Dr.
Hans Thomas
Director
del Lindenthal Institut (Köln, Alemania)
(Traducción
del alemán: José María Barrio Maestre)
No
hay verdades morales. La moral es algo privado. Esta convicción, procedente
del pensamiento liberal, domina las cabezas de la clase política, de los
intelectuales, e incluso de no pocos teólogos. Quien habla de una conciencia
autónoma está diciendo con otras palabras que la moral no tiene nada que ver
con la verdad. El mensaje liberal de que la moral es una cuestión privada
conduce a una creciente juridificación de todos los ámbitos de la vida y a
una regulación estatal cada vez más intensa, por mucho que constatarlo les
duela a los liberales fervientes.
Cada
cual debe adoptar su propio compromiso ético (entendiendo por "ético",
también, que cada uno sepa fundamentar sus propias opciones morales de manera
razonable). Sin embargo, al Estado no le interesa una moral puramente privada.
En todo caso, no se considera vinculado por ella. Cualquier concepción axiológica
privada posee para él el mismo derecho. En una situación de pluralismo ético,
debe respetar la pluralidad de opiniones sin tomar partido en ningún sentido.
No obstante, el legislador ha de establecer lo que debe ser considerado por
todos lícito o ilícito, verdadero o falso, justo o injusto. Y los márgenes
de actuación según los propios parámetros morales quedan cada vez más
reducidos a aquellos ámbitos a los que no ha llegado suficientemente el
ordenamiento legal.
Ciertamente,
aquí el legislador se encuentra a gusto en el papel de árbitro del llamado
discurso social. Pero tal discurso en busca del consenso generalmente no
termina nunca, y quizás no llega a tener lugar en modo alguno. De una u otra
manera, el Estado establece el
Derecho, y posiblemente con plena conciencia de instituir
valores. Así, el Ministro federal de Justicia informaba a la opinión pública:
"En su función de dirigir la actuación humana en comunidad, el Derecho
está llamado a establecer valores y protegerlos"
[1] .
De acuerdo con esto, el Estado se siente impulsado, tanto a fijar valores,
como a exigir subordinación a ellos, asumiendo así una doble función cívico-religiosa.
Esto quiere decir que el Estado los impone a todos.
A
este propósito, los médicos pueden hablar largo y tendido: las nuevas
reglamentaciones de tarifas y prestaciones economizan y burocratizan su
trabajo, pero también contribuyen a una racionalización y mecanización
heterónoma de la profesión: legislación de hospitales y de sociedades de
seguros médicos, leyes sobre protección de datos, legislación laboral e
industrial, legislación sobre seguridad en el trabajo, legislación sobre
Seguridad Social, legislación sobre asesoramiento familiar y tutela, etc., así
como normativas complementarias de modificación o corrección. Para algo tan
frágil como el compromiso ético personal, no sólo hay cada vez menos
espacio, sino también cada vez más riesgo de conflicto.
Por
el contrario, si la moral se fundara en la verdad sería la misma para todos
los individuos y para el Estado. La norma de conciencia y la norma jurídica
serían coherentes si cada uno tuviese la experiencia de que sus personales
decisiones de índole ética están en principio de acuerdo con lo que la
legislación pública estipula. La coherencia ético-jurídica sobre todo hace
menos necesarias las reglamentaciones públicas, pues las normas éticas que
vinculan a todos orientan, sin ahorrar la necesidad de tomarlas, tanto las
decisiones de conciencia del médico como la actividad legislativa. Tarea del
Estado sería la legitimación ética de las leyes, y el Derecho no obligaría
más que a lo que ya se encuentra éticamente obligado cada cual. Podría
renunciarse a tanta incontinencia reglamentista: menos conflictos y más
libertad para los médicos. La Constitución alemana, al menos según una
lectura literal del texto, está convencida de esto. Así, apela expresamente
a la "Ley Moral" (art. 2, párrafo 1) como una de las últimas
instancias para asegurar la libertad.
