CAPITULO III

RAZÓN Y FE EN EL TRABAJO TEOLÓGICO

 

 

Hasta ahora hemos considerado a la Teología bajo el punto de vista de su objeto; consideremos ahora al sujeto que se dedica al estudio de la Teología, al teólogo. Surge en seguida una cuestión: el trabajo teológico, ¿es obra puramente de la razón? ¿es una reflexión de tipo filosófico sobre una materia calificada como revelada, de modo que incluso un hereje o un historiador de las religiones puedan dedicarse a ella lo mismo que un creyente? O por el contrario, no hay Teología sin fe, y ¿con qué título interviene en ella la fe? Para comprender mejor el papel respectivo de la fe y de la razón, atenderemos al trabajo teológico en sus diferentes etapas.

 

 

1.- La fe en busca de inteligencia.

 

a.- En su principio, la Teología es sobrenatural. En efecto, en el origen de todo conocimiento teológico nos encontramos con un doble don de Dios: el don de la Palabra de Dios y el don de la fe para adherirse a esa Palabra con certeza absoluta; porque la fe no es el resultado de una demostración apologética, sino un don de la Gracia: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae” (Jn 6,44). Toda Teología descansa en una doble iniciativa: iniciativa de Dios que sale de su misterio para entrar en comunicación con el hombre en un diálogo de amistad, e iniciativa de Dios que invita a creer en la palabra escuchada, como dirigida personalmente a cada uno.

 

b.- La fe suscita la Teología, tanto en el plano de la adhesión de fe como en el plano del objeto de fe. La fe no es todavía una visión de Dios: “Caminamos en la fe y no en la visión” (2 Cor 5,7). Vivimos en una relación de palabra y de audición, de testimonio y de fe. Creemos en el misterio por la Palabra, sin verlo, y no tenemos acceso a Dios más que a través de unos signos: signos de la carne de Cristo y signos de su palabra humana. La fe es una primera posesión, imperfecta y oscura todavía, del objeto que aspira a conocer. Tiende a la experiencia luminosa del Dios vivo cuyo testimonio acoge, y aspira a contemplar al descubierto lo que sabe que constituye el objeto de su felicidad. Por esta razón hay en el seno mismo de la fe un apetito de visión, un deseo de conocer y de ver. La adhesión al mensaje y la tendencia a la visión son dos aspectos esenciales del acto de fe, porque al no ver, la fe busca comprender.

 

La Teología no es mejor que la fe, pero es un intento por responder a ese deseo de visión que sólo se saciará en la otra vida. Por tanto, hay en la fe un dinamismo de búsqueda del espíritu, y en la fe está siempre presente un comienzo de búsqueda intelectual.

 

El mensaje de fe provoca, por lo tanto, el apetito del espíritu; no por una simple curiosidad intelectual, sino porque la verdad que él revela se presenta como el valor supremo para la vida humana, como lo que le da su sentido último y hace que la vida valga la pena de ser vivida. Es porque la Palabra de Dios tiene una riqueza inagotable que estimula indefinidamente al espíritu y al corazón.

2.- La inteligencia teológica bajo la luz de la fe.

La fe, aun sin la caridad, no deja de ejercer su influencia durante todo el trabajo teológico; en primer lugar en el sentido en que la certeza de fe preside al trabajo teológico, asegurando su validez. En efecto, por su fe el teólogo tiene como absolutamente ciertas unas verdades que no podría conocer ni por su experiencia ni por su reflexión; en razón de esta certeza, se dedica a comprender el sentido de la Palabra de Dios, y no solamente las fórmulas y las proposiciones que enuncian el misterio, sino el misterio mismo; así, cuando el teólogo afirma que hay en Cristo dos naturalezas y una persona, tiene como absolutamente cierto que estas palabras corresponden a la realidad, y por eso intenta comprender esa realidad.

 

Si el teólogo no estuviera apoyado por su fe, se encontraría en la condición de aquel que lleva a cabo una investigación sobre una religión diferente de la suya, pero sin compartir su credo. En ese caso su estudio no sería ya la ciencia de Dios y de las realidades divinas reveladas y creídas, sino una ciencia sin principios. Por eso un ateo o un hereje formal no podría ser considerado como teólogo en sentido propio.

