VII Parte

Apocalipsis de Jesucristo

«Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20)

En la prensa diaria sólo se leen noticias de cosas ya pasadas. Por eso León Bloy decía: «Cuando quiero saber las últimas noticias, leo el Apocalipsis». Atendamos, pues, a lo que hoy nos dice el ángel: «sube aquí, y te mostraré lo que va a suceder después de esto» (Ap 4,1)...

1. Tiempo de Apocalipsis

Apocalipsis de Jesucristo

En las páginas anteriores he aludido varias veces al Apocalipsis del apóstol San Juan, y es hora de que nos ocupemos más detenidamente de él, pues nos da muy altas revelaciones sobre la suerte de las Iglesias en el mundo. Este libro, en efecto, al mismo tiempo que una profecía, es una teología de la historia, y no hay otro en el Nuevo Testamento que más claramente revele cómo los cristianos se perfeccionan sufriendo al mundo con fidelidad y paciencia. En efecto, el verdadero pueblo cristiano puede decir aquello del apóstol San Pablo: «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).

Compuesto a fines del siglo I, el libro de la Revelación de Jesucristo fue escrito, en efecto, para confortar y animar a las Iglesias primeras, que ya estaban padeciendo los primeros zarpazos de la Bestia imperial romana, y que aún habían de sufrir persecuciones mayores. Ahora bien, siendo así que el mundo perseguirá siempre a la Iglesia, según asegura Jesucristo (Mt 5,11-12; Jn 15,18-21), es claro que el Apocalipsis fue escrito para asistir y orientar en las pruebas de la historia a todas las Iglesias del presente y del futuro, también a las de hoy (+Ap 2,11; 22,16.18).

«El Apocalipsis es claramente un Evangelio», «un quinto Evangelio» (Charlier II,131. 224), una buena noticia que da a los cristianos perseguidos Juan, «vuestro hermano y compañero de la tribulación, del reino y de la paciencia, en Jesús» (Ap 1,9). Por eso las bienaventuranzas jalonan este maravilloso texto revelado.

Son dichosos los que leen y guardan las palabras de este libro (1,3; 22,7), los que permanecen vigilantes y puros (16,15), los que mueren por el Señor (14,13), los que son invitados a las bodas del Cordero (19,9), y así entran en la Ciudad celeste con vestiduras limpias, para gozar ya siempre del árbol de la vida (22,14).

Aunque no pocos puntos de este libro misterioso tienen difícil interpretación, sus revelaciones fundamentales son muy claras, y sumamente importantes a la hora de situarse en el mundo según la fe, buscando la perfección evangélica. Las resumo: Desde la victoria de la Cruz, hay una oposición permanente y durísima entre Cristo y el Dragón infernal, entre la Iglesia y la Bestia mundana, a la que ha sido dado poder para perseguir en el siglo a la descendencia de la Mujer coronada de doce estrellas. No debe, sin embargo, apoderarse de los cristianos el pánico. La victoria es ciertamente de Cristo y de aquéllos que, en la fe y la paciencia, guardan su testimonio, si es preciso con sangre.

Ése es el mensaje del «Apocalipsis de Jesucristo» (1,1).

Las siete trompetas

En el corazón del Apocalipsis se halla el septenario de las trompetas (8,2-14,5). En él se contemplan los estremecimientos de la historia humana en torno a la encarnación del Hijo de Dios, su Pasión y su Resurrección.

Siete ángeles van tocando sucesivamente las siete trompetas, que designan a un tiempo calamidades terribles y acciones salvíficas de la Providencia divina. A pesar de estos sones cósmicos de las trompetas angélicas, «el resto de los hombres, que no murió en estas plagas, no se arrepintió de las obras de sus manos... No se arrepintieron de sus homicidios, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos» (9,20-21). Más aún, como se ve en el septenario de las copas, los hombres «blasfemaban de Dios a causa de sus penas, pero de sus obras no se arrepentían» (16,11; +16,9). En efecto, los hombres, aplastados por las consecuencias intrínsecas de sus propios pecados, en vez de arrepentirse, echan la culpa de esas plagas a Dios.

Pues bien, en la quinta trompeta «una estrella caída del cielo a la tierra», esto es, un demonio, «abrió el pozo del Abismo y subió del pozo una humareda como la de un horno grande, y el sol y el aire se oscurecieron con la humareda del pozo» (9,1-2). Comienza en el mundo a ser difícil para los hombres ver la realidad. Sigue a esto una plaga como de langostas, y en la sexta trompeta, una innumerable caballería misteriosa lleva la muerte a un tercio de los hombres.

En la séptima trompeta van a enfrentarse, por fin, definitivamente la cólera de Dios y las naciones encolerizadas contra Él (11,18). De una Mujer vestida de sol nace un hijo varón, Jesús, que trae un cetro de hierro, y que escapa al enorme Dragón rojo que acechaba su nacimiento. Toda la historia entonces se acelera y, con la Encarnación del Hijo divino, sufre espasmos de gozo o de horror. El Dragón, que no es sino «la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero», frustrado -en la resurrección y ascensión a los cielos- por la huída del Hijo de la Mujer, «se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (cp.12).

Así las cosas, «vi surgir del mar una Bestia» poderosísima, de doce cuernos, a la que el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío. Y «la tierra entera siguió maravillada a la Bestia», que durante cuarenta y dos meses blasfemó contra Dios. En ese tiempo se le dió «hacer la guerra a los santos y vencerlos», y se le concedió «poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación», de tal modo que su reinado vino a hacerse casi universal, pues le adoran «todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado».

¿Qué harán, pues, los cristianos fieles en medio de esta apostasía generalizada?...

«El que tenga oídos, oiga. El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a espada ha de morir. Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos». Fidelidad y paciencia. Guardar la fe verdadera, sin concesión alguna a la mentira. Participar en la paciencia de la Pasión de Cristo. Abandonarse a las penas que el mundo inflija, sean las que fueren, con un corazón firme en la esperanza: que sea lo que Dios quiera o permita. La victoria es de nuestro Dios y la de su Cristo glorioso (cp.13).

Una segunda Bestia, salida de la tierra, menos poderosa, con dos cuernos, hace de agente ideológico para la propaganda de la primera, a cuyo servicio actúa. Esta Bestia, realizando grandes señales y dotada de un poder de seducción inmenso, consigue que sean «exterminados cuantos no adoraran la imagen de la Bestia. Y hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre».

Victoria final de Cristo y de su Iglesia

Finalmente, el septenario de las trompetas se culmina en una liturgia de clausura, que expresa la victoria final de Cristo y de sus santos (14,1-5). En ella «el Cordero, de pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre inscrito en la frente», cantan «un cántico nuevo». Éstos son vírgenes, y no se han contaminado con el adulterio y la fornicación de la idolatría, sino que han guardado «el testimonio de Jesús». Han sido fieles al seguimiento del Cordero, por donde quiera que éste les llevara, a veces hasta la pérdida de todo y la muerte. No se halló la mentira en su boca, ni nunca el Dragón, el padre de la mentira, tuvo poder sobre ellos. Han vencido al mundo y a su Príncipe, y son bienaventurados, pues han sido gratuitamente «rescatados de entre los hombres como ofrenda para Dios y para el Cordero».

Resumo la exégesis de Jean Pierre Charlier: La Bestia es, sin duda, el Imperio romano, y concretamente Domiciano, que reinó del 81 al 96 (el Apocalipsis se escribió hacia el 95): «la Bestia sería este emperador que se hacía llamar Dominus et Deus», gran blasfemia, por la que se seculariza totalmente el poder civil (I,254). Pero cuando Roma pase, «habrá otra Roma que tomará inevitablemente el relevo. Por consiguiente, [la Bestia] es todo edificio político como tal, sea quien sea quien lo ejerza -Domiciano o cualquier otro- en la medida en que busca su poder, su autoridad y su trono fuera de Dios» (255). «Más allá de Roma y Domiciano, más allá del siglo I de nuestra era, éste [la Bestia] es cualquiera que haga pesar su autoridad sobre los hombres, pretendiendo guiarlos fuera de los valores del Evangelio» (256), queriendo obligarles a aceptar su marca en la mano derecha o en la frente: esto es, en la conducta o en el pensamiento.

Con todo esto se forman, inevitablemente, «dos grupos antinómicos: el que reconoce el sistema político, ideológico y económico, y, por otra parte, el que se desvincula de él para su mayor incomodidad. Los adoradores idólatras y codiciosos, y los verdaderos religiosos en espíritu y en verdad» (261). La victoria final es, ciertamente, de Dios y del Cordero, y de los fieles que han guardado la fe. «Sobre el monte Sión ya no hay Templo, sino sólo el Cordero. Ya no hay sacrificios de holocausto, sino la muchedumbre de los excluídos de la sociedad, rescatados por Dios y su Cristo, transformados en oblación suprema» (268).

La Bestia del mundo moderno

Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Imperio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época, ¿cómo nosotros, cristianos del siglo XX, no descubriremos la Bestia maligna en los Imperios ateizantes de los estados modernos que se empeñan en construir la Ciudad sin Dios?

El Imperio romano era para los cristianos un perro de mal genio, con el que se podía convivir a veces, aunque en cualquier momento podía morder, comparado con el tigre del Bloque comunista o más aún con el león poderoso de los Estados occidentales apóstatas, cifrados en la riqueza y en una libertad humana abandonada a sí misma por el liberalismo (+Ap 13,2.11). Para hacerse una idea de la ferocidad de cada una de las Bestias citadas, basta apreciar la fuerza histórica real que cada una de ellas ha mostrado para combatir y para vencer a los santos, llevándolos a la apostasía. «Por sus frutos los conoceréis»

Recordemos que los primeros apologistas cristianos -Justino, Atenágoras, Tertuliano-, en el mero hecho de componer sus apologías, todavía manifiestan una cierta esperanza de que sus destinatarios, el emperador a veces, atiendan a razones y depongan su hostilidad. Entonces, los poderosos del mundo son paganos; pero no son apóstatas. Los actuales, por el contrario, vienen de vuelta del cristianismo, y saben bien que gracias a que no creen o a que callan en la política su fe en Cristo están donde están.

Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es incomparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecución de la Iglesia, tiene muchos más cómplices, a veces de altura, entre los cristianos, y está más conscientemente determinada en hacer desaparecer de la faz de la tierra a la descendencia de Cristo.

Una Bestia herida de muerte

«¡Ay de la tierra y del mar! Porque el Diablo ha bajado a vosotras con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). En efecto, la Bestia secular, a pesar de su aparente prepotencia, está siempre condenada a una muerte más o menos próxima. No es Casa edificada sobre la roca, que es es Cristo, sino sobre la arena, y está destinada por tanto a un derrumbamiento inevitable (Mt 7,26-27).

En cambio, el Cristo glorioso del Apocalipsis se manifiesta sereno y dominador, siempre imponente y victorioso.

«Sus pies parecían como de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas; tenía en su mano derecha siete estrellas [todas las Iglesias], y de su boca salía una espada aguda de dos filos» (1,15-16). En los momentos que su providencia elige, Cristo por sus ángeles o por sí mismo derrama las copas de la ira, hiere a los paganos con la espada de su boca, captura a la Bestia, quebrando sus pies de arcilla, y la encadena por un tiempo, o la suelta por otro tiempo, o bien la arroja definitivamente con el falso profeta al lago de fuego inextinguible.

Desde los sucesos de la Cruz y la resurrección, la Bestia, a pesar de todas sus prepotencias y prestigios mundanos, está condenada a muerte, y hacia ese abismo avanza inexorablemente. Y todo esto sucede por intervenciones del Señor en la historia, pues a Él le «ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Nuestro Señor Jesucristo actúa continuamente como Salvador en la historia del mundo, y lo hace a través de sus ángeles y santos, o bien por la permisión providente de una cadena de causas malvadas, que son dejadas a su propia inercia siniestra.

En este mundo, el bien tiene bondad y belleza, y porque tiene ser, es durable. El mal, en cambio, a pesar de su aparato fascinante, apenas tiene bondad ni auténtica belleza, y su ser es tan precario, que está destinado a la muerte: nihil violentum durabile. El mal, pues, por sí mismo se encamina a la ruina. Y «la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22).

El Imperio comunista, por ejemplo, tan colosal y coherente en sí mismo, tan irreversiblemente instalado en el poder, tan capaz de durar para siempre y de apoderarse del mundo entero, tiene los pies de hierro y barro, y no es abatido a cañonazos o por la invasión de fuerzas extranjeras o por la irrupción de ejércitos celestiales, no. Dura sólamente «hasta que una piedra se desprende, sin intervención humana, y choca contra los pies de hierro y barro de la estatua, y la hace pedazos» (Dan 2,33-34.41-42; +Ap 2,27). Esto es lo que sucede en el año de gracia de 1989, reinando, como siempre, nuestro Señor Jesucristo. Y sin que ningún kremlinólogo lo hubiera previsto. A fines del 87, por ejemplo, invitados por Gorbachov, visitaron la Unión Soviética tanto fray Betto como Leonardo y Clovis Boff, grandes profetas del progresismo, que no queriendo ser los últimos cristianos, vinieron a ser los últimos marxistas. Pues bien, para los hermanos Boff aquélla era «una sociedad libre, limpia, donde uno no se siente perseguido» (sic). Si tardan un poco en salir de su pasmo admirativo y de abandonar la región, se les cae encima todo el Sistema comunista en su derrumbamiento. Tuvieron suerte.

Lo mismo ha sucedido con todos los Imperios bestiales del mundo. Y lo mismo sucederá al monstruoso Leviatán de las actuales democracias liberales. Cuando la manipulación política y la permisividad liberal, cuando la confusión y el desorden de una sociedad partida en facciones sistemáticamente hostiles entre sí, cuando el abuso, la corrupción, la lujuria y la falta de hijos, lleven a ciertos límites la degradación de las naciones antes cristianas, y cuando a pesar de éstas y otras plagas que apenas podemos imaginar hoy, los hombres persistan en sus pecados y, más aún, «blasfemen contra Dios a causa de sus dolores y llagas, pero sin arrepentirse de sus obras» (Ap 16,11; +16,9.21), entonces la Gran Babilonia se verá consumida en el incendio de sus propios vicios. Y todos los que la admiraban llorarán su ruina, eso sí, prudentemente, «desde lejos», llenos de estupor al ver cómo «de golpe» (18,21), «en una hora, ha sido arruinada tanta riqueza» (18,17). Allí una Bestia, consumida por la miseria, se derrumbó en una hora, y aquí la Otra, podrida por las riquezas, caerá también en una hora. Es igual. En uno y otro caso, la maldad da muerte al malvado.