Con
todo, hoy por hoy es tabú una norma moral de observancia universal. Ésta ha
sido sacrificada a la autonomía de la conciencia. Y esa
"liberación" ha sido comprada con la sumisión a la razón
política de Estado. El hecho de que también haya caído en esa trampa la
clase médica se antoja especialmente dramático, ya que este colectivo
profesional encarnaba como ninguna otra corporación el valor incondicional y
la indisponibilidad de la vida humana en la conciencia social. Ahora los médicos,
en lugar de afirmarse como una corporación profesional libre con una ética
elevada, han devenido socialmente en meros mercaderes de servicios biotécnicos
a la carta. El médico, que aparecía
como un sujeto ético independiente, se ha tornado en simple auxiliar de la
voluntad ajena. En último término, y como no cambien las cosas, esto
significa abandonar a Hipócrates para abrazarse a Kevorkian.
Librarse
de la conciencia es someterse a la razón de Estado
Políticamente
se desea que las cosas discurran así. La demanda de prestaciones como el
aborto y la eutanasia, que se ha divulgado y seguirá haciéndolo por medio de
una hábil casuística bien escenificada, exige profesionales que se hallen
libres del vínculo de la conciencia médica. ¿Acaso no puede proveerse el
legislador, según sus preferencias, de una corporación profesional
competente desde el punto de vista biotécnico, que pueda ocuparse de los
negocios no médicos? Esto no es posible, y no lo es porque para ello se
necesita, hoy como ayer, de la proverbial confianza en la profesión médica,
la cual se sigue debiendo a la ética hipocrática, tan políticamente
"incorrecta" en nuestros días. De lo contrario, ¿por qué recurrir
a la cláusula médica en materia de aborto o de eutanasia (sea real, donde ya
existe, sea en teoría, donde por ahora sólo se discute)? ¿A qué viene,
pues, la voluntad política de poner en marcha la costosa maquinaria
legislativa –así en Holanda– por una cuestión marginal? (A un médico
normalmente situado quizá le llegue apenas una vez en toda su vida
profesional una petición de eutanasia).
La
ética de Hipócrates se ha opuesto a la corrupción, ya que comprometía a
los médicos en conciencia, y justo por ello Hipócrates está
"out". Hipócrates comprometió a los médicos de la Escuela de Kos
con un principio incondicional de conciencia: "No dispensaré a nadie un
tóxico mortal activo, incluso aunque me sea solicitado por el paciente;
tampoco daré a una mujer un medio abortivo".
Con
la frase "dispensaré un profundo respeto a toda vida humana desde la
concepción", se recuerda aún en este sentido hipocrático el juramento
de la Asociación Médica alemana
[2] que,
en todo caso, ya no se incluye formalmente en el ordenamiento profesional. La
Asociación de Médicos de Nordrhein suprimió esa frase del juramento citado
el 7.IX.1994. Según la nota del Rheinisches
Ärzteblatt
[3] ,
se trataba, con dicha supresión, de una "fórmula reelaborada con vistas
a la equiparación entre hombre y mujer". El código profesional de la
Sociedad Médica Alemana, sin embargo, mantiene, en su parágrafo 6º, que
"el médico está fundamentalmente obligado a defender la vida de los no
nacidos". Junto a ello se añade la siguiente frase: "El aborto se
rige por el ordenamiento legal". Cuando fue formulada, dicha proposición
no parecía presentar problema alguno. Se confiaba, parece, en la coherencia
entre Ética y Derecho: el aborto estaba penado legalmente. En 1993, cuando el
Estado lo permitió, no se eliminó el citado párrafo de la reglamentación
corporativa, con lo cual se sacrificó la ética profesional a la normativa
jurídico-política. Así se inició la autoinmolación de una corporación
libre.
Sólo
que aún debía tomarse en consideración la moral privada. Así decía el
tercer y último párrafo del art. 6: "El médico no puede ser obligado a
practicar un aborto". De este modo quedó acotado el margen de la
auto-obligación ética liberal: protección contra la coacción a la
inmoralidad pública. ¡Bondadosa ingenuidad! ¿Que oportunidades de
promoverse a jefe de servicio clínico se le presentarán al
"fundamentalista"? El "sistema" sabe depurarse a sí mismo
de opositores. Por ejemplo, en 1999, la ministra francesa de la Mujer, Martine
Aubry, de forma clara y expeditiva amenazaba a los objetores con frenar su
promoción. "El derecho al aborto" debería ser reclamable en todos
los hospitales de Francia
[4] .
