TECNOLOGÍA, UTOPÍA Y CULTURA
Germán Doig K. (*)
Un tema central
El tema de la tecnología ha venido adquiriendo un lugar central en
la reflexión de nuestros días. El cada vez mayor desarrollo en campos
tan importantes como las comunicaciones, la medicina, la industria o
la misma educación, ha llevado a un amplio debate sobre las ventajas
y los posibles riesgos de una sociedad marcadamente tecnologizada.
Es claro, por un lado, que la tecnología está trayendo enormes
beneficios a la humanidad. Pero, por otro, no se puede negar que
están surgiendo problemas nuevos ligados al desarrollo tecnológico.
Han aparecido así los defensores de la tecnología --que algunos han
llamado tecnófilos-- quienes han tomado posición contra los
detractores de este desarrollo --calificados como tecnófobos--[1].
Lo cierto es que el desarrollo tecnológico es en muchos sentidos
ambiguo. Tiene sus luces y sus sombras. Ello torna difícil hacerse una
idea orgánica del asunto y hace bastante complicado un diagnóstico
adecuado de la situación actual que muestra el crecimiento de
sociedades cada vez más tecnologizadas. Conforme la tecnología ha
ido adquiriendo mayor presencia e importancia en la vida de las
personas el tema ha venido despertando mayor interés y
preocupación. Los últimos lustros --sobre todo desde mediados de los
años 60-- han visto multiplicarse los ensayos y los artículos sobre el
tema. Tal es el volumen de material que ha aparecido que casi se
podría hablar de un alud de libros y artículos.
Sea como fuere, la revolución tecnológica ha llegado. Y no parece
ciertamente que exista la posibilidad de una vuelta atrás. Hoy en día,
por lo demás, son muy pocos los que realmente creen en las
fantasías iluministas de pensadores como Rousseau y su pretensión
de un paraíso pre-tecnológico aquí en la tierra. Más bien la atención
se dirige hacia un nuevo horizonte que alguno podría calificar como la
utopía tecnológica, en un rescate del concepto que acuñó Tomás
Moro, pero sobre todo retomando a Francis Bacon y su Nueva
Atlántida. Lo cual tiene un cierto sabor a pensamiento ilustrado y a
mito del progreso, sólo que ahora se trata de un progreso
marcadamente tecnológico.
Pero ni el paraíso pre-tecnológico de Rousseau, ni la utopía
tecnológica parecen maneras adecuadas de aproximarse al desarrollo
tecnológico actual y a su impacto sobre el ser humano. Los dos
enfoques pecan de un excesivo tecnocentrismo y al hacerlo extravían
el rumbo. Todo ello evidencia la importancia de realizar una reflexión
que aborde seriamente el fenómeno tecnológico y sus consecuencias
en la humanidad. Hay que procurar plantear las preguntas correctas
para encontrar algunas respuestas que ayuden a que este desarrollo
sea realmente para provecho del ser humano y no se desnaturalice y
se vuelva contra el hombre mismo. Tal sería el marco para que dicho
desarrollo se despliegue de acuerdo al orden de la naturaleza y del
ser humano según el designio divino, y forme así realmente parte de
un desarrollo integral de la persona.
El siglo XIX y el temor fáustico
La reflexión sobre la técnica, que empezó a ganar terreno en el
siglo XIX, tiene unas raíces muy hondas. El tema ha acompañado al
ser humano desde antiguo. Ya Aristóteles hablaba en su Metafísica
de que el género humano vive por el arte y el razonamiento (technei
kai logismois)[2]. Este concepto de techne --que ha sido traducido por
arte, ciencia y procedimiento a la vez-- constituye la base a partir de la
cual se desarrollarán la técnica y la tecnología. Y aunque no
corresponda exactamente a lo que hoy entendemos por técnica y por
tecnología, muestra la preocupación del ser humano por inventar
procedimientos e instrumentos, producir artefactos que le ayuden a
mejorar su medio ambiente, transformando la naturaleza,
protegiéndose de amenazas y organizando su vida. Es decir, en el
concepto de techne ya se insinuaba lo que hoy conocemos como
técnica y tecnología[3]. Siglos después también Santo Tomás de
Aquino traerá a colación el tema de lo que llamó las artes mecánicas.
Y así la técnica fue apareciendo integrada a otras reflexiones a lo
largo de los siglos.
Será recién en el siglo XIX que el tema de la técnica propiamente
--como se conocía mayormente a todo el fenómeno tecnológico--
empezará a ser objeto de una reflexión especial. Muchos pensadores
han coincidido en esta evaluación. Oswald Spengler, autor del famoso
ensayo La decadencia de Occidente, opinaba por ejemplo: «El
problema de la técnica y de su relación con la cultura y la Historia no
se plantea hasta el siglo XIX»[4]. Antes la técnica no constituía un
asunto independiente y mucho menos un posible problema, y como tal
no merecía una atención especial. Aparecía integrado a otras
reflexiones como un componente más de la realidad.
