Gentileza
de www.capuchinos.cl para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
LA CONTEMPLACIÓN
ENTRE
LOS PRIMEROS
CAPUCHINOS
Ya en 1965 el capuchino Optato van Asseldonk,
de feliz memoria, comentó sobre la reforma capuchina lo siguiente:
“Lo
que más me llama la atención en la legislación de 1536 no es en primer lugar
su fidelidad al Evangelio o a la Regla, sino su preocupación de vivificar esta
observancia “literal” con el Espíritu de Cristo, el cual encontramos en los
Evangelios”. Se trata de una
observancia espiritual y de un nuevo movimiento impulsado por el Espíritu.
Las Constituciones de 1536 muestran, desde el principio hasta el fin, una
exuberancia del Espíritu, Espíritu que da vida y es vivificante.
En su introducción leemos que ellas fueron compuestas con el fin de
proteger a los hermanos contra todos los enemigos del Espíritu de nuestro Señor
Jesucristo.
El
espíritu de oración
Donde estas Constituciones se
refieren a la formación filosófica y teológica de los jóvenes religiosos, se
les aconseja buscar en sus estudios el radiante y ardiente amor a Cristo.
Jamás el afán de instruirse debe apagar la santa dedicación a orar.
Esto sería totalmente contrario a la intención de san Francisco, que se
opuso a dejar la santa oración por motivo de estudios.
Las Constituciones rezan (n.123): “Para
mejor adquirir el Espíritu de Cristo, lectores y estudiantes preocúpense más
del estudio ‘espiritual’ que del ‘literario’, sacan mayor provecho si
buscan en primer lugar el espíritu antes que la letra.
Pues sin el espíritu nunca se penetra en el verdadero sentido, y sólo
se queda colgado en la letra que encandila y mata”.
Así los primeros Capuchinos
aceptaron rigurosamente la actitud de Francisco, que escribió a Antonio: “Al
hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: Me agrada que enseñes la
sagrada teología a los hermanos, a condición de que por el estudio no apagues
el espíritu de oración, como se expresa en la Regla”.
En efecto la Regla reza: “Los hermanos a quienes el Señor dio la
gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente de tal forma que, echada fuera
la ociosidad... no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al
cual espíritu todas las otras cosas debenservir”.
Esto significa que la vida de los frailes menores lleva como característica
el espíritu de oración y devoción.
Pero, Francisco advierte también un
peligro que corremos. Podemos
vivir, estudiar, trabajar y ejercer el apostolado en forma que estemos apagando
el Espíritu. En los textos de san
Francisco arriba citados alude a Tes 5, 19 que dice: “No apaguen el Espíritu”.
Seguidores de nuestro Padre seráfico debemos vivir impulsados por el Espíritu
santo.
También el concepto “devoción”
que Francisco usa, significa una entrega reverente a la causa de Dios, e.d., una
consagración de nuestra vida a su causa.
Por eso, la oración y la
contemplación ocuparon un lugar privilegiado en la vida de Francisco y de los
primeros Capuchinos. Así lo expresó
Optato van Asseldonk ya en 1948.
La
oración mental
Donde las Constituciones de 1536
hablan del rezo del Oficio Divino (n.42), señalan: “Ningún otro oficio se
rece en el coro sino únicamente el de la Virgen, para que los hermanos tengan más
tiempo para la oración personal y la contemplación, que es más provechosa que
el rezo”. Aquí, una clara alusión
al valor que los primeros Capuchinos atribuyeron a la meditación y contemplación.
Sorprende la radicalidad con que las Constituciones imponen a los
hermanos los tiempos dedicados a la oración mental:
“Porque la oración es nuestra maestra espiritual y para que el espíritu
de nuestra devoción no merme, como nuestro seráfico Padre lo deseaba,
ordenamos que aunque el verdadero hermano menor siempre ora, por los dejados se
establezca dos horas diarias para ello” (n.41).
La magistral declaración de
principios de la reforma capuchina que se encuentra al principio de las
Constituciones, revela la motivación central de la lectura espiritual y de la
oración de los primeros hermanos. Citamos:
“Primeramente declaramos que el Evangelio nos ha llegado desde el cielo a través
del amorosísimo Hijo de Dios. Este Evangelio, totalmente puro, sobrenatural,
perfecto y divino, él mismo lo
anunció y predicó mediante sus palabras y ejemplo.
