Capítulo
II Naturaleza y cultura La actividad humana |
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Por Santiago Fernández Burillo |
I. Lo natural
y lo artificial.
II. Vida humana y
cultura
«El hombre supera infinitamente al
hombre»
(Blas Pascal)
I. Lo natural y lo
artificial
El viviente que habla
Hay
discursos que no dicen nada, y silencios que claman. A veces
aludimos así a la importancia de la palabra; porque no interesa la
charlatanería, sino el significado de lo que se dice. La palabra
transmite sentido. Aristóteles (384-332, a. C.) observó que
no es lo mismo la voz que la palabra (lógos). La mayoría de
los animales tienen voz (maúllan, pían, mugen, etc.), no son mudos;
pero esas voces o no significan nada, o muy poco. Sólo el hombre
está dotado de palabra. La palabra es voz articulada, esto
es, combinación de sonidos (fonaciones), de acuerdo con un código
altamente complejo —y más, si pensamos que los idiomas se traducen
entre sí; esto es, que todos los códigos semánticos y sintácticos
son artificio—. En fin, Aristóteles consideró que podía definir al
ser humano como «el viviente que tiene logos». Esta fórmula
se ha transmitido hasta hoy así: el hombre es animal
racional. De muy antiguo proviene, pues, la convicción de que el
habla es el signo externo del pensamiento. El lenguaje es
característica diferencial humana; y logos es la palabra
griega que significaba, indistintamente, “palabra”, “mente” o
“pensamiento”.
Seres naturales y seres
artificiales
En el capítulo anterior vimos que algunas
concepciones filosóficas suponen el significado de conceptos
fundamentales («materia», «vida», «evolución», «cultura», etc.);
casi siempre ocurre que esa suposición es tácita y acrítica, esto
es, una «presuposición» un juicio previo y carente de fundamento.
Concluíamos, de ahí, la conveniencia de «no dar por supuesto» nada
antes de haberlo examinado y –siempre que se pueda– definido. Ahora
bien, no es lo mismo describir cosas que definirlas.
La descripción expresa lo aparente, lo que se ve, y tal como uno lo ve. La definición expresa algo interno, lo que es; y no como a uno le parezca, sino tal como es. Por eso es incomparablemente más fácil describir que definir. A los seres naturales los podemos describir, es lo que se suele hacer; sólo los entes artificiales se dejan definir con menos dificultad.
La
definición expresa la esencia, lo que una cosa es.
Pero ¿cómo expresar con exactitud lo que no se comprende, o se
conoce sólo a medias? Lo artificial es definible, porque no tiene
otro ser que aquel que el artífice humano le ha dado. Las
definiciones elementales, en el inicio de las ciencias, suelen ser
convenios (por ejemplo, la definición de “metro”).
Definir al
hombre es muy difícil. Lo sería aunque sólo atendiéramos a su
condición de ser natural, de viviente. Supongamos que ya
comprendemos su elemento diferencial («tener logos»), todavía nos
falta el genérico. Hay que definir qué es ser natural y qué
es vida. Eso nos proponemos en la primera parte de este nuevo
capítulo.
Los seres naturales, en efecto, son de dos tipos:
inertes o vivos. Los antiguos ponían un principio vital (en lat.
anima; en gr. psykhé), para explicar la diferencia
entre un cuerpo inanimado y un ser vivo. El primero es pasivo,
incapaz de moverse por sí mismo; el segundo es activo, espontáneo.
Sabemos que ha muerto cuando deja de actuar. Entonces deja de
existir, y el cuerpo se disgrega. Otra observación de Aristóteles es
esta: la vida, para los vivientes, es el ser.
Una primera
aproximación descriptiva nos permite, pues, asentar lo
siguiente:
· Los entes naturales son
diferentes de los artificiales.
· Los
primeros existen por sí, los segundos son obra humana.
· Los entes naturales son inertes o
vivos.
Materia y forma
Vale la pena ahora
prestar atención a la teoría aristotélica llamada
hylemórfica, que explica de modo difícilmente superable la
estructura más profunda (meta-física) de la realidad material. La
teoría hylemórfica mira a las cosas (naturales o artificiales) como
compuestas de materia y forma (en gr. hyle y morphé).
Por «materia», en metafísica, no se entiende lo mismo que en física;
significa el principio de la indeterminación, pasividad y
sensibilidad de las cosas; por «forma» se entiende un principio (no
una figura, ni un aspecto), el principio determinante de la materia,
del que proviene la actividad y la inteligibilidad de la cosa.
Considerémoslo en un par de ejemplos: las palabras que proferimos
constan de dos elementos, la materia (sonidos, voces) y la forma
(articulación); las palabras que escribimos también son compuestas
de materia (letras) y de forma (orden, combinación). Lo mismo se
podría hallar en las piedras: moléculas y estructuras cristalinas.
Todo lo que hay es, por un lado, algo pasivo e indeterminado; y, por
otro lado, una estructura determinante.
