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La
Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo
El misterio de la Iglesia, inseparable del
misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno
En las conferencias precedentes he tratado de
demostrar cómo nuestro Señor es todo para nosotros. Fue escogido por su Padre
para ser en su condición de Hijo de Dios y por sus virtudes el modelo único de
nuestra santidad; nos ha merecido por su vida, por su Pasión y por su muerte,
el ser constituido para siempre dispensador universal de toda gracia. Toda
gracia brota de El, de El revierte a nuestras almas toda vida divina. San Pablo
nos dice que Dios ha puesto «todas las cosas bajo los pies de Cristo, y le ha
dado por Jefe a la Iglesia, que es su cuerpo, su complemento y su plenitud» (Ef
1, 22-23).
Por estas palabras, en las que se refiere a la
Iglesia, acaba el Apóstol de indicar la economía del misterio de Cristo, no
comprenderemos bien este misterio si no seguimos a San Pablo en su exposición.
Cristo no puede concebirse sin la Iglesia; a
través de toda su vida, de todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su
Padre, pero la Iglesia era la obra maestra por la cual debía procurar sobre
todo esa gloria. Cristo vino a la tierra para crear y organizar la Iglesia. Es
la obra a la cual se encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión
y muerte. El amor hacia su Padre condujo a Cristo hasta el monte Calvario; pero
era con el fin de formar alli la Iglesia y hacer de ella, purificándola
amorosamente por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar (+Ef
5, 25-26); tales son las palabras de San Pablo. Veamos, pues, lo que es para el
gran Apóstol esa Iglesia, cuyo nombre acude con tanta frecuencia a su pluma que
resulta inseparable del nombre de Cristo.
Podemos considerar a la Iglesia de dos
maneras. Como sociedad visible, jerárquica, fundada por Cristo para
continuar en la tierra su misión santificante; este organismo visible está
animado por el Espíritu Santo [más adelante desarrollaremos esto con más
amplitud]; considerada de este modo se la puede llamar el cuerpo místico de
Cristo.
Podemos considerar también lo que constituye
el alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo que se une a las almas
mediante la gracia y la caridad.
Es cierto que la unión al alma de la Iglesia,
es decir, al Espíritu Santo, por la gracia santificante y el amor, es más
importante que la unión al cuerpo de la misma Iglesia, es decir, que la
incorporación al organismo visible pero en la economía normal del Cristianismo
las almas no entran a participar de los bienes y privilegios del reino invisible
de Cristo, sino uniéndose a la sociedad visible.
1. La Iglesia, sociedad fundada sobre los
Apóstoles: depositaria de la doctrina y de la autoridad de Jesús, dispensadora
de los sacramentos, continuadora de su obra de religión. No se va a Cristo sino
por la Iglesia
Más arriba os cité el testimonio que San
Pedro tributa a la divinidad de Jesús en nombre de los Apóstoles: «Tú eres
Cristo, el Hijo de Dios Vivo». «Pedro, le dice Jesús: bienaventurado eres tú
porque tus palabras no te las ha inspirado tu intuición natural, sino que mi
Padre te ha revelado que yo soy su Hijo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella; yo te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 16-19).
Podréis notar que esto no es más que una
promesa, promesa que recompensaba el homenaje del Apóstol a la divinidad de su
Maestro. Encontrándose un día Jesús en medio de sus discípulos después de
la resurrección (Jn 21, 15-17), vuelve a preguntar a Pedro: «¿Me amas?» -Y
el Apóstol responde: -«Sí, Señor, te amo». Y nuestro Señor le dice: ·Apacienta
mis corderos». -Tres veces repite Cristo la misma pregunta y a cada declaración
de amor por parte de Pedro, el Señor responde confiándole a él y a sus
sucesores el cuidado de su rebaño, corderos y ovejas, nombrándole y nombrándoles
jefes visibles de su Iglesia. Esta investidura no tuvo efecto sino después que
Pedro hubo borrado, por un triple acto de amor, su triple negación. Así,
Cristo, antes de realizar la promesa que había hecho de fundar sobre él su
Iglesia, reclama del Apóstol un testimonio de su divinidad.
No es necesario que os declare aquí cómo se
organizó, se desarrolló y se difundió por el mundo esa sociedad establecida
por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, para conservar la vida sobrenatural en
las almas.
Lo que debemos saber es que ella es en la
tierra la continuadora de la misión de Jesús, por su doctrina, por su
jurisdicción, por los sacramentos, por su culto.
Por su doctrina, que guarda intacta e íntegra
en una tradición viva y nunca interrumpida.- Por su jurisdicción, en virtud de
la cual tiene autoridad para dirigirnos en nombre de Cristo.- Por los
sacramentos, con los cuales nos facilita el acceso a las fuentes de ]a gracia
que su divino Fundador creó.- Por su culto, que ella misma organiza para
tributar toda gloria y todo honor a Cristo y a su Padre.
