SEGUNDA PARTE
Fundamento y doble aspecto de la vida
cristiana
1
La
fe en Jesucristo, fundamento de la vida cristiana
La fe, primera disposición del alma, y
cimiento de la vida sobrenatural
En las pláticas anteriores, que forman como
una exposición de conjunto, he procurado explicaros la economía de los divinos
designios, considerada en sí misma.
Hemos contemplado el plan eterno de nuestra
predestinación adoptiva en Jesucristo: la realización de ese plan por la
Encarnación, siendo Cristo, Hijo del Padre, a la vez nuestro modelo, nuestra
redención y nuestra vida hemos tratado en fin de la misión de la Iglesia, que,
guiada por el Espíritu Santo, prosigue en el mundo, la obra santificadora del
Salvador.
La excelsa figura de Cristo domina todo este
plan divino; en ella se fijan las ideas eternas; El es el Alfa y la Omega.
Antes de su Encarnación en El convergen las figuras, símbolos, ritos y
profecías, y después de su venida, todo también esta supeditado a El; es
verdaderamente «el eje del plan divino».
También hemos visto cómo ocupa el centro
de la vida sobrenatural.- Lo sobrenatural se encuentra primeramente en El:
Hombre-Dios, humanidad perfecta, indisolublemente unida a una Persona divina,
posee la plenitud de la gracia y de los celestiales tesoros, de los cuales
mereció por su pasión y muerte ser constituido dispensador universal.
El es el camino, el único camino para llegar
al Padre Eterno; «El que no anda por él, se extravía». «Nadie llega al
Padre si no va a través del Hijo» (Jn 14,15); «fuera de ese fundamento por
Dios preestablecido, no hay nada firme». «Nadie puede edificar sobre otra
base...» (1Cor 3,2). Sin ese Redentor y la fe en sus méritos, no hay salvación
posible, y menos todavía santidad (Hch 4,12).- Cristo Jesús es la única
senda, la única verdad, la única vida. Quien se aparta de ese camino, se
aparta de la verdad, y busca en vano la vida: «Quien tiene al Hijo tiene la
vida, y quien no tiene al Hijo carece de ella» (1Jn 5,12).
Vivir sobrenaturalmente es participar de esa
vida divina, de la que Cristo es el depositario. De El nos viene el ser hijos
adoptivos de Dios, y no lo somos sino en la medida en que somos conformes al que
es por derecho Hijo verdadero y único del Padre, pero que quiere tener con El
una multitud de hermanos por la gracia santificante. A esto se reduce toda la
obra sobrenatural considerada desde el punto de vista de Dios.
Cristo vino a la tierra a realizarla: «Para
que alcanzáramos la dignidad de hijos adoptivos» (Gál 4,5); para eso también
transfirió a la Iglesia todos sus tesoros y poderes, enviándola de continuo el
«Espíritu de Verdad» y de santificación para que dirija, guíe y perfeccione
con su acción la obra santificadora hasta que el cuerpo místico llegue, al fin
de los tiempos, a su entera perfección. La bienaventuranza misma, fin de
nuestra sobrenatural adopción, no es sino una herencia que Cristo ha tenido a
bien compartir con nosotros: «Herederos de Dios, coherederos de Cristor» (Rm
8,17).
De modo que Cristo es, y seguirá siendo, el
único objeto de las divinas complacencias; y si un mismo amor abarca con eterna
mirada a todos los elegidos que forman su reino, es sólo por El y en El. «Cristo
ayer y hoy; Cristo por los siglos de los siglos» (Heb 13,8).
He aquí lo que hasta ahora hemos considerado.
Pero de bien poco nos serviría el entretenernos en contemplar de una forma
exclusivamente teórica y abstracta este plan divino en el que resplandece la
sabiduría y bondad de nuestro Dios.
Hemos de adaptarnos prácticamente a ese
plan, so pena de no pertenecer al reino de Cristo; de esto precisamente nos
ocuparemos en las siguientes pláticas. Me esforzaré en mostraros de qué forma
la gracia toma posesión de nuestras almas por el Bautismo; la obra de Dios que
se va elaborando en nosotros; las condiciones de nuestra cooperación personal
como criaturas libres, de modo que nos hagamos lo más dignos que sea posible de
participar activamente de la vida divina.
Vamos a ver cómo el fundamento de todo este
edificio espiritual es la fe en la divinidad de Nuestro Señor, y cómo el
Bautismo, puerta de todos los sacramentos, imprime en toda nuestra existencia un
doble carácter, de muerte y de vida: «de muerte al pecado» y de «vida en
Dios».
En el admirable discurso que pronunció en la
última Cena, la víspera de morir, y en el que parece descorrió el Señor un
poquito el velo que nos oculta los secretos de la vida divina, nos dijo Jesús
que «es una gloria para su Padre el que demos frutos abundantes» (Jn
15,8).
Procuremos desarrollar en nosotros esta
cualidad de hijos de Dios cuanto podamos, porque así nos conformaremos con los
designios eternos: pidamos a Cristo, Hijo único del Padre, y modelo nuestro,
que nos enseñe practicamente, no sólo cómo vive El en nosotros, sino también
cómo hemos nosotros de vivir en El; porque ahí está el secreto, ése es el único
medio a nuestro alcance para ponernos en disposición de poder rendir los frutos
copiosos por los cuales el Padre podrá considerarnos como a hijos suyos muy
queridos. «Si alguien permanece en mí y yo en él, ese tal dará fruto
abundante» (ib. 5).
He dicho, y quisiera que esa verdad quedase
grabada en el fondo de vuestras almas, que toda nuestra santidad consiste en
participar de la santidad de Jesucristo, Hijo de Dios. ¿De que modo lograremos
esa participación? -Recibiendo en nosotros al mismo Jesucristo, que es la única
fuente de esa santidad. San Juan, hablando de la Encarnación, nos dice que «todos
los que han recibido a Jesucristo han recibido el poder de ]legar a ser hijos de
Dios». Pero, ¿cómo se recibe a Cristo, Verbo humanado? Primero y
principalmente, por la fe: «A los que creen en su persona» (Jn 1,12).
