Historia de la Iglesia
Siglo XI - Edad Media
INTRODUCCIÓN
La Iglesia sigue su rumbo en medio de avatares. Su barca ha sido zarandeada,
pero no destrozada ni destruida. Dios, a través de su Iglesia, ha estado
siempre vigilante a cuanto sucedía en el mundo. Ella, la Iglesia, vive en
carne propia todos los gozos y tristezas de cada nación, de cada hombre, de
cada hijo suyo.
Es curioso ver cómo cualquier otra institución humana ya hubiera perecido,
después de tantos golpes y fracasos, y sin embargo, la Iglesia sigue adelante,
porque es de carácter divino, pues la fundó Cristo, el Hijo de Dios. Fallan
hombres, no la Iglesia. ¿Por qué? A esos hombres de Iglesia les ha faltado
iluminación y caridad. ¡Quiera Dios que comprendamos de una vez esto! Debemos
hacer la verdad en la caridad.
En este siglo, muchos religiosos salidos de los monasterios reformados, como
los que dependen de Cluny, se muestran deseosos de una iglesia más santa y
buscan la manera de hacer una reforma general. Para ello era necesario que los
pastores se preocupasen más de sus responsabilidades, pero la gran mayoría
carecen de las debidas cualidades ya que eran nombrados por los príncipes.
I.SUCESOS
Siglo de las cruzadas: “¡Dios lo quiere!”
Este siglo vio nacer la primera de las ocho cruzadas que se sucedieron hasta
bien entrado el siglo XIII. Urbano II convocó la primera durante el concilio
de Clermont en 1095, con el fin de reconquistar los santos lugares de
Jerusalén que estaban en manos de los mahometanos desde 1071. Pedro el
Ermitaño la promovió entre el pueblo y así logró reunir un ejército enorme
de veinte mil cruzados. Con hambre y desorientados, llegaron al imperio
bizantino que los miraba con recelo por las tropelías que cometían a su
paso. Después de ellos llegó un ejército de 60 mil hombres al mando de
Godofredo de Bouillon. Los cruzados tomaron plazas importantes, por ejemplo,
Antioquía y aun la misma Jerusalén, a la que arrasaron. Establecieron allí
un reino, pequeño islote rodeado de turcos y bizantinos. Fue llamado Reino
cristiano de Jerusalén. Perdió su última posesión en 1290.
El arte: pedagogía catequética
En los siglos de la cristiandad, la fe religiosa impregnó todas las formas
de expresión del espíritu humano. El arte no podía ser excepción y no lo
fue: el arte medieval fue un arte esencialmente cristiano.
Este es el siglo del arte románico, pues la cristiandad construyó
catedrales, iglesias y monasterios en toda Europa. Tal vez nada sea más
representativo del espíritu que animó a la cristiandad que esas grandiosas
catedrales, levantadas en el angosto recinto de viejas ciudades amuralladas,
o las altas torres de las iglesias rurales, a cuya sombra se agolpan todavía
hoy humildes aldeas.
Esos templos no eran sólo lugar para la celebración de los actos de culto;
eran también el centro de la vida social, escuela, teatro, hogar común de
todos los convecinos, escenario de los principales momentos de su existencia
terrena y cementerio donde, junto a sus mayores, descansaría su cuerpo al
llegar la muerte. Así se comprende la razón del inmenso esfuerzo, y a veces
el trabajo de siglos que se consagraron a la construcción de estos grandes
edificios.
Las artes plásticas, la escultura y la pintura, eran una auténtica pedagogía
cristiana. La población medieval, analfabeta en su gran mayoría, no tenía
acceso a los libros. Por eso, toda la catequesis la recibía esta gente
sencilla a través del arte sacro.
Los elementos característicos del arte románico son: bóveda de medio cañón,
las columnas, muros inmensos y arcos de medio punto. Es un estilo que
produce impresión de severidad por la escasez de ventanas y luz, así como
por lo macizo de su construcción. Era el símbolo de la fe medieval: fuerte,
robusta, maciza. Dios estaba en el centro. Dios era el centro.
