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El Catecismo de la Iglesia Católica:
ideas directrices y temas fundamentales

 

Christoph Schönborn
Ciudad Nueva, Madrid 1994, pp. 41-66

 

Sucedía el día primero del sínodo extraordinario de los Obispos celebrado el año 1985. El cardenal Bernard Law fue uno de los primeros en tomar la palabra. En su discurso de ocho minutos dijo entre otras cosas: «Tenemos que aprender la fe en un mundo que se está convirtiendo cada vez más en la "aldea global"». Que el mundo se está convirtiendo en la gran aldea lo justificaba el cardenal de Boston con un argumento cuya expresión latina no honra ciertamente a Cicerón, pero que convence en su claridad: «Iuvenes Bostoniensis, Leningradiensis et Sancti Iacobi in Chile induti sunt "blue jeans" et audiunt et saltant eandem musicam». Por todas partes los jóvenes llevan vaqueros, y oyen la misma música: el mundo se ha vuelto pequeño, se convierte cada vez más en un mundo.

Este desarrollo nos plantea muchas cuestiones. ¿Será esta unidad sólo la uniformidad de la civilización técnica occidental? ¿Podrá la fuerza de la fe única llegar a ser eficaz como fermento de una unidad multiforme entre los pueblos y los hombres? Es palmario que la Iglesia hace nuevamente memoria de la unidad de su fe en el contexto de un mundo que se ha reducido a aldea global.

La unidad es uno de los cuatro atributos esenciales de la Iglesia. Ésta es «una, santa, católica y apostólica». La fe es una porque, como dice Pablo, tenemos en común un solo bautismo y un solo Señor (cf. Ef 4,5). La «unidad en la fe» era y sigue siendo el motivo apremiante y conductor que llevó a los Obispos del sínodo de 1985 en breve espacio de tiempo a la convicción unánime de que hoy es deseable un libro de la fe, un Catecismo de toda la Iglesia. En la mirada retrospectiva a los veinte años que habían transcurrido desde el fin del Concilio, se tuvo que constatar que todavía quedaba por comprender y por realizar mucho de la gran visión de la Iglesia que había presentado el Vaticano II. El Concilio había dicho sobre la Iglesia: «Así toda la Iglesia aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Cipriano)» (LG, 4). El Catecismo debe reforzar esta unidad que no tiene nada que ver con una uniformidad incolora; pues se trata de aquella unidad que fluye hacia la Iglesia desde la unidad del Dios trino.

En el prólogo del Catecismo se describe su finalidad del modo siguiente: «Este Catecismo tiene por fin presentar una exposición orgánica y sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica tanto sobre la fe como sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la tradición de la Iglesia» (11).

Un catecismo es un resumen de los contenidos esenciales de la fe. ¿Es todavía posible hoy una síntesis de esa índole? Tengo la impresión de que muchas críticas al nuevo Catecismo están relacionadas con el rechazo de la idea del catecismo como tal. En sus famosas conferencias tenidas en Notre Dame de París y en Fourvière de Lyon el año 1983, el cardenal Ratzinger se refirió muy claramente a este punto: «El no atreverse a presentar ya la fe como totalidad orgánica desde sí misma, sino sólo en reflejos de detalle a partir de experiencias antropológicas particulares, estribaba últimamente en que no se tenía ya ninguna confianza en esta totalidad. Estribaba en una crisis de la fe, más exactamente: de la comunión de fe con la Iglesia de todos los tiempos».

En una ojeada a diversos libros de religión se puede obtener la impresión de que simplemente ya no se ha de realizar una síntesis, una exposición coherente de la fe. Experiencias e impresiones particulares, casi al estilo de los anuncios publicitarios y de los videoclips, pero ninguna cohesión de conjunto, ninguna construcción orgánica. Presentar la totalidad de la doctrina católica de la fe y las costumbres clara y coherentemente no es, por cierto, una empresa fácil. El Catecismo afronta este reto.

Para cumplir con esta tarea, se tuvieron que tomar previamente algunas decisiones fundamentales de importancia. Querría presentar a continuación con cierto detalle tres criterios que han determinado el plan de conjunto y su realización:

1. Orientación por el principio de la «jerarquía de verdades»; 2. Atención a la unidad de la tradición eclesial en el espacio y el tiempo; 3. El «realismo» en la exposición de los contenidos de la fe.

