Gentileza de www.almudi.org para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

 

Trabajo y Espiritualidad

José Luis Illanes
Ante Dios y en el mundo
Apuntes para una teología del trabajo
Eunsa, Pamplona 1997, cap. II, pp. 39-50



La palabra italiana «lavoro» --del latín labor-- hace referencia, por su etimología, al esfuerzo, penosidad o cansancio que acompaña, de hecho, a la tarea a la que designa. Lo mismo ocurre en otras lenguas del origen latino, aunque el término usado sea diverso: «trabajo» en castellano, «travail» en francés, «travalho» en portugués, que provienen del latín tripalium, termino que, en el hablar latino tardío, designaba precisamente un instrumento de tortura. En las lenguas sajonas o germánicas algunos vocablos («werk» en alemán, «work», en inglés) evocan más bien la obra o producto realizado; otros en cambio («labor», en inglés, «Arbeit» en alemán) tienen resonancias análogas a las ya señaladas.

Desde diversas perspectivas, esas breves referencias etimológicas apuntan al carácter complejo que la experiencia del trabajo atestigua. La actividad a la que designamos con la palabra trabajo connota aspectos esenciales del ser humano y de su relación con el mundo. Cabe, en efecto, caracterizarlo por tres rasgos fundamentales:

a) ser una actividad transitiva, que, naciendo del hombre, desemboca en el mundo al que modifica y transforma;

b) ser una actividad que implica esfuerzo, puesta en marcha de energías en orden a dominar una realidad exterior que se deja vencer solo gracias a la perseverancia y al empeño;

c) ser una actividad en la que se entremezclan la intelectualidad y la corporalidad humanas: todo trabajo es, de un modo u otro, y como ya dijeran los clásicos, obra de la inteligencia y de las manos, fruto de un proyecto de acción que se plasma y realiza a través de órganos corporales.

Los tres rasgos que acabamos de reseñar, son, precisamente, los que subrayó la reflexión filosófica griega y recogió luego la teología en la época patrística y en el medioevo. A partir de los siglos medievales y, sobre todo, en la época moderna, se inició un proceso a la vez fáctico y teorético que condujo, de una parte, a ampliar el campo de aplicación de la palabra trabajo, refiriéndola no sólo a las actividades manuales sino también a las intelectuales; y, de otra, a poner de manifiesto, de manera cada vez más clara, la importancia del trabajo como factor decisivo de la dinámica histórica. Todo lo cual llevó a tomar conciencia de que no es posible tratar del trabajo desde una perspectiva exclusivamente antropológico-individual: hablar del trabajo reclama, en efecto, hablar de la sociedad humana que se estructura y desarrolla gracias al mutuo entrecruzarse de actividades diversas, cada una de las cuales debe ser considerada no solo en sí misma, sino en relación con el conjunto. Y esto, como es obvio, tiene repercusiones no solo a la hora de definir el trabajo --a los tres rasgos antes mencionados debe añadirse en efecto, la referencia a la dimensión histórico-social-- sino también, en orden a la espiritualidad(1).


1. El trabajo en la historia de la Espiritualidad(2)


Juan Pablo II ha hablado en la Laborem exercens de un «evangelio del trabajo», de un anuncio evangélico referido al trabajo, que tiene sus puntos centrales de referencia, de una parte, en las narraciones genesíacas sobre la creación y, de otra, en la vida de trabajo de Jesús(3). La riqueza de las enseñanzas bíblicas, vetero y neotestamentarias, sobre la actividad laboral son innegables. Es cierto a la vez que el trabajo no es una realidad de la que el texto bíblico se ocupe de manera frontal y directa, sino más bien un elemento de la condición humana, que el mensaje evangélico presupone, proyectando sobre él, como sobre otros, la luz que deriva de esa revelación sobre el sentido de la existencia que, incoada en la antigua alianza, llegó a su culminación en Cristo.