Después del enfriamiento de la caridad,
vino el cisma de Oriente de la Iglesia griega con la latina
Durante muchos siglos la iglesia de Constantinopla, aun en medio de las
intervenciones imperiales y las disputas doctrinales, había contribuido
grandemente a extender el cristianismo por las regiones orientales de
Europa. Había desarrollado también un magnífico arte, en pinturas y
mosaicos, que estaba impregnado de religiosidad. Pero siempre había
pretendido colocarse por encima de los demás patriarcados de oriente, y
había rehuído la obediencia al obispo de Roma, sucesor de san Pedro. Las
relaciones entre la sede romana y Constantinopla se fueron tensando, hasta
que en el año 1045 se produjo el gran cisma, la ruptura total entre la
iglesia griega y la iglesia romana. La iglesia griega desde ese momento
rechaza toda obediencia al Papa.
¿Cómo se fue gestando dicho cisma?
Ya había sido preparado, como dijimos, desde el siglo V, con el cisma de
Acacio, motivado por las ideas monofisitas de este patriarca. Fue un cisma
que se prolongó durante treinta años. Más hondas fueron las repercusiones de
la iconoclastía, ya que el emperador de oriente, León III el Isáurico, no
sólo prohibió la veneración de las imágenes sagradas, sino que pretendió que
el Papa sancionase sus edictos iconoclastas. Pero el Papa le dio una rotunda
negativa. Esto provocó represalias contra la Iglesia romana. Más tarde, el
patriarca Fozio en el siglo IX, abrió un abismo entre griegos y latinos con
el problema de la procedencia de la segunda persona de la Santísima Trinidad
.
Por tanto, el cisma se dio por razones políticas, culturales y dogmáticas.
Políticamente, la Iglesia griega estaba ligada al poder
bizantino. El emperador nombraba y destituía a los patriarcas de
Constantinopla, se entrometía hasta en las cuestiones dogmáticas, y
consideraba al obispo de Roma como súbdito suyo. Pero el Papa, para defender
su independencia, se alió con los francos y esto fue visto como una traición
por los emperadores de oriente. Y no sólo por ellos, sino que también las
relaciones entre el patriarca de Constantinopla y el Papa se fueron haciendo
cada vez más tirantes.
Mucho más grave todavía aparece el foso cultural, pues las dos
iglesias no se comprenden. Oriente ignora el latín y occidente ignora el
griego. Para los bizantinos, los latinos son un país de tinieblas, salvajes
e incultos. Para los latinos, los griegos se preocupan mucho de sus atuendos
y de las formas externas.
También desde el punto de vista dogmático y religioso hay
discrepancias: los griegos achacan a los latinos el haber cambiado las
antiguas costumbres. Para los orientales el rito es la fe que actúa, y
cambiar el rito es cambiar la fe. De ahí que den tanta importancia a
cuestiones como el ayuno, el pan ázimo, el uso de la barba.... Es más, en
oriente los monjes y los obispos son célibes, pero los sacerdotes pueden
casarse antes de la ordenación. En occidente, se pide el celibato a todos
los sacerdotes, como una opción de vida. Los griegos, además, reprochan a
los latinos el haber añadido el famoso “filioque” en el credo de Nicea-Constantinopla.
Los latinos dicen: el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Mientras
que ellos dicen que “procede del Padre por el Hijo”.
Así pues, la Iglesia griega siempre fue reacia al primado jurisdiccional del
Papa; recelaba que ese primado pudiera menguar su autonomía disciplinar y
litúrgica. Cierto es que la Iglesia, tanto en oriente como en occidente,
sufrió en repetidas ocasiones las consecuencias nocivas de la absorbente
intervención del poder imperial .
Al cisma se llegó de modo casi insensible tras un largo proceso de
enfriamiento de ese afecto de caridad que era indispensable para que pudiera
sobrevivir el vínculo de la comunión eclesial.
II.RESPUESTA DE LA IGLESIA
¿Cómo actuó la Iglesia de Cristo en este siglo, nada fácil, de su historia?
Nuevas órdenes religiosas y movimientos eremíticos
Dos nuevas órdenes aumentaron la vitalidad renovadora de la vida religiosa:
San Romualdo fundó la orden de la Camáldula en 1018; y san Bruno estableció
la Cartuja, para que sus miembros dedicaran su vida a la oración en silencio
y soledad, aun viviendo en vida de comunidad. Concebida como una fusión de
la vida solitaria y la cenobítica, la Cartuja fue desde sus orígenes una
orden austera y penitente, cuyos miembros vivían en continuo silencio,
teniendo como principal y casi exclusiva ocupación la contemplación divina.
