TEMA IX
CONDENADO Y CRUCIFICADO

 

1. - Marco histórico

El hecho de que Jesús de Nazaret fue ejecutado en una cruz pertenece a las realidades más ciertas de la historia de Jesús. Más difícil es ya la fecha concreta de su crucifixión. Los cuatro evangelistas concuerdan en afirmar que fue el viernes de la semana pascual judía.

Se discute si fue el 14 ó el 15 de nisán (quizá marzo-abril). Para lo sinópticos la última cena de Jesús parece que fue pascual, en cuyo caso Jesús habría muerto en la cruz el 15 de nisán. No ocurre así en Juan; para él Jesús murió el día de la preparación de la fiesta de pascua cuando se sacrifican los corderos en el templo, o sea, el 14 de nisán. Muy en conformidad con esto Juan no presenta la última cena de Jesús con sus discípulos como pascual, sino como de despedida. Sin duda que en ambas perspectivas juegan su papel motivos teológicos. Los sinópticos están interesados en resaltar como pascual la última cena, mientras que en Juan domina el interés por presentar a Jesús como el verdadero cordero pascual (19,36). La decisión de la cuestión histórica no es fácil. Pero hay algo que se inclina a favor de la exposición joánica. Pues es improbable que el sanedrín se reuniera el día más solemne de los judíos. Apoyan el que Jesús muriera en la víspera de la pascua también los siguientes detalles: que los discípulos y los esbirros lleven armas; que Simón de Cirene venga del campo. A base de cálculos astronómicos se llega al 7 de abril del año 30 d. C. Como el día más probable de la muerte de Jesús.

La crucifixión era una forma romana de ejecución. Se aplicaba sobre todo a los esclavos. Los ciudadanos romanos no podían ser crucificados, sino sólo decapitados. Porque la crucifixión pasaba no sólo por especialmente cruel, sino también por una pena sumamente infamante. Cuando los romanos imponían a guerrilleros independentistas (a los terroristas) esta pena de muerte propia de esclavos, equivalía a una burla cruel (recordemos que la soldadesca romana se burla de Jesús como rey de los judíos, vestido con un manto de púrpura y coronado de espinas; de esta forma parodian el delito por el que es condenado).

Escribe Cicerón: La idea de la cruz tiene que mantenerse alejada no sólo del cuerpo de los ciudadanos romanos, sino hasta de sus pensamientos, ojos y oídos. Entre gente bien ni siquiera se podía hablar de una muerte tan denigrante. Por tanto, Jesús fue ejecutado como rebelde político. Lo prueba también el título de la cruz: Rey de los judíos. ¿Cómo se buscó para Jesús esta forma de muerte?

2. - La cruz de Jesús

La actividad pública de Jesús fue interrumpida violentamente, tronchada en vivo, al cabo de dos o tres años.

La muerte de Jesús es obra de los hombres y camino de Jesús (en modo alguno obra o voluntad, sapientísima e incomprensible, de Dios; como si los hombres no hubieran sido en ella más que puras marionetas). La muerte de Jesús fue consecuencia de su vida: fue la muerte del condenado, del que es echado fuera del sistema humano. Y por eso, es expresión de la conflictividad de su vida: pronta oposición a su predicación y a su actuación; crisis que marca más o menos el punto medio de su vida pública, que le hace cambiar de táctica (hablar en parábolas, retirarse, etc.); pide a los discípulos una definición ante él: las masas le han malentendido, el reino no llega, la conversión no se produce, el conflicto con los jefes va estallando (probablemente las dos causas que más lo agudizan son la actitud de Jesús ante la ley y ante los marginados sociales), los fariseos piden una señal y los discípulos no entienden.

En confrontación con todos estos hechos, Jesús va tejiendo sus estrategias y sus formas de conducta, en fidelidad única y total al Abbá y al Reino. Pero ello sólo fue agudizando el conflicto. Al final todos parecen estar contra Jesús: judíos y romanos, jefes y pueblo, Herodes y Pilato. Unos por irritación y otros por desengaño o por miedo. Para todos es absolutamente necesario que muera. (Siempre es necesario matar al pobre y al débil!