En todo caso, la posterior reflexión patrística sobre el trabajo fue más bien somera. Hay frecuentes alusiones, incluso amplias, especialmente en algunos autores --Clemente de Alejandría, San Juan Crisóstomo, San Agustín--, pero en ningún caso el trabajo, visto en la plenitud de sus dimensiones, llegó a ser objeto específico de estudio y consideración. Un problema suscitó, no obstante, incluso de manera prolongada, la atención de los Padres: el del trabajo de los monjes; más exactamente, el de la obligación que al monje le incumbe de no estar ocioso; perspectiva que permitió, ciertamente, subrayar algunos aspectos significativos, pero que, al no superar un horizonte de ascetismo individual, hizo que la atención se centrara en el trabajo manual --es ello lo que se recomienda al monje para evitar la ociosidad--, abstrayendo de perspectivas más amplias.

Los cambios socio-culturales acontecidos en la Edad Media provocaron un florecer de cofradías y asociaciones profesionales (agricultores, artesanos de los más diversos tipos), en torno a las que apuntó una consideración espiritual y cristiana del trabajo, aunque más implícita que desarrollada. La recepción de algunas ideas de Aristóteles y, sobre todo, las disputas surgidas con ocasión del nacimiento de las órdenes mendicantes, que renunciaban al trabajo para vivir de la limosna, supusieron un paso adelante: en ese contexto, en efecto, el trabajo dejó, en algunos momentos, de ser contemplado como mera ocupación manual y se abrió camino la idea de profesión, es decir, de trabajo estable que cualifica la existencia. Bien es verdad que todo ello se mantuvo en un estado embrionario y acompañado con frecuencia de juicios negativos sobre las ocupaciones seculares y su inserción en la vida espiritual.

La progresiva maduración de la sociedad con el transcurso de los siglos medievales, y el afirmarse en ella de los estamentos laicales --que fueron accediendo paulatinamente a la cultura, hasta culminar en esos grandes acontecimientos históricos a los que designamos como Humanismo y Renacimiento--, abrió perspectivas importantes, ambiguas en algunos campos, pero prometedoras en otros. La crisis que estalló con la Reforma protestante provocó, en todo caso, un viraje decisivo, que resultó fatal en más de un aspecto. Hay, ciertamente, en Lutero una afirmación del valor cristiano de la profesión (Beruf) que el hombre bautizado ejerce en el mundo, pero esa afirmación resulta lastrada por su planteamiento polémico (Lutero formuló su doctrina en contraposición y crítica a la vocación monástica), y, sobre todo, por su concepto del pecado, que llevaba a situar el vivir social, y, con él, el trabajo, en la esfera de la pura profanidad o, al menos, en un ámbito diverso de aquel en que se opera la salvación, con las consecuencias negativas que de ahí derivan.

La teología católica postridentina reafirmó amplia e insistentemente el carácter intrínseco de la justificación, y abordó algunas cuestiones que podrían haber dado origen a una reflexión sobre el trabajo --piénsese, por ejemplo, en las discusiones sobre el derecho de propiedad, surgidas a raíz de la colonización americana, o en las polémicas sobre el préstamo a interés--, pero de hecho no ocurrió así; tal vez por un temor excesivo a planteamientos que pudieran recordar, aunque fuera de lejos, ideas de Lutero y Calvino, por el influjo de la mentalidad aristocrática propia de la época o quizás, incluso, por el talante más jurídico que metafísico del teologizar en aquellos años. Algunos autores espirituales de esa época y de siglos sucesivos --San Francisco de Sales, San Felipe Neri, San Alfonso María de Ligorio, San Juan Bosco, entre otros-- desarrollaron una labor literaria y pastoral en la que apuntaban elementos valiosos en orden a una valoración vocacional de las ocupaciones seculares, sea porque afirmaran expresamente la existencia de una llamada universal a la santidad, sea porque aspiraran a promover la evangelización de los estratos populares, dedicados al trabajo, pero en ningún caso se consiguió llegar a planteamientos teoréticamente elaborados.

La realidad es que el tema del trabajo pasó a ocupar un lugar de primer plano --y ello tanto a nivel de la espiritualidad como de la teología y de la filosofía-- sólo en la época contemporánea, como resultado de una compleja gama de factores, que van desde la revolución industrial --que subraya la importancia determinante del trabajo como factor de desarrollo histórico-- hasta la evolución general de las ideas y la aparición, y posterior difusión, de diversas realidades apostólicas y espirituales que incidían en este campo. Entre estos últimos, mencionemos, en primer lugar, las encíclicas sociales, y otros documentos análogos que, aunque abordan el tema del trabajo desde una perspectiva moral, fueron abriéndose de forma cada vez más clara --la Constitución Gaudium et Spes y la Encíclica Laborem exercens son aquí emblemáticas-- a perspectivas dogmáticas y espirituales. En segundo lugar, la Acción Católica, especialmente en su rama obrera, que, al buscar una fundamentación de su praxis apostólica, terminó por suscitar algunos estudios de innegable interés. Y, finalmente, algunas grandes personalidades como Charles de Foucault y, sobre todo, el Fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer, cuya enseñanza sobre la vocación y la espiritualidad laicales se estructura, en gran parte, a través de la proclamación del valor santifica6le y santificador del trabajo.


