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LOS PRINCIPIOS DE LA BIOÉTICA

 

José Miguel Serrano Ruiz-Calderón
Profesor Titular de Filosofía del Derecho
Universidad Complutense
Madrid

 

Abordar el tema de cuáles son los principios que inspiran, o deben inspirar la bioética, obliga a dilucidar algunas cuestiones previas.

Para comenzar obliga a plantearse el problema de si es posible definir una bioética normativa y exigente en una sociedad pluralista.

Entiendo como bioética normativa una que no se limite a constatar una serie de acuerdos en las prácticas habituales. Entiendo como exigente una bioética normativa que tienda a poner la práctica en tensión hacia un canon que funcione como telos de la práctica, o más bien de las personas actuantes en la práctica, y no como ideal, en el sentido que dicho término ha venido recibiendo entre nosotros (1).

El problema planteado es muy grave, pues la alternativa al fracaso de este esfuerzo, o a una respuesta negativa a la cuestión planteada, es una bioética de mínimos, tal como la planteada de forma creciente en las sociedades occidentales. Para algunos la bioética de mínimos es un proceso de encuentro de valores o principios morales que concuerdan a pesar de su diverso origen. En su confluencia se van marcando niveles éticos. En la versión progresista aún presente en algunos niveles teóricos, especialmente en la infancia de esta ciencia que es la bioética, este nivel sería siempre creciente. Aunque, como es difícil de negar, se puedan producir diversas oscilaciones de momentáneos retrocesos.

Esta versión, mayoritaria, no da razón de algunos de los fenómenos más alarmantes con los que se enfrenta la reflexión bioética. Se trata del oscurecimiento, por utilizar una terminología ajena, de algunos principios que nos parecían obvios, o mejor dicho definitivamente adquiridos, por no cambiar de discurso (2).

Este alarmante esfuerzo se observa en los temas de la generalización de la interrupción voluntaria del embarazo, como práctica tolerada e incluso recomendada; en el avance hacia la eutanasia, especialmente de su versión con contenido económico, o de la comercialización del hijo, en la maternidad subrogada y en la donación de embriones. En estos casos, principios como el valor de la persona humana, que justifica eso que se ha denominado ética personalista, y que está en la raiz de la moral personalista, o el de protección a la familia, principio de carácter constitucional vaciado en nuestra actual legislación, quedan severamente afectados.

El problema como veremos surge de la dificultad insuperable de intentar construir un esquema moral que no se sustente en una ontología. Dificultad que está muy presente en la bioética. Tal como sustenta Elio Sgreccia sólo una bioética sustentada en una ontología puede pretender ser normativa (3).

Una correcta interpretación de lo que está sucediendo en el campo de la moral en general, y de la bioética en particular, desde mi punto de vista por la aplicación de ideas como las arriba criticadas, se alcanzaría con la utilización de conceptos como el de tabú, tal como lo ha explicado Alasdair Macintyre (4). Este autor describe cómo la percepción decimonónica occidental del tabú polinesio es equivocada básicamente por dos razones. En primer lugar porque el tabú es precisado como desconectado de una realidad moral elaborada, en cuanto los enciclopedistas percibían el tabú como inscrito en un ámbito de moralidad que era extraño a la cosmovisión polinesia y, como añade con acierto, a toda la cosmovisión premoderna. Era por lo tanto absurdo buscar un ámbito de moralidad ilustrada entre los polinesios.

Por otro lado, buena parte de las descripciones sobre el tabú se realizan en una sociedad decadente polinesia donde el esquema de la propia cosmovisión está en crisis por el embate de los concepciones occidentales del XIX. En este esquema algunas prescripciones polinesias aparecen en la realidad tal como las hemos descrito, es decir, como prohibiciones sin sentido. Por el contrario, en el esquema polinesio, los tabúes aparecen como normas que no sólo prohibirían sino que también permiten una pluralidad de acciones en virtud de 'razones' de hondo sentido religioso.

