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Cartas de la madre de Nietzsche
a Overbeck
(1937)

Por Stefan Zweig
Publicado en "Tiempo Y Mundo
(Impresiones Y Ensayos. 1904-1940)
Editorial Juventud 1959

 

«Esta mujer tiene una paciencia realmente inagotable, y toda la paciencia que sólo una madre es capaz de tener se requiere en esta ocasión.» (PETER GAST, 1890)

Es la viuda silenciosa e insignificante de un pastor de Namburg, viste siempre de negro y acude invariablemente sola y con regularidad a la iglesia, mujer piadosa y puesta a prueba. La vida no fue benévola para con ella. Su esposo murió prematuramente; a su única hija, la delicada, la animosa El¡sabeth, la perdió al emigrar al Paraguay con un extraño e iluso guardabosques, y a su preferido, el «hijo de sus entrañas»..., i ah!, la viuda suspira cuando piensa en su nombre y reza en la iglesia por él una oración especialísima.

¡Cuánta alegría le deparó ese muchacho bueno, inteligente y delicado! ¡Cuán orgullosa se ha sentido de su Fritz en los primeros años: el mejor alumno del «Gimnasio», el preferido de los profesores de la Universidad, a los veinticuatro años -un portento en el mundo académico- profesor numerario de la Universidad de Basilea y honrado a los veinticinco con la amistad del famoso Ricardo Wagner! Todas las madres tienen motivos para envidiarle aquel hijo a la silenciosa y modesta viuda del pastor de Namburg. ¡Y cuán bellos y eruditos libros escribe él, bien que verdaderamente difíciles de penetrar para la ingenua mujeruca chapada a la antigua que ha leído bien poco más que tratados piadosos, tal vez ni los clásicos, y que hasta transcribe mal el título de las obras de su hijo (Geistesdämmerung -crepúsculo del espíritu- en vez de Götzendämmerung -crepúsculo de los ídolos- y Zara Tustra en vez de Zarathustra) ! Pero toda la gente de cultura atribuye gran importancia a los escritos de su hijo. ¿Cómo puede una madre dejar de creer gustosamente en tales encomios?

Mas de pronto su gozo se trueca en mortal angustia, en repentino horror: han comenzado a llegar una persona y después otra y le han explicado que Fritz, el «Fritz de su alma», infama la memoria de su piadoso padre escribiendo libros atrozmente blasfemos y atribuyéndose a sí mismo con impiedad el nombre de «Anticristo». Porque es un escándalo, una ignominia, que el hijo de un pastor ultraje la doctrina cristiana y predique una cruzada contra la Cruz. La pobre y humilde mujer se asusta hasta lo más profundo de su alma; ha perdido a su hijo en vida, y realmente sus cartas se tornan extrañas y aun duras a veces. Se advierte en sus escritos, en sus maneras, un acento salvaje y dominador; a la conturbada madre le sobrecogen en secreto los presentimientos siniestros de que pudiera ser que un demonio, el enemigo de Dios en persona, se hubiese apoderado del alma de su hijo.

Súbitamente, en enero de 1889, llega de Basilea la noticia aterradora de que debe acudir en seguida. Overbeck, el único amigo fiel y en quien ella tiene especial confianza como profesor de Teología, ha recogido en Turín al perturbado mental: a ella, sólo a la madre, le confiará el frenético, para que ella lo traslade a su sepulcro en vida: al manicomio. En su encuentro, que para el pobre enfermo mental no es ya reconocimiento, se desarrollan escenas horribles que repugna reproducir. Calmado mediante una fuerte dosis de cloral y en compañía, además, de un médico y un enfermero es embarcado el enfermo Nietzsche con su madre en un departamento de ferrocarril; y aquí comienza su viaje en la noche eterna, y comienza también el relato de la madre en sus cartas a Overbeck, uno de los documentos más conmovedores de la historia del espíritu (I).

Terrible el viaje -un arrebato de cólera del loco contra su madre, ante el que ella tiene que refugiarse en otro departamento-, terrible la conducción hasta el manicomio donde por cinco marcos diarios el mayor genio del siglo permanecerá recluido en una celda. Para los médicos, Nietzsche no es, claro está, el genio que nosotros sabemos, sino un vulgar caso de paranoia con la calificación entrecomillada de «incurable>; el director del establecimiento, a qu¡en se intenta explicar la importancia de Nietzsche, rehúsa la lectura de sus obras pretextando que «tiene muy poco tiempo para aquel tipo de escritos de estética; y al cabo de muy pocos días presentan a los estudiantes de la Facultad a un profesor Nietsche como ejemplo clásico de paranoia, sin que ni uno solo de ellos se levante con sobresalto al nombre de «Nietzsche» (entonces tan desconocido que no figuraba en las enciclopedias).