Dícenos San Juan, por tanto, que la fe en
Jesucristo es la que nos hace hijos de Dios, y no de otro modo se expresa San
Pablo cuando dice. «Sois todos vosotros hijos de Dios mediante la fe en
Jesucristo» (+Rm 3, 22-26). En efecto, por medio de la fe en la divinidad de
Jesucristo, nos identiíicamos con El, le aceptamos tal cual es, Hijo de Dios y
Verbo encarnado; la fe nos entrega a Cristo; y Jesucristo, a su vez, introduciéndonos
en el dominio de lo, sobrenatural, nos presenta y ofrece a su Padre.- Y cuanto más
perfecta, profunda, viva y constante sea la fe en la divinidad de Cristo, tanto
mayor derecho tendremos, en calidad de hijos de Dios, a la participación de la
vida divina. Recibiendo a Cristo por la fe, llegamos a ser por la gracia lo que
El es por naturaleza, hijos de Dios; y entonces esa nuestra condición de hijos
reclama de parte del Padre celestial una infusión de vida divina; nuestra
calidad de hijos de Dios es como una oración continua: a ¡Oh Padre
santo, dadnos el pan nuestro de cada día, es decir, la vida divina, cuya
plenitud reside en vuestro Hijo!»
Hablemos, pues, de la fe.- La fe constituye la
primera disposición que se exige de nosotros en nuestras relaciones con Dios:
«El primer contacto del hombre con Dios es por la fe» [Prima coniunctio
hominis ad Deum per fidem.
Santo
Tomás, IV Sent., dist. 39, a. 6, ad 2; Est aliquid primum in virtutibus
directe per quod scilicet iam ad Deum acceditur. Primus autem accessus ad Deum
est per fidem. II-II, q.161, a.5, ad 2. +II-II, q.4, a.7, et q.23, a.8].
Lo
mismo dice San Agustín: «La fe es la que se encarga en primer término de
sujetar el alma a Dios» [Fides est prima quæ subiugat animam Deo. De agone
christiano, cap.III, nº.14]. Y San Pablo añade: «Es necesario que los que
aspiran a acercarse a Dios empiecen por creer ya que sin fe es imposible
agradarle» (Heb 11,5-6); y más imposible aún el llegar a gozar de su amistad
y permanecer hijos suyos» [Impossibile est ad filiorum eius consortium
pervenire.
Conc. Trid., Sess. VI,
cap.8].
Como veis, la materia no es ya sólo importantísima
sino vital.- No comprenderemos nada de la vida espiritual ni de la vida divina
en nuestras almas, si no advertimos que se halla toda ella «fundada en
la fe» (Col 1,23), en la convicción íntima y profunda de la divinidad de
Jesucristo. Pues, como dice el Sagrado Concilio de Trento: «La fe es raíz y
fundamento de toda justificación y, por consiguiente, de toda santidad» [Fides
est humanæ salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis.
Sess. VI, cap.8].
Veamos ahora lo que es la fe, su objeto y de
qué forma se manifiesta.
1. Cristo exige la fe como condición
previa de la unión con él
Consideremos lo que ocurría cuando Jesucristo
vivía en Judea.- Veremos, al recorrer el relato de su vida en los Evangelios,
que es la fe lo que ante todas las cosas reclama de cuantos a El se dirigen.
Leemos que cierto día dos ciegos le seguían
gritando: «Hijo de David, ten piedad de nosotros». Jesús deja que se le
acerquen, y les dice: «¿Creéis que puedo curaros?» A lo que responden: « Sí,
Señor». Entonces tócales los ojos y les devuelve la vista, diciendo: «Hágase
conforme a vuestra fe» (Mt 9, 27-30). Del mismo modo, luego de su Transfiguración,
encuentra, al pie de la montaña del Tabor, a un padre que le suplica que cure a
su hijo poseído del demonio. Y, ¿qué le dice Jesús? «Si puedes creer, todo
es posible al que cree». No hizo falta más para que el desventurado padre
exclamara: «Creo, Señor pero ayudad la flaqueza de mi fe» (ib. 17,
14-19; Mc 9, 16-26; Lc 9, 38-43). Y Jesús liberta al niño. Al pedirle el jefe
de la sinagoga que resucite a su hija, no es otra la respuesta que éste recibe
de Jesucristo: «Cree tan sólo y será salvada» (Lc 8,50).- Muy a menudo
resuena esta palabra en sus labios; frecuentemente le oímos decir: «Id,
vuestra fe os ha salvado, vuestra fe os ha curado». Se lo dice al paralítico,
se lo dice a la mujer enferma doce años hacía y que acababa de ser curada por
haber tocado con fe su manto (Mc 5, 25-34).
Como condición indispensable de sus milagros
requiere la fe en El aun tratándose de aquellos a quienes más ama. Reparad en
que cuando Marta, hermana de Lázaro, su amigo, a quien pronto resucitará, le
da a entender que hubiera muy bien podido impedir la muerte de su hermano,
Jesucristo le dice que resucitará Lázaro, pero quiere, antes de obrar el
prodigio, que Marta haga un acto de fe en su persona: «Yo soy la Resurrección
y la Vida. ¿Lo crees así?» (Jn 11, 25-26; +40 y 42).
Limita deliberadamente los efectos de su poder
allí donde no encuentra fe; el Evangelio nos dice expresamente que en Nazaret
«no hizo muchos milagros por razón de la incredulidad de sus moradores» (Mt
13,58). Diríase que la falta de fe paraliza, si así puedo expresarme, la acción
de Cristo.
En cambio, allí donde la encuentra, nada sabe
rehusar, y se complace en hacer públicamente su elogio con verdadero calor.
