LIBRO PRIMERO

 

Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política.  Por el ilustre Tomás Moro, ciudadano y sheriff de Londres, ínclita ciudad de Inglaterra

 

 No ha mucho tiempo, hubo una serie de asuntos importantes entre el invicto rey de Inglaterra, Enrique VIII, príncipe de un genio raro y superior, y el serenísimo príncipe de Castilla, Carlos. -Con tal motivo fui invitado en calidad de delegado oficial a parlamentar y a conseguir un acuerdo sobre los mismos.  Se me asignó por compañero y colega a Cuthbert Tunstall, hombre sin igual, y, elevado años más tarde, con aplauso de todos, al cargo de archivero, jefe de los archivos reales.

Nada diré aquí en su alabanza.  Y no porque tema que nuestra amistad pueda parecer se torna en lisonja.  Creo que su saber y virtud están por encima de mis elogios.

Por otra parte, su reputación es tan brillante que lanzar al viento sus méritos, sería como querer, según el refrán, «alumbrar al sol con un candil».

Según lo convenido, nos reunimos en Brujas con los delegados del príncipe Carlos.  Todos ellos eran hombres eminentes.  El mismo prefecto de Brujas, varón magnífico, era jefe y cabeza de esta comisión, si bien Jorge de Themsecke, preboste de Cassel, era su portavoz y animador.  Este hombre cuya elocuencia se debía menos al arte que a la naturaleza, pasaba por uno de los jurisconsultos más expertos en asuntos de Estado.  Su capacidad personal, unida a un largo ejercicio en los negocios públicos, hacían de él un hábil diplomáticos.

Tuvimos varias reuniones, sin haber llegado a ningún acuerdo en varios puntos.  En vista de ello, nuestros interlocutores se despidieron de nosotros, por unos días, dirigiéndose a Bruselas con el fin de conocer el punto de vista del príncipe.

Ya que las cosas habían corrido así, creí que lo mejor era irme a Amberes.  Estando allí, recibí innumerables visitas.

Ninguna, sin embargo, me fue tan grata como la de Pedro Gilles, natural de Amberes.  Todo un caballero, honrado por los suyos con toda justicia.  Difícilmente podríamos encontrar un joven tan erudito y tan honesto.  A sus más altas cualidades morales y a su vasta cultura literaria unía un carácter sencillo y abierto a todos.  Y su corazón contiene tal cariño, amor, fidelidad y entrega a los amigos que resultaría difícil encontrar uno igual en achaques de amistad.  De tacto exquisito, carece en absoluto de fingimiento, distinguiéndose por su noble sencillez.  Fue tan vivaz su conversación y su talante tan agudo, que con su charla chispeante y su ameno trato llegó a hacerme llevadera la ausencia de la patria, la casa, la mujer y los hijos a quienes no veía desde hacía cuatro meses, y a quienes, como es lógico, quería volver a abrazar.

Un día me fui a oír misa a la iglesia de Santa María, rato ejemplar de arquitectura bellísima y muy frecuentada por el pueblo.  Ya me disponía a volver a mi posada, una vez terminado el oficio, cuando vi a nuestro hombre, charlando con un extranjero entrado en años.  De semblante adusto y barba espesa, llevaba colgado al hombro, con cierto descuido, una capa.  Me pareció distinguir en él a un marinero.  En esto me ve Pedro, se acerca y me saluda. Al querer yo devolverle el saludo me apartó un poco y señalando en dirección al hombre con quien le había visto hablar me dijo:

-¿Ves a ése?  Estaba pensando en llevártelo a tu casa. -Si viene de tu parte, le recibiría encantado, le respondí.

-Si le conocieras, se recomendaría a sí mismo.  No creo que haya otro en el mundo que pueda contarte más cosas de tierras y hombres extraños.  Y sé lo curioso que eres por saber esta clase de cosas.

-Según eso -dije yo entonces- no me equivoqué.  Apenas le vi, sospeché que se trataba de un patrón de navío.

-Pues te equivocas.  Porque, aunque este hombre ha navegado, no lo ha hecho como lo hiciera Palinuro, sino como Ulises, o mejor, como Platón.  Escucha:

-Rafael Hitlodeo (el primer nombre es el de familia) no desconoce el latín y posee a la perfección el griego.  El estudio de la filosofia, a la que se ha consagrado totalmente, le ha hecho cultivar la lengua de Atenas, con preferencia a la de Roma.  Piensa que los latinos no han dejado nada de importancia en este campo, a excepción de algunas obras de Séneca y Cicerón.

Entregó a sus hermanos el patrimonio que le correspondía allá en su patria, Portugal.  Siendo joven, arrastrado por el deseo de conocer nuevas tierras acompañó a Américo Vespucci en tres de los cuatro viajes que ya todo el mundo conoce.  En el último de ellos ya no quiso volver, Se empeñó y consiguió de Américo ser uno de los veinticuatro que se quedaron en una remota fortificación en los últimos descubrimientos de la expedición.  Al proceder así, no hacía sino seguir su inclinación más dada a los viajes que a las posadas.  Suele decir con frecuencia: «A quien no tiene tumba el cielo le cubre» y «Todos los caminos sirven para llegar al cielo».  Desde luego, que, si Dios no se cuidara de él de modo tan singular, no iría lejos con semejantes propósitos.  De todos modos, una vez separado de Vespucci se dio a recorrer tierras y más tierras con otros cinco compañeros.  Tuvieron suerte, pudiendo llegar a Trapobana y desde allí pasar a Calicut.  Aquí encontró barcos portugueses que le devolvieron a su patria cuando menos lo podía esperar.

Agradecí de veras a Pedro su atención al contarme todo esto, así como el haberme deparado el gozo de la conversación de un hombre tan extraordinario.  Y sin más, saludé a Rafael con la etiqueta de rigor en estos casos al vernos por primera vez.  Los tres juntos nos dirigimos después a mi casa y comenzamos a charlar en el huerto, sentados en unos bancos cubiertos de verde y fresca hierba.

Nos dijo Rafael cómo después de separarse de Vespucci, él y los compañeros que habían permanecido en la fortaleza, comenzaron a entablar relaciones e intercambios con los nativos.  Pronto se sintieron entre ellos sin preocupación alguna e incluso como amigos.  Llegaron también a entablar amistad con un príncipe de no sé qué región -su nombre se me ha borrado de la memoria.  Este príncipe les obsequió abundantemente con provisiones tanto durante su estancia como para el viaje, que se hacía en balsas por agua, y en carretas por tierra.  Les dio asimismo cartas de recomendación a otros príncipes, poniéndoles, a tal efecto, un guía excelente que les introdujera.

Nos contaba cómo habían encontrado en sus largas correrías, ciudades y reinos muy poblados y organizados de forma admirable.  Nos hizo ver que por debajo de la línea del ecuador todo cuanto se divisa en todas las direcciones de la órbita solar es casi por completo una inmensa soledad abrasada por un calor permanente.  Todo es árido y seco, en un ambiente hostil, habitado por animales salvajes, culebras y hombres que poco se diferencian de las fieras en peligrosidad y salvajismo.

Pero a medida que se iban alejando de aquellos lugares, todo adquiría tonos más dulces.  El cielo era más limpio, la tierra se ablandaba entre verdores.  Era más suave la condición de animales y hombres.  Otra vez se encontraban fortalezas, ciudades y reinos que mantienen comercio constante por mar y por tierra, no sólo entre sí, sino también, con países lejanos.

Esta situación les permitió descubrir tierras desconocidas en todas direcciones.  No había nave que emprendiera viaje que no les llevase con agrado a él y a sus compañeros rumbo a otra nueva aventura.

Los primeros barcos que toparon eran de quilla plana, y las velas estaban zurcidas de mimbres o de hojas de papiro. En otros lugares las velas eran de cuero.  Posteriormente encontraron quillas puntiagudas y velas de cáñamo.  Y, por fin, barcos iguales a los nuestros.  Los marinos eran expertos conocedores del mar y del firmamento.

Su reputación entre ellos creció de manera extraordinaria cuando les enseñó el manejo de la brújula que no conocían.  Este desconocimiento hacía que se aventurasen mar adentro con gran cautela y sólo en el verano.  Ahora en cambio, brújula en mano desafina los vientos y el invierno con más confianza que seguridad; pues, si no tienen cuidado, este hermoso invento que parecía llamado a procurarles todos los bienes, podría convertirse por su imprudencia, en una fuente de males.

Me alargaría demasiado en contaros todo lo que nos dijo haber visto en aquellos lugares.  Por otra parte, no es éste el objeto de este libro.  Tal vez en otro lugar refiera lo que creo no debe dejarse en el tintero, a saber, la referencia a costumbres justas y sabias de hombres que viven como ciudadanos responsables en algunos lugares visitados.

Nuestro interés, en efecto, se cernía sobre una serie de temas importantes, que él se deleitaba a sus anchas en aclarar.  Por supuesto que en nuestra conversación no aparecieron para nada los monstruos que ya han perdido actualidad.  Escilas, Celenos feroces y Lestrigones devoradores de pueblos, y otras arpías de la misma especie se pueden encontrar en cualquier sitio.  Lo difícil es dar con hombres que están sana y sabiamente gobernados.  Cierto que observó en estos pueblos muchas cosas mal dispuestas, pero no lo es menos que constató no pocas cosas que podrían servir de ejemplo adecuado para corregir y regenerar nuestras ciudades, pueblos y naciones.

