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Amor e inmortalidad
en el pensamiento y en la vida
de Julián Marías

por José Luis Olaizola

 

Julián Marías, nacido en Valladolid en 1914, había tenido una vida muy satisfactoria, como hijo de unos padres bien avenidos, de posición económica discreta, aunque con altibajos de fortuna. Alumno excepcionalmente dotado, disfrutó tanto en el colegio como en el instituto, y no digamos en su paso por la universidad. De memoria prodigiosa, recuerda los nombres de todos los profesores del instituto y de todos ellos habla maravillas. No siendo lógico tal conjunto de excelencias, me inclino a pensar que no hay mal profesor cuando media un alumno de su categoría.

-No lo crea usted -me rectifica-, los tiempos anteriores a la guerra civil fueron de gran esplendor intelectual en España. Y todavía era superior en los años anteriores a la proclamación de la República, quizá porque los intelectuales estaban menos metidos en política. Lo cierto es que la producción intelectual era muy superior a la del resto de Europa y eso es muy fácil de comprobar. En la Facultad de Filosofía y Letras teníamos profesores de la categoría de Gaos, García Morente, Zubiri, Ortega y Gasset, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Besteiro, Menéndez Pidal... un plantel sin igual en toda Europa.

Le conocí en el año 48 y he tardado otros tantos en volverlo a ver, salvadas esporádicas asistencias a conferencias suyas. Tenía a la sazón Julián Marías treinta y tres años, el rostro pícaro, la frente muy despejada preludio de una calvicie que se anunciaba como inminente, y los ademanes vivos y operativos.

Las disposiciones de Julián Marías para recibirme en esta nueva ocasión, son óptimas, pero ciertamente es un hombre en extremo ocupado y después de diversos intentos conseguimos concertar el encuentro para un domingo por la mañana, después de la misa de once.

-Pase, pase -me invita a entrar en su escritorio guiándome por entre aquel laberinto de volúmenes-; perdone usted, pero esto está un poco desordenado.

Por la forma cortés de disculparse cabría pensar que se trata de una situación transitoria, cuando es obvio que aquel paisaje cultural responde a una sedimentación de años de colocar libros encima de los otros.
En Marías hay una indudable unicidad; escribe como habla y habla como escribe. Todo muy claro. Como se dedica a temas profundos podría pensarse que nos encontramos ante un hombre serio, siempre sumido en profundas meditaciones, poco menos que envuelto en un sudario para que nada le distraiga, pero la realidad es que se trata de un hombre de talante desenfadado, de humor sutil, pero muy aprovechable, aunque no tiene por qué estar al alcance de todo el mundo. Me he referido al aire pícaro de su rostro de hace cuarenta y siete años, y me confirmo en lo dicho. Ahora la calvicie es ya una realidad, las arrugas surcan su rostro, y se acentúa la impresión de que nos encontramos ante un gnomo, por supuesto benéfico.


UNA HISTORIA DE AMOR QUE VALE LA PENA CONOCER

Le recuerdo que he escrito un artículo en una determinada revista en el que me permito ponerle como paradigma del hombre enamorado, que centra el amor «en la necesidad de desayunar frente a una persona toda la vida». Supuesto que esa persona es Lolita Franco -su mujer- es lógico que desee saber más de ella.

-A Lolita le gustaban todas las horas del día, pero sobre todo las de la mañana, y por eso era siempre muy madrugadora -se explaya-. Cuando nuestros hijos iban al colegio los llevaba muy temprano, y volvía para que desayunásemos juntos, uno frente al otro, ya sin prisas.

Esos desayunos son los que añora don Julián desde hace dieciocho años en que se quedó viudo, y, aunque comprendo su nostalgia, le insisto sobre esa fecha mágica que cambió su vida, y me cuenta recurriendo a su prodigiosa memoria:

