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El
Espíritu Santo, espíritu de Jesús
La doctrina sobre el Espíritu Santo
completa la explicación del plan divino: importancia capital de este asunto
Tenemos entre nuestros Libros Santos uno que
historia los primeros días de la Iglesia, y se llama Hechos de los Apóstoles.
Esta narración, debida a la pluma de San Lucas, que fue testigo de muchos
de los hechos narrados, está llena de encanto y de vida.- En ella vemos cómo
la Iglesia, fundada por Jesús sobre los Apóstoles, se desenvuelve en Jerusalén
y se extiende después poco a poco fuera de Judea, merced sobre todo a la
predicación de San Pablo, pues que la mayor parte del libro la dedica
precisamente al relato de las misiones, de los trabajos y de las luchas del gran
Apóstol. Podemos seguirle paso a paso en casi todas sus expediciones evangélicas.
Esas páginas, llenas de animación, nos revelan y nos pintan al vivo las
incesantes tribulaciones que padeció San Pablo, las dificultades sin cuento que
hubo de vencer, sus aventuras, sus padecimientos en el curso de los múltiples
viajes emprendidos para extender por doquier el nombre y gloria de Jesús.
Refiérese en esos Hechos que, andando
San Pablo de misiones, llegó a Efeso, y allí encontró algunos discípulos, y
les preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» -Los
discípulos le contestaron: «¡Pero, si no hemos oído siquiera hablar del Espíritu
Santo ni que tal cosa exista!» (Hch 19,2).
Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista
el Espíritu Santo; mas ¡cuántos cristianos hay que sólo le conocen de nombre
y casi nada saben de sus operaciones en las almas! Sin embargo, la economía
divina no se comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el
Espíritu Santo para nosotros.
Vedlo, si no: en casi todos los textos donde
expone los pensamientos eternos sobre nuestra adopción sobrenatural, y siempre
que trata de la gracia y de la Iglesia, habla San Pablo del «Espíritu de Dios»,
del «Espíritu de Cristo», del «Espíritu de Jesús». «Hemos recibido un
Espíritu de adopción que nos hace exclamar dirigiéndonos a Dios: ¡Padre,
Padre!» (Rm 8,15).- «Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones
para que le pudiéramos llamar Padre nuestro» (Gál 4,5). «¿No sabéis, dice
en otra parte, que por la gracia sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios
mora en vosotros?» (1Cor 3,16). Y también: «Sois el templo del Espíritu
Santo que habita en vosotros» (ib. 6,19). «En Cristo se eleva todo el
edificio bien ordenado para formar un templo santo en el Señor: en El también
estáis vosotros edificados para ser por el Espíritu Santo morada de Dios» (Ef
2, 21-22).
«De suerte que así como no formáis más que
un solo cuerpo en Cristo, así también os anima un solo Espíritu» (ib.
4,4). La presencia de este Espíritu en nuestras almas es tan necesaria, que San
Pablo llega a decir: «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de
El».
¿Veis ahora por qué el Apóstol, que nada
tomaba tan a pechos como ver a Cristo vivir en el alma de sus discípulos, les
pregunta si han recibido el Espíritu Santo? Es que sólo son hijos de Dios en
Jesucristo los que son dirigidos por el Espíritu Santo (Rm 8,9 y 14).
No penetraremos, pues, perfectamente el
misterio de Cristo y la economía de nuestra santificación, mientras no fijemos
la mirada en este Espíritu divino, y en su acción sobre nosotros.- Hemos visto
que la finalidad de nuestra vida consiste en tratar de someternos con gran
humildad a los pensamientos de Dios- adaptarnos a ellos lo mejor posible y con
la sencillez de un niño. Siendo divinos esos designios, su eficacia es intrínsecamente
absoluta; y producirán, sin duda alguna, sus frutos de santificación, si los
aceptamos con fe y con amor. Ahora bien; para encajar en el plan divino, es
menester no solamente «recibir a Cristo» (Jn 1,12), sino que, como lo hace
notar San Pablo, es preciso «recibir al Espíritu Santo» y someterse a su acción,
a fin de ser «uno con Cristo». Ved cómo el mismo Señor, en el admirable
discurso que pronunció después de la Cena, en el que revela a los que llama
sus «amigos» los secretos de la vida eterna, les habla varias veces del Espíritu
Santo, casi tantas como de su Padre.
Les dice que este Espíritu «suplirá sus
veces entre ellos» cuando haya subido al cielo; que este Espíritu «será para
ellos el maestro interior, un maestro tan necesario que Jesús rogará al Padre
para que se lo dé y viva en ellos». ¿Por qué, pues, nuestro divino Salvador
puso tanto cuidado en hablar del Espíritu Santo en momentos tan solemnes, en términos
tan apremiantes, si todo ello había de ser para nosotros como letra muerta? ¿No
sería ofenderle y causarnos a la vez grave perjuicio el no prestar atención a
un misterio tan vital para nosotros?
[En su Encíclica sobre el Espíritu Santo (Divinum
illud munus, 9 de mayo de 1897), León XIII, de gloriosa memoria, deploraba
amargamente el que «los cristianos tuvieran conocimiento tan mezquino del Espíritu
Santo. Emplean a menudo su nombre en sus ejercicios de piedad, mas su fe anda
envuelta en espesas tinieblas». Por eso el gran Pontífice insiste enérgicamente
en que «todos los predicadores y cuantos tienen cura de almas miren como deber
suyo el enseñar al pueblo diligentius atque uberius cuanto dice relación
con el Espíritu Santo». Sin duda, quiere que «se evite toda controversia
sutil, toda tentativa temeraria de escudriñar la naturaleza profunda de los
misterios», pero quiere también «que se recuerden y que se expongan con
claridad los numerosos e insignes beneficios que nos han traído y trae sin
cesar a nuestras almas el Donador divino; porque el error o la ignorancia en
misterios tan grandes y fecundos (error e ignorancia indignos de un hijo de la
luz) deben desaparecer totalmente»: prorsus depellatur].
Trataré de demostraros, con toda la claridad
que pueda, lo que es el Espíritu Santo en sí mismo, dentro de la adorable
Trinidad, su acción en la santa humanidad de Cristo y los incesantes beneficios
que reporta a la Iglesia y a las almas.
Así terminaremos la exposición de la economía
del plan divino en sí mismo considerado.
El tema es, sin duda, muy elevado; debemos
tratarlo, pues, con profunda reverencia; mas, como nuestro Señor nos lo ha
revelado, debe también nuestra fe considerarlo con amor y confianza. Pidamos
humildemente al Espíritu Santo que ilumine El mismo nuestras almas con un rayo
de su luz divina, pues seguramente atenderá a nuestros ruegos.
1. El Espíritu Santo en la Trinidad:
Procede del Padre y del Hijo por amor, se le atribuye la santificación, porque
ésta es obra de amor, de perfeccionamiento y de unión
No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la
Revelación nos enseña. ¿Y qué nos dice la Revelación?
Que pertenece a la esencia infinita de un solo
Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; ése es el misterio de la
Santísima Trinidad.
[Fides autem catholica hæc est: ut unum Deum in
Trinitate et Trinitatem in unitate veneremur... neque confundentes personas,
neque substatiam separantes. Símbolo
atribuido a San Atanasio]. La fe aprecia en Dios la unidad de la naturaleza y la
distinción de Personas.
El Padre, conociéndose a Sí mismo, enuncia,
expresa ese conocimiento en una palabra infinita, el Verbo, con acto simple y
eterno; y el Hijo, que engendra el Padre, es semejante e igual a El mismo,
porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida y sus perfecciones.
El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro
con amor mutuo y único: ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan
absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al
otro, y ese amor mutuo que deriva del Padre y del Hijo, como de fuente única,
es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se
llama Espíritu Santo. El nombre es misterioso, mas la revelación no nos da
otro.