¿Cómo la Iglesia continúa a Cristo por su doctrina
y su jurisdicción? Cuando Cristo vino al mundo, el único medio de ir al
Padre era la sumisión entera a su Hijo Jesús: «Este es mi Hijo muy amado;
escuchadle». Al principio de la vida pública del Salvador, el Padre Eterno,
presentando su Hijo a los judíos, les decía: «Escuchadle, porque El es mi
Hijo único: yo os le envío para que os manifieste los secretos de mi vida
divina y de mi voluntad».
Pero después de su Ascensión, Cristo dejó
sobre la tierra a su Iglesia, y esa Iglesia es como la continuación de la
Encarnación entre nosotros. Esa Iglesia, es decir, el Soberano Pontífice y los
Obispos con los pastores que les están sometidos, nos habla con toda la
infalible autoridad del mismo Cristo.
Mientras vivía en la tierra, Cristo contenía
en sí la infalibilidad: «Yo soy la verdad, yo soy la luz; el que me sigue no
anda en tinieblas, sino que llega a la vida eterna» (Jn 14,6; 8,12). Pero antes
de dejarnos, confió esta prerrogativa a su Iglesia: «Como mi Padre me envió,
os envío yo a vosotros» (ib. 20,21). «Quien os oye, me oye; quien os
desprecia, me desprecia y desprecia a Aquel que me envió» (Lc, 10,16). «Así
como yo recibo mi doctrina del Padre, así la recibís vosotros de mí, quien
recibe vuestra doctrina, recibe mi doctrina, que es la de mi Padre quien la
desprecia en cualquier grado o medida que sea, desprecia mi doctrina, me
desprecia a mí y desprecia a mi Padre». -Ved, pues, esta Iglesia investida con
todo el poder, con la autoridad infalible de Cristo, y comprended que la sumisión
absoluta de todo vuestro ser, inteligencia, voluntad, energías, a esa Iglesia,
es el único medio de ir al Padre. El Cristianismo, en su verdadera esencia, no
es posible sin esta sumisión absoluta a la doctrina y a las leyes de la
Iglesia.
Esa sumisión es la que distingue propiamente
al católico del protestante.- Este, por ejemplo, puede creer en la presencia
real de Jesús en la Eucaristía; pero si lo hace, es porque considera que esa
doctrina está contenida en la Escritura y la Tradición, interpretadas de
acuerdo con los dictados de su razón y luces personales; el católico cree
porque se lo enseña la Iglesia, que es la que ocupa el lugar de Cristo, los dos
admiten la misma verdad, pero de distinto modo. El protestante no se somete a
ninguna autoridad, no depende más que de sí mismo; el católico recibe a
Cristo con todo lo que ha enseñado y fundado. El Cristianismo es prácticamente
la sumisión a Cristo en la persona del Soberano Pontífice y de los pastores
que a él están unidos, sumisión de la inteligencia a sus enseñanzas, sumisión
de la voluntad a sus mandatos. Este camino es seguro, porque nuestro Señor está
con sus Apóstoles hasta la consumación de los siglos, y ha rogado por Pedro y
sus sucesores para que su fe nunca vacile ni se extinga (Lc 22,32).
Organo de Cristo en su doctrina, la Iglesia es
también continuación viviente de su mediación.
Es verdad, como antes he dicho, que Cristo
después de su muerte ya no puede merecer; pero está siempre vivo intercediendo
sin cesar delante de su Padre en favor nuestro. Os he dicho también que, sobre
todo, al instituir los Sacramentos, es cuando fijó y determinó los
instrumentos de que iba a servirse para aplicarnos, después de su Ascensión,
sus méritos y darnos su gracia.- Pero ¿dónde están los Sacramentos? -Nuestro
Señor se los ha confiado a la Iglesia. «Id, dijo, al subir a los cielos, a sus
Apóstoles y a sus sucesores, enseñad a todas las gentes, bautizando a todos en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Les comunica
el poder de perdonar y retener los pecados: «Los pecados serán perdonados a
cuantos se los perdonareis, y a los que se los retuviereis, retenidos les serán»
(Jn 20,23.- Lc 7,19). Les dejó el encargo de renovar en su nombre y en memoria
suya el sacrificio de su cuerpo y de su sangre.
¿Deseáis ingresar en la familia de Dios, ser
admitidos en el número de sus hijos, ser incorporados a Cristo? -Acudid a la
Iglesia; el Bautismo es la única puerta de entrada. Para obtener perdón de
nuestras culpas, a la Iglesia hemos también de acudir. [Salvo, por supuesto, el
caso de imposibilidad material; porque entonces basta la contrición perfecta.-
Hablamos de la regla, y no de sus excepciones, por numerosas que se las suponga.
