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Santificación
del tiempo
«La Liturgia de las Horas es santificación
de la jornada» (Pablo VI, Laudis
canticum 2).
El Señor nos dijo que «es necesario orar
siempre y no desfallecer» (Lc 18,1); «estad en vela, orando en todo
tiempo para que tengáis fuerza» (21,36). Y lo mismo nos mandaron los Apóstoles:
«Aplicáos asiduamente a la oración» (Rm 12,12), «perseverad constantemente
en la oración» (Col 3,2), «noche y día» (1Tes 3,10). Es una enseñanza que,
por ejemplos o palabras, es muy reiterada en el Nuevo Testamento (Lc 2,37;
24,53; Hch 1,14; 2,42; 6,4; 10,2; 12,5; 26,7; Rm 1,9s; 12,12; 1Cor 1,4; Ef 1,16;
5,20; 6,18; Flp 1,3s; 4,6; Col 4,2; 1Tes 1,2s; 2,13; 5,17; 2Tes 1,11; 2,13; 1Tim
5,5; 2Tim 1,3; Flm 4; Heb 7,25; 13,15; 1Jn 2,1).
Si el Señor nos manda orar siempre,
ello significa que quiere orar en nosotros siempre, por la acción de su
Espíritu. Por tanto, en la medida en que no oramos y que vivimos olvidados de
Dios, en esa medida estamos resistiendo al Espíritu de Jesús.
Pues bien ¿cómo podremos orar siempre?
Muchas prácticas privadas tradicionales nos ayudarán a ello: la
repetición de jaculatorias, la atención a la presencia de Dios, la ofrenda
reiterada de nuestras obras, las súplicas frecuentes ocasionadas por las mismas
circunstancias de la vida, la petición de perdón con ocasión de tantos
pecados nuestros o ajenos, las alabanzas y acciones de gracias «siempre y en
todo lugar»... Siempre y en todo lugar tenemos que avivar la llama de la oración
continua.
Pero la Iglesia, enseñada por Cristo y los Apóstoles,
nos ha enseñado para alcanzar la permanencia en la plegaria un medio sumamente
precioso: la Oración de las Horas. Por éstas van siendo santificadas
todas las horas de nuestras jornadas, y todo el tiempo de nuestra existencia va
quedando impregnado de oración, de alabanza, de súplica, de intercesión y de
acción de gracias. Así nuestra vida, haciéndose una «ofrenda permanente»,
se hace toda ella preparación y extensión de la eucaristía.
1. Santificación de la propia vida y
sentido de la existencia
Esta continuidad en la súplica, en la
intercesión y en la alabanza está entrañada en la misma identidad sacerdotal
del pueblo cristiano.
Por eso la Iglesia, fiel a su misión, «no
cesa un momento en su oración y nos exhorta a nosotros con estas palabras:
"Ofrezcamos siempre a Dios el sacrificio de alabanza por medio de él
[Jesús]" (Heb 13,15). Ella responde al mandato de Cristo no sólo con la
celebración eucarística, sino también con otras formas de oración,
principalmente con la Liturgia de las Horas, que, conforme a la antigua
tradición cristiana, tiene como característica propia la de servir para
santificar el curso entero del día y de la noche» (OGLH 10).
También el Año Litúrgico, con el ciclo
festivo que conmemora los distintos misterios del Señor a lo largo de los días,
es santificación del tiempo humano. Pero su naturaleza es diversa que la del
Oficio. La Liturgia de las Horas, cada día, es pura y esencialmente oración.
La Liturgia de las Horas es oración, pero es
también un signo litúrgico, es decir, una acción simbólica y sacramental
de la Iglesia, y está dotada por tanto de una eficacia cierta en la economía
de la salvación, no ex opere operato, como los siete sacramentos, sino ex
opere operantis Ecclesiae. No podremos insistir suficientemente sobre este
aspecto. La oración de cuantos celebran las Horas es la voz misma de Cristo
glorioso y de su Esposa, la Iglesia, y en consecuencia la celebración de
las Horas implica ciertamente una presencia activa y eficaz del Espíritu Santo,
una realización efectiva del misterio de la salvación. Esa poderosa fuerza de
gracia no se produce de igual modo en la simple oración personal, ni siquiera
en los ejercicios piadosos del pueblo cristiano reunido en oración. Aquello es
liturgia, y esto no.