 

1. La jerarquía de las verdades


En diciembre de 1989 se envió el proyecto del Catecismo a todos los obispos de la Iglesia universal, para que pudieran tomar postura y manifestar sus deseos de introducir modificaciones. Un punto crítico que se había de oír frecuentemente era que el proyecto descuidaba el principio de la jerarquía de verdades. No siempre era evidente lo que se entendía exactamente bajo este concepto, empleado por el Concilio Vaticano II.

En el decreto conciliar sobre el ecumenismo se habla de un «orden o "jerarquía" en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR, 11). La «jerarquía de verdades», en el sentido del Concilio, no significa, por tanto, que uno puede limitarse a algunos puntos nucleares de la fe y desatender el resto, y tampoco significa que hay verdades «seguras» y «menos seguras».

El cardenal Ratzinger lo ha expuesto repetidas veces: la «jerarquía de verdades» no se ha de comprender como un «principio de sustracción», como si pudiera reducirse la fe a algunos puntos esenciales, mientras que el resto, como menos importante, quedaría a discreción del individuo. La «jerarquía de verdades» significa más bien un principio orgánico de estructuración, que no puede ser confundido con los grados de certeza. La «jerarquía de verdades» significa que las diversas verdades de la fe están agrupadas en torno a un punto central y, a partir de él, se hallan ordenadas entre sí, pero no que las verdades que no se hallan en el centro serían por ello menos verdaderas.

El principio de la «jerarquía de verdades» debía ser determinante en la estructuración de todo el Catecismo. Tres criterios eran particularmente importantes a este respecto:

    a) El misterio de la Santísima Trinidad como punto central de la jerarquía de verdades;

    b) el acceso cristocéntrico;

    c) y la estructura orgánica de conjunto, que se refleja en su disposición cuatripartita.


a) El misterio de la Trinidad


«El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de fe" (DCG, 43). "Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados de Él por el pecado, y se une con ellos" (DCG 47)» (234).

El Catecismo sigue la indicación del Directorium Catecheticum Generale, en cuanto que de forma ininterrumpida está construido trinitariamente. Desde el primer párrafo, la dimensión trinitaria está en el punto central. Es la perspectiva de conjunto del Catecismo, pues se encuentra en el centro de la fe cristiana: «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada» (CEC, 1).

Todo lo que hay que decir sobre la fe y la vida del cristiano se orienta a este punto central: la comunión de vida con la Santísima Trinidad. «El fin último de toda la economía divina [es decir, del conjunto de la actuación divina en la historia de la salvación] es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad» (260).

Podríamos recorrer todo el Catecismo y comprobaríamos que esta visión trinitaria, este tema trinitario atraviesa toda la obra como hilo conductor. Hagamos brevemente referencia a algunos lugares en los que esto es particularmente manifiesto:

--La dimensión misionera, que está presente en el Catecismo desde el comienzo hasta el final, se ve anclada en las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo: éstas siguen obrando en la misión de la Iglesia, son la fuente divina de toda su actividad misionera y catequética (cf. 1-3; 257; 690; 849-856; 859, y muy a menudo).

--La creación es obra común de la Santísima Trinidad (cf. 290-292); otro tanto cabe decir de la obra de la redención y de la santificación. También la resurrección es obra de toda la Trinidad (48-650).

--El pasaje antes citado de la Constitución sobre la Iglesia, según el cual la Iglesia es «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG, 4) lo hace suyo expresamente (810).

--La liturgia es considerada ante todo como obra de la Trinidad (cf. 1077-1112), particularmente la Eucaristía (cf. 1358-1381). También la oración es vista trinitariamente: se dirige al Padre, a Jesucristo y al Espíritu Santo.


Karl Rahner se quejó repetidamente ya a comienzos de los años cincuenta de que la teología y la piedad católicas hubieran olvidado la dimensión trinitaria. El Catecismo puede contribuir a organizar de nuevo la doctrina y la predicación católica en torno a este centro de la «jerarquía de verdades».


b) El misterio de Cristo


El segundo punto neurálgico de la jerarquía de verdades es el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. «"No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12), sino el nombre de JESÚS», se dice en el epígrafe del prólogo del Catecismo.