2. Vocación, misión y trabajo


¿Qué lugar ocupa el trabajo en la vida humana y, concretamente, en la vida espiritual? Tal es la pregunta que el breve recorrido histórico realizado invita a formular. Todo intento de respuesta reclama, como paso previo, una cierta clarificación entre conceptual y terminológica respecto a los significados que la palabra trabajo puede asumir, como lo dicho hasta ahora pone de manifiesto o, al menos, presupone.

En ocasiones --no en el pasado, pero sí con relativa frecuencia en el lenguaje contemporáneo-- el término trabajo es empleado con enorme amplitud, hasta identificarlo prácticamente con actividad o tarea, es decir, con cualquier ocupación, sea del tipo que sea, a la que el hombre se dedica con una cierta estabilidad. Entendido así, el trabajo se nos presenta como una dimensión o componente esencial de la condición humana. El hombre es un ser histórico, llamado a la acción, a través de la cual se expresa y realiza como persona, contribuyendo a la vez a la realización de la humanidad como conjunto. Esta realidad tiene, obviamente, profundas consecuencias espirituales: evidencia, en efecto, que la vocación o llamada que Dios dirige al cristiano, es decir, la invitación a la efectiva unión con El, no acontece en el vacío, sino que connota y asume esa dimensión humana básica que es la apertura a la acción, a esa actividad a través de la cual se estructura, despliega y configura la existencia. Vocación y actividad, vocación y misión son, en suma, realidades íntimamente relacionadas; mejor, aspectos de una misma realidad: la realización en cada existencia singular del designio o elección divina.

Estas perspectivas son importantes, pero genéricas. Para seguir adelante y llegar a una ulterior concreción, resulta necesario distinguir entre trabajos y tareas. Entre las diversas clasificaciones o distinciones posibles, acudamos a una, tal vez no la más rigurosa desde una perspectiva teorética, pero útil para clarificar algunas de las cuestiones afloradas en el itinerario histórico antes descrito: la distinción entre tareas eclesiales y tareas profanas o seculares.

La novedad cristiana, esa intervención de Dios en la historia que culmina en la muerte y resurrección de Cristo, se prolonga y llega hasta nosotros no gracias al propagarse de modo difuso a lo largo de las edades de un mensaje que remite a Cristo, sino a través de un organismo sacramental, de una comunidad viva, de una Iglesia, en la que pervive la misión de Cristo, y en y por la que la palabra de la revelación, y la vida a la que esa palabra se refiere, son comunicadas a los hombres. Desde ese mismo momento, pueden darse, y se dan de hecho, tareas, trabajos, que, tanto teológica como sociológicamente, se presentan como formalmente eclesiales, es decir, configurados en su totalidad, o, al menos, en su casi totalidad, a partir de la institución eclesial. Tal es el caso, obviamente y ante todo, del sacerdocio ministerial y, junto a él, de los diversos ministerios gracias a los cuales se despliega la organización eclesiástica, así como, en otro orden, el de las diversas manifestaciones de la vida religiosa o consagrada.

Pero la gracia no quita la naturaleza. La realidad de la Iglesia no destruye las múltiples y variadas realidades y tareas humanas, profanas o seculares, que el mensaje cristiano ni crea ni funda, sino que presupone, puesto que fluyen de la condición y de la experiencia humanas: la familia, la vida ciudadana, la actividad cultural y política, la amplia gama de las ocupaciones o trabajos profesionales. Con todo ello se entremezcla, en uno u otro grado, toda vida humana, también, por tanto, la del cristiano.

