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Claves
para educar a la generación del "yo"
por
Alejandro Llano,
catedrático de Metafísica
Los
problemas con los que me voy a enfrentar en este escrito se inscriben en el ámbito
más amplio de la crisis de integración social que padecen los actuales países
democráticos de nuestro entorno. Junto a una cierta satisfacción con las
libertades públicas y el progreso económico, estas sociedades experimentan fenómenos
de disidencia, marginación, paro, violencia e, incluso, terrorismo, que
provocan el generalizado sentimiento de que "algo no marcha". Y eso
que no acaba de ir bien se manifiesta con especiales relieves en la educación
de las generaciones jóvenes.
Tiempo de efervescencia y descoordinación afectiva, la adolescencia constituye
un tramo clave en la formación de la personalidad, no sólo porque en él
tienen lugar frecuentes traumas que condicionan a veces el ulterior curso de la
vida, sino sobre todo porque es el momento en el que comienzan a despuntar los
ideales que muchas veces impulsarán el resto de la existencia individual. Se ha
dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la edad
juvenil y realizado en la madurez.
Todos los conocedores de la psicología evolutiva señalan la emergencia del yo,
de la autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos más
característicos de la adolescencia. Al tiempo que consideran que el normal
desarrollo de esta conciencia de la propia identidad desemboca en el
descubrimiento de la alteridad, de la realidad de esos otros que también pueden
decir "yo", así como de un entorno más amplio que el familiar o
escolar: un ámbito que cabe denominar social y, en un sentido más estricto,
ciudadano o cívico.
Pues bien, la integración en este territorio de más dilatados horizontes se ha
complicado de una manera nueva y sorprendente a partir del final de los años
sesenta. La conciencia del "yo" individual se ha exacerbado o, al
menos, descompensado en toda una generación, a la que se ha denominado
precisamente la me generation o "generación del yo".
UNA TRAGEDIA FAMILIAR: "MAMÁ, QUIERO ESTUDIAR FILOSOFÍA"
¿Un Nuevo Documento? Decía Jorge Luis Borges que un caballero sólo defiende
causas perdidas. Y yo sé bien que casi perdida está la causa de un cultivo de
las Humanidades que, como decía el beato Josemaría Escrivá, implica la
supremacía del espíritu sobre la materia. Porque resulta que una chica que lee
mucho "es un poco rara", mientras que el chico que se pasa las horas
tontas ante la televisión o con los videojuegos hace lo que corresponde a un
muchacho a su edad. No digamos la tragedia familiar que se produce cuando la
chica en cuestión dice que quiere estudiar Filosofía y Letras, en lugar de una
carrera de provecho, que la ayudará a labrarse un porvenir seguro (y ¿añado
por mi cuenta? aburrido o tal vez desgraciado).
No es prudente tampoco que los jóvenes tomen, en su inmadurez, decisiones de
tipo social o religioso que puedan condicionar su futuro. En cambio, no parecen
tan inmaduros, a la hora de iniciarse en las prácticas menos virtuosas y más
disolventes que la sociedad de consumo les brinda en bandeja, sobre todo cuando
pueden disponer sin esfuerzo unas cantidades de dinero que superan el salario mínimo
interprofesional.
La formación cívica es asunto estrechamente relacionado con la adquisición de
las virtudes morales e intelectuales: la fortaleza, la prudencia, la sabiduría,
la templanza, el arte y la justicia. Las virtudes son excelencias del carácter
que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente teórica. En
realidad, como decían los filósofos griegos, las virtudes no se pueden enseñar:
sólo se pueden aprender. Lo cual equivale a decir, que el protagonista de la
educación no es el padre, la madre, la profesora o el profesor: el gran
protagonista y autorresponsable de su educación es el propio educando, es
decir, el hijo o el alumno.
¿QUEREMOS A LOS JÓVENES?
Por ello es imprescindible que nos tomemos a los jóvenes en serio. Como decía
el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se le adula, se la imita, se la seduce,
se la tolera... pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le
responsabiliza... porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva,
lo que los jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en
consecuencia.
