DOCUMENTOS FINALES

 

Jerónimo Busleiden

saluda a Tomás Moro

Tu enorme capacidad, mi querido Moro, no se limitó a dedicar desvelos, trabajo y esfuerzos a asuntos e intereses de los particulares.  Con esa entrega y generosidad que te es propia quisiste aplicarte al bien común.  Pensabas, sin duda, que los servicios prestados, cualquiera que fuesen, podrían tener una aceptación tanto más favorable cuanto más se difundieran.  Y darte además renombre y fama.  Su mayor difusión redundaría también en beneficio de más personas.  Si este fue el fin perseguido en otras ocasiones, en ésta lo has logrado plenamente con esa Charla de sobremesa que acabas de escribir y que tiene por título: La justa y recia ordenación de la República de los Utopianos, a la que todos deberíamos aspirar.

Nada, en efecto, de cuanto se podría desear falta en la acertada descripción que haces de sus magníficas instituciones: ni la condición profunda ni la experiencia exhaustiva de las cosas humanas.  Ciertamente, estas dos cosas se dan la mano, de tal forma que ni una ni otra se dejan vencer, ya que las dos rivalizan con armas iguales para conseguir la gloria.  Hay que reconocer que posees saberes tan variados y te muestras tan competente y tan seguro en ellos que lo que escribes es fruto de tu experiencia.  Y todo lo que quieres afirmar lo escribes al dictado de tu saber.

En verdad, hay aquí una dicha maravillosa y extraña; tanto más rara cuanto que esquiva la multitud y sólo se ofrece a una minoría.  Sobre todo, a los que con el sincero deseo de servir al bien común, tienen el carácter necesario, el crédito y la autoridad suficiente e indispensable para poder hacerlo.  Y, en suma, aquellos que, como es tu caso, ponen en este empeño toda su bondad, rectitud y saber.  Tú, que te consideras nacido no sólo para ti sino para todos los pueblos del mundo, consigues de tu trabajo el más hermoso salario: hacer al mundo tu acreedor.

No podías cumplir esta tarea tuya con más precisión y justeza que presentando a seres inteligentes esa idea de República, ese modelo, esa imagen perfecta de buenas costumbres.  Es incomparablemente más saludable, más acabada y deseable que todas las vistas sobre la tierra.  Supera con creces y deja atrás a las repúblicas más célebres y más celebradas: Lacedemonia, Atenas y Roma.

Es seguro que si éstas hubieran nacido con esos mismos auspicios favorables y hubieran sido gobernadas por las mismas instituciones, leyes, decretos y ordenanzas que rigen tu república, no estarían hoy destruidas y arrasadas.  Ni tampoco, por desgracia, se habrían extinguido y apagado sin ninguna esperanza de renacer.  Se mantendrían, por el contrario, intactas, felices, prósperas y mimadas de la fortuna.  Dueñas de las riendas de su destino, gozarían del vasto imperio con que han sido protegidas por tierra y por mar.

Tuviste compasión de la desgracia de estas repúblicas.  Y adelantándote a parejas vicisitudes que acechan a los que hoy detentan el poder supremo, quisiste ofrecerles el ejemplo de vuestra acabadísima república.  Esta, en efecto, se ocupa tanto de la elaboración de leyes cuanto de la preparación de magistrados altamente cualificados.  Y no te falta razón, ya que si hemos de creer a Platón, sin ellos todas las leyes serían letra muerta.  Es precisamente esto lo que toda comunidad política perfecta ha de ofrecer en la forma de su gobierno y en la de su conducta: el modelo de sus magistrados, el ejemplo de su probidad, la imitación de sus costumbres, así como la imagen de la justicia que hacen.

A tal fin deben concurrir, fundamentalmente, la prudencia en los gobernantes, el valor en los soldados, en cada uno la sobriedad y la justicia en todos.  Como quiera que esa República que tanto exaltas, se basa claramente en una sabia combinación de estas virtudes, no ha de extrañar que en muchas naciones surja el miedo.  Pero también empiezan a sentir respeto.  Y no hay duda de que lo sentirán también los siglos venideros.  Tanto más que en ella -una vez desaparecida la lucha por acaparar toda clase de propiedad- nadie posee nada como propio.