En otro lugar, como he dicho, hablaré de todo esto.  Mi intento ahora es narrar únicamente y referir cuanto nos dijo sobre las costumbres y régimen de los utopianos.  Trataré, primero, de reproducir la charla en que, como por casualidad, salió el tema de la República de Utopía.

Rafael acompañaba su relato de reflexiones profundas.  Al examinar cada forma de gobierno, tanto de aquí como de allí, analizaba con sagacidad maravillosa lo que hay de bueno y de verdadero en una, de malo y de falso en otra.  Lo hacía con tal maestría y acopio de datos que se diría haber vivido en todos esos sitios largo tiempo.  Pedro, lleno de admiración por un hombre así, le dijo:

-Me extraña, mi querido Rafael, que siendo el que eres y dada tu ciencia y conocimientos de lugares y hombres, no te hayas colocado al servicio de alguno de esos reyes.  Hubiera sido un placer para cualquiera de ellos.  Al mismo tiempo le hubieras instruido con tus ejemplos y conocimientos de lugares y de hombres.  Sin olvidar que con ello podrías atender a tus intereses personales y aportar una ayuda sustancial a los tuyos.

-No me inquieta la suerte de los míos ni poco ni mucho -dijo Rafael-.  Creo haber cumplido mi deber de forma suficiente.  Dejé a los míos y a los amigos siendo joven y en pleno vigor, lo que otros muchos no suelen hacer sino cuando están viejos y achacosos, y aun entonces, contra su gusto y voluntad.  Creo que pueden estar contentos con mi liberalidad hacia ellos.  Pero lo que no me pueden pedir es que, además, tenga yo que convertirme en siervo de ningún rey.

-Tenéis razón -replicó Pedro-.  Pero no quise decir que fueras siervo, sino servidor.

-No veo más diferencia -contestó Rafael-, que la adición de una sílaba.

-Llámalo como quieras -insistió Pedro-: lo que quiero decir, es que ese es el camino para llegar a ser feliz tú, y en el que podrás ser útil tanto a la sociedad como a los ciudadanos.

-Me repugna -dijo Rafael-, ser más feliz a costa de un procedimiento que aborrezco.  Ahora mismo vivo como quiero, cosa que dudo les suceda a muchos que visten de púrpura.  Por lo demás, abundan y sobran los que apetecen la amistad de los Poderosos.  Que yo les falte y algunos más semejantes a mí no creo que les cause excesivo perjuicio.

-Es claro, querido Rafael -dije yo entonces- que no hay en ti ambición de riquezas, ni de poder.  Un hombre de tu talante me merece tanta estima y respeto como el que detesta el mayor poder.  Por ello, me parece que sería digno de un espíritu tan magnánimo, y de un verdadero filósofo como tú, si te decidieras, aun a pesar de tus repugnancias y sacrificios personales, a dedicar tu talento y -actividades a la política.  Para lograrlo con eficacia, nada mejor que ser consejero de algún príncipe.  En tal caso -y yo espero que así lo harás- podrías aconsejarle -lo que creyeras justo y bueno.  Tú sabes muy bien que un príncipe es como un manantial perenne del que brotan los bienes y los males del pueblo.  Tienes, en efecto, un saber tan profundo que, aun en el caso de no tener experiencia en los negocios, serías un eminente consejero de cualquier rey.  Y tu experiencia es tan vasta que supliría a tu saber.

-Amigo Moro, te equivocas por partida doble.  Primero en lo que a mi persona se refiere, y después en lo tocante a la república o Estado.  Yo no poseo ese saber que me atribuyes, y, caso de tenerlo y sacrificar mi ocio, sería inútil a la cosa pública.

En primer lugar, la mayoría de los príncipes piensan y se ocupan más de los asuntos militares, de los que nada sé ni quiero saber, que del buen gobierno de la paz.  Lo que les importa es saber cómo adquirir -con buenas o malas artes- nuevos dominios, sin preocuparse para nada de gobernar bien los que ya tienen.  Por otra parte, hay consejeros de príncipes tan doctos que no necesitan -o al menos creen no necesitar- los consejos de otra persona.  Parásitos como son, aceptan a los que les dan la razón o les halagan para granjearse la voluntad de los favoritos del príncipe.  Así lo ha dispuesto la naturaleza: Cada uno se pitra por sus propios descubrimientos. ¡Al cuervo le ríe su cría y a la mona le gusta su hija!

En reuniones de gente envidiosa o vanidosa ¿no es, acaso, inútil explicar algo que sucedió en otros tiempos o que ahora mismo pasa en otros lugares?  Al oírte, temen pasar por ignorantes y perder toda su reputación de sabios, a menos que descubran error y mentira en los hallazgos de otros.  A falta de razones con que rebatir los argumentos, se refugian invariablemente, en este tópico: «Esto es lo que siempre hicieron nuestros mayores.  Ya podíamos nosotros igualar su sabiduría».  Al decir esto, zanjan toda discusión y se sienten felices.  Les parece mal que alguien sea más sabio que los antepasados.  Cierto que todos estamos dispuestos a aceptar todo lo bueno que nos han legado en herencia.  Pero con el mismo rigor sostenemos que hay que aceptar y mantener lo que vemos debe mudarse.  Con frecuencia me he encontrado en otras partes este tipo de mentes absurdas, soberbias y retrógradas.  Incluso en Inglaterra me topé con ellas.

-¿Has estado en Inglaterra? -le pregunté.

-Sí, he estado.  Paré allí unos meses, no mucho después de la matanza que siguió a la guerra civil que tuvo enfrentados a los ingleses occidentales contra su rey y que acabó con la derrota de los sublevados.  Con tal motivo quedé muy obligado al Reverendísimo Padre Juan Morton, Cardenal Arzobispo de Canterbury y que era, a la sazón, también Canciller de Inglaterra. ¡Qué hombre tan extraordinario!, mi querido Pedro -pues a Moro no le puedo decir nada nuevo- un hombre más venerable por su carácter y virtud, que por su alta jerarquía, Era más bien pequeño, y, a pesar de su edad avanzada, andaba erguido.  Al hablar inspiraba respeto sin llegar al temor.  Su trato era afable, si bien serio y digno.. Su profunda ironía le llevaba a exasperar, sin llegar a ofender, a quienes le pedían algo, poniendo con ello a prueba el temple y saber de los mismos.  Esto le agradaba, siempre que hubiese moderación, y si le complacían aceptaba a los candidatos para los cargos públicos.  Su léxico era puro y enérgico; su ciencia del derecho profunda, su juicio exquisito y su memoria rayando en lo extraordinario.  Estas cualidades, grandes en sí mismas, lo eran más por el cultivo y el estudio constante de las mismas.  Estando allí pude observar que el rey fiaba mucho en sus consejos, y le consideraba como uno de los más firmes pilares del Estado. ¡Qué de extraño tiene que, llevado muy joven de la escuela a la corte y mezclado en multitud de asuntos graves y zarandeado por acontecimientos de la más diversa índole, adquiriera un profundo sentido de la vida a costa de tantos trabajos y pruebas ¡Ciencia así adquirida, difícilmente se olvida!

La casualidad me hizo encontrar, un día en que estaba comiendo con el cardenal, a un laico versado en nuestras leyes.  Este comenzó, no sé a qué propósito, a ponderar la dura justicia que se administraba a los ladrones.  Contaba complacido cómo en diversas ocasiones había visto a más de veinte colgados de una misma cruz.  No salía de su asombro al observar que siendo tan pocos los que superaban tan atroz prueba, fueran tantos los que por todas partes seguían robando.

-No debes extrañarle de ello -me atreví a contestarle delante del Cardenal-: semejante castigo infligido a los ladrones ni es justo ni útil.  Es desproporcionadamente cruel como castigo de los robos e ineficaz como remedio.  Un robo no es un crimen merecedor de la pena capital.  Ni hay castigo tan horrible que prive de robar a quien tiene que comer y vestirse y no halla otro medio de conseguir su sustento.  No parece sino que en esto, tanto en Inglaterra como en otros países, imitáis a los malos pedagogos: prefieren azotar a educar.  Se promulgan penas terribles y horrendos suplicios contra los ladrones, cuando en realidad lo que habría que hacer es arbitrar medios de vida. ¿No sería mejor que nadie se viera en la necesidad de robar para no tener que sufrir después por ello la pena Capital?.

-«Ya se ha hecho en este aspecto más que, suficiente», me respondió.  La industria y la agricultura son otros tantos medios de que dispone el pueblo para obtener los medios de subsistencia.  A no ser que quieran emplearlos para el mal.

-«No se puede zanjar así la cuestión», repliqué. ¿Es que podemos olvidarnos de los que vuelven mutilados a casa, tanto de las guerras civiles como con el extranjero? ¿Es que ignoras que muchos soldados perdieron uno o varios miembros en la batalla de Cornuailles y anteriormente en las campañas de Francia?  Estos hombres mutilados por su rey y por su patria ya no pueden hacer las cosas que antes hacían.  La edad, por otra parte, no les permite aprender nuevos oficios.  Pero vamos a olvidarnos de estos, ya que las guerras no son de todos los días.