Esta conflictividad debió resultar totalmente incomprensible para el propio Jesús: le provocó reacciones de tristeza o de enfado (Mc 3,5), y le puso frente a la tentación; pero, sobre todo, le configuró como el iniciador y consumador de la fe, como el creyente auténtico que Jesús fue: el que ha renunciado a verle las cartas a Dios, pero sigue fiándose en todo lo que espera del Padre: el Reino y el hombre auténtico... Como dice el NT aunque era Hijo va aprendiendo la obediencia (Heb 5,8), o como traduce un autor latinoamericano: si en la primera etapa de su vida Jesús había puesto al servicio de su causa todo lo que tenía, todos sus poderes: su tiempo, su palabra, su irradiación, su capacidad taumatúrgica..., ahora aprende que ha de poner al servicio del Reino todo lo que él es.

Una improvisada detención en Jerusalén durante las fiestas de pascua, un proceso sumario y políticamente bastante complicado y, finalmente, la espantosa condena a la crucifixión. Sobre esta dramática conclusión del caso del profeta de Nazaret existe convergencia unánime de las fuentes históricas, incluidas las no cristianas.

La crucifixión es la última imagen que la historia nos ha dejado de él. En adelante, decir cruz equivaldrá a decir sencillamente Jesús de Nazaret. En la memoria de los hombres que lleguen a conocerle mucho o poco, Jesús permanece para siempre clavado en la cruz, signo de contradicción entre quien lo acoge así, en su singular afrenta, y quien considera deber rechazarlo.

El Crucificado, recuperado en el contraluz de la resurrección, es también la imagen, por así decir, oficial que la fe de los apóstoles dejó en herencia a la Iglesia como la única auténtica reproducción del misterio de Cristo: quien dice cristiano dice creyente en Cristo crucificado y resucitado para la salvación humana. Los escritos de Pablo no son más que una profunda teología sobre la cruz de Cristo; el evangelio de Marcos no es sino una larga introducción al núcleo originario de la pasión, reconstruida en el sentido de marcha del camino hacia la cruz; la vida cristiana no es otra cosa que un largo proceso de identificación de los discípulos con la muerte y resurrección del Maestro.

En la cruz se compendia todo el evangelio de Jesús expresado en palabras y en hechos, la novedad inédita de las bienaventuranzas y, sobre todo, su mesianidad inesperada y paradójica.

3. - Jesús ante su muerte

¿Cómo afrontó Jesús su muerte prematura? ¿Fue sorprendido inesperadamente por los acontecimientos, o se dio cuenta durante un cierto tiempo de que caminaba hacia la eventualidad de una muerte violenta?

A lo largo de la tradición evangélica se encuentran en boca de Jesús frecuentes alusiones que parecen revelar un oscuro presentimiento (Mt 2,20; 23,37; Lc 4,24).

Están, además, los anuncios, hasta demasiado explícitos, de la pasión (Mc 8,31); las palabras de la última cena (Mc 14,17-25); el clásico dicho del hijo del hombre que ha venido a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45); sin recordar los pasajes joánicos del buen pastor que da su vida y del grano de trigo que cae en tierra y muere (Jn 10,11.17s; 12,24).

Pero no resulta fácil establecer críticamente hasta qué punto estos dichos se remontan a Jesús o son, por el contrario, atribuibles a la explicitación teologizante de la fe pascual.

Mayor seguridad ofrece, en cambio, la consideración complexiva de la actividad y comportamiento de Jesús. Si Jesús era capaz de apreciar el alcance de su enseñanza y de la praxis provocadora que seguía, debió ciertamente darse cuenta de la situación de peligro que de ella podía derivar para su persona. Si Jesús no fue un exaltado, despreocupado por el eco que desencadenaba en el delicadísimo ambiente religioso-político que le rodeaba, o un fanático lanzado a tener éxito a cualquier precio, no es razonable admitir que pudiese prescindir de contemplar la posibilidad de una conclusión fatal. (sería poco sensato atribuir a un hombre de aquella talla semejante dosis de ingenuidad y fanatismo!

