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Jesucristo,
modelo único de toda perfección
Causa
exemplaris
Fecundidad y aspectos diversos del misterio
de Cristo
Cuando leemos las Epístolas que San Pablo
dirigía a los cristianos de su tiempo, no puede menos de impresionarnos la
insistencia con que habla de nuestro Señor Jesucristo. Sin cesar vuelve sobre
este tema, del cual está por otra parte, tan penetrado, que para él, «Cristo
es su vida» (Fil 1,21); así «que encuentra todo su placer en consumirse por
Cristo y sus miembros» (2Cor 12,15).
Escogido e instruido por el mismo Jesús para
ser en el mundo el heraldo de su misterio (Ef 3,8-9), de tal manera
penetró en lo más hondo de las profundidades de este misterio, que su único
deseo es manifestarle para hacer conocer y amar la persona adorable de Cristo.-
A los Colosenses escribe que lo que le llena de gozo, en medio de sus
tribulaciones, es el pensamiento «de haber anunciado el misterio oculto a las
antiguas generaciones y revelado en la actualidad a los fieles, porque es a
ellos a quienes Dios se ha dignado dar a conocer las maravillosas riquezas de
ese arcano que es Cristo» (Col 1,26-27). En la prisión le anuncian que hay,
además de él, otros que predican a Cristo; los unos lo hacen por espíritu de
emulación, para hacerle la contra, los otros con buenas intenciones; ¿muestra
por esto la menor pena o la más leve señal de celos? Al contrario. Con tal que
Cristo sea predicado, ¿qué importa? «De cualquier modo que se haga, sea con
buenas intenciones, sea con fines bastardos, me alegro y me alegraré» (Fil
1,15 y sig.). De esta manera dirige a Jesucristo toda su ciencia, toda su
predicación, toda su vida: «No me he preciado de saber otra cosa entre
vosotros que a Jesucristo» (1Cor 2,2). En sus trabajos, en las luchas de su
apostolado, una de sus alegrías es pensar que «engendra -es su propia expresión-
a Cristo en las almas» (Gál 4,19).
Los cristianos de los primeros tiempos
comprendían la doctrina que el gran Apóstol les enseñaba, sabían que Dios
nos ha dado a su Hijo unigénito Jesucristo para que sea todo para nosotros: «nuestra
sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención» (1Cor
1,30); comprendían el plan divino: Dios ha dado a Cristo la plenitud de gracia,
para que nosotros lo encontremos todo en El. De esta doctrina vivían: «Cristo...
es vuestra vida» (Col 3,4), y por eso su vida espiritual era a la vez tan
sencilla y tan fecunda.
Ahora bien; debemos decir que el corazón de
Dios no es hoy menos amante ni su brazo menos poderoso; Dios está dispuesto a
derramar sobre nosotros gracias, no digo tan extraordinarias en su carácter,
pero sí tan abundantes y tan útiles, como sobre los primeros cristianos. Nos
ama tanto como a ellos; están a nuestra disposición todos los medios de que
ellos disponían, y además tenemos, para cobrar ánimo, los ejemplos de los
santos que siguieron a Cristo. Pero somos, con mucha frecuencia, como el leproso
que vino a consultar al profeta y solicitar su curación: poco faltó para que
perdiese la ocasión de obtenerla, por encontrar el remedio demasiado sencillo
(2Re 5,1 ss.). Nuestro Señor hace alusión a este hecho (+Lc 4,27). [Naamán,
generalísimo de los ejércitos de Siria, había sido atacado de una lepra que
le desfiguraba por completo. Habiendo oído hablar de las maravillas que obraba
el profeta Eliseo en Samaría, se dirigió a él para pedir que le curase: «Ve
y lávate siete veces en el Jordán, le dice Eliseo, y así serás curado».
Esta respuesta irrita a Naamán: «Yo había creído, dijo a su séquito, que se
presentaría el mismo profeta y me curaría invocando sobre mí a Yavé.- ¿Cree,
acaso, este profeta, que los ríos de Siria no valen como todas las aguas de
Israel? ¿Acaso no puedo arrojarme a ellos para recobrar la salud?». Y
desilusionado y lleno de cólera, dispónese a emprender el camino de su país;
pero sus siervos se le acercan diciéndole: «Señor: podrá ser que el profeta
tenga razón; si hubiera pedido algo más difícil, ¿no lo hubieras hecho?
Cuanto más debes obedecerle, madándote una cosa tan fácil». A esta sugestión,
llena de buen sentido, ríndese Naamán, se lava siete veces en el Jordán y
recobra la salud, según la palabra del hombre de Dios.].
Este es el caso de muchos de aquellos que
emprenden el camino de la vida espiritual. Encuéntranse espíritus de tal
manera aferrados a su modo de ver, que se escandalizan de la sencillez del plan
divino; sin embargo de ello, tal escandalo no está exento de peligro. Estas
almas, que no llegan a comprender el misterio de Cristo, se pierden en una
infinidad de detalles. fatigándose con frecuencia en un trabajo sin consuelo.
¿Por qué? Porque todo cuanto el ingenio humano puede crear para nuestra vida
interior no sirve de nada si no cimentamos el edificio sobre Cristo. «Nadie
puede establecer otro fundamento que el que ya ha sido establecido, es decir:
Jesucristo» (1Cor 3,11).