Con tales antecedentes, tampoco se ve argumento alguno válido por el que un
hospital pudiera negar, llegado el caso, el llamado "derecho a la propia
muerte".
El
silencioso deslizamiento de la clase médica desde su exigente ética
profesional, basada en el compromiso de conciencia, hasta un pluralismo
integrado de representaciones axiológicas privadas es, como se dijo antes,
dramático, pues así se despide de la memoria cultural de la sociedad la más
importante garantía práctica de una conciencia de la "sacralidad"
de toda vida humana individual. Este drama se refleja en la desorientación de
las discusiones éticas actuales y, en concreto, no solamente de las que se
refieren al aborto y a la eutanasia, sino también, y no en menor grado, de
las relativas a medicina reproductiva, diagnóstico prenatal, tecnología genética
humana, terapia génica e investigación del genoma humano, cirugía de
trasplantes, economía de la salud, etc.
Sacralidad
de la vida: ¿éticamente fundada, o fundamento de la ética?
No
pocos bioéticos y teóricos del Derecho –así John Harris, Norbert Hoerster,
Georg Meggle, Peter Singer y, también cada vez más Dieter Birnbacher, por sólo
citar algunos– quieren hacernos creer que el principio de la dignidad –del
valor incondicionado, fundamental e indisponible de cada vida humana– se
deriva sólo de premisas dudosas, principalmente de prejuicios de tipo
"religioso", cuya superación haría más correcta nuestra ética y
más racional nuestra actuación. Pero esto no es así en modo alguno.
Ciertamente también hay razones de carácter religioso que justifican la
inviolable dignidad del individuo y la "sacralidad" de su vida. Pero
aún sin fundamentación religiosa alguna, la máxima del valor incondicionado
e indisponible de la vida humana continúa basada sobre cimientos sólidos,
cimientos que no han podido verse afectados por aquella crítica que a lo
mejor ni siquiera los ha percibido. Lo que sí es cierto es que la apreciación
de tales críticos según la cual la vida de un ser humano sólo posee un
valor relativo y, por ello, quizá disponible, no deriva de motivación
religiosa alguna. En todo caso, ello no hace más "racionales" sus
apreciaciones.
En
absoluto se da en los autores citados una fundamentación auténtica –y, por
tanto, una razón verdadera– de que la vida de un ser humano sólo posea un
valor relativo. Ahora bien, el fundamento racional en el que se basa el
principio del valor indisponible e incondicionado de la vida humana no estriba
en unas premisas de las que dicho principio se deriva lógicamente, sino en
una experiencia humana e histórica primordial: solamente si nos comportamos
con el ser humano de ese modo, tal como lo exige el mencionado principio, se
produce algo parecido a una Ética convincente, coherente y atractiva para los
seres humanos. Investigando los criterios para valorar la vida humana, Anselm
Winfried Müller concluye que su valor incondicionado no se halla
racionalmente fundado, sino que más bien es el reconocimiento de ese valor
incondicionado lo que constituye precisamente el fundamento de todos los
valores éticos y la medida de su exactitud
[5] .
Lo que ocurre es que los llamados críticos no reconocen tal valor
incondicional. Una ética que supone disponible la vida de un ser humano
inocente, pierde la base sobre la que se apoya. No fundamenta una moral, sino
que más bien la liquida. Lo mismo que liquida el Estado de Derecho un
legislador que deja de hacerse responsable de la defensa de los sujetos de
derecho.
De
los derechos humanos declarados desde la Revolución Francesa cabe decir que
no admiten una fundamentación puramente racional. Por eso han sido declarados
como tales. Y esto se hizo sin recurrir a razones de carácter metafísico
o a convicciones religiosas, frecuentemente incluso de intención opuesta. Por
sí solas, las experiencias humanas e históricas de sus violaciones han
conducido a formular tales derechos y a proclamarlos. No es que exista una
presión derivada de la lógica para reconocerlos. En cualquier caso, opina
A.W. Müller, no habría motivo para iniciar nuevas discusiones que
replantearan, por ejemplo, si se vuelve a permitir en ciertas circunstancias
la esclavitud, o si habría que prescindir de la prohibición absoluta de la
tortura, o incluso si no sería bueno aprobar eventualmente la práctica del
sexo con niños. No es casual que Peter Singer –uno de los portavoces de
esos críticos de la sacralidad de la vida humana– niegue la especial
dignidad del hombre, con lo cual liquida también todo atisbo de derecho
humano. De acuerdo con su postura, se trata de puros privilegios-pretensiones
de la especie humana, que discrimina a los otros animales. (Así, plantea el
"especieísmo" o prejuicio de especie como algo análogo al racismo,
por el cual los pertenecientes a una raza discriminan a las demás).