Cierto día que Jesús estaba en Cafarnaúm, un pagano, un oficial que mandaba
una compañía de cien hombres se le aproxima y le pide la curación de uno de
sus servidores enfermo. Dícele Jesús: «Iré y le curaré». Pero el centurión
le responde al punto: «Señor, no os toméis semejante molestia, que no soy
digno de que entréis en mi tienda; decid simplemente una palabra y curará mi
servidor; yo mismo tengo soldados a mis órdenes; y digo a éste: vete, y va; a
aquel otro: vente, y viene; a mi criado: haz esto, y lo hace. Así, también
bastará que digáis Vos una palabra, que conjuréis a la enfermedad para que
desaparezca, y desaparecerá». ¡Qué fe la de este pagano! Por eso Jesucristo,
aun antes de pronunciar la palabra libertadora, manifiesta el gozo que semejante
fe le causa: «En verdad, que ni siquiera entre los hijos de Israel he podido
encontrar una fe semejante. Debido a ello, vendrán los gentiles a tomar asiento
en el festín de la vida eterna, en el reino de los Cielos, mientras que los
hijos de Israel, llamados los primeros al banquete, serán arrojados a causa de
su incredulidad». Y dirigiéndose al centurión: «Vete, le dice, y suceda
confofme has creído» (ib. 8, 1-13; Lc 7, 1-10).
Tanto agrada a Jesús la fe, que ella acaba
por obtener de El lo que no entraba en sus intenciones conceder.- Tenemos de
ello un ejemplo admirable en la curación pedida por una mujer cananea. Nuestro
Señor había llegado a las fronteras de Tiro y Sidón, región pagana. Habiéndole
salido al encuentro una mujer de aquellos contornos, comenzó a exclamar en alta
voz: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David; mi hija es cruelmente
atormentada por el demonio». Jesús, al principio, no le hace caso, y en vista
de ello, sus discípulos ínstanle, diciendo: «Despachadla pronto, después de
otorgarle lo que pide pues no deja de importunarnos con sus gritos». «Mi misión,
les responde Cristo, es la de predicar solamente a los judíos». -A sus Apóstoles
reservaba la evangelización de los paganos.- Pero he aquí que la buena mujer
se postra a sus pies. «Señor, vuelve a decirle, socórreme». Y Jesús vuelve
igualmente a replicar lo mismo que a los Apóstoles, bien que empleando una
locución proverbial, en uso por aquel entonces, para distinguir a los judíos
de los paganos.
No es lícito tomar el pan de los hijos para
darlo a los perros». Al oír esto, exclama ella, animada por su fe:·«Cierto,
Seiñor; pero los cachorritos comen al menos las migajas que caen de la mesa de
sus amos». Jesús, conmovido ante semejante fe, no puede menos de alabarla y
concederle al punto lo que solicita: «¡Oh mujer, tu fe es grande; hágase según
tus deseos!» Y a la misma hora fue curada su hija (Mt 15, 22-28).
Trátase en la mayor parte de estos ejemplos,
sin duda ninguna, de curaciones corporales; pero del mismo modo, y debido también
a la fe, perdona Nuestro Señor los pecados y concede la vida eterna.-
Considerad lo que dice a Magdalena, cuando la pecadora se arroja a sus pies y
los riega con sus lágrimas: «Tus pecados han sido perdonados». La remisión
de los pecados es, a no dudarlo, una gracia de orden puramente espiritual. Ahora
bien, ¿por qué razón Jesucristo devuelve a Magdalena la vida de la gracia?
-Por su fe. Jesucristo dicele exactamente las mismas palabras que a los que
curaba de sus enfermedades corporales: «Vete; tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).-
Vengamos por fin, al Calvario. ¡Qué magnífica recompensa promete al Buen Ladrón,
atendiendo a su fe! Probablemente era un bandido este ladrón; pero en la cruz,
y cuando todos los enemigos de Cristo le agobian con sus sarcasmos y mofas: «Si
realmente es, como lo dijo, el Hijo de Dios descienda de la cruz, y creeremos en
El», el ladrón confiesa la divinidad de Cristo, al que ve abandonado de sus
discípulos, y muriendo en un madero, puesto que habla a Jesus de «su reino»,
precisamente en el momento en que va a morir, y le pide un asiento en ese reino.
¡Qué fe en el poder de Cristo agonizante! ¡Cómo le llega a Jesucristo al
corazón! «En verdad, tú estarás hoy conmigo en el Paraíso». Le perdona sólo
por esta fe todos sus pecados, y le promete un lugar en su reino eterno. La fe
era la primera virtud que Nuestro Señor exigía de los que se le acercaban, y
la primera que ahora reclama de nosotros.
Cuando antes de su Ascensión a los Cielos envía
a los Apóstoles a continuar su misión por el mundo, lo que exige es la fe; y
podemos decir que en ella cifra la realización de la vida cristiana: «Id, enseñad
a todas las naciones... el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no
crea, será condenado». ¿Quiere esto decir que basta sólo la fe? -No; los
Sacramentos y la observancia de los Mandamientos son igualmente necesarios, pero
un hombre que no cree en Jesucristo, nada tiene que ver con sus Mandamientos ni
con los Sacramentos. Por otra parte, si nos acercamos a sus Sacramentos, si
observamos sus preceptos, es debido a que creemos en Jesucristo; por
consiguiente, la fe es la base de nuestra vida sobrenatural.
La gloria de Dios exige de nosotros que
durante el tiempo de nuestra vida terrenal le sirvamos en la fe. Ese es el
homenaje que espera de nosotros y que constituye toda nuestra prueba, antes de
llegar a la meta final. Llegará un día en que habremos de ver a Dios cara a
cara; su gloria entonces consistirá en comunicarse plenamente en todo su
esplendor y en toda la claridad de su eterna bienaventuranza; pero mientras
estemos aquí abajo, entra en el plan divino que Dios sea para nosotros un Dios
oculto; aquí abajo, quiere Dios ser conocido, adorado y servido en la fe;
cuanto más extensa, viva y práctica sea ésta, tanto más agradables nos
haremos a las divinas miradas.
2. Naturaleza de la fe: asentimiento al
testimonio de Dios proclamando que Jesús es su Hijo
Pero me diréis: ¿en qué consiste la
fe?-Hablando en general puede decirse que la fe es una adhesión de nuestra
inteligencia a la palabra de otro. Cuando un hombre íntegro y leal nos dice una
cosa, la admitimos, tenemos fe en su palabra; dar su palabra a alguien es
darse uno mismo.