Si nos hemos entretenido en esta descripción del juego de la moral en un esquema social en crisis es para proyectarlo sobre la discusión moral contemporánea; y más específicamente para su aplicación al debate bioético. En efecto, podemos preguntarnos si desconectadas del 'humus' de donde surge su fuerza, de la explicación del Universo que construye la cultura cristiana a lo largo de casi dos mil años, buena parte de los preceptos que fundamentan el respeto a la vida y libertad de la persona, tan característicos de occidente, quedarían como preceptos sin sentido. Así, por ejemplo, el que condena el homicidio por compasión. Al no estar explicitadas sus razones, dichos valores supuestamente adquiridos funcionan como auténticos 'tabues', y su destino no es otro que el que sufren los 'tabues'; es decir, quedar como rastros folklóricos y desaparecer.

Ahora bien sería engañarnos y desenfocaría la cuestión el considerar que las dificultades que plantea el paradigma bioético proceden sólo del pluralismo moral vigente en nuestras comunidades.

En efecto, no se ha atendido suficientemente al formular dicho común denominador para resolver las cuestiones bioéticas, al problema de la confluencia de campos diversos en la bioética (5). La procedencia pluridisciplinar de los pioneros de la nueva ciencia ha traido notables beneficios. Por otra parte parece encontrarse en la base misma de la constitución de la nueva ciencia. Pero a su vez dicho pluralismo puede plantear algunos inconvenientes por el efecto de la nueva disciplina en las más clásicas, especialmente en la deontología médica. Cabe así que las disciplinas que habían construido un telos más exigente lo vean devaluado en la colaboración que da origen a la misma bioética.

Al hablar de las dificultades de la reflexión bioética no se trata sólo, por tanto, del pluralismo social, sino que en este campo concurren, por así decirlo, diversas profesiones; y cada una de ellas ha creado una actitud distinta respecto a lo que es excelente.

Así, al analizar la actitud de numerosos investigadores ante la FIVET, Angel Rodríguez Luño (6), enfrenta las posiciones del paradigma científico o técnico con el moral.

El primero se expresa a través de magnitudes cuantitativas, presupone el dominio, tanto sobre el instrumento como sobre la realidad a la que éste se aplica, finalmente el proceso conducente a la formación del juicio técnico en cuanto tal ha de desarrollarse autónomamente, aplicando los conocimientos científicos pertinentes según los cánones de la utilidad y de la eficacia. Por el contrario, la racionalidad ética, tal como la expresa la ética personalista, considera que lo que nunca puede ser tratado como simple medio es la persona. Queremos decir con esto que la persona humana es un ser singular en el universo visible. Es el único que vale en sí mismo y por sí mismo, y no en razón de otra cosa. Es el único ser visible que no pertenece a la categoría de los bienes útiles o instrumentales (7).

Pero creo más conveniente que oponer los criterios de la ética personalista con los del paradigma técnico, oponer el telos del científico, técnico o biólogo, es decir el ideal de su actividad, con el telos de la práctica médica tal como se ha construido en la deontología médica en nuestra tradición (8).

En este sentido, al surgir la bioética por la aportación desde diversos campos, tal como se ha citado anteriormente, cabría preguntarse si la aportación desde el campo médico no ha quedado oscurecida por la preponderancia de lo tecnológico, de la emulación científica y de otras características colaterales.

A este problema no es ajeno el hecho casi tópico de la tecnologización de la propia actividad médica que ha incidido probablemente más en su deshumanización que la tan comentada masificación de los hospitales. La tecnologización y la obsesión especialista, que puede hacer contemplar más un pulmón o un futuro trasplante que un ser humano, estarían dentro de la propia medicina en el origen del asunto.

Por tanto el problema no es exclusivamente de predominio del paradigma técnico sobre el médico. En nuestra sociedad, como hemos analizado desde el principio de esta intervención, hay una notable división ideológica en temas morales que ha definido lo que se llama el pluralismo moral. Este pluralismo cruza las diversas profesiones marcando una fractura mayor o menor según los casos, pero que de todas formas impide marcar un telos profesional o lo que con Macintyre podríamos llamar un modelo de vida virtuosa que sea compartido por una instancia tan amplia como podría ser toda la profesión médica, por citar el ejemplo que estamos tratando (9).