Estas realidades temporales o seculares, ese conjunto de actividades, situaciones y tareas con las que se entrecruza el existir cristiano -- y particularmente el de los cristianos corrientes o laicos-- no constituyen, tampoco desde una perspectiva cristiana, un dato o hecho de valor meramente sociológico. La Iglesia no es una comunidad que se sitúa frente al mundo proclamando la vaciedad de lo temporal y terreno, sino sacramento de una comunicación divina, que es ciertamente don gratuito y trascendente, pero don que asume la entera realidad, más aún, que explica porqué la realidad existe: es con vistas a su comunicación gratuita por la que Dios quiso la creación entera. Por eso podrá haber en la Iglesia un sacerdocio, así como vocaciones --las que dan origen a la vida religiosa y particularmente a la monástica-- que testifiquen, mediante el apartamiento del mundo, la trascendencia del don divino, pero habrá también otras --las laicales-- que manifiesten la hondura y radicalidad con que la gracia puede y debe informar la naturaleza y cuanto de ella deriva(4).

Todo ello presupone, desde una perspectiva teológico-dogmática, la compenetración entre creación y redención. A nivel de la teología espiritual, implica que esa conexión entre vocación y misión de la que antes hablamos se predica no sólo respecto a las vidas de aquellos cristianos que se dedican a las tareas que antes calificábamos como eclesiales o religiosas, sino también respecto a las de quienes están llamados a desempeñar las ocupaciones seculares, que constituyen para ellos no mera situación de hecho, sino momento constitutivo de su particular contribución a la misión global de la Iglesia.

Durante largo tiempo la literatura teológico-espiritual presentó las ocupaciones o tareas seculares como obstáculos para el crecimiento en la vida de relación con Dios, concibiendo, en consecuencia, la condición laical como una condición o estado de vida en el que el ideal cristiano no podía realizarse --salvo casos excepcionales-- de manera plena. La evolución eclesial y teológica a la que antes nos referíamos hizo saltar por entero ese esquema interpretativo, poniendo de relieve --como proclamara el Concilio Vaticano II-- la universalidad de la llamada a la santidad. Lo cual, a su vez, reclama reconocer que las realidades seculares no son ajenas o marginales al plan divino y, en consecuencia, que la vida espiritual del laico o seglar, llamado a santificarse en medio del mundo, no puede ni debe edificarse al margen de esas ocupaciones seculares, sino tomando ocasión de ellas(5).


3. Trabajo y vida espiritual


El trabajo profesional ejercido en medio del mundo es elemento integrante de la fisonomía espiritual del laico cristiano. Más aún, elemento decisivo, porque la profesión es factor determinante de su vivir y de su insertarse en el mundo. De ahí que pueda decirse que la vida espiritual del laico --fundada, como toda vivencia cristiana, en la gracia, en la fe, en la caridad-- se estructura y despliega en torno al trabajo, y que sea factible, en consecuencia, sintetizar su experiencia espiritual diciendo, con palabras del Beato Josemaría Escrivá, que debe santificar la profesión, santificarse en la profesión y santificar con la profesión(6).

Se trata de una frase a la que el Fundador del Opus Dei acudió en numerosas ocasiones, y que puede considerarse ya clásica o paradigmática(7). Nos servirá de guía para las consideraciones sucesivas. Recalquemos, antes de seguir adelante, que las expresiones trabajo y trabajo profesional han de ser tomadas en toda su densidad, y referidas, por tanto, no sólo a la acción transformadora de la materia, considerada aislada o precisivamente, sino también, e inseparablemente, a todo el conjunto de obligaciones, relaciones y perspectivas que del trabajo derivan, cualificando al sujeto y determinando su posición en el mundo y su contribución al desarrollo social(8).


a) Santificarse en el trabajo


Todo cristiano está llamado a la santidad, es decir, a la plenitud de la caridad. Esa llamada es don divino, ofrecimiento que Dios hace de su propio amor. Es, a la vez, exigencia, invitación a la entrega de la propia vida en correspondencia a la entrega que Dios hace de Sí. La santidad es, en este sentido, meta y tarea, ideal normativo que debe informar la existencia y las acciones concretas, haciendo de todas ellas expresión de amor, momentos de un proceso de identificación con Aquel que nos ama y a quien amamos. Y ello con caracteres de totalidad.