Cluny llegaba al apogeo. A finales de este siglo se desarrolla un fuerte
movimiento eremítico. Llevados de una voluntad de penitencia y de pobreza,
algunos hombres y mujeres se retiran a lugares aislados (bosques, cuevas,
precipicios, islas, etc...) para expiar sus pecados. Pero la fama de su
santidad atrae a las gentes, y ellos se convierten muchas veces en
predicadores populares. Si Pedro el ermitaño es el más conocido, la acción
de Roberto de Arbrissel es más profunda (1045-1116); acaba fijando a sus
discípulos en Fontevrault (Maine-et-Lore): comunidad de hombres y comunidad
de mujeres, por separado. Pero es la abadesa la que tiene autoridad sobre el
conjunto.
La edad media conoce también esa forma curiosa de vida religiosa que es la
reclusión. La reclusa o el recluso se encierra por el resto de sus días en
una celda construida al lado de una iglesia, con una ventanilla que permite
escuchar los oficios y recibir algún alimento.
La orden del Cister
El viejo árbol monástico se enriqueció durante este tiempo con nuevas y
vigorosas ramas, la más importante de las cuales sería la orden del Císter.
El abad Roberto abandona el monasterio de Molesmes, y con un grupo de monjes
benedictinos intenta volver al rigor que Cluny parece olvidar a finales del
siglo XI. Así fundó la abadía de Citeaux –Císter- en 1098. Es una vuelta a
la pobreza de hábito –lana sin teñir-, de alimentación y de edificios, a la
sencillez de la liturgia y a la soledad en medio de los bosques . Para
dedicarse especialmente a las labores agrícolas en las tierras del
monasterio, el Cister creó una nueva clase de monjes, los legos o hermanos
conversos, que estaban dispensados de varias obligaciones, entre ellas la
asistencia al coro.
En esta nueva orden, a diferencia de Cluny, el abad no tiene autoridad sobre
las demás abadías que se fundan. Cada monasterio conserva su independencia
en lo espiritual y en lo temporal, gobernado por sus respectivos abades. No
obstante, todos los monasterios reconocían la autoridad moral del “abad
padre”, que tenía la misión de mantener la observancia en las casas
filiales, y con este fin las visitaba canónicamente una vez al año. También
anualmente se reunía en Citeaux el capítulo general, al que asistían los
abades de los distintos monasterios, y allí se corregían los abusos,
mejoraba la observancia y se fomentaba el trato fraternal entre los
superiores monásticos.
La Orden del Cister seguía la misma observancia, contenida en la “Charta
caritatis”, que sería su regla. Dicha regla procuró que los monasterios
constituyesen como una gran familia en vez de una estructura centralizada y
jerárquica, como era la del “imperio monástico” cluniacense.
Esta orden recibió un formidable impulso con la llegada de un joven señor,
san Bernardo, que entró junto con treinta compañeros, todos ellos
pertenecientes a familias nobles de Borgoña (1112). El influjo de Bernardo
será tratado en el siguiente siglo.
¿Cómo surgieron los cardenales?
Ante el cesaropapismo, el papa Nicolás II creó el colegio cadenalicio
mediante un decreto “Produces sint” (1059), para frenar los abusos
imperiales en la elección de los papas. Los papas comenzaron a llamar
hombres honestos para darles el título de cardenal; llamaron particularmente
a monjes de Cluny. En 1059 estableció que sólo los cardenales eligieran al
Papa. La intervención del clero y pueblo romanos quedaba reducida a una
simple aclamación del papa elegido por los cardenales. En cuanto al
emperador, se usó una fórmula deliberadamente ambigua: al joven rey Enrique
y a sus sucesores les correspondía “el debido honor y reverencia”, pero no
la decisión de elegir Papa.
Fue éste un paso importante en la lucha por la independencia religiosa, que
llevará a cabo el gran papa san Gregorio VII.