El amor noble y normal de padres y maestros para con los jóvenes está siendo
sustituido por el emotivismo, por la inundación afectiva, por esas
demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales que se aprecian, por
ejemplo, en las paradas de los autobuses escolares: parece que los niños y las
niñas partieran como voluntarios hacia Kosovo, de donde no se sabe si volverán
vivos. La familia es algo mucho más serio que esa carga de sentimentalismo que
hoy padecemos. La familia es una escuela de vida personal y social, en la que el
modo de existir en cada edad va aprendiendo de los modos de existir de las demás
edades. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes, de niños y
viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan, si es que no se les
ha internado en eso que un colega mío llama "ancianarios". De ahí
que sean tan interesantes y formativas las familias numerosas, en las que todos
aprenden de todos, continuamente, cuestiones esenciales acerca del mundo y de la
sociedad.
Si me permiten esta confesión personal, yo no cambiaría a mis ocho hermanos y
hermanas por nada de este mundo. De mis padres y de ellos he aprendido casi todo
lo que sé acerca del hombre en sociedad. Por lo que se refiere a la educación
cívica, también aprendí bastante durante los años que viví en un Colegio
Mayor Universitario. De manera que, desde hace unos treinta años a esta parte,
el mundo no me ha enseñado nada esencialmente nuevo. Y, por supuesto, cuando
crucé el umbral de la Universidad de Madrid, tras vencer la correspondiente
resistencia paterna a que estudiara Filosofía y Letras, yo tenía muy claro que
debía participar activamente en la vida intelectual y política de la
universidad, entonces en ebullición, lo cual me proporcionó experiencias,
aventuras y riesgos que ?como saben mis amigos y mis alumnos? son tan
sorprendentes como largas de contar.
UNA VISIÓN CRISTIANA DE LA VIDA
La visión cristiana de la vida pone en el centro el amor a los demás, la
solidaridad de quienes forman un solo Cuerpo y saben que la salvación no es un
asunto individualista. Todos dependemos de todos, en un sentido muy profundo y
esencial. Por eso, una educación cívica cristiana y humanista ha de fomentar
lo que Alasdair Macintyre llama en su último libro "virtudes de la
dependencia reconocida", entre las que se encuentran la generosidad, el
agradecimiento, la compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría,
la solidaridad y, en último término, la misericordia o piedad.
La propia independencia, la libre actuación personal, sólo se logra desde la
base de la dependencia, y nunca la elimina del todo. Porque la libertad humana
no consiste en la carencia de vínculos, sino en la calidad de esos vínculos y
en la fuerza vital con la que uno los acepta y permanece fiel a ellos.
La completa independencia o personal autonomía es una ficción que ya apuntaba
en la satisfecha autarquía propuesta por la ética griega, y que se consideró
como el gran ideal humano en la Ilustración moderna, especialmente en su versión
kantiana. Las derivaciones actuales de este planteamiento son el utilitarismo y
el emotivismo, que muchas veces se presentan asociados entre sí. El que es a un
tiempo utilitarista y emotivista, piensa que sólo hay dos tipos de motivos para
decidir la propia conducta. Uno de ellos es la elección racional, la rational
choice, el cálculo de la mayor cantidad de bien posible para el mayor número
de gente posible, aunque se presente el problema de qué género de bienes hemos
de valorar más o menos, y resulta difícil decidir a qué gente se procura
beneficiar, si especialmente a mí mismo y a los que me rodean, o bien a los que
más lo necesiten; y si hemos de primar a los actuales habitantes del planeta, o
hemos de comportarnos de modo que no dejemos una tierra contaminada y
desertizada a los que vengan después.
El otro tipo de motivación es el que procede de los sentimientos de simpatía
hacia otras personas; pero este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos
morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la
arbitrariedad sentimental.