El problema queda planteado con mayor agudeza en la sociedad que mejor ejemplifica la evolución occidental, que son los Estados Unidos. Y es allí donde se ha planteado como solución la denominada bioética de los principios.

En su origen la bioética de los principios busca encontrar solución a los dilemas bioéticos desde una perspectiva asumible por el conjunto de la población. Para ello formula, variando en las diversas concepciones, una serie de principios que sirvan de guía en la resolución del dilema bioético permitiendo una correcta solución de los problemas tanto estrictamente médicos como también científicos. Obsérvese, pues será muy relevante en la explicación posterior, que las pautas intentan ante todo resolver conflictos.

Así autores como Beauchamp y Childress han elaborado un paradigma ético sobre base racional dirigido a médicos, científicos y a cuantos operan en el sector sanitario-asistencial. Este persigue el fin de ofrecer una referencia práctico-conceptual que pueda ayudarlos a enfrentar cuestiones bioéticas (10). Este paradigma se refiere, en primera instancia, a las teorías éticas que justifican y sistematizan en el nivel teórico un conjunto de principios y reglas que guían el comportamiento y el juicio práctico en la acción. El juicio o deliberación de una particular acción sobreentiende una regla que se refiere a principios justificados por teorías éticas (11).

Atendiendo a las corrientes mayoritarias y queriendo justificar un espectro amplio de aceptación la posición de la bioética de 'principios' se fundamenta en la corriente deontologista o kantiana y en la utilitarista (12).

La corriente deontologista fundamenta los principios como normas morales autónomas que se imponen al sujeto por su propia fuerza o por su deber. De aquí surgen los principios de autonomía, beneficiencia, no maleficencia y de la justicia. Dichos principios surgen a partir de lo que se ha denominado una deontología pluralista. Dicha posición se combina con la base ética de la actitud norteamericana ante la vida que es el utilitarismo. La razón de la combinación y de no haber optado por tanto sólo por una actitud utilitarista es la dificultad que tiene el utilitarismo para justificar deberes morales en sentido estricto derivados de una norma moral general. En efecto, en descripción acertada de L. Palazzani "La teoría ética del utilitarismo, que se remite a la tradición empirista inglesa que a partir de Hume se ha expresado en el pensamiento de J. Bentham y de J.S. Mill, identifica la razón y el objetivo de la vida moral con la promoción del bien-estar, evaluado con base de las consecuencias de la acción en función del cálculo de la maximización del bien y la minimización del mal, cuando el bien y el mal se definen desde una perspectiva antropológica sensista como lo placentero y lo desagradable"(13). Ahora bien, en la perspectiva bioética dicha evaluación se realiza, no atendiendo a la utilidad del acto concreto, sino considerando la acción en relación con un código general o con un sistema de reglas que se identifica con la maximización de la utilidad social. En palabras de la misma autora que venimos citando "Deontología pluralista, por un lado, y utilitarismo de la norma, por el otro, son las teorías éticas que justifican y defienden los principios: sin tales teorías éstos serían un elenco abstracto, arbitrario e injustificado"(14).

La teoría de los principios tal como se ha desarrollado en el pensamiento norteamericano adolece de algunos defectos que afectan a su propia justificación. Es decir, no a éste o al otro principio, sino a las razones por las que debemos seguir éste o aquel principio, o a la razón por la que lo hemos podido proponer.

El primer problema que se ha precisado respecto a la teoría de los principios es la dificultad de fundamentar una ética sin una visión del mundo, o en sentido más técnico, una ontología que los justifique. Si la opción ética requiere una imagen del mundo y del hombre, la bioética también y esto no aparece aportado por la bioética de los principios. Por ello, de su gran ventaja que le permite ser un referente en una sociedad pluralista, surge el gran inconveniente, la inconsistencia de la propuesta (15).