Se le ordena al paciente que marche en uno y otro sentido, y porque no lo hace con bastante marcialidad (para evidenciar los síntomas), el profesor se chancea con él diciendo: «Un viejo soldado como tú llegará a marchar con todo garbo.» Y hasta el loquero bromea con el rostro del mayor de los intelectuales de nuestro tiempo, pasándole amistosamente la mano por el poblado bigote, dándole palmaditas en el hombro y abrazando con buen humor, al hombre que en sus tiempos de lucidez tenía por demasiado íntimo e impertinente el más leve contacto.

Como en el Albatros de Baudelaire, que antes recorría libre y soberbio el éter flotando a merced de los vientos y ahora le han cortado la alas, ha venido a convertirse en objeto de burla para los niños y de chanza grosera para los guardianes («Me arrastra muchas veces por la cabeza», dice en, dialecto sajón su pacífico compañero de celda).

«Incurable y para internamiento perpetuo», han diagnosticado los médicos. Pero hay una persona que se resiste a creerlo: la mujer conmovedoramente sencilla, conmovedoramente creyente, conmovedoramente tierna, su madre. «Me atormentaría eternamente la idea de que los médicos pudiesen no haber comprendido bien la enfermedad de mi hijo.» ¿Qué son para ella esas, terribles palabras extranjeras del diagnóstico? No, no cree, porque no lo quiere creer, que su hijo, que su idolatrado Federico, esté loco. Es sólo que ha trabajado con exceso el chico de su alma», y si ella, su madre, le pudiese tomar a su cargo y cuidarlo, se curaría muy pronto. Los médicos titubean mucho tiempo. Entregar para su custodia a una anciana y débil mujer un enfermo mental que tiene espantosos arrebatos de frenesí -el mismo Peter Gast teme que Nietzsche pudiera, «en semejante estado, matar a golpes o asesinar a su madre»- sin enfermero, sin medidas de seguridad, parece absurdo.

Pero la madre no cede, arrostra el peligro, se inclina ante la cruz que le ha sido enviada y finalmente., a principios de 1891, los médicos dan, contra recibo, el alta de la casa de salud a aquel internado que parece algo más tranquilo, aunque de ningún modo curado. A partir de aquel instante va a ser la madre su única enfermera.

Y ahora se ve, de vez en cuando, a una anciana guiar por las calles y dar prolongados paseos por la ciudad con el enfermo, que parece un oso grande y torpe. Para ocuparle le recita sin cesar poesías y él escucha embotado; le guía hábilmente por entre las gentes, que los miran con curiosidad, y por entre los caballos, que él detesta («No me bustan los caballos», repite invariable, en lugar de «no me gustan los caballos»). Pero ella se siente feliz siempre que le devuelve a casa sin llamar la atención y sin que «alzara la voz» (que es como llama, con delicado eufemismo, al salvaje bramido del loco). Si le sienta ante el piano, el privado de razón improvisa allí horas y horas ausente de cuanto le rodea, y ella le deja hacer, salvo cuando toca Wagner, porque sabe que Amfortas le excita siempre los nervios. 0 le da algo para leer; naturalmente, Nietzsche hace ya tiempo que dejó de saber lo que leía, y, sin embargo, tener un libro o un periódico en las manos y murmurar entre dientes le da ánimos. Si alguien le tiende un lápiz, al punto se despierta en él un recuerdo de que fue escritor, literato, y emborrona papeles y más papeles con palabras ininteligibles: algo del poeta inmortal, del músico interior, late aún inconscientemente en él, aunque a modo de fantasma, sólo en cuanto a lo mecánico de las funciones del artista. Cuando habla, la mayoría de las veces lo hace confusa y «felizmente», como su madre escribe; sólo de tarde en tarde relampaguean, como en el doliente Holderlin, expresiones conmovedoras a través de las nubes de la locura, como cuando dice: «Estoy muerto por mentecato», o, sacudiendo con fuerza su mata de pelo: «Completamente muerto.»