El Espíritu Santo es, en las operaciones
interiores de la vida divina, el ultimo término: El cierra -si nos son
permitidos estos balbuceos, hablando de tan grandes misterios- el ciclo de la
actividad íntima de la Santísima Trinidad, pero es Dios lo mismo que el Padre
y el Hijo posee como Ellos y con Ellos la misma y única naturaleza divina,
igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad.
Este Espíritu divino se llama Santo y es el
Espíritu de santidad, santo en Sí mismo y santificador a la vez.- Al anunciar
el misterio de la Encarnación, decía el Angel a la Virgen: «El Espíritu
Santo bajará a ti: por eso el Ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de
Dios» (Lc 1,35). Las obras de santificación se atribuven de un modo particular
al Espíritu Santo. Para entender esto, y todo lo que se dirá del Espíritu
Santo, debo explicaros, en pocas palabras, lo que en Teología se llama apropiación.
Como sabéis, en Dios, hay una sola
inteligencia, uns sola voluntad, un solo poder, porque no hay más que una
naturaleza divina; pero hay también distinción de personas. Semejante distinción
resulta de las operaciones misteriosas que se verifican alla en la vida
íntima de Dios y de las relaciones mutuas que de esas operaciones se
derivan. El Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede de entrambos.
«Engendrar, ser Padre», es propiedad exclusiva de la Primera Persona, «ser
Hijo» es propiedad personal del Hijo, así como el «proceder del Padre y del
Hijo, por vía de amor», es propiedad personal del Espíritu Santo. Esas
propiedades personales establecen, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
relaciones mutuas, de donde proviene la distinción.- Pero fuera de esas
propiedades y relaciones, todo es común e indivisible entre las divinas
Personas: la inteligencia, la voluntad, el poder y la majestad, porque la misma
naturaleza divina indivisible es común a las tres Personas.- He ahí lo poquito
que podemos rastrear acerca de las operaciones íntimas de Dios.
Por lo que atañe a las obras «exteriores»,
las acciones que se terminan fuera de Dios (ad extra), sea en el
mundo material, como la acción de dirigir a toda criatura a su fin, sea en el
mundo ds las almas, como la acción de producir la gracia, son comunes a las
tres divinas Personas. ¿Por qué así? -Porque la fuente de esas operaciones,
de esas obras, de esas acciones, es la naturaleza divina, y esa naturaleza es
una e indivisible para las tres personas; la Santísima Trinidad obra en el
mundo como una sola causa única.- Pero Dios quiere que los hombres conozcan y
honren, no sólo la unidad divina, sino también la Trinidad de Personas; por
eso la Iglesia, por ejemplo, en la liturgia, atribuye a tal Persona divina
ciertas acciones que se verifican en el mundo, y que, si bien son comunes a las
tres divinas Personas, tienen una relación especial o afinidad íntima con el
lugar, si así puedo expresarme, que ocupa esa Persona en la Santísima
Trinidad, con las propiedades que le son peculiares y exclusivas.
Siendo, pues, el Padre, fuente, origen y
principio de las otras dos Personas -sin que eso implique en el Padre
superioridad jerárquica ni prioridad de tiempo-, las obras que se verifican en
el mundo y que manifiestan particularmente el poderío, o en que se revela sobre
todo la idea de origen, son atribuidas al Padre; como, por
ejemplo, la creación en que Dios sacó el mundo de la nada. En el Credo cantamos
«Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». ¿Será
tal vez que el Padre tuvo más parte, manifestó más su poder en esta obra que
el Hijo y el Espíritu Santo? Error fuera el pensarlo; el Hijo y el Espíritu
Santo obran en esto tanto como el Padre, porque Dios obra hacia fuera, por su
omnipotencia, y la omnipotencia es común a las tres Personas.- ¿Cómo, pues,
habla de ese modo la Iglesia? -Porque, en la Santísima Trinidad, el Padre es la
primera Persona, principio sin principio, de donde proceden las otras dos
he ahí su propiedad personal, exclusiva, la que le distingue del Hijo y del Espíritu
Santo, y precisamente para que no olvidemos esa propiedad, se atribuyen al Padre
las obras «exteriores» que nos la sugieren por tener alguna relación con
ella.
Lo mismo hay que decir de la Persona del Hijo,
que es el Verbo en la Trinidad, que procede del Padre por vía de inteligencia;
que es la expresión infinita del pensamiento divino; que se le considera sobre
todo como Sabiduría eterna.- Por eso se le atribuyen las obras en cuya
realización brilla principalmente la sabiduría.
E igualmente en lo que respecta al Espíritu
Santo, ¿qué viene a ser en la Trinidad? Es el término último de las
operaciones divinas, de la vida de Dios en sí mismo. Cierra, por decirlo así,
el ciclo de esa intimidad divina; es el perfeccionamiento en el amor, y tiene,
como propiedad personal, el proceder a la vez del Padre y del Hijo por vía de
amor. De ahí que todo cuanto implica perfecciona miento y amor, unión, y, por
ende, santidad -porque nuestra santidad se mide por el mayor o menor grado de
nuestra unión con Dios, todo eso se atribuye al Espíritu Santo. Pero, ¿es por
ventura más santificador que el Padre y el Hijo? No, la obra de nuestra
santificación es común a las tres divinas Personas, pero repitamos que, como
la obra de la santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se
atribuye al Espíritu Santo, porque de este modo nos acordamos más fácilmente
de sus propiedades personales, para honrarle y adorarle en lo que del Padre y
del Hijo le distingue.
Dios quiere que tomemos, por decirlo así, tan
a pechos el honrar su Trinidad de personas, como el adorar su unidad de
naturaleza; por eso quiere que la Iglesia recuerde a sus hijos, no sólo que hay
un Dios, sino que ese Dios es Trino en Personas.
Eso es lo que en Teología llamamos apropiación.
Se inspira en la Revelación, y la Iglesia la emplea [en su carta Encíclica
de 9 de mayo de 1897, León XIII dice que la Iglesia usa aptissime de ese
procedimiento: con sumo acierto]; tiene por fin poner de relieve los atributos
propios de cada Persona divina. Al hacer resaltar esas propiedades, nos las hace
también conocer nos las hace amar más y más. Santo Tomás dice que la Iglesia
guarda esa ley de la apropiación para ayudar a nuestra fe, siguiendo en esto la
revelación [ad manifestationem fidei.
I,
q.29, a.7.] Nuestra vida, nuestra
bienaventuranza por toda la eternidad, consistirá en ver a Dios, en amarle, en
gozarle tal cual es, esto es, en la Unidad de naturaleza y Trinidad de Personas.
¿Qué tiene, pues, de extraño el que Dios, que nos predestina a esa vida y nos
prepara esa bienaventuranza, quiera que, desde acá abajo, nos acordemos de sus
divinas perfecciones, tanto las de su naturaleza como de las propiedades que
distinguen las Personas? Dios es infinito y digno de loor en su Unidad, como lo
es en su Trinidad, y las divinas Personas son tan admirables en la unidad de
naturaleza, que poseen de un modo indivisible como en las relaciones que entre sí
mantienen y que originan su distinción.
«¡Dios todopoderoso, Dios dichoso! ¡Me
alegro de tu poder, de tu eternidad, de tu dicha! ¿Cuándo te veré? ¡Oh
principio sin principio! ¿Cuándo veré salir de tu seno al Hijo, que es igual
a Ti? ¿Cuándo veré tu Espíritu Santo proceder de vuestra unión, terminar tu
fecundidad consumar tu acción eterna?»
(Bossuet, Préparation à la mort, 4e. prière).
2. Operaciones del Espíritu Santo en
Cristo: Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; gracia
santificante, virtudes y dones conferidos por el Espíritu Santo al alma de
Cristo; la actividad humana de Cristo dirigida por el Espíritu Santo
Nada os costará ya comprender el lenguaje de
las Escrituras y de la Iglesia cuando exponen las operaciones del Espíritu
Santo.
Veamos primeramente esas operaciones en
Nuestro Señor. Acerquémonos con respeto a la divina Persona de Jesucristo,
para contemplar algo siquiera de las maravillas que en El se realizaron en la
Encarnación y después de Ella.
