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Einstein y Dios

Por Richard Capra

 

En 1905 Albert Einstein, un judío alemán de 26 años, publica un trabajo titulado “Acerca de la electrodinámica de los cuerpos en movimiento”, en el que se contenía la que más tarde se conocería como Teoría Especial de la Relatividad. La Física de Newton, el más grande científico de la Historia, fundada en la geometría euclidiana y los conceptos de tiempo ansoluto de Galileo no era tan exacta como se había creído. Einsten descubre que el espacio y el tiempo son términos de medición relativos. Einstein en 1907 publica una demostración de que E = mc2. Esta fórmula que a cualquier persona ajena a la investigación de las ciencias físicas parece no sólo de sencillez extrema sino absolutamente inofensiva es el punto de partida para la carrera hacia la bomba A. Había comenzado una nueva y grandiosa aventura del pensamiento.

Pero Einstein no se fió de las dos primeras rigurosas pruebas de su teoría, a pesar de que eran cientificamente concluyentes: había que comprobar empíricamente que el efecto previsto en su teoría, existía de hecho en la realidad. Einstein estaba convencido de que todo efecto tiene una causa, y que puesta cierta causa se sigue cierto efecto. Estaba seguro de que, por muchas que fuesen las coincidencias de la experimentación con su teoría, una sola discrepancia bastaría para dar al traste con sus predicciones y convertir su teoría en un argumento insostenible.

Como observa Paul Johnson, la de Einstein era una actitud completamente distinta del dogmatismo de Marx, Freud y Adler, que trataron de meter con calzador -sin conseguirlo- la realidad en sus teorías.

El más breve resumen del propio Einstein sobre la Teoría de la Relatividad es la siguiente: “no hay movimiento absoluto”; ¡el movimiento en el universo es curvilíneo!. De pronto pareció al mundo que nada era seguro en el movimiento de las esferas. La conmoción en el ámbito de la ciencia experimental era lógica: varios siglos de creencias científicas se venían abajo. En 1919 Einstein es una figura mundial que gravita más sobre la Humanidad que los estadistas y guerreros.

Lo que Einstein vio con estupor fue que, en 1920, de la idea de la relatividad del espacio y del tiempo -magnitudes físicas- se había concluido, quién sabe por qué misteriosos paralogismos, ¡que no había ningún valor absoluto! ¡que no existían el bien ni el mal! ¡que no había manera de estar ciertos de cosa alguna! Se había confundido la relatividad del movimiento con el relativismo filosófico y ético. La Física con la Metafísica, la Gnoseología y la Etica.

Un sentencia común llegó a ser ésta: Einstein ha demostrado que la verdad no existe; el bien y el mal son una invención de mentes engañadas por la apariencia de los fenómenos.

Nada más lejano a la mente del físico genial. Aturdido, el 9 de septiembre de 1920 escribe a su colega Max Born: “Como el hombre del cuento de hadas que convertía en oro todo lo que tocaba, en mi caso todo se convierte en escándalo periodístico”. Einstein, señala Paul Johnson, no era un judío practicante, pero sí un hombre que reconocía la existencia de un Dios y la existencia de normas absolutas del bien y el mal. Incluso en el ámbito físico le repugnaba el principio de indeterminación de la mecánica cuántica. “Usted -le escribió a Born- cree en un Dios que juega a los dados, y yo creo en la ley y el orden totales en un mundo que existe objetivamente y que, de un modo absurdamente especulativo intento aprehender. Yo creo firmemente, pero abrigo la esperanza de que alguien descubrirá un modo más realista o más bien una base más concreta que la que me ha tocado en suerte hallar”.

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