Fuera de esto, la contrición perfecta comprende, al menos implícitamente, la
resolución y el deseo de acudir a la Iglesia]. Si queremos recibir el alimento
de nuestras almas, hemos de esperarlo de los ministros que han recibido, por el
Sacramento del Orden los poderes sagrados de dispensar el Pan de vida. La unión,
entre bautizados, del hombre y de la mujer, que la Iglesia no consagra con su
bendición, culpable es. Así, pues, los medios oficiales establecidos por Jesús,
los veneros de gracia que ha hecho brotar para nosotros, los custodia la
Iglesia, y en ella los encontramos, porque a ella se los confió Cristo.
Nuestro Señor, en fin, encomendó a su
Iglesia la misión de continuar en este suelo su obra de religión.
En la tierra Jesucristo ofrecía a su Padre un
cántico perfecto de alabanza; su alma contemplaba sin cesar las divinas
perfecciones; y de esta contemplación nacía en ella una adoración y un
tributo no interrumpido de alabanzas a la gloria del Padre. Por su Encarnación,
Cristo asocia, en principio, todo el género humano a la práctica de esta
alabanza, y al subir de nuevo a la gloria, confía a la Iglesia el cuidado de
perpetuar en su nombre estos cánticos que suben hasta el Padre. En torno del
sacrificio de la Misa, centro de toda nuestra religión, la Iglesia organiza el
culto público, que ella sola tiene derecho a ofrecer en nombre de Cristo su
Esposo, y, de hecho, establece todo un conjunto de oraciones, de fórmulas, de cánticos,
que engastan su sacrificio; en el curso del ciclo litúrgico, ella es quien
distribuye la celebración de los misterios de su divino Esposo, de modo que sus
hijos puedan cada año vivir de nuevo aquellos misterios, y dar por ellos
gracias a Jesús y a su Padre, y beber en ellos la vida divina que iluye de
ellos por haber sido vividos antes por Jesús. Todo su culto converge en Cristo.
Apoyandose en las satisfacciones infinitas de Jesús, en su calidad de mediador
universal y siempre vivo, la Iglesia termina sus plegarias: «Por Jesucristo
Nuestro Señor que contigo vive y reina», y del mismo modo, pasando por Cristo,
toda adoración y toda alabanza de la Iglesia sube al Padre Eterno y es acogida
con agrado en el santuario de la Trinidad: «Por El, y con El y en El, te
tributamos a Ti, Dios Padre omnipotente, juntamente con el Espíritu Santo, todo
honor y toda gloria» (Ordinario de la Misa).
Tal es, pues, el modo con que la Iglesia
fundada por Jesús prosigue acá abajo su obra divina.- La Iglesia es la
depositaria auténtica de la doctrina y de la ley de Cristo, la dispensadora de
sus gracias entre los hombres, la esposa, en fin, que en nombre de Cristo ofrece
a Dios por todos sus hijos la alabanza perfecta.
Y así, la Iglesia está tan unida a Cristo,
posee de tal modo la abundancia de sus riquezas, que bien puede decirse que ella
es el mismo Cristo viviente en el transcurso de los siglos. Cristo vino a la
tierra no ya sólo por los que en su tiempo moraban en Palestina, sino por todos
los hombres de todas las edades. Cuando privó a los hombres de su presencia
sensible, les dio la Iglesia, con su doctrina, su jurisdicción, sus
sacramentos, su culto, cual si quedara El mismo: en la Iglesia, por
consiguiente, encontramos a Cristo. Nadie va al Padre -y en el ir al Padre
consiste toda la salvación y la santidad- sino por Cristo (Jn 14,6). Pero
grabad bien en vuestra memoria esta verdad no menos capital: nadie va a Cristo
sino por la Iglesia, no somos de Cristo si no somos, de hecho o por deseo, de la
Iglesia; no vivimos la vida de Cristo sino en cuanto estamos unidos a la
Iglesia.
2. Verdad que pone de relieve el carácter
particular de la visibilidad de la Iglesia: Dios quiere gobernarnos por los
hombres: importancia de esta economía sobrenatural, resultante de la Encarnación.
Por ella se glorifica a Jesús y se ejercita nuestra fe.- Nuestros deberes con
la Iglesia
La Iglesia es visible, como sabéis.
La constituye en su jerarquía el Sumo Pontífice,
sucesor de Pedro, los Obispos y los Pastores, que, unidos al Vicario de Cristo y
a los Obispos, ejercen sobre nosotros su jurisdicción en nombre de Cristo, pues
Cristo nos guía y nos santifica por medio de los hombres.
Hay en esto una verdad profunda que debemos
considerar detenidamente.
Desde la Encarnación, Dios, en sus relaciones
con nosotros, obra por medio de hombres; hablo de la economía normal ordinaria,
no de excepciones en las que Dios demuestra su soberano dominio, en esto como en
todas las cosas.- Dios, por ejemplo, podría revelarnos por sí y directamente
lo que hemos de hacer para llegar a El; pero no lo hace, no son esos sus
caminos, sino que nos envía a un hombre infalible, es verdad, en materia de fe,
pero al fin, un hombre como nosotros -y de él nos manda recibir toda la
doctrina.- Supongamos que uno cae en pecado; se arrodilla delante de Dios, se
duele y se desgarra con todo género de penitencias. Dios dice entonces: «Bien
está, pero si quieres alcanzar perdón, has de arrodillarte ante un hombre, que
mi Hijo ha constituido ministro suyo, a él has de declarar tu pecado».