La fe sobrenatural es la adhesión de nuestra
inteligencia, no a la palabra de un hombre, sino a la palabra de Dios.-Dios no
puede ni engañarse ni engañarnos; la fe es un homenaje que se tributa a Dios
considerado como verdad y autoridad supremas.
Para que este homenaje sea digno de Dios,
debemos someternos a la autoridad de su palabra, cualesquiera que sean las
dificultades que en ello encuentre nuestro espíritu. La palabra divina nos
afirma la existencia de misterios que superan nuestra razón; la fe puede sernos
exigida en cosas que los sentidos y la experiencia parecen presentarnos de muy
distinta manera a como nos las presenta Dios; pero Dios exige que nuestra
convicción en la autoridad de su revelación sea tan absoluta, que si toda la
creación nos afirmara lo contrario, dijéramos a Dios, a pesar de todo: «Dios
mío, creo, porque Tú lo has dicho».
Creer, dice Santo Tomás, es dar, bajo el
imperio de la voluntad, movida por la gracia, el asentimiento, la adhesión de
nuestra inteligencia a la verdad divina [Ipsum autem credere est actus
intellectus assentientis veritati divinæ ex imperio voluntatis sub motu gratiæ.
II-II, q.2, a.9].
El espíritu es el que cree, pero no por eso
está ausente el corazón; y Dios nos infunde en el Bautismo, para que cumplamos
este acto de fe, un poder, una fuerza, un «hábito»: la virtud de fe, por la
cual se mueve nuestra inteligencia a admitir el testimonio divino por amor a su
veracidad. En esto reside la esencia misma de la fe, bien que esta adhesión y
este amor comprendan, naturalmente, un número de grados infinito.- Cuando el
amor que nos inclina a creer, nos arrastra de un modo absoluto a la plena
aceptación, teórica y práctica, del testimonio de Dios, nuestra fe es
perfecta, y, como tal, obra y se manifiesta en la caridad [Fides nisi ad eam
spes accedat et caritas neque unit perfecte cum Christo, neque corporis eius
vivum membrum efficit.
Conc. Trid., sess.
VI,
cap.7].
Ahora bien, ¿cuál es, en concreto, ese
testimonio de Dios que debemos aceptar por la fe? -Helo aquí en resumen: Que
Cristo Jesús es su propio Hijo, enviado para nuestra salvación y nuestra
santificación.
Sólo en tres ocasiones oyó el mundo la voz
del Padre, y las tres para escuchar que Cristo es su Hijo, su único Hijo, digno
de toda complacencia y de toda gloria: «Escuchadle» (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28).
Este es, según lo dijo nuestro Señor mismo, el testimonio de Dios al mundo
cuando le dio su Hijo. «El Padre que me envió es quien dio testimonio de mí»
(Jn 5,37. Véase todo el pasaje desde el v. 31).- Y para confirmar este
testimonio, Dios ha dado a su Hijo el poder de obrar milagros: le ha resucitado
de entre los muertos. Nuestro Señor nos dice que la vida eterna está
supeditada a la aceptación plena de este testimonio. «Esta es la voluntad del
Padre que me envió: que todo el que vea y crea en el Hijo, tenga la vida eterna»
(Ib 6,40. +17,21); e insiste con frecuencia sobre este punto: «En verdad os
digo que quienquiera que crea en Aquel que me envió, tiene la vida eterna... ha
pasado de la muerte a la vida» (ib. 5,24).
Abundando en el mismo sentimiento, escribe San
Juan palabras como éstas, que no nos cansaremos nunca de meditar: «Tanto amó
Dios al mundo, que llegó a darle su único Hijo». ¿Y para qué se lo dio? «Para
que todo el que crea en El no, perezca, antes bien, tenga la vida eterna», y añade
a guisa de explicación: «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al
mundo, sino para que por su medio el mundo se salve; quien cree en El, no es
condenado, pero el que no cree, ya está condenado por lo mismo que no cree en
el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 16-18). «Juzgar» tiene aquí,
como hemos traducido, el sentido de condensar, y San Juan dice que quien no cree
en Cristo ya está condenado; fijaos bien en esta expresión: «Ya está
condenado»; lo que equivale a enseñar que el que no tiene fe en Jesucristo en
vano procurará su salvación: su causa está va desde ahora juzgada. El Padre
Eterno quiere que la fe en su Hijo, por El enviado, sea la primera disposición
de nuestra alma y la base de nuestra salvación. «Quien cree en el Hijo tiene
la vida eterna, mas quien no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira
de Dios permanece sobre él» (ib. 3,36).
Atribuye Dios tal importancia a que creamos en
su Hijo, que su cólera permanece -nótese el tiempo presente: «permanece»
desde ahora y siempre- sobre aquel que no cree en su Hijo. ¿Qué significa todo
esto? Que la fe en la divinidad de Jesús es, en conformidad con los designios
del Padre, el primer requisito para participar de la vida divina; creer en la
divinidad de Jesucristo implica creer en todas las demás verdades reveladas.
Toda la Revelación puede considerarse contenida en este supremo testimonio que
Dios nos da de que Jesucristo es su Hijo; y toda la fe, puede decirse que se
halla igualmente implícita en la aceptación de este testimonio. Si, en efecto,
creemos en la divinidad de Jesucristo, por el hecho mismo creemos en toda la
revelación del Antiguo Testamento que encuentra toda su razón de ser en
Cristo; admitimos también toda la revelación del Nuevo Testamento, ya
que todo cuanto nos enseñan los Apóstoles y la Iglesia no es sino el
desarrollo de la revelación de Cristo.
Por tanto, el que acepta la divinidad de
Cristo abraza, al mismo tiempo, el conjunto de toda la Revelación; Jesucristo
es el Verbo encarnado; el Verbo expresa a Dios, tal cual Dios es, todo lo que El
sabe de Dios; este mismo Verbo se encarna y se encarga de dar a conocer a Dios
en el mundo (ib. 1,18). y cuando mediante la fe recibimos a
Cristo, recibimos toda la Revelación.
De modo que la convicción íntima de que
nuestro Señor es verdaderamente Dios constituye el primer fundamento de toda la
vida espiritual; si llegamos a comprender bien esta verdad y extraemos las
consecuencias prácticas en ella implicadas, nuestra vida interior estará llena
de luz y de fecundidad.