El siglo XIX verá un cambio de esta situación. Poco a poco
empezará a constituir un fenómeno singular, aislable del resto de
factores de la realidad. Esta preocupación se hizo notar por ejemplo
en la literatura. Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) ensaya una
reflexión a comienzos del siglo XIX. En su obra Fausto, terminada de
escribir poco antes de su muerte, expresa su preocupación por la
técnica. Goethe pone de manifiesto un profundo temor, que ha sido
calificado como fáustico en alusión a su obra. Diversos pensadores
recogerán esta aprensión fáustica.
En la segunda mitad del siglo XIX aparecerá un género de literatura
que será llamado de "anticipación", por su proyección hacia el futuro.
Algunos de los escritores que se aventuraron por este género se
adelantaron a su tiempo con "vaticinios" que han resultado muy
cercanos a la realidad. Dos casos destacados fueron el francés Julio
Verne (1828-1905) y el inglés H.G. Wells (1866-1946). Esto muestra,
a través de la literatura, un creciente interés por el papel e impacto de
la técnica.
La reflexión filosófica en el siglo XIX también empezará a dirigir su
interés hacia la tecnología. Incluso se pensará en su momento en una
rama de la filosofía orientada hacia la tecnología. En ese sentido, el
filósofo alemán Ernst Kapp (1808-1896) acuñará el término filosofía
de la técnica. Influenciado por el pensamiento de Hegel y Ritter, Kapp
ofrece una serie de interesantes aproximaciones al fenómeno de la
técnica que van desbrozando el camino de esta reflexión. Un hecho
que al parecer tuvo alguna influencia en su pensamiento filosófico
sobre la tecnología fue su obligada emigración a los Estados Unidos
--a Texas, donde los alemanes tenían un importante asentamiento de
emigrantes--.
El paradójico siglo XX
El siglo XX empezó con una seria preocupación por las
consecuencias del desarrollo industrial. Sobre todo se fijaba la
atención en las condiciones de trabajo, con el crecimiento de la
automatización y su ambiente frío y mecánico. Así, la primera mitad
del siglo XX vio desarrollarse una reflexión de un tono marcadamente
pesimista. Desde diversos campos se lanzaron voces de alarma
contra el desarrollo que estaba alcanzando la técnica y que se veía
como deshumanizante[5]. De esto se hace eco también el ambiente
literario, como se puede ver por ejemplo en la dramática imagen que
pinta Ernst Jünger en su novela Abejas de cristal[6]. Aunque quizá la
palma se la lleven los autores de las novelas de la llamada utopía
negativa que hacen de la tecnología el vehículo para nuevas y en
verdad espeluznantes esclavitudes. Se pueden mencionar en este
género: Señor del mundo de R.H. Benson (1900), Un mundo feliz de
Aldous Huxley (1931), 1984 de George Orwell[7] (1948), Fahrenheit
451 de Ray Bradbury (1951), Limbo de Bernard Wolfe (1952),
Mercaderes del espacio de Frederic Pool y C.M. Kornbluth (1953).
Así, la primera mitad del siglo XX verá una creciente preocupación
por las consecuencias negativas de la técnica. Pensadores de
diversos orígenes y de distintas tendencias se manifestarán sobre el
asunto. Entre los más destacados y conocidos se pueden mencionar:
Oswald Spengler[8], Martín Heidegger[9], José Ortega y Gasset[10],
los pensadores de la Escuela de Frankfurt --Max Horkheimer[11],
Theodor W. Adorno[12] y Herbert Marcuse[13], a los que se sumará
después Jürgen Habermas[14]--, Lewis Mumford[15], Harold Innis[16].
Se podrían nombrar a muchos más, como Karl Jaspers, Ernst Bloch,
Ludwig Wittgenstein, Jean Paul Sartre y John Dewey. Ya casi como
una bisagra entre la primera y la segunda etapa se puede mencionar
al francés Jacques Ellul[17], y sobre todo al canadiense Marshall
McLuhan[18].
Desde una reflexión más centrada en la fe cabe destacar entre los
pioneros de una reflexión orgánica a Friedrich Dessauer[19], así como
a Gabriel Marcel[20], pero quizá sobre todo a Romano Guardini con
sus reflexiones teológicas marcadamente pesimistas sobre el
fenómeno de la tecnología en sus famosas Cartas desde el lago
Como[21]. Algunos como Guardini ya en la década de los 20 llamaron
a nuestro tiempo la «era de la tecnología»[22].
A partir de la década de los 60 empieza a darse un giro importante
en el planteamiento del tema de la tecnología. Desde entonces la
reflexión se dispara y se sale del cauce de la literatura, la filosofía y la
sociología en el que se había movido hasta ese momento. Se podría
decir que en este tiempo adquiere un carácter más popular y al mismo
tiempo se difunde una línea de análisis más propiamente técnico. Es
éste un período en que la tecnología empieza a colocarse en un lugar
cada vez más importante en la sociedad. De esta manera, junto a los
aprensivos y a los críticos de la tecnología empiezan a aparecer
quienes ven con entusiasmo el desarrollo tecnológico. Y, entre ambos
extremos, aparece una vasta variedad de posiciones con multiplicidad
de matices y enfoques.