Lo
que a modo de ejemplo se intenta demostrar acerca de la esclavitud, la tortura
o el sexo con niños, es que es bueno que dichas aberraciones sigan siendo tabú
y que no se discuta sobre ellas. Y la cuestión sobre si habría que
discutirlo es ya eminentemente ética. En relación al estado de la discusión
actual ético-científica sobre la prohibición de matar, fue significativa la
controversia que tuvo lugar en 1998 entre dos sociedades filosóficas. Con
motivo de su Simposio sobre Ética Aplicada, la Sociedad austríaca Ludwig
Wittgenstein no había invitado al grupo de los críticos opuestos a la
indisponibilidad absoluta de la vida humana. Esta Sociedad recibió, en abril
de 1998, una carta de protesta de seis renombrados miembros de la Asociación
alemana de Filosofía Analítica, que rechazaban "cualquier restricción
a la libre discusión científica" y acusaban a sus colegas austríacos
de la "sistemática exclusión de todo un sector de la comunidad científica",
lo que suponía, según ellos, "un acto de sumisión a los enemigos de la
libertad científica". A ello respondió, con notable serenidad, la junta
directiva de la citada Sociedad austríaca Ludwig Wittgenstein, el 13.V.1998,
afirmando que los argumentos esgrimidos por la Sociedad de Filosofía Analítica
no merecían ser considerados.
Esa
respuesta podría entenderse como un episodio positivo, aunque aislado, de una
madurez meta-ética que todavía recuerda que toda postura ética está basada
en una convicción acerca de la verdad ontológica o en una determinada
cosmovisión. Por eso, en el caso anterior, los mencionados argumentos de la
Sociedad de Filosofía Analítica se antojaban a la Sociedad Wittgenstein
carentes de validez, puesto que se consideraron inaceptables los supuestos
previos esgrimidos como fundamento.
La
ontología decide sobre la ética
La
consistencia de una reflexión ética no puede juzgarse más que por la
convicción de la verdad ontológica o la interpretación de la realidad según
la correspondiente antropología en la que se fundamenta. Sin embargo, vistas
las condiciones del pluralismo axiológico dominante, el así llamado discurso
ético público ha de renunciar a la crítica de los supuestos previos de carácter
ontológico o, según el caso, de signo ideológico, de quienes toman parte en
la discusión, supuestos que determinan la imagen antropológica respectiva.
El discurso, se dice, debe conducirse de una manera "puramente científica":
debe entenderse sin condiciones previas, en especial, libre de
"autoridades ajenas", entendiendo por tales las argumentaciones de
carácter metafísico y, por supuesto, las de índole religiosa o las
fijaciones de apariencia ideológica. La "fundamentación autónoma de la
moral" resulta ser el sello de validez que figura en la invitación al
citado discurso, cuyo reglamento pluralista dispone que los participantes en
el mismo respeten las diversas opiniones alternativas sobre lo que es
verdadero o falso y bueno o malo. De este modo, la reflexión ética de cada
participante –caso de que ésta llegue a tener lugar– debe anteceder al
propio discurso.
El
tan apreciado consenso constituye el objetivo del discurso o, como sucedáneo
de éste, el compromiso, o bien, en caso de emergencia, la mayoría, de suerte
que tal discurso ético se convertirá en un debate político sobre lo que
debería valer jurídicamente, y sobre aquello a lo que convendría abrir
camino; un debate que privilegia a quienes mejor pueden escenificar públicamente
su liberación de reparos religiosos, metafísicos o ideológicos. De ahí que
en una cultura como la nuestra, impregnada por una imagen científica y técnica
del mundo, la dirección del procedimiento ético-discursivo recaiga
inevitablemente en los defensores de una visión del mundo según la cual más
allá de los hechos observables, experimentables y factorializables no existe
nada real y, por tanto, tampoco nada por saber. En este sentido hay que
concluir que de la pura facticidad empírica y de la sola racionalidad no cabe
deducir deber (Sollen) ético
alguno. En el lugar de la ética –y en todo caso bajo este nombre– se sitúa
correlativamente el cálculo hecho bajo las expectativas del mayor beneficio
probable. Y para alcanzarlo –frecuentemente bastará la simple intención–
se permite por principio cualquier medio, con tal que su aplicación rinda con
vistas al efecto deseable. La instancia ante la que el consecuencialista
responde es el progreso. De ahí que el consecuencialismo posee el crédito
que confiere una ética acomodaticia, adecuada a una visión naturalista y técnica
del mundo, así como el éxito de una supuesta fundamentación moral autónoma.