El Año Litúrgico, celebrando cíclicamente
la memoria de los acontecimientos de la salvación, y la Oración de las Horas,
en cuanto oración de Cristo y de la Iglesia, tienen un valor significante y
santificante que no dudaremos en llamar sacramental, en razón de su
institución por la Iglesia. Son un medio eficacísimo de actualizar en la vida
de los hijos de Dios los misterios salvíficos del Señor, que así continúa
evangelizando, pastoreando, orando y ofreciéndose al Padre.
En este sentido, quienes celebran la Liturgia
de las Horas deben ser muy conscientes de que oran con Cristo, y que
santificando así con él, como instrumentos suyos, el tiempo de los hombres,
visibilizan su plegaria eterna ante el Padre.
Santificar el tiempo
es, pues, dedicarlo al servicio de Dios, y vivirlo como un instrumento
providencia para entrar en relación con él. Es, por tanto, glorificar al
Padre, sujetando a su influjo benéfico toda nuestra historia personal y
colectiva. Es, en fin, introducir la salvación en el tiempo y humano, y hacer
que brille en nuestro valle la luz gloriosa de Dios.
Por eso, la Iglesia viene insistiendo en que
la recitación del Oficio Divino se haga «en el tiempo más aproximado al
verdadero tiempo de cada Hora canónica» (SC 94; OGLH 11). De este modo,
siguiendo el ejemplo de Cristo y de los Apóstoles, dedicándonos a la oración
en la horas legitimae instituídas por la Iglesia, santificaremos el
curso entero de nuestra existencia.
2. Consagración a Dios de las obras y los
trabajos
La Oración de las Horas centra en Dios la
vida de los fieles, y ajustándose al
ritmo biológico y secular de la naturaleza -día y noche, trabajo y descanso,
vigilia y sueño-, asegura al Pueblo de Dios una armonía permanente entre la
acción y la contemplación, entre el tiempo laborioso y el festivo, entre la
atención a este mundo y la expectación del cielo. En una palabra, hace que los
fieles participen de la armonía de la vida de Cristo:
«Su actividad diaria estaba tan unida a
la oración que incluso aparece fluyendo de la misma, como cuando
se retiraba al desierto o al monte para orar, levantándose muy de mañana, o al
anochecer, permaneciendo en oración hasta la cuarta vigilia de la noche» (OGLH
4).
¿Pero esta armonía, siempre mantenida, entre
orar y laborar, realizable sin duda en la vida monástica, no será
un ideal imposible para los sacerdotes, religiosos y laicos que viven en el
mundo? El Vaticano II pedía expresamente que en la ordenación de la plegaria
eclesial se tuvieran en cuenta las condiciones de la vida actual (SC 88).
En estas condiciones de la vida moderna se presentan sin duda dificultades
peculiares para un ritmo habitual de la oración, como pueden ser a veces
jornadas laborales prolongadas, seguidas de largos descansos, tiempos empleados
en viajar al trabajo, horarios cambiantes, difícilmente previsibles, etc. Pero
también se dan facilidades considerables, al menos en relación a épocas
pasadas: limitación acentuada del horario laboral, racionalización ordenada de
los tiempos de trabajo, horarios fijos, fines de semana y vacaciones mucho más
amplios, etc. No exageremos las dificultades. De hecho, la gran mayoría de los
ciudadanos modernos viven un horario sumamente rutinario, y cada día -según
nos informan las estadísticas- dedican a la lectura de los diarios media o una
hora, y a la contemplación de la televisión dos o tres horas. Y todo ello con
una considerable regularidad, aunque haya días en que no puedan
hacerlo...
Imitando a Jesús, nosotros debemos abrir
espacio en nuestra vida para la oración, lo que, no siempre, pero a veces,
nos exigirá madrugar, o trasnochar, o despedirnos de la gente con quien estamos
-como él lo hacía, llegado el caso (+Mc 6,46). La experiencia, no sólamente
la teoría, nos enseña que generalmente los cristianos que valoran de
verdad la oración como un valor esencial, hallan tiempo para ella, y que
incluso lo hallan con una cierta regularidad diaria. La oración privada, «en
lo secreto» (Mt 6,6), sea o no la de las Horas litúrgicas, no suele ser en
modo alguno irrealizable.