La lista de quienes se están dedicando al análisis del fenómeno
tecnológico y su impacto en la sociedad hodierna es en la actualidad
amplísima. Ella crece día a día, como se puede ver en un rápido
paseo por las bibliotecas o por el universo de la Internet. Son muchos
los autores que están reflexionando sobre lo que es la tecnología y
sobre su influjo en el ser humano y en la configuración de lo que
podríamos llamar la cultura adveniente. Revistas como Newsweek o el
magazine del New York Times han dedicado centenares de páginas a
tratar el tema. Esto es particularmente notorio en los Estados Unidos,
donde se vienen multiplicando los web-sites sobre tecnología. Se
podrían mencionar, en una lista muy incompleta, por lo menos a los
siguientes: Georges Friedmann[23], Joseph Weizenbaum[24], David
Bolter[25], Howard Rheingold[26], Jeremy Rifkin[27], Andrew
Feenberg[28], Don Ihde[29], Neil Postman[30], Paul Virilio[31], George
Gilder[32], Kevin Kelly[33], Nicholas Negroponte[34], Bill Gates[35],
Michael Dertouzos[36], Sherry Turkle[37], Mark Slouka[38], Clifford
Stoll[39], Paul Delany y George P. Landow[40].
¿Entre tecnófilos y tecnófobos?
Las perspectivas de los analistas del fenómeno tecnológico son de
todo tipo. Como hemos afirmado, algunos miran con optimismo el
futuro y ven más beneficios que problemas. Otros tienen una
aproximación más bien crítica con variado grado de reservas, incluso
algunos con un acentuado pesimismo y hasta rechazo. Se les
denomina de diversas maneras. Los nombres más comunes de las
posiciones extremas son, como hemos mencionado, tecnófilos y
tecnófobos. Pero no son los únicos calificativos. Algunos llaman a los
primeros integrados y a los segundos apocalípticos, según una
terminología que popularizó el italiano Umberto Eco en la década de
los 60[41]. En ambientes norteamericanos es frecuente escuchar
hablar en una perspectiva dicotómica, no siempre precisa ni justa por
aquello de polarización simplificadora, de los techies --por la adhesión
a la tecnología-- y de los humies --por su defensa de un tipo de
humanismo--[42].
Debe resaltarse, sin embargo, que los extremos son posiciones
que no suelen ser asumidas comúnmente de forma total. Los casos
concretos revelan en todo caso una inclinación hacia uno de los
polos, con los correspondientes matices. Abundan en ese sentido los
tonos intermedios. Pero, a diferencia de la primera mitad del siglo,
conforme han corrido los años desde la década de los 60 se puede
percibir que ha crecido la valoración positiva de la tecnología, lo que
no quiere decir por cierto que las voces críticas o de alarma hayan
dejado de aparecer también.
Para algunos analistas se pueden dividir en la actualidad las
teorías sobre la tecnología en relación al tema de la neutralidad y el
grado de autonomía que se le otorga. Andrew Feenberg propone la
siguiente división: la teoría instrumental y la teoría substantiva. Como
lo explica él mismo, la teoría instrumental «trata a la tecnología como
subordinada a los valores establecidos en otras esferas (p.ej., política
o cultura)». Aquí la tecnología se considera esencialmente como
neutral, es decir como un instrumento al servicio de los fines que se
establecen para ella. Mientras que la teoría substantiva, dotándola de
contenidos axiológicos inherentes, «atribuye una fuerza cultural
autónoma a la tecnología que prevalece (overrides) sobre todos los
valores tradicionales o sobre los que le hacen competencia»[43]. La
tecnología para esta posición no es neutral y constituye más bien un
nuevo tipo de sistema cultural que reestructura la sociedad entera.
Ambas posturas, sin embargo, parecen en realidad reflejar
posiciones extremas. En las dos se descubren elementos rescatables,
porque en cierta medida cada una tiene algo de verdad. Pero cuando
son presentadas en sus formulaciones extremas o de forma
simplificadora se ve la necesidad de descalificar a ambas, pues así
tomadas resultan falsas. La instrumental, porque la tecnología no se
puede reducir a un mero instrumento, mucho menos cuando se trata
de una tecnología que extiende la inteligencia --ya no sólo los
músculos-- y que se manifiesta también en procesos portadores de
contenido, no pocas veces de alta complejidad. Y la substantiva,
porque nada de lo relacionado con el ser humano tiene el nivel de
autonomía axiológica y de independencia operativa que esta
perspectiva le pretende conceder. Habría que tener en cuenta que la
tecnología depende del ser humano --y que debería tener siempre
presente su fin--, y a la vez también hay que considerar que tiene
cierto grado de autonomía instrumental --por cierto, autonomía que
debería estar siempre subordinada a los fines del ser humano--; en
cierto sentido, pues, resulta un poco instrumental y un poco
autónoma.
Pero el principal peligro de reducir la realidad y las aproximaciones
al fenómeno tecnológico estriba en el riesgo de desplazarse hacia un
tecnocentrismo. Las dos posiciones que hemos mencionado, tanto la
instrumental como la substantiva, corren el riesgo de darle a la
tecnología un lugar demasiado protagónico en el análisis de la
sociedad y la cultura --de hecho muchos autores caen en este
problema--. Ésta es una característica típica de quienes sólo ven
beneficios en la tecnología --los que hemos llamado tecnófilos--, e
incluso plantean --directa o indirectamente-- un cierto determinismo
tecnológico. Pero este vicio no es patrimonio sólo de los tecnófilos.