El
mismo postulado de la liberación de presupuestos religiosos o metafísicos en
el citado discurso se basa, pues, en un supuesto previo de carácter metafísico:
justamente en el convencimiento de que más allá de la racionalidad y de la
facticidad científico-positiva no existe realidad alguna que merezca
consideración. Se trata, pues, de un mero dogma: el credo cientifista.
Gracias al mito imperante de la necesaria optimización del mundo a través de
la simple evaluación o cálculo humano, el cientifismo se permite afirmar con
pretensión dogmática, incluso en medio del pluralismo y relativismo
generalizado, un valor de carácter absoluto: el valor de la cientificidad
libre de todo supuesto previo. Pero observando la cuestión más
detenidamente, este confesionalismo científico apenas se reduce a la fe en
una colección de reglas procedimentales para la adquisición formal de un
saber serio sobre hechos empíricos. Es decisivo, sin embargo, que el
cientifismo haya declarado ese
saber desde un punto de vista metafísico exclusivo.
Naturalmente,
a veces los consecuencialistas coinciden en las Comisiones deontológicas con
especialistas en ética que defienden el carácter incondicional de los
derechos humanos, que hablan de los Diez Mandamientos o que propugnan el
Derecho Natural. Por su parte, éstos están convencidos de la existencia de
una verdadera naturaleza humana, o de un determinado modo de ser del hombre,
al cual siempre debe adecuarse la comisión u omisión de acciones. Además de
estos, tenemos que añadir los escépticos agnósticos, que conceden que puede
haber significados más profundos de la realidad conocida, pero consideran la
esencia de las cosas y del hombre como no accesible al conocimiento humano.
Advierten que en toda acción u omisión habrá que conducirse con suma
precaución, imponiéndose la permanente elección del mal menor
[6] .
Tenemos, así, tres visiones del mundo y del hombre distintas: el disenso ético
está servido y programado.
En
relación a las cuestiones "duras" sobre el carácter incondicionado
o condicionado de la prohibición de matar, se desarrolla hoy una lucha por el
poder entre las diferentes creencias, lucha que se manifiesta ostensiblemente
en la teoría y la praxis de la medicina reproductiva
[7] ,
en la protección del embrión, en la investigación sobre células madre
embrionarias, en la clonación, en el aborto, en la muerte pre o postnatal del
niño (que Peter Singer no rechaza de manera absoluta), en la eutanasia, etc.
Pero también en los temas más "blandos" del día a día médico se
establecen posturas distintas acerca del diagnóstico prenatal, la medicina
intensiva, los cuidados paliativos, la cirugía de trasplantes, la investigación
terapéutico-experimental, en especial cuando se trata de candidatos incapaces
de dar su consentimiento, etc. En estas áreas las posiciones suelen ser menos
opuestas. Alguna vez los frentes discurren –tanto en la literatura del
discurso como en las Comisiones de Ética– buscando acuerdos generales o
compromisos en cuestiones particulares, constituyéndose coaliciones
cambiantes.
Prisioneros
del pluralismo axiológico
¿Cómo
superar el disenso? ¿Por vía judicial? Como no podía esperarse otra cosa,
la incertidumbre también llega a la opinión pública. Cada vez es más
frecuente acudir a los Tribunales, sobre todo para hacer valer demandas de
responsabilidad por falta de suficiente información, e incluso para reclamar
por el nacimiento de un niño con deformaciones físicas, o acaso para dirimir
el derecho de custodia y tutela. En este sentido se pronunció el Alto
Tribunal de Frankfurt, en 1998, sobre la legalidad de la no continuación de
la alimentación artificial en el caso de una enferma en coma irreversible,
cuando sobre lo que realmente había que decidir era sobre si el testimonio
acerca del presunto consentimiento de la paciente, tomado por su hija, que le
cuidaba, precisaba o no de una concesión de tutela por resolución judicial
[8] .