Materia y forma no
son cosas, sino principios de las cosas. Las cosas se pueden ver y
tocar; los principios se alcanzan con el pensamiento. Por eso,
materia y forma no son objetos observables, ni separables por medios
físicos o experimentales. Ahora, si no son observables, ¿cómo
sabemos que son reales? Porque el obrar de las cosas exterioriza su
manera de ser (el obrar se sigue del ser). Pues bien, se nota una
dualidad de aspectos en los entes naturales, como la pasividad y la
actividad, o como la singularidad y la idealidad. Si ambos aspectos
se dan y se dan juntos, son señal de una dualidad constitutiva. La
materia explica el carácter sensible de los individuos, su pasividad
y, en fin, lo que hay en ellos de oscuro o ininteligible. Pero un
ser material no es solo materia. Quien dice «ser material», dice
elementos o partes, más una configuración que reúne las partes, o
morfología de ese ser. A esa configuración interior se la llama
forma (morphé).
Que los seres naturales tengan una
información intrínseca es una idea que nos resulta familiar;
tenemos ya la idea de código genético o de programa informático,
como estructuras que configuran una materia (en sí amorfa) y la
hacen capaz de actuaciones sorprendentes, originales. En el lenguaje
filosófico, «forma» no significa la figura externa, sino la
estructura interna de la materia; no es materia, sino la estructura
de la materia. Se trata de algo comprensible, inteligible y, a la
vez, un principio de operaciones específicas. Lo mismo que en el
caso de información genética, o en el de programa informático, la
forma de la que hablamos es un código, un programa que configura y
habilita para obrar.
Principio vital y cuerpo
organizado
Cuando los antiguos observaron que de los
entes naturales algunos eran vivientes, porque ejercían operaciones
vitales y no por el hecho de ser materiales (pues las piedras son
materiales y no viven), refirieron esas actividades vitales a un
principio, que denominaban psykhé, o anima, y era para
el cuerpo lo mismo que la forma es para la materia, esto es, lo
mismo que un programa informático es para un plástico o la
información genética para unas moléculas. Aristóteles definía ese
principio del siguiente modo: «El alma es la forma de un cuerpo
natural orgánico que tiene la vida en potencia».
Aristóteles
define, pues, el alma como forma de un cuerpo orgánico, cuyas
operaciones vitales no están siempre en ejercicio; algunas reposan
mientras otras obran. El viviente (zóon) es un ser material,
informado por un programa muy perfecto (psykhé), que consta
de órganos coordinados. Puede observarse que esa definición matiza
bastante. Veamos lo que significan sus elementos:
· Cuerpo, significa la unidad de materia y
forma
· Natural, se dice por
contraposición a artificial
·
Orgánico, significa que el viviente consta de órganos
Los
órganos se sirven entre sí (en gr. órganon, instrumento);
esta idea destaca al organismo entero —al viviente— como el fin de
todas las operaciones orgánicas.
Grados de
vida
Además de la corporeidad natural y la organización,
la definición contiene esta otra expresión: «vida en potencia». ¿A
qué se refiere? Las potencias vitales, o facultades del alma,
no son lo mismo que los órganos; son principios próximos de
operaciones vitales. Es tradicional distinguir, de acuerdo con ello,
tres niveles de vitalidad:
·
Operaciones vegetativas, como la nutrición, el crecimiento y la
reproducción.
· Operaciones
sensitivas, como la sensación, la percepción, imaginación,
etc.
· Operaciones intelectivas,
como el concepto, el juicio, etc.
Las facultades se
corresponden con esos tres grados de vida: vegetativa,
sensitiva e intelectiva o racional.
Aristóteles
observó también que el viviente consta de partes heterogéneas; no
obstante, los vivientes poseen una unidad más poderosa que los
minerales o los artefactos. Su unidad integra partes muy
diversificadas, órganos. No sólo las integra como unidad, sino como
dinamismo: la vida está en la operación (vita in motu). Esas
observaciones siguen siendo válidas hoy.
Por esa razón, puede
decirse que la forma aparece mucho más claramente en el cuerpo vivo
que en el inerte. Piénsese en el corazón de un mamífero: late porque
el animal está vivo; y el animal está vivo gracias al latir del
corazón. El obrar del órgano se muestra como medio y el viviente, el
animal, como fin. De modo que, tomado en su conjunto, el organismo
posee una unidad dinámica, que es el vivir mismo. Decimos unidad
dinámica, porque no podría conservarla sin las operaciones
vitales. Un reloj sin pila no se deshace, pero un animal muerto se
disgrega; de manera que las partes se mantienen unidas en virtud del
principio dinámico, activo. Este principio vital (psykhé) es
algo distinto de un simple ensamblaje de piezas. En suma, vivir es
actividad y fin.
· Como actividad,
vivir es la operación vital;
· Como fin
de la actividad, vivir es el viviente, el ser vivo.