No adorar a la Bestia

«Toda la tierra seguía maravillada a la Bestia... Y la adoraron todos los moradores de la tierra, cuyo nombre no está inscrito, desde el principio del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado» (Ap 13,3.8). En efecto, la Bestia realiza grandes signos, al tiempo que blasfema contra Cristo y persigue y vence a sus santos. Domiciano, el emperador, o el Estado sin Dios, da igual, se ha declarado Dominus et Deus, y todos han de aceptar su marca de modo público y manifiesto. Sólo así se adquiere ese libellum imperial -cédula o carnet-, sin el cual se hace imposible comprar o vender, publicar escritos o enseñar, relacionarse a niveles altos e influir socialmente.

Ante esta situación, el vidente del Apocalipsis, con apostólica solicitud y por encargo del mismo Señor, pone en guardia a los cristianos, a los de su tiempo y a los del nuestro. «Escribe lo que has visto, lo que ya es y lo que va a suceder más tarde» (Ap 1,19). «Éstas son palabras ciertas y verdaderas de Dios» (19,9; 21,5; 22,6)... ¡Cuidado! ¡Reconoced a la Bestia, dáos cuenta de que todo su poder lo ha recibido del Dragón infernal! (13,2). ¡No sucumbáis a su fascinación ni le déis culto! ¡No os fiéis de sus palabras ni promesas, que el Padre de la Mentira es su alma! ¡No temáis por lo que habéis de sufrir! (2,10). Estad seguros de que Dios tiene medido el tiempo de esta Bestia, pues sólamente «se le dió poder de actuar durante cuarenta y dos meses» (13,5). ¡Que nadie se rinda y ceda, que todos guarden fielmente la Palabra divina y el testimonio de Jesús! Y si alguno ha de ir a la cárcel o a morir a espada, no dude en ir a la cárcel o a la muerte. Ahí es donde se manifestará la paciencia y la fe de los santos (13,10).

Y el vidente, con el mismo amor con que exhorta a ser fieles a Cristo Esposo, en martirio y bodas de sangre, con el mismo amor amenaza, buscando que nadie se pierda... ¡Atención! «Si alguno adora a la Bestia y a su imagen, y acepta la marca en su frente o en su mano, tendrá que beber también del vino del furor de Dios, que está preparado, puro, en la copa de su cólera. Será atormentado con fuego y azufre delante de los santos Angeles y delante del Cordero. Y la humareda de su tormento se eleva por los siglos de los siglos. No hay reposo, ni de día ni de noche, para los que adoran a la Bestia y a su imagen, ni para el que acepta la marca de su nombre» (14,9-11; +21,8.27; 22,15).

Las pacíficas victorias de Cristo y de los suyos

Los septenarios apocalípticos de las cartas, los sellos, las trompetas, el de las copas de la ira, igual que el último de las visiones, afirman siempre con imágenes sobrecogedoras el poder invencible del Cordero degollado, que está junto al trono de Dios. Pero estas victorias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres rebeldes, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la Gran Babilonia, es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano perverso, liberando así a los que se veían oprimidos por él.

No, las victorias de Cristo no son crueles y destructoras, sino llenas de salvación y de misericordia para los hombres. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar (Jn 17). Él ha sido enviado como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las aniquila. Es significativo que en el Apocalipsis las victorias de Cristo son siempre realizadas con «la espada que sale de su boca», es decir, por la afirmación de la verdad en el mundo (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; +2Tes 2,8). En efecto, las de Cristo son victorias de la verdad y del amor, para que «donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia» (Rm 5,20).

Por eso, aunque puede leerse como un libro de grandes combates, el Apocalipsis es principalmente un libro de salvación y de gran misericordia hacia el mundo. Las victorias de Cristo son iluminación de las tinieblas, verdad que disipa mentiras, amor y bien que prevalecen sobre males abrumadores. Eso explica que, hasta llegar a las visiones deslumbrantes de la Ciudad celeste (21-22), el Apocalipsis, a cada paso, estalla en formidables liturgias de alabanza y acción de gracias, refulgentes de luz y de victoria (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19; 14,1-5; 15,1-4; 16,5-7; 19,1-8).

Tampoco los triunfos de Cristo son victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones invencibles, con grandes fuerzas y medios aplastantes, se impone con superioridad indiscutible a las fuerzas mundanas del mal. No, todo lo contrario: Cristo vence al mundo por la debilidad y la pobreza de sus fieles, que permanecen en la humildad (+1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, y ésa es también la victoria de sus apóstoles, la de los dos Testigos, y la de todos los fieles del Apocalipisis (Ap 11,1-13). Y así la Iglesia primera venció al mundo romano, como San Pablo, «muriendo cada día» (1Cor 15,31).

Por otra parte, son «las oraciones de los santos» las que provocan las intervenciones más poderosas del cielo sobre la tierra. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, elevándose a Dios por manos de los ángeles, atrae sobre todos la justicia inapelable de Cristo (Ap 5,8; 8,3-4). Más aún, los cristianos asocian a su gozosa liturgia de alabanza a todos los que de verdad son hijos de Dios, es decir, a «todos sus siervos, los que le temen, pequeños y grandes» (19,5), es decir, a todos los hombres de buena voluntad. Y así se nos revela que en la Ciudad santa de la nueva tierra se planta «la Tienda de Dios con los hombres», no sólo con los santos (21,3). Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los reyes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24; +22,2).

La victoria definitiva está próxima

En fin, a Cristo resucitado y vencedor, que es el principio y el fin, que es el que vino, viene y vendrá, que es «el que nos ama» (1,5), le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, y todo está sujeto al imperio irresistible de su cetro de hierro. No se escandalicen, pues, los fieles, arrinconados y humillados por el mundo, no pierdan el ánimo ante las persecuciones de la pobre Bestia miserable. Por el contrario, resistiéndose a la seducción de los Poderes y prestigios mundanos, logren vencer al mundo por la fe y la paciencia, guardando siempre la Palabra divina y el testimonio de Jesús.

La victoria final de Cristo está próxima. Dichosos los fieles, llamados a las bodas del Cordero (19,9), pues en la Ciudad santa de Dios ya no hay muerte ni llanto,ya que el Dios luminoso de la vida ha venido a ser todo en todas las cosas (1Cor 15,28). Pronto, muy pronto, Cristo vencerá al mundo. Es el mensaje central del Apocalipsis: «Revelación de Jesucristo... para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto» (Ap 1,1; +22,7; 2,16). «Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (3,12). «Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). Y «dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto»» (22,20).

Mientras tanto, la gran Guerra invisible

El Apocalpisis es realmente el quinto Evangelio, que tantos cristianos de hoy ignoran. En esta Revelación de Jesucristo, entre el fulgor de liturgias cósmicas y celestiales, con el alegre anuncio de las victorias de Dios omnipotente, se nos manifiesta e interpreta esa «dura batalla contra los poderes de las tinieblas que atraviesa toda la historia humana, y que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor» (Vat.II, GS 37b; +Catecismo 409).

Es difícil hablar con precisión inequívoca cuando se trata de temas históricos o morales. A pesar de todo, no me parecen acertadas las palabras de un buen profesor de teología, cuando en un artículo sobre los cristianos en la historia dice así: «La Iglesia que el Concilio Vaticano II presupone, y la que se expresa en sus documentos, es una Iglesia que se sabe enviada por Dios al mundo y que, considerando que puede darse por clausurado el período de confrontación y de defensa que caracterizó al siglo XIX, decide relanzar su tarea evangelizadora».

La confrontación entre la Iglesia y el mundo caracteriza todos los siglos de la historia de la Iglesia, especialmente los primeros y los más recientes. Y la Iglesia del siglo XX, como la de los siglos venideros, si de verdad quiere evangelizar el mundo, no puede dar por clausurado ese tiempo de confrontación «hasta que vuelva el Señor». Seguro que el citado profesor está convencido de ello, aunque en esa ocasión se expresara sin acierto.

Y en esto de los modos de hablar -dicho sea de paso- sigamos empleando el lenguaje de la Biblia y de la Tradición. Si Cristo, concretamente, hablando a las Iglesias, promete grandes premios a los «vencedores», será porque tienen que librar «un buen combate» (2Tim 4,7). No le demos más vueltas: estamos viviendo el tiempo del Apocalipsis, y no otro tiempo inventado por nuestras ideologías. Permítaseme recordar que el libro del Apocalipsis está inspirado por Dios: forma parte de la Revelación divina contenida en las Sagradas Escrituras, que, felizmente, hemos de acoger por la fe.

Urgente necesidad de elegir entre Cristo y la Bestia

Hay que elegir. Hay que elegir ya. No podemos seguir como ahora indefinidamente. La apostasía práctica no debe seguir encubierta, ignorada hasta por los mismos apóstatas. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y a sus seducciones» mundanas, hay que mostrarles la imposibilidad de seguir haciendo círculos cuadrados. No pueden seguir tantos bautizados en una situación de adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo o se amanceban abiertamente con la Bestia mundana. O son de Cristo o son del mundo.

En la predicación y en la acción pastoral, en modos provocativos, hay que agarrar ya a los cristianos por su conciencia y sacudirles, hasta ponerles en crisis. Así lo hicieron siempre los profetas, así lo hicieron Cristo y los apóstoles. No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no podemos beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios (1Cor 10,20). Hemos de elegir entre servir al mundo o al Reino. Ser del mundo o ser de Cristo. Sin más demora, hay que optar ya entre seguir a Cristo, en la fe y la paciencia, o seguir maravillados a la Bestia secular.

Recordemos en la Biblia algunas situaciones de crisis provocadas:

Josué.- Israel, siempre tentado por la idolatría a tener dioses visibles, como el becerro de oro, es sometido por Yavé a la larga cura espiritual del Éxodo, cuarenta años en el desierto, aprendiendo a servir al Invisible. Pero al entrar a poseer la Tierra Prometida, de nuevo se ve tentado por el esplendor de los cultos locales. Y el problema llega a ser tan grave, que Josué reune a todos los jefes de Israel, para ponerles de una vez ante la alternativa: «Elegid hoy a quién queréis servir, si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, o a los dioses de los amorreos... Yo y mi casa serviremos a Yavé»... El pueblo se afirma entonces en la fe de sus padres: «Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y obedeceremos su voz». Y así reafirmó Josué aquel día la alianza (Jos 24).

Elías.- Las crisis de fidelidad se multiplican en la historia del pueblo de Dios. El rey Ajab «hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían precedido» (1Re 16,30), favoreciendo la introducción de la idolatría en el pueblo de Dios. Llegan las cosas a un extremo en el que el profeta Elías, mandado por Yavé, convoca en el monte Carmelo a todo Israel, juntamente con los profetas de Baal. «»¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros cojeando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal id tras él». Pero el pueblo no respondió nada» (18,21). Esto es lo malo, que no responda nada, ni que sí ni que no. «Volvió a decir Elías al pueblo: «Sólo quedo yo de los profetas de Yavé, mientras que hay cuatrocientos cincuenta profetas de Baal». Dispone entonces el altar sobre doce piedras, el fuego de Yavé consuma el sacrificio, y finalmente el pueblo se reafirma en la alianza: «¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!» (18,39).

Cristo.- Cuando predica el sermón eucarístico del pan de vida, muchos, al oir que su cuerpo es verdadera comida, menean la cabeza: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oirlas?... Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían. Y dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros vosotros también? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,60-69). No hay otra alternativa: o los cristianos siguen a Cristo o si no, más de cerca o de lejos, «siguen maravillados a la Bestia» (Ap 13,3). No existe un campo neutral donde poder quedarse, ajeno a toda lucha: «el que no está conmigo está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30).

En las Iglesias descristianizadas de Occidente, en aquellas que, como la de Sardes, parecen estar vivas, y están muertas (Ap 3,1), la situación no puede prolongarse indefinidamente, multiplicando más y más -aunque sea sin querer- los sacrilegios, languideciendo en una enfermedad crónica, que no puede llevar sino a la muerte, y agotando a los pastores hasta acabarlos -«¿qué voy a hacer yo con este pueblo?» (Ex 17,4)-. Y si no se provoca la crisis mediante intervenciones pastorales concretas -que cada vez serán más traumáticas y más difícilmente viables-, que obliguen a las personas a definirse ante Cristo, más se irá degradando la situación eclesial, hasta un punto en que la misma degradación eclesial constituirá para los cristianos una gravísima crisis, una Gran Poda realizada por el Padre «viñador» (Jn 15,1-2)..

Lo ideal sería -¿pero es pastoralmente viable?- leer a pastores y fieles el Apocalipsis, y explicárselo en la fe de la Iglesia. A ver qué deciden.

«El que tenga oídos

oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias»

(Ap 2,29).

«Sal, pueblo mío»

¿Y qué dice el Espíritu a las Iglesias? La voz poderosa de Cristo, anunciando la inminente caída de la Babilonia del mundo, «dice desde el cielo: Sal, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4).

Esta «llamada a salir de la ciudad -entiende Charlier (II,92)- es apremiante, como lo era ya en Is 48,20; 52,11, y sobre todo en Jer 58,8 y 51,6.45. En la ciudad, difícilmente cohabitan Satanás, el Evangelio y sus respectivos fieles (+Ap 2,13). Llega un momento en que la conciudadanía ya no es posible, a menos que se llegue a ciertos compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación conflictiva, poniéndole al final un término penoso, mediante una opción decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado rebasaba los límites (Gén 19,12-14), prefigurando así la epopeya de Israel, que tuvo que salir del país de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguridad opulenta de la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para no trocar su comunión con Dios por la comunión con el pecado (sygkoinônêo). Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone rupturas con los espejismos idolátricos, que son el poder, el dinero y la cultura».

Fácilmente se comprende que religiosos y laicos habrán de responder al mandato de Cristo -salir de Babilonia- en modos diversos. Por lo demás, siempre la Iglesia ha entendido que «hay dos maneras de vivir en el siglo: corporalmente y con el afecto» (STh II-II,188, 2 ad3m). Siempre la Iglesia ha entendido que si la renuncia al mundo ha de ser en religiosos y laicos igual en la substancia, ha de ser diferente en las modalidades accidentales. Los religiosos renunciarán al mundo en afecto y en efecto; los laicos renunciarán a él siempre en afecto, y a veces, cuando haya ocasión de pecado o lastre innecesario para la caridad, también en efecto. Y así unos y otros «se conservan sin mancha en este mundo» (Sant 1,27).

En todo caso el mandato de Cristo de salir de Babilonia -fuga sæculi-, es decir, el mandato de diferenciarse del mundo en mentalidad y costumbres, se hace tanto más apremiante, lógicamente, cuanto peor y más peligrosa sea la situación espiritual de la Ciudad mundana.