Pero ¿y la celebración comunitaria de la
Oración de la Iglesia? ¿Será preciso considerarla generalmente imposible
para los fieles seculares? Los cristianos han de hacerse más y más conscientes
no sólo de que están llamados a orar, sino de que están llamados a orar en
común, en cuanto miembros de una comunidad cristiana y con ella, y que
deben hacer cuanto les sea posible -más no- para unirse con sus hermanos en la
Oración de la Iglesia, para que ésta mantenga siempre viva la oración de
Cristo, manifestándola sacramentalmente ante el mundo. Pensar que los laicos
deben rezar cuando puedan y se acuerden, pensar que con tal de que la gente rece
ya queda asegurado el mandato de Cristo y de los Apóstoles, pensar que, para el
caso, da igual hacer el ofrecimiento de obras por la mañana o celebrar los
Laudes, pensar que viene a ser lo mismo rezar unas avemarías o «lo que dé más
devoción» que tomar el Libro de las Horas, y en él la Biblia, tal como nos lo
ofrece la Iglesia, viene a ser equivalente a creer que es lo mismo una lectura
piadosa de la Pasión que celebrar la eucaristía; o que es lo mismo
arrepentirse interiormente de los pecados que reconciliarse con Dios en el
sacramento del perdón: es, en resumen, ignorar que la grandeza cultual y
santificante de la Liturgia de las Horas le viene de que es liturgia, y
de que por tanto es acción sacerdotal de Cristo y de la Iglesia, de la
que el orante trata de participar.
En fin, dejando a un lado problemas prácticos,
que habrán de ser resueltos pastoralmente según las circunstancias, insistamos
en considerar la eficacia santificante del Oficio Divino para los que lo oran.
a) El diálogo con Dios. «La
santificación humana y el culto a Dios se dan en la Liturgia de las Horas de
forma tal que se establece aquí aquella especie de diálogo entre Dios en los
hombres, en el que "Dios habla a su pueblo... y el pueblo responde
a Dios con el canto y la oración"(SC 33)» (OGLH 14). De este modo, la
santificación de los orantes viene obrada por el Espíritu Santo, cuya
presencia en la oración litúrgica de la Iglesia es infalible y segura,
precisamente por su carácter sacramental.
b) La Palabra divina vivificante. El
Oficio Divino guarda y acrecienta continuamente en los fieles el sensus fidei,
como todas las acciones sacramentales de la Iglesia (+SC 59), pues «los que
participan en la Liturgia de las Horas pueden hallar una fuente abundantísima
de santificación en la Palabra de Dios, que tiene aquí principal importancia.
En efecto, tanto las lecturas como los salmos que se cantan en su presencia están
tomados de la Sagrada Escritura, y las demás preces, oraciones e himnos están
penetrados de su espíritu» (OGLH 14).
c) La intercesión suplicante. La Oración
litúrgica es impetración poderosísima, pues «no es sólo la voz de la
Iglesia, sino también la misma voz de Cristo, ya que las súplicas se profieren
en el nombre de Cristo, es decir "por nuestro Señor Jesucristo", y la
Iglesia continúa así las plegarias y súplicas que brotaron de Cristo durante
su vida mortal, por lo que poseen singular eficacia» (OGLH 17). Y esta eficacia
suplicante, que es en favor de todos los hombres, es sin duda en favor
primeramente de los mismos orantes.
3. Para que la acción pastoral dé fruto
La Oración de la Iglesia es medio
eficacísimo y al mismo tiempo es fin de toda la acción pastoral. De
esto han de tener clara conciencia cuantos, con la misión pastoral, han asumido
«el deber de orar por su grey y por todo el pueblo de Dios» (OGLH 17). Pero
incumbe también a todo el pueblo de Dios, que participa de la misión apostólica
de la Iglesia. En efecto,
«la comunidad eclesial ejerce (medio)
su verdadera función de conducir las almas a Cristo no sólo con la caridad, el
ejemplo y los actos de penitencia, sino también con la oración... Los que
toman parte en la Liturgia de las Horas contribuyen de modo misterioso y
profundo al crecimiento del pueblo de Dios (+PC 7), ya que las tareas apostólicas
se ordenan (fin) "a que todos, una vez hechos hijos de Dios por la
fe y el bautismo, se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen
en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10)» (OGLH 17-18).
La genuina naturaleza de la Iglesia exige que
«en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo
invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad
futura que buscamos» (SC 2). Según este planteamiento, tan verdadero, el
Oficio Divino es cumbre y fuente de la actividad de la Iglesia, como lo es
toda la liturgia (10).