· El principio del que dimanan las operaciones
vitales es el alma (psykhé).
Vivientes y artefactos
mecánicos
A diferencia del vivir, las actividades del ser
artificial son siempre medios. Ningún ser artificial es un fin en
sí; a fortiori, la actividad artificial no es fin en sí
misma.
Los artefactos pueden imitar el carácter orgánico de las
actividades vitales, es decir, el hecho de que unas son el fin de
otras, y viceversa. Especialmente los mecanismos autorregulados que
se retroalimentan, adquiriendo información, los robots o máquinas
cibernéticas. Se trata de mecanismos diseñados para imitar a los
seres vivos. Su remoto inventor, el matemático Norbert Wiener
(1894-1964) recibió el encargo de diseñar un proyectil que nunca
errara el blanco. Se trataba de un encargo del Ministerio de Defensa
de los EEUU, para tiempos de guerra. El profesor Wiener sólo
encontró la solución cuando un colega biólogo le hizo notar que su
problema estaba resuelto en la naturaleza: un león persiguiendo a
una gacela es un proyectil que busca el blanco, modifica su
trayectoria.
En todo caso, el ser del artefacto no es
natural, sino que responde a un diseño. El ser del artefacto es, en
sí mismo, un medio, porque existe para aquello para lo que el hombre
lo ha concebido y construido; existe para realizar el propósito de
su artífice. Luego la razón de ser de la máquina está fuera de ella
misma, en el artífice; mientras que la razón de ser del viviente
está dentro de él mismo. El fin del viviente es vivir; ser y
perseverar en su ser. No es un medio. Puesto que el ser del viviente
es vivir, las operaciones vitales son medios y fines; algo así como
un fin que se posee al obrar. De ahí que podamos concluir que el
obrar vital, en conjunto –como organismo–, es un fin para sí
mismo.
Descripción y definición de la
vida
Imaginemos un artefacto, como una silla o un
automóvil, abandonado en un lugar deshabitado. Cuando el hombre deja
de ocuparse de los artefactos, como éstos existen para servir a los
propósitos del hombre, ya no sirven; por eso se van deteriorando,
hasta ser reintegrados a la naturaleza de la que el trabajo los
obtuvo. Las casas en las que no se vive se estropean deprisa. La
silla abandonada volvería a ser tierra deprisa; el coche sería
desgastado lentamente por los agentes externos como el sol, el agua,
el frío y el calor, etc.; poco a poco los plásticos se alteran, la
pintura se levanta y se desconcha, los metales se oxidan. Al cabo de
unos años sería una chatarra inservible; al cabo de muchos años
habría sido literalmente tragado por la tierra.
El ser artificial no sólo tiene su razón de ser en la mente del artífice; también depende de la mano humana, para hacerse y para durar. No puede existir sin el hombre. Se puede considerar que su realidad consiste en ser una prolongación o instrumento (órganon) de capacidades humanas. El artefacto existe para el hombre. Por eso, si el hombre no lo usa, ni lo cuida, deja de existir.
A diferencia de los artefactos, los seres vivos se apropian de fuerzas externas, las asimilan y, en lugar de sucumbir bajo sus golpes, los interiorizan y hacen de ellas su propia sustancia. La influencia del aire, el agua, los choques mecánicos, erosionan la roca, deterioran la máquina. Los cuerpos inertes son «rígidos», en el sentido de que a una fuerza proveniente del exterior oponen otra de la misma magnitud (dureza, resistencia), o se rompen y se van desmoronando. Un ser vivo, por el contrario, como por ejemplo una planta, presenta unas actividades cuya característica es recibir esas fuerzas externas haciéndoselas propias, internas.
Alimentarse, crecer, son operaciones vegetativas. La nutrición toma agentes externos como aire y agua, luz, oxígeno, etc., y los interioriza hasta convertirlos en sustancia vegetal. En lugar de romperse bajo el empuje de los agentes externos, la planta los asimila, se alimenta de ellos, vive de ellos y crece. De modo que la operación vital re-actualiza la acción que le llega de fuera: no se quiebra, no se diluye, no se altera; lo que hace es aceptar esa energía que le llega y apoderarse de ella, la asimila. La vida de la planta convierte los empujes externos en empuje interior, a partir de una fuerza central, interior. Esa es su alma.
Cuentan que un anciano oriental vivía junto a un bosque y recogía leña para ganarse la vida. El anciano conocía las voces del bosque; no podía manejar el hacha, pero las nevadas eran sus aliadas. El manto de nieve se acumulaba sobre las ramas; las vivas y flexibles, cedían hasta dejar deslizar su carga, y recobraban su posición. Las ramas secas, acababan con un chasquido y caían rotas. Y dicen que este anciano inventó el judo, arte de defensa personal consistente en aprovechar el empuje del atacante para derribarlo.