También puede atrapar a quienes se aproximan críticamente a las
nuevas tecnologías y a sus efectos, como de hecho parece estar
sucediendo con no pocos. Como en los primeros, la perspectiva de
los tecnófobos coloca a la tecnología en el centro de todo,
otorgándole un rol determinante en la vida del ser humano y su
cultura que parece excesivo. Ambas miran hacia la utopía tecnológica,
unos para rechazarla y otros para acelerar su llegada. En ambos
casos la utopía tecnológica termina siendo lo central, desde lo que se
redefine todo el universo humano.
El problema central no se descubre en los planteamientos de las
teorías instrumentales ni en las substantivas, como tampoco lo es el
oscilar entre los polos de los tecnófobos y los tecnófilos. Las dos
parejas de extremos terminan en realidad siendo expresiones de una
misma postura: el tecnocentrismo. La polémica entre unos y otros no
sólo no agota el asunto sino que ni siquiera lo plantea de manera
adecuada. Es más, tiende a cerrar el horizonte a otras posibilidades
de valorar la tecnología con un grave daño a la comprensión del
fenómeno tecnológico y de la sociedad que se está construyendo de
cara al mañana. Una recta aproximación al asunto debe llevar a
rechazar las posiciones inspiradas por esa perspectiva tecnocéntrica
para buscar ubicar a la tecnología en un marco más amplio, en el
mundo de lo humano, y particularmente de los fines del ser humano
según el designio divino. Y ese marco tiene como un elemento central
lo que se ha llamado la dimensión cultural.
Pero, dicho esto, se debe añadir que no es fácil evitar el
tecnocentrismo. La idea de que en una sociedad global la tecnología
--en cualquiera de sus expresiones o productos-- se convierte en
indispensable para que sigan vivas las instituciones, las compañías,
los mercados, las escuelas y, por cierto, los hogares, convierte a la
tecnología en fuente de nuevos y hechiceros mitos, y, en algunos, de
nuevas idolatrías. El escritor de ciencia ficción Arthur Clarke planteó
que cuanto más sofisticado y complejo es el desarrollo tecnológico
más difícil se hace distinguirlo de la magia. Sin embargo, la tecnología
no debería ser vista como un nuevo mito, ciertamente no ha de
considerarse como un tipo de "nuevo dios", y por supuesto no es
ningún tipo de magia. La tecnología es un producto de la inteligencia
humana y como tal debe ser valorada con realismo y amplitud para
ser puesta al servicio del ser humano y de su desarrollo integral
según el Plan de Dios. Y en esto no caben ninguno de los dos
extremos --ni el de los tecnófilos ni el de los tecnófobos--, pues ambos
terminan desenfocando gravemente el asunto. Cabe el realismo de la
verdad a partir del cual se puede distinguir lo bueno de lo malo según
un horizonte axiológico mayor que el del mero panorama de la
posibilidad y de la eficacia tecnológica.
La utopía tecnológica y la mentalidad tecnologista
Este problema del tecnocentrismo no es algo nuevo. En realidad
empezó a gestarse de la mano de una cierta mentalidad que tuvo sus
orígenes en el Renacimiento y alcanzó un claro perfil en la Ilustración.
Habíamos dicho que la tecnología es tan antigua como el ser humano
mismo, lo que es una manera de decir que el hombre siempre ha
producido y aplicado tecnología --desde que se confeccionó una ropa
rudimentaria para cubrirse y utilizó la piedra como instrumento para
aumentar su fuerza--. La tecnología tenía su lugar y estaba muy lejos
de constituir el centro de toda la vida del ser humano. El concepto de
Aristóteles --techne-- recoge de manera general esto.
A partir de la techne se irá evolucionando hasta llegar a lo que hoy
conocemos como técnica y tecnología. Esta evolución ha conocido
etapas. Hacia el siglo XVII se va a producir una bifurcación en la
concepción de lo que es la técnica. Mientras por un lado se sigue
desarrollando en directa relación a la persona humana, por otro
comienza a generarse una mentalidad que irá poniendo a la técnica
--y en cierto sentido a las ciencias experimentales-- como lo central,
considerando el método en que se enmarca como la única fuente
segura de conocimiento de la realidad y en el fondo como la solución
a todos los problemas del ser humano. Es decir, comienza lo que
hemos calificado como tecnocentrismo.
El fenómeno, sin embargo, irá creciendo lentamente. Sus primeras
manifestaciones aparecerán, como hemos dicho, hacia el siglo XVII.
Resulta de enorme interés la atención que se despertó en algunos
pensadores del Renacimiento que se proyectaron hacia la búsqueda
de la sociedad perfecta en lo que se ha llamado la utopía después de
la obra de Tomás Moro --editada en 1516--. Pero será en realidad un
siglo después de Moro, con las obras de dos renacentistas tardíos,
que se introduzca propiamente la reflexión sobre el papel de la
técnica. Se trata del inglés Francis Bacon (1561-1626) y su relato
inconcluso Nueva Atlántida --editado en 1627--, y del italiano Tomaso
Campanella (1568-1639) con su obra La ciudad del sol --editada en
1623--.