Esto nos explica el cambio que a veces se
opera en ciertas almas. Han vivido años enteros de una manera estrecha, con
frecuencia deprimidas, casi nunca contentas encontrando sin cesar nuevas
dificultades en la vida espiritual; pero un día Dios les ha dado la gracia de
comprender que Cristo lo es todo para nosotros, que es el Alfa y Omega
(Ap 22,13), que fuera de El nada tenemos, que en El lo tenemos todo, y
que todo lo resume en sí. A partir de ese momento, todo varía, por decirlo así,
en esas almas; sus dificultades se desvanecen como las sombras de la noche a la
luz del sol naciente. Desde que nuestro Señor, «el verdadero sol de nuestra
vida» (Mal 4,2), ilumina plenamente a esas almas, las fecunda; ya pueden
respirar a pleno pulmón, progresan y producen grandes frutos de santidad.
Sin duda las pruebas no faltarán en la vida
de esas almas; frecuentemente constituirán el tributo pagado por ese
perfeccionamiento interior -porque de ese modo la colaboración con la gracia
divina será más vigilante y generosa-; pero todo lo que encoge el corazón,
detiene el vuelo y es causa de desaliento, desaparece; el alma vive en la luz,
«se dilata»: «He andado presuroso por el camino de tus mandatos cuando
ensanchaste mi corazón» (Sal 118,32); simplifícase su vida; llega a
comprender la insuficiencia de los medios que para su uso personal ha imaginado
y ha renovado sin cesar, exigiendo que fueran como los puntales de su propio
edificio espiritual: y logra, finalmente, conocer la verdad de estas palabras:
«Si Tú, oh Señor, no edificas tu morada en nosotros, nosotros nunca podremos
levantar una habitación digna de Ti» (Sal 126,1). En Cristo, y no en sí
misma, busca la fuente de su santidad, sabe que esa santidad es sobrenatural en
su principio, en su naturaleza y en su fin, y que los tesoros de santificación
se hallan como amontonados en Jesús para que nosotros, tomándolos de El,
participemos de ellos, y comprende entonces que no puede ser rica sino con las
riquezas de Cristo.
Esas riquezas, según la palabra de San Pablo,
son insondables (Ef 3,8). Jamás llegaremos a agotarlas, y cuanto de
ellas digamos, quedará siempre muy por debajo de las alabanzas que se merecen.
Hay, sin embargo, tres aspectos del misterio
de Cristo que es necesario considerar cuando hablamos de nuestro Señor como
fuente de nuestra santificación. Tomamos esta idea de Santo Tomás, príncipe
de los teólogos, que la trae al exponer su doctrina sobre la causalidad
santificadora de Cristo [STh III, 1. 24, arts. 3 y 4; q.48, a.6; q.50, a.6;
q.56, a.1, ad 3 y 4].
Cristo es a la vez la causa ejemplar, la causa
meritoria, la causa eficiente de nuestra santidad. Cristo es el modelo uníco
de nuestra perfección, el artífice de nuestra redención, el tesoro infinito
de nuestras gracias, la causa eficiente de nuestra santificación.
Estos tres puntos resumen admirablemente lo
que vamos a decir del mismo Cristo como vida de nuestras almas.
La gracia es, efectivamente, el principio de esta vida sobrenatural de hijos
de Dios, que constituye el fondo y sustancia de toda santidad. Pues bien; esta
gracia se encuentra plenamente en Cristo, y todas las obras que la gracia nos
hace realizar tienen su ejemplar en Jesús, además, Cristo nos ha merecido esta
gracia por las satisfacciones de su vida, de su pasión y de su muerte;
finalmente, Cristo produce por sí mismo esa gracia en nosotros mediante los
sacramentos, y por el contacto que con El tenemos en la fe.
Pero tan ricas y fecundas son estas verdades,
que debemos contemplarlas cada una en particular. En esta conferencia,
consideraremos a nuestro Señor como nuestro modelo divino en todas las cosas,
como el ejemplar de la santidad a que debemos aspirar. La primera cosa que hemos
de considerar es el fin cuya realización perseguimos, y una vez comprendido
este fin, deduciremos en seguida qué medios son los más indicados para
alcanzarle.
1. Necesidad de conocer a Dios, para unirse
a El: Dios se revela a nosotros en su Hijo Jesús: «Quien le ve, ve a su Padre»
Acabamos de ver que nuestra santidad no es más
que una participación de la santidad divina: somos santos si somos hijos de
Dios, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción
sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos
muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que
advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una
perfección cualquiera, sino «como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los
hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.
Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo
podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim
6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo
podremos, pues, reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es
imposible ver?
Una frase de San Pablo nos da la respuesta
(2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo».
Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de
Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a
los hombres, porque le conoce como El es conocido: «El Padre no es conocido de
nadie sino del Hijo y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo» (Mt
11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos
dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo»
(Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.
Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre?
-Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por
El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión
humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas
terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante
treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser
imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca
pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre
los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su
vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer
lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y
contemplar a Dios en Jesús.
Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en
medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de
recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había
hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados,
deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos
al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «¡Cómo! ¿yo
estoy en medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe,
"quien a mí me ve, ve a mi Padre"» (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la
revelación de Dios, de su Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa;
y quien a El mira, ve la revelación de Dios.
Cuando contempláis a Cristo, rebajándose
hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi
Padre». -Cuando veis al adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el
taller humilde hasta la edad de treinta años, repetid estas palabras: «Quien
le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a
Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes,
curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la
Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos,
escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Estas son otras
tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones
divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la
naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender
lo que es el amor divino?- Es un abismo, que sobrepuja a cuanto nosotros podemos
comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el
Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib.
5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su
vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la
grandeza del amor de Dios.
Así sucede con cada uno de los atributos de
Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que
adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». Si alguno me
ama y me recibe en mi humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también,
me manifestaré a él en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib.
14,21).
«La Vida ha sido manifestada, escribe San
Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos
la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí
abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios,
no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión
humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me
ve, ve a mi Padre».
2. Cristo, nuestro modelo en su persona:
Dios perfecto; Hombre perfecto; la gracia, signo fundamental de semejanza con
Cristo, considerado en su condición de Hijo de Dios
Pero, ¿cómo y en qué orden de cosas
Jesucristo, el Verbo encarnado, es nuestro modelo, nuestro ejemplar?
Cristo es modelo de dos maneras: En su persona
y en sus obras; en su condición de Hijo de Dios, y en su actividad humana,
porque es a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre, Dios perfecto y hombre
perfecto.
Cristo es Dios, Dios perfecto.
Trasladémonos con la imaginación a la Judea
del tiempo de Cristo. Ha cumplido ya una parte de su misión enseñando y
realizando las «obras de Dios» (Jn 9,4). Helo aquí después de un día de
correrías apostólicas, apartado de la turba, rodeado únicamente de sus discípulos.
De pronto les pregunta: «¿Qué dicen los hombres de mí?» -Los discípulos se
hacen eco de todos los rumores esparcidos en el pueblo. «Maestro, se dice que
eres Juan Bautista, o Elías, o Jeremías, o alguno de los Profetas». -«Pero
vosotros responde Jesús, ¿quién decís que soy yo?»- Entonces Pedro, tomando
la palabra, le dice: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo». Y nuestro Señor,
confirmando el testimonio de su Apóstol, le contesta: «Bienaventurado eres tú,
Pedro, porque no has llegado a conocer lo que soy por una intuición natural,
sino que te lo ha revelado mi Padre» (Mt 16,16).
Cristo es, pues, el Hijo de Dios, «Dios
nacido de Dios luz nacida de la luz, Dios verdadero salido del Dios verdadero»,
como reza nuestro Credo. Cristo, dice San Pablo no creyó que era una
usurpación por su parte el considerarse igual al Padre (Fil 2,6).
Por otra parte, la voz del Padre Eterno se
hizo escuchar por tres veces y las tres para glorificar a Cristo, proclamándole
su Hijo, el Hijo de sus complacencias, el órgano de sus oráculos: «Este es mi
Hijo muy querido, en quien me complazco; oídle» (Mt 17,5; +3,17. Jn 12,28).
Postrémonos en tierra como los discípulos que oyeron en el Tabor esta voz del
Padre; repitamos con Pedro, inspirado del cielo: «Sí, Tú eres el Cristo, el
Verbo encarnado, verdadero Dios, igual a tu Padre, Dios perfecto, que tiene
todos los atributos divinos; Tú eres, oh Jesús, como tu Padre y con el Espíritu
Santo el Omnipotente y el Eterno; Tú eres el Amor infinito, yo creo en Ti y te
adoro, Señor mío y Dios mío».
Hijo de Dios, Cristo es también Hijo del
hombre, hombre perfecto [perfectus homo].
El Hijo de Dios se hizo carne; continuó
siendo lo que era, pero se unió a una Naturaleza humana, completa como la
nuestra, íntegra en su esencia, con todas sus propiedades naturales; Cristo
nació, como todos nosotros, «de una mujer» (Gál 4,4), pertenece auténticamente
a nuestra raza. Con frecuencia se llama en el Evangelio «El Hijo del Hombre»;
«Ojos de carne le vieron, y manos humanas le tocaron» (1Jn 1,1). Y aun el día
siguiente de su resurrección gloriosa, hace experimentar al apóstol incrédulo
la realidad de su naturaleza humana: «Palpad y ved, porque los espíritus no
tienen carne ni huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,39). Tiene, como
nosotros, un alma creada directamente por Dios; un cuerpo formado en las entrañas
de la Virgen; una inteligencia que conoce, una voluntad que ama y elige; todas
las facultades que nosotros tenemos: la memoria, la imaginación; tiene
pasiones, en el sentido filosófico, elevado y noble de la palabra, en un
sentido que excluye todo desorden y toda flaqueza; pero estas pasiones se hallan
en El enteramente sometidas a la razón, sin que puedan ponerse en movimiento
sin un acto de su voluntad [La Teología las llama propasiones, a fin de
indicar con este término especial su carácter de trascendencia y de pureza.].