Esa leyenda ilustra la idea de acción vital, como un movimiento circular. En la nutrición y la adaptación al medio, en el crecimiento, el viviente no se comporta mecánicamente; para él no se trata de neutralizar por ecuación de fuerzas o romperse. Su comportamiento no neutraliza ni iguala, sino que asimila y potencia: acoge el empuje, lo hace suyo y lo eleva.
La asimilación no se basa en el equilibrio, ni en la
igualación de acción y reacción, sino en la apropiación. No
contrarresta, potencia la acción; de modo que hay ahí más dinamismo
que en el modelo de la máquina; dinamismo desde dentro (ab
intrinseco); y el principio dinámico es también el fin de la
acción, como revertiendo sobre sí mismo,
circularmente.
Inmanencia, definición de la
vida
El ser viviente es más activo, pues, que las piedras
u objetos mecánicos. Los vivientes son en cuanto
viven, y viven en cuanto interiorizan energías
físicas. La vida es en todo momento adaptación. Afirmar que los
vivientes tienen que adaptarse al medio, o mueren, es una obviedad.
Pero es curioso.
Por un lado, vivir es tener interioridad: traer energías externas al interior. Mas, por otro lado, el viviente sale de sí mismo, ocupa el medio, se instala en él en la forma de hacerse apto. También modifica el medio: forma parte de él, se exterioriza en él.
Lo curioso está en que a mayor interioridad corresponde
mayor apertura. La interioridad de la planta es poca, su apertura al
medio también. En el animal aparece el conocimiento y, en
consecuencia, no sólo se adapta al medio, sino que lo recorre, lo
ocupa, emigra, etc. Todo eso culmina en el hombre: nuestra
interioridad es intimidad; a lo interior de la intimidad corresponde
un exterior sin límite: el universo. Los animales y plantas no viven
en el universo, sino en un «nicho ecológico», esto es, en un
ecosistema cerrado, que se corresponde con su estructura morfológica
y patrones de conducta (anatomía, fisiología, instintos,
etc.).
Es oportuno mencionar aquí al biólogo Jakob J. von
Uexküll (1864-1944), que fundó la moderna ciencia de la conducta
animal (etología y fisiología de la conducta); en su libro Umwelt
und Innerwelt der Tiere (1909) acuñó el término «medio»
(Umwelt) para denominar la correspondencia existente entre el
viviente y su mundo circundante. Este concepto está también en la
base de la moderna cibernética. Desde la filosofía, sin embargo, se
lo adoptó enseguida para «delimitar» el «mundo animal» y el «mundo
humano»; así, el filósofo alemán Max Scheler (1874-1928)
señalaba que el ser humano existe no en adaptación y correlación con
un «medio», sino en la forma de «apertura al mundo», y esta noción
se hizo común en la antropología filosófica del siglo XX.
Consideremos la diferencia a la que Scheler alude. La planta que
toma agua y sol, para elaborar savia, proporciona un ejemplo de
asimilación; el cactus carnoso y espinoso y el blanco oso polar,
muestran en qué consiste la adaptación a un medio, como
exteriorización. Sólo el ser humano vive tan intensamente que
trasciende su mundo circundante, ya que crea una nuevo y es así
capaz de vivir en el desierto o en los hielos del polo, bajo el agua
o en la estratosfera, en la tierra o en la luna, etc.
Finalmente, mediante tales observaciones alcanzamos una definición: vivir es actividad interiorizadora que permite exteriorizarse por adaptación y dominio del medio. Esta actividad interiorizadora se llama inmanente (del lat. manere-in, quedar dentro). Las acciones inmanentes se llaman también “operaciones”.
Podemos concluir, en suma, que la vida es actividad inmanente. Dividimos, a su vez, la actividad en transitiva e inmanente. Hemos descrito lo natural y hemos definido la vida. La actividad y el ser ya no los definimos. Ello nos obliga a notar que no todo se puede definir. Definir, en efecto, es hacer manifiesto un concepto complejo o confuso mediante otros más simples o claros. Pero es imposible ir hasta el infinito: tiene que haber ideas primeras y evidentes. Tales son, por ejemplo, las ideas de ser y de acto o acción. Pues bien, definimos la vida por la operación, al decir que «vida» es «actividad inmanente»; y añadimos la observación de que la acción inmanente perfecciona al ser que la ejerce. Tal acción es fin para sí misma; y su agente es su fin.
Diremos, pues, que «acción» es una idea simple, evidente; una noción primera y una certeza. Ahora, «finalidad» es también una noción elemental. Pues bien, la inmanencia se define por la finalidad. La acción inmanente es fin en sí misma (como jugar o aprender; pues no jugamos para otra cosa, sino para jugar, etc.); es decir, su fin es el agente mismo que la ejerce. De manera que la vida (la acción inmanente) se define por la finalidad.
La
finalidad de todas las acciones vitales es que el viviente viva; y
el vivir no es medio para otra cosa, es fin en sí y para sí. En
conclusión, el vivir es el fin de todas las acciones inmanentes; y
la vida es el fin de sí misma. Por el contrario, el artefacto nunca
es fin, siempre es medio.