El amor, y sobre todo el amor a Dios, no puede quedar circunscrito a los márgenes del vivir: debe situarse en su centro y, desde ahí, irradiar a la entera existencia. Lo cual, en el laico, en el cristiano corriente --que se sabe no sólo llamado por Dios, sino llamado precisamente allá donde está, es decir en el lugar y situación que ocupa en el mundo--, implica la invitación a informar con ese amor la totalidad de la: realidades y ocupaciones terrenas o seculares entre las que transcurre su vida. El trabajo, las tareas humanas que llenan los días del cristiano corriente, adquieren así un horizonte nuevo: no son ya sólo expresión de la propia personalidad, medio de contribuir al progreso de la sociedad, manifestación de solidaridad, de espíritu creador, sino, además --y conduciendo todo lo anterior a una nueva profundidad y sentido--, concreción del amor a Dios, acto de culto, ocasión de identificación con Cristo y de participar en su tarea redentora.

La raíz de la santidad en el laico, como en todo otro cristiano es --repitámoslo-- la gracia de Cristo y, en consecuencia, la vida sacramental, momento cualificado del encuentro con Cristo y, en el centro de esa vida, la Eucaristía. Pero las realidades sacramentales, y el encuentro con Cristo que de ellas fluye, no pueden ni deben ser vividos como una sucesión de eventos sacros que se yuxtaponen a una existencia confinada a la profanidad, sino como momentos privilegiados para entrar en comunión con un Dios presente no sólo en esos momentos, sino en todo momento y en todo lugar. Las ocupaciones y tareas seculares se revelan, en consecuencia, como oportunidades de expresar con obras el amor, de hacer de la propia vida hostia grata y agradable a Dios(9). Más aún, de entrar en relación con Dios. Porque la oración no debe estar reservada solo a momentos aislados o a situaciones o lugares especiales, sino constituir una disposición de ánimo y un diálogo efectivo que informen la totalidad de la existencia, y se alimenten, por tanto, de las incidencias del cotidiano vivir, del empeño que el trabajo reclama, de las alegrías que trae consigo, de los sinsabores que en ocasiones lo acompañan. La santidad, en la totalidad de sus dimensiones, puede, y debe, manifestarse y crecer con el trabajo.


b) Santificar con el trabajo


Los documentos del Concilio Vaticano II y diversos textos pontificios posteriores(10), al describir la misión de la Iglesia, distinguen varios aspectos o dimensiones, de entre los que cabe destacar los tres siguientes:

----en primer lugar, el ministerium verbi et sacramentorum, la palabra que anuncia el amor salvador de Dios y el sacramento que comunica la vida divina, incorporando así a los hombres a ese designio de salvación que, incoado en el tiempo, culmina en la escatología;

----en segundo lugar, el testimonio de vida, el existir concreto informado por el espíritu de Cristo que confirma, en y a través de las incidencias del existir humano y de sus limitaciones, la autenticidad de la fe, la vitalidad de la esperanza, la fuerza de la caridad;

----en tercer lugar, la animación cristiana del mundo, la impregnación de las estructuras temporales con el espíritu cristiano, testificando así, junto a la fuerza salvadora de la gracia, la disposición al servicio propia del existir creyente y la íntima conexión entre lo cristiano y lo humano.

Un análisis de los textos aludidos pone de manifiesto --e importa subrayarlo-- que estamos en presencia no ya de tres misiones diversas, aunque coordinadas, sino, más bien, ante tres aspectos o dimensiones de una única misión. Y, en última instancia, que la segunda y la tercera de esas dimensiones se subsumen en la primera: constituyen una forma de anuncio, realizado no con palabras, sino con obras que presuponen la fe y testifican la verdad de la comunión plena con Dios en y a través de su anticipación actual en el don de la gracia.

El trabajo profesional y secular reaparece aquí de nuevo como elemento integrante, eje o canal en torno al cual, o a través del cual, se expresa la vocación apostólica del cristiano y más específicamente la del laico, ya que --como ha recordado también el Concilio Vaticano II-- es a los laicos a quienes, por «vocación propia», compete «buscar el Reino de Dios a través de la gestión, ordenada según Dios, de los asuntos temporales»(11) y, por tanto, a través del trabajo.