-A Lolita la conocí con ocasión del examen para el premio de Bachillerato al que ambos optábamos el 30 de setiembre de 1931. Nada más verla me llamó la atención; era menuda, pero muy atractiva y con una gran personalidad. Luego coincidimos en la Facultad de Filosofía y Letras, lugar muy propicio para la amistad intersexuada, ya que había mayoría de estudiantes femeninas. Las relaciones eran estrechas, pues nuestro curso no superaba los cien alumnos. Había gran naturalidad en el trato, sin excluir la cortesía, porque -ironiza- la grosería no estaba de moda entre nosotros. Había enamoramientos en la facultad, pero fuese cualquiera la viveza de las inclinaciones, la castidad dominaba entre estos universitarios. Era la mejor escuela imaginable de educación sentimental. En cinco años de carrera, sólo hubo un desliz, un caso de embarazo, en una pareja de novios y él no era de nuestra facultad -precisa con un punto de orgullo-. Con Lolita tuve una amistad clara y muy intensa desde los primeros días de convivencia en la facultad. Había una extraña comprensión mutua, pero ni se me pasó por la cabeza el que pudiera estar enamorado de ella. Incluso mis sentimientos amorosos iban hacia otra muchacha, dulce, bonita y armoniosa y, sin embargo, advertía que Lolita me importaba más que ninguna otra persona. Durante las ausencias, cuando recibía alguna carta suya, me precipitaba sobre ella para devorarla; sus palabras eran lo que más me importaba, lo que me llegaba hasta el fondo.

-Y, sin embargo, dice usted que no se sentía enamorado...

-Era una amistad tan maravillosa, tan plena, que me parecía suficiente; durante la guerra en Madrid se estrechó más aún. Un hermano de Lolita fue asesinado al comienzo y eso la dejó desolada. Las desgracias se sucedían; una bomba destruyó su casa, con toda la instalación radiológica de su padre, que era un médico notable. Mi admiración por el temple que mostró en tan adversas circunstancias fue grande... hasta que el 13 de enero de 1937 tuve la evidencia de que estaba enamorado de ella.

-¿Y así fue como se tornó la amistad en amor? -le digo yo que no me atrevo a preguntarle, directamente, en qué consistió esa evidencia.

-Para ser exactos -me aclara- seguía siendo amistad, pero había sobrevenido algo más. Se había producido un injerto transformador que lo elevaba todo. El problema es que estaba convencido de que Lolita, que me quería indeciblemente como amigo, no me amaría, no correspondería a esta nueva realidad. Yo le seguía escribiendo (por entonces andaba yo por Valencia) pero no quería decirle nada de mis nuevos sentimientos, por no herirla. Hasta que el día 1 de febrero no pude más y le escribí mi primera carta de amor.

He aquí con un lenguaje preciso, casi académico, una de las historias de amor que creo que vale la pena conocer. El profesor Marías me la ha contado con tanto sentimiento, que al llegar a su término me han dado ganas de aplaudir. Por mi gusto hubiera seguido hurgando en ella, pero mi compromiso editorial -hablar de la trascendencia- me lo veda. Sólo añadiré que Lolita Franco se convirtió en su proyecto de vida, en su destino, lo que no impidió que el joven Julián Marías emprendiera una aventura, que lo podía haber descabalado, y en parte lo descabaló o, por lo menos, le condujo por derroteros distintos de los previstos para uno de los universitarios más brillantes de una generación ya brillante de por sí.

Un amor que abre las puertas del paraíso

Dice el profesor Marías que le importan poco las cosas y, ciertamente, le han pasado muchas cosas, algunas muy desagradables, como su estancia en la cárcel, de las que incluso ha salido confortado. Pero como las personas le importan mucho, no ha salido indemne, ni mucho menos, de la pérdida de las más queridas para él. Y cuando nos llega el momento de hablar de la trascendencia, del más allá, de la vida eterna, en suma, del cielo, es inevitable que salgan a relucir.

-Yo siempre he pensado -me dice- que mi mayor confianza de entrar en la gloria la tengo en que Lolita conseguirá abrirme las puertas del cielo.

Asiento pensando que se trata de una reflexión metafísica, quizá teológica, cuando observo que se le pone un aire travieso, para explicarme:

-De recién casados, dentro de nuestras modestas posibilidades, procurábamos viajar y conocer España. Teníamos pasión por las piedras viejas y por la historia que en ellas se reflejaba. Visitábamos pequeñas iglesias, en las que Lolita entraba siempre a rezar, por supuesto, y a no perderse detalle. A veces eran iglesias medio abandonadas, cerradas, y siempre me admiraba el olfato que tenía mi mujer para averiguar dónde encontrar al cura o al sacristán que tuviera la llave; y al encanto persuasivo con que los convencía para que nos abrieran. Pues la misma maña se dará para que me abran las puertas del cielo.