Como os dije al explicar este misterio, la
Santísima Trinidad creó un alma que unió a un cuerpo humano formando así una
naturaleza también humana, y unió esa misma naturaleza a la Persona divina del
Verbo. Las tres divinas Personas concurrieron de consuno a esta obra inefable,
si bien es preciso añadir que tuvo por término final únicamente al Verbo, el
Verbo sólo, el Hijo de Dios fue el que se encarnó. Esta obra es debida, sin
duda, a la Trinidad toda, aunque se atribuye especialmente al Espíritu Santo;
ya lo decimos en el Símbolo: «Creo... en Jesucristo Nuestro Señor, que fue
concebido por obra del Espíritu Santo». El Credo no hace sino repetir
las palabras del Angel a la Virgen: «El Espíritu Santo se posará en ti; el
ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios».
Me preguntaréis tal vez el porqué de esta
atribución especial al Espíritu Santo. Santo Tomás (III, q.37, a.1), entre
otras razones, nos dice que el Espíritu Santo es el amor sustancial, el amor
del Padre y del Hijo; ahora bien, si la redención por la Encarnación es obra
cuya realización reclamaba una Sabiduría infinita, su causa primera ha de ser
el amor que Dios nos tiene. «Amó Dios tanto al mundo, nos dice Jesús. que le
dió su Hijo Unigénito» (Jn 3,16).
Ved ahora cuán fecunda y admirable es la
virtud del Espíritu Santo en Cristo. No sólo une la naturaleza humana al
Verbo, sino que a El también se le atribuye la efusión de la gracia
santificante en el alma de Jesús.
En Jesús hay dos naturalezas distintas,
perfectas entrambas, pero unidas en la Persona que las enlaza: el Verbo. «La
gracia de unión» hace que la naturaleza humana subsista en la Persona divina
del Verbo; esa gracia es de orden enteramente único, trascendental e
incomunicable, por ella pertenece al Verbo la humanidad de Cristo, que se
convierte en humanidad del verdadero Hijo de Dios, y que es, por tanto, objeto
de complacencia infinita para el Padre Eterno.- Mas aun cuando la naturaleza
humana esté así unida al Verbo, no por eso es aniquilada ni queda inactiva;
antes bien, guarda su esencia, su integridad todas sus energías y potencias; es
capaz de acción y la «gracia santificante» es la que eleva a esa humanidad
santa para que pueda obrar sobrenaturalmente.
Desarrollando esta misma idea en otros términos,
se puede decir que la «gracia de unión» hipostática une la naturaleza humana
a la Persona del Verbo, y diviniza de ese modo el fondo mismo de Cristo; Cristo es,
por ella, un «sujeto» divino; hasta ahí alcanza la finalidad de esa «gracia
de unión», que es privativa de Jesús.- Pero conviene, además, que a esa
naturaleza humana la hermosee la «gracia santificante» para obrar de un
modo divino en cada una de sus facultades; esa gracia santificante, que es «connatural»
a la «gracia de unión» (esto es, que dimana de la gracia de unión de un modo
natural en cierto sentido), pone el alma de Cristo a la altura de su unión con
el Verbo [Gratia habitualis Christi intelligitur ut consequens unionem
hypostaticam, sicut splendor solem. Santo Tomás, III, q.7, a.13]; hace que
la naturaleza humana -que subsiste en el Verbo en virtud de la «gracia de unión»-
pueda obrar cual conviene a un alma sublimada a tan excelsa dignidad, y producir
frutos divinos.
He ahí por qué no se dio tasada la gracia
santificante al alma de Cristo, como a los elegidos, sino en sumo grado. Ahora
bien, la efusión de la gracia santificante en el alma de Cristo se atribuye al
Espíritu Santo.
[Luego en Cristo es uno el efecto de la «gracia
de unión», que se consuma una vez constituida la unión de la naturaleza
humana con la Persona del Verbo, y otro el efecto de la «gracia santificante»
que habilita a la naturaleza humana para obrar en forma sobrenatural, aun cuando
permanezca íntegra en su esencia y en sus facultades aun después de consumada
la unión con el Verbo. No hay pues, redundancia, como podríaparecer a primera
vista, y la gracia santificante en Cristo no es tampoco superflua (Santo Tomás,
III, q.7, a.1 y 13).
+Schwaim, Le Christ d’après S. Thomas
d’Aquin, ch. II, 6.
Nótese, además, que la «gracia de unión»
sólo se da en Cristo, mientras que la «gracia santificante» se encuentra
también en las almas de los justos; en Cristo se halla en su plenitud, plenitud
de que todos recibimos, en una medida más o menos amplia, la gracia
santificante. Hay que observar sobre todo que Cristo no es Hijo adoptivo de
Dios, como lo somos nosotros, por la gracia santificante, sino que es Hijo de
Dios por naturaleza.
En nosotros la gracia santificante origina la
adopción divina; mas en Cristo la función de la gracia santificante consiste
en obrar de modo que la naturaleza del futuro Redentor -una vez unida a la
Persona del Verbo por la gracia de unión y convertida por esta misma gracia en
la humanidad del propio Hijo de Dios- pueda obrar de un modo sobrenatural].
El Espíritu Santo, al derramar en el alma de
Jesús la plenitud de las virtudes (+Is 11,2), le infundió al mismo tiempo la
plenitud de sus dones.- Oíd lo que cantaba Isaías, hablando de la Virgen y de
Cristo, que de ella debía nacer: «Brotará una vara de la raza de Tessé (la
Virgen), y de sus raíces saldrá un tallo (Cristo). En El se posará el Espíritu
del Señor: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y
de fortaleza, espíritu dc ciencia y de piedad, y será henchido del espíritu
de temor dc Dios».
En una circunstancia memorable, mencionada por
San Lucas, se aplicó nuestro Señor a Sí mismo este texto del Profeta. Ya sabéis
que en tiempo de Jesús se reunían los judíos el sábado en la sinagoga, y un
doctor de la ley, de entre los asistentes, desplegaba el rollo de las Escrituras
para leer la parte del texto sagrado asignado al día. Cuenta, pues, San Lucas
que un sábado, al comenzar su vida pública, entró nuestro divino Salvador en
la sinagoga de Nazaret; y como le entregaran el libro del profeta Isaías, al
desenvolverlo dio con el lugar donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor
está sobre Mí; porque El me ha consagrado con su unción y me ha enviado a
evangelizar a los pobres, a curar a los que tienen el corazón desgarrado, a
anunciar a los cautivos su liberación, a publicar el tiempo de la gracia del Señor».
Enrollando después el libro lo devolvió y se sentó; todos en la sinagoga tenían
clavada en El la mirada; entonces les dijo Jesús: «Hoy se ha cumplido este oráculo,
y vosotros mismos habéis visto realizada la predicción del Profeta» (Lc 4,16
ss.). Nuestro Señor hacía suyas las palabras de Isaías que comparan la acción
del Espíritu Santo a una unción. [En la liturgia, en el himno Veni Creator
Spiritus, se llama al Espíritu Santo spiritalis unctio]. La gracia
del Espíritu Santo se ha difundido sobre Jesús como aceite de alegría que le
ha consagrado, primero, como Hijo, de Dios y Mesías, y le ha henchido, además,
de la plenitud de sus dones y de la abundancia de los divinos tesoros. «Por
eso, con preferencia a tus compañeros, el Señor te ha ungido con el óleo de
la alegría» (Sal 44,8) [+Hch 10,38; Iesum a Nazareth, quomodo unxit eum
Deus, Spiritu Sancto. Véase también Mt 12,18]. Esta santa unción se
verificó en el momento mismo de la Encarnación, y precisamente para
significarla, para darla a conocer a los judíos y para proclamar que El es el
Mesías, el Cristo, esto es, el Ungido del Señor, el Espíritu Santo se posó
visiblemente sobre Jesús en figura de paloma el día de su bautismo, cuando iba
a comenzar su vida pública. Esta era la señal por la que Cristo debía ser
reconocido, como lo declaraba su Precursor el Bautista: «El Mesías es aquel
sobre quien bajare el Espíritu Santo» (Jn 1,33).