 

La fe ejerce su influencia en el curso del trabajo teológico, no solamente porque su certeza presida todas las investigaciones asegurando su validez, sino también en razón del dinamismo continuo de su luz. En efecto, la gracia de la fe identifica al hombre con el mundo superior del Evangelio. Por medio de la fe, Dios imprime en la inteligencia humana una inclinación hacia él, y atrae al hombre para que conforme su conocimiento con el conocimiento mismo de Dios. Por medio de la fe recibe estímulo y dirección la reflexión teológica; por medio de ella, el teólogo intenta comprender y al mismo tiempo procura conformar su reflexión con la verdad de Dios. Todo este trabajo se lleva a cabo a la luz de Dios que inclina y atrae por la fe, y bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia, intérprete autorizado de la Palabra revelada.

 

La razón humana, por su parte, se sirve de todas las leyes del razonamiento y de la técnica humanas, con todas las exigencias de la ciencia; concretamente en materia de método, de sistematización y de unidad. Su actividad se ejerce de diversas maneras:

 

a).- Establece el hecho de la revelación o de la Palabra de Dios en la historia, y el hecho de la Iglesia como depositaria y mediadora de esta Palabra a través de los siglos. b).- Define la verdad revelada, demostrando que no es ni imposible ni desprovista de sentido, sino soberanamente inteligible. c).- Prosigue esa inteligencia fructífera de los misterios que define el Concilio Vaticano I en estos términos: “Cuando la raíz, iluminada por la fe, busca con diligencia, piedad y prudencia, llega, con la gracia de Dios, a cierta inteligencia de los misterios que es sumamente fructuosa, y esto bien por los caminos de la analogía con los conocimientos naturales, bien por la revelación de los misterios entre sí y con el último fin del hombre” (D. 1,796).

 

3.- Teología y dones del Espíritu.

 

Lo que hasta aquí hemos dicho del trabajo teológico vale también para el teólogo que no tuviera más que la fe, sin caridad. Pero vamos a considerar ahora la actividad teológica que se llevaría a cabo con una fe abierta a la caridad y a los dones del Espíritu, como sería la condición para una Teología capaz de producir sus mejores frutos.

 

Con la gracia santificante, con la fe viva, recibimos en diversos grados los dones del Espíritu Santo. Mientras que las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad nos hacen obrar sobrenaturalmente, los dones del Espíritu tienen como finalidad hacernos dóciles a su acción. El don de inteligencia, en concreto, hace al espíritu más agudo para penetrar las verdades de la fe, y el don de la sabiduría infunde en el alma del teólogo, en relación con el objeto de fe, una identidad afectiva que le permite juzgarlo correctamente según el pensamiento divino. Una vez sentado esto, afirmamos que la investigación teológica (que mueve todos los resortes del razonamiento humano) dispone todavía de un poder de penetración superior, fundado en la adaptación de la voluntad humana a la voluntad divina, el cual es fruto de la fe viva y de los dones del Espíritu Santo.

 

“El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él” (1 Cor 6,17). “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios” (1 Cor 2,14).

 

Pero el que ha nacido del Espíritu y vive del Espíritu, juzga según el Espíritu del Señor. La unión con Cristo incita al teólogo en la dirección del objeto de fe, concediéndole que pueda conformarse con el pensamiento de Cristo y captar correctamente sus implicaciones y consecuencias. Lo mismo que un amigo puede penetrar mejor que nadie en el pensamiento de su amigo, también el teólogo participa de algún modo de la conciencia de Cristo; de esa manera tiene en sí mismo los pensamientos, los sentimientos y los juicios de Cristo sobre Dios y sobre los hombres, y Cristo, por su Espíritu, informa y dirige su marcha y le da una viva inteligencia de su misterio.

 

Guardando las debidas proporciones, hay que decir otro tanto de nuestra condición personal. ¿Cuál es el objeto de la investigación teológica sino la Palabra de Dios en Jesucristo? y ¿quién puede darnos la inteligencia de esa palabra sino el Espíritu de Cristo? La Teología no producirá sus mejores frutos en nosotros sino cuando permanecemos en el amor de Dios bajo la guía del Espíritu. El único maestro que puede abrirnos los ojos a la presencia de Cristo en su Palabra es el Espíritu. Sólo él, escuchado con docilidad en la oración y seguido dócilmente en la vida, nos dará esa identificación afectiva por la que podremos penetrar en la profundidad del misterio divino y gustar de su suavidad, porque la Teología es la ciencia de nuestra vida en Cristo.