El misterio de la Cruz 

"Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado". Es el grito desesperado de Cristo, verdadero hombre, desgarrado por la soledad. Es el mismo grito del hombre actual que reclama a Dios una palabra de aliento y que mira al Cielo sin encontrar la sonrisa de Dios. Es la desesperación de la muerte, la agonía de la nada, la depresión del sinsentido, la angustia del sufrimiento. El grito de Cristo-sacerdote es el grito de Humanidad sufriente y desesperanzada, que camina sin destino, incrédula de la Providencia divina.  

Una sociedad que -como la española- invierte 10.000 millones de dólares anuales en la prostitución y disfruta sin reparo moral alguno la esclavitud sexual de 300.000 mujeres. Una sociedad que vive de espaldas a la muerte y que contempla la vida como una amenaza. Una Humanidad dividida entre la opulencia y la miseria más indigna. Malos mimbres para construir una paz verdadera que -como recuerda la encíclica Pacem in terris- tiene su base en la libertad, la justicia, la verdad y el amor. 

Nuestra sociedad devalúa en amor haciéndolo interino y descomprometido. Se convierte así en dos egoísmos encontrados, cuya explosión no tarda en llegar. Y la devaluación del amor genera soledad y ensimismamiento, cultura de la sospecha y rechazo a la vida. La crisis de la natalidad en España es la muestra palpable de la angustia vital en la que vivimos los españoles. Una angustia que nos ha llevado a asumir con cierta tranquilidad que cada año 70.000 españolitos pierdan la vida en el seno de sus propias madres. 

La tragedia de la muerte se traslada a la vida. Porque si la vida indefensa no merece la pena, ninguna vida merece la pena. Es el cuadro más sombrío de la cultura de la muerte denunciada por el Papa. Por eso, el grito de Cristo en la Cruz nos representa a todos. Es el grito de Dios por una Humanidad doliente ante el sentimiento de orfandad. El mundo vive apagado bajo la sombra del Viernes Santo. Un día sin la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Un día ensombrecido por la ausencia de Dios... 

El drama de nuestro tiempo es que nuestro contemporáneos han olvidado la alegría de la Resurrección, el gozo de la Esperanza, la sonrisa de un Dios que no abandona a sus criaturas. No estamos huérfanos. Dios sigue empeñado en ser nuestro Padre y en ofrecernos el perdón. Un empeño irracional y hasta estúpido para nuestra corta mirada. Pero tan real como los ojos que visualizan estas pantallas: Dios se humilla a diario para ofrecernos la esperanza de volver a empezar de nuevo. Kilómetro cero y sin esperar nada a cambio. Sólo por Amor. ¿No es increíble? 

Los cristianos necesitamos recuperar la alegría del perdón y de la reconciliación. Necesitamos vibrar con el regalo de un Dios que se abaja hasta la peor de las humillaciones. Ese es el Padre. Por eso, somos hermanos. La fraternidad no se explica sin una misma filiación. Ese es nuestro Dios. El que se desgasta por Amor a los hombres, aunque nos empeñemos en negarle con nuestros hechos y leyes. El que nos ama traspasando los límites de lo ridículo, aunque nos empeñemos en vivir de espaldas a Quien nos ofrece la Felicidad eterna. 

Y es un Dios de vivos, no de muertos. Es un Dios de espíritus jóvenes, no de arrugados. Es un Dios de hombres libres, no de esclavos ni de superhombres. Es un Dios triunfante en la Gloria del Amor, no el fracasado del que hablaban los de Emaús. Ese es el Dios de la Resurrección que festejamos con solemnidad en la Vigilia del Sábado Santo. El único momento de la liturgia católica en la que se pronuncia aquello de "Feliz culpa que mereció tal Redentor". ¡Bendito pecado! ¡Bendita miseria! Bendita humillación que permitió rescatarnos de la limitación humana para regalarnos la infinitud de la Vida... ¡Festeja la Fiesta de la Vida! ¡Reconcilia tu miseria con Quien te amó desde el principio!

Sólo Dios