3. La fe en la divinidad de Jesucristo es
el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la
divinidad de Cristo en la Encarnación
Insistamos algo más en esta importantísima
verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el
velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.
Sin duda que los judíos se percataban de la
sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este
Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib.
3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos
convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en
El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).
Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos
oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos
a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San
Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al
punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia
natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a
causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.
Más de una vez también, leemos en el
Evangelio, que contendían los judios entre sí con respecto a Cristo.- Por
ejemplo: Con ocasión de la parábola del buen pastor que da la vida
voluntariamente por sus ovejas, decían unos: «Está poseído del demonio; ha
perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos
un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían,
aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días
antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»
Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué
atetenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin
saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y,
¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? -«Ya os lo he dicho, y no
me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y
añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis
ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna,
y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará
de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno».
Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a
Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué
obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus
blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre». ¿Cuál
es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo
confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido
bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios,
«ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la
naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10,
37-38).
Así, pues, como veis, la fe en la divinidad
de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el
primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en
persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de
sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre. Esto es, ciertamente, lo que de
nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a
quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la
afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las mas
remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de
Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medidá de la
pureza, espiendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo. Reparad y veréis cómo
la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora
bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de
Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios»
(1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras
nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a
fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación,
nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo
juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole,
me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos».
Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente
tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn
12,44).
Leemos en San Juan: «si recibimos el
testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos
afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de
Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el
testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el
Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario,
quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio
dado por Dios respecto a su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una
profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado
Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo,
tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué
significan estas palabras?
Para comprenderlo, debemos remontarnos
apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.-
Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo,
su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple,
eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y
de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único
y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el
esplendor de su gloria».- Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da
exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el
bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el
mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en ei santuario de
la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es
su vida íntima.
Por tanto, al recibir ese testimonio del Padre
Eterno, al decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo;
le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de
Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es
vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que
se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres
el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras
energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan
de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda conviértese
en eoo de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra
infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre
constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente
eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma
vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que
Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese
testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo.
4. Ejercicio de la virtud de la fe;
fecundidad de la vida interior basada en la fe
Por mucho que los multiplicáramos, no
repetiriamos nunca bastante estos actos de fe en la divinidad de Cristo.- Esta
fe la hemos recibido en el Bautismo, y no debemos dejarla enterrada ni
adormecida en el fondo del corazón; antes por el contrario, hemos de pedir a
Dios que nos la aumente; debemos ejercitarla nosotros mismos, con la repetición
de actos.- Y cuanto más pura y viva sea, tanto más penetrará nuestra
existencia y tanto más sólida, verdadera, luminosa, segura y fecunda será
nuestra vida espiritual. Pues la convicción profunda de que Cristo es Dios y
que nos ha sido dado, contiene en sí toda nuestra vida espiritual: de esa
íntima convicción nace nuestra santidad como de su fuente, y cuando la fe es
viva, penetra por entre el velo de la humanidad que oculta a nuestras miradas la
divinidad de Cristo. Ora se nos muestre sobre un pesebre bajo la forma de débil
niño; ora en un taller de obrero; ora profeta, blanco siempre de las
contradicciones de sus enemigos; ora en las ignominias de una muerte infame, o
ya bajo las especies de pan y vino, la fe nos dice con invariable certidumbre
que siempre es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, Dios y Hombre verdadero, igual
al Padre y al Espíritu Santo en majestad, en poder, en sabiduría, en amor.
Cuando llega a ser profunda esta convicción, entonces nos arrastra a un acto de
intensa adoración y de abandono en la voluntad de aquel que, bajo el velo del
hombre, permanece lo que es, Dios todopoderoso y perfección infinita.
Debemos, si no lo hemos hecho hasta ahora,
postrarnos a los pies de Cristo, y decirle: «Señor Jesús, Verbo Encarnado,
creo que eres Dios; verdadero Dios engendrado del Dios verdadero; no veo tu
divinidad, pero desde el momento que tu Padre me dice: «Este es mi Hijo muy
amado», creo y porque creo quiero someterme todo entero a ti, cuerpo, alma,
juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, mis energías todas;
quiero que en mí se realicen las palabras del Salmista: «Que todas las cosas
os estén sometidas a título de homenaje; «Todo lo rendiste a sus pies» (Sal
8,8; +Heb 2,8); quiero que seas mi jefe, que tu Evangelio sea mi luz, y tu
voluntad mi guía; no quiero ni pensar de otro modo que tú, pues eres verdad
infalible, ni obrar de otro modo que lo quieres tú, pues eres el único camino
que lleva al Padre, ni buscar contento y alegría fuera de tu voluntad, ya que
eres la fuente misma de la vida. «Poséeme todo entero, por tu Espíritu, para
gloria del Padre».-Con este acto de fe, ponemos el verdadero fundamento de
nuestra vida espiritual: «Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto,
esto es, Cristo Jesús» (1Cor 3,11. +Col 2,6).