Es sumamente interesante el papel que le otorgan a la tecnología
algunos de estos pensadores que han llamado utópicos. Diversos
autores se han detenido en este asunto. Se puede mencionar por
ejemplo a Ernst Bloch --quien profundiza en lo que llama las utopías
técnicas--. Lewis Mumford, por ejemplo, afirma: «Las utopías más
importantes del tiempo, Cristianópolis, la Ciudad del Sol, por no decir
nada del fragmento de Bacon o de las obras menores de Cyrano de
Bergerac, todas giran alrededor de la posibilidad de utilizar la máquina
para lograr que el mundo sea más perfecto: la máquina fue el
sustituto de la justicia, de la sobriedad y del valor de Platón; incluso si
lo era asimismo de los ideales cristianos de la gracia y la redención.
La máquina se presentó como el nuevo demiurgo que debía crear
unos nuevos cielos y una tierra nueva. Al menos, como el nuevo
Moisés que había de conducir a una humanidad bárbara a la Tierra
de Promisión»[44].
Debe dársele un lugar destacado en la evolución de esta
mentalidad tecnocentrista a Francis Bacon. Para no pocos se trata del
primer pensador que enfocó su atención en la tecnología y su relación
con lo que podría llamarse el mundo económico-social. Destaca sobre
todo su obra Nueva Atlántida. Ésta constituye una curiosa proclama
de fe en la técnica como instrumento tanto del conocimiento de la
realidad como de la transformación de la naturaleza para la
edificación de una sociedad ideal. Incluso se podría decir que para él
la técnica es el saber supremo. Y aunque está en cierta manera
ordenada a un orden moral y quizá también teológico-espiritual --la
isla había sido evangelizada milagrosamente a través de unos escritos
de San Bartolomé--, en la práctica ocupa el lugar central de la
paradisiaca y desconocida isla de Nueva Atlántida. En efecto, nada
merece tanta atención como el cuidado y desarrollo de las técnicas,
en las que ven el secreto de la felicidad.
Bacon imagina una isla donde se ha generado un sistema de
aliento y protección de la técnica. Según su relato un famoso y sabio
rey habría creado en el pasado una «orden o sociedad» que llama la
Casa de Salomón, dedicada al «estudio de las obras y criaturas de
Dios»[45]. Bacon ensaya una interesante descripción del objetivo de
esta Casa que bien podría pasar como un intento de definir la técnica:
«El objeto de nuestra fundación es el conocimiento de las causas y
secretas nociones de las cosas y el engrandecimiento de los límites
de la mente humana para la realización de todas las cosas
posibles»[46]. La orden ocupaba un lugar preeminente en la vida de
la sociedad de la Nueva Atlántida, con una jerarquía interna
--conformada al parecer por sacerdotes cristianos--.
No les falta razón a quienes sostienen que Nueva Atlántida es una
obra que se adelanta a su tiempo en lo que a la técnica se refiere. En
efecto, Bacon imagina una sociedad en la que se tienen
conocimientos técnicos y científicos muy avanzados en casi todos los
campos de la vida del ser humano. Algunos incluso son
sorprendentes. Así, por ejemplo, se dice: «Imitamos el vuelo de los
pájaros, podemos sostenernos unos grados en el aire. Buques y
barcos para ir debajo del agua que aguantan la violencia de los
mares, cinturones natatorios y soportes»[47] --es decir, cuentan con
aviones y submarinos--. También han inventado el telescopio y el
microscopio, y unos aparatos que aplicados a las orejas aumentan el
alcance del oído, así como unos «instrumentos especiales para
transferir sonidos por conductos y tuberías en las más singulares
direcciones y distancias»[48] --¿acaso un tipo de teléfono?--.
Pero no es este curioso sentido de anticipación lo más importante
de la obra de Bacon en relación a la técnica. En su Nueva Atlántida
plasma algunas de sus ideas que han llevado a que se le considerara
en los tiempos de la Ilustración como un "profeta" del progreso
tecnológico y científico. Bacon le otorga un papel central a la técnica
como el instrumento útil que ponía la naturaleza al servicio de la
humanidad. Presenta una especie de "glorificación" de la técnica.
Para ello era clave el rol que jugaba la Casa de Salomón, dedicada al
cultivo y desarrollo técnico. Nada hay más importante en la Nueva
Atlántida que la técnica, la que desplaza otros aspectos de la vida.
Para Bacon la técnica estaba por encima de todo. El local de la Casa
de Salomón es presentado como una síntesis del saber y a la vez una
especie de museo y catedral de la técnica. Allí se celebra una suerte
de culto tecnológico, con «ciertos himnos y servicios de alabanza y
gracias a Dios por sus maravillosas obras»[49]. «Para celebrar
nuestras ceremonias y ritos --hace decir Bacon a los habitantes de
Nueva Atlántida-- disponemos de dos larguísimas y hermosas
galerías: en una de ellas colocamos los modelos y muestras de todo
género de las más raras y excelentes invenciones; en las otras
instalamos las estatuas de los inventores célebres»[50]. Los técnicos
han desplazado a todos los demás --humanistas, educadores,
filósofos, teólogos, santos, etc.--. La isla de Nueva Atlántida parece un
reino gobernado por tecnócratas, y aunque aparecen referencias a
Dios en realidad quedan marginadas de su sentido verdadero y de la
vida de los ciudadanos de ese mundo utópico.