El caso reciente de Juan Bautista, a quien Herodes había hecho decapitar, tuvo que servirle también de advertencia. Entre la gente corría el rumor de que Jesús hasta pudiera ser el Juan redivivo; algunos fariseos le habían exhortado a abandonar Galilea porque Herodes quería matarlo.

El pensamiento de una posible muerte violenta debió presentársele ya desde las primeras experiencias de fracaso en su predicación de la conversión. Tras los primeros entusiasmos parciales entre las masas de Galilea, Jesús vio aflorar la desconfianza en torno a su mensaje, que con el tiempo se convirtió en rechazo de su persona. Escribas y fariseos condenan su praxis solidaria con los publicanos y pecadores, considerada en abierta contradicción con la ley, y estigmatizan su pública violación del sábado, que viene a sacudir violentamente todo el entramado religioso y civil del judaísmo. Además, ciudades enteras rechazan sus signos (Lc 10,13-15).

La decisión más grave fue la de subir a Jerusalén. Ir a Jerusalén (a anunciar el Reino, viendo que las puertas de Galilea se cerraban a su predicación) con aquel halo de mesianidad mal comprendida que le acompañaba, significaba exponerse abiertamente a la autoridad del sanedrín y del procurador romano. La vaga eventualidad de un peligro mortal se convierte entonces en posibilidad concreta y en seguida en convicción de que su fin puede estar muy cercano (Mc 10,32-34).

La entrada en Jerusalén, con la solemnidad mesiánica que la acompañó y el enérgico gesto de purificar el templo, nos muestran a un Jesús que asume con plena conciencia las consecuencias de su comportamiento. Ciertamente, Jesús no hizo nada por escapar de su muerte; y ésta no fue un incidente fortuito ni tampoco un puro error judicial de Pilato, sino la consecuencia lógica de todo su ministerio público.

En un texto célebre, ya Platón sentenciaba en su República: El justo será flagelado, desollado, amarrado y cegado con fuego. Cuando hubiere soportado todos los dolores, será clavado en la cruz (Rep. 2,5,361 E). Jesús nunca leyó a Platón. Pero, mejor que el gran filósofo, sabía de lo que son capaces el hombre y su sistema de convicciones religiosas y sociales. Sabe que quien quiera modificar la situación humana para mejorarla y liberar al hombre para Dios, para los otros y para consigo mismo debe pagar con la muerte. Sabe que todos los profetas fueron violentamente asesinados.

4. - Su muerte interpretada por su vida

Jesús previó y aceptó conscientemente aquel destino de muerte que le salió al paso: esto parece ya históricamente cierto. Pero, )se limitó Jesús a aceptarla pasivamente o, por el contrario, le atribuyó algún significado positivo, poniéndola en relación con Dios y con su misión? Cuestión ésta bien importante para comprender a Jesús.

Dice Bultmann:

La gran dificultad para emprender una reconstrucción del retrato moral de Jesús consiste en que no podemos saber cómo entendió su final, su muerte... Nos es imposible conocer si ella tuvo alguna significación para él, y, en caso afirmativo, cuál fue ese sentido.

Él considera posible que Jesús haya caído en la desesperación por el imprevisto fracaso de sus proyectos.

Las fuentes evangélicas son, a este propósito, particularmente tacañas. Los textos más significativos son: El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por muchos (Mc 10,45); y Esta es mi sangre de la alianza, derramada por muchos en remisión de los pecados (Mt 26,28). Pero no podemos saber con certeza en qué medida sean explicaciones debidas a la fe pascual posterior.