El gran papa Gregorio VII y el problema de las investiduras
Este siglo XI será el siglo de Gregorio VII. Era un monje llamado
Hildebrando Aldobrandeschi, que buen conocedor del caos que reinaba en la
Iglesia, esquivó el cargo de papa por veinticinco años. Silenciosamente se
constituyó en el alma de seis papas consecutivos para realizar la reforma
moral en la Iglesia. Muerto el papa Alejandro II, fue inútil su resistencia.
Cardenales, clero y pueblo lo eligen por aclamación el 22 de abril de 1073.
Era hombre de vida santa; su indomable energía y su firmeza de carácter lo
orientaron a la reforma de la Iglesia, que se llamará “reforma gregoriana”.
Exigió las normas que papas y sínodos habían dado para corregir la
corrupción general de obispos y clero, en cuanto a simonía y nicolaísmo. Y
luchó por extirpar la costumbre de que los señores feudales nombraran los
titulares para los puestos eclesiásticos. A esto se llamó la lucha contra
las investiduras, y tenía como finalidad emancipar a la Iglesia del poder
feudal y dignificar el papado .
Con este Papa la iglesia volvió a ser respetada como rectora espiritual.
Bajo pena de excomunión prohibió a los eclesiásticos recibir cargos
–investiduras- de señor feudal cualquiera. Gregorio VII no buscó que la
Iglesia fuera superior al emperador, pero tampoco permitía que continuase la
compraventa de cargos eclesiásticos y el nombramiento (investiduras) de
hombres deshonestos para regir la Iglesia. Así que escribió de puño y letra
a casi todos los obispos de Italia, Francia y Alemania, a los abades de
Cluny y Montecasino, al arzobispo de Canterbury, al rey alemán Enrique IV,
al rey Felipe I de Francia, a Alfonso VI de Castilla, a Sancho de Aragón, a
Guillermo de Inglaterra, a los reyes de Hungría, Noruega, Dinamarca,
Eslabona y al emir de Marruecos. Quería defender los derechos de la Iglesia
y promover una reforma de costumbres.
Las normas y directivas de Gregorio VII constituyen el germen del derecho
canónico, poderoso instrumento disciplinar de la Iglesia hasta el día de
hoy. No era fácil arrancar un mal tan difundido. Reyes y señores feudales
habían edificado “iglesias propias” en “tierras propias”. Gregorio VII trató
de conciliar y salvar lo salvable; no buscó pelear sino salvar la Iglesia y
sacarla del caos. Se atrajo las iras de muchos que lo llamaron “papa del
demonio, papa político”. Pero Gregorio no cedió. Echó mano de la excomunión
tanto para el emperador o rey que concedía la investidura, como para quien
la recibiese, obispos o arzobispos.
Es de todos bien conocida la lucha que entabló con el emperador alemán
Enrique IV, que se opuso al Papa en materia de elección papal, disciplina y
moral eclesiástica . Gregorio lo excomulgó y le exigió hacer penitencia en
Canosa para recibir la absolución. Reconciliado, volvió a las mismas
andadas, convocó un concilio en Maguncia, y nombró un antipapa con el nombre
de Clemente III, quien coronó emperador a Enrique, y un conciábulo de
obispos cómplices depuso a Gregorio VII. Después Enrique bajó a Italia para
sitiar Roma que consiguió conquistar tres años más tarde. En realidad fue el
mismo pueblo que, cansado del asedio, le abrió las puertas, obligando al
papa a encerrarse en el castillo de san Ángel.
Se halló Gregorio VII militarmente indefenso e incomprendido . Por eso se
retiró a Salerno, donde falleció el 25 de mayo de 1085 recitando las
palabras del salmo 44: “He amado la justicia y odiado la iniquidad”. Y luego
agregó “por eso muero en el destierro”. Levantó la excomunión a todos, menos
a Enrique IV y al antipapa.
A los ojos humanos parecía una gran derrota del papa, sin embargo, quedaba
el papado más fortalecido que nunca y con un prestigio moral jamás visto. El
papa que acababa de morir era ante la cristiandad el Vicario de Cristo.
Fueron necesarios varios decenios para zanjar definitivamente el problema de
las investiduras sagradas .