II. Vida humana y
cultura
El hombre, naturaleza
inadaptada
Como las plantas y los animales, el hombre es
un viviente; tiene en común con ellos numerosas operaciones
inmanentes, tales como alimentarse, crecer, reproducirse, la
percepción sensorial, etc. Sin embargo, el ser humano está
inadaptado al medio: un niño abandonado moriría de inanición, o
sería devorado. Los hombres no llegamos acabados al mundo, no somos
animales especializados en nada; somos demasiado débiles y carecemos
de armas y abrigos naturales. Pero hablamos.
La vida humana no es
meramente física, meramente vegetativa, ni sólo sensorial. La vida
humana incluye todos esos aspectos, subordinados a uno más fuerte:
pensar y hablar. La imagen que el hombre se formado sobre sí mismo,
ya desde los tiempos de la antigua Grecia, es la de un
“microcosmos”, es decir, un mundo en pequeño, un resumen del
universo entero. Conviene precaverse ante el exagerado
espiritualismo, que mira al mundo con extrañeza, como si se tratara
de un accidente contrario a nuestra naturaleza. Es el tema de
nuestra corporeidad. El cuerpo es parte de nuestro ser, nuestra
presencia en el mundo, parte de nuestra naturaleza. No somos unos
extraños en el mundo, tenemos mucho en común con él; genéricamente,
el hombre es cuerpo viviente y animal. ¿Qué es lo específico? Tener
el uso de la palabra, y el uso de las cosas.
Definición de
la cultura
La mayor parte del pensamiento se plasma en el
lenguaje; éste es la primera obra externa del pensar; la segunda es
la técnica. El conjunto de las obras externas de la mente son la
cultura.
Si el pensamiento no se exterioriza, no hay obra cultural. Un poeta experimenta una emoción y forma dentro de sí una frase, un primer verso. Si en ese momento el poeta muriera, el poema no se escribiría. Habría habido una experiencia estética tan elevada como se quiera, pero no una obra cultural: faltaría la obra externa, el poema que puede hacer pensar y sentir algo parecido a otros hombres. La cultura no es la vida interior de las personas, sino su plasmación externa. Un hacha de sílex y un ordenador son obras externas del pensamiento.
La cultura es la obra externa del
pensamiento, tal como las palabras son el signo externo de las
ideas. Sin obra, no hay cultura. La obra externa del pensar es de
muchos tipos: estética, técnica, científica, etc. Se habla entonces
de bienes culturales de diversa índole. Con la ayuda del lenguaje
(transmitido en la familia y en el grupo social) y de los bienes
útiles, de la técnica, el hombre se adapta al mundo, lo configura
para sí mismo porque lo trabaja, lo domina y lo cuida.
Los
animales tienen instintos, los seres humanos tenemos cultura: ella
nos proporciona un mundo humano. Hay muchas formas
culturales, según etapas históricas y pueblos, pero todas entrelazan
tres categorías de realidades: el lenguaje, las instituciones y la
técnica.
Por otra parte, el dominio y conservación del mundo
humano derivan de otro aspecto de nuestro ser: el trabajo. El hombre
es verdaderamente homo faber, es decir, trabajador. Trabajar
no es una opción (como si la holganza fuera natural y lícita), sino
una condición natural. El existir humano es activo, se prolonga en
las actividades productivas (lingüísticas, sociales, políticas,
técnicas, etc.). El trabajo es actividad humana; aunque no toda
actividad humana sea laboral. Los animales no trabajan.
El ser humano, pues, no vive adaptado al medio, sino a la cultura; los seres humanos nos capacitamos para vivir en el mundo gracias a la aculturación, es decir, a la inserción en una cultura. Constituye la educación más temprana, la niñez y juventud como formación. En suma, la cultura configura el mundo humano, diferente del mundo natural o cosmos. Tomando como base esta descripción, podemos definir: La cultura es actividad productiva de bienes para el hombre, exteriorizados y transmitidos hereditariamente, que son objeto de mejora e innovación.
Repasemos los elementos de nuestra definición:
La cultura está en los objetos externos. Es objeto, no sujeto.
La cultura objetiva consta de bienes. No puede constar de males. Los bienes hacen bien al hombre, los males le dañan.
La cultura consta de bienes artificiales, productos del hombre. (El sol, por ejemplo, es un bien natural, no producido por el hombre, luego no es un bien cultural. El hacha y el poema son productos humanos, son bienes culturales).
Todos los productos de la técnica son perfectibles, susceptibles de progreso. Por lo mismo, los conservamos, los recibimos y pasamos en herencia.
El progreso cultural no tiene fin; los instrumentos se pueden perfeccionar y multiplicar hasta el infinito. Esto significa que la cultura (la ciencia, la técnica, la economía, etc.) carece de fin en sí misma; y que el fin de la técnica no es técnico o, como dijo Martin Heidegger, que «el problema de la técnica no tiene ‘solución’ técnica».