A falta de textos críticamente más sólidos es útil volver a aquella visión de conjunto de los evangelios, donde persona de Jesús y mensaje evangélico, doctrina moral y comportamiento de vida se amalgaman de modo compacto y coherente. Repetidamente hemos tenido ocasión de destacar que es precisamente esta densa unidad el dato histórico más resistente y más creíble, la verdadera originalidad inédita del relato evangélico. El evangelio es la persona de Jesús y la persona de Jesús es su vida. La muerte no puede aparecer entonces sino como la prolongación de la orientación evangélica que Jesús había imprimido vigorosamente a su existencia. Toda la vida de Jesús es una explicación de su muerte. Recordemos algunos elementos de ella:

1. La predicación del Reino, ante todo. La gran causa para la que Jesús se siente enviado, llena de enormes esperanzas para la humanidad y para él mismo. Jesús está convencido de que la fuerza liberadora del Reino ha entrado ya en la historia y se está abriendo camino silenciosamente en medio de las angustias y miserias humanas. Si se tiene en cuenta el lugar que el Reino ocupó en la misión de Jesús y en su confianza personal, no es prudente suponer que luego él no haya sabido integrar su propia muerte en esa magnitud. ¿Y cómo tomar en serio las bienaventuranzas -que son el himno de Jesús al poder misericordioso de aquel Reino que se va afirmando en medio de las situaciones humanas de pobreza, dolor, llanto y persecuciones- si no hubieran sido capaces de sostener a Jesús en el combate de su muerte? (Un Jesús que muriese fuera de la óptica de las bienaventuranzas sería un Jesús que habría renunciado a la causa del reino!

2. La singularísima experiencia de Dios como su Padre, punto focal de su autocomprensión y que configura su personalidad religiosa; ésta se reduce, en definitiva, a confianza radical en el Padre que le ama siempre y en cualquier circunstancia, y, por tanto, a obediencia incondicional a su voluntad, a la que se entrega en todo, incluso en la agonía.

3. Las exigencias morales que va presentando a los discípulos que se disponen a seguirle: fe sin límites en Dios; desapego de todo, incluso de la propia vida; abnegación cotidiana para seguirle en el camino de la cruz; amor incluso a los enemigos y perdón sin reservas para poder ser hijos del Padre; servicio amoroso a los demás... Ahora bien, si Jesús no se hubiese aplicado también a sí mismo estas exigencias, si su muerte hubiese sido un flagrante mentis a aquella radicalidad que él había pedido a los demás, el seguimiento después de su muerte ya no habría sido posible. ¿En nombre de qué aceptaron tantos primeros cristianos el martirio?

¿Cómo se habría podido llegar a concebir la vida cristiana como asimilación de Cristo e imitación de aquel que se hizo obediente hasta la muerte de cruz? Ahora la hermenéutica de la muerte de Jesús es el cristianismo apostólico que nació de ella.

Además, Jesús pudo contemplar su epílogo final desde la óptica judía ya clásica de la oposición a los profetas, de la persecución de los justos. Pudo incluso servirse de la meditación sobre el siervo sufriente del Deuteroisaías. Por otra parte, sería interesante el estudio de la última cena, donde Jesús se encuentra majestuosamente en paz con la propia muerte, tras la cual entrevé el banquete nuevo con sus discípulos en el Reino.

Aquí está la noche oscura de Jesús, y aquí estuvo su fe y su fidelidad: en asumir esa muerte y en tragarse ese cáliz saltando desde el abandono de Dios hasta las manos del Padre, recuperando la invocación de Dios como Abbá en el momento mismo de morir y recuperando con ella la vigencia de su causa (el Reino) en el momento mismo en que parecía perderla. Y quizás habiendo sido capaz de ver esa muerte no meramente como algo a aceptar en la fe, sino incluso como un acto de servicio al Reino.

Jesús tuvo que andar su último camino totalmente solo en un aislamiento insondable. Y lo hizo como lo había hecho siempre: por obediencia para con su Padre y por servicio a los demás. Esta obediencia y servicio suyos hasta la muerte se convirtieron en el único lugar en que la llegada prometida del Reino de Dios pudo hacerse realidad de un modo que hizo saltar todos los esquemas existentes hasta entonces. Al final, Jesús lo único que pudo hacer fue dejar al Padre el modo y manera de esta llegada del Reino en medio del definitivo abandono y de la noche más profunda de la obediencia desnuda. La impotencia, pobreza y falta de vistosidad con que el Reino de Dios alboreó en su persona y actividad, alcanzaron su colmo último y hasta escandaloso en su muerte. Historia y destino de Jesús siguen siendo una cuestión a la que únicamente Dios puede responder.

