Autodominio Cristiano
Autor: Sophia Institute Press
Capítulo 8: Sacrifica lo bueno por lo mejor
Hay dos palabras que resuenan a través de las enseñanzas de nuestro Señor y sus
apóstoles: vida y muerte.
El evangelio de Jesucristo, dicen algunos, [es un evangelio de vida. Respira el
vigor de una vida fresca, llena de energía de principio a fin. (Cfen. Jn 1,4;
1010; 5,40;11, 25-26; 6,35; Rom 8,2). De lo primero a lo ultimo, está lleno de
su pensamiento de vivir más que morir, de avanzar más que contener, de lanzarse
a la acción más que detenerse con tímida represión de sí.
Estos hombres nos dicen que el evangelio es un evangelio de vida, y que en la
vida, no en la muerte, en la acción más que en la mortificación, hemos de
encontrar el remedio para nuestras necesidades. Al oírlos hablan, más aún al
verlos vivir, sentimos que ciertamente no poseen la totalidad de la verdad, y
parte de una verdad muchas veces es muy engañosa. De alguna manera aunque estas
personas, citan las palabras de nuestro Señor sobre la vida, parecen estar may
lejos de producción la vida llena de paz y fuerza que vivió y enseñó.
Hay otros que leen sus enseñanzas de forma muy distinta y dicen: “no, su
evangelio es un evangelio de muerte.
Su mensaje de esperanza y gozo es sólo para aquellos que se encuentran listos
para renunciar a todo y morir por [ese mensaje] (Cfer Lc 9,25;Mt 16,25; Jn
12,24-25;Col 2,12; Rom 8,13; i Cor 15,31; Gal 6, 17)”.
Esas palabras también pueden contener parte de las enseñanzas de nuestro Señor,
pero ciertamente no la tienen completa. Con sus vidas sentimos el frío y el
rigor de la muerte que tiene poco de nuestro Señor, pero ciertamente no la
tienen completa. Con sus vidas sentimos el frío y el rigor de la muerte, pero de
una muerte que tiene poca alegría o esperanza y aún menos amor. Dios no nos ha
dado las cosas meramente para que renunciemos a ellas, o los poderes para no
usarlos.
Cada uno de estos dos grupos ha visto un lado de la enseñanza de Cristo y ha
ignorado el otro.
Estas dos palabras, vida y muerte, aparecen en equilibrio y ritmo, siempre una
cerca de la otra. Nunca están separadas en las enseñanzas de nuestro Señor.
Ninguna permanece sola. Es deber de quienes hemos de seguirle reconciliar estas
dos visiones con la propia vida.
No cabe duda que es más fácil tomar una de ellas pero no sería una vida
cristiana. [sin una o sin la otra] no tendrías esa exquisita gracia, esa
maravillosa mezcla de características apuestas libres de extremos tan
esencialmente verdaderas, que es el producto el seguimiento fiel de la
enseñanzas de Cristo.
Si la enseñanza de Cristo reconcilia la vida y la muerte, que siempre se
encuentran en un antagonismo mortal, no ha de sorprendernos que una y armonice
en el alma otras características aparentemente irreconocibles.
Debemos entonces, en nuestra vida práctica luchan por reconciliar estos dos
principios de vida y muerte.
No uses la mortificación como un fin en sí mismo
Una vida sin mortificación pronto se descompone, y la mortificación practicada
como un fin en sí mismo .
Una vida sin mortificación pronto se descompone, y la mortificación practicada
como un fin en sí mismo pronto se convierte en dureza y cinismo. En cada acto de
morir, hemos de asomarnos a la tumba con María Magdalena hasta que la veamos
transformada por la visión de vida y belleza que se encuentra después de ella y
que brilla a través de ella. En cada acto de vida, debe existir un justo
elemento de mortificación que nos impide drenar la vida y agotar sus energía en
la muerte de la descomposición, de ahí no hay puerta que nos lleve a una vida
posterior. Todos conocemos el cansancio y la desilusión que siguen pronto a la
propia indulgencia.
No existe una ventaja particular en el mero acto de renunciar a lo que nos
gusta. La idea de renunciar a las cosas buenas de la vida, sus placeres y goces,
simplemente porque es mejor en sí mismo prescindir de ellas, es sin duda
errónea. No hay necesariamente una ventaja espiritual en el mero acto de
privarnos de algo no dañino en sí. El hecho de no tener no hace a un hombre
mejor que el hecho de tener.