Entre otras cosas, el pensamiento de Bacon parece ser en el fondo
una reacción contra la perspectiva de la filosofía aristotélica. El autor
de Nueva Atlántida consideraba que esta filosofía no daba la debida
primacía a la utilidad. Él, en consecuencia, trata de proponer un tipo
de conocimiento que permita dominar la naturaleza. Desde esta
perspectiva descalifica a la ciencia tradicional porque piensa que la
ciencia debería orientarse hacia el dominio, hacia la práctica y hacia
la utilidad. Para Bacon las filosofías de Platón y Aristóteles deberían
ser sustituidas. El pensamiento de Santo Tomás, y de otros
escolásticos, lo juzga igualmente inadecuado. En su lugar, para él,
debería aparecer una ciencia experimental universal con un nuevo
tipo de lógica.
De los escritos de Bacon destaca el que lleva por título Novum
Organon Scientarum seu indicia vera de interpretatione naturae et
regno hominis (1620)[51]. En esta obra, conocida simplemente como
Novum Organon, hace el intento de presentar una nueva lógica que
lleve al conocimiento útil y al dominio de la naturaleza. El criterio de lo
verdadero o de lo bueno queda desplazado por el criterio de
"utilidad". El criterio de transformación de todo lo posible queda como
central y cuanto no está en esa dinámica, o la obstaculiza, queda
relegado. La lógica que propone para respaldar su perspectiva
estaría recogida en un nuevo método que llama científico. Su
pretensión no es otra que desarrollar un conjunto de normas que
permitan un conocimiento científico ordenado a la modificación de la
realidad, a través de experimentos que deberían ser metódicos,
ordenados, reflexivos y dirigidos por la razón. Por supuesto el método
como era entendido y aplicado excluía todo otro ámbito de la realidad
y como tal era eminentemente reduccionista. Lo cierto es que su
propuesta además de reductiva a nivel ontológico era tan complicada,
y poco científica, que fue totalmente inservible; en contra de sus
propias premisas resultó inútil.
Junto con la obra de Bacon, Nueva Atlántida, se debe mencionar
también el libro de Tomaso Campanella, La ciudad del sol. Se trata de
otra obra de carácter utópico en la que la técnica va a ser colocada
también como la fuente suprema de conocimiento de la realidad y de
solución de los problemas del ser humano, aunque con un papel no
tan central ni preeminente como en la obra de Bacon. La técnica para
Campanella era en cierto sentido el factor determinante en la
configuración de la cultura. Por ejemplo destaca en su obra la
importancia del invento de la imprenta, de la pólvora y de la brújula.
En un pasaje en el que se relata lo que dicen los habitantes de la
ciudad del sol, se afirma: «Hablan también de la maravillosa invención
de la imprenta, de la pólvora y de la brújula, cosas éstas que
constituyen otros tantos indicios e instrumentos de la reunión de todos
los habitantes del mundo en un solo redil»[52]. Y en otro fragmento
llega a decir: «el descubrimiento de la imprenta y del arcabuz, y no se
puede dudar que ofrecieron a los hombres el motivo, o más bien la
ocasión, para mudar profundamente las leyes...»[53]. Es decir, la
tecnología --a través de artefactos concretos-- jugaría un papel
capital en la configuración de la sociedad humana. Como en el caso
de Bacon, en la obra de Campanella la dinámica intramundana
aparece clara. La técnica y la manipulación de las cosas constituyen
la fuente de lo superior en el ser humano. La técnica está en el centro
de todo y condiciona todo lo demás. Algo como lo que siglos después
Karl Marx planteará en relación a lo que llama estructura y medios de
producción en relación a la superestructura. En esa línea, hoy, y
después de Harold Innis, y sobre todo de Marshall McLuhan --con su
homo typographicus y la aldea global--, Campanella resultaría un
verdadero "adelantado" de su tiempo.
Así como Bacon y Campanella se anticiparon al futuro, también
iniciaron algunos graves vicios en la aproximación a la técnica que
después serán asumidos y desarrollados por los ilustrados --desde su
endiosamiento de la razón y la ciencia--. Galileo Galilei (1564-1642) y
René Descartes (1596-1650), por ejemplo, desarrollarán su
pensamiento en inocultable sintonía con los planteamientos de estos
utópicos renacentistas. Por esta razón, no parece descabellado
calificar a Francis Bacon y, en cierta medida a Tomaso Campanella,
como los iniciadores de lo que después devendrá en la mentalidad
tecnologista y el tecnocentrismo, es decir la mentalidad que absolutiza
de tal manera el papel de la tecnología que termina desplazando otros
ámbitos del saber y de la realidad, con grave desmedro del fin último
del ser humano. Esta aproximación constituye un reduccionismo
metodológico[54] --tanto valorativo como práctico-- cuya norma
suprema es la eficacia por la eficacia sin ningún interés por la verdad
o el bien y mucho menos por la belleza. Es una mentalidad que se
expresa en el cientificismo y que en el fondo no es otra cosa que una
máxima confusión de los medios con los fines o, si se quiere, la
perversión de los medios. Esta mentalidad evolucionó y se fue
difundiendo sobre todo por obra de los iluministas. De la Ilustración
pasó al positivismo y de allí a los liberalismos y a ese derivado
antitético que es el marxismo. Hoy en día se descubre muy extendida,
como se puede colegir de lo que hemos mencionado en relación a los
tecnófobos y tecnófilos.