Además la diversidad de origen de las propuestas plasmadas en la bioética de los principios plantea problemas añadidos. No es que no sea posible construir una síntesis desde diversas posturas éticas (y aún metafísicas). La dificultad se encuentra en conciliar una ética deontologista como es la kantiana, en la que se excluye en el acto moral cualquier pretensión diversa al cumplimiento del mismo deber moral, con una bioética como la utilitarista que se refiere a una sensación extramoral y un fin exterior a la acción moral como es la utilidad, entendida en el sentido de sensaciones placenteras. La ética kantiana y la utilitarista están profundamente enfrentadas y no es fácil armonizar principios extraídos de ambas en cuanto las razones que aportan para el actuar moral son diametralmente opuestas.

Además, una propuesta ética fundamentada en presupuestos kantianos y utilitaristas será vulnerable a la crítica que se ha construido para ambas propuestas. Respecto a la primera, toda la ética deontologista parece adolecer del defecto de no dar al sujeto razones para el actuar moral, sometido a reglas generales que no explican suficientemente ni el acto moral ni la concordancia entre acto y regla (16).

La moral utilitarista, a pesar de su vigencia en los niveles populares, es aún más criticable. Fundamentalmente no da razón de cual es la sensación placentera en que se traduce el bien, o de cómo ésta es evaluable por una pluralidad de sujetos y comunicable entre ellos. Por otro lado, no consigue superar el axioma egoista y proponer interés por el bien social. El salto del interés individual al mayor bien social, que ciertas posturas altruistas como la que venimos analizando consideran, no está explicado desde una óptica utilitarista (17).

Además, y como han planteado los teóricos de la teoría de las virtudes, las éticas fundamentadas en las posturas citadas, que han dado lugar a la denominada moral de tercera persona, no explican la complejidad de la vida moral al atender a un sujeto hipotético e indefinido en una situación probablemente extrema.

La consecuencia de esto es que el sujeto es definido sin historia. Sin atender a los efectos de sus actos en el propio sujeto. No se le ayuda a constituirse en el tipo de persona que tomaría la acción correcta en un caso dado. Igualmente, todas las acciones morales se reducen a la justicia, es decir, a acciones que afectan a los otros en bienes esenciales. De esta forma la vida moral que tiene que regular, por definición, cualquier acción libre del hombre, se ve notablemente empobrecida. Por poner un ejemplo cercano a sus profesiones, su rectitud ante la profesión, la prelación de bienes, las formas de trato que no afecten a bienes esenciales, la competencia entre grupos investigadores, el tratamiento de la información descubierta tras la misma, etc, no serían consideradas. Y todos sabemos lo que afecta esto a la constitución del tipo de profesional y de persona que uno es (18).

Es por la constatación de esta realidad por lo que en la ética en general y en la bioética en particular es observable una recuperación del tema de las virtudes, proponiendo reformular la moral no como un conjunto de reglas de comportamiento sino reconduciéndola a la experiencia y al agente, es decir, al hombre como sujeto moral. La moral de las virtudes tiene en cuenta el efecto de la acción moral sobre el sujeto, considerando la necesidad de adquirir hábitos buenos, que son las virtudes, para construir un sujeto capaz de tomar decisiones correctas. Desde este punto de vista la moral de las virtudes es especialmente adecuada para resolver los problemas que se plantean en el ámbito profesional.

Las denominadas morales de las virtudes remiten a un modelo de hombre virtuoso que se constituye en un telos de la actividad del hombre. Este modelo es transmitido fundamentalmente por las tradiciones y requiere un conjunto social que lo cultive. En la exposición de Macintyre la moral de virtudes de base aristotélica se justifica en que sólo este modelo garantiza la vida feliz, que es el fin del hombre por naturaleza. Está claro que, por lo tanto, este modelo ofrece razones para el actuar moral (19).

Sin embargo, las teorías de las virtudes tal como han sido desarrolladas por la doctrina contemporánea, especialmente en los países anglosajones, presentan algunos inconvenientes que no han dejado de señalarse. Estos inconvenientes obedecen en primer lugar a la sustitución del concepto de deber que es aparentemente abandonado (20).