Fue confirmado como auténtico y verdadero por Dios, su Padre, en el río
Jordán y en el monte Tabor cuando dijo: “Este es mi Hijo amado en quien tengo
mis complacencias, escúchenlo”. Sólo
esta doctrina evangélica nos encamina directamente a Dios.
Si todos los hombres deben pasar por este camino, con mucha más razón
nosotros, hermanos. Pues san
Francisco enfatiza al principio y al final de su Regla que debemos observar el
santo Evangelio. Además, la Regla
es la médula del Evangelio; es como un espejo pequeño que refleja la perfección
evangélica. También Francisco
insiste en su Testamento que se le reveló que debía conducir su vida de
acuerdo con el Evangelio. Por eso
los hermanos siempre tendrán presente ante los ojos de su espíritu la doctrina
y la vida de nuestro Salvador Jesucristo, y para que lleven en su corazón el
santo Evangelio, determinamos, por respeto a la Santísima Trinidad, que en cada
casa se lean tres veces al año los cuatro evangelios, e.d., cada mes un
evangelio” (n.1).
Fuera de la lectura diaria del
evangelio y la semanal de la Regla, léase en el refectorio ante los hermanos un
texto que les estimule a seguir a Cristo crucificado (n.2). “Además los
hermanos deben esforzarse en conversar siempre sobre Dios.
Esto les ayuda sumamente a inflamar sus corazones en amor a Él (n.3).
Además se determina que los hermanos, también personalmente, lean las
sagradas Escrituras con comentarios de maestros devotos a fin de que “la llama
del amor a Dios se encienda en ellos por la luz que emana de lo divino” (n.4).
Este fuego y esta luz están
también al alcance de hermanos sencillos e iletrados, pues la sabiduría divina
se hizo hombre en Cristo. La cual
no es únicamente para hermanos con estudios.
Los muchos hermanos legos canonizados lo demuestran con toda claridad.
Así expresan también las Constituciones: “Aunque la infinita y divina
sabiduría es muy alta y misteriosa, ella descendió en Cristo nuestro Salvador,
de tal manera que humildes e iletrados la puedan entender solo con el puro,
sencillo, inocente y limpio ojo de la fe” (n.4).
La
predicación
De todo lo arriba expuesto resulta
que el Evangelio y la persona de Jesucristo forman el centro de la oración y la
lectura espiritual de los primeros Capuchinos.
Consecuentemente lo adoptaron también como centro de su predicación.
Esto era para ellos lógico e intencional. Por eso leemos en las Constituciones:
“A fin de inculcar a los predicadores las normas que deben tener presente para
anunciar dignamente a Cristo crucificado, predicar el Reino de Dios y conseguir
la conversión y salvación de las almas, decretamos y ordenamos que los
hermanos al predicar hagan uso de la sagrada Escritura, principalmente del Nuevo
Testamento y del Evangelio, para que como predicadores evangélicos hagamos
evangélico al pueblo. Esto
repetimos y recalcamos aquí” (n.117). Asimismo
las Constituciones no dejan lugar a duda que la predicación para los Capuchinos
no era otra cosa que anunciar a Cristo, a quien habían encontrado en su oración
y quien por ellos hablaba a la gente. Por
eso dicen: “Palabras altisonantes y retóricas, vanas y teatrales no conducen
al humilde y desnudo crucificado, sino sólo un lenguaje simple, puro y
sencillo, claro y humilde; palabras divinas, fogosas y amorosas.
Así lo hizo san Pablo, que no predicaba con palabras elevadas y retórica
humana sino por la fuerza del Espíritu. Por
eso exhortamos a los predicadores que graben en sus corazones al bendito Cristo
y le permitan apoderarse de si. El
es quién habla por ellos, y no solamente en sus palabras sino por sus obras, al
ejemplo de Pablo, doctor de los gentiles. El
cual no se atrevió a predicar a otros lo que primeramente no hubiera efectuado
Cristo en él. De esta manera también
Cristo, el Maestro perfecto, no nos enseña únicamente por sus obras sino también
con su doctrina. Grandes son en el
Reino de Dios los que primero hacen lo que después enseñan y predican a
otros” (n.112).
Los predicadores han de alimentar y animar
sus sermones por su encuentro con el Señor en su vida de oración.
Así leemos: “Y cuando sientan por el frecuente contacto con la gente,
que el espíritu empieza a atenuarse en ellos, retornen a la soledad y quédense
allí hasta que llenos de Dios, se sientan
de nuevo impulsados por el Espíritu Santo a difundir la gracia divina
sobre el mundo. De esta manera,
llevando un tiempo la vida de María y otro la de Marta, experimentan la vida
mixta de Cristo, que después de su oración en la montaña descendió al templo
a predicar. Si, bajó directamente
del cielo a la tierra para salvar a los hombres” (n. 114).
