10. La adolescencia: ¿Maravillosos años?

> Introducción

Cuando hablamos de adolescencia nos referimos al período de transición de la infancia a la adultez. Esta definición indica ya que estamos, no solo ante un proceso psicológico sino también, ante un fenómeno eminentemente social.

Esto hace que los limites de esta etapa no estén claramente definidos, ya que, aunque podemos fijar su comienzo en el hecho biológico de la pubertad, su término depende mucho de los usos y costumbres de cada sociedad y cultura.

A lo largo de la historia ha habido épocas y lugares donde esta etapa ni siquiera ha existido o ha sido muy breve. Sin embargo, actualmente, en nuestra sociedad occidental, este momento de la vida se prolonga cada vez más. Las exigencias del mercado laboral por una parte y la falta de trabajo por otra, hacen que se alargue cada vez más el tiempo de formación y preparación. Se tarda más en asumir responsabilidades y lograr la independencia con lo cual la madurez se alcanza bastante más tarde.

 

> Creación de identidades

Durante la adolescencia se constituye la identidad individual y social de la persona. Se consolidan las competencias personales y se lleva a cabo el ajuste social. Es éste un ajuste especialmente complicado pues, por una parte, se espera del muchacho que actúe como adulto, cuando, por otra, realmente no se le considera como tal. Esto se pone de manifiesto en tantas ocasiones en que le recriminamos que no proceda con madurez suficiente en algunos asuntos, mientras le estamos diciendo, para otras cuestiones, que aun no tiene edad. Esta realidad queda perfectamente recogida en la frase: "Somos mayores para lo que os conviene".

No cabe duda que desde el punto de vista biológico es verdaderamente un adulto, pero no desde el punto de vista social.

Uno de los aspectos de su persona que ha sufrido un crecimiento y evolución más rápido ha sido su propio cuerpo, el cual se ha visto sometido a grandes e importantes cambios. El joven tiene que empezar a construir, de nuevo, su identidad personal, y lo hace comenzando por su físico. Es ésta la época del espejo y de las comparaciones. Tiene que acostumbrarse a su nueva imagen, reconocerse e identificarse con ella. Será ésta uno de los focos principales de atención y preocupación, hasta el punto que le afectará seriamente a su autoestima. Cuanto más atractivo y hábil crea el adolescente que es su cuerpo, tanto más elevada será la estima que se profese a sí mismo.

Es frecuente observar que, a esta edad, las declaraciones de los más allegados y significativos para el muchacho son menos favorables que en edades más tempranas. Lo que antes eran halagos, palmadas en la espalda, expresiones de afecto y mimos ahora se convierten en reproches, llamadas de atención, exigencias y críticas. Esto provoca un considerable descenso de su autoestima. Acentuado en un momento en que experimenta, más que nunca, una enorme necesidad de reconocimiento por parte de los demás. La vivencia de esta situación donde constantemente se le está regañando, le lleva a un fuerte sentimiento de incomprensión, y, según el grado y las circunstancias, puede suponer un freno, un retroceso, e incluso, una desviación o deformación, en su proceso evolutivo.

Los padres y educadores deberían tener en cuenta este hecho para recurrir, en su intervención pedagógica, más al premio y a la recompensa por los logros conseguidos que al castigo y al sermoneo por las deficiencias que todavía presente. Es decir, deben buscarse técnicas educativas que fomenten la motivación y la autoestima, facilitando así su aceptación personal, al tiempo que favorecemos su desarrollo y crecimiento psicológico.

 


> Toma de responsabilidades

Como medio para facilitar y estimular la maduración personal del adolescente es recomendable que vayamos gradualmente dándole responsabilidades. Esto, además de tener un gran valor educativo, reduce considerablemente los conflictos, acelera su proceso de crecimiento individual, aumenta su autoestima y crece en él la confianza, valoración y aprecio hacia sus padres.