El acento cristocéntrico del Catecismo no se opone a la visión trinitaria: el Padre es revelado y el Espíritu Santo es otorgado por medio de la encarnación del Hijo eterno, por medio de su vida, su muerte y su resurrección. Para ser trinitaria, la catequesis tiene que ser cristocéntrica. Por eso, en la introducción del capítulo cristológico (426-429) se recalca que Cristo es «el centro de la catequesis».

El Catecismo cita a este respecto (426) el documento del Papa Juan Pablo II, Catechesi tradendae: «"En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros... Catequizar es... descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios... Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo" (CT, 5). El fin de la catequesis: "Conducir a la comunión con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad" (ibíd.)».

También en el párrafo siguiente de Catechesi tradendae (cf. CEC, 427) se destaca claramente el principio de la jerarquía de verdades: «En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios, y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca... Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7,16)» (CT, 6).

Cristo es la luz que irradia sobre todo, la que ilumina la entera exposición de la fe, pero también el camino del seguimiento como «vida en Cristo». La catequesis de la moralidad cristiana es ante todo una escuela de la nueva vida en Cristo bajo la operación de la gracia del Espíritu Santo. Por eso concluye el prólogo a la tercera parte, la parte moral del Catecismo, con las siguientes palabras: «La referencia primera y última de esta catequesis será siempre Jesucristo que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que Él realice en ellos sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicen las obras que corresponden a su dignidad» (1698).


c) La construcción cuatripartita del Catecismo como estructura orgánica de conjunto


En los focos trinitario y cristológico del Cate-cismo llega a ser eficaz el principio de la «jerarquía de verdades». Ellos son, como queda dicho, el centro íntimo en torno al cual todo se agrupa; forman el fondo de todas las exposiciones.

Todavía hay que señalar ulteriormente un tercer aspecto: la construcción externa del Catecismo. Este «plano de construcción» puede ayudar a captar más claramente la importancia de las afirmaciones particulares y su conexión con el fundamento de la fe cristiana; pues él mismo contiene ya un mensaje que yo querría aclarar brevemente en lo que sigue. Se mostrará que la opción catequística que sirve de base no fue hallada al azar ni representa una adopción sin reparo de la estructura de viejos catecismos, sino que está fundada en la cosa misma.

El cardenal Ratzinger formuló claramente esta opción en su conferencia de 1983 pronunciada en París y Lyon: la estructura de la catequesis «resulta de las realizaciones vitales fundamentales de la Iglesia, que corresponden a las dimensiones esenciales de la existencia cristiana. Así se originó en el tiempo más primitivo una estructura catequética que en su núcleo se remonta hasta el origen de la Iglesia, es decir, es tan antigua e incluso más antigua que el canon de los escritos bíblicos. Lutero empleó esta estructura para sus catecismos con la misma naturalidad que los autores del Catechismus Romanus. Ello era posible porque no se trata de una sistemática artificial, sino lisa y llanamente de la ordenación del necesario material rememorativo de la fe, que al mismo tiempo refleja los elementos vitales de la Iglesia: la confesión apostólica de fe, los sacramentos, el decálogo y la oración del Señor.

Estas cuatro "piezas capitales" de la catequesis han bastado a los siglos como elementos de estructuración y como puntos de convergencia de la enseñanza catequética y al mismo tiempo han abierto el acceso a la Biblia y a la Iglesia viviente. Decíamos ya hace un momento que corresponden a las dimensiones de la existencia cristiana. El Catechismus Romanus declara esto cuando dice que aquí se expone lo que el cristiano ha de creer (Símbolo), lo que ha de esperar (Padre Nuestro) y lo que ha de hacer (decálogo como interpretación de las formas del amor), y se delimita el espacio vital en el que todo esto está anclado (sacramento e Iglesia)» (Die Krise der Katechese und ihre Überwindung, loc. cit., p. 31 ).