Detengámonos en casos que ocurren todos los días.  Ahí están los nobles cuyo número exorbitado vive como zánganos a cuenta de los demás.  Con tal de aumentar sus rentas no dudan en explotar a los colonos de sus tierras, desollándolos vivos.  Derrochadores hasta la prodigalidad y mendacidad, es el único tipo de administración que conocen.  Pero además, se rodean de hombres haraganes que nunca se han preocupado de saber ni aprender ningún modo de vivir y trabajar.

Si muere el patrón o si alguno de ellos enferma, son inmediatamente despedidos.  Estos nobles prefieren alimentar a vagos que cuidar enfermos.  Con frecuencia, el heredero del difunto no tiene fondos de inmediato para dar de comer al ejército de vagos.  En tal caso o la gente se prepara a pasar hambre negra o se dedica con saña al robo ¿Les queda otra salida?  Yendo de una parte a otra empeñan su salud y sus vestidos.  Ya no hay noble que acoja a estos hombres escuálidos por la enfermedad y vestidos de harapos.  Los mismos campesinos desconfían de quienes han vivido en la molicie y los placeres y son diestros en el uso de la espada y la adarga.  Saben que miran a todos con aire fanfarrón y no se prestan fácilmente a manejar el pico y el azadón, sirviendo al pobre labrador por una comida frugal y un salario ruin.

-«Precisamente este tipo de hombres -arguyó mi interlocutor- es el que hay que promover ante todo.  Son hombres de espíritu más noble y más alto que los artesanos y labradores.  En ellos reside el coraje y el valor de un ejército de que hay que disponer en caso de una guerra.

¿«Quiere ello decir -le respondí yo- que por la guerra hemos de mantener a los ladrones que, por otra parte, nunca faltarán mientras haya soldados?  Los ladrones no son los peores soldados, y los soldados no se paran en barras a la hora de robar. ¡Tan bien se compaginan ambos oficios!  Por lo demás, esta plaga del robo, no es exclusiva nuestra: es común a casi todas las naciones.  Ahí tenemos a Francia sometida a una peste todavía más peligrosa.  Todo el país se encuentra, aun en tiempo de paz -si es que a esto se puede llamar paz- lleno de mercenarios, mantenidos por la misma falsa razón que os induce a vosotros los ingleses a mantener esa turba de vagos.

Piensan estos morósofos medio sabios, medio aventureros, que la salvación del Estado estriba en mantener siempre en pie de guerra un ejército fuerte y poderoso compuesto de veteranos.  Los bisoños no les interesan.  Y llegan a pensar incluso que hay que suscitar guerras y degollar de vez en cuando algunos hombres para que -como dice socarronamente Salustio- su brazo y su espíritu no se emboten por la inacción.

-Lo peligroso de esta teoría está en alimentar bestias tales, y Francia lo está aprendiendo a costa suya.  Un ejemplo de ello lo tenemos también entre los romanos, cartagineses y sitios y otros muchos pueblos.  Estos ejércitos permanentes arruinaron su poder junto con sus campos y ciudades.  Un ejemplo claro de lo inútil que resulta mantener todo, este aparato nos lo ofrecen los soldados franceses.  A pesar de haber sido educados en las armas desde muy jóvenes, no se puede decir que hayan salido siempre airosos y con gloria al enfrentarse con los reservistas ingleses.  Y basta de este punto, porque no parezca a los presentes que os halago.  Por otra parte, difícilmente puedo creer que los artesanos o los rudos y sufridos campesinos tengan que temer gran cosa de los ociosos criados de los nobles.  Quizás algunos de cuerpo débil y faltos de arrojo, así como agotados por la miseria familiar.  Porque has de saber que los cuerpos robustos y bien comidos -sólo a estos corrompen los señores- se debilitan con la pereza y se ablandan con ocupaciones casi mujeriles.  Pero el peligro de afeminamiento desaparece si se les enseña un oficio que les permita vivir y ocuparse en trabajos varoniles.

-Todo considerado, no veo manera de justificar esa inmensa turba de perezosos por la simple posibilidad de que puede estallar una guerra.  Guerra que se podría siempre evitar, si es que de verdad se quiere la paz, tesoro más preciado que la guerra.

  Hay, además, otras causas del robo.  Existe otra, a mi juicio, que es peculiar de vuestro país.

-¿Cuál es?, preguntó el Cardenal.

-Las ovejas -contesté- vuestras ovejas.  Tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y asilvestradas que devoran hasta a los mismos hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas.  Vemos, en efecto, a los nobles, los ricos y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cría la lana más fina y más cara.  No contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio- ahora no dejan nada para cultivos.  Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que dedican a establo de las ovejas.  No satisfechos con los espacios reservados a caza y viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas.

Para que uno de estos garduños -inexplicable y atroz peste del pueblo- pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de yugadas, ha tenido que forzar a sus colonos a que le vendan sus tierras.  Para ello, unas veces se ha adelantado a cercarías con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones.  Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.

Emigran de sus lugares conocidos y acostumbrados sin encontrar dónde asentarse.  Ante la necesidad de dejar sus enseres, ya de por sí de escaso valor, tienen que venderlos al más bajo precio.  Y luego de agotar en su ir y venir el poco dinero que tenían, ¿qué otro camino les queda más que robar y exponerse a que les ahorquen con todo derecho o irse por esos caminos pidiendo limosna?  En tal caso, pueden acabar también en la cárcel como maleantes, vagos, por más que ellos se empeñen en trabajar, si no hay nadie que quiera darles trabajo.  Por otra parte, ¿cómo darles trabajo si en las faenas del campo que era lo suyo ya no hay nada que hacer?  Ya no se siembra.  Y para las faenas del pastoreo, con un pastor o boyero sobra para guiar los rebaños en tierras que labradas necesitaban muchos más brazos.

Así se explica también que, en muchos lugares, los precios de los víveres hayan subido vertiginosamente.  Y lo más extraño es que la lana se ha puesto tan cara, que la pobre gente de estas tierras no puede comprar ni la de la más ínfima calidad, con que solían hacer sus paños.  De esta manera, mucha gente sin trabajo cae en la ociosidad.

Por si fuera poco, después de incrementarse los pastizales, la epizootia diezmó las ovejas, como si la ira de Dios descargara sobre los rebaños su cólera por la codicia de los dueños.  Hubiera sido más justo haberla dejado caer sobre la cabeza de éstos.  Pues no se ha de creer, que, aunque el número de ovejas haya aumentado, no por ello baja el precio de la lana.  La verdad es que, si bien no existe un «monopolio» en el sentido de que sea uno quien la vende, sí existe un «oligopolio».  El negocio de la lana ha caído en manos de unos cuantos que, además, son ricos.  Ahora bien, éstos no tienen prisa en vender antes de lo que les convenga.  Y no les conviene sino a buen precio.

Por la misma razón, e incluso con más fuerza, se han encarecido las otras especies de vacuno.  La destrucción de los establos y la reducción del área cultivada, ha traído como consecuencia que nadie se preocupe de su reproducción y de su cría.  Porque estos nuevos ricos no se preocupan de obtener crías de vacuno o de ovino.  Las compran flacas y a bajo precio en otros sitios y las engordan en sus pastizales para venderlas después al mejor precio.

Todavía es pronto para calibrar la repercusión que estos desórdenes pueden producir en el país.  De momento, el mal se refleja en los mercados en que se vende el género.  Pronto, sin embargo, al aumentar el número de cabezas de ganado sin darles tiempo a reproducirse, la disminución progresiva de la oferta en el mercado, producirá una verdadera quiebra.  Así, lo que debía ser la riqueza de nuestra isla, se convertirá en fuente de desgracias, por la avaricia de unos pocos.

Porque esta carestía en los bienes de consumo hace que cada uno eche de su casa a los más que pueda. ¿No significa esto enviarles a mendigar, y, si son de condición más.arriesgada, a robar?

-¿Y qué me dices del lujo tan descarado con que viene envuelta esta triste miseria? Los criados de los nobles, los artesanos y hasta los mismos campesinos se entregan a un lujo ostentoso tanto en el comer como en el vestir. ¿Para qué hablar de los burdeles, ¿asas de citas y lupanares y esos otros lupanares que son las tabernas y las cervecerías y todos esos juegos nefastos como las cartas, los dados, la pelota, los bolos o el disco?  De sobra sabéis que acaban rápidamente con el dinero y dejan a sus adeptos en la miseria o camino del robo.

Desterrad del país estas plagas nefastas.  Ordenad que quienes destruyeron pueblos y alquerías los vuelvan a edificar o los cedan a los que quieran explotar las tierras o reconstruir las casas.  Frenad esas compras que hacen los ricos creando nuevos monopolios. ¡Sean cada día menos los que viven en la ociosidad; que se vuelvan a cultivar los campos, y que vuelva a florecer la industria de la lana!  Sólo así volverá a ser útil toda esa chusma que la necesidad ha convertido en ladrones o que andan como criados o pordioseros a punto de convertirse también en futuros ladrones.  Si no se atajan estos males es inútil gloriarse de ejercer justicia con la represión del robo, pues resultará más engañosa que justa y provechosa.