Me alegro de que se haya alegrado con el recuerdo de esa habilidad de un ser tan querido para él, pero le dura poco.

-Teníamos una relación tan especial, tan intensa, que para mí su muerte fue algo destructor. Falleció en la madrugada del 23 al 24 de diciembre de 1977, cuando iba a empezar el día de Nochebuena, ya marcado para siempre. Murió de un cáncer de estómago. No soy capaz de explicar el hundimiento que sentí. Todo se había acabado; me había quedado sin proyecto. Si tenía que salir a la calle andaba como sonámbulo, con la cara demudada, a veces la gente me miraba con sorpresa. Lo único que me consolaba era el pensar que yo sólo era un superviviente, que mi vida iba a terminar pronto. Alguna vez se me ocurría, como una mala tentación, la idea de que pudiera vivir un tiempo considerable, algunos años, y la perspectiva me parecía aterradora. Sólo me sostenía la profunda fe en la resurrección, la evidencia de que la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal, de que volvería a verla y a estar con ella. Si no hubiera tenido la esperanza de volver a verla, no sé lo que habría sido de mí, si me hubiera suicidado...

Han transcurrido diecisiete años, pero por un momento tengo la impresión de que ha sido ayer porque nuevamente el rostro se le demuda y cada palabra que sale de sus labios está impregnada de un hondo dramatismo. Decido callar y no seguir si él no quiere seguir, pero afortunadamente sigue. Digo afortunadamente porque es uno de esos dolores hondos, hermosos, que dan sentido a la vida.

Hay cosas de las que no se consuela uno nunca, a Dios gracias

-Había tenido siempre una profunda fe en la inmortalidad y, más aún, en la resurrección de la carne, pero la muerte de Lolita me hizo sentir una violenta conmoción, introdujo en mí la amenaza de la duda. La sola sospecha de que las cosas no fueran como esperaba, que Lolita pudiera no existir y, por tanto, no hubiera de encontrarla nunca más, me aterraba. Poco después, en Austin, Tejas, encontré un libro de mi admirado C. S. Lewis, A Grief Observed, en el que cuenta la experiencia de la muerte de su mujer, Joy, con la que estuvo casado cuatro años. Lo devoré en una noche y encontré en Lewis, hombre de profunda fe, una crisis semejante a la mía.

-¿Y eso le consoló? -le insinúo más que nada para aliviar los silencios que se producen en un relato de esta naturaleza.

-Bueno, bueno -me reprocha-. Yo no quiero consolarme. El consolarse del todo es la mayor limitación. La manida expresión de que «no somos nada» sirve para los que se consuelan de todo. Hay cosas de las que no se consuela uno nunca, a Dios gracias. -Esto último lo dice con especial acento, y no sin un punto de humor-. A raíz de una visita que hice a Israel escribí un libro en el que decía que la fuerza del pueblo judío radica en su capacidad de desconsuelo. No se han consolado nunca de la dispersión, ni de la destrucción del Templo, ni de la pérdida de Jerusalén. La muestra más visible de la debilidad humana es que casi todas las personas son capaces de consolarse de todo, y hay cosas de las que uno no debe consolarse. A lo más se cicatrizan un poco las heridas, pero nada más.

La crisis de amor que padecemos es la fuente de la falta de interés por la inmortalidad

Acepto la reprimenda, encantado de haberle dado la oportunidad de expresar un pensamiento tan vivo y coherente, y tanteo por otro camino:

-Empleaba la palabra consuelo en el sentido de que el convencimiento de la inmortalidad puede ayudar a mantener viva la presencia de los seres queridos que nos han precedido en el más allá.

-Cierto. Yo nunca hablo de Lolita en tiempo pasado. A mí no se me ocurre decir: «Estuve enamorado de Lolita», sino: «Estoy enamorado de Lolita.»

-Muy bien, pues ya estamos claramente en el camino de la trascendencia, de la vida eterna, que es el tema que nos ocupa.

-Yo prefiero llamarla vida perdurable -me advierte-, porque eterno sólo es Dios, que no tiene comienzo ni final.