El año 1988 apareció la edición crítica del Catechismus Romanus (CR), el llamado «Catecismo del Concilio de Trento», dado a luz pública por primera vez el año 1566. El editor, Prof. Pedro Rodríguez, y sus colaboradores han investigado muy cuidadosamente los fundamentos para el plan y las decisiones fundamentales de los autores del CR. Llegaron a algunos resultados apreciables, que confirman los puntos de vista del cardenal Ratzinger y al mismo tiempo añaden nuevas claves de comprensión.

Vale la pena echar un pequeño vistazo a las proporciones del CR: 22% para el Credo, 37% (casi el doble) para los sacramentos, 21% y 20% para los mandamientos y la oración dominical. El evidente desequilibrio en beneficio de los sacramentos estaba condicionado en parte por la controversia sacramental con los reformadores. Una investigación comparativa del CEC arroja la siguiente repartición: al Credo se le consagra el 39%, el 23% a los sacramentos, el 27% a los mandamientos y el 11% a la oración.

Ciertamente, en esta repartición han representado un papel las circunstancias históricas; sin embargo, contiene también un mensaje teológico y catequético importante. A la disposición fundamental del CEC podemos aplicar lo que Pedro Rodríguez escribe sobre el plan del CR: «La opción es evidente: el CR, antes de presentar al cristiano lo que ha de hacer, quiere declararle quién y cómo es él, hallamos esta cita de san León Magno: "Reconoce, cristiano, tu dignidad". Sólo cuando reconoce el poder sobrenatural que mana de su "ser en Cristo a través del Espíritu Santo", el creyente discípulo de Cristo puede hacer el esfuerzo, con un corazón confiado, sin temor servil, de practicar y de hacer crecer la vida cristiana según el decálogo... Sin la doctrina precedente de los sacramentos --la cual implica también la enseñanza sobre el Misterio de la Iglesia y de la justificación-- los preceptos del decálogo parecen exceder nuestra capacidad humana. Pero, basándonos en la fe y los sacramentos, los miramos con confianza y vigor. Esta es una propiedad específica de la espiritualidad católica, que alcanza su punto culminante en el CR» (prólogo, p. XXVI-XXVII).

También podemos trasladar el siguiente análisis al CEC: «De hecho, el orden doctrinal del CT no tiene cuatro partes, sino que se presenta como un díptico magnífico tomado de la tradición: por un lado, los misterios de la fe en Dios uno y trino, tal como es profesada (Credo) y celebrada (sacramentos); por otro lado, la vida cristiana según la fe --fe que obra por la caridad-- expresada en un estilo cristiano de vida (decálogo) y en una oración filial (Padre Nuestro)» (prólogo, p. XXVIII).

El mensaje de este díptico es claro: tanto el CR como el CEC destacan inequívocamente el primado de la gracia. Esto viene subrayado por la pequeña estadística que precisamente he presentado: en ambos documentos las dos primeras partes integran casi dos tercios de toda la extensión. Cualquiera que sea el método que se emplee en la catequesis --el CR y el CEC no imponen ningún método específico--, se ha de dar el primado a Dios y a sus obras. Sea lo que fuere lo que el hombre tiene que hacer, siempre será una respuesta a Díos y a sus obras. En ambos Catecismos son las proezas de Dios el tema de que propiamente se trata.

Hasta aquí hay una clara opción catequética, que no queda simplemente a elección, sino que cae de su peso, pues corresponde a la realidad: Dios viene primero; la gracia viene primero. Esa es la verdadera jerarquía de verdades. Por tanto, la catequesis tiene que conducir primordialmente a la adoración de Dios, al anuncio de sus grandes acciones y a la alabanza de su gracia: Misericordias Domini in aeternum cantabo --Cantaré eternamente las obras misericordiosas del Señor.


2. La unidad de la tradición eclesial en el espacio y en el tiempo


Es sabido que tanto el proyecto como también el texto final publicado ahora, fueron criticados en parte con vehemencia porque el uso de la Escritura y la tradición no correspondía a criterios científicos. La importancia de la cuestión va más allá de la ocasión inmediata. La exigencia del Concilio Vaticano II de que la Sagrada Escritura no sólo debe ser el alma de la teología, sino también de la catequesis (Dei Verbum, 24), no está en discusión. La cuestión es: ¿Cómo debe emplearse la Escritura?; y ¿cómo la tradición de la Iglesia?