Porque, decidme: Si dejáis que sean mal educados y corrompidos en sus costumbres desde niños, para castigarlos ya de hombres, por los delitos que ya desde su infancia se preveía tendrían lugar, ¿qué otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para después castigarlos?

-Mientras yo hablaba, ya nuestro jurista se había dispuesto a responderme.  Había adoptado ese aire solemne de los escolásticos, consistente en repetir más que en responder, pues creen que la brillantez de una discusión está en la facilidad de memoria.

-Te has expresado muy bien -me dijo- a pesar de ser extranjero y de que sospecho conoces más de oídas que de hecho lo que has narrado.  Te lo demostraré en pocas palabras.  En primer lugar resumiré ordenadamente cuanto acabas de decir.  Te mostraré a continuación los errores que te ha impuesto la ignorancia de nuestras cosas.  Finalmente desharé y anularé todos tus argumentos.  Así pues, comenzaré por el primer punto de los cuatro a desarrollar.

          Calla -interrumpió bruscamente el Cardenal- pues temo que no has de ser breve, a juzgar por los comienzos.  Te dispensaremos del trabajo de responderle ahora.  Queda en pie, sin embargo, la obligación de hacerlo en la próxima entrevista que, salvo inconveniente de tu parte o de Rafael querría fuera mañana. Ahora, mi querido Rafael, me gustaría saber de tu boca por qué crees que no se ha de castigar el robo con la pena capital y qué castigo crees más adecuado para la utilidad pública.  Pues en ningún momento pienso que tú crees que un delito de esta naturaleza haya que dejarlo sin castigo.  Porque si ahora con el miedo a la muerte se sigue robando, ¿qué suplicio ni qué miedo podrá impresionar a los malhechores si saben que les queda a salvo la vida?  La mitigación del castigo ¿no les inducirá a ver en ello una invitación al crimen?

-Mi última convicción, Santísimo Padre -le dije yo es que es totalmente injusto quitar la vida a un hombre por haber robado dinero.  Pues creo que la vida de un hombre es superior a todas las riquezas que puede proporcionar la fortuna.  Si a esto se me responde que con ese castigo se repara la justicia ultrajada y las leyes conculcadas y no la riqueza, entonces diré que, en tal caso, el supremo derecho es la suprema injusticia.  Porque las leyes no han de aceptarse como imperativos manlianos, de forma que a la menor transgresión haya que echar mano de la espada.  Ni los principios estoicos hay que tomarlos tan al pie de la letra que todas las culpas queden homologadas, y no haya diferencia entre matar a un hombre o robarle su dinero. Estas dos cosas, hablando con honradez, no tienen ni parecido ni semejanza.

Dios prohíbe matar. ¿Y vamos a matar nosotros porque alguien ha robado unas monedas?  Y no vale decir que dicho mandamiento del Señor haya que entenderlo en el sentido de que nadie puede matar, mientras no lo establezca la ley humana.  Por ese camino no hay obstáculos para permitir el estupro, el adulterio y el perjurio.  Dios nos ha negado el derecho de disponer de nuestras vidas y de la vida de nuestros semejantes. ¿Podrían, por tanto, los hombres, de mutuo acuerdo, determinar las condiciones que les otorgaran el derecho a matarse?  Esta mutua convención, ¿tendría autoridad para soltar de las obligaciones del precepto divino a esbirros que, sin el ejemplo dado por Dios, ejecutan a los que la sanción humana ha ordenado dar muerte? ¿Es que este precepto de Dios no tendrá valor de Código más que en la medida en que se lo otorgue la justicia humana?  Por esta misma razón llegaríamos a la conclusión de que los mandamientos de Dios obligan cuando y como las leyes humanas lo dictaminen.

La misma Ley de Moisés, dura y rigurosa como dictada para un pueblo de libertos de dura cerviz, castigaba el robo con fuertes multas y no con la muerte.  Ahora bien, no podemos siquiera imaginar que Dios en su nueva Ley de gracia autoriza, como padre a sus hijos, a ser más libres en el rigor de sus penas.  Estas son las razones que me mueven a rechazar la pena de muerte para los ladrones.  Creo, además, que todos ven lo absurdo y lo pernicioso que es para la república castigar con igual pena a un ladrón y a un homicida.  Si la pena es igual tanto si roba como si mata, ¿no es lógico pensar que se sienta inclinado a rematar a quien de otra manera se habría contentado con despojar?  Caso de que le cojan, el castigo es el mismo, pero tiene a su favor matarlo, su mayor impunidad y la baza de haber suprimido un testigo peligroso.  Tenemos así, que, al exagerar el castigo de los ladrones, aumentamos los riesgos de las gentes de bien.

La cuestión estriba ahora en saber cuál seria el castigo más conveniente.  Y no creo que sea más difícil de encontrar que el haber averiguado que el actual sistema es el peor. ¿Por qué dudar en ensayar, por ejemplo, lo que hacían los romanos, bien duchos por cierto, en esto de gobernar?  A los grandes criminales se les condenaba a trabajar, encadenados de por vida, en faenas de minas o de canteras.

Con todo, creo que lo más interesante que he visto a este respecto, es lo que pude observar en uno de mis viajes a Persia, entre unas tribus conocidas con el nombre de polileritas.  Se trata de un pueblo numeroso y bien gobernado.  A excepción de un pequeño tributo anual que pagan al rey de Persia, gozan de plena libertad y se gobiernan por sus propias leyes.  Situados entre montañas y lejos del mar, se alimentan de los frutos de la tierra sin apenas salir de ella.  Son pocos también los que les visitan.  Desde tiempo inmemorial no se les conocen ansias expansionistas y les resulta fácil defender lo que tienen, gracias a sus montes y al tributo que pagan.  No hacen el servicio militar.  Viven con comodidad, pero sin lujo, preocupados más de la felicidad que de la nobleza o el nombre, pues pasan desapercibidos de todo el mundo, a no ser de sus vecinos más inmediatos.

Pues bien, en este país, al convicto de robo se le obliga a devolver lo sustraído a su dueño y no al rey, como suele hacerse en otros lugares.  Piensan que sobre lo robado tanto derecho como el rey tiene el mismo ladrón.  Si lo robado se ha extraviado, entonces se paga lo correspondiente, con los bienes confiscados que pudiera tener el ladrón.  Caso de sobrar algo, se reparte entre su mujer y sus hijos.  Él, en cambio, es condenado a trabajos forzados.  Si el robo no va acompañado de circunstancias agravantes de crueldad, ni se le encarcela ni se le ponen grilletes.  Se le destina en libertad y sin policía a trabajos públicos.  A los morosos o recalcitrantes no se les estimula con prisión sino con látigo.  Los que trabajan bien no reciben malos tratos.  Se les pasa lista todas las noches y se les encierra en celdas donde pasan la noche.  Aparte de trabajar todos los días, no tienen ninguna otra penalidad.  Su alimentación, en efecto, no es mala.  La misma sociedad para la que trabajan se cuida de su sustento, si bien los procedimientos varían de un lugar a otro.  En unos lugares, los gastos del sustento se cubren con limosnas de la gente.  Parece un recurso precario, pero dada su generosidad, resulta el más ventajoso.  En otros lugares se destinan a estos efectos rentas de fondos públicos, o bien impuestos especiales en proporción al número de habitantes.

Hay también regiones en las que no se les emplea en trabajos públicos.  Por ello, cuando alguien necesita un obrero, lo contrata en la plaza pública.  En tal caso, conviene con él el jornal, siempre un poco más bajo al de la mano de obra libre.  La ley faculta al dueño castigar con azotes al perezoso.

Con esto se logra que no estén nunca sin trabajar, y que todos los días aporten algo al erario público, además de su propio sustento.  Todos han de llevar el vestido del mismo color, un color propio de ellos; no se les corta el pelo al rape sino que se les hace un corte especial por encima de las orejas, una de las cuales se les corta ligeramente.  Pueden recibir de sus familiares y amigos alimento, bebidas y vestidos del color prescrito.  Pero es un delito capital aceptar dinero, tanto para quien lo da como para quien lo recibe.  Es, asimismo, peligroso para un hombre libre recibir dinero de un condenado.  Y la misma pena está prevista para los esclavos (así llaman a los condenados) que se hacen con armas.

Cada región marca a sus condenados con una señal particular.  Hacer desaparecer esta señal es un delito capital.  La misma sentencia recae sobre los que han sido vistos fuera de sus confines o se les ha sorprendido hablando con un esclavo de otra región.  El intento de fuga es tan delito como la misma fuga.  El cómplice de la misma es castigado con la muerte si es esclavo, y pasa a esclavo si es libre.  Hay también establecidas recompensas para los delatores: para el libre, dinero; para el esclavo, la libertad, asegurando con ello a ambos el perdón y la seguridad del secreto, a fin de que no resulte más seguro perseverar en una mala intención que arrepentirse de ella.