-Conforme, don Julián, ¿no cree usted que hoy en día hay un cierto desinterés por esa vida perdurable?

-¿Cómo no va a haberlo? La gente lo que quiere hoy en día es seguridad por encima de todo. Seguridad social y de todo lo demás. De la otra vida, intelectualmente, no se tiene la certeza absoluta, por una razón: se trata de ver si la vida es posible con otra estructura empírica, pero como es empírica, hay que tener una experiencia. Eso supone un elemento de zozobra. Lógico, puesto que fe es creer en lo que no vemos. Pero la segunda razón de ese desinterés es más profunda: uno quiere su inmortalidad, pero también la de los demás, sobre todo la de las personas amadas. Si uno ama poco o nada, ¿para qué quiere la inmortalidad? La crisis de amor que padecemos es la fuente de la falta de interés por la inmortalidad. ¡Qué diablo! -Única interjección que le sale en todo el encuentro-. Uno necesita que sigan viviendo las personas amadas y yo, también, pero secundariamente.

Todo será mucho mejor de como yo me lo imagino, porque Dios no se va a quedar corto

-¿Y usted se imagina cómo puede ser esa vida futura y perdurable?

-Si no me la imaginara, ¿cómo la iba a desear? El que no imaginó no deseó.

Me parece una excelente noticia que esté dispuesto a recurrir a la imaginación para abordar esta cuestión, pero me considero en la obligación de advertirle que son bastantes los teólogos que consideran peligroso recurrir a la imaginación ya que, según san Pablo, ni ojo humano vio, ni oído oyó, ni hay entendimiento capaz de imaginar, lo que Dios tiene reservado para los que le aman.

-Sí -razona-, los teólogos lo reducen todo a la visión beatífica de Dios, y no es que no lleven razón, pero así tienen la tentación de convertir a todos los hombres en teólogos. Y la inmensa mayoría no lo son.

-¿Y qué podemos imaginar los que no somos teólogos? -le pregunto incitándole a seguir por esa trocha.

-La otra vida hay que tratar de imaginársela para poder desearla. La idea de la vida eterna en una nube, tocando el arpa, no le interesa a nadie. Resulta aburrida y el aburrimiento es lo peor de todo, y hay que huir de él como del diablo. Nuestra obligación es sacudirnos la pereza mental y tratar de imaginarla. Hoy sabemos lo que es «vida humana» y hay que imaginársela en unas circunstancias radicalmente distintas, con el convencimiento de que no será como nos la imaginamos, sino mucho mejor.

Esto último lo ha dicho con ese humor sutil que campea en todo su discurso, quizá esperando alguna réplica a ese aparente contrasentido, que no se produce porque espero alguna aclaración suya, como así sucede.

-Todo será mucho mejor de como yo me lo imagino, porque Dios no se va a quedar corto.

-¿Y qué es eso de la «vida humana», don Julián? -le pregunto para no ir dejando cabos sueltos.

-Hoy en día se conoce bastante sobre la «vida humana» que, por lo pronto, se opone a una inmortalidad «descarnada», espectral. Cristo resucita en su carne, con su cuerpo, con sus heridas que se pueden tocar y parte el pan. Cristo asciende corporalmente a los cielos. En la concepción cristiana no hay lugar para esa imagen espectral de la inmortalidad. Se tratará por tanto de mi vida, no de una abstracción; de una vida corporal y mundana. Se habla del otro mundo, que no por eso deja de ser mundo, la «nueva Jerusalén». Dice san Juan que vio «un cielo nuevo y una tierra nueva». Por eso tenemos que esforzarnos en comprender que viviremos nuestra vida humana en otra estructura empírica.

La idea de que el hombre no sea inmortal es inaceptable

-Por tanto, don Julián, en ese otro mundo en ningún caso vamos a convertirnos en seres innominados, etéreos, delicuescentes...

-¡De ningún modo! Por supuesto que Dios nos conocerá por nuestro nombre. Si se empeñan en ponernos un número, como hacen ahora los bancos cuando nos meten en el ordenador, Dios va a protestar de eso. El que la otra vida sea una especie de hormiguero, me parece inaceptable. Algo indigno de Dios.

Como está claro que el profesor Marías está dispuesto a darnos buenas noticias le animo a seguir, interesándome por una frase que emplea con frecuencia: la de que «Dios interesa por sí mismo».

-Unamuno -me explica- entendía a Dios como el garantizador de la inmortalidad personal, y yo he insistido largamente en que Dios interesa por sí mismo. Pero la inmortalidad es la condición de que verdaderamente interese, es decir, de que siga interesando. Si el hombre muere total y definitivamente, todo deja de importarle, de interesarle, por lo menos desde el momento de su muerte. Para mí la idea de que el hombre no sea inmortal es inaceptable. ¿Es que Dios nos va a amar un rato solamente? ¿Es que Dios nos ha creado para luego dejarnos aniquilar? Dios nos ama siempre y para eso es necesario que tengamos que vivir siempre. La crisis religiosa de nuestro tiempo se debe a que la gente, hoy, ha olvidado la idea de inmortalidad. Y eso es muy grave. Si todo termina con la muerte, la religión no tiene sentido. Si yo me muero y me aniquilo, me dejará de importar todo. Si algo no me va a importar para siempre, nada tiene importancia. Por contra, para el cristiano todo tiene importancia. -¿En qué sentido? -le pregunto procurando interrumpirle lo menos posible para no estorbarle en su fluido discurrir.

-¡En todos! -afirma rotundo, casi sorprendido de mi pregunta-. El hombre hace su vida, elige quién quiere ser, de ahí el misterio de su libertad. Eso es lo que da una importancia enorme a todo lo que hacemos en este mundo, porque estamos eligiendo lo que vamos a ser para siempre. Para el cristianismo todo adquiere una importancia extraordinaria. Si no tuviera tanta importancia esta vida nuestra, como proyecto, ¿no podría habernos colocado directamente Dios en la otra, en la perdurable? Por eso yo creo que la vida perdurable será un reflejo de lo elegido por nosotros en este mundo.

Tanto en esta vida pasajera, como en la vida perdurable, vivimos nuestra vida, no una abstracción

-¿Ese reflejo comporta el que haya una cierta continuidad entre lo que hacemos aquí, nuestra vida actual, nuestra actividad profesional, vocacional, y lo que podamos hacer en esa nueva «estructura empírica», es decir, la otra vida a la que se refería usted antes?

-¿Por qué no? Se trata de que tanto en esta vida pasajera, como en la vida perdurable, vivimos nuestra vida, no una abstracción. Si es vida humana, si es la nuestra, tiene que tener una cierta cotidianeidad y conservaremos algo de lo que ha sido nuestra vocación, nuestra profesión. Si no, no sería nuestra vida. Esto lo veo muy claro en las actividades estrictamente vocacionales, pero un labrador, un albañil, o un ama de casa, que han hecho su trabajo lo mejor posible, ¿cómo no van a salvarlo, de alguna manera, para la otra vida?

-O sea que en el caso de Beethoven ve usted muy claro el que haya podido terminar en el cielo su Sinfonía «Incompleta». -Y ante su gesto de asentimiento y para no perder tiempo porque de la cocina nos llegan, ya, no sólo sonidos de cacerolas, sino aromas suficientemente expresivos de cómo avanzan los guisos, le pregunto-: ¿Y cómo resucitaremos? Por ejemplo, ¿con qué edad?

-¿Cómo edad? -me dice encantado de la pregunta porque le va a permitir poner las cosas en su sitio-. ¿Por qué tenemos que vivir la otra vida sólo a una edad determinada? Ya sé que hay teólogos que dicen que resucitaremos con la edad que teníamos al morir, o con la edad de Cristo, pero a mí todo eso me parecen limitaciones al poder de Dios. La vida humana es sucesiva. Se es niño, luego joven, adulto, maduro, viejo. Los padres nos alegramos de ver crecer a los hijos, pero echamos de menos al niño de seis meses, o al de seis años. ¿Por qué no se van a conservar las edades en la otra vida? Sería una carencia. Si tomáramos en serio a esos teólogos, en el cielo no veríamos al Niño Jesús. ¿Qué sentido tendría eso?

-Por lo pronto le daríamos un disgusto a nuestro admirado Pío Baroja -le comento-, a quien lo que más le atraía del catolicismo, según se deduce de su novela Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, es la ternura de que Dios haya sido niño.

-Naturalmente. ¿Por qué van a excluirse las edades? ¿Por qué no van a poder conservarse, acumularse? Dios sabrá cómo hacerlo, supongo. Y lo mismo ocurrirá con las épocas históricas. La inmortalidad es para todos los hombres, no sólo para los contemporáneos, y no vamos a resucitar como una masa informe, inerte. No tendría sentido. El hombre es histórico. Cuando visitaba a don Ramón Menéndez Pidal, al término de sus días, ya casi centenario, y hablábamos de la otra vida, me preguntaba: «Marías, ¿cree usted que podré ver a los juglares?» Evidentemente, don Ramón quería verlos en la época que tanto había estudiado él, en la Edad Media, en su ambiente, no en una especie de Museo de Cera. ¿No sería un gigantesco desperdicio, haber creado la humanidad en condición histórica para destruirla después? Es una posibilidad que no merece ni pensarse.

Me encantaría ser capaz de transmitir a los lectores la rotundidad y convencimiento con el que el profesor Marías nos presenta ese maravilloso caleidoscopio que, a su juicio, será la vida perdurable; conoceremos y disfrutaremos, con exclusión de todo mal, de todas las edades de cada hombre y de las de la humanidad en su conjunto. Subyugado ante panorama tan esplendoroso, no puedo por menos de decirle, para tranquilizar mi conciencia:

-¿No estaremos incurriendo en un reduccionismo de la visión beatifica de Dios?

-De ningún modo. La vida de cada uno, y todo lo que veamos, estará infinitamente enriquecido, precisamente porque estará iluminado por esa visión de Dios, que es la fuente capital de la felicidad. Fíjese que el cristianismo advierte que el cristiano ama más a los demás hombres que el que no lo es, precisamente porque ama a Dios. Pues cuando estemos inmersos en esa plenitud de amor, desde Dios amaremos más que nunca, en forma de posesión plena. Por supuesto a las personas amadas y a todo lo demás. Esa es la verdadera felicidad. Por tanto, si la vida terminase totalmente con la muerte, la felicidad sería un engaño.

No se habla del pecado,
no se habla de la posibilidad de condenarse...
Yo no estaría tranquilo
si no hablara de esos grandes temas

Ante tal torrente de imágenes, me atrevo a pronunciar la palabra fatídica:

-¿Y el infierno? ¿Qué pasa con el infierno?

Don Julián, lejos de escandalizarse, adopta un aire risueño para repreguntarme:

-¿Y qué quiere usted que pase con el infierno?

-Es que hay personas -le aclaro-, una inmensa mayoría, que llega a admitir la posibilidad de una vida futura indefinida, pero placentera, sin que intervenga para nada la idea de castigo.

-Claro, hablar de eso es de mala educación -bromea-, pero yo por una cuestión de educación no me voy a jugar la vida eterna. Hoy en día se considera una grosería hablar del infierno y yo he dicho en más de una ocasión que los curas que evitan hablar de él tienen una gran responsabilidad. No se habla del pecado, no se habla de la posibilidad de condenarse... Yo no estaría tranquilo si no hablara de esos grandes temas. Son los que dan carácter dramático a la vida humana; los que hacen que tenga un desenlace. Cuando -la gente pensaba en salvarse o condenarse es porque pensaba seguir viviendo. Cuando esa inquietud desaparece la inmortalidad se desdibuja y acaba por borrarse. La crisis de la inmortalidad viene de que se ha eliminado el dramatismo del desenlace.

-O sea que el infierno... -le repito en mi preocupación de no dejar cabos sueltos.

Y don Julián, recurriendo a su mejor punto de humor, me concreta:

-Yo creo que el infierno existe y desearía que estuviera poco poblado, pero el que quiere va. El que se empeña acaba yendo. Confiemos que no sean muchos.

La buena muerte es la que uno se entera

-¿Y no cree usted, don Julián, que hoy en día es también de mala educación el hablar de la muerte? En la Edad Media se consideraba falta grave no hablar de la muerte, de la buena muerte, en cambio ahora, a juzgar por los tests que se hacen en los periódicos a personajes famosos, cuando les preguntan cómo desearían morir, hay una gran mayoría que responde: «Sin enterarme.»

-Eso es un grave error. La buena muerte es la que uno se entera. El maestro Alejo Venegas escribió hace cuatrocientos años un libro inquietante sobre la Agonía del tránsito de la muerte en el que recomendaba a los amigos cristianos del moribundo que lo mantuvieran despierto, para que no le sorprendiera la muerte durmiendo. Incluso llega a recomendar un remedio un poco atroz para nuestra mentalidad: ponerle un lechón junto a la oreja para mantenerle despierto con sus gruñidos. -Y se ríe al recordar el consejo del maestro toledano-. Ese libro le hizo gran impresión a Unamuno, y escribió unos versos manifestando su deseo de morir con los ojos abiertos. -Hace un mínimo esfuerzo de su prodigiosa memoria, y me los recita-: «Logre morir con los ojos abiertos / Logre morir bien abiertos los ojos.»

Ha llegado el momento de terminar y pretendo hacerlo con un elogio sentido:

-Usted tenía motivos, humanamente hablando, para ser un hombre pesimista, resentido en algunos aspectos y, sin embargo, toda su obra, sus artículos más recientes, respiran confianza en las personas, en el futuro, en las posibilidades de esta España nuestra tan maltratada por unos y por otros. Yo diría que emana alegría de vivir.

Se lo piensa, mueve la cabeza negativamente, y me replica:

-No se lo crea usted. Cierto que hago cosas, a veces me animo, porque hay personas a las que quiero, pero cuando me quedo solo vuelvo al pozo...

-¿A qué pozo?

-Al pozo de tristeza en el que vivo desde que me falta Lolita.

Aunque lo dice con tal hondura que se me pone un nudo en la garganta, le replico a mi vez:

-Pues incluso desde ese pozo da usted un testimonio de esperanza para mucha gente.

-Sí -rectifica en parte, aunque sin apearse de su melancolía-; consigo conservar la ilusión porque quiero a mucha gente.

-Comenzando por sus hijos, ¿no?

-Por supuesto; hoy vienen a comer, con los nietos. Tengo ocho ya.

-Y, además, estará encantado con el éxito de su hijo Javier, como novelista -le animo.

-¡Cómo no! Bueno, estoy encantado con los éxitos de todos. Fernando es historiador, con gran prestigio internacional. Es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Autónoma y ha escrito libros muy importantes. Ahora, por encargo de Francia, va a publicar una biografía de El Greco. Álvaro, el músico, acaba de dar un concierto de flauta en Moscú. Y Miguel, el mayor, que fue director de la Filmoteca Nacional, escribe sobre cine con gran éxito. Son muy trabajadores, trabajan como el demonio.

-¿A quién habrán salido? -bromeo como una gentileza a su incesante actividad.

-A su madre -me responde sin una vacilación y añade-. Tenga en cuenta que mientras yo hacía libros, ella hacía personas. Por ellos renunció a muchas cosas, a los cursos que daba, a escribir, a salir o a viajar conmigo. Los vivió intensamente, sin delegar. Cuando murió Julianín, por la misma razón, lo sufrió con especial intensidad... -Quizá ve en mí cara de desconcierto y considera oportuno aclararme-: Tuve un hijo, Julián, le llamábamos Julianín, que inesperadamente murió a los tres años y medio; tampoco me he querido consolar nunca de ello.

Esto último me parece bien, pero no lo primero, y por primera vez en este largo encuentro se me presenta la ocasión de rectificarle en algo, y no la desaprovecho.

-Querrá usted decir, don Julián, que tiene un hijo porque si de Lolita habla usted siempre en tiempo presente, igual derecho tiene su hijo.

-Cierto -admite humilde-. Acostumbraba a decir que tenía cinco hijos, aunque en casa sólo estaban cuatro.

Como me parece un buen final este sobreentendido de que el que no estaba en casa, está en el cielo, me despido sin más. deseándole un feliz almuerzo con todos los suyos, desde su sitial de patriarca Abraham. Bien se lo merece.

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(*) José Luis Olaizola, premio Planeta, es colaborador de Arvo; esta entrevista se encuentra más desarrollada en Más allá de la muerte. El país sin descubrir. Ed. Planeta, 1994.