Si no se declara el pecado a ese hombre que
Cristo ha constituido ministro, o en otros términos, sin confesión, no hay
perdón; la contrición más viva y profunda, las más espantables maceraciones
no bastan para borrar un solo pecado mortal, si no existe intención de
someterse a la humillación que supone el manifestar la falta al hombre que hace
las veces de Cristo.
Veis, pues, cuál es la economía
sobrenatural. Desde toda eternidad, el pensamiento divino se fijó en la
Encarnación, y, después que su Hijo se unió a la humanidad y salvo al mundo
tomando carne en el seno de una Virgen, Dios quiere que, por medio de hombres
como nosotros, como nosotros débiles, se difunda la gracia por el mundo. He aquí
un prolongamiento, una como extensión de la Encarnación. Dios se acercó a
nosotros en la persona de su Hijo hecho hombre, y desde entonces se sirve de los
miembros de su Hijo para ponerse en comunicación con nueslras almas. Dios
quiere con ello enaltecer en cierto modo a su Hijo, cifrándolo todo en su
Encarnación, y vinculando a El de un modo bien visible, hasta el fin de los
tiempos, toda la economía de nuestra salud y santificación.
Pero ha establecido igualmente esta economía
para hacer que vivamos de la fe, pues hay en la Iglesia un doble elemento el
elemento humano y el divino.
El elemento humano es la fragilidad personal
de los hombres autorizados por Cristo para dirigirnos.- Mirad, por ejemplo, cuán
flaco es San Pedro: la voz de una mozuela hasta para hacerle renegar de su
Maestro horas después de su ordenación sacerdoial. No se le ocultaba al Señor
tamaña flaqueza, ya que, después de su Resurrección, exige de su Apóstol una
triple protesta de amor en recuerdo de su triple negación. Sin embargo de ello,
Cristo funda sobre él su Iglesia. «Apacienta mis corderos, apacienta mis
ovejas». Los sucesores de Pedro son flacos también; la infalibilidad que
poseen en materia de fe no les confiere el privilegio de no pecar. ¿Acaso
nuestro Señor no hubiera podido concederles la impecabilidad? -Sin duda qne sí;
mas no lo quiso, para que nuestra fe pudiera ejercitarse.
¿Cómo se ejercita? A través del elemento
humano el alma fiel vislumbra el elemento divino; la indefectibilidad de la
doctrina conservada en el transcurso de los siglos y a despecho de todos los
asaltos de cismas y herejías; la unidad de esta misma doctrina garantizada por
el ministerio infalible; la santidad heroica e ininterrumpida que se manifiesta
por tan diversos modos en la Iglesia; la sucesión continua por la cual, de
eslabón en eslabón, la Iglesia de hoy enlaza con las instituciones
establecidas por los Apostoles; la fuerza de expansión universal que la
caracteriza; todo esto son otras tantas señales ciertas por las que se conoce
que nuestro Señor está «con la Iglesia hasta el fin de los siglos» (Mt
28,20).
Tengamos, pues, gran confianza en la Iglesia
que Jesús nos dejó: Ella es cual otro Jesús. Tenemos la dicha de pertenecer a
Cristo perteneciendo a esta sociedad, una, católica, apostólica y romana.
Debemos alegrarnos de ello y tributar sin cesar gracias a Dios, pues que nos
hizo «entrar en el reino de su Hijo amado» (Col 1,13). ¿No es una inmensa
seguridad el poder, por nuestra incorporación a la Iglesia, extraer la gracia y
la vida de sus fuentes auténticas y oficiales?
Más aún; prestemos a los que tienen
jurisdicción sobre nosotros la obediencia que de nosotros reclama Cristo, esta
sumisión de inteligencia y de voluntad debe rendirse a Cristo en la persona de
un hombre, porque si no, Dios no la acepta. Ofrezcamos a los que nos gobiernan,
y ante todas las cosas al Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, a los Obispos que
están unidos a él y que poseen, para guiarnos, las luces del Espíritu Santo
(Hch 20,28), esa sumisión interior, esa reverencia filial, esa obediencia práctica,
que hacen de nosotros hijos verdaderos de la Iglesia.
La Iglesia es la Esposa de Cristo; es nuestra
Madre; debemos amarla porque nos lleva a Cristo y con El nos une; debemos amar y
acatar su doctrina, porque es la doctrina de Jesucristo; debemos amar su oración
y asociarnos a ella, porque es la oración misma de la Esposa de Cristo; no hay
otra que nos ofrezca tanta garantía y, sobre todo, que sea tan agradable a
nuestro Señor, debemos, en una palabra, unirnos a la Iglesia, a todo cuanto de
ella procede, cual nos hubiéramos adherido a la persona misma de Jesús y a
todo lo relacionado Con ella, si nos hubiera cabido la dicha de poderle seguir
durante su vida mortal.