Tales son las leyes y procedimientos que siguen en esta cuestión, como ya dije.  Bien se echa de ver la utilidad y el sentido de humanidad que las inspira.  Pues la ley se ensaña contra los delitos y respeta a unos hombres que, por fuerza, han de ser honorables, ya que después del delito reparan el mal que hicieron con su buena conducta.  No hay miedo de que vuelvan a sus viejos hábitos, hasta el punto de que los turistas extranjeros al emprender un gran viaje se ponen bajo la dirección de estos «esclavos>, como los guías más seguros.  Se les cambia cada vez de una región a otra.

En efecto ¿qué se puede temer de ellos?  Todo les aparta naturalmente de la tentación de robarte: están desarmados, el dinero les delataría; caso de ser descubiertos, serán castigados, no quedándoles esperanza de huir a ninguna parte. ¿Cómo puede ocultarse o engañar un hombre vestido de forma tan singular?  Aunque se escapase desnudo, sería delatado por el defecto de la oreja.  Queda excluido también el peligro de que puedan conspirar contra el Estado.  Pero, para llevarlo a cabo, tendrían que estar de acuerdo con los esclavos de otras regiones.  Ahora bien, tal conjura es imposible desde el momento en que no pueden ni reunirse, ni hablar, ni saludarse. ¿Cómo podrían confabularse con otros hombres si para ellos el silencio es un peligro y la delación les acarrea mayores ventajas?  Por otra parte, todos abrigan la esperanza de que sometiéndose, aguantando y dejando correr el tiempo, encauzan su futuro hasta el día que puedan alcanzar la libertad.  No pasa año, en efecto, sin que uno u otro sean liberados en atención a las pruebas que han dado de sumisión.

-¿Por qué, argüí yo entonces, no establecer en Inglaterra un sistema penal semejante?  Tendría resultados muy superiores a los obtenidos por esa famosa justicia, tan cacareada por nuestro jurisconsulto.

-Semejante sistema penal -contestó él- jamás se podrá implantar en Inglaterra, ya que acarrearía los más graves peligros.

Dicho esto, movió la cabeza, torció el ceño y se calló.  Cuantos le escuchaban, fueron del mismo parecer.

-No es fácil adivinar -dijo entonces el Cardenal- si el cambio del sistema penal sería ventajoso o no, toda vez que no tenemos la menor experiencia de ello.  De todos modos, suponiendo que alguien haya sido condenado a muerte, el príncipe podría demorar la sentencia, y así poner a prueba este sistema.  Con el mismo fin se podría abolir el derecho de asilo.  Si una vez experimentado el sistema, se ve que -da resultados, no hay inconveniente en regularlo.  Si, por el contrario, se ve que no resulta, se vuelve a aplicar la sentencia a los condenados a muerte con anterioridad.  Ni es impuesto ni perjudica al Estado, ejecutar a su tiempo lo anteriormente legislado.  Por otra parte, no creo que tal medida suponga peligro alguno para el mismo Estado.  Yo iría todavía más lejos: ¿por qué no experimentar el sistema con respecto a los vagabundos?  Se han dado contra ellos leyes y leyes, y sin embargo, en la realidad estamos peor que nunca.

Todos a una aplaudieron las ideas expuestas por el Cardenal, siendo así que no habían encontrado más que menosprecio mientras yo las exponía.  Alababan sobre todo lo referente a los vagabundos, punto que había añadido él de su cosecha.

Me pregunto ahora si no sería mejor pasar por alto el resto de la conversación. ¡Tan ridícula fue! No obstante, referiré algo de ella, ya que no fue mala y toca un poco a nuestro propósito.

Estaba allí presente un parásito que se hacía pasar por gracioso y lo hacía tan bien, que en realidad se convertía en un auténtico bufón.  Tan insípidas eran las palabras con que se esforzaba para provocar la risa, que uno se reía más de él que de lo que decía.  Entre tanta palabrería, aparecían de vez en cuando chispazos de ingenio, Se cumplía en él el conocido refrán:

«Tantas flechas le tiró

que a Venus al fin le dio»

 

Es, pues, el caso que uno de los convidados dijo que con mis argumentos y exposición había solucionado el problema de los ladrones.  Y que el Cardenal, por su parte, había dejado resuelto el de los vagabundos.  Sólo quedaba ahora el ocuparse a fondo y de manera oficial de los ancianos y de los enfermos, sumidos en la pobreza e incapaces de vivir de su trabajo.

Dejadme, decía el bufón.  Yo soluciono eso rápido.  Estoy deseando quitar de mi vista esta gente miserable.  Me asedian constantemente con su música quejumbrosa.  Pero, ¡nunca han logrado arrancarme un solo céntimo!  Siempre me pasa lo mismo: o me piden cuando no tengo o no tengo ganas de darles cuando me piden.  Por fin han llegado a comprender: Para no perder tiempo, al cruzarse conmigo, pasan en silencio, porque saben que les daré menos que si fuera un cura.  Así pues, ordeno y mando que:

«Todos estos pordioseros sean distribuidos y repartidos entre los conventos de benedictinos, y que los hagan monjes legos, según dicen ellos.  A las mujeres ordeno que las hagan monjas.»

El Cardenal se sonrió aprobando en broma sus palabras.  Los demás se lo tomaron en serio, Lo dicho sobre curas y frailes llevó a bromear sobre el asunto a cierto teólogo y fraile mendicante, hombre habitualmente serio hasta parecer torvo.

-Ah, pero no os libraréis tan fácilmente de los pobres -dijo- ¿Qué haréis con nosotros los frailes mendicantes? -Para mí el asunto está solucionado -dijo el parásito-.  El Cardenal no se olvidó de vosotros al decretar que fueran encerrados los vagabundos y se les obligara a ejercer un oficio. ¿No sois acaso vosotros los vagabundos por excelencia?

-Los invitados, ante estas palabras, fijaron sus ojos en el Cardenal.  Al advertir que no protestaba, empezaron a hacer bromas sobre el asunto.

Sólo el fraile, picado, se indignó y exasperó de tal manera que no pudo contener las injurias de sus labios.  Llamó a nuestro hombre: Intrigante, embustero, calumniador e hijo de perdición.  Todo ello salpicado de terribles amenazas tomadas de la Sagrada Escritura. Entonces, nuestro bufón se sintió a sus anchas, comenzando a bufonearse en serio.

-Calma, hermano, no os enojéis.  Está escrito: «Con vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas».

A lo que el fraile replicó con estas mismas palabras:

-No me enojo, o por lo menos no peco, pues dice el Salmista: «Enojaos y no pequéis».

El Cardenal reprendió amablemente al fraile, invitándole a reprimir sus sentimientos:

-No, señor, -contestó el fraile- es el celo el que dicta mis palabras y el que me empuja a hablar.  Es el mismo celo que movía a los santos.  Por eso está escrito: «Me devora el celo de tu casa».  Y en vuestras iglesias se canta:

Los que se burlaban del gran Eliseo cuando subía a la casa de Dios sintieron la cólera del calvo.

Y ojalá que lo sienta también ese embustero, y embaucador bufón.

-No dudo -dijo el Cardenal- de que al hablar así obréis con buena intención.  Pero me parece que obraríais más sabiamente, si no más santamente, evitando contender con un necio en una querella tan ridícula.

-No señor, de ninguna manera obraría más cuerdamente.  Pues el mismo Salomón, sabio como ninguno, dice: «Responde al insensato de acuerdo con su necedad», que es precisamente lo que intento yo hacer.  Le estoy demostrando además en qué abismo sin fondo va a ir a parar si no frena su lengua.  Los que se mofaban de Eliseo eran muchos, y todos fueron castigados por haberse burlado de un solo hombre calvo. ¿Cómo no sentirá la cólera este hombre que pone en ridículo a tantos frailes entre los cuales se encuentran tantos calvos?  Aparte de que tenemos una bula papal que excomulga a todos los que se rían de nosotros.

Viendo que las cosas no tenían viso de terminar, el Cardenal hizo una señal de cabeza al parásito para que se retirara y con tacto cambió de conversación.  Después se levantó de la mesa, nos despidió y se aprestó a recibir en audiencia a las visitas solicitadas.

-Mi querido Moro -me dijo Rafael- ya sabrás perdonarme esta disertación tan larga con que te he abrumado. Me avergonzaría de ello de no haberlo solicitado tú con tanta insistencia.  Me parecía, además, que estabas tan interesado como si no quisieras perder ripio de la conversación.  Cierto que habría podido ser un poco más breve, pero quise alargarme para que vieras que los mismos que despreciaban lo que yo iba exponiendo, no tardaron en aplaudirlo cuando el Cardenal no me desaprobó.  Su adulación llegó hasta tal extremo que llegaron a celebrar las genialidades del parásito, y a tomarlas casi en serio, porque su señor no las rechazaba, por pura delicadeza.

¿Puedes imaginarte ahora el caso que de mí y de mis consejos harían estos cortesanos?

-Mucho me ha complacido, Rafael amigo -le dije yo- lo que con elegancia y profundidad me has contado.  Me parecía estar de nuevo en mi patria y revivir los tiempos de mi infancia, cuando hablabas del Cardenal en cuya corte me eduqué de niño.  El calor con que has evocado su figura hace que te profese una mayor estima de la que ya antes te profesaba y era mucha.  Con todo, no cambio de opinión en el asunto base: pienso que, si de verdad te decides a superar el horror que te causan las cortes reales, tus consejos serían de gran utilidad para el pueblo.  Nada cuadra mejor con tu bondad y recto sentir.  Tu buen amigo Platón decía que los reinos serían felices si los reyes filosofaran y los filósofos reinaran.  Pero, ¿no se alejará de nosotros esa dicha si los filósofos ni se dignan siquiera asistir a los reyes con sus consejos?