Su naturaleza humana es, pues, del todo semejante a la nuestra, a la de sus
hermanos, dice San Pablo: «Era preciso que se asemejase en todo a sus hermanos»
(Heb 2,17), excepto en el pecado (ib. 4,15), Jesús no conoció ni el
pecado ni nada de lo que es fuente o consecuencia del pecado: la ignorancia el
error, la enfermedad, cosas todas indignas de su perfección, de su sabiduría,
de su dignidad y de su divinidad.
Pero nuestro Divino Salvador quiso padecer
durante su vida mortal nuestras flaquezas; todas las que eran compatibles con su
santidad.- El Evangelio nos lo muestra claramente, nada hay en la naturaleza del
hombre que Jesús no haya santificado. Nuestros trabajos, nuestros
padecimientos, nuestras lágrimas, todo lo ha hecho suyo. Miradle en Nazaret:
durante treinta años pasa su vida en un trabajo oscuro de artesano, hasta el
punto de que cuando comienza a predicar, sus compatriotas se admiran porque
nunca le han conocido más que como hijo del carpintero: «¿De dónde le vienen
a éste todas estas cosas? ¿Acaso no es hijo de un carpintero?» (Mt 13,55-56).
Nuestro Señor quiso sentir el hambre como nosotros, después de haber ayunado
en el desierto, tuvo hambre (ib. 4,2). Padeció también la sed: ¿Acaso
no pidió de beber a la samaritana? (Jn 4,7), ¿acaso no exclamó en la cruz: «Tengo
sed» (Jn 19,28).- Experimentó como nosotros la fatiga; los largos viajes a
través de Palestina fatigaban sus miembros, cuando junto al pozo de Jacob pidió
agua para calmar su sed, San Juan nos dice que estaba fatigado. Era la hora de
mediodía, después de haber caminado largo tiempo, se sienta rendido al margen
del pozo (ib. 4,6). Así, pues, según lo hace notar San Agustín en el
admirable comentario que nos dejó de esta escena evangélica: «El que es la
fuerza misma de Dios se halla abrumado de cansancio» (Tract in Joan.,
15). El sueño cerró sus párpados; dormía en la nave cuando se levantó la
tempestad: «El en cambio dormía» (Mt 8,24), y dormía verdaderamente, de tal
manera que sus discípulos, temiendo que los tragasen las olas furiosas,
tuvieron necesidad de despertarlo.- Lloró sobre Jerusalén su patria a la que
amaba a pesar de su ingratitud; el pensamiento de los desastres que después de
su muerte habían de venir sobre ella le arranca lágrimas amargas y frases
llenas de aflicción: «¡Si tú conocieses por lo menos en este día lo que
puede atraerte la paz!» (Lc 19,41 y sig.). Lloró a la muerte de su amigo Lázaro
como nosotros lloramos por aquellos a quienes amamos, hasta el punto de que los
judíos testigos de este espectáculo se decían: «Ved cómo le amaba» (Jn
11,36). Cristo derramaba lágrimas, no sólo porque convenía, sino porque tenía
conmovido el corazón; lloraba a su amigo, y sus lágrimas brotaban del fondo de
su alma. Varias veces se dice también en el Evangelio que su corazón estaba
conmovido por la compasión (Lc 7,13; Mc 8,2; +Mt 15,32). ¿Qué más?
Experimentó también sentimientos de tristeza, de tedio, de temor (Mc 14,33; Mt
26,37).
En su agonía cuando estaba en el Huerto de
los Olivos su alma quedó abrumada por la tristeza (Mt 26,38) y la angustia
penetró en ella hasta el punto de hacerle lanzar grandes gritos (Heb 5,7).
Todas las injurias, todos los golpes, todos los salivazos, todas las afrentas
que llovieron sobre El durante su Pasión, le hicieron padecer inmensamente, las
burlas, los insultos, no le dejaban insensible, por el contrario, cuanto más
perfecta era su naturaleza, más delicada y más grande era su sensibilidad. Vióse
abismada en el dolor.- En fin, después de haber tomado sobre sí todas nuestras
debilidades, después de haberse mostrado verdaderamente hombre y semejante a
nosotros en todas las cosas, quiso padecer la muerte como los demás hijos de Adán:
«E inclinada la cabeza entregó su espíritu» (Jn 19,30).
Vemos, pues, que Jesucristo es nuestro modelo
como Hijo de Dios y como Hijo del hombre al mismo tiempo. Pero lo es sobre todo
como Hijo de Dios: esta condición de hijo de Dios es lo que en El hay de
radical y fundamental; en eso ante todo debemos parecernos a El.
Mas ¿cómo podremos asemejarnos a El en esto?
La filiación divina de Cristo es el tipo de
nuestra filiación sobrenatural, su condición, su «ser» de Hijo de
Dios es el ejemplar del estado a que debe elevarnos la gracia santificante.
