Las consecuencias político-religiosas de la Segunda Guerra Mundial


La Segunda Guerra Mundial (1939?1945) superó ampliamente a la primera en duración y magnitud. Se luchó de un extremo a otro del globo y los avances de la técnica multiplicaron la eficacia destructora de las armas y causaron millones de muertos. Al mismo tiempo, lejos de los frentes de batalla, otros millones de personas perdieron la vida en bombardeos aéreos o padecieron sufrimientos inmensos y muerte en campos de concentración o de trabajo, una invención de los regímenes totalitarios, sin precedentes en países de civilización cristiana.

La paz no trajo consigo el final de los padecimientos de las poblaciones civiles, especialmente del centro de Europa. Las nuevas fronteras políticas y la división del Viejo Continente en zonas de influencia obligaron a multitud de familias a abandonar las tierras de sus mayores; y, despojadas de todo su patrimonio, a emigrar en busca de otra patria que se prestara a darles acogida.

En la Segunda Guerra Mundial fueron vencidos los totalitarismos de signo fascista; pero no ocurrió así con el totalitarismo comunista, que por una curiosa inversión de los planteamientos iniciales de la contienda militó desde 1941 en el bando vencedor, del brazo de las democracias occidentales. La partición del mundo acordada en Yalta por los jefes de las potencias aliadas determinó que la mitad oriental de Europa fuese entregada al dominio imperial de la Unión Soviética. Consecuencia de esa entrega fue que, en breve plazo, regímenes comunistas fueron impuestos por la fuerza a buen número de pueblos europeos, mientras que otros países como los países bálticos perdieron incluso su existencia nacional, siendo integrados, como una república más, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

La Europa del Este, surgida de la Segunda Guerra Mundial, ha sido una tierra sin libertad, donde el Cristianismo y la Iglesia han vivido en un estado de opresión. Los nombres de los cardenales Mindszenty, Stepinac, Wyszynski, Beran, Tomaseck simbolizan el heroísmo de los grandes defensores de la fe en el mundo contemporáneo. La persecución religiosa en los países de régimen comunista ha tenido períodos de abierta violencia; pero de ordinario se ha preferido, por más eficaz, una acción solapada bajo la forma incluso de medidas administrativas, destinada a conseguir, a medio o largo plazo, la extinción del Cristianismo y de la Iglesia. Los católicos del este de Europa, fieles a su fe, han sufrido, dentro de su país, una clara discriminación: se convierten en ciudadanos de rango inferior y tuvieron que renunciar a cualquier aspiración de mejora en la escala social o política.

La expansión del comunismo afectó también a los continentes asiático y africano. En China comunista, donde el cristianismo tenía una vida floreciente, se prohibió a los católicos toda comunicación con la Santa Sede y se les impuso una iglesia cismática, separada de Roma. Otros estados de ideología marxista han levantado igualmente obstáculos a la libre acción de la Iglesia católica. El cristianismo, en cambio, ha experimentado un gran auge en los países del Tercer Mundo, libres del dominio marxista.

Este avance hacia la mayor universalidad real de la Iglesia realizó progresos decisivos desde el pontificado de Pío XII (2?III?1939/9?X?1958). Terminada la contienda, existían 32 vacantes en un Colegio cardenalicio entonces de 70 miembros. En el primer nombramiento de su pontificado Pío XII creó cuatro cardenales italianos y 28 de otras nacionalidades. La Iglesia reafirmaba en sus más altas instancias la nota de catolicidad.

Pío XII ejerció un infatigable magisterio, tratando en sus alocuciones múltiples aspectos de la vida y moral cristianas, en las nuevas circunstancias del mundo. Particular importancia tuvo, desde el punto de vista doctrinal, la encíclica Humani Generis (12?VIII?1950), que enlazaba sustancialmente con las enseñanzas de San Pío X.

Pío XII fue sucedido por Juan XXIII (28?X?1958/3?VI?1963). Su pontificado, pese a la brevedad, tuvo notable importancia: a los tres meses de su elección, el papa reveló su intención de celebrar un concilio ecuménico. El 25 de diciembre de 1961, la bula Humanae salutis convocó oficialmente el concilio Vaticano II.