Menos aún podemos suponer que el dolor de un acto de sacrificio es en sí mismo,
como dolor, grato a Dios. El sufrimiento, a pesar de lo importante que es, es
accidental. Muchos piensan que en la medida en que dejan de sentir el dolor de
un acto de negación, este pierde su valor, y frecuentemente se torturan con
miedo porque ya no sufren más; [se convierte entonces en] el elemento esencial
por el que contienen valor a cualquier acto de negación de sí y esto no es, en
definitiva cristiano.
La práctica de la mortificación no esté basada sobre la idea de que las cosas a
las que renunciamos son malas en sí mismas. Todo en este mundo fue creado por
Dios, y en la mañana de la creación, [Dios vio lo que había creado era bueno
(Gen 1,31). Las cosas que han causado el mayor mal sobre la tierra son buenas y
capaces de hacer el bien. El mal no radica en las cosas, sino en los hombres que
las abusan y son esclavizados por ellas.
La Iglesia siempre ha sido firme en mantener que “(...) toda criatura de Dios es
buena y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues en la palabra
de Dios y la oración queda santificado” (1ª. Timoteo 4,4-5).
Por ello, al practicar la mortificación, no condenamos aquello a lo que
renunciamos. No lanzamos la culpa sobre aquello, sino sobre nosotros mismos. La
condenación la reserva el hombre que se mortifica para si y trata con reverencia
a aquellas cosas que deja a un lado. Si hay en él algo de amargura o dureza, o
espíritu de condenación de aquellos que disfrutan lo que el ha abandonado,
sabemos que ha fallado.
El valor de la mortificación es de medio para obtener un fin. El fin no es la
muerte, sino la vida. No es el acto de mortificación en sí mismo ni el
sufrimiento que cuesta lo que le da valor, sino lo que se gana: la renuncia de
algo bueno en sí mismo por algo mejor. El dolor del sacrificio tienen valor como
testigo y prueba de los que vale aquello por lo que se hace el sacrificio y la
fe de aquel que lo realiza. Es una entrega e lo menos por lo más de morir a
cosas que vale menos tener para ganar cosas más costosas.
El morir no es sino el pasar a una vida más grande. No morimos por morir (...)
San Pablo dice de nuestro Señor que,”(...) en vez del gozo que se le ofrecía,
soportó la cruz” (Heb 12,2). En la oscuridad El vio la luz y se esforzó por
alcanzarla. En su Pasión se volcó hacia la Resurrección.
A la hora de la mortificación, concéntrate en lo que ganas, no en lo que
pierdes.
No podemos obtener nada que valga la pena obtener en este mundo sin pagar por
ello. Para adquirir algo, por frágil y perecedero que sea, hemos de dejar algo
que ya poseemos y a lo que valoramos tenemos que aquello que hemos de adquirir.
Olvidamos la pérdida por el gozo de la adquisición. Es la posesión que nos
produce gozo, más que el costo. La pregunta es qué valoramos más. [acordarse de
la parábola del tesoro en un campo (Mt 13,44)]. El dolor de separarse de todo
fue perdido y olvidado con el gozo de la nueva posesión.
Tal es, pues, el principio de la mortificación enseñado por nuestro Señor y
ejemplificado en las vida de [los santos]. El santo realiza en una esfera más
alta aquello que se hace todos los días en las plazas. El que valora su vida más
que aquella que sucede a la tumba comprará sus goces y placeres al costo de esa
vida. Aquel que cree que fue hecho para la eternidad, y que su hogar y felicidad
están en el otro mundo, estará listo para sacrificar éste mundo por el otro. Por
el gozo del tesoro escondido, está listo para vender el campo.
Estate listo para “morir” para llegar a un estado de vida más elevado.
No es siempre que hemos de sacrificar este mundo por el otro. Se levantan ante
nosotros en esta vida mundos de posibilidades más altas que aquellas que
habitamos. Si hemos de elevarnos a mundos más altos debemos sacrificar aquel en
el que vivimos.
Estos mundos llenos de promesa y esperanza se abren ante nosotros mismos,
llevándonos a entrar y hacer nuestras las cosas buenas que nos ofrecen, pero
siempre con una condición: nadie puede subir sin morir a lo inferior. Podemos
vivir en el angosto mundo del egoísmo, midiendo todo y a todos con la medida
estrecha de su relación con nosotros mismos, o podemos superarnos y elevarnos a
las esferas siempre crecientes del pensamiento, interés y actividad, hasta que
el propio ser haya sido perdido de vista en medio de las demandas que acosan por
doquier al corazón y al cerebro.