Desde este momento, los Evangelios nos
muestran cómo el alma de Jesucristo en toda su actividad obedecía a las
inspiraciones del Espíritu Santo. El Espíritu le empuja al desierto, donde será
tentado (Mt 4,1); después de vivir una temporada en el desierto, «el mismo Espíritu
le conduce de nuevo a Galilea» (Lc 4,14), por la acción de este Espíritu
arroja al demonio de los cuerpos de los posesos (Mt 12,28); bajo la acción del
Espíritu Santo salta de gozo cuando da gracias a su Padre porque revela los
secretos divinos a las almas sencillas: «En aquella hora estalló de gozo en el
Espíritu Santo» (Lc 10,21). Finalmente, nos dice San Pablo que la obra maestra
de Cristo, aquella en la cual brilla más su amor al Padre y su caridad para con
nosotros, el sacrificio sangriento en la Cruz por la salud del mundo, le ofreció
Cristo a impulso del Espíritu Santo: «El cual, mediante el Espíritu Santo, se
ofreció a Dios cual Hostia inmaculada» (Heb 9,14).
¿Qué nos indican todas estas revelaciones
sino que el Espíritu de amor guiaba toda la actividad humana de Cristo? Cristo,
el Verbo encarnadot es el que obra todas sus acciones son acciones de la
única Persona del Verbo en que subsiste la naturaleza humana pero así y todo,
Cristo obra por inspiración y a impulsos del Espíritu Santo. El alma de resús,
convertida en alma del Verbo por la gracia de la unión hipostática estaba además
henchida de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu
Santo.
De ahí que todas las acciones de Cristo
fueran santas. Su alma, aunque creada como todas las demás almas, era santísima;
en primer lugar por hallarse unida al Verbo; unida a una persona divina, tal unión
hizo de ella, desde el primer momento de la Encarnación, no un santo
cualquiera, sino el Santo por excelencia, el Hijo mismo de Dios.- Es santa además
por estar hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar
sobrenaturalmente y en consonancia con la unión inefable que constituye su
inalienable privilegio.- Es santa, en tercer lugar, porque todas sus acciones y
operaciones, aun cuando sean actos ejecutados únicamente por el Verbo
encarnado, se realizan por moción y por inspiración del Espíritu Santo Espíritu
de amor y santidad.
Adoremos los admirables misterios que se
producen en Cristo: El Espíritu Santo santifica el ser de Cristo y toda su
actividad; y como en Cristo esa santidad alcanza el grado sumo, como toda
santidad humana se ha de modelar en la suya y debe serle tributaria, por eso
canta la Iglesia a diario: «Tú eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús!» El
solo santo, porque eres, por tu Encarnación, el único y verdadero Hijo de
Dios; el solo santo, porque posees la gracia santificante en toda su plenitud, a
fin de distribuirla entre nosotros, el solo santo, porque tu alma se prestaba
con infinita docilidad a los toques del Espíritu de amor que inspiraba y
regulaba todos tus movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al
Padre.
3. Operaciones del Espíritu Santo en la
Iglesia; el Espíritu Santo, alma de la Iglesia
Las maravillas que se obraban en Cristo bajo
la inspiración del Espíritu Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en
parte, cuando nos dejamos guiar de aquel Espíritu divino. Pero, ¿poseemos
acaso nosotros ese Espíritu? -Sin duda alguna que sí.
Antes de subir al cielo, prometió Jesús a
sus discípulos que rogaría al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e
hizo, de ese don del Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica
especial. «Rogaré al Padre y os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad»
(Jn 14, 16-17). Y ya sabéis cómo fue atendida la petición de Jesús, con qué
abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de Pentecostés.
De ese día data, por decirlo así, la toma de posesión por parte del Espíritu
divino de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y podemos añadir que, si
Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es alma de ese cuerpo.
El es quien guia e inspira a la Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús,
en la verdad de Cristo y en la luz que El nos trajo: «Os enseñará toda verdad
y os recordará todo lo, que os he enseñado» (ib. 14,26).
Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia
es varia y múltiple.- Os dije antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice
por una unción inefable del Espíritu Santo y con unción parecida consagra
Cristo a los que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para
proseguir en la tierra su misión santificadora: «Recibid el Espíritu Santo...
el Espíritu Santo designó a los obispos para que gobiernen la Iglesia» (Hch
20,28); el Espíritu Santo es quien habla por su boca y da valor a su testimonio
(ib. 15,26; Hch 15,28; 20, 22-28). Del mismo modo, los
Sacramentos, medios auténticos que Cristo puso en manos de sus ministros para
transmitir la vida a las almas, jamás se confieren sin que preceda o acompañe
la invocación al Espíritu Santo. El es quien fecunda las aguas del Bautismo.
«Hay que renacer del agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de
Dios» (Jn 3,5); «Dios, dice San Pablo, nos salva en la fuente de regeneración
renovándonos por el Espíritu Santo» (Tit 3,5), ese mismo, Espíritu se nos «da»
en la Confirmación para ser la unción que debe hacer del cristiano un soldado
intrépido de Jesucristo; El es quien nos confiere en ese Sacramento la plenitud
de la condición de cristiano y nos reviste de la fortaleza de Cristo, -al Espíritu
Santo, como nos lo demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el
cambio que hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los
pecados son perdonados, en el Sacramento de la Penitencia, por el Espíritu
Santo (Jn 20, 22-23) [Santo Tomás, III, q.3, a.8, ad 3]; en la Extremaunción
se le pide que «con su gracia cure al enfermo de sus dolencias y culpas»; en
el Matrimonio se invoca también al Espíritu Santo para que los esposos
cristianos puedan, con su vida, imitar la unión que existe entre Cristo y la
Iglesia.
¿Veis cuán viva, honda e incesante es la
acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que
es el «Espíritu de vida» (Rm 8,2), verdad que la Iglesia repite en el Símbolo
cuando canta su fe en el «Espíritu vivificador»: Es, pues, verdaderamente
el alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad sobrenatural;
que la rige, que une entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual
vigor y hermosura.
[Al decir que el Espíritu Santo es el alma de
la Iglesia, no es nuestro intento enseñar que sea la forma de la Iglesia, como
lo es el alma en el compuesto humano. En tal sentido, sería teológica más
exacto decir que el alma de la Iglesia es la gracia santificante -con las
virtudes infusas, que forman su cortejo obligado-; la gracia es, en efecto, el
principio de la vida sobrenatural, que da vida divina a los miembros
pertenecientes al cuerpo de la Iglesia; mas también en este caso es muy
imperfecta la analogía entre la gracia y el alma; pero no es ésta la ocasión
de disertar sobre esta diferencias. Cuando decimos que el Espíritu Santo y no
la gracia es el alma de la Iglesia, no hacemos sino tomar la causa por el
efecto, esto es, que el Espíritu Santo produce la gracia santificante;
queremos, pues, con esta expresión (Espíritu Santo=alma de la Iglesia) hacer
resaltar el influjo interno vivificador y «unificador» (si se puede hablar así)
que ejerce el Espíritu Santo en la Iglesia.- Ese modo de expresarnos es
perfectamente legítimo y tiene consigo la aprobación de varios Padres de la
Iglesia, como San Agustín: Quod est in corpore nostro anima, id est Spiritus
Sanctus in corpore Christi quod est Ecclesia (Serm. CLXXXVII, de
tempore). Muchos teólogos modernos hablan del mismo modo, y León XIII
consagró esta expresión en su Encíclica sobre el Espíritu Santo. También
interesa notar que Santo Tomás, para encarecer la influencia íntima del Espíritu
Santo en la Iglesia, la compara a la que ejerce el corazón en el organismo
humano III, q.8, a.1, ad 3].