5. - Detenido, procesado, condenado

El relato evangélico de la pasión se desarrolla con amplitud desacostumbrada y con abundancia de información, a veces detallada; lo que da a toda la sección una notable fuerza dramática. Jesús es arrestado de noche, al término de una inmensa oración solitaria, con la complicidad de un discípulo traidor, mientras los suyos se dan a la fuga. Luego es llevado ante el tribunal judío del sanedrín y a continuación ante el procurador romano, por el que, después de alguna tentativa de liberación, fue condenado a muerte de cruz, tras los insultos de los soldados y del pueblo y algunos gestos de compasión y de arrepentimiento. El relato insiste repetidas veces en su habitual silencio, interrumpido sólo en algunos momentos del proceso y durante las horas de la agonía. A los pies de la cruz estaba su madre...

Pero, no obstante esta información, el historiador no se encuentra en situación de reconstruir con suficiente exactitud el desenvolvimiento de los hechos, porque se les escapan algunos datos de gran importancia histórica que los evangelistas no sólo no nos proporcionan, sino que, al contrario, nos los complican con sus numerosas discordancias de carácter redaccional. Veamos algunos puntos más problemáticos.

a) Incertidumbres históricas

¿Autoridades judías y romanas actuaron de común acuerdo en la detención de Jesús y en el ulterior desarrollo del proceso (como parece insinuar Jn: 18,3.12), o fue el sanedrín quien procedió por cuenta propia? Si fue una decisión autónoma del sanedrín, ¿cuál fue el motivo que lo indujo a proceder contra Jesús: su doctrina, sus pretensiones mesiánicas, la blasfemia pronunciada por él ante el tribunal o el temor a una drástica intervención romana? ¿La comparecencia ante el tribunal judío fue un verdadero proceso, aunque quizá no del todo regular, que se concluyó con una declaración condenatoria (sinópticos), o más bien un simple interrogatorio ante Anás y Caifás (Juan)? El sanedrín, entre sus competencias, ¿tenía también la de condenar a muerte, o ésta se la reservaban los romanos para sí? Estas y otras incertidumbres, probablemente insolubles, ocasionan reconstrucciones de los acontecimientos parcialmente diversas; pero no impiden llegar a la certeza de fondo por lo que se refiere a lo esencial, sobre lo cual el cuadro redaccional converge unánimemente.

b) Judíos y romanos

Según el tenor de la narración evangélica, las dos partes entran en juego en el proceso de Jesús, pero no con la misma fuerza y responsabilidad. Es más que evidente la preponderancia casi exclusiva de la acción judaica. A este propósito, algunos críticos consideran que se trata de una tendencia casi general de las narraciones evangélicas (y del resto del NT): concentrar en los judíos toda la responsabilidad de la condena de Jesús y excusar notablemente a la autoridad romana. Tal tendencia se explicaría a partir de la particular situación concreta en que se encontraba la Iglesia primitiva en la época en que el material evangélico nació y fue redactado. El judaísmo oficial se oponía cada vez con más decisión a la naciente secta cristiana, dejándola desamparada frente al imperio romano; de donde debió surgir la preocupación de los cristianos por persuadir al imperio sobre sus intenciones pacíficas y sobre las de su fundador y por distinguir claramente su causa (de naturaleza específicamente religiosa y, por tanto, inocua) de la de los judíos (de alcance también político...).