Y por eso mismo ha de decirse que la
Liturgia de las Horas pertenece a la esencia de la Iglesia, del mismo modo
que la evangelización o la eucaristía, igual que los sacramentos, el
testimonio o la acción caritativa y social. Los que celebran la Liturgia de las
Horas deben, pues, estar ciertos de que colaboran en ella a la difusión del
Reino lo mismo, y más si cabe, que cuando se empeñan en otras tareas nobles y
necesarias,
«pues sólo el Señor, sin el cual nada
podemos hacer (Jn 15,5), y a quien acudimos con nuestros ruegos, puede dar a
nuestras obras la eficacia y el incremento (SC 85), para que diariamente seamos
edificados como morada de Dios en el Espíritu (Ef 2,21-22), a la medida de la
plenitud de Cristo (Ef 4,7), y redoblemos las energías para llevar la buena
nueva de Cristo a los que están fuera (SC 2)» (OGLH 18).
4. Dimensión escatológica de la Liturgia
de las Horas
En toda «liturgia terrena pregustamos y
tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos
dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios,
como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (Ap 21,2; Col 3,1; Heb
8,2)» (SC 8). Ahora bien, en el cielo, Cristo vive siempre para interceder
por nosotros ante el Padre (+Heb 7,25; 1Jn 2,1).
Según esto, podemos estar ciertos de la
presencia de Cristo glorioso en las Horas litúrgicas, y de que éstas no
son sino «la voz de Cristo, con su Cuerpo, que ora al Padre» (SC 84; OGLH 15).
De él, pues, reciben las Horas toda su fuerza cultual y suplicante. De él, de
la Virgen María y de los Apóstoles, de los bienaventurados y de los ángeles,
reciben la Liturgia de las Horas toda su dignidad, santidad y belleza.
«Con la alabanza que a Dios se ofrece en las
Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente
resuena en las moradas celestiales; y siente ya el saber de aquella alabanza
celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y del Cordero, como Juan
describe en el Apocalipsis» (OGLH 16).
Por otra parte, en esta dimensión escatológica
de la liturgia en general, y de las Horas en particular, no hay ningún
escapismo angelista, ni olvido alguno de los compromisos temporales. Al
contrario, la esperanza del Reino, avivada en la Liturgia de las Horas,
potencia a los cristianos en orden a la transformación del mundo presente.
«Hasta nosotros ha llegado la plenitud de los
tiempos (+1Cor 10,11), y la renovación del mundo está irrevocablemente
decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente (LG 48). De
este modo la fe nos enseña también el sentido de nuestra vida temporal, a fin
de que unidos con todas las criaturas anhelemos la manifestación de los hijos
de Dios (Rm 8,15). En la Liturgia de las Horas proclamamos esta fe, expresamos y
alimentamos esta esperanza, participamos en cierto modo del gozo de la perpetua
alabanza y del día que no conoce ocaso» (OGLH 16).
La Iglesia, cuando ora y canta salmos,
santificando el curso del tiempo humano, está haciendo presente en este mundo
visible el misterio de la salvación y está haciendo eficaz su llegada a los
hombres.
Ficha de trabajo
1. Textos para meditar:
-Mt 9,35-38: Oración y anuncio del Reino.
-Rom 8,14-3: La acción del Espíritu en la
vida y en la creación.
-Col 3,12-17: Todo lo que hagáis, hacedlo en
el nombre del Señor.
2. Textos para ampliar:
J. CASTELLANO, Teología y espiritualidad de
la Liturgia de las Horas, en La celebración en la Iglesia, Salamanca
1990, 361-428.
3. Para la reflexión y el diálogo:
1. ¿Es necesario que la vida de cada día, el
trabajo, la convivencia familiar, el descanso, la sana diversión, etc. estén
referidos a Dios de manera explícita, o basta el hecho de estar bautizados para
que nuestra existencia tenga sentido? 2. ¿Estamos convencidos de que la oración
es necesaria, no por parte de Dios, sino para nosotros? 3. ¿De qué manera
llevamos a la oración nuestra vida y nuestro mundo: cuando contemplamos, cuando
damos gracias, cuando pedimos, etc.? 4. ¿Es concebible la evangelización y
cualquier acción pastoral que no vaya precedida, acompañada y seguida de la
oración?