En segundo lugar, no se aprecia el juego de los principios y menos de las normas.(No podríamos hablar de principios en bioética) Como toda opción ética eudemonista exige una prelación de bienes , no se explicaría tampoco por qué se elige una prelación en vez de otra. Y eso crea el gran problema al actuar, al elegir, por ejemplo, entre un interés económico o una voluntad manifestada, y una vida humana (como suele ocurrir en el caso de la eutanasia)(21).

Para algunos, y en materia bioética especialmente, una ética de las virtudes requeriría un complemento con la inclusión de elementos que permitiesen superar el relativismo inscrito en buena parte de las propuestas contemporáneas. Hay que decir, a este respecto, de la ética eudemonista de base aristotélico-tomista, que es la forma más acabada de ética de las virtudes que podemos observar no es relativista (22).

¿Cómo se supera el relativismo y se incluyen los principios y el deber moral en un esquema ético de las virtudes?

La solución aportada por la tradición moral requiere una base ontológica, que hoy en día suele denominarse personalista aunque el término no está libre de equívocos. En efecto, ciertas corrientes personalistas contemporáneas han construido una teoría moralista de la persona humana que elimina cualquier referencia metafísica. El riesgo que se deriva de estas posturas es que se identifique el concepto de persona con el concepto moral de buena persona actual, lo que dejaría fuera de la personalidad tanto a las malas personas como a lo que podríamos llamar las casi personas, es decir, los incapaces, los fetos o los moribundos (23).

La posición realista parte en lo que se refiere al obrar moral de la evidencia de que el hombre en su actuar requiere una correcta relación con el mundo que garantice su felicidad. En esta relación, el hombre a través de su razón práctica guía su comportamiento evaluando los bienes en cuestión en su acción. El obrar correcto requiere una jerarquización de los bienes que realiza la razón práctica. Esta jerarquización es correcta si refleja la realidad ontológica. Así, una persona vale más que una cosa y siempre que en mi acción postergo a una persona frente a una cosa mi actuar es incorrecto. Aunque la correcta jerarquización requiere una formación, se adquiere por una tradición y sólo se perfecciona en el propio uso, como ha señalado Macintyre con acierto (24). No podemos olvidar que para el realismo las virtudes están incoadas entre las facultades del hombre y que los primeros principios de la razón práctica son autoevidentes.

El deber moral lo percibe la razón práctica derivado de su evaluación del bien en juego en la acción. Se trata de un deber motivado pero tan presente como en otras escuelas como la deontologista (25). Los principios ayudan a la vida moral y son generalizaciones derivadas de la evaluación de los bienes, especificaciones del ideal de la vida buena. Por lo tanto, hay principios de la ética realista que permiten una primera aproximación al acto correcto pero no lo solucionan. Es decir los principios se especifican en la acción concreta que requiere una adhesión de la voluntad a la propuesta de la razón, para lo que se necesita el juego de la virtud de la prudencia (dianoética) y de las virtudes que ayudan a la elección correcta y a superar las pasiones.

Si observamos la enunciación de los principios específicos de la bioética según la propuesta realista, veremos que los mismos requieren previamente una jerarquización de bienes de base personalista, que ha establecido a la persona como lo más valioso del mundo sensible. Es aquí donde adquieren sentido los cuatro principios de la propuesta personalista: el valor fundamental de la vida, el principio de totalidad o principio terapeútico, el principio de libertad y de responsabilidad, y el principio de socialización y subsidiariedad (26).

Estos principios son guías generales de la cción. Su especificación en el acto requiere el concurso de la virtud. Comenzando por la virtud de la prudencia, la cual presupone el recto conocimiento práctico y la recta intención. Su juego es insustituible, y apoya eso que en todas nuestras profesiones llamamos vulgarmente experiencia. La prudencia acompañada de las otras virtudes prácticas, permiten la formulación del juicio último práctico, mediante la aplicación de principios a la situación particular, y apoyan el compromiso operativo. Sin embargo la función de la virtud no es secundaria, pues sólo ella a su vez permite la correcta evaluación de la razón práctica y la perfección final del acto. Por eso la virtud no es una supresión de la pasión sino que ayuda al juicio práctico y a la acción más correcta(27).