Es comprensible que esta situación (el Sitz im Leben) haya influido a la hora de narrar aquel primer encuentro del cristianismo con el imperio que tuvo lugar en el proceso de Jesús. Pilato es presentado como administrador imparcial de la justicia, que reconoce repetidamente la inocencia de Jesús y esta dispuesto a hacerlo liberar; pero permanece víctima de las maniobras judías. (Claramente se trata de un Pilato distinto de aquel personaje despiadado y cínico que nos describen Flavio Josefo y Filón, removido de su cargo el año 36 a causa de una sanguinaria masacre de samaritanos). En cambio se sobrecargan las tintas al presentar la acción de la parte judía, hasta envolver en ella a todo el pueblo...

c) Ante la autoridad judía

Sin duda alguna, debió darse una comparecencia del imputado ante los representantes religiosos de Israel, quizá también una especie de proceso que en alguna medida implicó al sanedrín; las fuentes son unánimes sobre este hecho. Pero no es posible determinar el desenvolviento exacto. Jesús se encontró ante los detentores del poder (sacerdotes, saduceos, ancianos), que actuaron en orden a hacerle morir. Fariseos y escribas, habituales opositores de Jesús, están casi ausentes del relato de la pasión: no tenían influjo en la administración pública ni en el sanedrín y eran abiertamente contrarios a la pena de muerte.

Jesús fue interrogado acerca de sus ideas religiosas y su pretensión de autoridad procedente de Dios: ésta había sido la causa remota y decisiva por la que le habían conducido a su tribunal. La condena de Jesús tiene una motivación: por blasfemia. Una blasfemia que el cuarto evangelista ha formulado maravillosamente: siendo hombre te haces Dios. Te haces, es decir: una blasfemia en ejercicio. Que no estaba tanto en lo que Jesús dijo de sí, cuanto en su praxis y en su proyecto de vida. Y esta acusación de blasfemia nos introduce en un punto por el que la muerte de Jesús cobra una particular dureza para nosotros. La acusación de blasfemia significa que quien condenó a Jesús no fue, por así decir, la maldad monstruosa de los malos, sino la bondad de los buenos, o la maldad no reconocida de los buenos o al menos de los bien situados. Este rasgo es el que crea en su discípulos la confusión absoluta y la imposibilidad de seguir adelante tras su suerte; es el que induce la oscuridad total y la sensación de abandono en el propio Jesús (condena por blasfemia e impuesta por los representantes oficiales de Dios). Parecía, pues, una desautorización autorizada de toda la vida de Jesús, un no dado por Dios a la experiencia del Abbá y del Reino...

Pero en aquellos hombres del poder, de tendencia secularizante y oportunista, las preocupaciones religiosas tendían a confundirse con las políticas bastante candentes, porque les afectaba directamente. La descripción de su reunión precipitada en la mañana siguiente a la resurrección de Lázaro, durante la cual tomaron la decisión de intervenir en el asunto de Jesús, resulta bastante verosímil: una represalia romana, provocada por el movimiento popular alentado por Jesús, habría sido irreparable para ellos y para la nación entera (Jn 11,47-53); mejor sería, pues, prevenirla a tiempo, ofreciendo a Pilato la demostración de su no pertenencia a dicho movimiento. Si actuaron con la previa complicidad del procurador (como lo defiende Cullmann) o sólo por su espontanea iniciativa, no puede establecerse con claridad; ciertamente, ellos, que procuraban tener buenas relaciones con el poder de ocupación, eran muy capaces de mantener con la policía imperial los necesarios contactos oficiales y oficiosos.

d) Ante Pilato

El proceso ante Pilato ofrece mayor seguridad histórica. El hecho de que Jesús haya sido crucificado, y no lapidado, atestigua la intervención romana definitiva en el incidente y el carácter político que la imputación acabó asumiendo. La responsabilidad jurídica de la muerte de Jesús es ciertamente de Pilato.

Las autoridades del sanedrín conducen a Jesús ante el juez romano, acusándolo de perturbar el orden público y de aspirar a la dignidad real (Lc 23,2). Es decir, se le atribuye el intento de acabar con el régimen romano en Palestina, delito de conspirar contra el Estado, punible por la ley romana con la crucifixión. Pilato no podía desinteresarse ante tal acusación. Por eso interroga al imputado: ¿Eres tú el rey de los judíos?. Jesús -según el testimonio de las cuatro fuentes- responde afirmativamente: ya no tiene nada que perder...