En los primeros días de la Iglesia, la acción
del Espíritu Santo fue mucho más visible que en los nuestros. Así convenía a
los designios de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese
establecerse sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano las señales
luminosas de la divinidad de su fundador, de su origen y de su misión.- Esas señales,
frutos de la efusión del Espíritu Santo, eran admirables, y todavía nos
maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu
descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y
los colmaba de carismas tan variados como asombrosos: gracia de milagros, don de
profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los
primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada con tal
profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras que era
verdaderamente la Iglesia de Jesús. Leed la primera Epístola de San Pablo a
los de Corinto, y veréis con qué fruición enumera el Apóstol las maravillas
de que él mismo era testigo; en cada enumeración de esos dones tan variados, añade:
«El mismo y único Espíritu es quien obra todo esto», porque El es amor, y el
amor es fuente de todos los dones «en el mismo Espíritu» (Cor 12,9). El es
quien fecunda a esta «Iglesia que Jesús redimió con su sangre y quiso fuera
santa e inmaculada» (Ef 5,27).
4. Acción del Espíritu Santo en las almas
donde mora
Mas si los caracteres extraordinarios y
visibles de la acción del Espíritu Santo han desaparecido en general, la acción
de ese divino Espíritu se perpetúa en las almas y, si bien es sobre todo
interior, no por eso es menos admirable.
Hemos visto que la santidad no es más que el
desarrollo de la primera gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en
el Bautismo, como luego diremos, por la cual nos convertimos en hijos de Dios y
hermanos de Jesucristo. El quid de toda santidad consiste en saber sacar
de esa gracia inicial de la adopción, para hacerlos fructificar. todos
los tesoros y riquezas que contiene y que Dios quiere extraigamos de ella.
Cristo es, como hemos dicho, el modelo de nuestra filiación divina, el que nos
la ha merecido del Padre, y el que ha establecido personalmente los cauces por
los cuales nos llega.
Mas el desarrollo fecundo en nosotros de esta
gracia que debemos a Jesús es obra de la Santísima Trinidad, aunque, no sin
motivo, se atribuye especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué así? -Por lo
mismo de siempre. La gracia de adopción es puramente gratuita, y tiene su
fuente en el amor: «Contemplad cuán grande caridad nos ha mostrado Dios Padre,
que ha querido que seamos llamados sus hijos y que en realidad lo seamos» (Jn
3,1). Ahora bien; en la Trinidad adorable, el Espíritu Santo es el amor
sustancial, y por ello, San Pablo nos dice que la «caridad de Dios», o, lo que
es lo mismo, la gracia que nos hace hijos de Dios, «la ha derramado en nuestros
corazones el Espíritu Santo», «porque la caridad de Dios ha sido derramada en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm
5,5).
Desde que por medio del Bautismo se nos
infundió la gracia, el Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo.
«Si alguno me ama, tiene dicho Nuestro Señor, mi Padre le amará también y
vendremos a él y en él fijaremos nuestra morada» (Jn 14,23). La gracia hace
de nuestra alma templo de la Trinidad Santa, y nuestra alma, adornada con la
gracia, es verdaderamente morada de Dios. En ella habita, no solamente como en
todos los seres por su esencia y potencia, con que sostiene y conserva todas las
criaturas en el ser, sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de
conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas porque la gracia nos une de tal modo
a Dios, que ella es principio y medida de nuestra caridad, se dice especialmente
que el Espíritu Santo es el que «mora en nosotros», no de un modo personal,
que excluya la presencia del Padre y del Hijo, sino en cuanto procede por amor y
es lazo de unión entre los dos. «En vosotros permanecerá y en vosotros morará»
(Jn 14,17) decía nuestro Señor.- Aun en el hombre empecatado se advierten
huellas del poder y sabiduría de Dios, mas sólo los justos, sólo los que
estan en gracia comparten la caridad sobrenatural, de ahí que San Pablo dijera
a los fieles: «¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo, que habéis
recibido de Dios y está en vosotros?» (1Cor 6,19).
Mas, ¿qué hace ese Espíritu divino en
nuestras almas, ya que, siendo Dios, siendo amor, no puede quedar ocioso? -Nos
da primeramente testimonio de que «somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Es espíritu
de amor y de santidad, que, como nos ama, quiere también hacernos participantes
de su santidad, para que seamos verdaderos y dignos hijos de Dios.
Con la gracia santificante, que deifica, por
decirlo así, a nuestra naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente,
el Espíritu Santo deposita en nosotros energías y «hábitos» que elevan al
nivel divino las potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen las
virtudes sobrenaturales y sobre todo las teologales de fe, esperanza y caridad,
que son propiamente las virtudes características y específicas de los hijos de
Dios; después, las virtudes morales infusas, que nos ayudan en la lucha contra
los obstáculos que se cruzan en el camino del cielo; y, por fin, los dones.-
Detengámonos en ellos siquiera algunos instantes.
El divino Salvador, nuestro modelo, los recibió
también, como hemos visto, aunque con medida eminente y trascendental, o, mejor
todavía, sin medida ni tasa. La medida de los dones en nosotros es limitada,
pero aun así es tan fecunda, que obra maravillas de santidad en las almas en
que abundan esos dones. ¿Por qué así? -Porque ellos sobre todo son los que
perfeccionan nuestra adopción, como vamos a verlo.
¿Qué son, pues, los dones del Espíritu
Santo? -Son, y ya el nombre lo indica, bienes gratuitos que el Espíritu nos
reparte juntamente con la gracia santificante y las virtudes infusas.- La
Iglesia nos dice en su liturgia que el mismo Espíritu Santo es el don por
excelencia: «Don del Dios altísimo» [Donum Dei altissimi. Himno. Veni
Creator], porque viene a nosotros desde el Bautismo para dársenos como
prenda de amor. Pero ese don es divino y vivo; es un huésped que, lleno de
largueza, quiere enriquecer al alma que le recibe.
Siendo El mismo el Don increado, es por lo
mismo fuente de los dones creados que con la gracia santificante y las virtudes
infusas habilitan al alma para vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.
En efecto, nuestra alma, aun adornada de la
gracia y de las virtudes, no recupera aquel estado de primitiva integridad que
Adán tuvo antes de pecar; la razón, sujeta ella misma a error, ve que su manto
de reina se lo disputan el apetito inferior y los sentidos; la voluntad está
expuesta a desfallecimientos. ¿Qué resulta de semejante estado de cosas? -Que
en la obra capital de nuestra santificación nos vemos de continuo necesitados
de acudir a la ayuda directa del Espíritu Santo. El puede dispensarnos esta
ayuda por medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a nuestro
mayor perfeccionamiento y santidad. Mas para que sus inspiraciones sean bien
acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras almas ciertas
disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones son
precisamente los dones del Espíritu Santo. [En Jesucristo la presencia de los
dones no proviene de la necesidad de ayudar a la flaqueza de la razón y de la
voluntad, como quiera que jamás estuvo sujeto a error ni a flaqueza alguna;
estos dones le fueron otorgados al alma de Jesús porque constituyen una
perfección, y convenía que todo lo que dice perfección residiera en
Jesucristo. Vimos más atrás la influencia que el Espíritu Santo ejerció con
sus dones en el alma de Jesús]. Los dones no son, pues, las inspiraciones
mismas del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen obedecer pronta
y facilmente a esas inspiraciones.
Los dones disponen al alma para que pueda ser
movida y dirigida en el sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de
la filiación divina, y por ellos tiene un como instinto divino de lo
sobrenatural. El alma, que en virtud de esas disposiciones se deja guiar por el
Espíritu, obra con toda seguridad como cuadra a un hijo de Dios. En toda su
vida espiritual piensa y obra de una forma «conveniente» desde el punto de
vista sobrenatural. [Dona sunt quædam perfectiones hominis quibus homo disponitur ad hoc
quod sequatur instinctum Spiritus Sancti. Santo Tomás, I-II, q.68, a.3]. El alma que es fiel a las inspiraciones
del Espíritu Santo posee un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con
facilidad y presteza como hija de Dios. Comprendéis con esto que los dones
inclinan al alma y la disponen a moverse en una atmósfera donde todo es
sobrenatural; de la que todo lo natural queda excluido en cierto sentido. Por
los dones, el Espíritu Santo tiene y se reserva la alta dirección de nuestra
vida sobrenatural.
