La reforma protestante en Europa


La revolución religiosa iniciada por Lutero tuvo a Alemania como primer escenario, pero no quedó encerrada en las fronteras territoriales del Imperio. Resulta sorprendente la rápida expansión que tuvo el Protestantismo, tanto en su forma luterana como en otras formas, diversas entre sí pero coincidentes todas en su ruptura con la ortodoxia católica. Tras haber dominado más de media Alemania, la revuelta protestante desgajó del tronco de la Iglesia a la mitad de los pueblos que habían integrado la Cristiandad medieval.

El Luteranismo se adueñó con considerable «facilidad» de los países escandinavos, cuyos monarcas rompieron pronto con Roma, se apropiaron los bienes eclesiásticos y crearon sus iglesias nacionales. En la Suiza alemana, Zwinglio, sacerdote de Glaris (1484-1531), movió desde 1518 su propia revuelta religiosa, cuyo radicalismo disgustó al mismo Lutero, sobre todo por su doctrina de la presencia meramente simbólica de Cristo en la Eucaristía. Pero el segundo personaje en importancia de la Reforma, tanto por su contribución doctrinal como por su influencia en el progreso del Protestantismo, apareció más tarde y fue un francés: Juan Calvino.

Calvino (1509-1564), nacido en Noyon y pasado a la Reforma desde joven, abrió nuevos caminos al protestantismo. Dotado de una mente más lógica y rigurosa que la de Lutero, Calvino llevó hasta sus últimas consecuencias las premisas fundamentales de la doctrina protestante. La «teología de la consolación» luterana era, a su juicio, del todo insuficiente. La insanable corrupción del hombre y el absoluto voluntarismo divino debían conducir fatalmente a la doctrina calvinista de la predestinación. Dios trascendente e incomprensible, según su arbitrio insondable, predestinaría a los hombres al cielo o al infierno, regalaría «a unos la salvación y a otros la condenación». La verdadera Iglesia sería la congregación de los predestinados y de ahí su naturaleza interior e invisible. Pero existiría también una Iglesia visible, la compuesta por el conjunto de los fieles incorporados a ella por el bautismo y participantes en la Cena eucarística, los dos únicos sacramentos admitidos por Calvino. En todo caso, la misma corrupción de la naturaleza humana exigía según el reformador que el hombre hubiera de ser sometido a una vida de estricta moralidad, sobria y laboriosa. Esta existencia sería bendecida por Dios con la prosperidad en los negocios temporales, señal del favor divino y verdadero signo de predestinación.

El protestantismo calvinista tuvo una fuerza expansiva superior al Luteranismo casi reducido a Alemania y Escandinavia y su influencia resultó decisiva para los destinos cristianos de Europa. En el centro y este europeos, el Calvinismo se introdujo profundamente en Hungría y Bohemia y ganó a parte de la aristocracia polaca. En los Países Bajos, Guillermo de Orange el Taciturno fue el caudillo protestante en la lucha contra Felipe II y los católicos, y consiguió consolidar como un reducto calvinista las Provincias Unidas del Norte, la futura Holanda. En Escocia, el Calvinismo tomó la forma de presbiterianismo: el fanático Juan Knox fue el verdadero dueño del país. Calvinista fue también el protestantismo que mayor importancia alcanzó en Francia.

Los reyes franceses de los primeros tiempos de la Reforma dieron la pauta de una singular política religiosa. Desde la época de Francisco I, Francia fue la constante aliada de los príncipes protestantes alemanes que luchaban contra Carlos I, y también del emperador turco, que amenazaba las fronteras orientales del Imperio. Esta misma línea se mantuvo en el siglo XVII, en la decisiva prueba de la Guerra de los Treinta Años. Pero en la política interior, los reyes franceses se mostraron de ordinario fieles católicos y tanto Francisco I como Enrique II procedieron con rigor frente a sus súbditos protestantes. El Calvinismo, sin embargo, penetró en Francia, hizo numerosos adeptos entre la aristocracia y no tardaron en formarse dos grandes partidos enfrentados entre sí. Las Guerras de Religión asolaron a Francia durante casi tres décadas.

La historia de la Reforma en Inglaterra siguió una trayectoria peculiar y obedeció, más quizá que en ningún otro país, a las directrices de la realeza. El «Anglicanismo» tal como ya se dijo no fue invención de Enrique VIII. Bajo la monarquía Tudor del siglo XV, la Iglesia de Inglaterra era ya en cierto sentido «anglicana» y Enrique VIII halló en la legislación eclesiástica de sus predecesores un instrumento válido para su política de sojuzgamiento religioso. Este príncipe fue defensor del Catolicismo en los albores de la Reforma y escribió contra Lutero una «Defensa de los siete sacramentos», que le valió del papa León X el título de Defensor fidei. Fue la negativa papal a conceder a Enrique el divorcio de Catalina de Aragón, para casarse con Ana Bolena, la razón que le llevó al repudio del Primado romano y al cisma. Porque fue un cisma y no protestantismo la Reforma en Inglaterra mientras vivió Enrique VIII. El rey se proclamó a sí mismo «Cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra» y exigió el reconocimiento jurado de su supremacía eclesiástica. La gran mayoría de los hombres de Iglesia se sometió a la voluntad del rey. Pero hubo excepciones admirables, como los mártires cartujos y sobre todo dos personajes insignes, que no claudicaron y murieron por la fe: San Juan Fisher, obispo de Rochester, y Santo Tomás Moro, gran Canciller del reino.

El protestantismo de inspiración calvinista se introdujo en Inglaterra durante el reinado de Eduardo VI (1547-1553). Su sucesora María Tudor hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón reprimió la herejía e intentó la restauración católica. Pero esta restauración no duró más allá de los breves años en que ocupó el trono (1553-1558). A su muerte, sin hijos, la corona pasó a Isabel hija de Enrique VIII y Ana Bolena. El largo reinado de Isabel I (1558-1603) decidió la suerte del Cristianismo inglés. Se guardaron formas externas de la tradición católica como la Jerarquía eclesiástica con sus obispos y sus cabildos catedralicios, aunque sin clero célibe ni vida monástica. Se prohibió la celebración de la Misa, y un Anglicanismo protestantizado, con elementos luteranos y calvinistas, se impuso como doctrina oficial de la Iglesia de Inglaterra.