Si renovamos con frecuencia este acto,
entonces, Cristo como dice San Pablo, «habita en nuestros corazones» (Ef
3,17), o lo que es lo mismo, reina de un modo permanente, como maestro y rey de
nuestras almas; llega, en una palabra, a ser en nosotros, por medio de su Espíritu,
el principio de la vida divina. Renovemos, por consiguiente, lo más a menudo
que podamos, este acto de fe en la divinidad de Jesús, seguros de que, cada vez
que así lo hacemos, consolidamos más y más el fundamento de nuestra vida
espiritual, haciéndolo poco a poco inconmovible.- Al entrar en una iglesia y
ver la lamparita que luce ante el sagrario, y anuncia la presencia de
Jesucristo, Hijo de Dios, sea nuestra genuflexión algo más que una simple
ceremonia hecha por rutina, sea un homenaje de fe interna y de profunda adoración
a nuestro Señor, cual si le viéramos en el esplendor de su gloria; al cantar o
recitar en el Gloria de la Misa todas estas alabanzas y estas súplicas a
Jesucristo: «Señor Dios, Hijo de Dios, Cordero de Dios, que a la diestra del
Padre estás sentado. Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo,
junto con el Espíritu Santo en la infinita gloria del Padren, entonces, digo,
salgan esas alabanzas antes del corazón que de los labios; al leer el
Evangelio, hagámoslo con la convicción de que quien en él habla es el Verbo
de Dios, luz y verdad infalibles que nos revela los secretos de la divinidad, al
cantar en el Credo la generación eterna del Verbo, a la que había de
unirse la humanidad, no nos detengamos en la corteza del sentido de las palabras
o en la belleza del canto; por el contrario, escuchemos en ellas el eco de la
voz del Padre que contempla a su Hijo y atestigua que es igual a El: Filius
meus es tu, ego hodie genui te; al cantar: Et incarnatus est, «y se
encarnó», inclinemos interiormente todo nuestro ser en un acto de
anonadamiento ante el Dios que se hizo Hombre y en quien puso el Padre todas sus
complacencias; al recibir a Jesús en la Eucaristía, lleguémonos con tan
profunda reverencia cual si cara a cara le viésemos presente.
Tales actos, repetidos, son muy agradables al
Eterno Padre, porque todas sus exigencias-y éstas son infinitas- se compendian
en un deseo ardiente de ver a su Hijo glorificado.
Y cuanto más oculta el Hijo su divinidad y se
rebaja por nuestro amor, más profundamente debemos nosotros ensalzarle y
rendirle homenaje como a Hijo de Dios. Ver glorificado a su Hijo constituye el
supremo deseo del Padre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn
12,28); es una de las tres palabras del Padre Eterno que el mundo escuchó: por
ellas quiere glorificar a Jesucristo, su Hijo y su igual, honrando su humildad:
aporque se ha anonadado, hale el Padre ensalzado y dádole un nombre superior a
todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante El, y toda lengua proclame
que nuestro Señor Jesucristo comparte la gloria de su Padre» (Fil 3, 7-9).
Debido a eso, cuanto más se humilló Cristo haciéndose pequeñito, ocultándose
en Nazaret, sobrellevando las flaquezas y miserias humanas que eran compatibles
con su dignidad, padeciendo como un malvado la muerte en el madero (Is 53,12) y
ocultándose en la Eucaristía, cuanto más atacada y negada es su divinidad por
parte de los incrédulos, tanto más elevado ha de ser el lugar en que nosotros
le situemos en la gloria del Padre y dentro de nuestro corazón; más profundo
el espíritu de intensa reverencia y completa sumisión con que debemos darnos a
El sin reservas, y más generoso el trabajo con que nos consagremos sin descanso
a la extensión de su reino en las almas.
Tal es la verdadera fe, la fe perfecta en la
divinidad de Jesucristo, la que, convertida en amor, invade todo nuestro ser,
abarcando prácticamente todas las acciones y todo el complejo de nuestra vida
espiritual, y constituye como la base misma de nuestro edificio
sobrenatural, de toda nuestra santidad.
Para que sea verdaderamente fundamento,
es preciso que la fe informe y sostenga las obras que llevamos a cabo y se
convierta en el principio de todos nuestros progresos en la vida espiritual [Iustificati...
in ipsa iustitia per Christi gratiam accepta, cooperante fide bonis
operibus crescunt ac magis sanctificatur.
Conc.
Trid., Sess. VI, c. 10]. «Yo, dice San
Pablo en su carta a los Corintios, según la gracia que Dios me ha dado, eché
en vosotros, cual perito arquitecto, el cimiento del espiritual edificio, predicándoos
a Jesús, mire bien cada uno cómo alza la fábrica sobre ese fundamento» (1Cor
3,10).
-Son nuestras obras las que forman y levantan
este edificio espiritual. San Pablo dice además que «el justo vive de la fe»
(Rm 1,17) [Es digno de notarse que San Pablo insiste en esta verdad en tres
ocasiones: +Gál 3, 11, y Heb 10, 38]. El «justo» es aquel que, mediante la
justificación recibida en el Bautismo, ha sido creado en la justicia y posee en
sí la gracia de Cristo y, conjuntamente, las virtudes infusas de la fe, la
esperanza y el amor; ese justo vive por la fe. Vivir es lo mismo que
tener en sí un principio interior, fuente de movimientos y operaciones. Es
cierto que el principio interior que ha de animar nuestros actos para que sean
actos de vida sobrenatural, proporcionados a la bienaventuranza final, es la
gracia santificante; pero la fe es la que introduce al alma en la región de lo
sobrenatural. No seremos partícipes de la adopción divina mientras no
recibamos a Cristo, ni recibiremos a Cristo, sino por la fe. La fe en Jesucristo
nos conduce a la vida, a la justificación, mediante la gracia; por eso dice San
Pablo que el justo vivirá de la fe. En la vida sobrenatural la fe en Jesucristo
es un poder tanto más activo cuanto más profundamente arraigada se halle en el
alma. La fe comienza por aceptar todas las verdades que constituyen materia
adecuada a esta virtud, y como para ella Cristo lo es todo, todo lo ve a través
del prisma divino de Cristo, y de la persona misma de Cristo desciende y se
extiende sobre cuanto El dijo, sobre cuanto hizo o llevó a cabo, sobre cuanto
instituyó: la Iglesia, los Sacramentos, sobre todo lo que constituye ese
organismo sobrenatural establecido por Cristo para que vivan nuestras almas la
vida divina.- Además, la íntima y profunda convicción que tenemos de la
divinidad de Cristo, pone en movimiento nuestra actividad para cumplir
generosamente sus mandamientos, para permanecer inquebrantables en la tentación:
«Fuertes en la fe» (1Ped 5,9) para conservar la esperanza y la caridad a pesar
de todas las pruebas.
¡Oh, qué intensidad de vida sobrenatural se
encuentra en las almas íntimamente convencidas de que Jesús es Dios! ¡Qué
fuente tan abundante de vida interior y de incesante apostolado es la persuasión,
cada día más fuerte y enraizada, de que Cristo es la Santidad, la Sabiduría,
el Poder y la Bondad por excelencia!...
«Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios
vivo; creo sí, pero dignate aumentar más todavía los quilates de mi fe».
5. Por qué debemos tener fe viva, sobre
todo en el valor infinito de los méritos de Cristo. Cómo la fe es fuente de
gozo
Hay un punto sobre el cual deseo detenerme,
porque más que otro alguno debe constituir el objeto explícito de la fe si
queremos vivir plenamente de la vida divina: es la fe en el valor infinito de
los méritos de Jesucristo.
Ya he apuntado esta verdad al exponer cómo
Jesucristo ha constituido el precio infinito de nuestra santificación. Pero al
hablar de la fe, importa volverlo a tratar, puesto que la fe es la que nos
permite aprovechar todas esas inagotables riquezas que Dios nos otorga en Jesús.
Dios nos legó un don inmenso en la persona de
su Hijo Jesús; Cristo es un relicario en el que se encierran todos los tesoros
que han podido reunir para nosotros la ciencia y la sabiduría divinas; El
mismo, con su pasión y su muerte, mereció el privilegio de poder hacernos a
nosotros partícipes de esas riquezas, y ahora vive en el cielo, abogando de
continuo por nosotros delante de su Etemo Padre.- Pero es preciso que conozcamos
el valor de este don y el uso que de él debemos hacer. Cristo, con la plenitud
de su santidad y el infinito valor de sus merecimientos y de su crédito.
constituye este don; pero este don no nos será útil sino en proporción a la
medida de nuestra fe. Si ésta es rica, viva, profunda, si está a la altura de
tan excelso don, en cuanto ello es posible a una criatura, no tendrán límites
las comunicaciones divinas hechas a nuestras almas por la humanidad santa de Jesús;
en cambio, si no tenemos un aprecio sin límites de los méritos infinitos de
Cristo, es que nuestra fe en la divinidad de Jesús no es bastante intensa, y
cuantos dudan de esta divina eficacia ignoran lo que significa la humanidad de
un Dios.
Debemos ejercitar a menudo esta fe en los méritos
y satisfacciones adquiridos por nuestro Señor para nuestra santificación.
Cuando oramos, presentémonos al Padre Etemo
con una confianza inquebrantable en los merecimientos de su divino Hijo:
Nuestro Señor lo ha pagado, saldado y adquirido todo; y «sin cesar interpela a
su Padre por nosotros» (Heb 7,25). Digamos en vista de esto al Señor: «Dios mío,
yo bien sé que soy un pobre miserable; que no hago más que aumentar todos los
días el número de mis pecados; sé que ante vuestra infinita santidad, de mí
mismo, no soy otra cosa sino cual lodo y barro ante el sol; pero me prosterno
ante Vos; soy miembro, por la gracia, del cuerpo místico de vuestro Hijo, de
vuestro Hijo que me ha comunicado esa misma gracia, luego de haberme rescatado
con su sangre; ahora que tengo la dicha de pertenecerle, no queráis arrojarme
de la presencia de vuestra divina Faz».
No, Dios no puede arrojarnos cuando así nos
apoyamos en el valimiento de su Hijo, pues el Hijo trata de igual a igual con el
Padre.- Además, al reconocer de este modo que nada valemos por nosotros mismos,
ni somos capaces de hacer nada, «sin mí nada podéis» (Jn 15,5), y que, en
cambio, lo esperamos todo de Cristo, en particular aquello que nos es necesario
para vivir de la vida divina, «todo lo puedo en aquel que me conforta»,
reconocemos que ese divino Hijo lo es todo para nosotros, que fue constituido
como nuestro Jefe y Pontífice; y de este modo, afirma San Juan, rendimos al
Padre -«que ama al Hijo», y quiere que todo nos venga por su Hijo, «puesto
que le ha dado poder absoluto para lo referente a la vida de las almas»-, un
homenaje gratísimo; mientras que, por el contrario, el alma que no tiene esa
confianza absoluta en Jesús, no le reconoce plenamente por lo que es:
Hijo muy amado del Padre, y, por tanto, no ofrece tampoco al Padre esa
glorificación que tanto apetece: El Padre desea «que todos den gloria al Hijo
como se la dan al Padre. Quien no dé gloria al Hijo, tampoco se la da al Padre
que le envió» (Jn 5,23).
Igualmente, cuando nos acerquemos al
sacramento de la Penitencia, tengamos gran fe en la eficacia divina de la sangre
de Jesús, esa sangre que lava entonces nuestras almas de sus faltas, las
purifica, renovando sus fuerzas y devolviéndoles su prístina belleza, sangre
que se nos aplica en el momento de la absolución juntamente con los méritos de
Cristo y que ha sido derramada en beneficio nuestro debido ai incomparable amor
de Jesús, méritos iníinitos, sí, pero adquiridos al precio de padecimientos
increíbles y de afrentosas ignominias. ¡Si conocieras el don de Dios!
Del mismo modo también, cuando asistís a la
santa Misa, os halláis presentes al sacrificio conmemorativo del de la Cruz; el
Hombre Dios se ofrece por nosotros en el altar como lo hizo en el Calvario.
Aunque difiera el modo de ofrecerse, el mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero
Hombre, se inmola sobre el altar para hacernos partícipes de sus satisfacciones
infinitas. Si fuera nuestra fe viva y profunda, ¡con qué reverencia asistiríamos
a este sacrificio, y con qué avidez santa acudiríamos todos los dias -en
conformidad con los deseos de nuestra Santa Madre la Iglesia- a la sagrada Mesa
para unirnos con Cristo!; ¡con qué confianza inquebrantable recibiríamos a
Cristo en el momento en que se nos da todo entero, su humanidad y su divinidad,
sus tesoros y sus merecimientos; se nos da El mismo, rescate del mundo, el Hijo
en quien Dios puso todas sus complacencias! «¡Si conocieras el don de Dios!»
Cuando hacemos frecuentes actos de fe en el
poder de Jesucristo y en el valor de sus merecimientos, nuestra vida se
convierte en un cántico perpetuo de alabanzas a la gloria de este Pontífice
supremo, mediador universal y dador de toda gracia; con lo que entramos de lleno
en los pensamientos eternos, en el plan divino, y adaptamos nuestras almas a las
miras santificadoras de Dios, al mismo tiempo que nos asociamos a su voluntad de
glorificar a su amantísimo Hijo: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré»
(ib. 12,28).