 

Por eso el Cardenal Ratzinger considera que hoy «entre los deberes más urgentes del cristiano está la recuperación de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar». En efecto, «al condenar en bloque y sin apelación la fuga sæculi, que ocupa un lugar central en la espiritualidad clásica, no se ha comprendido que en aquella fuga... se huía [los religiosos] del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determinados centros de espiritualidad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente, humana».

En todo caso, «hay algo que da que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad nueva, comunitaria, abierta, no sacral, secular, solidaria con el mundo. Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encontrar de nuevo un punto de contacto con la espiritualidad antigua, aquella de la "huída del siglo"» (Informe 127).

2. Santidad de los laicos en el mundo

Aunque el tema de este capítulo es muy importante, voy a tratarlo en forma muy abreviada. En otros escritos recientes (El matrimonio en Cristo; Caminos laicales de perfección), o en otros anteriores, con José Rivera (capítulos El mundo y El trabajo en la Síntesis de espiritualidad católica), han sido desarrolladas más ampliamente estas cuestiones. Baste, pues, ahora con unas pocas observaciones (+Nota 2).

Vocación de los laicos a la santidad

A lo largo de nuestro estudio hemos podido comprobar que la Iglesia siempre ha creído en la vocación de los laicos a la santidad. De otro modo hubiera ignorado durante siglos que los cristianos están llamados a cumplir el mandamiento primero de la ley divina, ya que en «amar a Dios con todo el corazón» está la perfección cristiana suma. Y suponer tal ignorancia es un absurdo. A los datos que ya vimos más arriba, añado sólamente otro, la obra del muy leído autor jesuita Luis de la Puente (+1624), Tratado de la perfección en todos los estados de la vida del cristiano.

Otra cosa es que haya sido en el siglo XX cuando en la Iglesia se ha elaborado más ampliamente la teología y espiritualidad del laicado. Pero no debemos confundir los desarrollos teológicos y los reales. Los cristianos primeros, por ejemplo, tenían vivísima conciencia del misterio de la Iglesia, pero la eclesiología fue uno de los tratados teológicos de más tardío nacimiento, y el último de los grandes temas tratados en un Concilio ecuménico, el Vaticano II. En este sentido, afirmar que «sólo en la Iglesia del siglo XX es cuando los laicos han alcanzado su mayoría de edad» resulta completamente falso, y más cuando esa afirmación se hace en Iglesias locales en las que tres cuartos de los bautizados «no practican». Ya vimos, por otra parte, que un 25 % de los santos canonizados en la baja Edad Medio son laicos.

Libres del mundo

Los cristianos laicos han de vivir en el mundo sin ser del mundo. Pues bien, esta perfecta libertad respecto del mundo secular circundante ha de ser conquistada por varios medios, todos ellos necesarios.

-Oración. Sólamente la oración puede liberar del mundo presente, pues por ella lo transcendemos, levantando el corazón a Dios. Y en este sentido -en éste- ya «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales, y las invisibles, eternas» (2Cor 4,18; +Col 3,1-2). Sin una vida de oración asidua, es inevitable estar sujeto al mundo en pensamiento y costumbres.

-Formación doctrinal. ¿Cómo va a tener libertad del mundo quien apenas conoce la doctrina de Cristo, quien habitualmente se interesa por los diarios o escritos de palabras humanas y se desinteresa por la Palabra divina y los libros cristianos? «Ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» (1Jn 5,4).

«Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, vencido todo, os mantengáis firmes. Estad alerta, ceñíos la cintura con la verdad... tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que podáis apagar todas las flechas encendidas del malo» (Ef 6,13-16).

-Conocer la verdad del mundo. Para que los laicos estén libres del mundo, libres de su fascinación y de su engaño, deben conocer lúcidamente la realidad del mundo, sin tener miedo a discernir en él grandes males. Sencillamente, a medida que los cristianos seculares tienden sinceramente a la perfección evangélica, y a medida que van conociendo los pensamientos y caminos de Cristo, no pueden menos de ver que los pensamientos y caminos del mundo son muchas veces muy contrarios a los de Dios.

Ellos, precisamente ellos, bien metidos en la masa del mundo, conocen de cerca y con un realismo muy concreto todas las miserias del mundo secular, toda la sordidez de la vida de aquellos que andan «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Y por otra parte, ellos están muchas veces más libres de ideologías modernistas que les impidan reconocer los males del mundo moderno. Así que cuando hablan de las modas, de la televisión, del ambiente de escuelas y colegios, de las costumbres de los novios, de las playas o de los fines de semana, no se hacen ningún problema en decir, meneando la cabeza: «¡cómo está el mundo!». Lo ven en sí mismos, lo ven en sus hijos, en sus vecinos. Y por eso, cuando ven el ingenuo optimismo rousseauniano de algunos ideólogos cristianos, no pueden menos de considerarlos con pena como alienados, como personas que están en las nubes de sus ideas, que no pisan la realidad de la tierra, que no saben lo que es el mundo.

-No seguir la moda. La dictadura del presente efímero, la severa ortodoxia de la actualidad vigente, sujeta a los hijos del siglo. Por eso lo son. El discípulo de Cristo, en cambio, partiendo en todo de la originalidad permanente del Evangelio, no se siente obligado a seguir la moda del mundo, siempre cambiante. El cristiano conoce y considera las modas mundanas, que afectan en sus variaciones a todo lo humano -la distribución del tiempo, el equilibrio de lo personal y lo comunitario, la valoración de la autoridad, el número de hijos conveniente, el modo de educarlos, etc.-, pero no trata de «configurarse al siglo», como siervo de las modas, sino que es libre para hacer en todo lo más conforme a la verdad y al bien, lo más grato a Dios (Rm 12,1-2).

-Libertad del mundo. Entienden bien estos laicos - en la medida en que buscan sinceramente la santidad-, que no podrán ir adelante si no vencen al mundo, liberándose de sus condicionamientos negativos. Y ahora es, precisamente, cuando conocen hasta qué punto estaban antes sujetos al mundo en mentalidad y costumbres. Y ahora comprenden bien aquello del Apóstol: «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12,2).

Si un hombre está atado por cadenas a un rincón, y en él lleva años viviendo, termina por no darse cuenta de que está encadenado. Allí hace su vida. Pero en cuanto intenta salir de su rincón, al punto experimenta la fuerza limitante de sus cadenas. Del mismo modo, el cristiano más o menos avenido con el mundo secular no se siente sujeto a éste por cadenas invisibles. Sólamente, como Santa Teresa, se verá atado a «esta farsa de vida tan mal concertada», cuando intente, conducido por Cristo, salir de ella a la vida evangélica.

-Valentía martirial. Esa libertad omnímoda respecto del mundo y de sus modas -siempre efímeras y cambiantes, pero siempre orientadas en la misma dirección: el culto «a la criatura, en lugar de al Creador» (Rm 1,25)- no es viable sin adhesión a la Cruz, sin la abnegación y el amor que hacen posible el martirio.

No sujetarse, en efecto, a las modas y modos del mundo puede ser muy duro. El que no acepta la marca del mundo en la frente y en la mano queda proscrito (+Ap 13,16-17). La perfecta libertad del mundo sólamente puede ser adquirida al precio sangriento de la Cruz. El que no está dispuesto a parecer raro a los ojos del mundo, a quedarse sólo, y eventualmente a hacer el ridículo, no puede ser discípulo de Cristo (Lc 14,25-33). Libres del mundo son únicamente aquéllos que, por amor al Salvador, dan por perdida su vida en este mundo (Mt 16,25; Jn 12,25). Éstos son, hemos de verlo ahora mismo, los únicos que pueden transformar el mundo.

-Amor al mundo. Libres del mundo, los laicos que tienden a la perfección conocen sus engaños y maldades con facilidad, y poco a poco van entendiendo también su vanidad. Saben a qué atenerse frente al mundo, ante el sexo, el trabajo, la acción política, y no incurren en las visiones ingenuas de quienes quizá saben de todo eso más por los libros que por las realidades concretas.

Ahora bien, el mismo Salvador que les libra de respetos humanos y de fascinaciones seculares, les da amor al mundo visible, amor benéfico y compasivo, caridad abnegada, eficaz, ingeniosa, fuerza para hacer el bien en la familia y el trabajo, en la cultura y las instituciones. Es, sencillamente, el mismo amor del Padre celestial, que «tanto amó al mundo, que le entregó su unigénito Hijo», como Salvador (Jn 3,16).

Estos cristianos que viven el mundo, alegrándose siempre en el Señor (Flp 4,4), en quien tienen su fuerza y su esperanza, día a día van afirmando en sus vidas un mundo nuevo, distinto y mejor, y así «consagran el mismo mundo a Dios» (LG 34b): los padres educando sus niños, el funcionario o el comerciante con su gente, el trabajador en su huerto, oficina o taller, el enfermo en su cama, y todos, pasando a veces no pocos aprietos, abandonándose confiadamente a la guía de Dios providente, que les va enseñando y santificando cada día.

La transformación del mundo

Cuando se dice, al modo bíblico y tradicional, que los cristianos deben renunciar al mundo interiormente, y en algunas cosas exteriormente (+Truhlar, Antinomiæ 118-119), surge en seguida la objeción de los modernos «amatores mundi»: de ese modo los cristianos quedan marginados y desentendidos del mundo, sin capacidad alguna para obrar en él y transformarlo.

¡La verdad es justamente lo contrario! Sólamente los discípulos de Cristo, libres del mundo, porque «no son de este mundo», tienen capacidad mental para extrañarse de él, para no ver como natural e inevitable lo que únicamente es histórico, perfectamente modificable; y sólo ellos tienen fuerza operativa para atreverse a transformarlo, contando con la gracia del Salvador del mundo.

Es muy importante comprender que por el mismo hecho de vivir libres del mundo, ya están realizando la transformación del mundo, ya son luz que ilumina las tinieblas, ya son sal que da sabor y evita la corrupción, ya son fermento con fuerza para transformar la masa. Es indudable: únicamente aquellos que están libres del mundo tienen en Cristo fuerza mental y operativa para transformarlo. Y en esto, como siempre, el testimonio de Cristo mismo y de los santos es absolutamente convincente.

El padre Truhlar acierta plenamente cuando en sus famosas Antinomiæ vitæ spiritualis (19654), al estudiar el tema Transformatio mundi et fuga mundi, llega a la conclusión de que «una recta fuga mundi es al mismo tiempo un recto uso y una recta transformación del mundo. El que se independiza del mundo, asume ante él una actitud que expresa la idea y la voluntad de Dios. Ahora bien, tal actitud necesariamente completa y transforma al mundo, infundiendo en él una mayor semejanza a Dios». Evidente.

Unos novios que no aceptan el modo mundano de vivir el noviazgo, y que, con plena libertad del mundo, lo viven dóciles al Espíritu Santo -el único capaz de «renovar la faz de la tierra»-, están transformando «el mundo de las relaciones prematrimoniales»: están obrando en él como luz, sal y fermento evangélico.

Y por la misma e idéntica vía han de ser transformadas todas las realidades del mundo visible: el modo de vestir y de comer, de gastar el tiempo y el dinero, de organizar el trabajo y la convivencia, el ocio y el negocio, la manera de orientar las relaciones sociales, la educación de los hijos, la vida artística, social, económica, política... Estas transformaciones de mundos se iniciarán en personas, en seguida en familias, más aún, en grupos de familias, en comunidades más o menos amplias, para afectar finalmente -a los treinta años o a los tres siglos- al conjunto de la sociedad.

¿Hay acaso otro modo de transformar el mundo visible que esa fidelidad incondicional, en lo grande y en lo pequeño, personal o en asociaciones organizadas, al pensamiento y a la acción del Espíritu Santo, del Espíritu de Jesús, Salvador del mundo? ¿En qué se piensa, si no, cuando se dice una y otra vez que «los cristianos laicos están llamados a transformar el mundo secular»?

Así es como los laicos cumplen en el interior del mundo esa vocación suya específica, que el Vaticano II expresó con tanta claridad: «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (AA 7de).

Lo que Cristo Salvador hizo, por ejemplo, con el matrimonio, salvándolo de sus lamentables versiones mundanas -poligamia, concubinatos, adulterios, divorcios, abortos, etc.-, devolviéndole su dignidad originaria, y elevándolo incluso a la dignidad de sacramento, eso mismo, mutatis mutandis, quiere y puede hacerlo Cristo con los cristianos en todos los demás aspectos de la vida secular: filosofía y arte, leyes y cultura, ocio y negocio, justicia y relaciones sociales.

Claudicantes, resistentes y victoriosos

En esa dura batalla que los hijos del Reino libran con el mundo y el poder de las tinieblas (+Vat. II, GS 17b) pueden darse diversas posiciones:

-Los cristianos claudicantes, vencidos por el mundo, están sujetos a su influjo en mentalidad y costumbres, y no influyen en el mundo para nada.

Los cristianos mundanos, claudicantes, infinitamente lejos de ser más hábiles y operativos para la transformación del mundo, son luces apagadas en la oscuridad, sal desvirtuada, que sólo vale para ser pisada y desechada, fermento sin fuerza alguna para levantar la masa. ¿No es esto obvio en la doctrina y absolutamente comprobado por la experiencia? Los cristianos sujetos a los elementos del mundo presente es gente que «no vale para nada, como no sea para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5,13).

-Los cristianos resistentes, defensivos, no quieren claudicar ante el mundo, pero tampoco tienen fuerza suficiente para vencerle del todo creando en sí mismos una nueva vida; y en parte -más de lo que suponen- dependen de él.

Su vida cristiana resulta escasamente creativa, pues más que imitar a Dios, imitan a los que le imitaron, tratando así de «conservar las costumbres cristianas». No tienen fuerzas suficientes en el Espíritu para actualizar el Evangelio, con formas vivas, fieles a la tradición. Les falta alegría, y muestran a veces hacia el mundo una torpe agresividad, que les hace odiosos, pues no distinguen bien el trigo de la cizaña. Los descendientes de los cristianos resistentes fácilmente vienen a ser cristianos claudicantes.

-Los cristianos victoriosos, en fin, vencen con Cristo plenamente al mundo, y «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16), tienen fuerza en el Espíritu Santo para dialogar con el mundo sin complejo alguno, con toda libertad, tomando lo que de él convenga y «deponiendo toda sordidez y todo resto de maldad» (Sant 1,21), por muy generalizada que ésta se halle. Más aún, tienen fuerza espiritual para configurar -al menos a escala personal, familiar y comunitaria- formas nuevas de vida, que parten de la originalidad perenne del Evangelio, obrando así como fermento en la masa del mundo (+Síntesis 338-360).