La madre lo refiere todo al amigo de la manera más enternecedora. Es sincera en su sencilla narración y, sin embargo, se advierte que la cuitada calla lo más amargo, cuando busca presentar, sin que sea verdad, el estado real de Nietzsche como más esperanzador, como curable, y cuando pasa como sobre ascuas sus arrebatos de locura (cuando grita, «y con qué voz»), para hablar de su «buen hijo», cuyo «querido rostro, muy divertido, parece mostrarse plenamente feliz. Y sólo en sus suspiros ahogados se presiente la espantosa carga que ha tomado sobre sus hombros aquella madre al querer cuidar exclusivamente al veleidoso enfermo, vigilarlo, lavarlo, alimentarlo, vestirlo (todo esto sola y sin ayuda de nadie), emplear invariablemente en él doce horas del día, para después, en lugar de descanso, mientras él duerme, atender, a los quehaceres domésticos, y esto uno, dos, cinco años, sacrificando toda su vida al loco para su curación, sin tener una sola hora de libertad, sin una pausa ni distensión. «¡Ah, querido -suspira al fin-, nadie es capaz de entrever lo que yo sufro!» Mas siempre se exhorta de nuevo a la paciencia: «Una debe tener paciencia y confiar en la gracia y misericordia de Dios, que no nos abandona.»
Mas, por último, tampoco aquella alma piadosa, que confía en el milagro, puede seguir meciéndose en ilusiones, y abandona la esperanza de que el enfermo a quien ha cuidado tanto tiempo, el «Fritz de su corazón», pueda recobrar algún día el juicio y salud mental. Acepta con resignación que «su dolencia será siempre para mí un misterio». Sigue cumpliendo con fidelidad su cotidiano servicio, le alimenta con bocadillos de jamón y le acaricia las mejillas. Pero las fuerzas de Nietzsche decaen cada vez más. Cada vez está más fatigado. Los paseos ya no le seducen, yace en silencio en su sillón extensible con los ojos inexpresivos bajo sus párpados apesadumbrados, que se vuelven con fatiga hacia los que entran. Los accesos de furor remiten, el cráter ha consumido todo su combustible. Permanece sentado o echado apáticamente en el mirador: «En todo el mes apenas ha pronunciado una frase; hasta corporalmente está contraído y avellanado; es un espectáculo que hace llorar.» Pero no . manifiesta sentir ya absolutamente nada, ni pena ni gloria; está de un modo terrible en «el más allá de todo». Toda su capacidad de discernimiento se ha desvanecido paulatinamente (el desenlace se aproxima a pasos de gigante), incluso de la percepción de su propia persona. «Se queda mirando sus manos largo tiempo con la expresión de serle absolutamente extrañas, y acaba por meterlas comúnmente en los bolsillos del pantalón, cosa que antes jamás había hecho. Yo se las vuelvo a colocar sobre la mesa, aunque se resista convulsivo, las acaricio y le explico que son sus manos izquierda y derecha.» Inútil que ahora le rodee la fama, que los extranjeros peregrinen a Namburg, que le visiten ahora los amigos que conoció en sus buenos tiempos; es demasiado tarde. A nadie reconoce ya; como un león moribundo, temible y, majestuoso, clava su mirada, con los ojos entreabiertos, en amigos y familiares. Y por un hado benévolo le es ahorrado a la madre asistir a lo último, a lo más estremecedor, o sea a cómo, año tras año, yace en, su casa un cadáver viviente, una figura inmóvil, antes de que por fin el corazón cese de latir en el cuerpo que está ya petrificado.
¡Tragedia estremecedora!: un cerebro dotado de la lucidez más penetrante, la acumulación más asombrosa de saber unida a la más elevada expresión del lenguaje, y un bacilo minúsculo que roe traicioneramente aquella inteligencia única, aquella claridad esplendorosísima, reduciendo la que ayer fue todavía fuerza creadora a una embrutecida insensibilidad; enigma y misterio que no sólo aquella mujer sencilla y bondadosa era impotente para resolver y comprender, sino que nosotros mismos lo consideramos con un terror absolutamente ignorante. Pero maravilloso corno ella, que sin sospecharlo se halla frente a aquel enigma; como ella, la madre heroica, fiel y abnegada, que presta con inagotable esfuerzo aquel servicio inútil; como ella, que espera realizar el milagro por la humildad y el amor, por primera vez se ha hecho perceptible ahora para nosotros en sus cartas este heroísmo del amor, no menos impresionante que el heroísmo espiritual del gran rebelde.

Siempre el gesto que más se olvida de sí mismo es el más hermoso y humano; siempre las emociones profundas proceden de lo más sencillo, de lo llana y objetivamente verdadero, y por eso alcanzamos a conocer a través de esos cuadernos de una mujer sencilla, más que por todos los historiales clínicos y disertaciones sabias, sobre la decadencia y muerte de aquel genial espíritu de la pasada generación. Precisamente la que tal vez entendió menos de su obra, la madre piadosa y distanciada del mundo, la madre que nada sabía, le describió en su esencia -por un milagro del poder del amor- mejor que nadie.

(1) Con el título Nietzsche enfermo han sido publicadas estas cartas por la Editorial Bermann Fischer, de Viena, en 1937,