El Catecismo sigue aquí los principios que expuso el Concilio Vaticano II, particularmente en la Constitución sobre la revelación divina Dei Verbum (DV). La Sagrada Escritura y la tradición eclesial no son dos fuentes separadas (y que, a ser posible, habría que colocar frente a frente) de la doctrina eclesial y de la vida eclesial, sino que «están estrechamente unidas y com-penetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal» (DV, 9). Esta unidad de la tradición, incluida la Sagrada Escritura, es junto con la jerarquía de verdades --e inseparablemente de ella-- una ulterior idea directriz que ha determinado la concepción y la realización del CEC.

El estudio científico de la Sagrada Escritura, al que la Iglesia da expresamente la bienvenida, e incluso lo considera necesario, hay que insertarlo en el contexto mayor de la Iglesia.

El Papa Juan Pablo II, el 23 de abril de 1993, en un discurso solemne ante numerosos cardenales, el cuerpo diplomático y los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica reforzó nuevamente con toda claridad la legitimidad y la necesidad del estudio científico de la Biblia (La interpretación de la Biblia en la Iglesia). La exégesis tiene que atender cuidadosamente a los aspectos humanos del texto bíblico. Tiene que estar abierta a todas las tendencias de la investigación que pueden esclarecer las condiciones históricas del texto bíblico. Como sus predecesores León XIII y Pío XII, Juan Pablo II califica con encarecimiento (vehementer) estos acercamientos como buenos.

Al mismo tiempo el Papa destaca el elemento divino presente en la Sagrada Escritura. En analogía con el misterio de la encarnación, la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en palabras humanas. Así, el Papa dice que la exégesis católica «debe y tiene que ayudar ante todo al pueblo cristiano, a captar más claramente en los textos la palabra de Dios» (núm. 9). Cita a san Agustín: «¡Deben orar para comprender!» (ibíd.). Por consiguiente, una vida espiritual es un presupuesto para la exégesis católica.

Una condición ulterior es «la fidelidad a la Iglesia» (núm.10). Juan Pablo II recalca la necesidad de que se lea la Biblia dentro de la comunidad de fe. «Ser fiel a la Iglesia quiere decir colocarse resueltamente en la corriente de la gran tradición. Esta corriente asegura, bajo la guía del Magisterio, una particular asistencia del Espíritu Santo» (ibíd.). La Sagrada Escritura no existe sin la Iglesia. Leer la Escritura dentro de la tradición, sin descuidar los sanos y sólidos resultados de la exégesis crítica: ésa fue la idea directriz para el empleo de la Escritura en el Catecismo. Y así se halla éste plenamente en la línea de la Dei Verbum.

Muchos conocimientos de la moderna exégesis bíblica han encontrado cabida en el Catecismo, aun cuando esto no se advierte expresamente en particular. Es fácilmente visible que, por ejemplo, detrás de los párrafos sobre «Jesús e Israel» (574-594) se halla una sólida ciencia bíblica contemporánea judía y cristiana. Pero un catecismo no es una monografía de exégesis científica. No es cometido de un libro de esta índole entablar discusiones sobre la datación primitiva o tardía de escritos neotestamentarios, sobre fuentes y Sitz im Leben. Visto globalmente, prepondera sin duda el uso dogmático y doctrinal de la Escritura. Pero ¿está dicho uso necesariamente en oposición a la lectura histórico-crítica de la Biblia? ¿Es, por ejemplo, el marco doctrinal de la confesión apostólica de fe de la primera parte del Catecismo un obstáculo para un acercamiento exegético?

El conflicto entre la interpretación dogmática y la interpretación histórica de la Escritura debe ser superado por mor de la realidad histórica misma. Albert Schweitzer, en su famosa obra Investigaciones sobre la vida de Jesús (Edicep, Valencia 1990) publicada a comienzos de siglo, llegó a la conclusión de que la búsqueda de la verdad histórica, del verdadero Jesús histórico, ha perdido la orientación siempre que ha intentado desvincularse de la «roca de la doctrina eclesial». Como muestra la historia, la exégesis histórica sin referencia a la doctrina de la fe inclina a seguir la corriente de la ideología que predomina cada vez.