Cristo es Hijo de Dios por naturaleza y por derecho, en virtud de la unión del
Verbo eterno con la naturaleza humana. [Es lo que se llama en Teología la
gracia de unión, en virtud de la cual una naturaleza humana ha sido escogida
para ser unida de una manera inefable a una persona divina, el Verbo, y hacer de
ella la humanidad de un Dios. Esta gracia es única y no se encuentra más que
en Jesucristo]. Nosotros lo somos por adopción y por gracia, pero realísimamente
y con un título muy verdadero. Cristo tiene, además, la gracia santificante;
la posee plenamente; a nosotros fluye de esta plenitud con mayor o menor
abundancia, pero la gracia de que está saturada el alma creada de Jesús es
sustancialmente la misma que nos deifica a nosotros. Santo Tomás dice que
nuestra filiación divina es una semejanza de la filiación eterna [quædam
similitudo filiationis æternæ.
I, q.22, a.3].
Tal es la manera primordial y sobreeminente
como Jesucristo es nuestro ejemplar: en la Encarnación es constituido por
derecho Hijo de Dios, nosotros debemos llegar a serlo por la participación de
la gracia que sale de El y que, deificando la sustancia de nuestra alma, nos
eleva al rango de hijos de Dios; éste es el rasgo primero y esencial de la
semejanza que debemos tener con Jesucristo el que es la base y condición de
toda nuestra actividad sobrenatural. Si no poseemos en nosotros como condición
previa, esta gracia santificante, que es el signo fundamental de
semejanza con Jesús, el Padre Eterno no nos reconocerá por suyos, y
todo lo que hagamos en nuestra existencia, sin esa gracia, no tendrá ningún mérito
en orden a hacernos participar de la herencia eterna: no seremos coherederos de
Cristo si no llegamos a ser sus hermanos por la gracia [O si cognovisses Dei
gratiam per Iesum Christum Dominum Nostrum ipsamque eius Incarnationem, qua
hominis animam corpusque suscepit, summum esse exemplum gratiæ videre
potuisses! San Agustín, De Civit. Dei X,29.].
3. Cristo nuestro modelo en sus obras y
virtudes
Cristo es también modelo por sus obras.
Ya hemos visto con cuánta verdad fue hombre
y sería menester decir también con cuánta verdad obró cómo hombre.
También en esto es nuestro Señor para
nosotros un modelo acabado, y al mismo tiempo accesible, de toda santidad;
practicó en grado incomparable todas las virtudes que pueden adornar la
naturaleza humana o al menos todas aquellas que eran compatibles con su
naturaleza divina.
Bien sabéis que, con la gracia santificante,
el alma de Cristo recibió el cortejo magnífico de las virtudes y de los dones
del Espíritu Santo; estas virtudes brotaban de la gracia como de una fuente, y
se exteriorizaban en toda su perfección durante la existencia de Jesús.
Cierto, no tuvo la fe; esta virtud teologal no
se da más que en el alma que no goza todavía de la visión de Dios; el alma de
Cristo contemplaba a Dios cára a cara, no podía, por tanto, creer en el Dios a
quien veía; pero sí tuvo esa sumisión de voluntad que es necesaria a la
perfección de la fe, esa reverencia, esa adoración de Dios, verdad primera e
infalible; esa disposición existía en el alma de Cristo en grado muy elevado.
Jesucristo no tenía tampoco, propiamente
hablando, la virtud de la esperanza: no le era posible esperar lo que ya poseía.
La virtud teologal de la esperanza nos hace suspirar por la posesión de Dios, dándonos
al mismo tiempo la confianza de recibir las gracias necesarias para poder
conseguirla. El alma de Cristo estaba llena de la Divinidad, merced a su unión
con el Verbo, y no podía, por tanto, tener esa esperanza. La esperanza no existía
en Cristo sino en cuanto que podía desear, y deseaba, efectivamente, la
glorificación de su santa humanidad, la gloria accidental que debía disfrutar
después de su Resurrección: «Padre glorifícame» (Jn 17,5). Esta gloria la
tenía ya en sí, como en germen y raíz, desde el momento de la Encarnación;
consintió que apareciera un instante en su transfiguración en el monte Tabor,
pero su misión entre los hombres le obligaba a encubrir ese esplendor hasta
después de su muerte. También había ciertas gracias que Jesús pedía a su
Padre; así, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro le vemos dirigirse al
Padre con la más absoluta confianza: «Padre, sé que siempre me escuchas» (ib.
11,42).
En cuanto a la caridad, la practicó en su
grado más sublime. El corazón de Cristo es una inmensa hoguera de amor. El
gran amor de Cristo es el amor que tiene a su Padre: toda su vida puede
resumirse en estas palabras: «No busco sino lo que agrada a mi Padre».
Meditemos durante la oración estas palabras;
sólo por medio de la oración podremos desvelar el misterio que encierran. Ese
amor inefable, esa tendencia que orienta el alma de Jesucristo hacia su Padre,
es la consecuencia necesaria de su unión hipostática. El Hijo pertenece todo
«a su Padre», como dicen los teólogos; aquí está su esencia, si así puedo
expresarme; la santa humanidad es arrastrada por esa corriente divina; ha
llegado a ser, por la Encarnación, la propia humanidad del Hijo de Dios, y, por
tanto, toda entera, toda, es de Dios; de aquí que la disposición fundamental,
el sentimiento radical y habitual del alma de Cristo es necesariamente éste: «Yo
vivo para mi Padre, amo a mi Padre» (Jn 15,31), y porque ama a su Padre, Jesús
se entrega a su voluntad; su primer acto, al entrar en este mundo, es un acto de
amor hacia El: «Oh Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,7).