Sin
duda, una causa frecuente por la que en Alemania se acude a los Tribunales es
la repetida apelación al Tribunal Constitucional en la legislación relativa
al aborto. Hay que destacar la sentencia del Alto Tribunal de 25.V.1993, que
suministró los dos argumentos que mejor muestran cómo una resolución
judicial no contribuye a zanjar el disenso ético. Por un lado, esta sentencia
pretendía terminar con una disputa de carácter jurídico-político. La
diferencia sigue siendo hoy muy poco clara, pues el mismo discurso bioético
ha asumido, ya desde hace tiempo, el carácter de un debate jurídico-político.
Por otra parte, los legisladores, así como la jurisprudencia del derecho en
su conjunto y, consiguientemente los Tribunales, siguen cada vez más y de
manera inevitable la corriente principal del discurso ético
"pluralista". Ilustran este contexto la citada sentencia del
Tribunal Constitucional, apenas conciliable con la nítida doctrina de la
Constitución alemana, así como la debilidad de su argumentación. Otro
argumento contra el recurso a los Tribunales para dirimir el disenso ético
consiste en que un caso individual con sentencia judicial firme pueda servir
para resolver otros casos que posiblemente sean muy distintos, como fácilmente
se puede imaginar con el ya citado de la paciente de 85 años con infarto
cerebral agudo y con un coma profundo de meses, visto por el Tribunal Superior
de Frankfurt, que sentó jurisprudencia en la Administración de Justicia.
Para
tratar de superar el dilema del discurso ético pluralista, en numerosas
ocasiones se intentó extraer de las tradiciones de la Medicina, del
desarrollo sociocultural y de los usos vigentes algunos criterios que, en lo
posible, resultaran poco cuestionables como principios orientadores del
ejercicio médico, e hicieran inútiles en la práctica las profundas
controversias existentes. Más en concreto: el principio de la autodeterminación
del paciente surge del desarrollo sociocultural. Debe intentarse, por tanto,
que el tratamiento y cuidado del enfermo no deje de tenerle en cuenta; hacer,
de común acuerdo con él, lo que corresponde al deseo más razonable. La
insistencia en la autonomía del paciente parecía lo más apropiado para
fomentar una cultura de comunicación y de confiada relación entre médico y
paciente, poniendo de paso barreras a la arbitrariedad del médico. El
necesario y exigible consentimiento del paciente supone, en todo caso, que éste
comprenda la situación en la que se ha de decidir, lo que implica igualmente
una información más abundante y suficiente sobre diagnóstico, pronóstico,
alternativas terapéuticas y riesgos. En forma abreviada: "informed
consent" o consentimiento informado. Así, erigida en principio
independiente y disperso entre reclamaciones jurídicas, la autonomía del
paciente muestra también su reverso favoreciendo la aparición de problemas
que en teoría debiera resolver.
Podría
haber resultado práctico, por ejemplo, para justificar el principio de
autonomía del paciente, presentar la conducta médica en el pasado como
exagerada al no haber girado tanto en torno al paciente como en relación a
los médicos. El principio opuesto, o "principio de la asistencia",
propio de la ética hipocrática –y, por consiguiente, esta ética también–
ha sido rechazado y denunciado como "paternalista". Así pues, el
derecho a la autodeterminación del paciente y, de paso también, la
responsabilidad civil, obligan al médico a una información tal que no pocos
enfermos son incapaces de soportar en su precaria situación. El médico ha de
cumplir también su deber en esa situación, y lo puede hacer con más o menos
comprensión y tacto. Además, la autonomía del paciente se manifiesta aquí,
en bastantes ocasiones, como un principio manifiestamente cruel. Sobre todo el
"informed consent" exigido deviene problemático en el momento en
que el paciente se halla en coma o mentalmente débil, es decir, sin capacidad
para el consentimiento, siendo entonces determinante su "voluntad
presunta". No resulta extraño, por tanto, que en nuestros días la
voluntad del paciente se considere frecuentemente tan decisiva que pueda
incluso eludir el propio examen de conciencia ético del médico, haciéndolo
innecesario. Por otra parte, éste deberá ajustar su proceder de modo que lo
que ha considerado como bueno en un caso pueda serlo también en otro.