Esa es la Iglesia como sociedad visible.- San
Pablo la compara a «un edificio cimentado sobre los Apóstoles, y cuya piedra
angular es el mismo Cristo». «Unidos en Cristo Jesús, piedra angular y
fundamental» (Ef 2, 19-22). Vivimos en esta casa de Dios, «no cual extranjeros
o huéspedes que están de paso, sino como conciudadanos de los santos y
miembros de la familia de Dios. Sobre Cristo se eleva todo el edificio
perfectamente ordenado, para formar un templo santo en el Señor».
3. La Iglesia, cuerpo místico; Cristo es
la cabeza, porque tiene toda primacía. Profundidad de esta unión; formamos
parte de Cristo, todos una cosa en Cristo. Permanecer unidos a Jesús y entre
nosotros mismo por la caridad
Hay otro símil muy frecuente en la pluma de
San Pablo, y, si cabe, todavía más expresivo, ya que lo toma de la vida misma,
y, sobre todo, porque nos ofrece un concepto más profundo de la Iglesia,
manifestando las relaciones íntimas que existen entre ella y Cristo. Estas
relaciones se resumen en la frase del Apóstol: «La Iglesia es un cuerpo y
Cristo es su cabeza» (1Cor 12,12 ss.). [El Apóstol emplea también otras
expresiones. Dice que estamos unidos a Cristo como ramas al tronco (Rm 6,5),
como los materiales al edificio (Ef 2, 21-22); pero hace sobre todo resaltar la
idea del cuerpo unido a la cabeza].
Cuando habla de la Iglesia como sociedad
visible y jerárquica, San Pablo nos dice cómo Cristo, fundador de esta
sociedad, «ha hecho: de unos, apóstoles; de otros, profetas, de otros,
evangelistas; de otros, por fin, doctores y pastores». ¿Con que objeto? «Con
el fin, dice, de que trabajen en la perfección de los Santos, en las funciones
del ministerio y en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta tanto que
llcguemos todos a la unidad de fe y de conocimiento del Hijo de Dios, al estado
del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo» (Ef
4,13). ¿Qué significan estas palabras?
Formamos con Cristo un cuerpo que va desarrollándose
y debe llegar a su plena perfección. Como veis, no se trata aquí del cuerpo
natural, físico, de Cristo, nacido de la Virgen María; ese cuerpo alcanzó
mucho ha el desarrollo completo; desde que salió vivo y glorioso del sepulcro,
el cuerpo de Cristo no es ya capaz de crecimiento, pues posee la plenitud de
perfección que le compete.
Pero, como dice San Pablo, hay otro cuerpo que
Cristo se va formando al correr de los siglos; ese cuerpo es la Iglesia, son las
almas que, por la gracia, viven la vida de Cristo.- Esas almas constituyen
juntas con Cristo un cuerpo único, un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo. [Místico
no se opone a real, sino a físico, como acabamos de ver. Se le
llama místico, no sólo para distinguirlo del cuerpo natural de Cristo,
sino para indicar el carácter sobrenatural e íntimo a la vez de la unión de
Cristo con la Iglesia; unión que está fundada y mantenida por misterios
perceptibles tan sólo a la fe. La Iglesia es un organismo vivo, con la vida de
la gracia de Cristo que el Espíritu Santo le va inoculando]. «Cristo se va
formando en nosotros» (Gál 4,19), y «nosotros debemos crecer en El» (Ef
4,15). Esta es una de las ideas con las que más encariñado vemos al gran Apóstol,
que la hace resaltar al comparar la unión de Cristo y de la Iglesia con la que
media en el organismo humano entre la cabeza y el cuerpo. [Esta idea la expone
con mayor viveza, sobre todo, en la primera carta a los de Corinto (12, 12-30)].
Oídle: «Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, así también, no
obstante ser muchos los bautizados, formamos un solo cuerpo en Cristo...» (Rm
12, 4-5). La Iglesia es el cuerpo y Cristo la cabeza» (1Cor 12,12). En otra
parte llama a la Iglesia «complemento de Cristo» (Ef 1,23), como los miembros
son complemento del organismo; y concluye: «Sois todos uno en Cristo»
(Gál 3,28).
La Iglesia forma, pues, un solo ser con
Cristo. Según la bella expresión de San Agustín, eco fiel de San Pablo,
Cristo no puede concebirse cumplidamente sin la Iglesia: son inseparables, del
mismo modo que la cabeza es inseparable del cuerpo vivo. Cristo y su Iglesia
forman un solo ser colectivo, el Cristo total. «El Cristo completo está
formado por la cabeza y el cuerpo: el Hijo Unigénito de Dios es la cabeza, la
Iglesia es su cuerpo» [totus Christus caput et corpus est: caput Unigenitus
Dei Filius, et corpus eius Ecclesia. De unitate Ecclesiæ, 4. Nadie como San
Agustín ha expuesto esta doctrina, que el santo Doctor desarrolla sobre todo en
las Enarr. in Psalmos]. ¿Por qué es Cristo cabeza y jefe de la Iglesia?