Santidad en el mundo

En la Introducción recordábamos que los tres enemigos de la obra de Dios en el hombre son mundo, carne y demonio. Y que en este lucha, la ventaja del religioso sobre el laico venía principalmente en referencia al mundo, del que se ha liberado por una renuncia no sólo interna, sino, en no pocos aspectos, también externa.

Ahora bien, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. Y en seguida halla resistencias en su ambiente, y quizá las más peligrosas las encuentre «en los de su propia casa» (Mt 10,36; +Miq 7,6).

No tiene a veces en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura... ¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?...

En realidad, los laicos cristianos que pretenden sinceramente la santidad en el mundo han de vivir un éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia para que «no lo tengan», es el que con su gracia va a asistir a los laicos para que «lo tengan como si no lo tuviesen». Y no es fácil decir cuál de las dos maravillas de gracia es más admirable. Crucificados con el mundo

Cuando un cristiano laico busca de verdad la santidad, viviendo en el mundo -en un mundo muchas veces de infieles, más aún, de apóstatas, que es peor-, no podrá menos de hacer suyas las palabras de San Pablo: «el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).

¡Qué persecuciones tan terribles viven los laicos que en el mundo buscan la santidad! Son realmente mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). Se diría que éstas son aún más duras e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad encuentra en el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la vida religiosa.

Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa por el radicalismo de sus opciones evangélicas (J.M.R. Tillard, T. Matura, etc. +Nota 3), aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no acaban de convencernos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes tantas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.

Mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo, haciéndole concesiones ilícitas. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica. Son mártires laicos, porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús», sin permitir que la Bestia ponga su sello en sus frentes o en sus manos (Ap 12,17; +13,15-17). Siendo las primicias de la Nueva Creación, y estando aquí abajo «como forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), Dios les ha asignado «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1Cor 4,9).

¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo! ¡Qué milagro permanente del Salvador de los hombres! Es algo tan prodigioso como la santificación de aquéllos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno ardiente: «el ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: "Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos"» (Dan 3,49-52).

Las tentaciones de la vida en el mundo

Cristo habla de las tentaciones peculiares que han de sufrir los laicos, «la seducción de las riquezas», «la preocupación por los asuntos temporales», y tantos otros «impedimentos», que pueden traer «el corazón dividido» (Mt 13,22; 1Cor 7,34-35). Son, efectivamente, grandes y continuas tentaciones para los cristianos que no buscan la santidad, es decir, que no intentan amar a Cristo y al prójimo con todo el corazón. Son peligros muy temibles para los cristianos en la medida en que den culto al mundo, y estén arrodillados ante él con una o las dos rodillas.

Es cierto que en la vida religiosa las obras mejores -la oración, la pobreza, el apostolado, etc.-, suelen verse facilitadas, y se practican sin mayores obstáulos exteriores; y que esas mismas cosas, por el contrario, se ven en la vida laical tan dificultadas, que en ocasiones están casi impedidas. Y así, cosas buenas que los religiosos realizan sin mayor esfuerzo pueden resultar heroicas para los laicos. Y con lo malo ocurre, lógicamente, lo contrario: males que para aquéllos se ven lejanos e impedidos -por ejemplo, realizar gastos supérfluos de tiempo o de dinero-, están próximos y facilitados para éstos.

La armadura de Dios

Tanto como los religiosos y en cierto sentido más, los laicos necesitan una vida ascética vigorosa, pues viviendo con frecuencia en medios tan difíciles, han de ayudarse con toda la armadura de Dios que describe San Pablo: actitud vigilante, veracidad y vida santa, fe, Palabra divina y oración (Ef 6,12-18).

La posibilidad en los laicos de una rectitud perfecta de vida ha de ser afirmada y defendida con absoluta convicción. Recuerdo aquí, en primer lugar, que la santidad consiste en la perfección de la caridad, y que es, pues, algo interior, que puede desarrollarse en condiciones exteriores sumamente imperfectas. Pero a este principio añadiré sólamente tres de las claves fundamentales de la santificación laical.

1.-Las virtudes crecen por actos intensos, no por actos remisos, apenas conscientes y voluntarios. Ahora bien, los actos intensos que acrecientan las virtudes no se ponen, al menos en los comienzos de la vida espiritual, sino ante las pruebas de la vida, que la Providencia divina dispone con tanto amor (+Síntesis 151-155). Pues bien, siendo esto así, hemos de afirmar que las virtudes hallan en la vida laical ocasiones innumerables para ejercitarse en actos intensos, no pocas veces heroicos. Dar una limosna, ir a confesarse, apagar el televisor a tiempo, cualquier obra buena impulsada en un momento por el Espíritu Santo en la persona, puede requerir en la vida laical, para salir adelante, actos espirituales sumamente intensos.

2.-La cruz: las tribulaciones de la carne. Nada santifica tanto como la cruz de Cristo, y el cristiano laico que de verdad busca la perfección de la santidad ¡cuánto ha de sufrir entre quienes vive, no apasionados normalmente en ese mismo empeño! ¡Cuántas «tribulaciones de la carne»! (1Cor 7,28). En esto casi habría que dar la vuelta a las palabras de Cristo -guardando su sentido, claro-: ¡qué angosto es el camino que ha de llevar el laico hacia la perfección, y qué ancho el que lleva hacia la misma meta al religioso! (+Mt 7,13-14). Hablo, insisto, de aquellos laicos que están en el mundo buscando la perfección evangélica. A ellos podría aplicarse lo de Santa Teresa: tengo «lástima de gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan» (Vida 37,11). Ahora bien, nada hay tan santificante como una cruz bien llevada.

3.-Todo favorece a los que aman a Dios (+Rm 8,28). En efecto, todos los «impedimentos», «dificultades» y «obstáculos», frecuentes en la vida secular, cuando el laico busca de veras la santidad en el mundo, se transforman al punto en peldaños ascendentes, y son entonces ocasiones de actos intensos de las virtudes. La falta de piedad en los familiares, sus gastos inútiles, el desorden, la monotonía del trabajo o sus malas condiciones ambientales, así como las alegrías y éxitos propios o de los más próximos, la solidaridad familiar, la belleza del mundo y de la vida, en fin, todo lo que ha de hacer y padecer un laico, se hace entonces un estímulo continuo para el crecimiento espiritual en la caridad a Dios y al prójimo.

El elogio ambiguo de la vida «normal»

Se puede hacer mucho mal a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo según los modos ordinarios seculares, y llevando una vida perfectamente «normal». En realidad, los modos usuales de la vida en el mundo suelen ser en muchas cosas embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están pidiendo a gritos a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. No es «normal», por ejemplo, que un cristiano se atiborre diariamente de noticias en el periódico y la televisión, y no tenga tiempo ni ánimo para recibir noticias de Dios en la oración o en los libros de espiritualidad. Será normal en el sentido estadístico -lo que hace la mayoría-, pero no en un sentido propio, es decir, conforme con la «norma».

Por otra parte, si ese culto a la «normalidad» va unido a una secreta fascinación por el mundo secular, y a todo ello se le añade el correspondiente temor a parecer raros, queda ya con ello cerrado definitivamente a los laicos el camino hacia la santidad. Lograrán una perfecta secularidad secular, pero no alcanzarán aquella perfecta secularidad cristiana a la que están llamados por el Señor, que es muy distinta. «A vino nuevo, odres nuevos» (Mt 7,19).

Evangelio y utopía

En otro libro, continuando el tema de la obra presente, hemos de considerar las posibilidades formidables que en Cristo tenemos los cristianos para renovar el mundo secular, siempre que, completamente libres de él, dejemos obrar en nosotros incondicionalmente al Espíritu de Jesús, el único que puede renovar la faz de la tierra. Este libro que, con el favor de Dios, publicaré próximamente, estudiará, pues, la condición utópica del Evangelio que ha de realizarse en el mundo tópico, y vendrá a ser el complemento positivo de este escrito.

Renuncia final de los laicos al mundo

La maravillosa sabiduría del amor de Dios hace que, al final de su vida secular, en la ancianidad y la muerte, también los laicos, lo mismo que los religiosos, renuncian al mundo. En este sentido, es normal que en los cristianos laicos que han tendido sinceramente hacia la perfección, antes de morir, crezca una inclinación cada vez más apremiente a abstenerse del mundo visible para prepararse mejor a gozar sólo de Dios. En otras palabras: la plena madurez en la vida cristiana coincide con el deseo de morir, renunciando así totalmente al mundo.

3. Santidad de los religiosos, que renuncian al mundo

La renuncia de los religiosos al mundo

Jesús llama a algunos para que lo dejen todo y le sigan (+Mt 19,21.27). Éstos son los religiosos, al principio llamados renuntiantes, como ya vimos. Según el Vaticano II, son cristianos que «no sólo han muerto al pecado, sino que también, renunciando al mundo, viven únicamente para Dios» (PC 5a; +Rm 6,11).

«Cada día muero» (1Cor 15,31), pues «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14). Paradójicamente, esta muerte al mundo hace que, entre todos los cristianos, sean precisamente los religiosos los que tienen una vitalidad más fuerte y benéfica, que se manifiesta no sólo en la vida eclesial, sino también en la vida cívica del mundo temporal. Nadie, por ejemplo, ha tenido en la historia civil de Europa o de América un influjo tan profundo y benéfico como los religiosos. Éste es un dato cierto.

Humildad y penitencia

Cuando el Espíritu Santo llama a ciertos cristianos a la vida religiosa, les llama a un camino sumamente humilde y penitente. Por eso, para que puedan entenderlo y seguirlo, lo primero que el Espíritu Santo ha de infundir en ellos es una muy profunda humildad y espíritu de penitencia. En efecto, las normas de vida de los institutos de perfección suelen suministrar al hombre carnal medicinas sumamente fuertes. Y los religiosos no se comprometerían de por vida a tomarlas si no fueran bien conscientes de la grave enfermedad espiritual que padecen -el pecado original y las consecuencias de muchos pecados personales-. A grandes males, grandes remedios.

Los religiosos, por ejemplo, sabiéndose débiles en el amor de Dios, se obligan comunitariamente a guardar el centro de cada día para Dios, en oración, misa, horas litúrgicas, etc. Conociéndose apegados a la propia voluntad, renuncian a la autonomía personal, y buscan con todo empeño la voluntad de Dios, sujetándose a la Regla, al superior, a la comunidad. Sin el permiso requerido, según los casos, no podrán, pues, viajar, comprar, aceptar regalos, iniciar actividades, etc. Conscientes de su vulnerabilidad a la fascinación del mundo, profesan unas normas de vida que les ayuden a librarse de cualquier exceso vano en lecturas y espectáculos, vestidos, gastos personales y en todo. Sabiéndose volubles y cambiantes, se obligan a la práctica de ciertas obras buenas, que podrán serles exigidas por el superior o por la comunidad en el capítulo...

Los religiosos, en fin, obligándose a andar por un camino recto y bien determinado, quieren enderezar así, con la ayuda de Dios y en unión con otros hermanos, sus vidas torcidas por el pecado. Pero todo esto indica, por decirlo en el lenguaje del mundo, que el camino de la vida religiosa es tremendamente «humillante» -ése es uno de sus mayores valores-, y que si no hay una gran disposición de humildad y de penitencia, no es posible tomarlo con perseverancia, ni es posible vivirlo sin falsificarlo. En este sentido, la vida religiosa hace una exégesis impresionante de ese «hacerse como niños para entrar en el Reino» (Mt 18,3).

Por el contrario, todo eso indica que no puede haber vocaciones religiosas en un pueblo cristiano demasiado olvidado del pecado original, y en el que aliente una cierta soberbia, aunque no sea personal, pero sí de especie humana (+Síntesis 379-380). Los cristianos de ese pueblo, sencillamente, no creen necesitar una medicina tan extremadamente fuerte como la que los consejos evangélicos proponen: renunciar al mundo por la obediencia, la pobreza y el celibato.

Un gran amor

Por otra parte, la vida religiosa tiene su impulso más fuerte y decisivo en la caridad. Es ante todo el amor a Dios lo que lleva a los religiosos a dedicarse totalmente «a las cosas del Padre» (Lc 2,49), ofrendándole toda su vida, y protegiendo lo más posible esa totalidad de cualquier desviación o división del corazón, mediante una Regla de vida. Y es el amor al prójimo lo que impulsa a los religiosos a entregar la vida entera «en favor de los hombres, para los cosas que miran a Dios» (Heb 5,1). La vida religiosa es, pues, una grandiosa entrega de caridad. Es un amor no posesivo, sino puramente oblativo y gratuito.

Por eso, allí donde la caridad cristiana no crezca con la fuerza suficiente -es decir, allí donde la Cruz no ocupe el centro-, podrá haber en los cristianos entregas parciales y temporales de caridad; pero no habrá donaciones totales de la propia vida, selladas con unos compromisos personales definitivos, para siempre. Es decir, no habrá vocaciones sacerdotales ni religiosas.

Sacramentalidad de la Iglesia y necesidad de los religiosos

La Iglesia es sacramento revelador de Cristo al mundo (+LG 48; AG 1). Y por eso pertenece a su misterio salvífico que al menos algunos hombres, renunciando al mundo, asuman la misma vida interior y exterior de Cristo, profesando los consejos de pobreza, celibato y obediencia. Configurados a Cristo, en su dedicación primaria a «las cosas del Padre» (Lc 2,49), y constituídos, como los sacerdotes, «en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios» (Heb 5,1), son para el mundo y también para los laicos una revelación necesaria de Cristo. No son, pues, en la Iglesia un fruto precioso, pero no necesario. Por el contrario, su pobreza, celibato y obediencia son, también para clérigos y laicos, una ayuda decisiva para entender y vivir el propio misterio de la gracia. Todo el Cuerpo eclesial se debilitaría sin el testimonio y la intercesión de los religiosos.

Por eso dice el P. Bandera que«la vida religiosa -el estado religioso- es un elemento integrante de la sacramentalidad del pueblo de Dios. Esto presupone, evidentemente, que su origen se encuentra en el designio mismo de Dios, tal como ha sido realizado por Jesucristo. En otros términos, y hablando más claro, significa que la vida religiosa -el estado religioso- ha sido instituída por Cristo, y forma parte de la Iglesia desde el principio y para siempre; su origen no está en la historia humana, ni siquiera en la de orden religioso, de búsqueda de la santidad, etc., sino que se encuentra en Cristo mismo. El género de vida que Cristo eligió para sí, viviendo en pobreza, virginidad y obediencia, tiene que ser perpetuamente representado -hecho presente- en la vida de la Iglesia. La Iglesia nace con estado religioso y no puede prescindir de esta estructura» (Sínodo 94, 73-74).