Así,
en Holanda, la muerte a petición se fundamenta en la autodeterminación del
paciente, pero en un 20% de los casos de eutanasia producidos allí, éste no
ha solicitado su muerte, ni la ha consentido libremente. Quizás carecía de
capacidad en esos momentos para un libre consentimiento; pero sí parece haber
estado seguro el médico de que, en caso de tener plena capacidad, el paciente
hubiera deseado la inyección letal.
El
suicidio se juzga, cada vez más, como una respetable opción individual.
Donde la ayuda al suicidio no representa hecho punible alguno, cada vez
resulta más difícil poder mantener una condena en caso de muerte a petición;
así, el juego de Jack Kevorkian, a quien se ha adjudicado el apodo de Doctor
Muerte, se ha recreado hasta el paroxismo en presentar al público una
justicia perpleja, precisamente porque acercó cada vez más el umbral que
separa la colaboración al suicidio del homicidio llegando, en la práctica, a
la frontera de la indefinición. Sólo cuando Kevorkian ya no pudo mantener su
juego y sobrepasó públicamente la frontera cayó en poder de la justicia.
La
primacía de un único principio formal, en este caso la autonomía del
paciente, deja como huella una especie de malestar extremo, toda vez que
inevitablemente se concibe en oposición a otro, concretamente al principio de
la asistencia, que debe desplazarlo, y efectivamente lo desplaza. Junto al
principio de autonomía, Beauchamp y Childress establecieron otros como el de
inexistencia de perjuicio (non-maleficience,
según el lema médico tradicional del nil
nocere), el de beneficencia (beneficience,
como impulso fundamental en la actuación o profesión médica, es decir, el
deseo de ayudar), y el de justicia (entendida específicamente como fairness,
equidad). Cuatro principios que nos permiten indudablemente un examen más
diferenciado del caso particular. Sin embargo, también producen nuevos
problemas como el de interpretar lo que cada principio exige en la aplicación
a un caso concreto, así como el de ponderar qué principio tiene prioridad en
su aplicación al caso de conflicto y cuál de ellos debe inhibirse. Según
estos autores, en la práctica también se privilegia aquí el principio de
autonomía
[9] .
Como
sustituto de la reflexión ética seria, que exigiría unos parámetros
antropológicos comunes, para orientar la praxis el discurso
"pluralista" ofrece una serie de principios prima
facie. Ese bienintencionado propósito no debe tener muchas perspectivas
de éxito cuando las posturas básicas difieren cada vez más en el discurso
ético. Cada vez se precisan brazos más largos para sostener los puntos
opuestos, que están produciendo inseguridad en los pacientes, a la vez que la
desconfianza pública crece de día en día.
Competencia
en lugar de consenso mínimo
No
obstante, aquí también se nos ofrece una oportunidad. Hasta ahora el
pluralismo social dominante se ha visto inclinado de un modo demasiado parcial
hacia un consenso cada vez más limitado. Quizá ahora haya que considerarlo más
bien como un desafío para ponderar qué tipo de práctica médica es más
exigente desde el punto de vista ético. Precisamente en el campo de la técnica
–en el que resultan claves conceptos como el de "certificación de
calidad" o "gestión de calidad"– se da una competencia
creciente que, como es lógico, hay que dominar. Pero la rivalidad por obtener
mayor confianza del paciente (algo inmediato), así como por lograr un mayor
prestigio público (algo mediato), apenas parece percibirse hoy como una
oportunidad real.
Mas,
¿cómo se logra la confianza? Si se plantea así, de un modo teleológico-pragmático,
la cuestión queda falseada. El problema no es qué tiene que hacer el médico
para ganar la confianza del paciente, sino qué hace un médico, o mejor, cuál
es la característica que hace al médico acreedor de una confianza sin
reservas por parte de los pacientes. Aristóteles hubiera contestado: el
ejercicio de la virtud o, mejor todavía: el ser virtuoso. Sin hacerse
ilusiones sobre la posibilidad actual de llegar a una ética de las virtudes,
el Dr. Pellegrino ya había indicado hace años las oportunidades del trato
personal, que continúa siendo el núcleo central de la relación médico-paciente
[10] .