Desde esta perspectiva observamos cómo la función de la bioética en su sentido más estricto no es tanto construir códigos de conducta sino formar profesionales conscientes capaces de encarar el conjunto de decisiones que deben tomar. Estas decisiones sólo en ciertos momentos se refieren a casos límites, esos casos que parecen haber hecho la fortuna de la bioética, que ocupan buena parte de los medios de información, y que probablemente salvo en el caso del aborto, paradigmático en la discusión social y bioética, no son tan habituales en el entorno de la investigación y de la práctica biomédica.

Aunque la práctica biomédica en cuanto se refiere a otro, y además en sus bienes esenciales, está estrictamente relacionada con la justicia, una perspectiva como la que hemos mantenido permite extender la bioética a cuestiones que no serían abordables desde las posturas de la tercera persona.

Igualmente la perspectiva propuesta explica suficientemente la tendencia a evitar la burocratización en la bioética que podría derivarse de la actuación de los comités de bioética. En efecto, ciertas perspectivas podrían producir una sustitución de la decisión propia del personal biosanitario a manos de la biocracia. Los órganos de expertos que en su nivel superior producirían los códigos de bioética, en los niveles hospitalarios podrían sustituir las decisiones propias del personal médico e investigador. Este riesgo se ha evitado en diversos paises como Italia insistiendo en el carácter asesor de los comités, que no pueden sustituir la decisión de un personal que debe recibir una formación bioética que se traduzca en respuestas correctas (28).

De nuevo la bioética de las virtudes muestra la pertinencia de su propuesta en este ejemplo práctico y fundamental.

Como guías de la acción, que debe especificarse en cada decisión, y fundamentados en una ontología personalista, la bioética realista ha propuesto cuatro principios fundamentales ya enunciados (29).

El primero de ellos se refiere al valor fundamental de la vida humana. Como explica Sgreccia la vida corpórea y física del hombre no es nada extrínseco a la persona, sino que representa el valor fundamental de la persona, se defina ésta en la forma que se defina. Es valor fundamental porque aunque la persona no se agota en su cuerpo, éste es esencial a la misma en cuanto se constituye en el fundamento único por el cual la persona se realiza y entra en el tiempo y en el espacio. A través de él expresa otros valores como la libertad, la sociabilidad y el mismo proyecto de futuro.

Esto no supone que si la única solución para la búsqueda del bien total y espiritual de la persona y sus bienes morales exigiera el sacrificio de la propia vida este acto, el del mártir, no sea loable. Pero como explica con claridad el mismo Sgreccia este sacrificio no puede imponerse a otro.

Debemos pues aclarar que salvo la circunstancia comentada el respeto de la vida humana, su defensa y promoción, tanto de la ajena como el de la propia representa el primer imperativo ético. Al ser la persona una totalidad de valor, o como se dice desde la perspectiva kantiana, lo que nunca puede ser utilizado como medio sino como fin en sí mismo, no se puede justificar el sacrificio de una vida inocente por el bien social pues la persona no es en sentido estricto una parte de la sociedad.

En esta perspectiva se entiende que el derecho a la vida precede al derecho a la salud y por lo tanto no se puede anteponer el derecho a la salud de una persona respecto al derecho a la vida de otra, y mucho menos preferir el uno al otro dentro de la misma persona (ejemplos, el aborto terapeútico y el eugenésico).

El derecho a la salud, tan controvertido, se convierte en la explicación de la OMS y en la propia Constitución Española en un derecho a los medios y cuidados indispensables para la defensa y promoción de la salud.

El segundo principio propuesto por la bioética personalista es el de libertad y responsabilidad. Este principio requiere una previa aclaración, el derecho a la vida es anterior al derecho a la libertad. Esto se justifica en que para ser libre se requiere estar vivo en cuanto la vida es condición indispensable del ejercicio de la libertad. Este principio entra en juego en toda una serie de problemas de la ética médica contemporánea como en el de los surgidos a raíz de la extensión del supuesto derecho a la eutanasia, eufemísticamente denominado "derecho a una muerte digna". Igualmente actúa en cuestiones como la terapia obligatoria de enfermos mentales o frente al rechazo de la terapia por motivos religiosos.

