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Una
Semblanza de Edith Stein
Escrita
por su hermana Erna Biberstein-Stein
New York, 1949
Edith
era la más pequeña de los siete hermanos y la próxima a mí en edad. Nos
separaban escasamente dos años, y así fue natural que, desde la niñez y hasta
el tiempo de distanciarse externamente nuestros caminos, estuviéramos unidas la
una de la otra más que cualquiera de nuestros otros hermanos.
Su primera niñez coincidió en el tiempo en que nuestra madre sobrellevaba las
tareas más pesadas, tras la muerte repentina de nuestro padre. A causa de sus
cargas inevitables poco podía dedicarse a nosotras. Las dos "pequeñas"
estábamos acostumbradas a entendernos las dos solas y -al menos por las mañanas,
hasta que los mayores regresaban de la escuela- nos entreteníamos nosotras
solas.
Hasta donde conozco de las narraciones de mi padre, de mis hermanos y por
recuerdo personal, éramos bastante formales y raramente nos reñían. Pertenece
a los primeros recuerdos el que Paul, mi hermano mayor, pasease en brazos a
Edith por la habitación entonando canciones estudiantiles o que le mostrase las
ilustraciones de su historia de la literatura y pronunciase discursos de
Schiller, Goethe, etc. Tenía una memoria formidable y todo lo retenía. Muchos
de nuestros numerosos tíos y tías intentaban ensalzarla o se esforzaban,
equivocadamente, por hacerle creer que era "María Estuardo" de Goethe
o algo parecido. Esto constituyó un rotundo fracaso.
Desde los cuatro o cinco años comenzó a manifestar conocimientos de
literatura. Cuando entré yo en la escuela, se sintió terriblemente sola, tanto
que mi madre decidió internarla en un jardín de infancia. Pero esto fracasó
del todo. Se veía allí tan desoladamente infeliz, y aventajaba
intelectualmente todos los niños, que hubo que renunciar a ello.
Muy pronto comenzó a suplicar que se le permitiese ir a la escuela ya en otoño,
cuando el 12 de octubre cumpliese los seis años. Si bien era pequeña a todas
luces y no se le atribuían los seis años, el director de la escuela Victoria
de Breslau, escuela que ya habíamos frecuentado antes que ella las cuatro
hermanas, consintió en ceder a sus ruegos insistentes.
Y así comenzó su tiempo escolar en su sexto cumpleaños, el 12 de octubre de
1907. Puesto que no era usual por entonces comenzar el curso en otoño,
solamente permaneció en la clase inferior durante medio año. A pesar de ello,
ya en Navidad era una de las mejores alumnas. Era muy capaz y muy aplicada, así
como segura y de una energía férrea. No obstante nunca fue mala amiga, sino
que siempre fue una excelente compañera pronta a ayudar.
Durante todo el tiempo escolar obtuvo resultados brillantes. Todos nosotros
aceptábamos como natural el hecho de que, al igual que yo, después de acabar
la escuela femenina, terminara los cursos de bachillerato en la escuela
Victoria, para así poder acceder a una carrera. Sin embargo, nos sorprendió su
decisión de dejar la escuela. Como todavía era muy pequeña y delicada, mi
padre cedió y la envió, en parte por descanso, en parte para ayudar a casa de
mi hermana Else, que estaba casada en Hamburg y que tenía tres niños pequeños.
Allí, permaneció ocho meses, cumpliendo con su deber escrupulosa e
incansablemente, no obstante atraerle las tareas domésticas. Cuando mi madre la
visitó después de seis meses, apenas si la reconoció. Había crecido muchísimo
y parecía plenamente madura. En esta ocasión confió a mi madre que había
cambiado de parecer y que deseaba regresar a la escuela para poder seguir
estudiando. Regresó a Breslau; se preparó en latín y matemáticas con la
ayuda de dos estudiantes para pasar a la secundaria y superó brillantemente el
examen de admisión.
El resto del tiempo escolar no supuso ninguna sorpresa. Como siempre estuvo en
los primeros puestos de la clase, librándose al final del examen oral de
bachillerato. A la par que en la escuela, tomaba parte activa en todas nuestras
diversiones con los compañeros. Nunca fue una aguafiestas. Se le podían
confiar todas las cuitas y todos los secretos; estaba siempre dispuesta a
aconsejar y ayudar, y todo era bien recibido por ella. Los años universitarios
(yo había comenzado a estudiar medicina en 1909) fueron para nosotras tiempo de
trabajo serio, pero también de estupendo compañerismo. Habíamos formado un
grupo de ambos sexos con los que pasábamos nuestras horas libres y las
vacaciones en gran libertad y sin prejuicios, dadas las condiciones de aquellos
tiempos. Manteníamos discusiones sobre temas científicos y sociales en amplios
y reducidos círculos de amigos. Edith era entre todas la más competente a
causa de su lógica imperturbable y de su amplio conocimiento de cuestiones
literarias y filosóficas. En el transcurso de nuestras vacaciones realizábamos
viajes a la montaña y allí nos sentíamos animados a vivir a plenitud y para
forjar proyectos.