Luego continúan las Constituciones: “Quien no lee a Cristo, el libro
de la vida, le falta la doctrina que debería enseñar.
Por eso, los predicadores no deben acarrear muchos libros, pues todo lo
pueden encontrar en Cristo” (n. 116).
Donde las Constituciones tratan de la
predicación de los hermanos, insisten siempre en la necesidad que sus pláticas
sean producto y fruto de su oración y contacto con Dios.
Esto encontramos en el n, 120: “Para que los hermanos al predicar a
otros no se condenen ellos mismos, de vez en cuando abandonen el bullicio de la
gente y suban con su predilecto Salvador a la montaña de la oración y
contemplación y traten de llenarse del amor divino como serafines.
Así inflamados pueden inflamar a otros”.
Como
oraban los primeros Capuchinos
Lo que en primer lugar llama poderosamente la
atención es la oración con que los estudiantes conforme al n,125 de las
Constituciones debían empezar sus clases: “Dios, mi Creador, concédeme que
en esta lección tanto te amare cuanto te conozca, pues no quiero conocerte sin
amarte”. Por eso, su oración
estaba orientada a amar a Dios, a crecer en el amor a Dios. Las Constituciones
caracterizan esta oración de una manera muy simple, pero clara: “Convénzanse
los hermanos que orar no significa otra cosa que hablar con Dios con el corazón.
Por eso, no ora el que sólo con la boca habla con Dios. Por este motivo cada
uno trate de orar interiormente y, según la enseñanza de Cristo, el mejor
maestro en adorar a nuestro Padre eterno en espíritu y verdad, esfuércense en
iluminar la mente e inflamar el corazón” (n.124).
Octaviano Schmucki, capuchino suizo y experto
en la espiritualidad capuchina, califica esta descripción simple y al mismo
tiempo desconcertante como una joya de la literatura espiritual.
Hacer hablar el corazón con Dios, esta es la
oración interior. Si las
Constituciones en otros lugares dicen de paso que un auténtico hermano
“siempre ora” (n.41), se abre para nosotros un horizonte, e.d., la
impresionante profundidad de la vida espiritual de los primeros hermanos.
Sabemos que ellos tenían una alta estima por el silencio (n.44-45), por
la soledad (n.77), por el no tener nada, por la generosidad y solidaridad con
los pobres (n.67,69-76, 80-87, 144, 57-62), por la abstinencia y sobriedad en
las comidas y en el vestido. Y por otro lado, un fino cuidado para el hermano
enfermo y para las víctimas de las epidemias, asimismo que por dar hospitalidad
a extranjeros y vagabundos (n. 50-55, 21-28, 88-89).
Esta observación tan estricta del Evangelio
indudablemente se enraizó en una vida de oración auténtica y bien
desarrollada, que se alimentó de un sincero contacto con Dios.
Esto leemos en las Constituciones donde dicen: “...exhortamos a todos
nuestros hermanos, por amor de Cristo, que en todo lo que hacen, tengan presente
el santo Evangelio, la Regla prometida, las santas y laudables costumbres y los
ejemplos de los Santos. Y dirijan todos sus pensamientos, palabras y obras al
honor y gloria de Dios y la salvación del prójimo, así el santo Espíritu les
enseñará en todo” (n.141). Esta
sólida espiritualidad, centrada en Dios es el trasfondo de todas las
Constituciones. Por ejemplo:
“Conscientes que Dios es nuestro último fin al que todos deben aspirar y
desear y en quien todos deben tratar de transformarse, amonestamos con amorosa
insistencia a todos nuestros hermanos que orienten todos sus pensamientos a este
fin. Y dirijamos todas nuestras intenciones y aspiraciones a objeto de unirnos
en un eficiente, permanente, íntimo y puro amor, a nuestro amoroso Padre, con
todo nuestro corazón, mente y alma, con todas nuestras fuerzas y virtudes”
(n.13).
Esa primera generación capuchina era una
clase de hombres de oración. La
cual dio a su vida calor y cálida intimidad con Dios y con sus cohermanos.
Además de fuerza y valentía. Construyeron
en las cercanías de sus conventos una o dos ermitas, dónde los hermanos a
quienes los superiores estimaban idóneos, podían retirarse para estar solos
con Dios (n.79).