La esencia
humana
Decíamos que la definición expresa la esencia, lo
que es. Pues bien, podemos definir al hombre por la capacidad de
tener. He aquí una definición que está en la línea de la que dio
Aristóteles y la continúa: el hombre es el ser que tiene
(Leonardo Polo); ser que tiene o ser capaz de tener. Nótese que en
esta definición no se confunde el ser y el tener; el
hombre es el único ser que es capaz de poseer, de tener, y en
diversos sentidos.
Podemos tener de tres maneras:
1ª.
Según el cuerpo, tenemos la ropa, los instrumentos, la casa,
etc., todos los bienes materiales, en suma.
2ª. Según el
espíritu, tenemos ciencia, conocimientos teóricos o
prácticos.
3ª Según la naturaleza, tenemos hábitos
adquiridos a partir de operaciones; los hábitos buenos o virtudes
perfeccionan la naturaleza humana, hasta el punto de constituir una
«segunda naturaleza».
He aquí una notable diferencia entre la
cultura objetiva y la cultura subjetiva o cultivo de
sí, del espíritu: la primera es una «continuatio naturae», una
continuación de la naturaleza externa, la segunda es naturaleza
adquirida, incremento o crecimiento de la propia naturaleza
humana.
La noción de «tener» o posesión sirve, pues, para definir la realidad humana. Los hombres poseemos los bienes culturales, porque los sabemos construir y utilizar, es decir: tenemos según el cuerpo aquello que previamente hemos poseído por el saber. Conocer, usar y poseer instrumentos es, por lo tanto, una característica esencial humana.
Además, la capacidad de advertir el ser instrumental y su valor de tal es exclusiva del hombre. Cuando el arqueólogo encuentra instrumentos asegura que sus autores eran humanos. Ver el carácter instrumental de los medios, implica pensar su orden al fin, captar una relación. Eso es lo que hace posible la idea de instrumento. (Eso significa, también, discernir entre lo relativo y lo absoluto, el medio y el fin, etc.).
El hombre se
define por la capacidad de conocer la relación medio-fin, esto es,
por la capacidad de comprender el ser (relativo) del medio. Ahora
bien, la capacidad de hacer progresar la cultura tiene como
condición suya la vida social, la cooperación consciente y, por lo
tanto, e lenguaje porque para colaborar es preciso comunicarse ideas
y valoraciones.
Tradición y diversidad
cultural
Acabamos de ver que la cultura presupone una
vida mental, familiar y social. Es patrimonio, tarea colectiva que
atraviesa las épocas. Toda cultura es una tradición (del lat.
traditio, transmitir algo). Pero eso plantea el problema de
qué pasa con ciertas formas de entender la vida, aquellas que la ven
como ruptura con la tradición, esto es, con los criterios de los
padres. Aquí aparece el tema de las culturas alternativas y de la
contra-cultura. Las calles de las grandes ciudades modernas nos lo
presentan visualmente: desfilan ante nuestra vista, rótulos y
«pintadas», así como personajes de costumbres e indumentarias
diversos: el trabajador manual, el ejecutivo, el «ocupa» o el
vagabundo, etc. Además, con la actualidad de las migraciones, la
diversidad cultural del mundo cobra un relieve que antes no tenía.
La facilidad de las comunicaciones nos acerca también a diversas
maneras de entender y organizar la vida; y así como es un hecho que
la cultura occidental ha configurado el mundo a través de los
descubrimientos, la colonización y, finalmente, la supremacía
científica y tecnológica, también es cierto que se han cometido
muchos abusos en la historia de las colonizaciones.
El quinto
centenario del descubrimiento de América se vio fuertemente
contestado, por parte de algunos movimientos indigenistas y en
nombre de los Derechos Humanos; se denunciaba la falta de respeto a
las culturas autóctonas. Junto a los hechos que avalan aquella
contestación, es cierto también que, antes de la llegada de los
españoles, algunas tribus americanas practicaban la antropofagia
ritual, los sacrificios humanos o ciertas formas de esclavitud, que
reinaba una especie de estado de guerra perpetua entre ellas, etc.
Al menos la idea de los Derechos Humanos (y con ella la razón para
insubordinarse ante esos errores y denunciarlos) la aportaron los
españoles.
La cultura y las culturas
(“civilizaciones”)
Los sociólogos hablan de
«etnocentrismo» para destacar el hecho de que las valoraciones son
relativas a la cultura en que cada uno ha sido educado. Así,
considerar que la cultura propia es superior y que, en consecuencia,
tiene derecho a imponerse, es etnocentrismo. En realidad, uno valora
tal como lo han educado. Pero no es evidente que la propia educación
sea la mejor. De aquí se suele llegar a la conclusión —tal vez
precipitada— de que todas las culturas son relativas: ninguna sería
mejor ni peor, sino todas diferentes, como diferentes son los
individuos. Y se debe respetar la diversidad.