Es ésta la mentalidad que se descubre en los que propugnan las
perspectivas tecnocentristas y los promotores de lo que podríamos
llamar hoy la utopía tecnológica. Así como Bacon propuso una utopía
donde la técnica era el saber supremo y el centro de toda la vida
social, el siglo XX ha visto cómo se ha reeditado ese viejo sueño
tecnocentrista. Pero a diferencia de los tiempos de Bacon y
Campanella, esta nueva utopía tecnológica no sólo tiene defensores,
sino también serios detractores que lejos de anhelar la realización de
esta utopía buscan la manera de evitarla.
El inglés Aldous Huxley, por ejemplo, ponía como pórtico de su
novela de fuertes tonos críticos a un futuro en exceso tecnologizado,
Brave New World[55], un texto de Nicolás Berdiaeff: «Las utopías
aparecen como más realizables que lo que se creía en otro tiempo. Y
nos encontramos actualmente frente a una cuestión muy angustiante
de otra manera: ¿Cómo evitar su definitiva realización? Las utopías
son realizables. La vida marcha hacia las utopías. Y quizá comienza
un siglo nuevo; un siglo donde los intelectuales y la clase cultivada
soñarán los medios de evitar las utopías y de retornar a una sociedad
no utópica, menos "perfecta" y más libre». Como se ha dicho, Huxley
forma parte de un conjunto de escritores del género de ciencia ficción
que ha sido llamado utopía negativa, antiutopía o distopía[56]. Lo que
les preocupa a estos autores es que de pronto la utopía --que
siempre había sido solamente un cuadro imaginario, sin tiempo pero
sobre todo sin lugar-- se asome como algo posible. Pero ya no como
una sociedad ideal, sino como una amenaza contra el ser humano.
Entonces la utopía, que había sido algo "anhelable", se convierte en
algo "temible", "terrible". Lejos de querer que se alcance la utopía se
trata de evitar que se acerque.
El problema principal de las nuevas utopías tecnológicas está en la
perspectiva tecnocentrista que tienen detrás y que lleva a una
desnaturalización de lo que es la tecnología y en consecuencia a una
proyección que termina por orientarse a la deshumanización del ser
humano, en diversos sentidos, particularmente en una amputación de
su trascendencia. Estas nuevas utopías reeditan a su modo lo que
Bacon proponía algunos siglos atrás.
La dimensión cultural de la tecnología
Lo dicho lleva a plantear que toda aproximación al tema de las
nuevas tecnologías y su influjo en el ser humano y su cultura debe
tener como marco de fondo que la tecnología no es el único factor en
la vida de las personas y en la sociedad. Ésta aparece y se desarrolla
en medio de muchos otros factores de distinto tipo que no tienen
necesariamente una referencia directa a ella. Cada vez es más claro
que se debe tener en cuenta el horizonte de la cultura del ser
humano, medio en el que surge y se desenvuelve. El desarrollo
tecnológico forma parte de la cultura, y como tal está fuertemente
influido por el ambiente cultural en el cual aparece. Como parte de un
todo --que es la cultura-- la tecnología está en permanente
interacción con ese todo --generándose una influencia en ambos
sentidos--.
Al hablar de la dimensión cultural de la tecnología se está
planteando una perspectiva que rompe el círculo estrecho de la
visiones unilaterales. La tecnología no se entiende sin el ambiente
cultural en el que surge y que no sólo la hace posible sino que le da
un determinado lugar --que en el caso actual es ciertamente muy
importante--. Sobre este asunto han incidido diversos pensadores,
como Heidegger, Spengler y Ortega y Gasset, por nombrar algunos
de los más destacados. En el medio latinoamericano se puede
mencionar a Pedro Morandé[57]. Lewis Mumford, por ejemplo, desde
sus propios términos, afirmaba lo siguiente: «Para entender el papel
dominante desempeñado por la técnica en la civilización moderna, se
debe explorar con detalle el período preliminar de la preparación
ideológica y social. No debe explicarse simplemente la existencia de
los nuevos instrumentos mecánicos: debe explicarse la cultura que
estaba dispuesta para utilizarlos y aprovecharse de ellos de manera
tan extensa»[58]. Debería añadirse a lo que Mumford sostiene sobre
la utilización, el diseño de la tecnología. El ambiente cultural no sólo
es importante en relación al uso que se le da a la tecnología, sino que
también influye en la manera como se concibe y el fin para el que se
la diseña.