-Porque el Hijo de Dios posee la primacía.- En primer lugar, la primacía de
honor: «Dios otorgó a su Hijo un nombre sobre todo nombre para que toda
rodilla se le doble» (Fil 2,9); además, la primacía de autoridad: «Todo
poder me ha sido dado» (Mt 28,18); pero sobre todo una primacía de vida, de
influencia interior: «Dios se lo ha sometido todo, e hizo de El cabeza de la
Iglesia» (Ef 1,22).
Todos estamos llamados a vivir la vida de
Cristo, y sólo de El la hemos de recibir. Cristo conquistó con su muerte esa
preeminencia, esa facultad soberana de poder conferir la gracia «a todo hombre
que viene a este mundo»; ejerce una primacía de influencia divina, siendo para
todas las almas en diversa medida la fuente única de la gracia que las vivifica35
[La influencia divina y del todo interior de Cristo en las almas que integran su
cuerpo místico, distingue esa unión de aquella otra meramente moral, que
existe entre la autoridad suprema de una sociedad humana y los miembros de esa
misma sociedad; en el último caso, la influencia de la autoridad es exterior, y
sólo llega a coordinar y mantener las energías desparramadas de los miembros
hacia un fin común; pero la acción de Cristo en la Iglesia es más íntima, más
penetrante, concierne a la vida misma de las almas, y es una de las razones por
las que el cuerpo místico no es mera abstracción lógica, sino realidad
muy profunda]. «Cristo, dice Santo Tomás, ha recibido la plenitud de la
gracia, no tan sólo como individuo, sino en cuanto es cabeza de la Iglesia»
(III, q.48, a.1).
Sin duda que Cristo dispensará desigualmente
entre las almas los tesoros de su gracia; pero, añade Santo Tomás, todo esto
lo hace para que de esa misma gradación resulte mayor hermosura y perfección
en la Iglesia, su cuerpo místico (I-II, q.112, a.4); ésa es también la idea
de San Pablo. Después de enseñar que la gracia le ha sido dada a cada cual «según
la medida de la donación de Cristo» (Ef 4,7), el Apostol enumera las diversas
gracias que hermosean a las almas y concluye diciendo que «son dadas para la
edificación del cuerpo de Cristo». Hay gran diversidad entre los miembros, mas
esa misma variedad contribuye a la armonía del todo.
Cristo es, pues, nuestra cabeza, y la Iglesia
no forma con El más que un solo cuerpo místico de que El es cabeza. [«Así
como un organismo natural reúne en su unidad miembros diversos, del propio modo
la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se considera como formando con su cuerpo
una sola persona moral». Santo Tomás, III, q.99, a.1]. Mas esta unión entre
Cristo y sus miembros es de tal naturaleza, que llega hasta convertirse en unidad.
Poner la mano en la Iglesia, en las almas, que por el Bautismo y la vida de
la gracia son miembros de la Iglesia, es poner la mano en el mismo Cristo.
Mirad, si no, a San Pablo cuando perseguía a la Iglesia y caminaba hacia
Damasco con ánimo de encarcelar a los cristianos. En el camino es derribado del
caballo, y oye una voz que le dice: «Saulo, ¿por qué me persigues?
-Pablo responde: «¿Quién sois, Señor?» -Y el Señor le replica: «Soy Jesús,
a quien tú persigues» (Hch 9, 4-5).- Notaréis que Cristo no le dice por qué
persigues a mis discípulos, lo que hubiera podido decir con tanta verdad,
puesto que El había subido al cielo, y San Pablo sólo perseguía a los
cristianos; sino que le dice: «¿Por qué me persigues?... A mí es
a quien persigues.- ¿Por qué habla Cristo de este modo? Porque sus discípulos
son algo suyo, porque su sociedad forma su cuerpo místico; por eso, perseguir a
los que creen en Jesucristo es perseguirle a El mismo.
¡Qué bien comprendió San Pablo esta lección!
¡Con qué viveza, con qué palabras tan expresivas la expone! «Nadie, dice el
Santo, pudo jamás aborrecer su propia carne, antes la nutre y la mima, como
Cristo lo hace con la Iglesia; pues somos miembros de su cuerpo, formados de su
carne y de sus huesos» (Ef 5, 29-30). Por eso, por estarle tan estrechamente
unidos, formando con El un solo y único cuerpo místico, quiere Cristo que toda
su obra sea nuestra.