Desde luego, la
cultura no se impone; mas creo que esa crítica se funda en un
equívoco, por la semejanza existente entre las palabras “cultura”,
“sabiduría” y “civilización”. La sociología y la antropología
cultural llaman civilizaciones a los diferentes tipos de culturas
(en las áreas lingüísticas anglosajonas). Pero la cultura es el
sistema de los medios de la vida humana; ahora bien, la
sabiduría es más: no están en pie de igualdad. Reducir la sabiduría
a una «forma cultural» es pretender explicar lo más por lo
menos.
La cultura se define en términos de exterioridad: un
conjunto de bienes, que se entrelazan formando el «sistema de los
medios», en el que vive el hombre según cada sociedad histórica.
Vamos a pensar un sistema de medios diferente y comprobaremos que
corresponde a una cultura diversa, en sentido sociológico.
Imaginemos que los mecanismos fueran de madera, que no hubiera
siderurgia ni electricidad, etc. ¿Cómo sería la cultura? No
existiría la industria moderna, ni la conexión actual entre ciencia
y técnica; tampoco la economía de grandes producciones y precios
baratos. No habría progreso económico ni tecnológico, por lo que no
existirían la publicidad, la radio o la TV, etc.; seguramente
tampoco la industria del libro; aún menos los ordenadores y las
fotocopias. Los estudiantes tendrían que anotar las lecciones oídas
de viva voz y encomendarlas a la memoria. Viviríamos con el ritmo de
la luz solar, practicaríamos más la lectura y la memorización,
aunque serían pocos los que estudiarían, etc. Con este ejemplo se
pretende hacer ver que los bienes culturales, como la ciencia, la
técnica, economía, derecho, educación, política, información, etc.,
forman un tejido coherente, un sistema, el sistema de los medios de
la vida humana. Por otra parte, este ejemplo describe un sistema
cultural medieval. Aquel tipo de cultura podría darse igual en la
Europa medieval como en la China o el Japón de principios del s.
XIX. Pero las razones para oponerse al autoritarismo —el respeto, la
tolerancia— no son elementos del sistema de los medios, son
convicciones religiosas, morales y filosóficas. Un europeo del s.
XIII tenía que reconocer en cualquier otro hombre un hermano, imagen
de Dios, dotado de valor inconmensurable que funda su derecho a ser
respetado. He ahí cultura medieval y civilización occidental. El
oriental, en cambio, no se sabe persona, ser dotado de un valor
absoluto, o lo sabe de forma vaga, menos precisa, de modo que no se
reconoce como libre e imagen de Dios; lo mismo le sucede al romano o
al griego de la antigüedad, para ellos el individuo sin la sociedad
no es casi nada. Para éstos, el poder político sí tendría el derecho
(y el deber) de imponer qué deben pensar y creer los individuos.
Aquí ya no estamos en presencia de diferencias culturales, sino más
profundas, son distintas ideas del hombre y de Dios, distintas
filosofías o sabidurías.
El relativismo
¿Es
verdad que todas las culturas son relativas? Si entendemos por
«cultura» el sistema de los medios, es clarísimo que sí, ya que los
instrumentos son relativos a la función para la que su artífice los
ha pensado y construido. (Aunque no sea indiferente vivir en la
cultura medieval de los pergaminos y los carros de madera o en la
del PC y el automóvil con aire acondicionado). ¿Qué diremos, pues?
¿Son relativas las filosofías? La sabiduría humana, es perfectible:
el hombre es capaz de mejorar. Su objetivo es el conocimiento de la
verdad sobre la existencia humana (en los ejemplos anteriores, la
verdad sobre los Derechos Humanos, sobre la dignidad humana, sobre
Dios, etc.). Ahora bien, que nuestro acercamiento a la verdad sea
gradual, siempre inconcluso, no significa que no exista la verdad de
cada asunto.
Por otra parte, un relativismo puro es
inconsistente. ¿Cuál sería su fórmula? «Todo es relativo». Pero ¿es
eso verdad en absoluto, o no? Si es una verdad absoluta, no todo es
relativo; si no es absoluta, a veces no es válida. Ortega y Gasset
decía que el relativismo es una «idea suicida»: si se aplica a sí
misma se elimina. Además, para relativizarlo todo necesito un
absoluto. En efecto, lo relativo es término de una comparación, pero
¿con qué comparo «todo» si declaro que todo es
relativo?