Esto quiere decir también que «la vida religiosa es una realidad -un estado- pública en la Iglesia, anterior y superior a cualquier legislación. Por eso decir que la vida religiosa nació en el desierto, que vino a compensar la nostalgia de los tiempos heroicos de los mártires, que surgió como reacción frente a la decadencia del fervor cristiano al cesar las persecuciones, o emplear cualquier otra fórmula por el estilo», aunque haya en ello parte de verdad, sin duda -añado yo- «presupone que se ha vuelto la espalda a la cristología; y cuando se descuida la cristología, es imposible mantener la integridad de la eclesiología» (72).

Tres estados de vida cristiana

El Concilio Vaticano II enseña que para la realización de la vida cristiana hay tres estados fundamentales: clérigos, religiosos y laicos. Así lo hace, por ejemplo, cuando define la condición de los laicos: «Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia» (LG 31a; +cps. 3,4 y 6; AG 15gi; 23b; A. Bandera, La vida religiosa... 72-162).

Pues bien, eso nos muestra que la vida religiosa es necesaria en la Iglesia, y que no es un lujo adicional, o algo históricamente superado, de lo que podría prescindirse sin graves daños para el pueblo cristiano. El Concilio afirma que «el estado constituído por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece de manera indiscutible a su vida y santidad» (LG 44d). En efecto, «los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (43a).

Conviene advertir aquí que, a diferencia de lo enseñado por el Concilio, parece como si el Código de Derecho Canónico (c.207, 711) y el Catecismo universal (873) considerasen sólamente dos estados fundamentales en la Iglesia: clero y laicado (+A. Bandera, Sínodo 94, 65-66).

Participaciones analógicas de la vida consagrada

El Código, dentro de una misma categoría de vida consagrada, incluye órdenes religiosas, congregaciones clericales o laicales, sociedades de vida apostólica e institutos seculares. La oportunidad de tal opción, al menos en algunos casos, viene siendo bastante discutida. Ya se entiende, por lo demás, que en los caminos de perfección ese «dejarlo todo y seguir» a Cristo puede realizarse en muchos grados diversos, tanto en la proximidad del seguimiento, como en la mayor o menor renuncia al mundo... Por eso de unos y de otros caminos de perfección, tan diversos entre sí, sólo se habla de vida consagrada «en sentido analógico y según la naturaleza propia de las diversas formas de vida», como ya se advertía en el Instrumentum laboris para el Sínodo 1994 (5-6).

Los religiosos, como hemos visto, con sus modalidades propias, asumen la misma vida de Jesús, en lo interior y en lo exterior, representándolo en el mundo y en la Iglesia en forma muy especial. Ellos, en efecto, «renunciando al mundo, viven únicamente para Dios», al que se entregan con «una peculiar consagración, que radica íntimamente en la consagración del bautismo y la expresa con mayor plenitud». De este modo, «dejándolo todo por Cristo, deben seguirle a Él como a lo único necesario» (PC 5ab).

En este sentido, como señala el P. Bandera, «en los institutos seculares la renuncia al mundo es la bautismal, la que tiene por objeto huir del mal; otro tipo de renuncia es imposible, dado que el instituto secular inserta a sus miembros en el mundo, es decir, en la gestión de asuntos seculares. [Por eso] la inclusión de los institutos religiosos en la misma categoría canónica que los seculares no permite ver lo típico de la renuncia religiosa al mundo; no es renuncia al mal, sino renuncia a un bien, al bien de gestionar lo temporal, asumida con vista a tener mayor facilidad para una total dedicación a las cosas propias y específicas del reino de los cielos o, dicho con las palabras de Jesús, para estar ocupados «en las cosas del Padre»» (Sínodo 63).

A la perfección por los consejos

Ya sabemos que la Iglesia está llamada a ser santa. Pues bien, esta «santidad de la Iglesia se fomenta de una manera especial mediante los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que sus discípulos los observen» (LG 42c). En efecto, fue Cristo quien dijo: «El que quiera ser perfecto, déjelo todo y sígame». Conviene, pues, recordar que «la búsqueda de la caridad perfecta por medio de los consejos evangélicos tiene su origen en la doctrina y en los ejemplos del divino Maestro» (PC 1a).

Fernando Sebastián precisaba sobre esto que, en el Concilio, «algunos peritos querían alterar sutilmente la primera frase del texto, de modo que el origen divino se refiriese a los consejos evangélicos, pero no a la prosecución de la caridad perfecta por medio de ellos. Los consejos evangélicos quedarían reconocidos como provenientes de la doctrina y ejemplos del Señor, pero la búsqueda de la perfección cristiana mediante su ejercicio sería organizada por la Iglesia. La comisión rechazó la propuesta y se confirmó el texto actual» (Renovación conciliar de la vida religiosa 68).

Institutos seculares y afines

El Espíritu Santo, que guía a la Iglesia hacia la verdad completa, ha ido suscitando formas de vida perfecta cada vez más adentradas en el mundo. En efecto, llevó al desierto los primeros intentos organizados de vida perfecta (monjes), los introdujo más tarde en la vida de ciudades y pueblos (frailes), y en una gradación muy variada de fórmulas de presencia en el mundo, llegó en el siglo XX a los institutos seculares y formas de vida afines.

De los institutos seculares dice el Vaticano II que deben guardar «su carácter propio y peculiar, es decir, secular, a fin de que puedan cumplir eficazmente y por dondequiera el apostolado en el mundo y como desde el mundo, para el que nacieron» (PC 11a). Son, pues, los institutos seculares caminos evangélicos muy audaces, que, confiados a la gracia de Cristo, intentan realizar la vida perfecta y apostólica no sólo en el mundo, como otros institutos religiosos antiguos y modernos, sino dentro del mundo, participando de su vida mucho más directamente.

Como dice Pablo VI, «los institutos seculares, si son fieles a su vocación propia, serán el laboratorio de experiencia en el cual la Iglesia verifica las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo... Su tarea primaria es la puesta en práctica de todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero ya presentes y activas, en las cosas del mundo» (Al Congreso de Roma 17-VIII-76).

«Si son fieles a su propia vocación»... En efecto, un instituto secular no tiene futuro si asimila en exceso sus formas de vida a los modos seculares, es decir, si no es suficientemente consciente de que el espíritu del mundo moderno está ciertamente señalado por la apostasía. La creatividad evangélica del instituto, bajo la acción del Espíritu Santo, queda en buena parte inhibida cuando las formas mentales y conductuales del mundo son demasiadas veces aceptadas en forma acrítica. Y esto sucederá inevitablemente si el instituto, para ser secular, se obsesiona en «hacer una vida normal» -ambiguo ideal-.

Y de otra parte, y éste es un factor decisivo, tampoco podrá tener una vida sana y fuerte aquel instituto secular que quiera afirmar su joven fisonomía peculiar «en contraste» con la de los religiosos. Ya se comprende que si un instituto sufre una cierta alergia a los modos de la vida religiosa, y no quiere abandonar en casi nada el estilo de vida secular, se cierra a valores simplemente evangélicos, a los que todo cristiano debe estar abierto.

El rezo de las Horas litúrgicas, por poner un ejemplo, que muchos laicos, respondiendo a la invitación del Vaticano II y a la misma naturaleza de las Horas (SC 100), han asumido como forma habitual de oración, es rechazado por algunos institutos seculares, estimando que «eso es cosa de curas y frailes». O en otro orden de cosas, ciertos compromisos políticos concretos o determinadas costumbres seculares, que los mismos laicos que buscan la perfección rechazan en conciencia, son a veces asumidos por ellos, alegando su condición secular.

Por todo ello hay que concluir que los institutos seculares y movimientos afines que hoy ofrecen más altas esperanzas son aquellos que, viviendo en el mundo, muestran una gran libertad respecto al mundo tópico, y sin «respeto humano» alguno, manifiestan un impulso utópico, lleno de creatividad y de originalidad, como corresponde a quienes, con la libertad propia de los hijos de Dios, están animados por el Espíritu Santo, el único que de verdad tiene poder para renovar la faz de la tierra. Estos institutos o grupos cristianos seculares son los que se muestran de verdad como «un laboratorio de experiencia», que va revelando al pueblo cristiano «las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero ya presentes y activas, en las cosas del mundo». Forman en el mundo modelos de vida evangélica, especialmente estimulantes para los laicos.

Caminos de perfección más o menos perfectos

Ya vimos cómo Santo Tomás, considerando los modos de la vida religiosa de su tiempo, da unos criterios para apreciar su mayor o menor perfección (STh II-II,188, 1-8). Hoy en la Iglesia está, sin duda, mucho más diversificada la vida según los consejos evangélicos. Existen actualmente antiguas órdenes monásticas, canónigos regulares, órdenes mendicantes, clérigos regulares, así como congregaciones religiosas clericales o laicales, institutos seculares, sociedades de vida apostólica, etc. Pues bien, la comparación de todos estos caminos, según su mayor o menor virtualidad perfectiva, siguiendo en esto el criterio tradicional enseñado por Santo Tomás, parece que debe hacerse atendiendo a los siguientes criterios (repito aquí lo que ya expuse en Causas de la escasez de vocaciones 40-43):

1.- La mayor o menor excelencia de los institutos diversos de vida consagrada ha de considerarse primariamente por el fin al que principalmente se dedican, y secundariamente por las prácticas y observancias a que se obligan, que vendrán determinadas por ese fin (+II-II,188, 6).

2.- Según eso, el primer grado de perfección corresponde a la vida contemplativa-activa, pues es más lucir e iluminar que sólo lucir; el segundo grado corresponde a la vida contemplativa; y el tercero a la vida activa (+II-II,ib.). Y a estos dos principios, aún es posible añadir otros dos.

3.- La vida consagrada es, en principio, tanto más perfecta cuanto más efectivamente renuncia al mundo, sea saliendo fuera de él, o manteniéndose dentro de él, pero con suficiente pobreza y recogimiento.

Efectivamente, ya se comprende que en ese «dejarlo todo», para seguir a Jesús y buscar la perfección de la caridad, caben muchos grados y modalidades. En principio, pues, cuanto más enérgica sea la renuncia al mundo, mejor y más expedito será el camino para el seguimiento de Jesús, es decir, para la abnegación de sí, el crecimiento en la caridad, y también para la acción apostólica. Aunque se esté, por ejemplo, en continuo contacto con los hombres, como las Hijas de la Caridad o las religiosas de la Madre Teresa de Calcuta. Éste, en todo caso, es un criterio de orden secundario, según enseña Santo Tomás en la primera regla señalada.

4.- Por último, la consagración personal, realizada por la profesión de los consejos evangélicos, como dice el Vaticano II, «será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44a). En esta perspectiva, pues, los institutos con votos solemnes y perpetuos son los más perfectos y perfeccionantes.

Rectificación de algunos criterios hoy frecuentes

Si el aprecio excesivo del mundo secular y de la secularidad -que en ciertos ambientes llega al «arrodillamiento ante el mundo»-, es actualmente, como ya vimos, una de las enfermedades más difundidas en el cristianismo de las Iglesias locales debilitadas, de ahí habrán de seguirse inevitablemente ciertos errores respecto a los diversos caminos de perfección. No se verá el camino religioso, el de los consejos evangélicos, como «mejor y más seguro». Se estimarán incluso mejores aquellas formas de vida consagrada que menos renuncien al estilo de vida del mundo secular. Y se considerará también que un instituto de vida de perfección tendrá tanto mayor fuerza evangelizadora cuando más secular sea su forma de vida y de acción... Éstos y otros errores semejantes deben ser rectificados por la afirmación de la verdad bíblica y tradicional.

-El camino de la vida religiosa es más perfecto y perfeccionador que el de la vida laical. Esta convicción tradicional de la Iglesia, arraigada en la enseñanza de Cristo y en la experiencia secular, fue reafirmada en el Vaticano II.

Este Concilio, por ejemplo, quiere que los seminaristas, conociendo bien «la dignidad del matrimonio cristiano», sin embargo, «comprendan la excelencia mayor de la virginidad consagrada a Cristo» (OT 10b). Esta convicción de la Iglesia sobre la mayor perfección del camino del celibato y de la virginidad es negada en ciertos modos falsos de exaltación de la vocación laical, y también es rechazada por aquéllos que no admiten la distinción preceptos-consejos, alegando que esta distinción vendría a crear «dos categorías de cristianos», unos llamados a la perfección y otros no (+Nota 3).

-La vida consagrada dedicada directamente a la evangelización, a la contemplación o al cuidado pastoral de los fieles es de suyo más perfecta, es decir, en principio más santa y santificante, que aquella otra orientada a ocupaciones seculares, labores asistenciales o tareas educativas. Los Apóstoles se reservaron exclusivamente para «la oración y el ministerio de la palabra», y formaron unos diáconos para que se dedicaran al caritativo «servicio cotidiano» de los pobres (Hch 6,1-7). Y no parece dudoso que los Apóstoles, al hacer esto, eligieron la mejor parte (Lc 10,42), siendo, al mismo tiempo, muy buena la parte que encomendaban a los diáconos.

La mejor parte y sin duda la más urgente. Fuera del caso concreto excepcional, y considerando las necesidades globales de la humanidad, hay que afirmar y reafirmar que, hoy como siempre, la tarea más urgente es la predicación explícita del Evangelio. Si este prioritario servicio de evangelización no es cumplido suficientemente, primero, de tal modo crecerán en el mundo las miserias humanas -hambre, drogadicción y neurosis, paro y guerra- que los servicios caritativos de los laicos y de los religiosos asistenciales se verán absolutamente desbordados, aún más de lo que ya están ahora. Y segundo, se terminarán las vocaciones asistenciales, pues no habrá suficiente acción evangelizadora que las suscite y cultive. De hecho, se van haciendo ya ancianos los religiosos, y en muchas regiones de la Iglesia no hay jóvenes dispuestos a relevarles. La urgencia, pues, de reafirmar el primado de la evangelización, sin dejar por eso otras actividades asistenciales muy urgentes, puede verse, por ejemplo, en un San Pablo, que llega a decir: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1Cor 1,17).

-En principio, la vida religiosa más pobre es la que tiene más fuerza evangelizadora tanto entre los pobres como entre los ricos. Así lo demuestra la vida de Cristo y de sus apóstoles, que en la mendicidad evangelizaron a ricos y pobres, sabios e ignorantes. Sigue, pues, vigente la norma evangélica de Aquél que envía al apostolado: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata, ni tengáis dos túnicas cada uno» (Lc 9,3).