Después del Papa Gregorio VII, Víctor III subió a la silla de Pedro y
después Urbano II. Éste dio a conocer su programa: “Resuelto a caminar por
las huellas de mi bienaventurado padre, el papa Gregorio, rechazo lo que él
rechazó, condeno lo que él condenó, amo todo lo que él amó y me uno en todo
a sus pensamientos y acciones”. Continuó la lucha contra la compraventa de
cargos, trató de disminuir la influencia del antipapa y continuó la reforma
de la Iglesia.
“La túnica inconsútil de Cristo...rasgada”
Lo más triste de este siglo para la Iglesia fue el cisma de Oriente en 1054,
entre el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, y el papa de Roma,
León IX. Aquel patriarca no aceptaba la costumbre occidental de consagrar
panes ázimos (sin levadura) en la misa, además de los otros asuntos
litúrgicos y dogmáticos de los que hemos hablado.
El Papa León IX mandó sus legados, el cardenal Humberto de Silva Cándida y
Federico de Lorena, para zanjar esta cuestión. Como Miguel no cedía,
Humberto lo excomulgó , depositando una bula el 16 de julio de 1054, sobre
el altar de la catedral de Santa Sofía. Cerulario y su sínodo patriarcal
respondieron el 24 del mismo mes excomulgando a los legados y a quienes les
habían enviado. Así empezó la separación de Bizancio, Bulgaria, Rumania y
pueblos eslavos. Se interrumpió la comunión eclesiástica de la Iglesia
griega con el pontificado romano y la iglesia latina.
El cisma quedaba así formalmente consumado, aunque cabe pensar que muchos
contemporáneos, y quizá los propios protagonistas, no lo pensaron así, sino
que creían que se trataba de un incidente más de los muchos registrados
hasta entonces en las difíciles relaciones entre Roma y Constantinopla. Pero
es indudable que para la gran masa del pueblo cristiano griego y latino el
comienzo del cisma de oriente pasó del todo inadvertido.
La vuelta a la unión constituyó desde entonces un objetivo permanente de la
Iglesia, la promovieron los papas, la desearon en Constantinopla emperadores
y hombres de Iglesia, se celebraron concilios unionistas y hubo momentos
como en el II concilio de Lyon (1274) y el de Florencia (1439-1445) en que
pareció que se había logrado.
No era realmente así. La caída de Constantinopla en poder de los turcos y la
desaparición del imperio bizantino (1453) pusieron fin a los deseos y a las
esperanzas de poner término al cisma de oriente y reconstruir la unidad
cristiana.
La excomunión contra Cerulario fue levantada por el papa Pablo VI al término
del Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965. Y lo mismo hizo el patriarca de
Constaninopla, Atenágoras.
Es de todos conocido el esfuerzo que ha hecho el papa Juan Pablo II por
recomponer la unión de la única iglesia de Cristo, en un solo rebaño y bajo
un solo Pastor.
CONCLUSIÓN
Terminó el siglo, pero no terminó la Iglesia. Se rompió la unidad entre la
iglesia griega de oriente y la Iglesia romana latina, pero no se rompió la
barca de Pedro. Se hirió la caridad cristiana, pero continúa en pie la
caridad de Cristo que nos urge. Fue triste la ruptura, pero una vez más hay
que dejar claro que esto sucede porque hombres de Iglesia, no la Iglesia de
Cristo, no viven el mandato del amor que el Maestro nos dejó en la última
cena.
Un gesto hermoso para la reconciliación lo tuvo Pablo VI al terminar el
Concilio Vaticano II. Estas son las palabras hermosas que Pablo VI dijo el 7
de diciembre de 1965, al levantar la excomunión de Miguel Cerulario,
patriarca de Constantinopla en ese entonces: “Nuestro corazón, inflamado
por la gracia de Dios, arde en deseos de no regatear esfuerzo para unir a
quienes han sido llamados a perseverar en la unidad por haber sido
incorporados a Cristo.... Así, pues, deseando dar un paso más en el camino
del amor fraterno, por el que lleguemos a la perfecta unidad, y destruir
cuanto a ella se oponga y obstaculice, afirmamos ante los obispos reunidos
en el Concilio Vaticano II que lamentamos los hechos y palabras dichas y
realizadas en aquel tiempo, que no pueden aprobarse. Además, queremos borrar
del recuerdo de la Iglesia aquella sentencia de excomunión y, enterrada y
anulada, relegarla al olvido” (Bula, “Ambulate in dilectione” )