Puede decirse que toda su existencia sobre la tierra no es más que la expresión
continua de ese acto inicial; durante su vida, repite continuamente que su
alimento es hacer la voluntad de su Padre (Jn 4,34); por eso cumple siempre
cuanto a su Padre agrada (ib. 8,29). Todo cuanto su Padre decretó sobre
El lo realizó hasta la última iota (es decir, hasta el menor detalle)
(Mt 5,18); finalmente, el amor de su Padre es el que le hizo obediente hasta la
muerte de Cruz. «Para que conozca el mundo que amo al Padre, obro así» (Jn
14,31). No lo olvidemos; si Jesucristo pudo decir que «no hay amor más grande
que el que da su vida por sus amigos» (ib. 15,13) . Si es de fe que murió
«por nosotros y por nuestra salud» también es verdad que ante todas las cosas
dio su vida por amor a su Padre; amándonos, ama a su Padre, y en su Padre nos
ve y nos encuentra; éstas son sus propias palabras: «Ruego por ellos, porque
son tuyos» (Jn 17,9).
Sí, Cristo nos ama, porque nosotros somos
hijos de su Padre, y le pertenecemos. Nos ama con un amor inefable que supera
cuanto podemos sospechar, de tal manera que cada uno de nosotros puede decir con
San Pablo: «Me amó y porque me amó se entregó por mí» (Gál 2,20).
Nuestro Señor poseía también todas las demás
virtudes: la dulzura y la humildad: «aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón» (Mt 11,29); el Señor, en cuya presencia se dobla toda rodilla en el
cielo y en la tierra, se postra delante de sus discípulos para lavarles los
pies. La obediencia: se sometió a su madre y a San José; una frase del
Evangelio resume su vida oculta en Nazaret: «Y les estaba sujeto» (Lc 2,51);
obedece a la Ley mosaica; acude asiduamente a las reuniones del Templo, sujétase
a los poderes legítimamente establecidos, declarando que hay que «dar al César
lo que es del César» (Mt 22,21), empezando por pagar El mismo el tributo. La
paciencia: ¿Cuántos testimonios no nos dio, sobre todo durante su dolorosa
Pasión? Su misericordia infinita con los pecadores: Recibe con bondad a la
samaritana, a María Magdalena; Buen Pastor, corre en busca de la oveja
extraviada y la vuelve al redil. Está lleno de un celo ardiente por la gloria y
los intereses de su Padre; ese celo es el que le hace arrojar del templo a los
vendedores y lanzar los anatemas sobre la hipocresía de los fariseos. Su oración
es continua: «Pasaba la noche en oración» (Lc 6,12). ¿Quién podrá decir lo
que era este trato a solas del Verbo encarnado con su Padre, y el espíritu de
religión y de adoración que le animaba?
En El, pues, florecen a su tiempo todas las
virtudes, para gloria de su Padre y provecho nuestro.
Bien sabéis que los antiguos Patriarcas,
antes de dejar la tierra, daban a su hijo primogénito una bendición solemne,
que era como la prenda de las prosperidades celestiales para sus descendientes.-
Pues bien, en el Génesis leemos que el patriarca Isaac, antes de dar esa
bendición solemne a su hijo Jacob, le abrazó, y al respirar el aroma que
exhalaban sus vestidos, exclamó en el éxtasis de su alegría: «He aquí el
aroma que derrama mi hijo como el olor de un campo fecundo que ha bendecido el
Señor» (Gén 27). Y al punto, todo alborozado, pidió para su hijo las más
opulentas bendiciones de lo alto: «¡Dios te conceda el rocío del cielo; con
la fecundidad de la tierra, te conceda abundancia de pan y vino, los pueblos te
sirvan, las naciones se postren ante ti sé señor de tus hermanos... el que te
maldiga sea maldito y sea bendito el que te bendiga!» (Gén 27,28-29). Esta
escena es una imagen del arrobamiento que siente el Padre al contemplar la
humanidad de su Hijo Jesús y de las bendiciones espirituales que derrama sobre
aquellos que permanecen unidos a El. El alma de Cristo, semejante a un campo
esmaltado de flores, está adornada de todas las virtudes que embellecen la
naturaleza humana.
Dios es infinito, y como tal, tiene exigencias
infinitas; sin embargo, la más sencilla de las acciones de Jesús era objeto de
las complacencias de su Padre. Cuando Jesucristo trabajaba en el pobre taller de
Nazaret, cuando conversaba con los hombres o tomaba la comida con sus discípulos
-cosas todas bien sencillas en apariencia-, su Padre le miraba y decía: «He
aquí a mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias» (Mt 3,17), y
añadía: «Oídle (ib. 17,5), es decir, contempladle para imitarle: El
es vuestro modelo, seguidle: El es el camino y Nadie llega hasta Mí sino por
El, nadie participará de mis bendiciones sino en El (Ef 1,3), porque yo le he
dado la plenitud, así como le he destinado las naciones de la tierra por
herencia» (Sal 2,8). ¿Por qué se complacía el Padre eterno infinitamente en
Jesús? -Porque Cristo lo hacía todo perfectísimamente y sus actos eran la
expresión de las más sublimes virtudes; mas, sobre todo, porque todas las
acciones de Cristo, sin dejar de ser en sí acciones humanas, eran divinas por
su principio.
