El apogeo de la cristianidad


Los siglos XII y XIII constituyen la época clásica de la Cristiandad medieval. Si hubiera que señalar un rasgo capaz de caracterizar por sí solo los tiempos clásicos de la Cristiandad medieval, ese rasgo sería, sin duda alguna, su increíble vitalidad.

Un signo de la vitalidad espiritual de este período histórico fue el espléndido florecimiento alcanzado por la vida religiosa: cluniacenses, cartujos, cistercienses. Si los siglos XI y XII fueron los tiempos monásticos, el XIII fue el siglo de los frailes: franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, mercedarios. Los siglos de la Cristiandad fueron también la época clásica de las ciencias sagradas: la teología y el derecho canónico.

La Cristiandad medieval no sólo promovió el desarrollo de las ciencias sagradas, sino que dio vida a la institución destinada específicamente a crear la ciencia y difundir la cultura superior: la universidad. Surgen por impulso de la Iglesia, las universidades de Oxford, Bolonia, Salamanca, Alcalá.

La empresa más característica de la Cristiandad fue la Cruzada. De ordinario, las Cruzadas no fueron iniciativa de uno u otro reino, sino tarea común de la Cristiandad bajo la dirección del papa, que otorgaba gracias especiales a los combatientes. El espectáculo, tantas veces reiterado durante dos siglos, de príncipes y pueblos que tomaban el camino de Oriente, impulsados por el afán de libertar el Santo Sepulcro, es una prueba impresionante de la profunda seriedad que tuvo la religiosidad medieval.

Sería impropio concebir los siglos de la Cristiandad medieval como una época áurea, animada por los ideales evangélicos. Aquellos tiempos estuvieron llenos de miserias y pecados personales, de desórdenes e injusticias. Pero resultaría todavía más falso ignorar la profunda impregnación cristiana de la vida de los hombres y de las estructuras familiares y sociales que entonces se produjo.

La Cristiandad medieval buscaba la paz y la promovió en la sociedad. En los siglos barbáricos, un clima de violencia se había adueñado de la vida social y de las relaciones jurídicas: la autotutela y la venganza familiar aparecían consagradas por la costumbre, e incluso por el derecho escrito, y las guerras privadas eran crónicas e interminables. El esfuerzo pacificador, iniciado por la Iglesia, fue secundado desde la segunda mitad del siglo XI por los príncipes, que reforzaron con penas civiles las sanciones espirituales ya vigentes. En una sociedad como la medieval, en que la casta señorial de los guerreros detentaba el poder y la fuerza, el Cristianismo se esforzó por poner esa fuerza al servicio de la paz y el bien.

La piedad cristiana, que ha animado hasta hoy la vida espiritual de los pueblos católicos, se configuró en los siglos de la Cristiandad. Esta vida de piedad comportaba en primer término la asistencia a Misa en domingos y fiestas de precepto, un deber que existía ya desde mucho tiempo atrás; el concilio IV de Letrán (1215) reguló ahora la obligación de la confesión y comunión anual. Los ayunos y abstinencias representaban una considerable actitud penitencial para los fieles cristianos, que pagaban también el diezmo de las cosechas, con el fin de ayudar al mantenimiento económico de la Iglesia. La piedad eucarística, la devoción a la Virgen y a los santos, ocuparon un lugar eminente en la espiritualidad de la época. En esta época comienzan grandes tradiciones eclesiales como la procesión del Corpus Christi, el rezo del rosario, las peregrinaciones, las expresiones religiosas en el arte.


De entre los grupos heréticos de la edad media hay que destacar a los «valdenses» que llegaron a una ruptura total con la Iglesia y formaron una secta en el norte de Italia, que más tarde había de integrarse en el movimiento de la Reforma protestante y a los «cátaros» o «albigenses», nombre este derivado de Albi, ciudad del mediodía de Francia, que fue uno de sus principales reductos. El Catarismo era un rebrote tardío de una vieja corriente religiosa, mezcla de elementos gnósticos con otros dualistas, que en el oriente cristiano había cristalizado en diversas sectas. El Catarismo se organizó a manera de iglesia, con un grupo escogido de «perfectos» o «puros» y una masa de simples adheridos.