Qué difícil es elevarse. Qué pronto nos amarrara los vínculos a la vida
inferior. Qué oscura e impalpable la visión del mundo que se encuentra más
arriba que nosotros hasta que entramos y tomamos posesión del mismo y qué
sustancial el amarre de aquellas cosas por las que vivimos hasta que, con dolor
y lágrimas, nos escapamos y morimos hacia el mundo más elevado. Qué pobre,
lúgrube e indigno parece el mundo que dejamos cuando lo venos desde arriba.
Así pasamos del extremo más bajo al más alto de la naturaleza human, siempre
muriendo para poder vivir más plenamente, el camino de nuestra vida repleto de
aquellas cosas que alguno vez valoramos y que dejamos de lado para llevarnos las
manos de cosas más preciosas-el ojo siendo más agudo al valuar las cosas, y la
mano más sensible al tacto.
Hay ocasiones en las que la mayoría de los hombres se sienten capaces de cosas
más grandes de las que ofrece este mundo: una posibilidad de conocimiento y
acción que sedea una esfera mayor de la que puede encontrar en la tierra, un
amor que no puede ser saciado. Como águilas cautivas, los hombres golpean los
barrotes de la creación y desean valor hacia lo alto, al infinito.
Habiendo subido de un reino a otro en el orden natural, de una vida de placer e
indulgencia a una de pensamiento y utilidad, el hombre no puede descansar.
¿Dónde puede encontrar una guía que lo levante? Puede hacer todo lo que es
humano dentro de los límites y posibilidades de su naturaleza. Si ha de
elevarse, ha de ser levantado pro sobre las barreras y situado dentro de los
confines de la ciudad celeste por manos de uno más fuerte que él, por un
Ciudadano del cielo.
[En la parábola del sembrador (Mt 13, 3-8), Jesucristo nos muestra cómo es
posible pasar de un reino inferior a uno superior y que ese era el objetivo de
su Encarnación.
Ejemplifica aquí cómo trabajan la naturaleza y, por analogía, la gracia.
El mundo inorgánico es el terreno para la siembre. Le encuentra cerca de un
mundo de vida y belleza orgánica puede acceder; las barreras son insondables.
La barrera entre lo orgánico y lo inorgánico no puede ser salvada desde abajo,
están separados por un infinito abismo aunque parezcan tocarse.]
Existe una solo manera por la que el reino inferior puede salvar el abismo y
entrar en el reino superior. Si un visitante del reino superior desciende y se
introduce en el reino inferior y se une a él, tomando lo inorgánico para sí y
comunicándole el don de su propia vida y lo levanta al reino del que ha vencido.
Sólo así puede elevarse. El poder para levantarse no lo tienen en sí mismo; le
es comunicado por otro, por uno que tienen vida. Por la unión de ese visitante
no lo tiene en sí mismo; le es comunicado por otro, por uno que tiene vida. Por
la unión de ese visitante del mundo de la vida, la materia inerte puede ser
partícipe de este don.
La semilla desciende a la tierra, se entierra en su seno, toma para sí los
elementos que provee la tierra, los hace parte de sí, lo teje todo a la textura
de la planta que crece, los levanta a la barrera antes imposible de cruzar, y al
trasplantar, transforma.
¿Quién puede reconocer la tierra tan transformada por el toque mágico de la
vida? ¿Quién podría adivinar las posibilidades latentes que la semilla reveló?
De la vida que estaba en la semilla recibió la flor su forma, color y
estructura, pero del material que se encontraba en la tierra fue que se formó.
¿De dónde proviene la gloria de esa bella flor? Viene de la vida. Es la corona
de gloria que la vida puede colorar sobre la tierra inerte que se presta a sus
manos.
Mientras esa presencia, invisible pero vibrante en cada átomo, los mantenga
unidos viven y son partícipes de la gloria del reino al que han sido
trasplantados, si relaja su prensa, vuelven a la tierra de la que vinieron.
Nuestro Señor dijo a sus apóstoles,”(...) el reino de Dios es como un hombre que
arroja la semilla en la tierra”(Mc 4,26).
Si el hombre quiere trascender los límites de su propia naturaleza y entrar al
reino de Dios, puede elevarse únicamente por las mismas leyes por las que la
materia inorgánica puede entrar al reino de la vida.
Permite que Cristo te imparta la vida divina
Un visitante del reino más alto debe descender al más bajo, tomar para sí los
elementos de los cuales se compone ese reino más bajo, hacerles suyos,
infundirles su propia vida, tomarlos en su puño, darles su poder, enriquecerlos
con sus atributos, coronarlos con su belleza y penetrarlos con su belleza, y de
esta manera trasplantarlos al reino del que El viene.