Desde luego, este no es el momento para desarrollar una ética de las
virtudes, pero por ejemplo Alasdair McIntyre, a quien cita Pellegrino, le
concede grandes perspectivas de futuro con la mirada puesta en una "forma
local de comunidad en la que pueda mantenerse una estructura cívica,
espiritual y moral, aun en estos tiempos oscuros e inhóspitos que nos toca
vivir"
[11] .
Ciertamente,
también un hospital puede pensarse como una "comunidad local" u
oasis de este tipo, y no necesitaría, desde luego, temer la competencia del
mercado.
Pellegrino no desconoce ni las tribulaciones interiores ni la presión externa a las que se exponen aquellos que se atreven a romper con el "sistema" y que "tienen el valor de aceptar una división de la profesión médica que salta a la vista (…)" [12] . Una ética basada en la virtud es por sí misma –según Pellegrino– "elitista en el buen sentido de la palabra, porque los que la siguen exigen lo mejor de sí mismos, al contrario que la moral hoy dominante. Tal ética requiere la porción de entrega que ha impulsado a los mejores médicos de todos los tiempos, gracias a su espíritu humanista, a prestar servicios ejemplares. Aunque una sociedad pueda caer en auténticos abismos de vileza, los hombres virtuosos seguirán siendo siempre los guías que nos muestran el camino para recuperar la sensibilidad moral; así, los médicos virtuosos son el norte que señala el camino para recuperar una moral digna de fe para toda la profesión médica" [13] .
*
Título original: “Von Hippokrates zu Kevorkian: Wohin treibt das
Arztethos?”, en Imago Hominis (Quartalschrift
des Instituts für Medizinische Anthropologie und Bioethik. Wien),
Vol. VII/Nr. 1, 2000, pp. 49-58.
[1]
Der
Umgang mit dem Leben. Fortpflanzungsmedizin und Recht. Der
Bundesminister der Justiz informiert. Ed.:
Der Bundesminister der Justiz, Referat für Presse- und Öffentlichkeitsarbeit,
Bonn, 1987.
[2]
Deutsches
Ärzteblatt, 10.I.1994.
[3]
Rheinisches
Ärzteblatt, 15.X.1994.
[4]
S.
Kathpress, 17.XI.1999.
[5]
A.W.
Müller (1997) Tötung auf Verlangen.
Wohltat oder Untat?, Stuttgart, pp. 76-85.
[6]
Vid.
un análisis de las tres posturas en H. Thomas (1993) "Sind Handeln und
Unterlassen unterschiedlich legitimiert?”, Ethik
in der Medizin (Springer Verlag), nº 5, pp. 70-82.
[7]
Acerca
del disenso ético en medicina reproductiva y de la controversia sobre la
legislación alemana relativa a la defensa del embrión humano, vid. H.
Thomas (1990/91) "Ethik und Pluralismus finden keinen Reim. Die
Ethikdiskussion um Reproduktionsmedizin, Embryonenforschung und Gentherapie",
Scheidewege, Jahrgang 20, pp.
121-140. N.T.:
hay traducción castellana en Persona
y Bioética (Universidad de La Sabana, Colombia), II:6, febrero-mayo
1999, pp. 90-112.
[8]
Vid.
H. Thomas (1998) "Das Frankfurter Oberlandesgericht unterspült keinen
Damm", Zeitschrift für
Lebensrecht, 2, pp. 22-26.
[9]
Tom
L. Beauchamp - James F. Childress (1989) Principles
of Biomedical Ethics, New York, Oxford University Press.
[10]
Vid.
Edmund D. Pellegrino (1989) "Der tugendhafte Arzt und die Ethik der
Medizin", en H.-M. Sass (ed.) Medizin
und Ethik, Stuttgart, Reclam, p. 42.
[11]
A.
McIntyre (1987) Der Verlust der
Tugend, Frankfurt/New York, Campus; apud Pellegrino, p. 42 (nota 10).
[12]
Pellegrino,
p. 65 (nota 10).
[13]
Ibid.,
p. 64.