Este principio de libertad y responsabilidad sanciona el deber moral del paciente de colaborar a los cuidados ordinarios y a salvaguardar su vida y la de los demás. Esta libertad tiene su contrapartida en la libertad-responsabilidad del médico que no puede transformar la terapia en una constricción obligatoria cuando no está en juego la vida del paciente.

El tercero es el principio de totalidad o principio terapéutico. Es uno de los principios más clásicos que la bioética ha tomado de la ética médica. Se fundamenta en el hecho de que la corporeidad humana es un todo unitario resultante de la conjunción de partes distintas que están unificadas orgánica y jerárquicamente en la existencia única y personal. De esta forma al aplicar el principio terapéutico no se contradice sino que se refuerza el principio de salvaguarda de la vida humana.

Este principio requiere una serie de condiciones para aplicarse. Que se trate de una intervención sobre la parte enferma o que es causante directa del mal a fin de salvar el organismo sano; que no se observen otros medios para superar la enfermedad; que haya una buena posibilidad, con una probabilidad alta de éxito; y que se obtenga el acuerdo del paciente.

Este principio se aplica no sólo en caso de intervención quirúrgica general sino también en los de esterilización terapéutica, trasplante de órganos, etc.

El principio ha sido extendido por algunos más allá de la estructura orgánica para incluir en él el bienestar psicosomático del paciente. Considera Sgreccia inadecuada esta proyección por cuanto en buena medida se proyecta un fin sin atender a los medios utilizados.

Finalmente conviene referirse al principio de socialización y subsidiariedad. Por este principio se mueve a toda persona singular a realizarse a sí misma en la participación de la realización de sus semejantes. En el caso de la salud se considera la propia vida y la de los demás como un bien que no es sólo personal sino también social y se exige a la comunidad a promover el bien común promoviendo el bien de cada uno.

En el ámbito de la salud se observa la evidencia del resto de la vida social por la que el bien de cada uno depende de los actos de los demás, en este caso la salud de cada uno depende de los actos de los otros.

Surge así una obligación social de garantizar la salud de los ciudadanos aún a costa de restar bienes a los que se encuentren en buena situación económica o estén sanos. Este concepto se combina con el de subsidiariedad tan de moda tras el Tratado de Maastrich y que es formulado por la doctrina social cristiana. Por él, la autoridad pública debe actuar subsidiariamente de los grupos sociales, respetando su ámbito de autonomía y no intentando suplantar o sustituir las iniciativas libres de los distintos grupos (30).

El juego de estos principios se hace especialmente necesario cuando con la aplicación de un concepto de coste beneficio se desvían los fondos de los enfermos no recuperables, o cuando se inicia la vía de la eutanasia social.

Los principios enunciados pueden parecer escasos e inconcretos. Pero fundamentan la bioética personalista, sin pretender sustituir en su realización concreta el juicio moral imprescindible de la persona llamada a realizar el acto moral, es decir, libre.

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NR.- Este es el texto de la conferencia pronunciada en el "Seminario de formación sobre Bioética", celebrado en Murcia el 27 de febrero de 1993. El autor ha mantenido la estructura de la lección y añadido las referencias bibliográficas imprescindibles e inmediatamente utilizadas: por necesidades de espacio, hemos reducido notablemente el texto de estas notas.

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Notas bibliográficas

 (1) Una reciente aportación en nuestra lengua a una teoría moral de este tipo exigente es la traducción de la obra de Alasdair Macintyre,"Tres versiones rivales de la ética", Rialp, Madrid, 1992, especialmente el capítulo VI. Sobre los riesgos del ideal de "lo puro" para una actitud moral véase Jean Guitton "Lo impuro",PPC, Madrid, 1992.

(2) Una exposición crítica de estas posiciones más amplia de la aquí recogida en las cuestiones primera y tercera de "Cuestiones de Bioética", José Miguel Serrano, Ed. Speiro, Madrid, 1992.

(3) Elio Sgreccia. "Bioética. Manuale per medici e biologi". Vita e Pensiero, Milán, 1987. Ver pp. 39 y 41.