La importancia alcanzada por el fenómeno herético dio lugar al nacimiento de la Inquisición, la institución destinada específicamente a la defensa de la fe y la lucha contra la herejía. Rivalizaron en este empeño la potestad eclesiástica y la civil. El emperador Federico II gran adversario del Pontificado promulgó una constitución que establecía la muerte en la hoguera como pena por el crimen de herejía (1220). El papa Gregorio IX, por su parte, instituyó la Inquisición pontificia (1232), que cumplió una función de salvaguardia de la fe, considerada entonces como el más valioso bien común del pueblo cristiano. En todo caso, el procedimiento inquisitorial tuvo graves defectos que hieren a la sensibilidad del hombre de hoy. La Inquisición tuvo la desgracia de ser hija de su tiempo y de nacer en un momento de endurecimiento general de la vida jurídica, como fue el de la recepción del derecho romano.

El sistema doctrinal y político de la Cristiandad hizo crisis en el siglo XIII, con la aparición de un nuevo clima espiritual e ideológico que prevaleció en Europa durante la Baja Edad Media. El factor que de modo inmediato contribuyó más a aquella ruptura fue el enfrentamiento entre Pontificado e Imperio, representados respectivamente por los papas sucesores de Inocencio III y el emperador Federico II.

La época de la crisis se abrió con el choque entre Bonifacio VIII y el rey de Francia, Felipe el Hermoso, en la búsqueda de la primacía en cuanto a poder sobre los destinos de los hombres. A la muerte de Bonifacio VIII, Clemente V traslada el papado de Roma a Aviñón, Francia. En Aviñón, el Pontificado se afrancesó y perdió universalidad: franceses fueron los siete papas que allí se sucedieron y casi el 90 por 100 de los cardenales.

La vuelta del papa a Roma era el común anhelo de los mejores espíritus de la época. Por fin, Gregorio XI (1370-1378) se resolvió a abandonar definitivamente Aviñón e hizo su entrada en Roma, entre el fervor popular, en enero de 1377.

Dos fueron los grandes protagonistas que jugaron un papel decisivo en los orígenes del Cisma occidental: el Colegio de cardenales y el pueblo romano. El Sacro Colegio, llamado a elegir en Roma al sucesor de Gregorio XI fallecido poco después de su vuelta de Aviñón, contaba con una gran mayoría de miembros franceses, como ocurrió durante todo el período aviñonés. El pueblo romano deseaba ardientemente la elección de un papa italiano, para eludir el peligro de un nuevo retorno del Pontificado a Aviñón. En un clima de pasión popular y tumultos callejeros, el Cónclave eligió papa el 8 de abril de 1378 al italiano Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, que tomó el nombre de Urbano VI (1378-1389). Pocos meses más tarde, la mayoría francesa del Sacro Colegio abandonó Roma y denunció como inválida la pasada elección papal, por haber votado los electores sin libertad, bajo el peso de la coacción del pueblo. Este grupo mayoritario de cardenales en septiembre del mismo año designó papa a uno de ellos, el cardenal Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Clemente se instaló de nuevo en Aviñón, los dos papas electos se excomulgaron el uno al otro y el Cisma quedó abierto.

En 1408, cuando habían transcurrido ya treinta años desde el comienzo de la escisión, Gregorio XII era papa en Roma y Benedicto XIII, Pedro de Luna, encabezaba la obediencia de Aviñón. Un grupo de cardenales romanos y otros de aviñoneses resolvieron entonces celebrar un concilio para, de este modo, poner fin al Cisma. El concilio, reunido en Pisa en 1409, declaró depuestos a los dos pontífices reinantes y eligió un nuevo papa, Alejandro V. Mas esta elección, lejos de poner remedio, no hizo más que aportar un nuevo elemento de confusión: los papas de Roma y Aviñón rehusaron abdicar, con lo que la Cristiandad quedó dividida no ya en dos, sino en tres obediencias. Finalmente, después de muchos problemas, el cardenal Otón Colonna fue elegido papa con el nombre de Martín V (1417-1431) y reconocido por toda la Cristiandad: el cisma de occidente había terminado.