Acerquémonos, pues, a nuestro Señor; sólo
El sabe decirnos palabras de vida eterna. Recibamosle primero con una fe viva,
doquiera esté presente; en los sacramentos, en la Iglesia, en su cuerpo místico,
en el prójimo, en su providencia, que dirige o permite todos los
acontecimientos, incluso los adversos; recibámosle, cualquiera que sea la forma
que toma y el momento en que viene, con una adhesión entera a su
divina palabra y una entrega completa a su servico. En esto consiste la
santidad.
Todos hemos leído en el Evangelio el
episodio, referido por San Juan con detalles deliciosos, de la curación del
ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38). Luego que fue curado por Jesús, en día de sábado,
le interrogan repetidas veces los fariseos enemigos del Salvador; quieren
hacerle confesar que Cristo no es profeta, ya que no observa el reposo que la
Ley de Moisés prescribe el día de Sábado. Pero el pobre ciego no sabe gran
cosa; invariablemente responde que cierto hombre llamado Jesús le ha sanado
enviándole a lavarse en una fuente; es todo cuanto sabe y lo que en un
principio les contesta. Los fariseos no le pueden sonsacar nada contra Cristo y
acaban por arrojarle de la sinagoga porque afirma que nunca se oyó decir que
haya un hombre abierto los ojos a un ciego, y que, por tanto, Jesús debe ser el
enviado de Dios. Habiendo llegado a oído de nuestro Señor esta expulsión,
haciéndose el encontradizo con él, le pregunta: «¿Crees en el Hijo de Dios?»
-Responde el ciego: «¿Quién es, Señor, para que yo crea en El?» ¡Qué
prontitud de alma! -Dícele Jesús: «Le viste ya, y es el mismo que está
hablando contigo». -Y al punto, el pobre ciego da fe a la palabra de Cristo: «Creo,
Señor», y en la intensidad de su fe, se postra a los pies de Jesús para
adorarle; abraza los pies de Jesús, y en Jesús, la obra entera de Cristo (Jn
9,38).
El ciego de nacimiento es la imagen de nuestra
alma curada por Jesús, libertada de las tinieblas eternas y devuelta a la luz
por la gracia del Verbo encarnado(+San Agustín.
In
Joan.,
XLIV, 1). Doquiera, pues, que se le
presente Cristo, ha de decir: «¿Quién es, Señor, para que crea en El?» (Jn
9,36). Y luego inmediatamente deberá entregarse del todo a Cristo, a su
servicio, a los intereses de su gloria, que es también la del Padre. Obrando
siempre de este modo, llegamos a vivir de la fe; Cristo habita y reina en
nosotros, y su divinidad es, por medio de la fe, principio de toda nuestra vida.
Esta fe, que se completa y se manifiesta por
medio del amor, es además para nosotros fuente y manantial de alegría. Dijo
nuestro Señor: «Bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron» (Jn
20,29), y dijo estas palabras, no para sus discípulos, sino más bien para
nosotros. Pero, ¿por qué proclama nuestro Señor «bienaventurados» a los que
en El creen? La fe es causa de alegría, por cuanto nos hace participar de la
ciencia de Cristo. El es el Verbo eterno, que nos ha enseñado los secretos
divinos. «El Unigénito que habita en el seno del Padre es quien le dio a
conocer» (ib. 1,18). Creyendo lo que nos ha dicho tenemos la misma
ciencia que El; la fe es fuente de alegría, porque lo es también de luz y de
verdad, que es el bien de la inteligencia.
Es además fuente de alegría, por cuanto nos
permite poseer en germen los bienes futuros; es «sustancia de las realidades
eternas que nos han sido prometidas» (Heb 11,1). Nos lo dice Jesucristo mismo:
«Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna» (Jn 3,36). Reparad en
el tiempo presente «tiene»; no habla en futuro «tendrán, sino que habla como
de un bien cuya posesión se halla ya asegurada [Dicitur iam finem aliquis
habere propter spem finis obtinendi. I-II, q.69, a.2; y el Doctor Angélico
añade: Unde et Apostolus dicit: Spe salvi facti sumus. Todo este artículo
merece leerse]; del mismo modo que vimos cómo, aludiendo al que no cree dice
que ya «está» juzgado. La fe es una semilla, y toda semilla lleva en sí el
germen de la producción futura. Con tal de apartar de ella todo aquello que la
pueda menoscabar, empailar y empequeñecer; con tal de desarrollarla por la
oración y el ejercicio; con tal de proporcionarla constantemente ocasión de
manifestarse en el amor, la fe pone a nuestra disposición la sustancia de los
bienes venideros y hace nacer una esperanza inquebrantable: «Quien cree
en El, no será confundido» (Rm 9,33).
Permanezcamos, como dice San Pablo, «cimentados
en la fe» (Col 1,23); «fundados en Cristo y afianzados en la fe»: «Puesto
que habéis recibido a Jesucristo nuestro Señor, andad en El, injertados en su
raíz, y edificados sobre El y robustecidos en la fe, como así lo habéis
aprendido» (Col 2, 6-7).
Permanezcamos, pues, firmes; porque esta fe ha
de verse probada por este siglo de incredulidad, de blasfemia, de escepticismo,
de naturalismo, de respeto humano, que nos rodea con su ambiente malsano. Si
estamos firmes en la fe, dice San Pedro -el príncipe de los Apóstoles, sobre
quien Cristo fundó su Iglesia al proclamar aquél que Cristo era Hijo de Dios-
nuestra fe será «un título de alabanza, de honor y de gloria cuando aparezca
Jesús, en quien creéis y a quien amáis sin haberle visto nunca vuestros ojos,
pero en quien no podéis creer sin que este acto de fe haga brotar en vuestros
corazones la fuente inagotable de una alegría inefable, ya que el fin y el
premio de esta vida es la salvación, y, de consiguiente, la santidad de
vuestras almas» (1Pe 1, 7-9).