Desde Juan el Bautista, pasando por los apóstoles, los santos de los desiertos, los monjes que hicieron Europa, o los misioneros de América, el Señor ha obrado siempre sus mayores obras de evangelización personal y de santificación a través de cristianos llamados por Él a una gran pobreza, es decir, a una renuncia al mundo sumamente radical.

Por supuesto, el Señor suscita formas de apostolado que requieren muchos medios -casas, instalaciones, talleres, bibliotecas, etc.-; pero quienes se sirven de todos esos medios, deben reconocer bien claramente que cuando Cristo aconseja la pobreza se refiere también a los medios puestos en el apostolado. Y así, en la misma disposición de esos medios cuantiosos sabrán poner el sello de la austeridad evangélica. Y, lo que es más importante, no pondrán nunca su confianza en la eficacia de los medios, sino en la gracia del Salvador (es el tema de mi primer libro, Pobreza y pastoral). -Aquella forma de vida consagrada en la que se renuncia menos al estilo exterior de la vida secular común es menos perfecta, de suyo y en principio, que otras en las que, con más libertad respecto al mundo, se sigue un camino de vida comunitario netamente inspirado en el Evangelio. Es indudable que el Señor, con su gracia, asistirá a aquellos cristianos que, por vocación divina, llevan una forma de vida en la que el mundo -sus costumbres, sus ocupaciones, sus títulos y prestigios, sus vestidos, sus modos de ocio, etc.- se deja menos en lo exterior. Pero si estos cristianos estiman que su camino, por ser más secular es más perfecto y apostólicamente más eficaz, por ahí se debilitan y dan en el apostolado poco fruto.

-La vida consagrada a Dios por votos solemnes y perpetuos debe ser especialmente apreciada, pues en principio es sin duda más santa y santificante que aquellas otras que se fundamentan en votos temporales o en otros compromisos menos firmes y estables (+Sto. Tomás, votos, STh II-II,88,6).

En fin, quede claro en todo esto que no se compara aquí, por supuesto, la virtualidad santificante, por ejemplo, de un movimiento laical muy ferviente con una orden religiosa muy decadente. Comparamos, ya se entiende, estados diversos de perfección en igualdad de condiciones, es decir, en grados semejantes de fidelidad y entrega. Y hacemos la comparación en un plano doctrinal, tratando de conocer aquello que es de suyo mejor, en principio, atendiendo a las condiciones objetivas de un concreto camino de vida. Y establecemos, siguiendo a Santo Tomás, estas comparaciones no para otra cosa sino para andar siempre humildes en la verdad, pues «la humildad es andar en verdad» (Santa Teresa, 6Mor 10,8).

Tentaciones peculiares

El mismo Cristo, y toda la tradición cristiana, avisa siempre de las tentaciones peculiares de la vida en el mundo: la fascinación de las criaturas, los asuntos seculares que tienden a acaparar la atención, etc. No hay, sin embargo, lógicamente, una tradición paralela de avisos sobre los peligros peculiares de la vida religiosa. Pero aunque sea cambiando un tanto de clave mental, y pasando quizá del mundo a la carne, sí parece conveniente señalar los límites y peligros eventuales del camino religioso.

1.-La situación del no tener, aunque haya sido elegida libremente, facilita, pero no garantiza por sí misma, la pobreza espiritual, que es la única que libera el corazón para la caridad. Ya nos dijo San Juan de la Cruz que «no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda el alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas» (1Subida 3,4). Cabe, pues, en esto el autoengaño.

2.-La vida religiosa facilita el ejercicio de ciertas obras buenas, pero no garantiza su veracidad interior, y por tanto su mérito. Facilita, por ejemplo, un tiempo diario de oración, pero no garantiza que el religioso en ese tiempo haga realmente oración.

En estos puntos 1 y 2, y en tantos otros que se podrían señalar, lo decisivo para la santificación es la entrega real del hombre a Dios, y esa entrega no es producida por la forma de vida profesada, aunque sí es facilitada en su ejercicio externo, mediante la eliminación habitual de ciertos obstáculos exteriores.

3.-El religioso debe ser muy consciente de que sobre él están obrando con gran fuerza influjos condicionantes de la comunidad, la cual suele ser mediocre, es decir, de un nivel medio, no excelente. Ya vimos cómo Santa Teresa lamenta que, quienes han renunciado al mundo, encuentran a veces en la comunidad religiosa «diez mundos» (Vida 7,4). En este sentido, así como la comunidad suele ayudar para lo bueno, no raras veces suele dificultar para lo mejor.

Cuando un religioso tiende a lo más perfecto -en oración o en penitencia, por ejemplo- es probable que encuentre en su comunidad unos lastres que quizá no tenga, por ejemplo, un sacerdote que vive solo. Pero éste en cambio no tiene para lo bueno la ayuda de una comunidad. Y no es ésta una cuestion baladí.

4.-Conviene señalar, en fin, que con cierta frecuencia se dan comunidades religiosas relajadas -al menos en cierto tiempo y región, o en tal congregación-. Al hablar aquí de la virtualidad santificante de la vida religiosa, no estoy hablando de una reunión de cristianos perfectos, lógicamente; pero tampoco hablo de una comunidad religiosa relajada. Supongo, al menos, un conjunto de cristianos que, aunque en su mayoría sean aún carnales, se proponen ajustar sus vidas a una Regla de vida perfeccionante, comúnmente profesada. Pues bien, aunque sea obvio, es preciso recordar aquí que la vida religiosa (igual que la vida sacerdotal) más o menos relajada viene a ser más peligrosa que la vida de los laicos en el siglo. Lo peor es la corrupcción de lo mejor. La vida religiosa observante, aun con sus miserias inevitables, es para lo mejor; pero la que está relajada, es para lo peor. Una vida religiosa relajada es extremadamente peligrosa.

En el 931, con toda sencillez y llaneza, el papa Juan XI escribía al monje Odón, abad de Cluny: «puesto que, como es sabido, casi todos los monasterios han abandonado su propósito», es decir, su Regla... También Santa Teresa en el siglo XVI, con esa misma sincera libertad, escribe que el Señor le dijo que «las religiones estaban relajadas» (Vida 32,11)... Podrían multiplicarse citas como éstas. Ya se ve, pues, que la posibilidad del relajamiento está siempre pronta en la vida religiosa. Sólo otro ejemplo. Después del Concilio de Trento, San Carlos Borromeo intentó en su diócesis de Milán traer a mandamiento a los religiosos, visitándolos en sus casas y tratando de persuadirles. Pues bien, «de los noventa conventos existentes en la Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y algunos de los que quedaron estuvieron al principio en abierta rebeldía» (Yeo, San Carlos Borromeo 195). ¿Quién podrá negar que una situación semejante a esa de Milán en el XVI se da hoy en no pocas Iglesias locales de Occidente?

Pues bien, sobre este lamentable supuesto, hallamos en Santa Teresa un párrafo precioso, aunque de mala sintaxis: «¡Oh grandísimo mal, grandísimo mal de religiosos adonde no se guarda religión! Adonde en un monasterio hay dos caminos: de virtud y religión y falta de religión (y todos casi se andan por igual; antes mal dije, no por igual, que, por nuestros pecados, camínase más el más imperfecto; y como hay más de él, es más favorecido), úsase tan poco el de la verdadera religión, que más ha de temer el fraile y la monja que ha de comenzar de veras a seguir del todo su llamamiento a los mismos de su casa que a todos los demonios» (Vida 7,5). Y aún dice más cosas gruesas sobre el tema...

Ejemplaridad de la vida religiosa

Pero recordemos una vez más la palabra de Cristo: «Si alguno quiere ser perfecto, renuncie al mundo y sígame». La Iglesia ha visto siempre en los religiosos la expresión más genuina de la vita apostolica primera, y, como puede verse en el Vaticano II, ha puesto como modelo para todo el pueblo cristiano a esos «muchos que en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos» (LG 13c). Ellos, en efecto, para «seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más de cerca», profesando de un modo estable «los consejos evangélicos, se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo, que fue virgen y pobre, y obediente hasta la muerte de cruz» (PC 1). Perfeccionando así su primera consagración bautismal, «siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador, dan un testimonio más evidente de él» (LG 42), y «prefiguran la futura resurrección y la gloria del reino celestial» (44c).

De este modo, el pueblo cristiano halla en los religiosos una exégesis viva del camino ascético trazado por Cristo y los apóstoles para todos los cristianos. En los religiosos fieles a su vocación, es un testimonio patente que ellos lo dejan todo, se niegan a sí mismos, pierden su vida por amor a Cristo, la entregan entera al servicio de Dios y de sus hijos, caen en tierra y mueren a sí mismos para dar vida a los hombres, tienen los ojos alzados a donde está Cristo, perseveran en la oración y el trabajo, todo lo tienen en común, cuidan sobre todo de pobres y pequeños, pasan por el mundo haciendo el bien, viven todas y cada una de las bienaventuranzas, buscan primero de todo no las añadiduras, sino el Reino de Dios y su justicia... No es, pues, de extrañar que en la historia de la Iglesia sea entre los religiosos donde hallamos el mayor número de santos y los más grandes misioneros.

Un día y otro la Liturgia cristiana pone a santos religiosos como ejemplo para sacerdotes y laicos. Contemplando en San Pedro de Alcántara «su admirable penitencia y su altísima contemplación», pedimos para nosotros «caminar en austeridad de vida». Solicitamos de Dios «el mismo espíritu con que enriqueció a Santa Margarita María» de Alacoque. A Él le suplicamos nos conceda «la gracia de seguir confiadamente el camino de Santa Teresa del Niño Jesús». Haciendo memoria de la pobreza de San Francisco de Asís, pedimos a Dios nos ayude a «caminar tras sus huellas, para que podamos seguir a tu Hijo y entregarnos a ti con amor jubiloso».

En efecto, estos hermanos nuestros, han sido canonizados por la Iglesia para que, con Cristo y la Virgen María por delante, sean ejemplo de todos los cristianos. Ellos, pues, deben ser siempre para todos los fieles, y también para aquéllos que han de andar rectamente por caminos tantas veces torcidos, una luz que les ayuda siempre a discernir la verdad, un estímulo que no cesa de llamarles a la santidad. De hecho, en la historia de la Iglesia, cuanto más el pueblo cristiano ha admirado e imitado a los santos religiosos, más han florecido los laicos en la más plena santidad.

El mismo Cristo que a Santa Teresa le muestra la relajación de la vida religiosa, es el que le dice: «¡qué sería del mundo si no fuese por los religiosos!» (Vida 32,11).

La perfección del camino pastoral

Junto a la vocación religiosa, la Iglesia ha reconocido tradicionalmente la vida pastoral, que es plena en los Obispos, como un camino excelente de perfección. En efecto, por la vida apostólica, que tantos santos canonizados ha dado a la Iglesia, se asume el mismo género de vida de Cristo y de los apóstoles. Ese dar la vida día a día por las ovejas, para que tengan vida, y vida sobreabundante (Jn 10), ese «gastarse y desgastarse por las almas hasta el agotamiento» (2Cor 12,15), esa dedicación sacerdotal «en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios» (Heb 5,1), es un estímulo diario potentísimo para crecer en el amor a Dios y a los hombres; es decir, para ir adelante hacia la perfección cristiana.

Por eso el Vaticano II, fiel a la Tradición, afirma que «los sacerdotes está obligados de manera especial a alcanzar la perfección», por su nueva configuración sacramental a Jesucristo, y porque de ello depende además en buena medida la eficacia de su ministerio santificador (PO 12; +Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, cp.III).

El sacerdote, pues, recorre en su vida pastoral un verdadero camino de perfección, y al impulso de la caridad pastoral, se ejercita diariamente en el triple servicio de maestro, sacerdote y pastor (PO 13). E incluso, al menos en la Iglesia latina, a semejanza de los religiososo, se perfecciona siguiendo a su modo el triple consejo evangélico de obediencia, celibato y pobreza (15-17).

Escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas

A la luz de lo visto, la escasez de vocaciones religiosas y sacerdotales se nos muestra como un fenómeno gravísimo, pues es algo que no sólamente manifiesta la enfermedad de una Iglesia local, sino que en ocasiones pone en peligro su propia pervivencia. Y tal escasez procede, entre otras, de dos causas:

Primera, que no hay cristianos que quieran renunciar al mundo para seguir a Cristo, sea porque están apegados al mundo, como aquel joven rico (Mt 19,22), o sea porque les han hecho creer que tal renuncia no trae especiales ventajas ni para la vida espiritual ni para el apostolado.

Segunda, que hay fieles dispuestos a renunciar al mundo y seguir a Cristo, pero que no encuentran seminarios o institutos adecuados a sus aspiraciones vocacionales.

Respecto a esto último, en efecto, nada desalienta tanto las vocaciones como lo seminarios o comunidades religiosas de ambiente secularizado. De hecho, son los que menos vocaciones suscitan. Por el contrario, los centros formativos y comunidades más atrayentes son aquéllos cuya vida es notablemente distinta a la del mundo y claramente mejor, más evangélica. Las religiosas de la madre Teresa de Calcuta -fundadas en 1950, con cuatro horas diarias de oración y ocho de servicio a los más pobres, con hábito, y con una convicción clarísima de que, para dedicarse a Cristo y a los hombres, renuncian al mundo y a todas sus pompas y vanidades-, son ya más de 4.000, repartidas en 586 conventos, situados en 118 países. Testimonios como éste, sin embargo, no parecen decir mucho a los religiosos y religiosas -o a los Seminarios- de estilo secularizado, próximos a su extinción. Prefieren seguir con sus ideas que tener vocaciones.

«Cada uno permanezca

en el estado en que fue llamado»

Puesto que todas las vocaciones cristianas proceden de Dios , todas son santas y santificantes. No cabe, pues, decir sino aquello de San Pablo: «Cada uno ande según el Señor le dió y según le llamó... Cada uno permanezca en el estado en que fue llamado» (1Cor 7,17.20), pues «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).

Pero unos y otros, sacerdotes, religiosos y laicos, podrán ser dóciles al Espíritu Santo -que por todos esos diversos caminos quiere llevarlos a la perfecta santidad- en la medida en que permanezcan en la verdad católica sobre el mundo, la gracia, la virtualidad santificante de los consejos evangélicos, etc. El Padre celestial sólamente «santifica en la verdad» (Jn 17,17).

Final

Esperanza

«Poned una esperanza sin límites en la gracia que nos va a traer la Revelación de Jesucristo» (1Pe 1,13).

Mañana será creíble lo que quizá hoy apenas lo es

En la Introducción he dicho que «no hace falta ser profeta o vidente para prever que muchas verdades de este libro serán rechazadas por no pocos lectores, pues los errorres contrarios tienen actualmente una gran vigencia». Pues bien, también preveo ahora que estas verdades de la Iglesia católica mañana serán recibidas por muchos de los fieles. Y argumento mi previsión.