Está claro que tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no dan cuenta
de las relaciones ?mucho más diversificadas y abiertas- que realmente se
establecen entre las personas humanas. Nos encontramos en un continuo proceso de
dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la crispación egoísta del
do ut des. La mayor parte de nuestras relaciones interpersonales no están
motivadas ni por el cálculo racional ni por emociones inmediatas, sino que
responden a relaciones de amistad, de familia o de trabajo, en las que muchas
veces ?y en algunos casos durante largo tiempo- ayudamos a otros sin esperar
nada a cambio, o ?lo que quizá es más difícil de aceptar? nos dejamos ayudar
sin expectativas de poder devolver los favores en el futuro. Si los humanos sólo
hiciéramos lo que pensamos que nos conviene o lo que enciende nuestras
emociones inmediatas, casi todo quedaría por hacer; la sociedad se pararía,
porque habría una gigantesca huelga de brazos caídos. Como han demostrado
recientemente economistas que han merecido el Premio Nobel, las actividades que
realizamos con mayor atención y cuidado son precisamente aquellas por las que
no recibimos ninguna retribución económica. Y, además, no es cierto que si
todos buscan su interés egoísta, resultará de la suma y difusión de esos
beneficios el interés general. Tal planteamiento neoliberal no funciona, entre
otras cosas porque ?como ha señalado Amartya Sen? en situaciones de
extrema miseria (que afectan hoy a un tercio de la población mundial), las
personas no están en condiciones de pararse a pensar cuál es su interés,
presionadas como se hallan por encontrar el puro y simple sustento diario.
SÓLO HAY UNA ÉTICA
En la base de no pocos de estos errores teóricos y prácticos se encuentra la
separación entre ética pública y ética privada. La ética pública sería
puramente procedimental, y se agotaría en el cumplimiento de las normas
constitucionales y en el respeto al derecho positivo. En cambio, la ética
personal se vería relegada exclusivamente al cerco privado, sin ninguna
manifestación política o económica. Cuando lo cierto es que sólo hay una ética
que, ciertamente, presenta aspectos privados y aspectos públicos, que no son
delimitables entre sí de modo neto, ni se deben separar de manera drástica. Si
alguien no es honrado o limpio en su vida personal o familiar, será muy raro
que se comporte con honestidad en la esfera pública, porque le faltará el
temple moral necesario para acometer acciones que sean a la vez justas y arduas,
o para evitar comportamientos que seducen por su encanto inmediato pero acaban
por corromper a las personas y perjudicar gravemente al bien común. Y, a su
vez, si alguien no se conduce rectamente en el nivel público, ese
desgarramiento existencial se traducirá en las relaciones más íntimas y
personales, según se manifiesta en la inestabilidad familiar de no pocas
personas que están obligadas ?por la autoridad que representan- a tener una
conducta intachable en el terreno personal.
La formación cívica presenta, por lo tanto, un carácter ético con esenciales
proyecciones políticas, en el más amplio sentido de esta palabra. El hombre
bueno ha de procurar, simultánea e inseparablemente, ser también un buen
ciudadano, lo cual ?sobre todo en el caso de regímenes injustos? no siempre
supone el dócil seguimiento de las normas establecidas, sino que puede implicar
la resistencia civil que lleve a no cumplir leyes que prescriben o permiten
comportamientos intrínsecamente malos, como es el caso del aborto provocado, la
eutanasia, la retribución insuficiente del personal subordinado, el maltrato a
extranjeros y emigrantes, el abuso de menores o la difusión de material pornográfico.
Lo que demanda la sociedad que está surgiendo en nuestras manos a comienzos del
nuevo milenio es una "nueva ciudadanía", mucho más activa y
responsable, en la que las personas no se conformen con ser convidados de piedra
en el concierto público, sino que ejerciten con energía y decisión su
libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad cultural. Los
nuevos ciudadanos, quienes habrán de tomar el relevo de la cosa pública dentro
de pocos años, tendrán el honor y la carga de configurar ese mundo tan
distinto al actual de una forma hondamente humana. Para ello necesitan aprender
una asignatura que no está en los libros de texto ni se puede incluir en los
planes de estudio. La formación cívica se adquiere como por ósmosis en la
familia, en el colegio, en la parroquia, en las relaciones de parentesco y de
vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo el
que conviva con buenos ciudadanos aprenderá a ser un buen ciudadano. En esta
disciplina, todos somos discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe
pensar: que no sea yo el que les falle