El trabajo profesional es tarea que, en virtud de su propia dinámica, exige solidaridad y servicio, y, en el cristiano, caridad, amor que lleva esas actitudes humanas a su perfección o cumplimiento. Implica así un testimonio de vida, que por su misma naturaleza --el hombre de fe ha de estar siempre pronto a dar razón de su amor y de su esperanza(12)--, aspira a prolongarse en palabra, que manifieste y desvele el fundamento del propio actuar, es decir que dé a conocer a Cristo e invite a acercarse a El, y por tanto en apostolado. Ni que decir tiene, que esa palabra podrá y deberá surgir con frecuencia del trabajo mismo, de las relaciones interpersonales que el trabajar suscita y de los vínculos de compañerismo y de amistad que de esas relaciones derivan, dando así lugar a ese apostolado individual, que --como subraya el Decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos(13)-- principio y condición de todo el actuar apostólico del cristiano vive y se santifica en el mundo.


c) Santificar el trabajo


La santificación personal y la acción apostólica a las que acabamos de hacer referencia, no se articulan y desarrollan meramente a partir del trabajo o tomando ocasión de El, sino --lo que es muy distinto, pues excluye toda exterioridad o instrumentalización-- entremezclándose con él, formando una sola cosa con él: santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo presuponen y connotan santificar el trabajo, hacer del trabajo mismo tarea profundamente humana y cristiana.

Ello reclama, en primer lugar, realización técnicamente acabada de la tarea laboral, con pleno conocimiento y respeto de las leyes propias de cada actividad, y en consecuencia con competencia y seriedad profesionales, con dedicación, con empeño. Pero no sólo eso: implica además, y por cierto con radicalidad plena, sentido ético y espíritu cristiano. El trabajo y, más concretamente, el trabajo profesional, que es propio del laico o cristiano corriente, no es una actividad aislada ni acto transformador de la materia mediante el cual cada individuo singular se enfrenta separadamente con el cosmos, sino tarea inserta en el vivir social y pletórica de responsabilidades. Y todo ello forma parte del horizonte que implica la santificación del trabajo en cuanto tal.

La ciencia y la técnica no incluyen, en y por sí mismas, las normas para su propio uso, ya que, en cuanto actividades de un sujeto libre, presuponen, para su ejercicio, el juicio ético y, en consecuencia, connotan, en su desarrollo histórico, una visión del hombre y del mundo, al menos implícita. La fe cristiana, luz que revela el destino eterno y la dignidad radical del ser humano, pueden y deben incidir así en la actividad laboral configurándola intrínsecamente y llevándola a perfección. La reflexión sobre la propia tarea para percibir sus exigencias e implicaciones debe ocupar, pues, un lugar importante en la experiencia espiritual de quien está llamado a realizar su vocación cristiana en el entramado del mundo. Así como, en cuanto trasfondo que hace posible esa reflexión, la profundización en la comprensión cristiana del hombre y en las implicaciones históricas y sociales que de esa comprensión derivan; en suma, y con términos más concretos, la profundización en el saber teológico y en la doctrina social de la Iglesia.

La realización de esa síntesis entre lo humano y lo cristiano reclamará, en ocasiones, una distancia crítica frente a las convicciones vigentes en un momento dado, denuncia de cuanto en la propia civilización y en su forma de concebir el trabajo haya de no humano o incluso de antihumano. Siempre y en todo caso exigirá connaturalidad de la mente tanto con la fe como con los aspectos técnicos y humanos de la actividad laboral, para llegar así a una relación armónica, en la que la fe informe la acción humana, pero precisamente desde dentro de ella misma, sin deformaciones ni instrumentalizaciones(14). Lo que presupone no mero conocimiento teórico de una y otra realidad, sino experiencia vivida, y, por tanto, de una parte, hondura humana y profesional y, de otra --como subraya Juan Pablo II en la Laborem exercens(15)-- «una espiritualidad del trabajo», es decir, una vivencia cristiana de la actividad laboral, de modo que se perciba existencial y concretamente el sentido que el trabajo adquiere cuando es vivido en fe, esperanza y caridad, y la fuerza vivificadora que estas virtudes poseen cuando se ponen en ejercicio en el acto mismo de trabajar.

Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo, se nos presentan así no como tres finalidades o dimensiones paralelas, sino como tres aspectos de un fenómeno unitario: el vivir cristiano en el mundo, que tiene en el trabajo uno de sus ejes determinantes. Y esa es la razón por la que el trabajo, la santificación del trabajo, ocupa una posición de primer plano en la experiencia espiritual del cristiano.
____________

Notas

1. Además de la bibliografía mencionada en el capítulo anterior, y de la que daremos a continuación, parece oportuno recordar aquí, a modo de introducción algunos de los intentos de resumen de carácter manualístico acerca de la reflexión espiritual sobre el trabajo: G. Mattai, Trabajador, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid 1985, pp. 1368-1382; J. Rivera y J. M. Iraburu, Espiritualidad católica, Madrid 1982, pp. 811-848; K.V. Truhlar, Labor christianus. Para una teología del trabajo, Madrid,1963.

2. Como hemos señalado en la introducción general, este segundo capítulo es, en parte, paralelo al anterior, observación que se aplica particularmente al presente apartado; seremos pues aquí muy parcos en referencias bibliográficas, dando por supuestas las ya dadas en el capítulo que precede. Remitamos, no obstante, a los apuntes históricos incluidos en nuestra obra La santificación del trabajo, Madrid 1980, pp. 44 ss., aunque la perspectiva de la panorámica histórica que allí ofrecíamos es en algunos momentos algo diversa a la que ayuí adoptamos.

3. Laborem exercens, nn. 6, 25 y 36.

4. Cuanto acabamos de escribir presupone la distinción entre esas tres vocaciones o situaciones eclesiales básicas que son la laical, la sacerdotal y la religiosa o consagrada, tema sobre el que, como es bien sabido hay una literatura abundantísima. Para una introducción al tema remitamos a lo que hemos escrito en Mundo y santidad cit, pp. 194 ss. Sobre el debate que hubo al respecto en el periodo preparatorio del Sínodo de los Obispos de 1987 y la posición adoptada por la posterior Ex. ap. Christifideles laici, puede encontrarse un resumen en nuestro estudio La discusión teológica sobre la noción de laico, en "Scripta Theologica" 22 (1990) 771-789.

5. Este punto fue adecuadamente puesto de relieve, en el propio Concilio, por la Constitución Lumen gentium (nn. 11 y 41) y por el Decreto Apostolicam actuositatem (n. 4); un comentario a esos textos y su alcance en Mundo y santidad, cit. pp. 65ss.

6. J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 46 y Amigos de Dios, Madrid 1977, n. 9; otros textos y comentarios en La santificación del trabajo, cit, pp. 94 ss.; sobre algunos de los puntos que tratamos a continuación volveremos, en referencia expresa a la enseñanza de Josemaría Escrivá, en el capítulo VI. Para una delimitación de la noción de "santificación del trabajo", ver F. Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, en A,A.V., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, Pamplona 1987, pp. 881-891.

7. «¿De qué manera, dominando la faz de la tierra, podrá el hombre plasmar en ella su rostro espiritual?», se preguntaba el entonces Cardenal Karol Wojtyla en una conferencia pronunciada en 1974. «Podemos responder a esta pregunta --continuaba-- con la expresión, tan feliz y ya tan familiar a gentes de todo el mundo, que Mons. Escrivá de Balaguer ha difundido desde hace tantos años: "santificando cada uno el propio trabajo, santificándose en el trabajo y santificando a los demás con el trabajo". Esa conferencia, junto con otros textos, está recogida en el libro La fe de la Iglesia. Textos del Card. Karol Wojtyla, Pamplona 1979; las frases citadas están en pp. 94-95.

8. Sobre el concepto de profesión y sus implicaciones, remito una vez más a La santificación del trabajo, cit, pp. 37 ss.

9. Cfr Rm 12,1.

10. Ver, por ejemplo, Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, nn. 9 ss., Decr. Apostolicam actuositatem, nn. 5 ss., Decr. Ad gentes, n. 5; Pablo VI, Ex. ap. Evangelii nuntiandi, nn. 17-39; Juan Pablo II, Ex. ap. Christifideles laici, nn. 32-44.

11. Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 31.

12. Cfr 1 P 3,15.

13. Conc. Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 16.

14. Los párrafos de la Constitución conciliar Gaudium et spes (n. 36) sobre la autonomía de las realidades terrenas pueden, en este contexto, ser evocados.

15. Cfr nº 26.