Dios habla a los hombres por su Palabra y por los Hechos que su providencia suscita o permite. Como dice el Vaticano II, «las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan» (DV 2). Y así, verdades que quizá son rechazadas en su primera expresión verbal, son muchas veces aceptadas posteriormente en su formulación providencial histórica.

Un ejemplo. Por los años setenta, no pocos sacerdotes se orientan hacia el trabajo civil, y reduciendo su dedicación a los ministerios más propiamente apostólicos, recuperan «la barca y las redes», para «acercarse más a los hombres». Y así trabajan como pescadores, taxistas, albañiles, agentes de seguros, etc. En tal circunstancia ambiental, la Palabra divina -el Vaticano II, el Sínodo 1971, etc.- enseña otra cosa, pues urge la dedicación prioritaria de los sacerdotes a sus ministerios propios; pero muchos no escuchan esta Palabra. Pues bien, después de veinte o treinta años, la escasez extrema de sacerdotes -en buena parte procedente de aquella desatención a la Palabra- trae consigo un acrecentamiento tal de las ocupaciones pastorales, que ya no se le ve ningún sentido a que los sacerdotes hayan de tener un trabajo civil más o menos absorbente. Unos, pues, aprendieron esta verdad por la misma Palabra de Dios, otros la aprendieron más tarde por los Hechos de Dios.

Pues bien, con las verdades bíblicas y tradicionales sobre «el mundo», las que he recordado en el presente estudio, pasará más o menos lo mismo. Algunos las poseen ya directamente recibidas de la Palabra divina -que, como hemos visto, se ha expresado muy claramente en este tema desde la antigüedad hasta el presente-. Otros, más tarde, con muchos perjuicios y menos mérito, las aceptarán por la elocuencia de los Hechos providenciales. Y aún habrá otros que permanecerán en sus errores, sordos a la Palabra y ciegos a los Hechos de Dios.

Diagnósticos para niños y para adultos

Imaginemos que una niña pregunta sobre su madre, que está gravemente enferma: «¿Verdad, papá, que lo de mamá no es nada grave, y que se pondrá buena en seguida?». La niña, está claro, no pregunta acerca del estado de salud de su madre, sino que pide, simplemente, que le tranquilicen, pues ha oído algo y está muy asustada. Y lógicamente el padre le contestará: «Estáte tranquila, que en seguida va a curarse». ¿Qué otra cosa le puede decir?

Pero si un adulto le hace la misma pregunta a ese señor, lo normal es que responda conforme a la verdad: «Mi mujer está muy grave, y los médicos dicen que si no se somete a un tratamiento muy fuerte, no sanará, e incluso es probable que muera». La verdad en el diagnóstico es condición necesaria para la recuperación de la salud. Un dignóstico tranquilizador, pero falso, podría traer consecuencias nefastas.

La Nueva Evangelización

Pues bien, es de creer que quienes leen estas páginas no son en la cosas de la fe como niños, sino que tienen ya una relativa madurez, y que, por tanto, se les puede decir la verdad. Por eso, si al terminar de leer este libro se preguntan sobre el futuro de aquellas Iglesias occidentales que están en avanzado estado de descristianización, estimo que se les debe responder sin miedos con la verdad de Cristo.

La primera evangelización -la del Bautista, la de Jesús- comenzó con una llamada a la conversión: «arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; Mc 1,15). La nueva evangelización tendrá que iniciarse igualmente por una llamada a la penitencia, es decir, al cambio de pensamientos y caminos: «si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3.5). Y así como una persona no llega a arrepentirse de verdad si no comienza por reconocer humildemente sus pecados, tampoco aquellas Iglesias locales de Occidente más necesitadas de conversión podrán llegar a ella si primero no reconocen cuáles son en concreto sus infidelidades culpables en materias doctrinales, morales y disciplinares.

-Si los pueblos ricos y descristianizados de Occidente siguen evitando rechazar claramente los errores del mundo moderno naturalista, para vencerlos con la verdad de Cristo y de la Iglesia; si continúan dando triste culto a las riquezas, al tiempo que abandonan la alegría del culto litúrgico verdadero; si tantos teólogos y predicadores, tantas catequesis y publicaciones, persisten en su soberbia, menospreciando la Tradición y el Magisterio apostólico; si muchos de sus laicos abandonan el sacramento de la penitencia, profanan habitualmente el matrimonio y desprecian la eucaristía, alejándose de ella o comulgando sin confesar, aunque lo necesiten; si aquellos cristianos que son especialmente llamados por Cristo, se agarran al mundo presente, resistiéndose a seguir el camino de la vida sacerdotal o religiosa; etc., en tal caso esas Iglesias continuarán gravemente enfermas, con peligro de ir en disminución indefinida.

-Si, por el contrario, en esos pueblos descristianizados es suficientemente predicado el Evangelio de la conversión, y son bastantes los que lo escuchan, se producirá entonces en ellos un reflorecimiento del cristianismo. Éste vendrá realizado por la misericordia de Dios, que obra a través de un Resto fiel, hoy mártir en el mundo y en esas Iglesias por «guardar los mandamientos de Dios y por mantener el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). Se habrá producido así una gran poda del árbol eclesial, realizada providencialmente por el Padre, «para que dé más fruto» (Jn 15,2).

¿Cuál será el futuro de las Iglesias descristianizadas?

¿Qué futuro espera a las Iglesias locales hoy en gran medida mundanizadas? No lo sabemos. Y hablar como si lo supiéramos, sería mentir, pues ese futuro está escondido en el designio de Dios y será manifestado por la libertad imprevisible de los hombres. Para responder a esa pregunta no hay, por supuesto, Revelación pública. Y si acerca de ella hubiera revelaciones privadas, a lo más estarían permitidas por la Iglesia, pero nunca podrían exigir el asentimiento de la fe.

Las posibilidades, en todo caso, de las Iglesias locales descristianizadas vienen a ser éstas: que recuperen la vida católica, bíblica y tradicional, fiel al Magisterio apostólico; que deriven abiertamente hacia formas de cristianismo protestante; o que pierdan la fe, es decir, que mueran, y que de uno u otro modo se extingan -como desaparecieron no pocas Iglesias, antes florecientes, del Asia Menor o del Norte de Africa-.

Por otra parte -y ésta razón teológica es mucho más fuerte-, sabemos que una Iglesia local católica no puede persistir largamente en el error. Esto es posible en ciertas confesiones cristianas, pero es imposible en la Iglesia Católica, pues ella, asistida especialmente por el Espíritu Santo, es «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). Así pues, las Iglesia locales descristianizadas, a plazo más o menos corto, tendrán que elegir entre la conversión o la pérdida abierta de su identidad católica.

Pero tengamos esto bien claro: el Evangelio verdadero, predicado con vigor y claridad, hoy como ayer, tiene una fuerza infinita para dar vida nueva a pueblos de toda raza, lengua y nación. Digo el Evangelio verdadero: pecado y gracia, inutilidad de la carne y fuerza del Espíritu, Satanás y Cristo Rey, posibilidad real de condenación o de salvación eterna, oración y penitencia, ascesis y sacramentos, destinación del pueblo cristiano al culto de la Trinidad divina y a la salvación del mundo, etc.: éste es el Evangelio verdadero, no hay otro. Y lo que es más, mucho más: puede incluso resucitar a pueblos apóstatas, que abandonaron a Cristo y se avergonzaron de su antigua tradición cristiana, falsificándola primero, y renegando de ella después. La gracia de Cristo, servida por un Resto humilde, que se mantiene «libre de las corrupciones del mundo» (2Pe 2,20), puede con eso y con todo.

¿Pronto, tarde, cuándo?

Para el Señor, «mil años son como un día» (2Pe 3,8)... Para nosotros, en cambio, que, encerrados en nuestras estrechas coordenadas de espacio y tiempo, tenemos un ciclo vital tan corto, la orientación del siglo en que vivimos, ascendente o descendente, nos parece una tendencia histórica definitiva. Pero los ciclos de la Providencia divina no se corresponden con las prisas y ansiedades de nuestro corazón inquieto.

Es probable, según afirman algunos científicos, que la humanidad lleve viviendo un millón de años. Según eso, Cristo es de anteayer, y la Iglesia, con sus dos mil años, puede estar dando en la historia sus primeros pasos vacilantes, como un niño muy pequeño, que aprende a andar... cayéndose a veces, sin que eso deba desanimarnos demasiado.

Por el contrario, si bien es posible que la Iglesia esté dando sus primeros pasos en la historia, también es posible que se acerque a su final, una vez cumplida, al menos en un grado no conocido antes en la historia, la apostasía de las naciones (2Tes 2,3; +1Tim 4,1).

Y en todo caso, nunca olvidemos que el Señor de la historia aseguró: «Yo vengo pronto» (Apoc 3,12; 22,12.20). Y si va a venir «pronto», según nuestro modo de entender este adverbio, eso significa que está «próxima» la victoria definitiva de Cristo. Pero ¿cómo entender ese pronto?... No lo sabemos.

La mundanización de tantos cristianos de Occidente se explica en buena parte por una pérdida casi total de esperanza histórica: han pactado con el mundo, intentan ser al mismo tiempo «de Cristo y del mundo», asimilan del mundo todas las mentalidades y costumbres que sea preciso, porque consideran la historia de la Iglesia con un derrotismo completo: no creen que Cristo Rey se manifieste «pronto», de Oriente a Occidente, como vencedor y Salvador del mundo. Por eso pactaron y callaron frente al Comunismo -juzgándolo inexorablemente vencedor e indestructible-, pactan y callan frente al Liberalismo naturalista, y aceptan sumisos en su frente y en su mano el sello de la Bestia mundana. Porque no tienen esperanza histórica en Cristo Rey.

Por la Cruz a la Nueva Evangelización

La Nueva Evangelización de los pueblos descristianizados, igual que en los primeros siglos, sólo podrá ser realizada bajo el signo de la Cruz, es decir, en medio de grandes persecuciones y sufrimientos. Los evangelizadores de aquellos hombres que viven un cristianismo en gran medida falsificado o que ya se alejaron de toda forma de cristianismo, únicamente podrán cumplir su misión si aceptan incondicionalmente la Cruz, dando su vida por perdida en este mundo.

En el siglo IV, cuando una gran parte de los Obispos del Oriente eran arrianos, semiarrianos o al menos cómplices pasivos de unos o de otros, San Atanasio, que fue Obispo de Alejandría durante 45 años (328-373), hubo de sufrir cinco destierros (335-337, 339-346, 356-362, 362-363, 365-366) por defender la fe católica en la divinidad de Jesucristo, negándose a aceptar fórmulas equívocas.

Hacia 1700, cuando en Francia tenía gran fuerza el jansenismo, la predicación popular católica de San Luis María Grignion de Monfort (1673-1716), al mismo tiempo que suscitaba grandes y duraderas conversiones, encontró en los ambientes eclesiásticos continuas resistencias, hasta el punto que, sucesivamente, se vio obligado a abandonar las diócesis de Poitiers, París, Saint Maló, Nantes, Rennes y Saintes, y sólo al final de su vida pudo evangelizar en paz acogido en las diócesis de Luçon y La Rochelle (1711-1716), gracias a que «sus Obispos eran de los poquísimos que en Francia no se habían dejado doblegar por el espíritu jansenista» (Obras de S. Luis M. G. de Monfort, BAC 111, 41).

Pues bien, de modo semejante, la nueva evangelización del Occidente descristianizado, igual o más que en los primeros siglos, sólamente podrá ser llevada hoy adelante por verdaderos «amigos de la Cruz» -que diría Monfort-, es decir, por hombres que den por perdida su vida en el siglo presente, y que, impulsados por su amor a Cristo y a los hombres, sólo tengan puesta su esperanza en la vida eterna.

Por la intercesión de María

El mismo Monfort anuncia una especial mediación de la Virgen María en la evangelización de los últimos tiempos:

«Por medio de María vino Dios al mundo la primera vez en humildad y anonadamiento. ¿No se podrá decir que por medio de María vendrá la segunda vez, como lo espera toda la Iglesia, para reinar en todas partes y juzgar a vivos y muertos?... Y es de creer además que al final de los tiempos -y quizá más pronto de lo que se piensa- Dios suscitará grandes hombres, llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María. Hombres por medio de los cuales esta excelsa Soberana llevará a feliz término empresas maravillosas para destruir el pecado y establecer el reino de Jesucristo sobre el del mundo corrompido» (Secreto de María 58-59; +Marie des Vallées, +1656: DSp XVI,211).

El papa Juan Pablo II tiene como lema el totus tuus de San Luis María Grignion de Monfort (Tr. verdadera devoción 233 y 266), y son muchos los cristianos y asociaciones que hoy hacen suyo el mensaje de este Santo. Su influjo espiritual va creciendo con los años, y desde luego es muyo mayor en la Iglesia hacia el año 2000 que en 1700.

El llanto de la Virgen

-La Salette. El sábado 19 de noviembre de 1846 la Virgen se aparece en La Salette a dos niños pastores, Melania y Maximino: «Nos dijo, llorando todo el tiempo que nos ha hablado -he visto correr sus lágrimas-: si mi pueblo no quiere someterse, me veré obligada a soltar la mano de mi hijo... ¡Cuánto sufro por vosotros!» (Melania). Se queja llorando la Virgen María de los pecados del pueblo cristiano, de que muchos, por ejemplo, no guardan la cuaresma, blasfeman, se burlan de la religión, no van a misa en domingo y trabajan, etc. Y llama a oración y penitencia: «Hacedlo saber a todo mi pueblo» (+Rousselot; Juan Pablo II, 150 aniv. de las apariciones, 6-V-1996).

-Fátima. El 13 de mayo de 1917 y en los meses siguientes, la Virgen se aparece en Fátima a tres pastorcitos, Lucía, Francisco y Jacinta. Primero, para prepararles, se les aparece el Angel de Portugal:

«Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios... De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores... Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe... Jesucristo es horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios».

Y la Virgen María después, en sucesivas ocasiones, les dice:

«¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores? -Sí, queremos. -Tendréis, pues, que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será vuestra fuerza».

«Rezad el Rosario todos los días... Sacrificáos por los pecadores... Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón... Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará... Rezad, rezad mucho, y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no tener quien se sacrifique y pida por ellas... No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido» (Lucía, Historia de las Apariciones).