Esto ocurrió de una vez por todas [con la encarnación (Mc 4,26)]. Se realiza por
cada uno de nosotros en lo individual cuando, en el bautismo, el sembrador
siembra la semilla de la vida encarnada en nuestra naturaleza. Ahí nos es
impartido en nuestra debilidad un poder que puede elevarnos por encima de las
capacidades de nuestra naturaleza, haciéndonos, nos dice San
Pablo,”...partícipes de la divina naturaleza...” (2 Pe 1,4) y nos transplanta
del reino terrestre al reino de los cielos, del reino de la naturaleza al reino
de la gracia.
La naturaleza humana se transforma bajo la formación y el orden unificador de la
gracia. La gracia revela al hombre a sí mismo. Adentrándose en su naturaleza, le
muestra lo que puede ser nuevos usos que puede dar a sus poderes, nuevas
combinaciones, nuevo desarrollo. Reúne bajo su influjo a varios elementos
dispersos en nuestra naturaleza que aparentemente son inútiles y descoordinados
y los teje hasta lograr una maravillosa unidad, deteniendo bajo su fuerte puño
todo lo que puede y poniéndolo a su servicio. Puede habilitarnos para hacer
cosas que por naturaleza no podríamos hacer, mostrándonos a la vez nuestra
debilidad y su poder.
Ahí donde ha sido plantada esa semilla divina, todas las cosas se vuelven
posibles. El reino de los cielos con todas sus riquezas, se encuentra abierto
para que entremos y tomemos posesión del mismo:”...todo es vuestro; y vosotros
de Cristo, y Cristo de Dios”(I Cor 3, 22-23).
El material, si vale la expresión, de las virtudes de los santos es humano; la
fuerza creativa es divina. Los elementos con los cuales se forman las más nobles
virtudes cristianas son elementos tomados del barro de nuestra pobre naturaleza
humana, pero la fuerza modeladora se encuentra en la semilla que es la palabra
de Dios”.
Entrégate a la gracia de Dios
Todos los esfuerzos de la naturaleza del hombre no le habilitan para realizar un
acto que sobrepasa su naturaleza; toda su inteligencia, valor y determinación no
lo habilitan para dar un paso más hacia el reino e los Cielos. Este es el
trabajo de esa nueva vida, de esa fuerza transformadora que, como una semilla ha
sido plantada en él.
En su trabajo, de ahora en adelante, el remover todo obstáculo para la operación
de este semilla, morir al reino inferior para entrar al superior al que lo
transplantará este regalo. De ahora en adelante, su vida deberá ser una de
mortificación, de morir para vivir, del rendirse de la naturaleza a la gracia,
de renunciar las cosas de la tierra a los poderes del Cielo, una constante
mezcla de la tristeza de la renuncia terrestre con la alegría divina de las
ganancias celestes. “...vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20).
Siempre hay una sensación de pérdida en un primer momento al pasar de una vida
inferir a una superior, pero la pérdida pronto se olvida por la ganancia. El
romper con lo que nos ate a la tierra es doloroso.
Cuando pasamos del estado subdesarrollo e ignorancia espiritual de ciudadanos
del reino terreno y nos convertimos en ciudadanos del reino terreno y nos
convertimos en ciudadanos del reino e los cielos. Entramos “... en la libertad
de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,21). Esta es la mortificación que
exige la vida cristiana: la entrega de todo nuestro ser a la nueva vida que
desciende desde lo alto para santificarnos y energizar cada uno de los poderes y
facultades de nuestra naturaleza para que seamos preparados para entrar en la
Presencia de Dios.
En esta mortificación no hay nada de irracional, es el culmen de la razón el
sacrificar lo menos por más, lo efímero por lo permanente. No hay tristeza, sin
importar el costo del sufrimiento, para quien se mortifica sabiendo que se
encuentra en el camino al gozo eterno. Y muchas veces en medio de los pesares
terrenos, recibe una prenda de esa paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil
4,7). No hay amargura, porque es el acto el amor divino; se hace por Dios y en
Dios. No brote del desprecio de sí ni de las cosas de este mundo. Otorga al alma
una ternura divina que, aunque sea dura consigo misma, siempre es benevolente
con los demás.
Vemos aquí primero el conflicto y después la reconciliación de la vida y la
muerte-la muerte conquistando una forma de vida y otorgando al alma con otra
mejor; la muerte vencedora y vencida: “lo que es mortal es devorado por la
vida”.