«¡Oh Cristo Jesús, lleno de gracia y modelo
de todas las virtudes, Hijo muy amado en quien el Padre tiene sus complacencias,
sed el único objeto de mi contemplación y de mi amor; mire yo cuanto pasa
"como si fuese inmundicia" (Fil 3,8) para no poner mi alegría sino en
Ti; procure sólo imitarte, para ser, por Ti y contigo, agradable al Padre en
todas las cosas».
4. Nuestra imitación de Cristo se realiza:
a) por la gracia; b) por esa disposición fundamental de dirigirlo todo a la
gloria de su Padre.
«Christianus alter Christus»
Al recorrer el Evangelio de San Juan, se
advierte la insistencia con que repite Jesucristo: «Mi doctrina no es mía»
(Jn 7,16). «El Hijo nada puede hacer por sí mismo» (ib. 5,19) «yo
nada puedo hacer por mí mismo» (ib. 5,30). «Yo nada hago por mi mismo»
(ib. 8,28).
¿Quiere esto decir que Jesucristo no tenía
ni inteligencia, ni voluntad, ni actividad humanas? -De ninguna manera; pensarlo
sería una herejía; pero como la humanidad de Jesús estaba hipostáticamente
[palabra griega que significa «por unión personal»] unida al Verbo, en Cristo
no había ninguna persona humana a que estas facultades pudieran adherirse; no
había en El más que una sola persona, la del Verbo, que lo hace todo en unión
con su Padre; todo en Cristo dependía de un modo absoluto de la divinidad; todo
en El emanaba de la actividad de la única persona que en El había, la del
Verbo; y esta actividad, aun cuando era inmediatamente realizada por la
naturaleza humana, era divina en su raíz y en su principio; por eso el Padre
Eterno hallaba en ella una gloria infinita y la hacía el objeto de todas sus
complacencias.
¿Pero podemos nosotros imitar esto? -Sí,
puesto que por la gracia santificante participamos de la filiación divina de
Jesús; por ella es elevada soberanamente, y como divinizada en su principio,
toda nuestra actividad. No es necesario decir que en el orden del ser,
nosotros conservamos siempre nuestra personalidad; permanecemos por
naturaleza puras criaturas humanas; nuestra unión con Dios mediante la gracia,
por muy íntima y estrecha que llegue a ser, no pasa de una unión accidental,
no sustancial, pero cuanto más se eclipse nuestra personalidad frente a la
Divinidad, en orden a la actividad, tanto más perfecta será esa
union.
Si queremos que nada se interponga entre Dios
y nosotros, que nada impida nuestra unión con El, que las bendiciones divinas
desciendan sobre nuestra alma, no solamente hemos de renunciar al pecado, a la
imperfección, sino también despojarnos de nuestra personalidad, en cuanto
constituye un obstáculo a la unión perfecta con Dios. Representa un
obstáculo cuando nuestro propio juicio, nuestra propia voluntad, nuestro amor
propio, nuestras suspicacias, nos hacen pensar y obrar de una manera que no es
la del Padre celestial. Creedme, nuestras faltas de flaqueza, nuestras miserias,
la esclavitud en que estamos respecto de las cosas humanas, impiden
infinitamente menos nuestra unión con Dios, que esa actitud habitual del alma
que desea, por decirlo así, guardar en todo la propiedad de su actividad.
Debemos, pues, no aniquilar nuestra personalidad -lo cual ni sería posible ni
agradable a Dios-, sino hacerla capitular, por decirlo así, de una manera
incondicional, ante la divina majestad; debemos ponerla a los pies de Dios y
pedirle que sea, por su Espíritu, como lo fue para la humanidad de Cristo, el
motor primero de todos nuestros pensamientos, de todos nuestros sentimientos, de
todas nuestras palabras, de todas nuestras acciones, de toda nuestra vida [Orígenes,
Homil.
II,
in XV, Mt.].
Cuando un alma llega a despojarse de todo
pecado, de todo apego a sí misma y a la criatura; a destruir en ella, en cuanto
es posible, todos los móviles puramente naturales y humanos, para entregarse
completamente a la acción divina; a vivir en una dependencia absoluta de Dias,
de su voluntad, de sus mandamientos, del espíritu del Evangelio, a dirigirlo
todo al Padre celestial, entonces puede decir: «Dios me guía» (Sal 22,1); «todo
en mí viene de El, estoy entre sus manos». Esa alma ha llegado a la imitación
perfecta de Cristo, de tal manera que su vida es la reproducción misma de la
vida de Jesucristo: «Vivo yo, mas no yo, porque vive en mí Cristo» (Gál
2,20), Dios la guía y la gobierna, todo en ella se mueve bajo el impulso
divino; posee ya la santidad, que no es otra cosa que la imitación la más
perfecta posible de Jesucristo en su ser, en su condición de Hijo de
Dios, así como en su disposición habitual de consagrar enteramente a su Padre
su persona y su actiidad.