La responsabilidad de la cultura
Al
seguir estas consideraciones, se va abriendo paso la idea de que
para reflexionar sobre la cultura se adopta un punto de vista más
elevado que ella. La cultura –considerada como un todo– incluye
diversidad de bienes: ciencias, tecnología, bellas artes, derecho,
literatura, política, etc. Hemos visto más arriba que cabría
agruparlos en tres grandes géneros o categorías: lenguaje,
instituciones y técnica. Pongamos otro ejemplo: el uso de la
radioactividad ¿es «sólo» una cuestión científica, técnica,
política? Parece que no; cada uno de estos sectores de la cultura
responde al «cómo» de algo en particular, pero ninguno al «por qué»,
ninguno de ellos desvela la cuestión del sentido, no aclaran nada
sobre los fines de la vida humana; ni la técnica ni la política
conocen el sentido y razón de ser de las armas, sólo conocen su uso,
«cómo funcionan». Es más fácil saber cómo funciona o cómo se fabrica
el arma, que saber por qué la hacemos, o si debemos hacerla o no.
Aparece aquí la responsabilidad, ante la humanidad actual y futura.
Lo mismo podría decirse con referencia al medio ambiente, las leyes
sobre la familia o la protección legal de la vida del embrión, del
no-nacido, etc. Al final, no queda más remedio que reconocer que no
hay ciencia ni técnica alguna que responda de la humanidad, capaz de
responder de la suerte de la familia humana que vive en la
Naturaleza y en sociedad, generación tras generación; sin embargo,
somos responsables del mundo que dejaremos tras de nosotros. Ahora
bien, si la cultura no fuera capaz de crear un mundo hermoso,
acogedor y humano, entonces habría dejado de cumplir su función:
servir al hombre, que llega al mundo inadaptado.
Para las
ciencias sociales «cultura» (o civilisation) significa no
sólo un sistema de medios o «mundo humano», por contraposición al
meramente físico; suele incluir la dimensión normativa: valores y
usos sociales, tales como recompensas y castigos. Ese sistema de
valores y juicios, cuando es interiorizado por el individuo, lo
«humaniza» y convierte en miembro del grupo social. ¿Qué decir al
respecto?
Cualquier cultura está impregnada de alguna concepción religiosa, ética y filosófica. Hay buenas razones para pensar que ya era así entre los hombres de Neandertal. Los medios tienen su razón de ser en el hombre que los construye y utiliza: dependen de él. Nada más lógico, pues, que reconocer la presencia de valores, creencias, interpretaciones, etc., en medios como el arte, el derecho, la economía, y todas las formas de la cultura, especialmente en la opinión pública y en los medios de comunicación social. De éstos últimos deriva el poder. Las diferencias de concepción filosófica motivan conflictos, en la actualidad y en el pasado. Por el contrario, la unidad de concepción de la vida presta «cohesión» a los grupos y seguridad a sus miembros. Una característica de la sociedad occidental moderna es la atomización, la débil cohesión, el aislamiento de individuos y pequeños grupos y la multiplicación de los conflictos.
Todo eso es cierto, pero no
significa que la sabiduría sea un producto cultural. Sólo significa
que las culturas se modifican cuando las personas modifican su
comprensión de la propia existencia. Es lógico. También es lógico
añadir que la comprensión del sentido y realidad de la existencia
humana puede ser más o menos acertada. En suma, la sabiduría y la
moralidad penetran en la esfera de los medios en forma de creencias,
opiniones y costumbres. Los individuos son meramente arrastrados por
las opiniones y usos dominantes, o bien los enjuician críticamente e
inician procesos de cambio del sentir común, en la opinión pública.
Estos procesos son lentos, pero se originan siempre en la
interioridad pensante de unos pocos que no se limitan a seguir la
corriente, sino que la crean.
La sabiduría
Ya
hemos sugerido que enjuiciar la cultura supone adoptar una visual
más alta. Aparece así la visión filosófica. La filosofía y la
religión pueden tener efectos externos, pero son accidentales. Lo
esencial de estas dimensiones (vitales, humanas) es interior, y no
tiene plasmación externa adecuada. La filosofía es sabiduría. La
sabiduría no es cultura.
Ahora, si la sabiduría no es cultura, es
porque es más, no porque sea incultura. Si juzga a la
cultura, en conjunto, es lógico que no sea una de sus partes. La
filosofía aspira a hacer al hombre sabio, es el saber responsable de
la cultura y de la vida humana.
El pensamiento juzga de
todo. Si juzga, es responsable de todo. Ahora bien, no es
posible juzgar al pensamiento, sino mediante el mismo pensar. La
dimensión intelectual hábil para juzgar de todas las cosas por sus
causas más altas, o «últimas», se llama sabiduría (lat.
sapientia, gr. sophía).
Pues bien, que existe
esa dimensión sapiencial del pensar es innegable. Aunque sólo sea
porque el encargo de «gobernar», esto es, de formular juicios
inteligentes sobre la cultura (en su conjunto y también sobre alguna
de sus partes, así como sobre las mismas relaciones de las partes
entre sí) no puede recaer sobre ninguna ciencia en particular ni
sobre una técnica.
Si el pensamiento juzga todas las cosas,
sólo él puede examinarse y enjuiciarse a sí mismo. Esta es la
principal función asumida por la filosofía, que no es, propiamente
hablando, una parte de la cultura.