-No son tan displicentes -replicó él- y, sin duda, lo harían de buena gana.  Ahí están multitud de libros escritos por ellos sobre estos temas.  Pero sucede que no siempre los jefes de Estado están dispuestos a escucharlos.  El mismo Platón se daba cuenta de que los jefes de Estado, equivocados desde niños con ideas perversas y viciadas, necesitaban ejercitar la filosofía para aprobar los consejos que les dieran los filósofos.  Así lo pudo comprobar él mismo con Dionisio de Siracusa. ¿No crees que si yo propusiera a cualquier jefe de Estado unas medidas sanas y tratara de desterrar las costumbres que originan tantos males, me tomarían por loco o me despedirían?

-¡Ea!, imagínate que soy ministro del rey de Francia y que tomo parte de su consejo.  En el mayor secreto y bajo la presidencia del rey, rodeado de las personas más conspicuas del reino, se están tratando asuntos de la mayor gravedad: Modo y forma de conservar Milán; oposición a la pérdida de la revoltosa Nápoles.  Destrucción de los venecianos, ocupación de toda Italia y, seguidamente, de Flandes, Brabante, toda Borgoña y muchos otros estados, cuyo territorio hace mucho tiempo que su ambición tiene pensado invadir.

Unos aconsejan que se pacte con los venecianos, pacto que, por otra parte, no se respetará más allá de lo que consientan los intereses reales.  Se les pondrá también al corriente de las decisiones tomadas. ¿Por qué, incluso, no entregarles parte del botín, siempre, claro está, que se pueda volver a coger una vez realizado el proyecto?  Hay quien se inclina por reclutar alemanes; otros prefieren ablandar con dinero a los suizos.  Y hasta alguien sugiere que se ha de aplacar a la divinidad revestida de la majestad imperial, haciéndole una ofrenda de oro en forma de sacrificio. Se habla de llegar a un acuerdo con el rey de Aragón, proponiéndole en pago el Reino de Navarra, que no es suyo.  Al rey de Castilla se le podría ganar con la esperanza de algún enlace matrimonial.  En cuanto a sus cortesanos habría que sobornarlos a fuerza de dinero.

El punto más delicado es el de las relaciones con Inglaterra.  Habrá que hacer un pacto de paz.

Y habrá que asegurar con lazos fuertes una amistad siempre débil.  Se les llamará amigos y se les tendrá por enemigos.  Será bueno tener a los escoceses como fuerza de choque y lanzarlos contra los ingleses al menor movimiento de éstos.  Habrá que halagar también a algún noble desterrado que se crea con derecho al trono de Inglaterra.  Pero esto se habrá de hacer ocultamente, pues la diplomacia prohíbe estos juegos.  De este modo se tiene siempre en jaque al príncipe del que se recela.

-¿Imagináis lo que pasaría si, en medio de esta asamblea real en que se ventilan tan graves intereses, y en presencia de políticos que se inclinan hacia soluciones de guerra, se levanta un hombrecillo como yo? ¿Cómo reaccionarían si les digo: hay que plegar velas; dejemos en paz a Italia y quedémonos en Francia?  El reino de Francia es ya tan grande que mal puede ser administrado por una sola persona. Déjese, pues, el rey de pensar en aumentarlo.

Suponed que a continuación les propongo el ejemplo y las leyes de los Acorianos, pueblo que vive al sudeste de la Isla de Utopía. En tiempos pasados, hicieron la guerra porque su rey pretendía la sucesión de un reino vecino, en virtud de un viejo parentesco.  Una vez conquistado, vieron que conservarlo les era tan costoso o más que haberlo conquistado.  A cada paso surgían rebeliones, unas veces de los sometidos y otras de los vecinos que los invadían.  No había manera de licenciar las tropas, pues siempre había que estar o a la defensiva o al ataque.  Los saqueos eran constantes, llevándose fuera los capitales.  Mantenían las glorias ajenas a costa de su propia sangre.  Como lógica consecuencia, la paz era siempre precaria, ya que la guerra había corrompido las costumbres, fomentando el vicio del robo, incrementado la práctica del asesinato y disminuido el respeto a la ley.  Y todo porque el rey, ocupado ahora en gobernar a dos pueblos, no se podía entregar por entero a ninguno de ellos.  Viendo al fin que tal estado de cosas no tenía solución, se decidieron a hablar al rey, con todo respeto, no sin antes haberlo deliberado en consejo.  Podía quedarse con el reino que más le apeteciese -le dijeron.  Pero no era justo gobernar a medias los dos reinos, ya que a nadie le gusta compartir con otro ni siquiera los servicios de un mulero.  Así convencieron al buen rey a quedarse con el reino primitivo.  El nuevo pasó a un amigo suyo, quien poco después fue expulsado.

Sigamos.  Piensa, por último, que trato de demostrarles que todos los preparativos de guerra en que tantas naciones se empeñan, no hacen sino esquilmar a los pueblos, y agotan sus recursos para después de algún efímero triunfo, terminar en total fracaso.  Que lo prudente es conservar el reino de los mayores, enriquecerlo lo más posible y hacerlo más y más próspero.  Que ame a su pueblo y que éste le quiera, que conviva con las gentes en paz, gobernándolas con dulzura.  Que lo justo es desinteresarse de los otros reinos.  Que lo que le cayó en suerte le basta y le sobra para un buen gobierno.

Vuelvo a preguntarte ¿con qué oídos, mi querido Moro, acogerían mi parlamento?

-Con oídos muy favorables, seguramente -respondí yo. -Pero esto no es todo -me contestó él-.  Supongamos que los consejeros discuten y arbitran los medios de enriquecer el tesoro.  Si hay que hacer algún pago, uno le aconseja que aumente el valor de la moneda.  Por el contrario, si hay que cobrar, su consejo es que la rebaje.  De esta manera con poco se cubre mucho y se recibe mucho a cargo de poco.  Una guerra simulada -le aconseja otro es motivo sobrado, para recaudar dinero.  Conseguido éste y, en el momento considerado más oportuno, se firma una paz honrosa, celebrando la hazaña con ceremonias religiosas que lleven al ánimo del pueblo que el rey odia la sangre derramada y que está inclinado a la clemencia.

Mientras tanto, otro le recuerda ciertas leyes antiguas y normas en desuso, roídas por la polilla.  Ya nadie se acuerda de ellas, y, por tanto, todos las quebrantan. ¿Puede haber ingreso más saneado para el Estado, ni razón más honorable?  Bajo la máscara de justicia, y en su nombre, exíjanse las multas correspondientes.  Hay todavía otro que sugiere la prohibición, bajo pena de graves multas, de una serie de actividades, sobre todo, aquellas que perjudican al pueblo.  Para autorizarlas exíjase una gruesa cantidad a los interesados en ejercerlas.  De esta manera se obtienen beneficios por partida doble: el pueblo queda convencido de la buena voluntad del príncipe, y los interesados que pagaron primero las multas, pagarán después por la compra de las licencias.  Y éstas serán tanto más caras cuanto mejor sea el príncipe que así las restringe.  Pues está claro que no autoriza nada contra el bienestar del pueblo, si no es a costa de una fuerte suma de impuestos.

Otro, finalmente, recomienda al rey el tener de su parte a los jueces, con el fin de que en todas las causas dicten a su favor.  A tal efecto, habrá que traerlos a palacio, e invitarlos a que discutan ante el propio rey sus problemas.  Por mala que sea una causa real siempre habrá alguien dispuesto a defenderla.  El gusto de llevar la contraria, el afán de novedad o el deseo de ser grato al rey, hará que siempre se encuentre alguna grieta por donde intentar una defensa.  El resultado es que lo que estaba clarísimo en el principio queda embrollado en las discusiones contradictorias de los sesudos varones.  La verdad queda en entredicho, dando al rey la oportunidad para interpretar el derecho a su favor.  Por supuesto, que el miedo o la vergüenza harán doblegarse a los jueces, lo que permitirá obtener fácilmente en el tribunal una sentencia favorable al rey.  Nunca han de faltar razones a los jueces para dictar sentencia a favor del rey: les basta, en efecto, invocar la equidad, o la letra de la ley, o el sentido derivado de un texto oscuro. 0 también, eso que los jueces escrupulosos valoran más que todas las leyes, a saber, la indiscutible prerrogativa real.

Mientras, todos están de acuerdo y comulgan, con la sentencia aquella de Craso:

«No hay bastante dinero para pagar a un Rey, que ha de mantener a un ejército».  «Por más que se lo proponga, un rey nunca obra injustamente».

Todo le pertenece, incluso las personas.  Cada uno tiene lo que la liberalidad del rey no le ha confiscado.  Importa, pues, al rey, ya que en ello estriba su seguridad, que el pueblo posea lo menos posible, a fin de que no se engría con sus bienes y libertad.  Pues tanto la riqueza como la libertad hacen aguantar con menos paciencia las leyes duras e injustas.  Por el contrario, la indigencia y la miseria embotan los ánimos y quitan a los oprimidos el talante de la libertad.