Sabemos que ellos repetían varias veces al día
breves jaculatorias durante su trabajo tanto manual como mental.
De esta manera mantenían consciente en si el contacto con Dios.
Se habla de una relación íntima y afectiva con Jesús, con Dios y con
los hombres; en la misma línea comprendemos también su devoción por la pasión
y la muerte de Jesús y por su cruz. Esta
era manifestación de la ilimitada bondad y amor de Dios para con ellos y para
con todos los hombres.
El más antiguo opúsculo escrito
por un Capuchino lleva como título: “Arte de la unione”.
El autor es Juan de Fano. Fue
publicado en el año 1536, el año de las Constituciones.
En este librito ya encontramos el método de permanecer todo el día
unido con Dios, orando y repitiendo fervorosas jaculatorias.
Juan de Fano fue inspirado por la espiritualidad de la Devoción Moderna
y por el fraile menor y místico holandés
Enrique Herp. A él deben
mucho los primeros Capuchinos en su preferencia por la oración afectiva, y
especialmente en su contacto amoroso e intimidad con Dios y Jesucristo.
El método de la oración afectiva y de las
jaculatorias durante el día lo encontramos también en los Capuchinos de los
Paisajes Bajos en el librito varias veces impreso: “Ejercicios espirituales
para Novicios”. Considerando el
trasfondo espiritual anteriormente descrito, nos damos cuenta que en éste se
transluce una vida espiritual más rica y amorosa, que lo que las puras
jaculatorias harían suponer.
Este método y la práctica de orar siempre,
que según las Constituciones debe ser propia del verdadero hermano menor
(n.41), tiene profundas raíces cristianas.
Los Padres del desierto ya lo practicaron en la Jesús-oración, cuya
intención era poner en práctica la palabra de Jesús que enseñaba la
necesidad de orar siempre (Lc 18,1). Ellos
repetían oral o mentalmente, con el corazón y sin cesar: “Jesucristo, Hijo
de Dios, ten piedad de mí”. Así
alimentaban su unión ininterrumpida con Dios.
Con lo arriba expuesto establecimos la fuente
de dónde extrajeron los primeros Capuchinos su fuerza vital.
Ellos hicieron todo lo posible por crear un estilo y clima de vida; por
cultivar y hacer fructífera su relación íntima y cariñosa con Dios, con
Jesucristo y con sus semejantes.
Orar era para ellos hallarse en la presencia
de Dios, de Jesucristo, y también en la proximidad con los hombres.
Conversar con Dios y escucharlo era también la base de su predicación y
de su cercanía al pueblo. Su
relación amorosa para con Dios era su secreto vital; el manantial de su
vitalidad apostólica. Así se
comprende cómo la vida capuchina llegó a florecer vigorosa en el siglo
diecisiete, con originales y famosos predicadores y directores espirituales.
Los especialistas incluso se atreven a decir que en aquel tiempo existió
una escuela de espiritualidad capuchina.
Entre los primeros escritores sobre esta
espiritualidad hay uno que merece ser conocido: Juan
Evangelista de Bois le Duc (1588-1635).
Se trata del primer y más original escritor místico de los Capuchinos
holandeses. Desempeñó un papel importante en la primera mitad del siglo
diecisiete, como maestro de novicios y como director espiritual de neoprofesos,
para la formación de la provincia capuchina de los Países Bajos y de Flandres.
Sus escritos reflejan las clases de teología espiritual que diera a sus
hermanos. Les entregó lo mejor que
tenía. Les introdujo con maestría
en el más íntimo contacto con Dios. Su
obra principal es:
“El Reino de Dios en las almas”.
Como el título del libro ya indica, Juan
Evangelista considera el estar unido con Dios como el fin y apogeo de nuestra
existencia humana. Clara y sistemáticamente
expone y explica las condiciones que el investigador de lo divino debe cumplir
para alcanzar este fin. Es el
caminar radicalmente hacia la muerte espiritual, hacia la exanición y
aniquilación de todo lo que no es Dios. Lo cual tiene distintas etapas: la
renuncia radical a todo lo creado y la entrega a Dios en amor puro y en fe
desnuda. El autor acompaña al
hombre piadoso sistemáticamente y paso a paso a la unión directa con Dios
mismo. Después de un proceso
extenso de purificación e iluminación se alcanza la contemplación directa y
la fruición de la presencia divina.