Pilato acabó considerándolo un hombre no peligroso y, por tanto, inocente (el dato parece histórico, y es, después de todo, altamente verosímil), pero su convicción no influyó sobre el posterior desarrollo del proceso. El asunto era políticamente delicado, por el hecho de que habían venido las autoridades judías en persona a presentar las acusaciones, mostrando su disposición a colaborar con el procurador en el saneamiento del orden establecido. Negarse a acceder a sus peticiones aparecía como un acto político altamente erróneo, con consecuencias imprevisibles para la presencia de Roma en Judea; podía incluso alterar la situación de la calle, originando desórdenes en plenas fiestas pascuales.

La muerte de Jesús podía evitar, al menos por el momento, estos peligros. Y Pilato firmó la condena, dando por verdadero el delito de revuelta atribuido a Jesús. En el título que hizo clavar sobre la cruz quedó confirmada la imputación y, paradójicamente, la confesión misma del reo.

Pilato no es, pues, el juez débil a quien las presiones del sanedrín consiguen arrancar una condena que él no quería, sino que se ve en él al político cínico y juez malvado, dispuesto a sacrificar al inocente a la razón del Estado.

6. - Muerto por la causa del Reino

El final de Jesús fue, pues, decidido por motivos políticos. En este hecho se basa la interpretación que algunos han hecho del Jesús histórico: ven en él a un rebelde empeñado en la lucha antirromana, y como tal, arrestado y condenado.

a) ¿Jesús celota?

La lectura celota de Jesús de Nazaret ha hechizado y continúa hechizando a muchos estudiosos y escritores, desde Reimarus (1778, a los inicios de la investigación sobre el Jesús de la historia) hasta Brandon (1967).

Después de un período de más o menos abierta colaboración con los revolucionarios, Jesús se habría puesto a la cabeza de una revuelta armada, entrando en Jerusalén y asaltando el templo (proyecto celota de recuperación del estado teocrácrito).

Pero una interpretación nacionalista de lo realizado por Jesús se opone globalmente al material evangélico, todo él de acuerdo en presentar a un hombre cuya causa es de naturaleza profético-religiosa.

Entre Jesús y los movimientos de resistencia de su tiempo existe una distancia enorme. Su predicación del Reino es de una naturaleza totalmente distinta. Exige una moral de amor fraterno que rechaza la violencia y llega a un perdón sin límites.

En los evangelios se encuentra diseminada por todas partes la contraprueba de la no politicidad de la acción de Jesús: rechazó desde el inicio el camino del ejercicio del poder político (tentaciones) -pedido por las masas y por los discípulos-, considerándolo contrario al querer de Dios en lo referente a su misión.

Este fue el drama de su vida. Drama que tuvo que vivir en soledad, sosteniendo trabajosamente su extraño modelo de mesianidad, un modelo que no correspondía a ninguna expectativa: Jesús no fue el mesías de ningún partido ni de ninguna corriente.

b) La política del Reino

Jesús tenía otra óptica, otra política, la del Reino, de la que derivaban con decisión implacable sus criterios inspiradores. La política del Reino iba mucho más allá de la contingente situación política de Palestina, aspiraba a un giro más radical, tan amplio como el mundo entero con toda su historia.

Es evidente que la venida del Reino de Dios, predicada con gran fuerza por Jesús, no agotaba su carga de novedad en el escondrijo secreto de las conciencias, sino que aspiraba también a la creación de un orden temporal nuevo, en el que las relaciones sociales y económicas quedarían radical y definitivamente transformadas: desaparición de la endémica división social entre ricos y pobres, abolición de la marginación social de los pecadores e insignificantes, cambio del dinamismo posesivo de la autoridad por una disposición a servir sin límites, instauración de un régimen de justicia y amor como alma de la convivencia humana. En el evangelio el hecho religioso está íntimamente ligado al socio-político.

El Reino inminente de Dios no quería reducirse a una previsión consoladora para pobres y marginados, relegada a un plazo escatológico remotísimo; estaba ya sacudiendo la supuestamente inconmovible situación humana, exigiendo una conversión real incluso en la gestión de la cosa pública. Quizá fue esto lo que los dueños del poder político percibieron desde el principio en la predicación de Jesús, hasta el punto de considerarla una seria amenaza contra el orden establecido y custodiado por ellos.