He ahí una verdad profunda que debemos traer
a menudo a la memoria.- Ya os dije que por Cristo Jesús, Verbo Encarnado, todo
el género humano ha recobrado, mediante la unión con su sacratisima persona,
constituida en Cabeza de la gran familia humana, la amistad con Dios. Santo Tomás
escribe que, a consecuencia de la identificación establecida por Cristo entre
El y nosotros desde el instante mismo de su Encarnación, el hecho de que Cristo
padeció voluntariamente, por nosotros y en nombre nuestro, nos ha reportado
tales beneficios, que, aplacado Dios al contemplar a la naturaleza humana
embellecida con los méritos de su Hijo, olvida todas las ofensas de aquellos
que se incorporan a Cristo [III, q.99, a.4]. Las satisfacciones y méritos de
Cristo nos pertenecen desde ahora. [Caput et membra sunt quasi una persona
mystica et ideo satisfactio Christi ad omnes fideles pertinet sicut ad sua
membra. Santo Tomás, III, q.98, a.2. ad 1].
Desde este momento estamos unidos a Cristo Jesús
con nexo indisoluble. [En su libro, sobre la Teología de San Pablo, el
P. Prat, S. J., aduce (t. II, pág. 52) «una larga serie de palabras extrañas
que casi no se pueden trasladar a ninguna otra lengua sino con un barbarismo o
una perífrasis. El Apóstol las ha creado o las vuelve a poner en usa para dar
expresión gráfica a la inefable unión de los cristianos con Cristo. Tales
como: padecer con Jesucristo; ser crucificado con El; morir con El;
ser vivificado con El; resucitar con El; vivir con El; compartir
su forma; compartir su gloria; estar sentado con El; reinar con El;
asociarse a su vida; coheredero, coparticipante, concorporal,
coedificado, y algunas otras por el estilo que no expresan directamente la
unión de los cristianos entre sí en Cristo].
Somos una misma cosa con Cristo en el
pensamiento del Padre celestial. «Dios, dice San Pablo, es rico en
misericordia; porque cuando estábamos muertos, a consecuencia de nuestras
culpas, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con El,
nos ha hecho sentar juntamente con El en los cielos, a fin de mostrar
en los siglos venideros los infinitos tesoros de su gracia en Jesucristo» (Ef
2, 4-7.- +Rm 6,4; Col 2, 12-13); en una palabra, nos ha hecho vivir con Cristo,
en Cristo, para hacernos coherederos suyos. El Padre, en su pensamiento,
no nos separa nunca de Cristo. Santo Tomás dice que por un mismo acto eterno de
la divina sabiduría «hemos sido predestinados Cristo y nosotros» [cum uno
et eodem actu Deus prædestinaverit ipsum et nos. III, q.24, a.4]. El Padre
hace, de todos los discípulos de Cristo que creen en El y viven en su gracia,
un mismo y único objeto de sus complacencias. Nuestro Señor mismo es quien nos
dice: «Mi Padre os ama porque me habéis amado y creído que soy su Hijo» (Jn
14-27).
De ahí que San Pablo escriba que Cristo, cuya
voluntad estaba tan íntimamente unida a la del Padre, se ha entregado por su
Iglesia: «Amó a su Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Como la Iglesia
debía formar con El un solo cuerpo místico, se entregó por Ella, a fin de que
ese cuerpo «fuera glorioso», sin arruga ni mancha, santo e inmaculado (ib.
27). Y después de haberla rescatado, se lo ha dado todo. ¡Ah! ¡Si tuviéramos
más fe en estas verdades! ¡Si comprendiéramos lo que supone para nosotros el
haber entrado por el Bautismo, en la Iglesia, lo que es ser miembro del cuerpo
mistico de Cristo por la gracia!. «Felicitémonos, deshagámonos en hacimiento
de gracias, dice San Agustín». [Christus facti sumus; si enim
caput ille, nos membra, totus homo, ille et nos... Trat. sobre San Juan, 21,
8-9.- Y en otra parte: Secum nos faciens unum hominem caput et corpus.-
Enarrat.
in Ps. LXXXV, c. I. Y también: Unus
homo caput et corpus, unus homo Christus et Ecclesia, vir perfectus.
Enarrat
in Ps. XVIII, c. 10], porque no sólo
hemos sido hechos cristianos, sino parte de Cristo. ¿Comprendéis
bien, hermanos míos, la gracia que Dios nos hizo? Admirémonos, saltemos de júbilo,
porque formamos parte de Cristo; El es la cabeza, nosotros los miembros; El y
nosotros, el hombre total. ¿Quién es la cabeza? ¿Quiénes los miembros?
-Cristo y la Iglesia». «Sería esto pretensión de lm orgullo insensato,
continúa el gran Doctor, si Cristo mismo no se hubiera dignado prometernos tal
gloria, cuando dijo por boca de su apóstol Pablo: Vosotros sois el cuerpo de
Cristo y sus miembros».