-¿No tendría yo -le dije- que oponerme a estos razonamientos y decir al rey que tales consejos son injustos y perjudiciales? ¿Su honor y su seguridad no residen más en el bienestar del pueblo que en el suyo?  Pues es evidente que los reyes son elegidos para provecho del pueblo y no del propio rey.  Su denuedo e inteligencia han de poner el bienestar del pueblo al abrigo de toda injusticia.  Incumbencia es del rey procurar el bien del pueblo por encima del suyo.  Como el verdadero pastor, que busca apacentar sus ovejas y no su comodidad.  La experiencia ha demostrado claramente lo equivocado de quienes piensan que la pobreza del pueblo es la salvaguardia de la paz. ¿Dónde encontrar más riñas que en la casa de los mendigos? ¿Quién desea más vivamente la revolución? ¿No es acaso aquel que vive en situación miserable? ¿Quién más audaz a echar por tierra el actual estado de cosas que aquel que tiene la esperanza de ganar algo, porque ya no tiene nada que perder?

Por eso, si un rey se sabe acreedor al desprecio y el odio de los suyos, y no puede dominarlos sino por multas, confiscaciones o vejaciones, sometiéndolos a perpetua pobreza, más le valdría renunciar a su reino que conservarlo con esos procedimientos.  Aunque haya mantenido el trono, ha perdido su dignidad.  La dignidad de un rey se ejerce no sobre pordioseros sino sobre súbditos ricos y felices.  Así lo creía también aquel hombre recto y superior, llamado Fabricio, que decía: «Prefiero gobernar a ricos, que serlo yo mismo».

En efecto, vivir uno entre placeres y comodidades, mientras los demás sufren y se lamentan a su alrededor no es ser gerente de un reino, sino guardián de una cárcel. ¿No será siempre inepto un médico que no sabe curar una enfermedad sino a costa de otra?  Lo mismo se ha de pensar de un rey que no sabe gobernar a sus súbditos sino privándolos de su libertad.  Reconozcamos que un hombre así no vale para gobernar a gente libre. ¿No tendrá que hacer primero corregir su soberbia y su ignorancia?  Con esos defectos no hace sino granjearse el odio y el desprecio del pueblo.  Viva honestamente de lo suyo, equilibre sus gastos y sus entradas: así podrá corregir cualquier desorden.  Corte de raíz los males, mejor que dejarlos crecer para después castigarlos.  Que no restablezca las leyes en desuso ahogadas por la costumbre, sobre todo, las que abandonadas desde hace mucho tiempo, nunca fueron echadas en falta.  Y nunca, por este tipo de faltas, pida nada que un juez justo no pediría de un particular por considerarlo cosa vil e injusta.

¿Qué sucedería en este momento -dije yo- si les propusiera como ejemplo la ley de los macarianos, un pueblo vecino a la isla de Utopía? Su rey, el día que sube al trono, se obliga a un juramento, al tiempo que ofrece grandes sacrificios, a no acumular nunca en su tesoro más de mil libras en oro o su equivalente en plata.  Se dice que esta ley fue promulgada por uno de sus mejores reyes. Juzgaba más importante la felicidad del reino que sus riquezas, pues suponía que su acumulación redundaría en perjuicio del pueblo.  En efecto, este capital le parecía suficiente.  Permitía al rey luchar contra los rebeldes del interior, y proporcionaba al reino los medios para repeler las incursiones de los enemigos de fuera.  En todo caso, no debía ser de tal cuantía que incitase a la codicia de apoderarse de él.  Esta fue una razón poderosísima para dictar semejante ley.

Una segunda razón fue la necesidad de mantener en circulación la cantidad de dinero indispensable para las transacciones ordinarias de los ciudadanos.  Ante la obligación de dar salida a cuanto sobrepasara el límite fijado, el legislador estimó que el soberano no correría el peligro de violar la ley.  Un rey así tendría que ser querido por los buenos y odiado por los malos.

¿No te parece que si yo expusiera estas o parecidas razones a hombres inclinados a pensar lo contrario, sería como hablar a sordos?

-A sordísimos, sin duda -repuse yo-. Pero esto no me extraña.  Pues si os digo lo que pienso, me parece perfectamente inútil largar tales consejos, cuando se está plenamente convencido de que serán rechazados tanto en su fondo como en su forma. ¿De qué puede servir o cómo puede influir un lenguaje tan diferente en el ánimo de quienes están dominados y poseídos por tales prejuicios?  Entre amigos y en charlas familiares no de la de tener su encanto esta filosofía escolástica.  Pero no es lo mismo en los consejos reales donde se tratan los grandes asuntos con una gran autoridad.

-Es precisamente lo que os estaba diciendo -contestó Rafael-: a las cortes de los reyes no tiene acceso la filosofía.

-Cierto -dije yo- si con ello te refieres a esa filosofía escolástica para la que cualquiera solución es buena y aplicable a cualquier situación.  Pero hay otra filosofía que sabe el terreno que pisa, es más fiable, y desempeña el papel que le corresponde según una línea que se ha trazado.  Esta es la filosofía de que te has de servir.  Si representas, por ejemplo, una comedia de Plauto en que los esclavos intercambian comicidad, es evidente que no has de aparecer en el escenario en ademán de filósofo, recitando el pasaje de La Octavia en que Séneca discute con Nerón. ¿No sería preferible en tal caso, representar un papel mudo antes que caer en el ridículo de una tragicomedia,  recitando textos fuera de lugar?  Destruyes y ridiculizas toda la representación si mezclas textos tan            diferentes, aunque los añadidos por tu cuenta sean mejores.  Cualquiera que sea tu papel desempéñalo lo mejor que puedas; y no eches a perder el espectáculo, con el pretexto de que se te ha ocurrido algo más ingenioso.

Esto mismo ocurre en los asuntos del Estado y en las deliberaciones de los príncipes.  Si no es posible erradicar de inmediato los principios erróneos, ni abolir las costumbres inmorales, no por ello se ha de abandonar la causa pública. Como tampoco se puede abandonar la nave en medio de la tempestad porque no se pueden dominar los vientos.  No quieras imponer ideas peregrinas o desconcertantes a espíritus convencidos de ideas totalmente diferentes.  No las admitirían.  Te has de insinuar de forma indirecta, Y te has de ingeniar por presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posible.  Para que todo saliera bien, deberían ser buenos todos, cosa que no espero ver hasta dentro de muchos años.

-¿Sabéis lo que me sucederla de obrar así? -replicó Rafael-.-Pues queriendo curar la locura de los demás me volvería tan loco como ellos.  Tendría que repetirles, si he de decir la verdad, las mismas palabras que acabo de pronunciar.  No sé si el mentir será propio de algún filósofo.  Yo, en todo caso, no acostumbro.  Concedo que mis palabras les puedan parecer desagradables y molestas.  Lo que no concibo es que, por lo mismo, les puedan parecer ridículas e insolentes.  Si les contase lo que Platón describe en su República, y las cosas qué los utopianos hacen de su isla, les podrían parecer mejores, y ciertamente lo son, si bien extrañas.  En efecto en ambos casos, todas las cosas son comunes, mientras que aquí rige la propiedad privada.  Es claro, pues, que mi exposición no puede ser grata a quienes en su corazón han resuelto seguir otro camino.  Les obligaría a volverse atrás.  Pero hay algo en ella que no pueda decirse en cualquier lugar o que sea inconveniente?  Si hay que silenciar como nefastas las cosas que las corrompidas costumbres de los hombres tornan insólitas o absurdas, entonces, muchas cosas tenemos que silenciar los cristianos.  Casi todo lo que Cristo nos enseñó y que, sin embargo, nos prohibió silenciar.  Antes bien, nos mandó predicar en los tejados lo que se nos había dicho al oído.  La mayor parte de su doctrina está más lejos de las costumbres de los cortesanos que lo pudiera estar mi discurso.  Verdad es que muchos predicadores, como gente avispada que son, parecen haber seguido tu consejo.  Al ver que la ley de Cristo encajaba mal en la vida de los hombres, han preferido adaptar el evangelio a la vida, moldeándolo como si fuera de plomo. ¿Y qué han logrado con tan peregrino proceder?  Nada, si no es poder ser peores con mayor impunidad.

¿Comprendes ahora el fracaso de mi actuación en el consejo de los reyes?  Opinar en contra del sentir de los demás sería como no hablar.  Y repetir lo mismo, sería hacerme cómplice de su locura, según la expresión del Mición de Terencio.  No sé, por otra parte, adónde conduce esa «vía indirecta» de que hablas.  Es decir, si las cosas no pueden tornarse totalmente buenas, habrá que trabajar cuanto se pueda para que sean lo menos malas posible.  En los consejos reales no vale ir con sutilezas ni distinciones.  Hay que aprobar abiertamente las peores decisiones y firmar los decretos más arbitrarios.  Seria visto como traidor y hasta como espía quien consultado sobre proposiciones injustas se expresara con tibieza.