Lo que Schweitzer mostró para el siglo XIX, sigue siendo válido hoy: la verdad histórica se disuelve cuando se abandona el suelo dogmático de la fe eclesial. El más profundo fundamento para ello estriba en que la realidad histórica a que se refiere la fe cristiana es en sí misma una realidad dogmática: el Jesús histórico de Nazaret es en verdad el Hijo eterno de Dios, que se hizo hombre, nació en Belén y vivió en Galilea una vida judía. La búsqueda histórica de Jesús empuja siempre de nuevo, a través de todas las capas históricas, al fundamento dogmático: al misterio de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Esta unidad --sin confusión y sin separación-- de las naturalezas divina y humana en Cristo es la clave para el recto empleo de la Escritura: «El Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22,2; cf. CEC, 470).

El empleo de la Escritura en el Catecismo sigue estos principios. Este empleo resulta ejemplarmente claro en el capítulo sobre la vida de Jesús. En las décadas pasadas, una poderosa corriente de la exégesis protestante intentó levantar una oposición entre el llamado «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe». Esta tendencia ha influido en amplias partes de la literatura catequética. Desde el comienzo, la comisión pontificia para el Catecismo se decidió por otro acceso: la catequesis tiene su suelo firme en la vida de la Iglesia, particularmente en la liturgia. Cada año la Iglesia celebra el entero ciclo de los acontecimientos de la vida de Cristo: su nacimiento, su bautismo, su predicación y su actividad curativa, su transfiguración y su pasión y finalmente su resurrección y ascensión. Al celebrar estos acontecimientos recordamos acontecimientos reales, históricos, que al mismo tiempo son profundos misterios: los actos divino-humanos de nuestro Señor, que es verdadero Dios y verdadero hombre.

El CEC intenta superar la desafortunada separación entre lectura «bíblica» y lectura «dogmática» de la Escritura. En la vida de la Iglesia permanecen presentes todos los actos y palabras de Jesús y a través de la fe y la liturgia entramos en comunión con la vida de Cristo. Un texto clave del CEC dice: «Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22,2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro» (521).

No sólo la primera parte sobre el Credo, también las partes II, III y IV del CEC se han de considerar en esta perspectiva. De lo que se trata siempre es de cómo somos capacitados para participar en los misterios de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Esta orientación de la mirada determina el paso a los sacramentos: «Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque "lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios" (S. León Magno, serm. 74,2)» (1115). Lo mismo vale para la comprensión de la moral cristiana: «Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar» (2074).

Por tanto, la Sagrada Escritura se ha de leer dentro de la vida de la Iglesia, y esta vida es participación en la vida divino-humana de Cristo. Las muchas citas de los Padres de la Iglesia, de las liturgias de Oriente y de Occidente, de los concilios y de una multitud de santos querrían apoyar esta comprensión de la palabra de Dios. El testimonio de los santos, de un Francisco, de un Tomás de Aquino, de una Catalina de Siena o de una Teresa del Niño Jesús son, por así decir, comentarios vivientes de los Evangelios. ¿Quién lee y comprende la Sagrada Escritura mejor que los santos? Por eso, el testimonio de los santos es de tanta importancia vital para nuestra comprensión de la fe, porque las realidades en que ellos y nosotros creemos ellos también las han vivido.


3. El realismo en la exposición de los contenidos de la fe


En el prólogo del Catecismo se dice: «El acento de este catecismo se pone en la exposición doctrinal. Quiere, en efecto, ayudar a profundizar el conocimiento de la fe. Por lo mismo está orientado a la maduración de esta fe, su enraizamiento en la vida y su irradiación en el testimonio» (23).

Con ello el Catecismo se impone una doble tarea: debe exponer claramente la doctrina y al mismo tiempo ayudar a vivir más profundamente esta fe y a testimoniarla más resueltamente. ¿Se pueden conjugar estos dos objetivos? ¿Cómo pueden juntarse la verdad objetiva de la doctrina eclesial y el carácter completamente personal de su apropiación creyente?