Todo esto es de importancia suma para el alma,
puesto que nuestra santidad es esencialmente de orden sobrenatural. Verdad es
que ya por las virtudes el alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra de
un modo conforme a su condición racional y humana por movimiento propio, por
iniciativa personal; mas con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente
por la moción divina (guardando, dicho se está, su libertad, que se manifiesta
por el asentimiento a la inspiración de lo alto), y esto de un modo que no se
compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas: La
influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a la de las
virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas operaciones completan
maravillosamente. [Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes
perficiunt ad actus humano modo, sed dona ultra humanum modus. S. Thom.
Sent. III, dist. XXXIV, q.1, a.1.- Donorum ratio propria est ut per ea
quis super humanum modum operetur. Sent. II, dist. XXXV, q.2, a.3].
Por ejemplo, los dones de Entendimiento y
de Ciencia perfeccionan el ejercicio de la virtud de fe, y por ahí
se expiica que almas sencillas y sin cultura alguna, pero rectas y dóciles a
las inspiraciones del Espíritu Santo, tengan unas convicciones tan arraigadas,
una comprensión y una penetración de las cosas sobrenaturales que a veces
causan asombro, y una especie de instinto espiritual que las pone en guardia
contra el error y las permite adherirse tan resueltamente a la verdad revelada,
que quedan al abrigo de toda duda. ¿De dónde proviene todo esto? ¿Del estudio
y de un examen concienzudo de las verdades de su fe? -No, es obra del Espíritu
Santo, del Espíritu de verdad, que perfecciona mediante el don de Inteligencia
o, de Ciencia, su virtud de fe. Como veis, los dones
constituyen para el alma un tesoro inestimable a causa de su carácter puramente
sobrenatural.- Los dones acaban de perfeccionar ese admirable organismo
sobrenatural a través del cual Dios llama a nuestras almas a vivir la vida
divina. Concedidos como son, en mayor o menor medida, a toda alma que vive en
gracia, quedan en ella en estado permanente mientras no arrojamos por el pecado
mortal al Huésped divino de donde dimanan. Pudiendo progresivamente
acrecentarse, se extienden, además, a toda nuestra vida sobrenatural y la
tornan sumamente fecunda, ya que por e]los se hallan nuestras almas bajo la acción
directa y la influencia inmediata del Espíritu Santo.- Ahora bien, el Espíritu
Santo es Dios con el Padre y el Hijo, y nos ama entrañablemente y quiere
nuestra santificación; sus inspiraciones, que dimanan de un principio de bondad
y de amor, no llevan otra mira que la de moldearnos de modo que nuestra
semejanza con Jesús resulte más perfecta y cumplida.- De ahí que, aun cuando
no sea éste su papel propio y exclusivo, los dones nos disponen también a
aquellos actos heroicos por los que se manifiesta claramente la santidad.
¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos
provee con tanto cuidado y con tanta esplendidez de cuanto habemos menester para
llegar a El! ¿No sería una ofensa, para el Huésped divino de nuestras almas,
dudar de su bondad y amor, no confiar en su largueza, en su munificencia, o
mostrarnos perezosos en aprovecharnos de ella?...
5. Doctrina de los dones del Espíritu
Santo
Digamos ahora una palabra de cada uno de los
dones. El número siete no constituye un límite, porque la accion de
Dios es infinita, antes bien, indica plenitud, como otros muchos números bíblicos.
Seguiremos simple mente el orden trazado por Isaías en su profecía mesiánica,
sin tratar de establecer entre los dones gradación ni relaciones bien
definidas, sino procurando únicamente explicar del mejor modo posible lo que es
propio de cada uno.
El primero de los dones es el de Sabiduría.
¿Qué significa aquí Sabiduría? -«Es un conocimiento sabroso de las
cosas espirituales, sapida cognitio rerum spiritualium un don
sobrenatural para conocer o estimar las cosas divinas por el sabor espiritual
que el Espíritu Santo nos da de ellas»; un conocimiento sabroso, íntimo y
profundo de las cosas de Dios, que es precisamente lo que pedimos en la oración
de Pentecostés: Da nobis in eodem Spiritu recta sapere. Sapere es tener,
no ya sólo conocimiento, sino gusto de las cosas celestiales y
sobrenaturales. No es, ni muchísimo menos, eso que se llama devoción sensible,
sino más bien como una experiencia espiritual de la obra divina que el
Espíritu Santo se digna realizar en nosotros; es la respuesta al «Gustad y ved
cuán suave es el Señor» (Sal 33,9). Este don nos hace preferir sin vacilación
a todas las alegrías de la tierra la dicha que es patrimonio exclusivo de los
que sirven a Dios. El hace exclamar al alma fiel: «¡Qué deliciosas, Señor,
son tus moradas! Un día pasado en tu casa vale por años pasados lejos de Ti»
(ib. 83, 2-11). Mas es preciso para experimentar esto que huyamos con
cuidado de todo cuanto nos arrastra a los deleites ilícitos de los sentidos.
El don de Entendimiento nos hace
ahondar en las verdades de la fe. San Pablo dice que el «Espíritu que sondea
las profundidades de Dios, las revela a quien le place» (1Cor 2,10). Y no es
que este don amengue la incomprensibilidad de los misterios o que suprima la fe,
sino que ahonda más en el misterio que el simple asentimiento de que le hace
objeto la fe; su campo abarca las conveniencias y grandezas de los misterios,
sus relaciones mutuas y las que tienen con nuestra vida sobrenatural. Se
extiende asimismo a las verdades contenidas en los Libros Sagrados, y es el que
parece haber sido concedido en mayor medida El los que en la Iglesia han
brillado por la profundidad de su doctrina, a los cuales llamamos «Doctores de
la Iglesia», aunque todo bautizado posea también este precioso don. Leéis un
texto de las divinas Escrituras, lo habréis leído y releído un sinnúmero de
veces sin que haya impresionado a vuestro espíritu, pero un día brilla de
repente una luz que alumbra. por decirlo así, hasta las más íntimas
reconditeces de la verdad enunciada en este texto; esa verdad entonces os
aparece clara deslumbradora, convirtiéndose a menudo en germen de vida y de
actos sobrenaturales. ¿Habéis llegado a ese resultado por medio de vuestra
reflexión? -No antes bien, una iluminación, una ilustración del Espíritu
Santo, es la que, por el don de Entendimiento, os dio el ahondar más
profundamente, en el sentido oculto e íntimo de las verdades reveladas para que
las tengáis en mayor apreclo.
Por el don de Consejo, el Espíritu
Santo responde a aquel suspiro del alma: «Señor, ¿qué quieresque haga?»
(Hch 9,6).- Ese don nos previene contra toda precipitación o ligereza, y, sobre
todo, contra toda presunción, que es tan dañina én los caminos del espíritu.
Un alma que no quiere depender de nadie, que tributa culto al yo, obra sin
consultar previamente a Dios por medio de la oración, obra prácticamente como
si Dios no fuera su Padre celestial, de donde toda luz dimana. «Todo don
perfecto de arriba viene, del Padre de la luz» (Sant 1,17). Ved a nuestro
divino Salvador, ved cómo dice que el Hijo, esto es, El mismo, nada hace que no
vea hacer al Padre: «Nada puede hacer el Hijo por sí, fuera de lo que viere
hacer al Padre» (Jn 5,10). El alma de Jesús contemplaba al Padre para ver en
El el modelo, de sus obras, y el Espíritu de Consejo le descubría los
deseos del Padre, de ahí que todo cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre: «Siempre
hago lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29). El don de Consejo es
una disposición mediante la cual los hijos son capaces de juzgar las cosas a la
luz de unos principios superiores a toda sabiduria humana. La prudencia natural,
de suyo muy limitada, aconsejaría obrar de tal o cual modo, mas por el don de Consejo
nos descubre el Espíritu Santo más elevadas normas de conducta por las que
debe regirse el verdadero hijo de Dios.
