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¿A dónde va la humanidad?

por Carlos Seco Serrano
Historiador
en ABC

 

(...) (...) Sin duda, el siglo XXI verá la culminación de las grandes conquistas alcanzadas por la ciencia y la técnica en los últimos cien años. La física cuántica logrará su máximo despliegue, el hombre colonizará Marte, la genética perfeccionará al animal humano, regulará las condiciones de su existencia, prolongará su vida indefinidamente, una vez desterradas las enfermedades y las plagas que todavía afligen a nuestro mundo... Pero todas las conquistas previsibles en el orden material -al menos tal como ahora percibimos el problema- no garantizan la salvación de valores morales que hoy por hoy vemos cada vez más en precario: su pérdida no quedará compensada por los triunfos "prácticos" de nuestra avanzadísima civilización occidental.

El progresivo y acelerado desvelamiento de los secretos de la vida, de la naturaleza, del Cosmos ha contribuido, paradójicamente, a que el hombre se crea Dios, o a que, al menos, piense que Dios no es necesario. Digo paradójicamente porque lo lógico hubiera sido llegar a la convicción contraria. El descubrimiento del efecto Big-bang como punto de arranque de nuestro Universo -una remotísima explosión de energía cósmica, capaz de generar toda la vida posterior en torno a nosotros-, ha llevado a algunos "sabios" a negar al Dios Creador; sin tener en cuenta que Dios es muy dueño de servirse de unos u otros medios para poner en marcha la Creación entera; y evitando, por supuesto, las preguntas clave sobre el por qué, sobre lo anterior a todo, sobre la finalidad última.

Nada menos que Einstein, mucho más modesto que algunos sabios actuales, advirtió, hace ya muchos años: "El saber que existe verdaderamente lo que no puede ser investigado, y que esto se revela como la suprema verdad y la belleza más resplandeciente, de la que nosotros sólo podemos tener un ligero presentimiento... este saber y este presentimiento son el núcleo de toda verdadera religiosidad". Para Einstein, la religiosidad, la verdadera religiosidad, no era incompatible con el saber: con el saber que empieza por afirmar el reconocimiento de sus propios límites.

Cuando en la Biblia se nos dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, ¿a qué imagen, a qué semejanza alude? Creo evidente que nuestro punto de semejanza con Dios es la inteligencia, destello de la Inteligencia Suprema, máximo don de Dios a su criatura. Mediante ese don, Dios puso en manos del hombre la facultad de ir descubriendo por sí mismo, a lo largo de los siglos, los secretos de la vida y de la naturaleza: ello sería razón máxima para un mayor acercamiento a Dios, para un mayor reconocimiento de Dios; pero la soberbia del hombre lo ha convertido en máxima razón para negarlo.

"Destronado" Dios como Creador, se liquidan con él los valores morales que todo sistema teológico implica indefectiblemente; porque Dios no es sólo Creador de vida material, sino supremo Ordenador de vida espiritual. Para que su mensaje moral se nos mostrase nítido, y perfectamente asumible por la naturaleza humana, Él mismo se hizo hombre en la persona de Cristo. A esto quería referirme al hablar del hundimiento de valores morales que siempre sirvieron de orientación suprema al ser humano en su camino hacia la felicidad y el progreso, y que ahora, cada vez más olvidados, cada vez más menospreciados, nos ofrecen un horizonte preocupante y estremecedor en los umbrales del nuevo siglo.

En el camino hacia la felicidad y el progreso, sin duda es la Libertad uno de los máximos bienes a los que el hombre ha aspirado a través de los tiempos; y fue Dios quien lo magnificó en su criatura humana, dotándola del libre albedrio.

Pero la verdadera Libertad, respaldada como un derecho inalienable en Ias modernas democracias, no tiene sentido si el que la asume no sabe resguardarla mediante un paralelo cuadro de obligaciones: que empiezan, por supuesto, con el respeto a la libertad de los demás, sin el cual no sólo se vuelve la espalda a la solidaridad imprescindible en una sociedad bien configurada, sino que se estimula la violencia -tan presente, por desgracia, en nuestro civilizadísimo mundo de hoy-. Solidaridad cuya expresión ptimaria es la justa distribución de bienes: la desaparición de los enormes desequilibrios entre clases, entre pueblos.

Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín, Juan Pablo II, figura decisiva en el proceso que llevó al hundimiento del bolchevismo, creyó que había llegado el momento para una reconversión de Europa hacia lo que fue en su origen:la Cristiandad. Pronto hubo de percibir y condenar el hecho de que la derrota del materialismo marxista había venido a reforzar, simplemente, el triunfo de otro materialismo de signo distinto: el llamado liberalismo salvaje, más alejado si cabe que el marxismo del verdadero concepto de Cristiandad.

Una reflexión se me ha impuesto ante el espectáculo de degradación de los valores del espíritu, paralelo a la culminación del triunfo sin paliativos del materialismo que nos invade. ¿Será posible una reacción a tiempo a favor de los primeros? Habría que partir desde el principio; desde una radical rectificación en los moldes que han de forjar las generaciones que llegan con el siglo.

Ha sido un grave error prescindir -como si ello fuera un factor de progreso- de lo que antes se entendía como "formación religiosa", y que era, ante todo y sobre todo, la habituación al control de los bajos instintos, de las bajas pasiones, y, en definitiva, una verdadera garantía de libertad; porque la subordinación o la entrega a aquéllos no supone libertad, sino esclavitud. (De esa.pérdida del autocontrol, de la autodisciplina, siempre presentes en la moral cristiana, han nacido las terribles plagas que hoy degradan a buena parte de nuestra juventud: la proclividad a la violencia, la adicción a la droga, la deificación del sexo).

Incluso desde un ángulo de visión laico, se estima cada día más necesaria la recuperación de ese cuadro de actitudes, de comportamientos, de estimaciones, que pueden parecer mínimos, pero que en realidad resultan decisivos para potenciar la dignidad del hombre y garantizar una civilizada convivencia: eso que antes se llamaba "buena educación", y que simplemente traducía un sentido del deber y del autocontrol.

Libertad y obligación, derecho y deber no pueden disociarse: y cada vez se nos aparecen más disociados. Es un fenómeno candente el progresivo hundimiento del prestigio y la estabilidad de Instituciones venerables, tan venerables que, de hecho, ellas constituyeron los ejes ancestrales en torno a los cuales se forjó Europa. Pues bien, su declive, su degradación, que estamos presenciando dolorosamente, es consecuencia de un imperdonable olvido atribuible a sus titulares: el olvido de que el deber resulta más exigente aún cuando sólo su riguroso ejercicio justifica una situación de excepcional privilegio. El tema es tan interesante, que tal vez me dé ánimos para examinarlo en otra ocasión.