No pensemos que sea presunción de nuestra
parte querer realizar un ideal tan sublime, no, es el deseo mismo de Dios, es su
pensamiento eterno sobre nosotros: «Nos ha predestinado a ser semejantes a la
imagen de su Hijo» (Rm 8,29). Cuanto más conformes nos hagamos a su Hijo, más
nos amará el Padre, porque entonces estaremos más unidos a El [+San Ambrosio, in
Psalm. CXVIII, serm. 22]. Cuando ve un alma completamente transformada en su
Hijo, rodéala de una protección especialísima y de los cuidados más atentos
de su providencia; cólmala de sus bendiciones, sin poner nunca límites a la
comunicación de sus gracias. Este es el secreto de las larguezas de Dios.
¡Oh!, agradezcamos a nuestro Padre celestial
el habernos dado a su Hijo Jesucristo como modelo, de manera que no tengamos más
que mirarlo, para saber lo que debemos hacer: «Oídle». Cristo nos ha dicho:
«Os he dado ejemplo para que hagáis lo que me habéis visto hacer» (Jn
13,15). Nos ha trazado un modelo para que sigamos sus huellas (1Pe 2,21). Es el
único camino que hay que seguir: «Yo soy el camino» (Jn 14,6); el que le
sigue, no anda en tinieblas, sino que llega a la luz de la vida; he aquí el
modelo que nos revela la fe, modelo trascendente y al mismo tiempo accesible: «Mira
y reproduce el modelo» (Ex 25,40).
El alma de nuestro Señor contemplaba a toda
hora la esencia divina; con la misma mirada veía el ideal que Dios concebía
para el género humano y cada una de sus acciones era la expresión de ese
ideal. Levantemos, pues, los ojos, pongamos todo nuestro empeño en conocer más
y más a Jesucristo, en estudiar su vida en el Evangelio, en seguir sus
misterios en el orden admirable establecido por la Iglesia misma en el proceso
litúrgico, desde Adviento hasta Pentecostés; abramos los ojos de nuestra fe y
vivamos de manera que reproduzcamos en nosotros los rasgos de ese ejemplar y
conformemos nuestra existencia con sus palabras y sus actos. Ese modelo es
divino y visible, nos muestra a Dios, obrando en medio de nosotros y
santificando en su humanidad todas nuestras acciones, aun las más ordinarias,
todos nuestros sentimientos, aun los más íntimos, todos nuestros pesares, aun
los más profundos. Contemplemos este modelo llenos de fe.- A veces nos vemos
tentados de envidiar a los contemporáneos de Jesús que tuvieron la dicha de
verle, de seguirle y de oírle. Pero la fe nos le hace ver también presente con
una presencia no menos eficaz para nuestras almas. Cristo mismo nos lo dijo: «Bienaventurados
los que creen en Mí sin haberme Visto» (Jn 20,29). Y es que quiso darnos a
entender que no es menos ventajoso para nosotros permanecer en contacto con Jesús
por la fe, que haberle visto corporalmente. Aquel a quien vemos vivir y obrar
cuando leemos el Evangelio, o cuando celebramos sus misterios, es el mismo Hijo
de Dios. Tratándose de Cristo, todo lo hemos dicho al afirmar: «Tú eres el
Hijo de Dios vivo». He aquí el aspecto fundamental del divino modelo de
nuestras almas. Contemplémosle, no con una contemplación abstracta, teórica,
superficial, fría, sino con una contemplación amorosa, atenta a captar todos
sus rasgos, para reproducirlos en nuestra existencia. Contemplemos sobre todo
esta disposición radical y primordial de Cristo a vivir todo entero para su
Padre, y hagamos que sea la nuestra. Toda su vida puede resumirse en este rasgo
único: Todas las virtudes de Cristo son efecto de esa «polarización» de su
alma hacia el Padre, y esa orientación no es más que el fruto de la unión
inefable, por virtud de la cual, en Jesús, toda su humanidad es arrastrada por
el empuje divino que lleva el Hijo hacia su Padre.
Esto es lo que hace propiamente al cristiano;
participar primeramente por la gracia santificante de la filiación
divina de Cristo, es decir, la imitación de Jesús, en su condición de Hijo de
Dios; y después reproducir por nuestras virtudes los rasgos de ese
arquetipo único de perfección, esto es, la imitación de Jesús en sus
obras.- Todo esto nos lo indica San Pablo al decirnos que debemos «formar a
Cristo en nosotros» (Gál 4,19; Ef 4,13); que «debemos revestirnos de Cristo»
(Rm 13,14), que debemos «imprimir en nosotros la imagen de Cristo» (1Cor
15,49).
«El cristiano es un nuevo Cristo» [Christianus,
alter Christus]. Esta es la definición del cristiano que ha dado, si no en
los mismos términos, al menos en una expresión equivalente, la tradición
entera.- Un fiel trasunto de Cristo. «Un nuevo Cristo» porque el cristiano es
ante todas las cosas, mediante la gracia, hijo del Padre celestial y hermano de
Cristo en la tierra, para ser coheredero en el cielo: «Un nuevo Cristo» porque
tada su actividad -pensamientos, deseos, acciones- tiene su raíz en esa gracia,
para ejercitarse según los deseos, los pensamientos y los sentimientos de Jesús,
y en conformidad con sus acciones (Fil 2,5).