Demos, pues, gracias a Jesús, que se dignó
asociamos tan estrechamente a su vida; todo nos es común con El: méritos,
intereses, bienes, bienavenluranzas, gloria. No seamos, por tanto, miembros de
esos que se condenan, por el pecado, a ser miembros muertos; antes bien, seamos
por la gracia que de El recibimos, por nuestras virtudes, modeladas en las
suyas, por nuestra santidad, que no es sino participación de su santidad,
miembros pletóricos de vida y de belleza sobrenaturales, miembros de los cuales
Cristo pueda gloriarse, miembros que formen dignamente parte de aquella sociedad
que quiso «no tuviera arruga ni mancha, sino que fuera santa e inmaculada». Y
como quiera que «somos todos uno en Cristo», puesto que vivimos todos la misma
vida de gracia bajo nuestro capitán, que es Cristo, por la acción de un mismo
Espíritu, unamonos todos íntimamente, aun cuando seamos miembros distintos y
cada cual con su propia función; unámonos tambicn con todas las almas santas
que -en el cielo miembros gloriosos, en el purgatorio miembros doloridos- forman
con nosotros un solo cuerpo [ut unum sint]. Es el dogma tan consolador de
la comunión de los santos.
Para San Pablo, «santos» son aquellos que
pertenecen a Cristo, los que habiendo recibido la corona ocupan ya su sitial en
el mundo eterno, y los que luchan aún en este destierro. Mas todos esos
miembros pertenecen a un solo cuerpo, porque la Iglesia es una; todos son entre
sí solidarios, todo lo tienen común; «si un miembro padece, los otros le
compadecen; si uno es honrado, los otros comparten su alegría» (1Cor 12,26);
el bienestar de un miembro aprovecha al cuerpo entero y la gloria del cuerpo
trasciende a cada uno de sus miembros [Sicut in corpore naturali operatio
unius membri cedit in bonum totius corporis, ita et in corpore spirituali,
scilicet Ecclesia, quia omnes fideles sunt unum corpus, bonum unius alteri
communicatur. Santo Tomás, Opus. VII.-
Expositio
Symboli.,
c. XIII. +I-II, q.30, a.3]. ¡Qué luz más
clara sobre nuestra responsabilidad proyecta este pensamiento!... ¡Qué fuente
más viva de apostolado!... San Pablo nos exhorta a todos a que cada cual
trabaje hasta tanto que «lleguemos a la común perfección del cuerpo místico»:
«Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe cual varones perfectos, a la
medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).
No basta que vivamos unidos a Cristo, la
Cabeza; es menester, además, que «cuidemos muy mucho de guardar entre nosotros
la unidad del Espíritu, que es Espiritu de amor, ligados por vínculos de paz»
(ib. 3).
Ese fue el voto supremo que hizo Cristo en el
momento de acabar su divina misión en la tierra: «Padre que sean uno como Tú
y yo somos uno; que sean consumados en la unidad» (Jn 17, 21-23). Porque, dice
San Pablo: «sois todos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál 3,26).
«No hay ya judío ni griego, esclavo o libre -todos sois uno en Cristo
Jesús» (Col 3,2).- La unidad en Dios, en Cristo y por Cristo, es ia suprema
aspiración: «y Dios será todo en todos» (1Cor 15,28).
San Pablo, que supo hacer resaltar tanto la
unión de Cristo con su Iglesia, no podía menos de decirnos algo sobre la
gloria final del cuerpo místico de Jesús; y nos dice, en efecto (ib.
24-28), «que en el día fijado por los divinos decretos, cuando ese cuerpo místico
haya alcanzado la plenitud y medida de la estatura perfecta de Cristo» (Ef
4,13), entonces surgirá la aurora del triunfo que debe consagrar por siempre
jamás la unión de la Iglesia y de su Cabeza. Asociada hasta entonces tan íntimamente
a la vida de Jesús, la Iglesia, ya perfecta, va a «compartir su gloria» (2Tim
2,12; Rm 8,17). La resurrección triunfa de la muerte, último enemigo que ha de
ser vencido; después, reunidos todos los elegidos con su jefe divino, Cristo
(son expresiones de San Pablo) presentará a su Padre, en homenaje, esta
sociedad, no ya imperfecta ni militante, rodeada de miserias, de tentaciones, de
luchas, de caídas; no ya padeciendo el fuego de la expiación, sino
transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros.
¡Oh, qué espectáculo tan grandioso no será
ver a Jesús ofreciendo a su Eterno Padre esos trofeos gloriosos e innumerables
que proclaman el poderio de su gracia, ese reino conquistado con su sangre, que
entonces despedirá por todas partes destellos de esplendor inmaculado, fruto de
la vida divina que circula vigorosa y embriagadora por cada uno de los Santos!
Así se comprende que en el Apocalipsis, después
de haber vislumbrado San Juan algo de aquellas maravillas y regocijos, los
compare, siguiendo al mismo Jesús (Mt 22,2) a unas bodas: a las «bodas del
Cordero» (Ap 19,9). Así se comprende finalmente por qué motivo, al dar digno
remate a las misteriosas descripciones de la Jerusalén celestial, el mismo Apóstol
nos deja oír los amorosos requiebros que Cristo y la Iglesia, el Esposo y la
Esposa, se dirigen desde ahora, sin cesar, en espera de la consumación final y
unión perfecta: « Ven» (Ap 22, 16-17).