Gentileza
de www.arvo.net para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
San
Alberto Magno, un gigante de la Ciencia El Profesor José Ignacio Saranyana explica la importancia de un Doctor de la Iglesia. |
San
Alberto Magno, Doctor Universal de la Iglesia Católica. Casi ochenta años vivió
el sabio dominico alemán, nacido en Bollstadt, una pequeña aldea bávara. Casi
ochenta años, que dedicó a poner al alcance de los medievales la ciencia
acumulada hasta entonces por los griegos y por sus discípulos los árabes y judíos,
traducida al latín en Toledo, Nápoles, Salerno y Ripoll. El séptimo
centenario de su muerte fue celebrada por el Romano Pontífice Juan Pablo II
recogiéndose en oración en la cripta de la iglesia de San Andrés, a escasa
distancia de la catedral de Colonia, donde reposan los restos de San Alberto.
UN GIGANTE DE LA CIENCIA
Como dijo Gilson, Alberto Magno se abalanzó sobre el saber greco-árabe con el
gozoso apetito de un gigante de buen humor. Escribió de todo, porque disfrutaba
haciéndolo. Y así su producción literaria adquirió unas proporciones no
superadas por nadie, al menos que me conste: 38 gruesos volúmenes en la edición
de Borgnet (Paris 1890-1899). ¡Ciento cincuenta años! han calculado los
investigadores del Instituto Albertino (Bonn) que tardarán en terminar la edición
crítica de sus escritos, según me confesaba, desolado, el P. Kübel, su actual
director. Entre las obras albertinas -que supondrán cuarenta tomos in folio,
algunos divididos en varios volúmenes, de la nueva edición coloniense- se
cuentan tratados de lógica, metafísica, matemáticas, física y química,
medicina y astronomía, fisiología animal, filosofía y teología, y comentario
a los antiguos, sin excluir varios ensayos sobre saberes prácticos, como un
manual del perfecto jardinero.
Fue tan pulcro en sus descripciones, y tan deseoso de que sus experiencias
pudieran ser útiles a la posteridad, que todavía hoy, al cabo de tantos
siglos, es posible reproducir en un laboratorio sus técnicas químicas.
Recientemente me contaba el gran arabista George Anawati, que había instalado
en El Cairo un pequeño local donde llevaba a cabo las prácticas albertinas con
éxito total. Su meticulosidad fue proverbial: «Yo mismo lo he experimentado
-escribía Alberto-. Pues algunas veces me puse en camino para visitar minas
metalíferas muy alejadas y experimentar directamente las propiedades de los
metales».
PADRE DE LA INTELECTUALIDAD CRISTIANA
La carrera intelectual de San Alberto suele dividirse en cuatro etapas. Un
primer período teológico, vivido en Alemania y en París (1228-1248); un
segundo momento, transcurrido en Colonia, en que estuvo interesado por la
cultura griega post-romana (Pseudo-Dionisio, por ejemplo), y durante la cual fue
además el maestro de Santo Tomás de Aquino (1248-1254); los años en que
anduvo a vueltas con la filosofía aristotélica y con los escritos de Boecio
(1254-1270), y, finalmente, la segunda etapa teológica (1270-1280), en la que
redactó ya pocas obras, agotado como estaba por tan dilatada e intensa
existencia, aunque todavía tuvo fuerzas para dictar su magna Suma de Teología.
A todo ello deberíamos añadir su actividad diplomática al servicio de la
Santa Sede (predicador de las Cruzadas), su labor interna como organizador de
los estudios dominicanos, y su consagración episcopal para la sede de Ratisbona.
No es fácil destacar aspectos del saber científico en que San Alberto haya
aportado verdaderas novedades. Fue fundamentalmente un recopilador, un curioso
de la especulación, un apasionado de la naturaleza y de la cultura antigua. En
algunas disciplinas, su obra no pasa de ser, después de setecientos años, un
momento histórico del progreso científico. Sus aportaciones más interesantes
se hallan en el campo de la filosofía y de la teología, porque preparó el
material que habría de usar Santo Tomás para su genial síntesis, que Alberto
conoció y defendió, aunque nunca llegó a comprender... Pero en todo caso, San
Alberto queda, para nuestras generación, como el testimonio de esa actitud
cristiana hacia la ciencia, que Juan Pablo II ha subrayado, en su importante
discurso en la Catedral de Colonia, abarrotada hasta lo inverosímil por
estudiantes y catedráticos alemanes de todas las Universidades.