No hay, pues, modo de ser útil para unos hombres así.  Antes corromperían al mejor plantado que dejarse corregir ellos mismos.  Su solo trato deprava.  El más limpio y honesto terminaría como encubridor de la maldad y estupidez ajenas.  Por todo ello, sospecho que es imposible lograr bien alguno, por esa «vía indirecta» que estás insinuando.

Ya Platón explica con una bella comparación los motivos que alejan a los sabios de los asuntos públicos.  Suponed que están viendo cómo la gente pasea por calles y plazas bajo una lluvia incesante.  Por más que gritan no logran convencerles de que se metan en sus casas y se aparten del agua.  Salir ellos mismos a la calle no conseguiría nada, sino mojarse ellos también. ¿Qué hacer entonces?  En vista de que no van a poner remedio a la necedad de los otros, optan por quedarse a cubierto, defendiendo al menos su -seguridad.

De todos modos, mi querido Moro, voy a decirte lo que siento.  Creo que donde hay propiedad privada y donde todo se mide por el dinero, difícilmente se logrará que la cosa pública se administre con justicia y se viva con prosperidad.  A no ser que pienses que se administra justicia permitiendo que las mejores prebendas vayan a manos de los peores, o que juzgues como signo de prosperidad de un Estado el que unos cuantos acaparen casi todos los bienes y disfruten a placer de ellos, mientras los otros se mueren de miseria.

Por eso, no puedo menos de acordarme de las muy prudentes y sabias instituciones de los utopianos.  Es un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, sin embargo, a nadie le falta nada.  Toda la riqueza está repartida entre todos.  Por el contrario, en nuestro país y en otros muchos, constantemente se promulgan multitud de leyes.  Ninguna es eficaz, sin embargo.  Aquí cada uno llama patrimonio suyo personal a cuanto ha adquirido.  Las mil leyes que cada día se dictan entre nosotros no son suficientes para poder adquirir algo, para conservarlo o para saber lo que es de uno o de otro. ¿Qué otra cosa significan los pleitos sin fin que están surgiendo siempre y no acaban nunca?

Cuando considero en mi interior todo esto, más doy la razón a Platón.  Y menos me extraña que no quisiera legislar a aquellas ciudades que previamente no querían poner en común todos sus bienes.  Hombre de rara inteligencia, pronto llegó a la conclusión de que no había sino un camino para salvar la república: la aplicación del principio de la igualdad de bienes.  Ahora bien, la igualdad es imposible, a mi juicio, mientras en un Estado siga en vigor la propiedad privada.  En efecto, mientras se pueda con ciertos papeles asegurar la propiedad de cuanto uno quiera, de nada servirá la abundancia de bienes.  Vendrán a caer en manos de unos pocos, dejando a los demás en la miseria.  Y sucede que estos últimos son merecedores de mejor suerte que los primeros.  Pues estos son rapaces, malvados, inútiles; aquellos, en cambio, son gente honesta y sencilla, que contribuye más al bien público que a su interés personal.

Por todo ello, he llegado a la conclusión de que si no se suprime la propiedad privada, es casi imposible arbitrar un método de justicia distributiva, ni administrar acertadamente las cosas humanas.  Mientras aquella subsista, continuará pesando sobre las espaldas de la mayor y mejor parte de la humanidad, el angustioso e inevitable azote de la pobreza y de la miseria.  Sé que hay remedios que podrían aliviar este mal, pero nunca curarlo.  Puede decretarse, por ejemplo, que nadie pueda poseer más de una extensión fija de tierras.  Que asimismo se prescriba una cantidad fija de dinero por ciudadano.  Que la legislación vele para que el rey no sea excesivamente poderoso, ni el pueblo demasiado insolente.  Que se castigue la ambición y la intriga, que se vendan las magistraturas, que se suprima el lujo y la representación en los altos cargos.  Con ello se evita el que se tenga que acudir a robos y a malas artes para poder mantener el rango.  Y se evita también el tener que dar dichos cargos a los ricos, que habría que dar más bien a hombres competentes.

Con leyes como éstas los males presentes podrían aliviarse y atenuarse.  Pero no hay esperanza alguna de que se vayan a curar, ni que las cosas vuelvan a la normalidad mientras los bienes sigan siendo de propiedad privada.  Es el caso de los cuerpos débiles y enfermos que se van sosteniendo a base de medicinas.  Al intentar curar una herida se pone más al vivo otra.  Porque, no le demos vueltas, lo que a uno cura a otro mata.  No se puede dar nada a nadie sin quitárselo a los demás.

-Estoy lejos de compartir vuestras convicciones -le dije yo a Rafael. Jamás conocerán los hombres el bienestar bajo un régimen de comunidad de bienes. ¿Por qué medios se podrá conseguir la prosperidad común si todos se niegan a trabajar?  Nadie tendrá un estímulo personal, y la confianza en que todos trabajan le hará perezoso.  Por otra parte, si la miseria subleva los espíritus y ya no es posible adquirir nada como propio, ¿no caerá la sociedad de modo fatal y constante en la rebelión y la venganza?  Si, además, desaparece la autoridad de los jueces y el temor saludable que inspiran, ¿qué papel pueden tener en la sociedad hombres para quienes no existiría ninguna diferencia social? Es algo que ni siquiera me atrevo a imaginar.

-No me extraña que pienses así -replicó Rafael-.  No puedes hacerte idea de lo que se trata, o la tienes equivocada.  Si hubieras estado en Utopía, como yo he estado, si hubieses observado en persona las costumbres y las instituciones de los utopianos, entonces, no tendrías dificultad en confesar que en ninguna parte has conocido república mejor organizada.  Yo estuve allí durante cinco años, y, hubiera estado muchos más, de no haberme tenido que venir para revelar ese Nuevo Mundo. . En este momento interrumpió Pedro Gilles a Rafael para decirle: ¿Es que vas a convencerme de que en ese nuevo mundo hay un pueblo mejor gobernado que el nuestro?  En éste que conocemos, hay ingenios no menos aventajados, y estados con más antigüedad que esos de que hablas.  Una larga experiencia ha proporcionado a nuestra sociedad una serie de inventos que hacen la vida agradable.  Sin hacer mención de aquellos con que el azar nos ha favorecido, y que ningún espíritu cultivado hubiera podido imaginar.

-En cuanto a antigüedad -respondió Rafael- sólo podrás juzgar sensatamente después de haber leído historias de aquellos reinos.  De darles crédito, tendríamos que reconocer que hubo allí grandes ciudades, aún antes de que hubiera hombres entre nosotros.  Por lo demás, los adelantos debidos al esfuerzo o a la casualidad, lo mismo se pueden producir aquí que allí.  Mi opinión es que les aventajamos en inteligencia, si bien, pienso que en cuanto a rendimiento y trabajo, quedamos muy por debajo de ellos.  Antes de que yo llegase allí poco o nada conocían de nuestro mundo.  Según sus anales, los ultra equinoccionales, que es como nos llaman, llegaron hasta ellos hace unos mil doscientos años.  Las olas lanzaron hasta las costas de Utopía, donde naufragó, una nave con unos cuantos romanos y egipcios que ya nunca pudieron salir de allí.  Ni que decir tiene que los utopianos sacaron provecho de esta circunstancia.  De los náufragos aprendieron todo lo que estos sabían sobre las ciencias y las artes aplicadas en el imperio romano. 0 fueron ellos mismos los que las descubrieron a base de las orientaciones recibidas.  Grandes fueron, ciertamente, las ventajas que de este hecho fortuito y único sacaron los utopianos.  Es también posible que en tiempos pasados algunos de ellos hayan llegado también aquí.  Si fue así, ha sido olvidado.  Como se olvidará, sin duda, esto que estoy contando: que yo estuve un tiempo en aquellas tierras.

Pero ellos, los utopianos, supieron aprovechar este primer encuentro asimilando cuanto nosotros habíamos descubierto, para hacer la existencia más grata.  Mucho me temo que pasen largos años sin que nosotros nos decidamos a adoptar lo que ya tienen institucionalizado mejor que nosotros.  Creo que esta es la razón fundamental por la que, teniendo nosotros más inteligencia, están ellos mejor organizados que nosotros y su vida sea más feliz.

-¿Por qué, entonces -dije yo a Rafael- no nos describes esa isla maravillosa.  Por favor, descríbenos, no brevemente, sino con todo detenimiento cuanto sabes sobre los campos, los ríos, las ciudades, los hombres, las costumbres, las leyes.  En fin, todo cuanto creas que es interesante, en la seguridad de que lo es todo aquello que desconocemos.

-Nada me será tan grato -respondió Rafael- tanto más que todos esos detalles están frescos en mi memoria.  Pero todo ello, requiere sosiego y tiempo.

-En ese caso -le dije yo- vayamos primero a comer.  Y luego nos tomaremos todo el tiempo necesario.

-Sea -respondió.

Entramos en la casa para comer.  Después de la comida, volvimos al mismo sitio y nos sentamos en el mismo banco.  Rogué encarecidamente a los criados que nadie nos molestase, y entonces, Pedro Gilles y yo a una, pedimos a Rafael que cumpliera lo que había prometido.

Él, al ver nuestra atención y nuestro vivo deseo de escucharle, se detuvo un momento en silencio y comenzó su relato del siguiente modo: