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Cristianismo: 
Llamada a la felicidad

César Izquierdo - José-Miguel Odero
Profesores de Tª Fundamental
Facultad de Teología
Universidad de Navarra

 

¿Cómo perciben hoy los hombres la relación entre el Cristianismo, religión de la "Buena Nueva", y la felicidad? ¿Cómo aceptan la promesa cristiana de una felicidad eterna con Dios? ¿La consideran como una sustitución ilusoria de la felicidad terrestre o como la respuesta auténtica a las aspiraciones a la felicidad, incluso en este mundo?

Como escribió Pascal: "La grandeza del hombre está en reconocerse miserable. Un árbol no se reconoce miserable" (Pensées, n. 397). Pascal relaciona esa miseria con la experiencia de la propia vanidad, de la inconstancia, del cansancio y de la disipación; pero, sobre todo, con la triste experiencia de la concupiscencia y del orgullo.

El hombre se siente miserable porque constata a menudo una profunda insatisfacción que nace del contraste entre el reconocimiento de sus limitaciones y unas ansias infinitas de felicidad y de perfección que hunden sus raíces en el propio corazón. Ese descontento que acompaña la autoconciencia de limitación hace del hombre un ser paradójico: "la grandeza del hombre —escribía el mismo Pascal— consiste en que él se trasciende infinitamente a sí mismo" (Pensées, n. 434). El hombre es un ser que se autotrasciende.

Forma parte de la experiencia natural del hombre la vivencia de una exigencia última, el deseo de una perfección humanamente imposible pero que se impone como absolutamente necesaria en la experiencia de la praxis humana, sobre todo en la experiencia moral y religiosa.

M. Blondel ha estudiado las dimensiones de la vida humana donde aflora la conciencia de insuficiencia radical: en el deseo de armonía entre el hombre y el universo material; en el ideal de una vida espiritual en plenitud; en la aspiración de realizarse a través del amor a los demás —la familia, la sociedad, la humanidad entera— y de superar los límites de tiempo y espacio.

Debido a esta situación existencial, la revelación predicada al hombre desde fuera le resulta sin embargo muy familiar, porque es reveladora de los oscuros anhelos experimentados por el corazón, anhelos que sólo en la revelación encuentran respuesta satisfactoria. Por esos anhelos el hombre que escucha la Palabra puede tomar en serio el Evangelio, como ha afirmado Juan Pablo II, (Audiencia general, 3.IV.1985)

La apertura a lo trascendente que es propia de la experiencia humana cuaja ordinariamente en la vida religiosa. La actividad religiosa natural despierta aún más exacerbadamente el anhelo humano de trascendencia, sin poder satisfacerlo plenamente.

La experiencia humana —en especial la experiencia religiosa— hace al hombre consciente de su propia inconsistencia, porque el hombre se reconoce confusamente en la experiencia como existencia dirigida a un fin sobrenatural, a un ideal de perfección que él no puede darse a sí mismo y que, sin embargo, desea con todas sus fuerzas.

La experiencia del pecado y de la miseria que el pecado arrastra consigo, es, por contraste, un acicate del deseo de felicidad, un elemento que subraya la deseabilidad de la revelación.

Pero, por otra parte, el pecado y el fomes peccati (la ignorancia y la malicia) colocan al hombre en la situación lamentable del enfermo al que, en parte, repugna la medicina que puede curarlo. En el hombre caído se incuban, junto al deseo de felicidad, gérmenes de autosuficiencia y malas disposiciones que contrarían la fe.

La fe, en cuanto es auténtico acto humano, se inserta dentro del ejercicio de la vida moral. Tras el auditus fidei —la noticia sobre la revelación divina—, la respuesta del hombre a Dios que se revela está condicionada por la situación moral del oyente de la Palabra.

¿Cuál es esta situación moral del hombre? La naturaleza humana está constitutivamente finalizada hacia Dios. El conocimiento y amor de Dios constituye el fin natural del hombre; además, éste es llamado a una comunión sobrenatural y más íntima con Dios, a la filiación divina.

El deseo de felicidad es el impulso radical hacia Dios que mueve toda la vida del espíritu y el fundamento de la dinámica de la fe. La presión de este deseo sobre el entendimiento —iluminado por la gracia— cuaja en el deseo de la fe.

Hay que considerar que, si Dios se revela al hombre, si se autocomunica a él de alguna manera para hacer posible su bienaventuranza, el bien del hombre será adherirse a Dios: acogerle como quien es, confiar en su Palabra, prestar obediencia a Dios que se revela con el homenaje de la adhesión de su voluntad y de su entendimiento. Esta adhesión será percibida como bien honesto radical, como un deber moral primario, como medio necesario para alcanzar la felicidad. Así lo expresa la Escritura: (Ps 72,23-28).

Ante la palabra de salvación del Evangelio la conciencia ve que es buena la disposición de apertura, de acogida agradecida, de sumisión confiada y absoluta. Pero, como la felicidad prometida es un bien lejano, a pesar de su incomparable atractivo el hombre no es atraído necesariamente hacia ella, sino que permanece libre de acoger o no la revelación. El acto libre por el cual el hombre se decide a creer es la elección de la fe.

Ciertamente el individuo puede estimular un loco deseo de rebeldía (de autonomía desordenada), junto con el hastío por los bienes espirituales y el embotamiento de la conciencia moral — frutos todos ellos del pecado original—, y así debilitar la eficacia del deseo de felicidad a través de mecanismos psicológicos de distracción y ofuscación. De esta forma es como se incuban las actitudes de cerrazón, de disgusto y de repulsa ante los requerimientos de Dios que revela.

Pero en muchos hombres, por encima de los aspectos arduos de la conversión, se va imponiendo la verdad de que la fe en Dios es un gran bien, un bien decisivo en la existencia humana y un deber. Simultáneamente se deshacen los prejuicios de rebeldía que apartaban de la fe. En esta fase de la preparación a la fe, el hombre, amante de un Dios aún lejano, le busca para dirigirse a él y ser feliz: (Am 5,4). Quien ha sido llamado a la fe oye la voz atractiva del Buen Pastor (Ioh 10,27), una voz que despierta misteriosos resortes del corazón humano.

Así pues, la dinámica psicológica que orienta al hombre hacia Dios (deseo de la felicidad) es el componente antropológico fundamental que entra en la génesis de la fe. Ese amor insaciable que tiende a un objeto infinito se explicita, excitado por la gracia, en un deseo práctico de buscar al Dios vivo y adherirse al Bien increado. Cuando se debilita o desatiende este amor, el hombre está como sordo ante Dios que habla, en una culpable disposición moral que se llama infidelidad. Esta infidelidad contraría el arraigo de la fe.

CÓMO ANUNCIAR Y VIVIR LA FE EN CRISTO

¿Cómo debería presentar la Iglesia el mensaje evangélico para que sea percibido realmente como una "Buena Nueva" para el hombre de hoy, capaz de darle no solamente la felicidad eterna sino también en esta vida, en la medida de lo posible? ¿Cómo habría que anunciar y vivir la fe en Cristo para que Éste aparezca ante los ojos de la humanidad como la esperanza suprema del hombre?

La predicación eclesial del Evangelio debe tener en cuenta la vigencia del factor antropológico que hemos estado analizando, porque el deseo de felicidad es sin duda el elemento subjetivo que hace posible la fe en el Dios de Jesucristo.

Ahora bien, el lenguaje cristiano —y, en general, todo lenguaje religioso— se refiere a este deseo de felicidad con la categoría del deseo de salvación.

Que el hombre desee ser salvado —que desee ser feliz— es en el Nuevo Testamento un presupuesto —a menudo implícito— para la eficacia de la predicación de la Palabra.

El principio de la salvación es siempre la acción de Dios, el cual lleva siempre la iniciativa (1 Tim 2,4). Dios desea que su salvación llegue hasta los confines de la tierra.(Is 49,6). Para ello, Dios intima ahora en todas partes a los hombres a que se arrepientan (Act 17,30) y se manifiesta ante todo hombre de uno u otro modo, para que el conocimiento de Yahvé llene toda la tierra (Is 11,9; 42,10) y todos puedan ser enseñados por Dios (Ioh 6,45; Is 54,13; Jer 31,33-34). En efecto, como ha escrito el poeta: "¿Cómo sin la verdad puede existir la dicha?" (Claudio RODRIGUEZ, Brujas a mediodía.).

Así pues, al deseo de salvación debe corresponder una predicación misionera, una predicación que sea autoconsciente de su alcance universal, que sea predicación del pecado y de la penitencia, que se sepa portadora de una Palabra iluminadora capaz de esclarecer las paradojas de la condición humana. De esta forma se deja oír llena de sentido la palabra pronunciada por Yahvé en la historia, la voz del Señor que es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu (Heb 4,12). La palabra de Dios es dinámica, resuena y, a la vez, interpela, mueve y transforma desde dentro al hombre.

La predicación del Evangelio, de la palabra de Cristo, es espíritu y vida (Ioh 6,63), es fuerza de Dios (Rom 1,16; 1 Cor 1,18.24; 4,20); así escribe S. Pablo: (1 Thes 1,5). La predicación no sólo propone la salvación, sino que la promueve y la realiza en los oyentes a través del Espíritu Santo: (1 Thes 2,13).

Así nos encontramos con que la acreditación de la Palabra está en los efectos de salvación que la Palabra produce en el oyente. El que empieza a creer en Cristo se reconoce salvado y, en esta medida, ve cómo se hace realidad progresiva esa felicidad antes oscuramente deseada.

En conclusión, por la naturaleza de sus contenidos, la recta predicación evocará los deseos más radicales de la afectividad humana, que serán luego el soporte antropológico del acto radical que es la fe. El objeto del Evangelio predicado es, en efecto, Dios beatificador del hombre: el Dios de la Alianza, que en Jesucristo nos llama a participar de la comunión salvadora con Él.