Por lo demás, y en bien de la comunidad misma, todo es común a todos... Y así, toda realidad, por insignificante que sea, sea pública o privada, no tiende a satisfacer las pasiones de la mayoría o los caprichos de unos pocos, sino al mantenimiento por pequeño que sea de la justicia, de la igualdad y de la comunión.

Cuando estas últimas se integran en un fin último desaparece lógicamente todo lo que fomenta, enciende y favorece la intriga, el soborno, el odio y la injusticia.  A todos estos vicios son empujados los mortales, incluso a su pesar, por la posesión de los bienes privados o por la sed ardiente de poseerlos.  Y por la más baja de todas las pasiones, la ambición ¡una desgracia inmensa, sin igual!  Con frecuencia, y sin que se repare en ello, surge de aquí la división de los espíritus, el choque de las armas y las guerras, peores que las discordias intestinas.  Con estos desórdenes se viene abajo la situación más floreciente de las repúblicas más prósperas.  Y se desvanece la gloria otro tiempo adquirida, sus triunfos y sus trofeos.  Y se olvida el rico botín arrebatado con la victoria a sus enemigos.

Si lo que escribo no merece el crédito que yo desearía, estoy seguro que inmediatamente aparecerán testigos más autorizados que me darán la razón.  Ahí están numerosas y grandes ciudades hace tiempo devastadas, ciudades arrasadas, estados arruinados, aldeas incendiadas y destruidas por el fuego.  Hoy apenas si quedan algunas ruinas o vestigios visibles de la inmensa catástrofe que las sacudió.  De sus viejos nombres, por vieja que sea su historia pasada, apenas si se sabe nada con certeza.

Nuestras comunidades políticas, cualesquiera que sean, podrían escapar fácilmente a estos desastres, revoluciones y demás calamidades de la guerra, si siguieran al pie de la letra este raro modelo de la república utopiana.  Y si, como se dice, no se propasaran lo negro de una uña.  Sólo así reconocerán en su propia sangre el bien que les has hecho.  Sólo siguiendo este modelo habrán aprendido a asegurar la salvación de su comunidad, su seguridad y su tiempo.

El reconocimiento, pues, a ti debido como a su más eminente salvador, no es el que se hacía con toda justicia a un hombre que hubiera salvado a un ciudadano cualquiera, sino a toda la comunidad.

Mientras tanto, cuídate y sigue intentando, realizando y perfeccionando todo lo que puede dar la perpetuidad a la República y a ti la inmortalidad.

Adiós, mi querido Moro, el más sabio y más humano de los hombres, gloria de Inglaterra y de nuestro mundo.

 

En mi casa de Malinas,

Año de 1516.

 

 

GERARDUS NOVIOMAGUS DE UTOPÍA

 

Dulcia, lector, amas?  Sunt hic dulcissima quacque

Utile, si quaeris, nil legis utilius.

Sive utrumque voles, utroque haec insula abundat,

Quo linguam ornes, quo doceas animum.

Hic fontes aperit, recti pravique disertus

Morus, Londini gloria prima fui.

 

 

La Utopía, por Gerardo de Nimega

 

¿Gustas, lector, de dulces pasatiempos? 

Aquí los hallarás, los más discretos. 

Mas si sólo lo útil te preocupa,

de más provecho nada leer puedes. 

Si el placer a lo útil unir quieres,

copiosa es esta isla en ambas cosas,

embellece la lengua, el alma educa. 

Las fuentes del saber, la senda hermosa

que es del bien y del mal la tortuosa,

nos enseñas, maestro de oratoria,

ilustre Moro, de Londres gloria.

 

  CORNELIUS GRAPHEUS AD LECTOREM

 

Vis nova monstra, novo dudum nunc orbe reperto? 

Vivendi varia vis ratione modos?

Vis qui virtutum fontes? vis unde malorum

Principia?  Et quantum rebus inane latet?

Haec lege, quac vario Morus dedit ille colore,

Morus Londine nobilitatis honos.

 

F I N I S .

 

 

Cornelio Schrijver al lector

 

¿Deseas nuevos prodigios

ahora, lector, que un nuevo

mundo descubierto ha sido,

modos de vida en distintos principios sustentados?

¿Encontrar quieres las fuentes

en que nace la virtud,

o del mal los fundamentos,

o cuán grande es el vacío

que en las cosas se contiene? 

Has de leer este libro

que escribiera el sabio Moro

con el más variado estilo. 

El célebre Moro, orgullo

de la villa londinense.

 

F I N