Cuando más tarde se fue a Göttingen con una de nuestras amigas comunes, Rose
Guttman, para estudiar historia y filosofía, allí también conquistó nuevos
amigos, que le permanecerían fieles por su vida. Pero nuestro antiguo círculo
la mantuvo inalterable y ella le conservó la fidelidad primera. Después de
nuestro examen de estado de medicina decidimos, mi entonces amigo y ahora marido
y yo, visitar a Edith y Rose en Göttingen. Aquellos días fueron inolvidables,
de hermosas excursiones y alegres momentos, en los que ella trató de enseñarnos
lo mejor de su querida Göttingen y de sus entornos encantadores. Al final
llevamos un paseo muy bonito por el Harz.
Esto sucedía en la primavera de 1914. Poco después de mi vuelta a Breslau,
inicié mi trabajo de asistente, que sería interrumpido por el estallido de la
guerra. Pero únicamente cambió mi actividad por el hecho de que me fui a otra
clínica, mientras que Edith se sintió en la obligación de interrumpir sus
estudios y se fue como ayudante voluntaria de la Cruz Roja a un hospital militar
en Märish-Weisskirchen. También allí, como en todas partes, trabajó con toda
el alma, siendo estimada tanto por los heridos como por las compañeras y
superiores. También aquí la visité durante mi primer permiso de guerra,
pasando dos semanas con ella.
Cuando en 1916 se fue a Freiburg para ser asistente privada de su profesor de Göttingen,
Husserl, dos de las antiguas amigas, Rose Guttman y Lilli Platau, y yo (me había
ido como asistente a Berlín) decidimos pasar nuestras vacaciones del verano de
1917 en la Selva Negra con ella. De este tiempo conservo un recuerdo luminoso, a
pesar de que todas padecíamos la presión de la guerra y de que la dieta algo
escasa habría podido menoscabar nuestro humor. Paseábamos, leíamos juntas y
estábamos siempre extraordinariamente contentas. Al año siguiente yo regresaría
a Breslau, y esta vez tuve que emprender sola mi viaje de vacaciones. No pude
planear nada mejor que volver a visitar a Edith. Estuvimos en Freiburg, y desde
allí realizábamos toda clase de excursiones, leíamos juntas y planeábamos
nuestro futuro.
Cuando en 1920 me casé con mi compañero de estudios Hans Biberstein, Edith
estuvo presente en la boda y compuso hermosas poesías para todas las sobrinas y
sobrinos. En ellas revivían las experiencias más placenteras de nuestros años
estudiantiles y de nuestra infancia. Era entonces profesora en el colegio
religioso de Speyer pero pasaba todas las vacaciones en Breslau.
En setiembre de 1921 nació nuestra primera hija, Susanne, y Edith, que
precisamente se encontraba en casa, me atendió en forma enternecedora. Por
cierto, una densa sombra se cernió sobre este tiempo, tan feliz por otra parte;
me confió la decisión de convertirse al catolicismo y me rogó que se lo
comunicase a nuestra madre. Yo sabía que ésta era una de las más difíciles
tareas a las que me había tenido que enfrentar. A pesar de la comprensión de
mi madre y de la libertad que en todo había dejado a sus hijos, esta decisión
significaba un duro golpe para quien era una auténtica creyente judía y
consideraba como apostasía el que Edith aceptase otra religión. También a
nosotros nos resultó difícil, pero teníamos tanta confianza en el
convencimiento interior de Edith, que aceptamos su paso muy a pesar nuestro,
después de haber intentado vanamente disuadirla por causa de nuestra madre.
Incluso después de su conversión continuó viniendo regularmente a casa. Me
atendió nuevamente en el nacimiento de nuestro hijo Ernst Ludwing, y amaba cariñosamente
a nuestros hijos, como al resto de todos los sobrinos y sobrinas; de igual
manera fue amada y adorada por ellos. Recuerdo muy especialmente con cuanta
frecuencia, mientras ella trabajaba en su cuarto, tenía a los niños con ella,
cómo los entretenía con cualquier libro y lo muy felices y contentos que ellos
se sentían a su lado.
Cuando en 1933 tuvo que dejar Edith su puesto de enseñante en la Academia Católica
de Münster a causa de su ascendencia judía, vino de nuevo a casa. También fui
yo ahora la confidente de su decisión de entrar en el convento de las
Carmelitas de Colonia. Las semanas que siguieron fueron muy difíciles para
todos nosotros. Mi madre estaba, con razón, desesperada, y nunca llegó a
superar este sufrimiento. Asimismo, esta vez la despedida era para nosotros
mucho más dolorosa aunque Edith no quería admitirlo y desde el convento
compartió sin merma el antiguo amor y la vinculación con inalterable interés.
En 1939, cuando seguí con mis hijos a mi marido a América, manifestó agrado
de que la visitásemos en Echt, adonde se había trasladado. Pero nosotros teníamos
un boleto para Hamburgo, y además la frontera holandesa era muy incómoda. Por
todo ello preferimos no hacerlo. En lo sucesivo, nos mantuvimos unidas por
correspondencia y, en cierta manera, por entonces yo estaba tranquila con que
ella estuviese segura en la paz de convento frente a la persecución de Hitler,
al igual que mi hermana Rosa, que por mediación de Edith había encontrado
refugio en Echt.
Por desgracia, esta confianza no estaba justificada. Los nazis no se detuvieron
ante el convento, sino que deportaron a mis dos hermanas el 2 de agosto de 1942.
Desde entonces ha desaparecido todo rastro de las mismas.