Así se hace comprensible, al menos en parte, que Jesús haya podido aparecer a los ojos de los poderosos como un revoltoso; y que el auditorio de masa se haya dejado llevar de ilusiones y ensueños frente a la posible mesianidad nacional del profeta. No es del todo infundada la trasposición en términos políticos que el sanedrín hizo valer ante Pilato a propósito de la mesianidad estrictamente religiosa de Jesús. Al traducir la pretendida mesianidad de Jesús en términos crudamente secularizados (los únicos que Pilato quería entender), el sanedrín se hacía portavoz del alcance también político del mensaje del Reino.

La crucifixión de Jesús puede ser definida, en cierto sentido, como un error judicial de Pilato y del sanedrín, ya que Jesús jamás pretendió ser un rey de los judíos; pero hay que decir también que con la crucifixión se intentaba eliminar de una vez para siempre la voz de aquel que, en nombre del Reino de Dios ya iniciado, exigía una conversión política inmensa y demasiado realista. La predicación del Reino había estado grávida de esa exigencia.

La revolución del Reino propugnada por Jesús relativiza la revolución simplemente episódica que los celotas intentaban. La de Jesús debía ser total y no parcial, comenzando por el difícil cambio del corazón... Jesús cree en el éxito infalible de la política del Reino; y la aceptación de la desgracia de la cruz sella para siempre su fe en el Reino e inaugura su venida.

c) Muerto por Dios y por el evangelio

Si el motivo final de su condena fue promulgado en términos políticos, de hecho las causas históricas de su muerte están ramificadas en su vida pública, en los conflictos sociales y religiosos que con su predicación y comportamiento cotidiano suscitó en el ambiente en que vivió. Jesús fue eliminado por causa de su atrevida libertad. Su vida tuvo el aspecto de una herejía en bloque: violaba el sábado en función de la libertad del hombre, rechazaba la rigorista normativa de la pureza ritual, se arrogaba la autoridad de reivindicar la ley, rompía con ciertas tradiciones consideradas tan vinculantes como la ley misma, frecuentaba el contacto con gente considerada vitanda por la ley...

Todo esto era mucho más que una cuestión episódica: daba al traste con la estructura entera de la religión judaica al tender a trasladar el centro de gravedad de la observancia de la ley a la fe en el amor misericordioso del Padre que es capaz de salvar incluso a los inobservantes; del culto sacral del templo a la caridad profana para con el prójimo necesitado; de la ejecución externa de los preceptos a la conversión secreta de corazón; y más radicalmente aún: de un Dios garante de la imparcialidad de lo que está prescrito a un Dios soberanamente creador en su amor hacia todos. Todo esto era como querer definir de nuevo la religión hebrea, al menos tal como estaba entonces codificada. Y a esto hay que añadir las pretensiones supermesiánicas que Jesús reivindicaba para su praxis: perdonar los pecados por propia autoridad, curar a los enfermos de espíritu y de cuerpo, modificar la ley y purificar el templo, exigir para su seguimiento condiciones de totalidad que sólo Dios podía exigir.

Jesús fue procesado a consecuencia de esta situación conflictiva con su ambiente y con quienes lo garantizaban. Fue, pues, su evangelio entero lo que se puso en tela de juicio, su modo de comprender el Reino, el nuevo rostro de Dios que proclamada.

No fue condenada una actuación delictiva particular de los últimos días, sino más bien su persona. El relato sinóptico de un primer proceso ante el sanedrín, si bien resulta problemático en cuanto reconstrucción procesual, es, sin embargo, históricamente bastante verdadero como eco de su vida precedente, de su doctrina, de su comportamiento y de sus pretensiones mesiánicas.

El veredicto que le asignó la cruz fue político, pero las causas históricas que condujeron a él fueron religiosas. Murió a causa de su evangelio y de su Dios, que le había enviado a predicar su evangelio. Su muerte fue consecuencia de su vida.