos declara, por boca del escritor sagrado, que son bienaventurados
aquellos que, sin haberse expuesto imprudentemente a ella, soportan la tentación
(Sant 1,12). ¿Por qué? -Porque añade el Señor, después de haber sido
probados, recibirán ia corona de vida. No nos desanimemos por la frecuencia,
duración e intensidad de la tentación, vigilemos con el mayor cuidado para
preservar el tesoro de la gracia, evitando las ocasiones peligrosas; pero
conservemos a la vez plena confianza. La tentación, por violenta y prolongada
que sea, no es un pecado; sus aguas pueden precipitarse sobre el alma como
apestoso cenagal: «Las aguas han penetrado hasta mi alma» (Sal 68,2); pero
podemos tranquilizarnos siempre que quede libre esa punta finísima del alma,
que es la voluntad; el solo ápice -Apex mentis- que Dios considera. Por
otra parte, el apóstol San Pablo nos dice: «Dios no permite que seáis
tentados más allá de vuestras fuerzas, antes hará que saquéis provecho de la
misma tentación dándoos por mediación de su gracia fuerzas para que podáis
perseverar» (1Cor 10,13). El gran Apóstol es un ejemplo en su misma persona,
pues nos dice que, a fin de que no fueran para él motivo de orgullo sus
revelaciones, Dios puso lo que él llama una «espina» en su carne, figura de
tentación; le «dio un ángel de Satanás que le azotase» (2Cor 12,17). «Tres
veces, dice, rogué al Señor que me librase, y el Señor me respondió: Bástate
mi gracia, porque en la debilidad del hombre, esto es, haciéndole triunfar, a
pesar de su debilidad, con el auxilio de mi gracia, es donde se muestra mi poder».
La gracia divina es, en efecto, el auxilio con que Dios nos ayuda a vencer la
tentación; pero tenemos que pedirla: Et orate.- En la oración que nos
enseñó el mismo Jesucristo, nos hace pedir al Padre celestial que «no nos
deje caer en la tentación y nos libre del mal». Repitamos con frecuencia esta
oración, que Jesús, ha puesto en nuestros labios; repitámosla apoyándonos en
los méritos de la Pasión del Salvador. Nada hay tan eficaz contra la tentación
como el recuerdo de la cruz de Jesús.- ¿Qué vino a hacer Cristo en la tierra
sino destruir la obra del demonio? (Jn 3,8). Y, ¿cómo la destruyó? ¿Cómo
expulsó al demonio sino por su muerte sobre la cruz (ib. 12,31), según
El mismo dijo? Durante su vida mortal arrojó nuestro Señor los demonios de los
cuerpos de los posesos, los arrojó también de las almas cuando perdonó los
pecados de la Magdalena, del paralítico y de tantos otros; pero fue sobre todo
con su benditisima Pasión con lo que derrocó el imperio del demonio;
precisamente en el momento mismo en que, haciendo morir a Cristo a manos de los
judíos, contaba el demonio triunfar para siempre, es cuando recibía él mismo
el golpe mortal. Porque la muerte de Cristo ha destruido el pecado y conquistado
para todos los bautizados el derecho a recibir la gracia de morir al pecado.
Apoyémonos, pues, mediante la fe, en la cruz
de Jesucristo: su virtud es inagotable y nuestra condición de hijos de Dios y
nuestra calidad de cristianos nos dan derecho a ello. Por el Bautismo fuimos
marcados con el sello de la cruz, hechos miembros de Cristo iluminados con su
luz participantes de su vida y de la salud que con ella nos consiguió. Por
tanto, unidos como estamos con El, «¿qué podemos temer?» (Sal 26,1).
Digamos, pues: «Dios ha ordenado a sus ángeles que te guarden en todos tus
caminos para impedirte caer; mil enemigos caen a tu mano siniestra y diez mil a
tu diestra, sin que puedan llegarse a ti. Por haberse adherido a Mí, dice el Señor,
le libraré, le protegeré, porque conoce mi nombre; me invocará y será
atendida su demanda; estaré a su lado en el momento de la tribulación para
librarle y glorificarle; le colmaré de días felices y le mostraré mi salvación»
(Sal 90, 11-12; 14-16). Roguemos, pues, a Cristo que nos sostenga en la lucha
contra el demonio, contra el mundo su cómplice y contra la concupiscencia que
reside en nosotros. Prorrumpamos como los Apóstoles zarandeados por la
tempestad: «Sálvanos, Señor, que perecemos», y extendiendo Cristo su mano,
nos salvará (Mt 8,25). Como Cristo, que para darnos ejemplo y para
merecernos la gracia de resistir quiso ser tentado, aunque, debido a su
divinidad, la tentación fuese puramente exterior, obliguemos a Satanás a que
se retire, diciéndole en el momento en que se presente: «No hay más que un
solo Señor a quien yo quiero adorar y servir; elegí a Cristo en el día del
Bautismo, y a El solo quiero escuchar». [He aquí en qué términos, llenos de
sobrenatural seguridad, quería San Gregorio Nacianceno que todo bautizado
rechazase a Satanás: «Fortalecido con la señal de la cruz con que fuiste
signado, di al demonio: Soy ya imagen de Dios, y no he sido, como tú,
precipitado del cielo por mi orgullo. Estoy revestido de Cristo; Cristo es, por
el Bautismo, mi bien. A ti te toca doblegar la rodilla delante de mí».
San Gregorio Nacianceno, Orat. 40 in sanct. baptism.,
c. 10].
Con Cristo Jesús, que es nuestro Jefe,
saldremos vencedores del poder de las tinieblas. Cristo reside en nosotros desde
que recibimos el Bautismo, y, como dice San Juan, «es, sin comparación, muchísimo
mayor que el que domina en el Mundo, esto es, Satanás» (1Jn 4,4). El demonio
no ha vencido a Cristo; pues, como dice Jesús, «el príncipe de este mundo no
tiene en Mí nada que le pertenezca» (ib. 14,30), por lo mismo, no podrá
vencernos, ni hacernos caer jamás en el pecado, si, vigilantes sobre nosotros
mismos, permanecemos unidos a Jesús, si nos apoyamos en sus palabras y en sus méritos.
«Confiad: yo he vencido al mundo» (ib. 14,33).
Un alma que procura permanecer unida con
Cristo por la fe, está muy por encima de sus pasiones, por encima del mundo y
de los demonios; aunque todo se soliviante dentro de ella y alrededor de ella,
Cristo la sostendrá con su fuerza divina contra todas esas acometidas. Llámase
a Cristo en el Apocalipsis «León vencedor, nuevamente victorioso» (Ap 5,5)
porque con su victoria adquirió para los suyos la fuerza necesaria para salir
ellos también a su vez vencedores. Por eso San Pablo, después de haber
recordado que la muerte, fruto del pecado, quedó destruida por Jesucristo, que
nos comunica su inmortalidad, exclama: «Gracias, Dios mío, te sean dadas por
habernos concedido la victoria sobre el demonio, padre del pecado; victoria
sobre el pecado, fuente de muerte; victoria, en fin, sobre la misma muerte por
Jesucristo Nuestro Señor» (1Cor 15, 56-57).