Un buen conocedor de la catequesis de lengua inglesa (Eric D'Arcy, The New Catechism and Cardinal Newman) escribe: «Durante muchos años los catequistas y educadores en la fe de lengua inglesa tuvieron que trabajar a partir de una teoría que ha puesto todo el peso sólo en el aspecto personal, subjetivo. Esto tuvo consecuencias catastróficas para el reconocimiento confiado, por parte de toda una generación, de la verdad objetiva de la doctrina eclesial».

Este agudo dictamen pone en claro cuán urgente es que nos volvamos nuevamente conscientes de la importancia de la doctrina en una educación de la fe que sea conforme a la época y completa. Aquí hay que superar sin duda barreras emocionales; muchas veces tropezamos con una poderosa y más o menos consciente antipatía contra el lado doctrinal de la catequesis. Y sin embargo ningún camino lo deja al margen: la educación en la fe significa y pretende más que la mera experiencia subjetiva o la «preocupación existencial». Se trata de lo que Dios ha hecho por nosotros, de algo «dado», que nosotros debemos conocer. La fe tiene que ver en primer lugar con realidades, con hechos, no con experiencias o conceptos: «El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)», dice santo Tomás de Aquino (170). Creemos en la realidad de la encarnación del Verbo eterno de Dios; la concepción virginal (496) es un acontecimiento real, y lo mismo la resurrección del Señor de entre los muertos (639), aun cuando no tengamos ninguna «experiencia» de ello.

Los hechos se dejan formular en proposiciones; una fe sin proposiciones de fe no tendría ninguna relación a los hechos. El cardenal John Henry Newman dice: «El cristianismo es creer: el creer implica doctrina, la doctrina implica proposiciones» (Discussions and Ar-guments, 284). Estas proposiciones no son nada estéril, sino --recalquémoslo de nuevo-- referencia a una realidad, y ciertamente a una realidad que atañe inmediatamente a nuestra vida: «No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos permite "tocar"... Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Éstas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más» (CEC, 170). Sin proposiciones de fe, la fe se volatilizaría, perdería la fuerza que le permite fundar la comunidad y moldear la vida.

Los enunciados de fe forman un todo doctrinal al que la lengua cristiana designa «depósito de la fe» (depositum fidei). «¡Guarda el depósito que se te ha confiado!» (1 Tm 6,20), «guarda el precioso depósito que se te ha confiado» (2 Tm 1,14), escribe el autor de las cartas pastorales a su discípulo. «Conservar el depósito de la fe es la misión que el Señor confió a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo» --así rezan las primeras palabras de la Constitución Apostólica del Papa Juan Pablo II para la publicación del CEC.

«¿Qué es el depósito de la fe?», pregunta Newman. «Es lo que se te ha confiado, no lo que tú has descubierto; lo que has recibido, no lo que tú has ideado; no cuestión de astucia, sino de doctrina; no de uso privado, sino de tradición pública» (Essays Critical and Historical, 1,125-126).

El CEC querría ayudar a guardar y a transmitir el depósito de la fe. La Iglesia tiene la obligación, pero también el derecho, de expresar la plenitud, la riqueza y la belleza de la fe, «transmitida a los santos de una vez para siempre» (Judas 3; cf. CEC, 171). Con este fin ofrece la Iglesia universal en el CEC un incomparable y auténtico «banco de datos» (E. d'Arcy) de la doctrina católica.

La doctrina y la vida no pueden ser contrapuestas. ¿Cómo podemos amar sin comprender? Por tanto, la educación en la fe debe ser también una introducción a la comprensión de la fe (intellectus fidei) (158). La mejor comprensión de la fe profundiza también la confianza en esta fe y así también la confianza en el camino de la vida que la fe nos enseña. Ante todo, la joven generación necesita urgentemente de apoyo para hallar esta confianza. Recientemente escribió sobre el CEC un maestro experimentado: «Estamos ahora en condiciones de capacitar a los jóvenes estudiantes para que descubran ellos mismos que la estructura doctrinal íntima de la fe es intelectualmente tan exigente, está tan bien fundada y articulada y tan concretamente encarnada en la vida de hoy como otras cosas que ellos estudian» (Ib., p. 18). Y concluye: «En el CEC la Iglesia nos invita a confiar de nuevo a los jóvenes católicos aquel depósito al que tienen derecho corno su legítima herencia» (Ib., p. 16).