Desde entonces ha crecido muchísimo la descristianización del mundo y de los cristianos. Por eso el padre Werenfried von Straaten escribía hace poco: «Esto dijo María hace 80 años. Seis Papas y muchos católicos han creído en ello; pero son innumerables los que han rechazado el mensaje de María, lo han ridiculizado o combatido. ¿Cuánto tiempo tendrá todavía Dios paciencia con nosotros?» (Boletín AIN III-97).

Y Juan Pablo II en Fátima: «¡Cuánto nos duele que la invitación a la penitencia, a la conversión y a la oración no haya encontrado aquella acogida que debía! ¡Cuánto nos duele que muchos participen tan fríamente en la obra de la Redención de Cristo! ¡que se complete tan insuficientemente en nuestra carne "lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col 1,24)» (13-V-82).

La Virgen, en otras apariciones recientes, como en Siracusa o Civitavecchia -reconocidas por la Iglesia-, se ha mostrado también llorando, como en La Salette, y sigue llamando al pueblo cristiano a oración y penitencia.

Un Resto humilde

Avanzamos, como siempre, hacia un futuro histórico incierto, que el Señor no nos ha revelado. En todo caso, siempre que el Señor ha salvado a su Pueblo de una infidelidad generalizada, ha querido servirse, en su misericordia omnipotente, de un Resto fiel. Y es indudable que en las Iglesias locales descristianizadas de Occidente este Resto hoy existe, y a veces no tan pequeño y débil como pudiera parecer a primera vista. Muchos feligreses y sacerdotes humildes, y no pocos miembros entusiastas de movimientos, forman este Resto esperanzador, que Dios conoce y ama con inmenso amor.

De todos modos, si es la soberbia la que ha enfermado tan gravemente a las Iglesias locales descristianizadas, en ellas la vuelta a la plena vida católica no podrá realizarse sino a través de la más profunda humildad. Y esto afecta de un modo especial a los ministros sagrados del Señor. La Iglesia, a lo largo de su historia, ha padecido a veces pastores perezosos, libertinos o avaros, y ha persistido en la fe. Pero, en cambio, con pastores trabajadores, honrados y pobres -supongámoslo-, se viene abajo si son soberbios, y se atreven a violentar el Magisterio apostólico en doctrina, liturgia o disciplina.

Y es que las Iglesias de Cristo sólo pueden subsistir edificadas sobre la roca de la humildad. Su ruina progresiva es inevitable si en ellas, especialmente en sus pastores y doctores, se generaliza la soberbia, y con ella la desobediencia. Por la desobediencia de un Obispo, de un párroco o de un teólogo «muchos fueron hechos pecadores» (Rm 5,19). Ahora, pues, a estas Iglesias tan débiles y enfermas a causa de la soberbia y la desobediencia, no les queda sino volverse a Dios con oraciones como aquella de Esdras:

«Dios mío, me avergüenzo y sonrojo de levantar mi rostro hacia ti, porque estamos hundidos en nuestros pecados y nuestro delito es tan grande que llega al cielo. Desde los tiempos de nuestros padres hasta el día de hoy hemos sido gravemente culpables, y por nuestros pecados nos entregaste a nosotros, a nuestros reyes y a nuestros sacerdotes en manos de reyes extranjeros, y a la espada, al cautiverio, al saqueo y al oprobio, como ocurre hoy. Pero ahora, en un instante, el Señor nuestro Dios se ha compadecido de nosotros, dejándonos algunos supervivientes, al dejarnos un Resto y al concedernos apoyo en su lugar santo. Nuestro Dios ha iluminado nuestros ojos y nos ha reanimado un poco en medio de nuestra esclavitud... y nos ha dado ánimos para levantar el Templo de nuestro Dios y restaurar sus ruinas» (Esd 9,5-9).

Por el camino de la humildad

Dios enseña la humildad a las Iglesias no sólamente por medio de su Palabra, sino también por sus Hechos providenciales. Fijémonos aquí, por ejemplo, sólo en un tema: la extrema carencia de vocaciones sacerdotales y religiosas, con todas sus gravísimas causas y sus gravísimos efectos. En los últimos treinta años, en Occidente, la mayor parte de los pueblos de antigua cristiandad ha visto reducirse más o menos a un tercio el número de sacerdotes y religiosos, y en pocos años más ese tercio se reducirá, según las previsiones, a una mitad... Esto trae consigo, sin duda, miles de iglesias habitualmente cerradas, y más o menos abandonadas; revistas, colegios, centros catequéticos o de estudios teológicos, suprimidos o secularizados; grave disminución de las actividades litúrgicas y asistenciales, culturales o misioneras, etc.

Pues bien, el abatimiento extremo que sufrirán esas Iglesias descristianizadas les purificará de muchas arrogancias intelectuales y operativas, pasadas o actuales, y llevándoles a la humildad por este duro camino de la humillación, les abrirá de nuevo a la verdad. Así es: de la humillación a la humildad, y de la humildad a la verdad.

Es posible que algunas Iglesias hoy sumamente debilitadas persistan en su soberbia, y en ella morirán, pues «Dios resiste a los soberbios» (1Pe 5,5). Pero otras, Dios quiera que todas, volverán a la verdad por el camino de la humildad, pues «Dios da su gracia a los humildes» (ib.). En efecto, es en la debilidad extrema donde brilla con suma potencia la gracia de Cristo (+2Cor 12,9). Y donde abundó el pecado, sobreabundará la gracia (+Rm 5,20).

Entonces, las Iglesias que recuperen la salud, haciendo suyo el Resto eclesial que hoy marginan, dejarán a un lado los maestros del error que les llevaron al borde de la muerte, y asumirán de nuevo la Tradición católica, en sus exponentes antiguos y modernos. El Catecismo universal, por cierto, tendrá entonces en ellas mejor acogida.

«En su angustia, ya me buscarán», dice el Señor (Os 5,15).

Por el camino de la fe

A veces, cuando un enfermo está muy grave, se multiplican frenéticamente las acciones procurando su salud, cuando quizá lo que más le ayudaría es que le dejaran en quietud y más silencio.

¿Cómo devolver la salud y la fuerza a esas Iglesia locales tan gravemente enfermas? ¿Cómo poner fin a esa dispersión del rebaño, siempre creciente? ¿Cómo lograr que la Viña eclesial vuelva a dar el fruto de las vocaciones sacerdotales y apostólicas? ¿Qué tendrían que hacer esas Iglesias?... Cuando los judíos le preguntaron al Señor: «¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? Respondió Jesús y les dijo: La obra de Dios es que creáis en aquél que Él ha enviado» (Jn 6,28-29).

En efecto, más que hacer, lo que esas Iglesias gravemente enfermas necesitan es recuperar la verdadera fe católica, la que enseña el Catecismo de la Iglesia, sobre el mundo y el cielo, sobre el demonio y el pecado, sobre la necesidad de Cristo y de sus sacramentos, sobre la realidad de los milagros y de la resurrección de Jesús, sobre la virginidad de María y la necesidad del sacramento de la penitencia, sobre la castidad conyugal y el valor de la virginidad, etc. No está la salvación tanto en hacer esto o aquello, o en organizar grandes cosas, o en cambiar de imagen, pues todo eso será inútil y muchas veces contraproducente, sino en creer humildemente lo que la Iglesia enseña y manda. Es cuestión, ante todo, de volver a creer y predicar sin reservas la verdad católica enseñada por el Magisterio apostólico, según la Biblia y la Tradición viva de la Iglesia.

Por el camino de la esperanza

Hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.

-No tienen verdadera esperanza aquéllos que diagnostican como leves los males graves: o están ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como no tienen esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente -más optimista- decir «vamos bien».

Son falsas igualmente las esperanzas de quienes, reconociendo a su modo los males, pretenden ponerles remedio aplicándoles fórmulas doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más "avanzadas" que las de la Iglesia oficial». Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y como un «obstáculo» a la autoridad apostólica -a la que incluso a veces, sintiéndose magnánimos, también reconocen una cierta función necesaria en la máquina de la Iglesia: la de «freno»-.

Éstos, como no tienen la verdadera esperanza, una y otra vez intentan por medios humanos -métodos y consignas, nuevas organizaciones y campañas, una y otra vez cambiadas y renovadas-, lo que sólo puede conseguirse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su Iglesia.

Es falsa la esperanza de los que, como no creen en la victoria de Cristo Rey, pactan con el mundo, haciéndose sus cómplices. Sin esperanza en la fuerza de la gracia, aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo se aleje normalmente de la eucaristía o que profane el matrimonio de modo habitual. Ni siquiera se les ocurre llamar a conversión, sino que piensan: «¿cómo les vas a pedir que?».... Es decir, ellos no piden, y por tanto, no dan el don de Dios, porque no tienen esperanza: no esperan ni en la gracia de Dios, ni en la bondad potencial de los hombres asistidos por la gracia.

No tienen esperanza los que se atreven a anunciar renovaciones primaverales sin llamar primero al reconocimiento de los pecados concretos cometidos, y a la conversión y penitencia de los mismos. Pero si no llaman a conversión previa, es porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas, derrotistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados, mantienen la esperanza verdadera!

-Los que tienen verdadera esperanza se reconocen también muy fácilmente. Ellos ven los males del pueblo descristianizado: se atreven a verlos y, más aún, a decirlos, precisamente porque tienen esperanza en el poder del Salvador. No dicen que el bien es imposible, y que por eso es mejor no proponerlo; ni enseñan con sus palabras o silenciois que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».

Y es que la verdadera esperanza en Cristo les hace libres de la fascinación del mundo. Eso hace posible que no vengan a ser sus cómplices por acción o por omisión.

Éstos, como tienen esperanza, predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y verdadero.

Se atreven a predicar así el Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia misericordiosa del Salvador del mundo, procuran incluso evangelizar a los cristianos paganizados, lo que sin duda es milagro mayor que evangelizar a los paganos. Éstos están más cerca del Evangelio que aquéllos.

Es, pues, una falsedad muy grande tachar de pesimistas y de carentes de esperanza a quienes califican como graves los graves males de ciertas Iglesias. En realidad, repito, quienes los juzgan leves o prefieren silenciarlos, es porque no tienen esperanza, y los consideran irremediables.

El «Salvador del mundo» salvará al mundo

¿Cuáles son las esperanzas de los cristianos sobre este «mundo», tan alejado de Dios, tan contrario a sus pensamientos y caminos?... Nuestras esperanzas no son otras que las promesas de Dios en las Sagradas Escrituras, donde los autores inspirados aseguran una y otra vez: «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; +Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). Nos anuncia y promete el Señor que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará formidable entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia:

«Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).

Siendo ésta la altísima esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de inferioridad, ni nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni nos atemorizan los zarpazos de la Bestia, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Apoc 12,12). Sabemos, en efecto, los cristianos que al Príncipe de este mundo «le queda poco», y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de establecer con el mundo complicidades oscuras de acción o de omisión.

Nuestras esperanzas son las mismas que, por ejemplo, León XIII expresa así: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús... No faltarán seguramente quienes estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo... Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma beningnidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (1894, Epístola Apostólica Præclara gratulationis).

De modo semejante, San Pío X, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «"se amotinan las naciones" contra su Autor, "y que los pueblos planean un fracaso" (Sal 2,1), de modo que casi es común esta voz de los que luchan contra Dios: "apártate de nosotros" (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida totalmente en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se haga caso alguno de la Divinidad en la vida pública y privada. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente. Quien reflexione sobre estas cosas, será ciertamente necesario que tema que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que se han de esperar para el último tiempo; o que "el Hijo de perdición", de quien habla el Apóstol, no esté ya en este mundo... "levantándose sobre todo lo que se llama Dios... y sentándose en el templo de Dios como si fuese Dios" (2Tes 2,3-4)».

«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios... El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura... "aplastará la cabeza de sus enemigos" (Sal 67,22), para que todos sepan "que Dios es el Rey del mundo" (46,8), y "aprendan los pueblos que no son más que hombres" (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (1903, Encíclica Supremi Apostolatus Cathedra).

No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa; y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la plena victoria final del Reino de Jesucristo sobre el mundo? ¿Y habrá alguno que ignore que Cristo no vence destruyendo, sino salvando?

La prueba más dura de la Iglesia precede al advenimiento del Reino

Ni siquiera un posible desbordamiento de los males del mundo es capaz de disminuir nuestra cristiana esperanza. Precisamente, está anunciado en las Escrituras que una apostasía generalizada ha de preceder a la victoria definitiva del Reino de Cristo. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia:

«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (+Lc 18,8; Mt 24,12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (+Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará «el Misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas, mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es el Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo, colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (+2Tes 2,4-12; 1Tes 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22)» (n.675).

«La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (+Ap 19,1-19). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (+13,8), en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (+20,7-10). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (+20,12), después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (+2Pe 3,12-13)» (n.677).

A la espera de tan formidables victorias del Reino de Cristo, orando y trabajando para que se aceleren los tiempos -«venga a nosotros tu Reino», «ven, Señor Jesús»-, permanecemos y aguantamos los cristianos firmes sobre la roca de nuestra indefectible esperanza. Las victorias del Reino divino, ya realizadas en el mundo secular, nos ayudan a esperar otras mayores. Y mientras éstas llegan, no nos atemoriza el mal del mundo, ni nos desmoraliza, causándonos perplejidades paralizantes, ni tampoco nos hunde en aquella «tristeza que es según el mundo» (2Cor 7,10). Por el contrario, los cristianos, «esperando contra toda esperanza... vivimos con la alegría de la esperanza» (Rm 4,18; 12,12).

Uno mismo es el camino que se baja o que se sube

La misericordia poderosa del Corazón de Cristo, más y más revelada y comunicada: ésa es nuestra esperanza para el futuro del mundo y de todas las Iglesias, también para el futuro de aquéllas que hoy existen en los pueblos ricos descristianizados. Por gracia de Dios, guardan también estas Iglesias un Resto fiel, y todavía conservan huellas vivas de una tradición cristiana que marcó profundamente su historia, sus costumbres y su cultura. Conocen, pues, ya el camino que lleva a la plena vida cristiana: es el mismo camino que han recorrido alejándose de Cristo, pero andado en dirección contraria.

Aquel francés tan grande, San Bernardo de Claraval (1090-1153), lo dijo bien en su libro sobre Los grados de la humildad y la soberbia: «Un solo camino lleva dos nombres diferentes, de iniquidad para los que por él descienden, y de verdad para los que por él ascienden. Por un mismo camino se va y se vuelve a la Ciudad; y por una misma puerta se sale y se entra en la Casa... Si deseas volver a la verdad, no busques un nuevo camino, desconocido, pues ya conoces el que has bajado. Así pues, desandando el mismo camino, sube, humillado, los mismos grados que has bajado ensoberbecido (per eosdem gradus humiliatus ascendas, per quos superbiendo descenderas)» (9,27).