No basta a veces conocer la voluntad de Dios;
la naturaleza decaída ha menester a menudo energías para realizar lo que Dios
quiere de nosotros; pues el Espíritu Santo, con su don de Fortaleza,
nos sostiene en esos trances particularmente críticos.- Hay almas
apocadas que temen las pruebas de la vida interior. Es imposible que falten
semejantes pruebas; y aun puede decirse que serán tanto más duras cuanto a más
altas cumbres estemos llamados. Pero no hay por qué temer; nos asiste el Espíritu
de Fortaleza: «Permanecerá y habitará en vosotros» (Jn 14,17). Como los Apóstoles
en Pentecostés, seremos también nosotros revestidos de la «fuerza de lo alto»
(Lc 24,49), para cumplir generosos la voluntad divina, para obedecer, si es
preciso, «a Dios antes que a los hombres» (Hch 4,19), para sobrellevar con
denuedo las contrariedades que nos salgan al paso a medida que nos vamos
allegando a Dios. Por eso rogaba con tantas veras San Pablo por sus caros fieles
de Efeso, a fin de que «el Espíritu les diera la fuerza y la firmeza interior
que necesitaban para adelantar en la perfección» (Ef 3,16). El Espíritu Santo
dice a aquel a quien robustece con su fuerza lo que en otro tiempo dijo a Moisés
cuando se espantaba de la misión que Dios le confiaba y que consistía en
librar al pueblo hebreo del yugo faraónico. No temas, que «yo estaré contigo»
(Ex 3,12). Tendremos a nuestra disposición la misma fortaleza de Dios. Esa, ésa
es la fortaleza en que se forja el mártir, la que sostiene a las vírgenes; el
mundo se pasma al verlos tan animosos, porque se figura que sacan las fuerzas de
sí mismos, cuando en realidad su fortaleza es Dios.
El don de Ciencia nos hace ver las
cosas creadas en su aspecto sobrenatural como sólo las puede ver un hijo de
Dios.- Hay múltipies modos de considerar lo que está en nosotros o en nuestro
contorno. Un descreído y un alma santa contemplan la naturaleza y la creación
de muy diversa manera. El incrédulo no tiene sino ciencia puramente natural,
por muy vasta y profunda que sea; el hijo de Dios ve la creación con la luz del
Espíritu Santo y se le aparece como una obra de Dios donde se reflejan sus
eternas perfecciones. Este don nos hace conocer los seres de la creación y
nuestro mismo ser desde un punto de vista divinonos descubre nuestro fin
sobrenatural y los medios más adecuados para alcanzarlo, pero con intuiciones
que previenen contra las mentidas máximas del mundo y las sugestiones del espíritu
de las tinieblas.
Los dones de Piedad y de Temor de
Dios se completan entrambos mutuamente. El don de Piedad es uno de
los más preciosos, porque concurre directamente a regular la actitud que hemos
de observar en nuestras relaciones con Dios: mezcla de adoración, de respeto,
de reverencia hacia una majestad que es divina; de amor, de confianza, de
ternura, de total abandono y de santa libertad en el trato con nuestro Padre,
que está en los cielos.- En vez de excluirse uno a otro, entrambos sentimientos
pueden ir perfectamente hermanados, y el Espíritu Santo se encargará de enseñarnos
el modo de armonizarlos. Así como en Dios no se excluyen el amor y la justicia,
así en nuestra actitud de hijos de Dios hay cierta mezcla de reverencia
inefable que nos hace prosternar ante la majestad soberana y de amor tierno que
nos mueve a arrojarnos confiados en los brazos bondadosos del Padre celestial.
El Espíritu Santo concilia entre sí estos dos sentimientos, al parecer
encontrados.- El don de Piedad produce otro fruto, y es tranquilizar a
las almas tímidas (porque las hay), que temen, en sus relaciones con Dios,
equivocarse en la elección de las «fórmulas» de sus oraciones; ese escrúpulo
lo disipa el Espíritu Santo cuando se escuchan sus inspiraciones. El es «el
Espíritu de verdad»; y si es una realidad, como dice San Pablo, que no sabemos
orar cual conviene, el Espíritu está con nosotros para ayudarnos: «El ora
dentro de nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26-27).
Viene, por fin, el don de Temor de Dios.-
¿No es verdad que parece extraño que se encuentre en el vaticinio de Isaías
sobre los dones del Espíritu Santo que adornarán el alma de Cristo aquella
expresión: «Será hechido de espíritu de temor de Dios?» ¿Será esto
posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar transido de temor de Dios?
-Es que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo que merece
el pecado; temor servil, falto de nobleza, pero que a veces resulta provechoso.-
Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado porque ofende a Dios, y
éste es el temor filial, que es, a pesar de todo, imperfecto mientras vaya
mezclado con temor de castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás
asiento en el alma santísima de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto,
temor reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la
perfección infinita de Dios [Tremunt potestates. Prefacio de la Misa],
este temor santo que se traduce en adoración: «Santo es el temor de Dios y
existirá por los siglos de los siglos» (Sal 28,10). Si nos fuera dado
contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante
el Verbo al que esta unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en
nuestras almas. El cuida de fomentarla en nosotros, pero moderándola y fusionándola
en virtud del don de Piedad, con ese sentimiento de amor y de filial ternura,
fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a Dios ¡Padre! Ese don
de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la inclinación a
relacionarlo todo con nuestro Padre, y a enderezarlo todo a El.
Esos son los dones del Espíritu Santo.
Perfeccionan las virtudes, disponiéndonos a obrar con una seguridad
sobrenatural, que constituye en nosotros como un instinto divino para percibir
las cosas celestiales: por esos dones que el mismo Espíritu Santo deposita en
nosotros, nos hace dóciles, nos perfecciona y desarrolla nuestra condición de
hijos de Dios. «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos tales
son hijos de Dios» (Rm 8,14). Al dejarnos, pues, guiar por ese espíritu de
amor, cuando somos, en la medida de nuestra flaqueza, constantemente fieles a
sus santas inspiraciones, a esos toques que nos llevan a Dios, a hacer en todo
su gusto, entonces nuestra alma obra totalmente en consonancia con su adopción
divina; entonces produce frutos que son término de la acción del Espíritu
Santo en nosotros, a la vez que recompensa anticipada por nuestra fidelidad a la
misma: Tal es su dulzura y suavidad.- Esos frutos los enumera ya San Pablo, y
son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, dulzura,
confianza, modestia continencia y castidad (Gál 5, 22-23). Esos frutos, dignos
todos del Espíritu de amor y de santidad, son dignos también de nuestro Padre
celestial, que encuentra en ellos su gloria: «Mi Padre resultará glorificado
si vosotros dais abundante fruto» (Jn 15,8); dignos, en fin, de Jesucristo, que
nos los mereció, y a quien el Espíritu Santo nos une. «si alguno permanece en
mí y yo en él, ese dará abundante fruto» (ib. 5).
Hallábase Nuestro Señor en Jerusalén por la
fiesta de los Tabernáculos, que era una de las más solemnes de cuantas
celebraban los judíos, cuando levantando la voz en medio de las turbas, exclamó:
«Si alguien tiene sed venga a Mí y beba, el que cree en Mí, como dice la
Escritura, ríos de agua viva fluirán de sus entrañas». Y añade San Juan: «Esto
lo, dijo Jesús del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El» (ib.