 

> Diálogo y negociación

La pubertad trae consigo comportamientos que preparan y anticipan su futura separación de la familia. Los hijos se muestran más reservados, dan cada vez menos explicaciones a los padres acerca de su propia vida y surgen reivindicaciones de autonomía e independencia, que son fuente de problemas y enfrentamientos entre padres e hijos, sobre todo en los varones. La hora de llegar por la noche, la solicitud de permiso para determinadas salidas o actividades, la cantidad de dinero que consideran deben tener a su disposición, etc., serán muchas veces origen de discusiones y conflictos.

Todo esto habrá que saber negociarlo con un talante, formativo, dialogante, y buscando siempre educar en la responsabilidad.

Debemos dejar claro que este proceso progresivo de emancipación es bueno, necesario y positivo. Es, por tanto, tarea del educador ayudarle a hacerlo de una forma adecuada. Pues, de no llevarse a cabo, nos encontraríamos después con un adulto convertido en eterno adolescente. Correría el peligro de anclarse en un comportamiento caracterizado por:

- Los sentimientos de inferioridad.
- Incapacidad de tomar decisiones.
- Pautas de comportamiento irresponsable.
- Ansiedad y parasitismo social.
- Egocentrismo y narcisismo.

La salida del adolescente de la órbita paterna coincide con su ingreso en el ambiente de su grupo y de sus compañeros. Surge de esta manera la intimidad interpersonal que se lleva a cabo de forma diferente en las chicas que en los chicos. Éstos últimos la desarrollan más despacio y más tarde y poniendo más énfasis en los componentes prácticos y utilitarios, mientras que ellas dan más importancia a los aspectos afectivos y expresivos.

Existe una opinión generalizada y bastante errónea en torno a este proceso. Muchos piensan que, irremediablemente, la influencia de los padres disminuye considerablemente al cobrar relieve e importancia el grupo de amigos. Esto no solo se ha demostrado que es falso, sino que en ocasiones sucede todo lo contrario: cuando los compañeros proceden de la misma clase y grupo social, la relación entre iguales contribuye a apoyar y potenciar los valores parentales.

Si los padres han sido hasta ahora verdaderamente significativos para los hijos sus criterios tendrán un peso decisivo en los temas que afectan a proyectos personales de envergadura y al porvenir del adolescente, aunque, seguramente, seguirá más a sus compañeros en decisiones puntuales, en gustos pasajeros, modas y cuestiones que afecten a su presente o futuro inmediato.

El pensamiento formal, propio de la edad adulta, empieza a aparecer en este momento y lleva consigo la capacidad de razonamiento abstracto, con lo cual los horizontes intelectuales del muchacho alcanzan una amplitud antes inimaginable, que le permite planteamientos y reflexiones complejas y sofisticadas.

A partir de estos años la labor educadora requiere estar a la altura de las circunstancias para responder a las nuevas exigencias intelectuales del joven.

 

> Normas y valores

A esta edad es cuando realmente se define la orientación moral del chico. Si desde la segunda infancia veníamos preparando al muchacho en el tema de los valores. Ahora es cuando estos cobran verdadero significado para él. Ya tiene capacidad para captar el sentido profundo de las normas y entiende perfectamente que éstas responden a determinados intereses, bienes o valores que queremos preservar.

Todo esto lo ha hecho suyo mediante un proceso de interiorización. De tal modo que el chaval que ha sido correctamente educado expresará estos criterios como propios.

Esta etapa conlleva la superación del egocentrismo. Aunque, paradójicamente, aún queden restos, sobre todo en el terreno afectivo, poco a poco, se irán venciendo.

La recién estrenada capacidad de ponerse en el lugar del otro despierta la sensibilidad social y le ayuda a tomar conciencia de las necesidades ajenas. Esto explica los sentimientos altruistas que se presentan de forma acentuada en este momento de la vida.

El educador cristiano no debería pasar por alto esta oportunidad que ofrece la psicología propia de la adolescencia sin canalizar adecuadamente estos deseos de servir a los demás y orientarlos hacia fines específicos, ayudándole a descubrir además su propia vocación dentro de la Iglesia y del mundo.