En seguida expone minuciosamente, en seis capítulos,
cómo el hombre que busca a Dios, durante el día, en trabajos sencillos e
intensivos, puede mantener este continuo contacto con Dios en puro amor y en fe
desnuda. Falta tiempo y espacio
para exponer aquí las ideas del autor. Sin
embargo, trato de resumir lo que Juan Evangelista explica sobre la contemplación.
Su
teología mística
En este estado, el alma contempla y saborea
la verdad, belleza y bondad y experimenta una alegría más noble y elevada que
todo lo que anteriormente ha saboreado o experimentado.
Durante los momentos de esta contemplación el alma pierde toda noción
de tiempo y de espacio. La
imaginación queda absolutamente suspendida y silenciada; no funciona estos
ratos. Por eso, la persona no puede
explicar qué y cómo ha sido el objeto de su experiencia.
Sólo queda con la impresión que ha sido un contacto con el origen de
toda belleza, sabiduría, bondad y perfección creada.
El alma no tiene presente a Dios por la imaginación, o por contacto,
sabor o sentimiento, sino por algo superior.
Siente una facultad misteriosa y secreta que la capacita a entrar en
intimidad y unión con él. Aunque
no sabe con claridad que su objeto es Dios, sin embargo alcanza una convicción
tan segura, que le da más certeza que la que se puede adquirir por los sentidos
u otras facultades, por libros o maestros.
Además, el alma experimenta que todas las
oraciones y alabanzas de la santa Iglesia llegan precisamente a este Ser
escondido que ella siente presente. También
siente una reverencia tan profunda frente a este Ser secreto, como si se
encontrase ante el trono de Dios. No le está permitido hacer algo que no
agradase a este Ser misterioso. Estos
sentimientos de profundo respeto no son resultado de esfuerzos humanos, sino
provienen espontáneamente de la presencia mística de aquel. El alma sumergida
en lo divino se siente totalmente saciada y completamente satisfecha.
No le importa nada más, sino: ¡qué hacer para agradar a Dios!
Pues percibe que de su parte ya ha hecho todo lo posible y que Dios no le
exige otra cosa. Porque le ofreció
a Él todo lo que poseía y cuanto puede hacer.
Su único fundamente es, su propia Nada.
Mientras permanece consciente de esta Nada, Dios sigue complaciéndose en
ella.
Por eso, su única preocupación y ejercicio
consiste en guardar la conciencia de no ser NADA ante Dios.
No puede pedirle ni desear nada, que mire a su propio provecho.
Sólo puede suplicarle que le permita permanecer en su NADA.
Ora para que esta conciencia se profundice y se establezca en ella, y
para que su divina voluntad se realice en ella y en todos los hombres, ahora y
siempre. Orar de otra manera
produciría en ella imágenes y perdería la conciencia de ser nada.
Esta oración mística produce en el alma una
tranquilidad inconcebible y una profundísima paz.
Llama poderosamente la atención que Juan Evangelista opine que esta mística
unión con Dios es el estado propio y original del ser humano.
Este tiene una inclinación innata hacia Dios, un impulso natural, un
ansia irresistible, cual la brújula se inclina hacia el Norte.
La tarea del ser humano es abandonar todo lo que obstaculiza la entrega a
Aquel. Es un proceso radical de auto purificación para alcanzar la justificación
original a la que Dios llamó al hombre. Solamente por purísimo amor y gracias
a una fe desmantelada se alcanza este fin, y se abre un nuevo horizonte y un
mundo nuevo para el hombre. Juan
Evangelista describe con maestría este cambio interior, esta conversión
interna y esta maravillosa apertura hacia lo divino.
Es como el maestro que enseña lo que él mismo experimenta.
Muestra su talento didáctico con ejemplos y comparaciones.
Su exposición práctica y pedagógica hace pensar en el método de la
Devoción Moderna. El, también
lleva a sus alumnos por una didáctica sencilla y equilibrada a través de un
crecimiento gradual, a la fase mística de la contemplación infusa.
Con valentía y rigor entrega a sus hermanos jóvenes y a laicos adultos
que se acercaron a él, el secreto de su propia vida, e.d., el método por el
cual un hombre en oración o en medio de sus labores, en cualquier tiempo y
lugar puede permanecer en amorosa unión con Dios. El, nos hace saber cómo
podemos divinizar todos los ámbitos y facetas de la vida humana, de modo que
sea un preludio inmediato de la vida eterna.
fr.
Jan Kampscheur ofmcap
Dr. en Teología