(4) Macintyre, ob.cit. pp. 55-56.

(5) Para ejemplo basta un botón, obsérvese la diversa procedencia de los participantes en estas jornadas organizadas por el Centro de Investigación y Formación en Bioética, o los que participaron en las conversaciones de Madrid sobre biotecnología y futuro del hombre.

(6) A.Rodríguez Luño y R.López Mondéjar,"La fecundación in vitro". Edcs Palabra, Madrid, 1986, p. 77.

(7) Esto exige como parece evidente una concepción metafísica de la persona. Ver Eudaldo Forment, "Lecciones de Metafísica". Rialp, Madrid, 1992, p. 361.

(8) Esta tradición con base paradigmática en el Juramento hipocrático cristalizaría a juicio de Diego Gracia en el principio de benevolencia. Ver Diego Gracia, "Fundamentos de Bioética". Eudema, Madrid, 1989, pp. 24-104.

(9) Alasdair Macintyre, "Tras la virtud". Crítica, Barcelona, 1987, p. 322.

(10) T.L. Beauchamps y J.F. Childress,"Principles of Biomedicals Ethics". Oxford University Press, New York, 3ª ed. 1989.

(11) Explica el estado de la cuestión y la alternativa personalista Laura Palazzani,"Bioética de los principios y bioética de las virtudes: el debate actual en Estados Unidos". En "Medicina y Etica",Vol. III,nº IV,pp.445-471.

(12) En algunas explicaciones que intentan extender aún más el ámbito de fundamentación plural de la bioética, los principios se relacionan en su origen con cada una de las tradiciones morales. Así, Diego Gracia, ob.cit. Sin embargo, el espacio que se deja al eudemonismo es mínimo, lo que revela, entre otras cosas, la importancia de las propias tradiciones morales al precisar las fundamentaciones.

(13) Laura Palazzani, ob.cit. p. 448.

(14) Laura Palazzani, ob.cit. p. 448.

(15) Para las ventajas de la ética de mínimos, ver Diego Gracia, ob.cit. p. 576.

(16) Ver Giuseppe Abba, "Felicidad, vida buena y virtud". Eiunsa, Barcelona, 1992, p. 101.

(17) Sobre el cambio del propio concepto de placer y el fracaso de construir un proyecto altruista entre los utilitaristas, ver Macintyre, "Tras la virtud",ob.cit. pp. 85 y ss.

(18) Se me podrá objetar que con esta actitud confundo bioética con deontología profesional; podría contra-argumentar que la actitud contraria reduce la bioética a biojurídica y además a una biojurídica mínima.

(19) Macintyre, "Tres versiones..."ob.cit. p. 93.

(29) Giuseppe Abba, ob.cit. p. 106.

(21) Lo que en última instancia se discute, y de lo que hay que dar razón para no ofrecer una opción puramente arbitraria, es sobre la existencia de un concepto verdadero de vida buena. Ver Abba, ob.cit. p. 182.

(22) Giuseppe Abba, ob.cit. p. 188.

(23) Eudaldo Forment, "Leciones de Metafísica". Rialp, Madrid, 1992, p. 345.

(24) Macintyre, "Tras la virtud",ob.cit. p. 270.

(25) Giuseppe Abba, ob.cit. p. 195.

(26) Laura Palazzani,"Bioética de los principios..."ob.cit. pp.464 y ss.

(27) Sobre la primacía de la prudencia, ver Josef Pieper,"La virtudes fundamentales". Rialp, Madrid, 1990, pp. 33 y ss.

(28) Elio Sgreccia,"Manuale di Bioetica..." ob.cit.Tomo II, p. 491.

(29) Seguimos básicamente la exposición de Elio Sgreccia, ob.cit. Tomo I, 1987, pp. 87 a 109.

(30) Juan Vallet de Goytisolo, "Tres ensayos". Speiro, Madrid, p. 149.

(Publicado en Cuadernos de Bioética, 12, 4º 92, PP. 23-33

 

Correspondencia: José Miguel Serrano Ruiz-Calderón. Cea Bermúdez, 36. 28003 MADRID.