7, 37-39). El Espíritu Santo, que nos es enviado por los méritos de Cristo,
que como Verbo es el encargado de transmitirle, viene a resultar en nosotros el
principio y el manantial de esos ríos de aguas vivas de la gracia que sacia
nuestra sed hasta la vida eterna, esto es, que produce en nosotros frutos de
vida perdurable [Huiusmodi autem flumina sunt aquæ vivæ quia sunt continuatæ
suo principio scilicet, Spiritui Sancto inhabitanti. Santo Tomás, In
Joan., VII, lec. 5].
En espera de la bienaventuranza suprema, «esas
aguas regocijan la ciudad de las almas que bañan». «La impetuosidad de la
corriente del torrente refresca la ciudad de Dios» (Sal 45,5). Por eso dice San
Pablo que todas las almas fieles que creen en Cristo «beben en un mismo Espíritu»
(1Cor 12,33). De ahí también que la liturgia, eco de la doctrina de Jesús y
del Apóstol, nos haga invocar al Espíritu Santo, que es a la vez el Espíritu
de Jesús, como a «fuente de vida» (Fons vivus. Himno Veni Creator).
6. Nuestra devoción al Espíritu Santo:
invocarle y ser fieles a sus inspiraciones
Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo
en la Iglesia y en las almas; acción santa como el principio divino de donde
emana, accion que nos impulsa a santificarnos. Ahora bien, ¿cuál no será la
devoción que hemos de tener a este Espíritu que mora en nuestras almas desde
el Bautismo y cuya actividad en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?
Ante todas las cosas, debemos invocarle con
frecuencia. El es Dios, como el Padre y el Hijo; El también desea nuestra
santidad, y es conforme al plan divino que acudamos al Espíritu Santo como
acudimos al Padre y al Hijo ya que tiene el mismo poder y la misma bondad que
ellos. La Iglesia, en esto, como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra
el ciclo de las fiestas en las cuales se van como descorriendo los misterios de
Cristo, con la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y
emplea, para implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables
aspiraciones caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus. Debemos
acudir a El y decirle: «Oh amor infinito, que procedes del Padre y del Hijo,
concédeme el Espíritu de adopción; enséñame a portarme siempre como
verdadero hijo de Dios; quédate conmigo, y ande yo siempre contigo para amar
como Tú amas; sin Ti nada soy; de mí nada valgo; pero así y todo, manténme
siempre a tu lado, de modo que a través de Ti, esté siempre unido al Padre y
al Hijo». Pidámosle siempre y con empeño creciente, participación más
grande de sus dones, del Sacrum Septenarium.- Debemos también darle las
más humildes y rendidas gracias. Si bien es verdad que Cristo nos lo mereció
todo, también lo es que nos guía y nos dirige por su Espíritu, y de éste nos
viene el raudal de gracias que nos hacen poco a poco semejantes a Jesús. ¿Cómo,
pues, no hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuva
presencia amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios? He aquí el
primer homenaje que hemos de tributar a ese Espíritu que es Dios con el Padre y
el Hijo: creer con fe práctica que nos impulse a recurrir a El; creer en su
divinidad, en su poder, en su bondad.
[Al decir que Cristo nos gobierna por
su Espíritu, no entendemos que el Espíritu Santo sea un instrumento, siendo
como es Dios y causa de la gracia; antes queremos indicar que el Espíritu Santo
es (en nosotros) principio de gracia, que procede a su vez de un principio, del
Padre y del Hijo; Jesucristo, en calidad de Verbo, nos envía al Espíritu
Santo.
Santo
Tomás, I, q.45, a.6, ad 2]
Así pues, cuidémonos de no contrariar su
acción en nosotros.- «No extingáis el Espíritu de Dios» (Tes 5,19),
dice San Pablo; y también: «No contristéis al Espíritu Santo» (Ef 4,30).
Como os dije, la acción del Espíritu Santo en el alma es muy delicada, porque
es acción de remate, de perfeccionamiento; sus toques son toques de delicadeza
suma. Debemos, pues, hacer lo posible para no estorbar con nuestras ligerezas la
actuación del Espíritu Santo, ni con nuestra disipación voluntaria, ni con
nuestra apatía, ni con nuestras resistencias advertidas y queridas, ni con el
apego desmedido a nuestro propio parecer: «No seáis sabihondos» (Rm 12,16).
Al entender en las cosas de Dios, no os fiéis de la humana sabiduría, porque
el Espíritu Santo os abandonaría a vuestra prudencia natural, y bien sabéis
que toda esta prudencia no es a los ojos de Dios sino pura «necedad» (1Cor
3,19).- La acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas
flaquezas que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los
primeros en lamentarnos; con nuestras enfermedades, nuestras servidumbres
humanas, nuestras dificultades y tentaciones. Nuestra nativa pobreza no arredra
al Espíritu Santo que es «Padre de los pobres» [Pater pauperum.
Secuencia Veni Sancte Spiritus], como le llama la Iglesia.
Lo incompatible con su acción es la
resistencia friamente deliberada a sus inspiraciones. ¿Por qué? -Primero,
porque el espíritu procede por amor, es el amor mismo; y con todo eso, aunque
el amor que nos tiene no conozca límites, aun cuando su acción sea
infinitamente poderosa, el Espíritu Santo es respetuosísimo con nuestra
libertad, no violenta nuestra voluntad. ¡Tenemos el triste privilegio de poder
resistirle! Pero nada contrista tanto al amor como el notar resistencia
obstinada a sus requerimientos. Además, con sus dones, sobre todo, nos guía el
Espíritu Santo por la senda de la santidad, y nos hace vivir como hijos de
Dios; y precisamente con sus dones, impulsa y determina al alma a obrar.
«En los dones el alma, más que agente, es
movida» [In donis Spiritus Sancti mens humana non se habet ut movens, sed
magis ut mota. Santo Tomás, II-II, q.52, a.2, ad 1], pero esto no quiere
decir que deba permanecer enteramente pasiva, sino que debe disponerse a la acción
divina, escucharla, serle fiel sin tardanza.- Nada embota tanto la acción del
Espíritu Santo en nosotros como la falta de flexibilidad frente a esos
interiores movimientos que nos llevan a Dios, que nos mueven a observar sus
mandamientos, a darle gusto, a ser caritativos, humildes y confiados: un «no»
deliberado y rotundo, aun cuando se trate de cosas menudas, contraría la acción
del Espíritu Santo en nosotros; con eso resulta menos intensa, menos frecuente,
y el alma entonces no remonta su vuelo, y toda su vida sobrenatural es lánguida:
«No contristéis al Espíritu».
Si esas resistencias deliberadas, voluntarias
y maliciosas se multiplican, si degeneran en frecuentes y habituales, el Espíritu
Santo se calla. El alma entonces, abandonada a sí misma y sin más norte ni
sostén interior en el camino de la perfección, corre inminente riesgo de ser
presa del príncipe de las tinieblas, y se extingue en ella la caridad. No apaguéis
el Espíritu Santo, que es a manera de fuego de amor que arde en nuestras almas
[Spiritum nolite exstinguere; Ignis, Himno Veni Creator.
Et tui amoris ignem accende.
Misa de
Pentecostés].
Seamos siempre generosos, fieles al «Espíritu
de verdad», siquiera en la corta medida que es dad a nuestra flaqueza, porque
El es también Espíritu de santificación. Seamos almas dóciles y sensibles a
los toques de este Espíritu.- Si nos dejamos guiar de El, luego desarrollará
plenamente en nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos
quiso dar el Padre, y que el Hijo nos mereció. ¡De qué alegría tan honda, de
qué libertad interior gozan las almas que se entregan así a la acción del Espíritu
Santo! Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad agradables a
Dios; artista divino como es de mano sumamente delicada, dará cima en nosotros
a la obra de Jesús, o más bien formará a Jesús en nosotros, como formó un día
su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza,
mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en
Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre: «Jesucristo fue concebido en
santidad, por obra del Espíritu Santo, destinado a ser Hijo de Dios por
naturaleza; otros, en virtud del mismo Espíritu, se santifican para llegar a
ser hijos de Dios por adopción» (Santo Tomás, III, q.32, a.1).