Desde esta perspectiva se puede entender mejor por qué se deben
considerar como incompletas tanto la explicación que le otorga vida
propia a la tecnología, como la que la reduce a un mero instrumento
que se puede usar como se utiliza un martillo. Los extremos resultan
en esto reductivos e incompletos para explicar la realidad. La
tecnología tiene algo de autónoma, como tiene también algo de
instrumental. Pero esa relativa autonomía está limitada y sujeta a
otros factores que están más allá de la mera tecnología. La tecnología
como obra humana debe estar siempre al servicio del fin del ser
humano.
El Papa Juan Pablo II, en un discurso donde alentaba a la utilización
de las nuevas tecnologías --especialmente en el campo de la
informática y de las comunicaciones-- señalaba que hoy en día «ya a
nadie se le ocurriría pensar en las comunicaciones sociales o hablar
de las mismas como de simples instrumentos o tecnologías. Más bien,
ahora las consideran como parte integrante de una cultura aún
inacabada cuyas plenas implicaciones todavía no se entienden
perfectamente y cuyas potencialidades por el momento se han
explotado sólo parcialmente»[59]. De lo que el Papa afirma se puede
avanzar recorriendo una pista muy sugerente: así, descartando tanto
la autonomía absoluta como una mera perspectiva instrumental, hay
que ir a preguntarse por la cultura humana que hace posible la
tecnología y en la que es desarrollada y utilizada.
El problema en relación al fenómeno tecnológico de nuestro tiempo
hay que buscarlo, pues, no tanto en la tecnología per se sino en la
difusión de una mentalidad tecnologista que hace que la técnica
pierda su carácter de medio para convertirse en el fin de las
aspiraciones culturales. Es lo que se ha llamado tecnocentrismo y que
en el fondo tiene su origen en una perversión de los medios que se
transforman falazmente en fines. Es entonces cuando la cultura se
termina subordinando a la racionalidad tecnológica. Por ello quizá
tenga mucha razón Ortega y Gasset cuando plantea que uno de los
desafíos de nuestro tiempo podría ser el «reinventar» una forma de
relacionarse con la técnica --quizá habría que decir con la
racionalidad tecnológica--, libre de las rémoras de la Ilustración y de
los vicios que inauguraron pensadores como Francis Bacon --con su
utopía tecnológica y su endiosamiento de la técnica--.
La pregunta por la tecnología y su influjo no debe, pues, quedarse
en la tecnología en sí misma, sino que tiene que ir más lejos o más
hondo, y no puede ser otra que una pregunta por su dimensión
antropológica y cultural. Ése es el camino por el que se debe transitar
para encontrar una evaluación equilibrada del fenómeno tecnológico
en sus beneficios y sus problemas. Las preguntas para entender el
fenómeno tecnológico y su impacto en la sociedad hodierna deben
enrumbarse hacia las características de la cultura actual. Han de
tener en cuenta en consecuencia la evolución de las ideas a partir del
Renacimiento, pero sobre todo de la Ilustración y la mentalidad que se
fue formando y que devino finalmente en una mentalidad tecnologista.
Esta mentalidad, que tiene como fundamento de aproximación a la
realidad un reduccionismo metodológico, es en el fondo agnóstica y
funcional. Y deben, finalmente, considerar la difusión de lo que se ha
llamado, en una expresión que se viene usando convencionalmente
para designar un fenómeno variopinto, pensamiento
post-modernista.
La consideración de la dimensión antropológica y cultural de la
tecnología es el marco para ensayar un diagnóstico equilibrado que
permita valorar adecuadamente el aporte de la tecnología a la
humanidad y, al mismo tiempo, llamar la atención sobre los problemas
que surgen vinculados al desarrollo tecnológico. Desde dicha
perspectiva se puede entender mejor que la tecnología no puede por
sí sola «indicar el sentido de la existencia y del progreso
humano»[60], como también que «los criterios de orientación no
pueden ser deducidos ni de la simple eficacia técnica, ni de la utilidad
que puede resultar de ella para unos con detrimento de otros, y,
menos aún, de las ideologías dominantes»[61]. Como afirma el
Catecismo de la Iglesia Católica, la ciencia y la técnica son recursos
preciosos cuando son puestos al servicio del hombre y promueven su
desarrollo integral en beneficio de todos, respondiendo a la luces que
iluminan el peregrinar del ser humano desde la fe. De eso se trata,
evitando los reduccionismos tecnocentristas que fluctúan entre el
rechazo y el culto a la utopía tecnológica y que por lo mismo impiden
que la tecnología sea desarrollada según la naturaleza del ser
humano y el designio divino.
....................
(*) Germán Doig Klinge, Vicario General del Sodalicio de Vida Cristiana, miembro
del Pontificio Consejo para los Laicos, forma parte del Consejo Editorial de la
revista «VE». Entre sus obras recientes se cuentan: Juan Pablo II y la cultura en
América Latina; Derechos humanos y enseñanza social de la Iglesia; El silencio
y la liturgia; De Río a Santo Domingo; Diccionario Río, Medellín, Puebla, Santo
Domingo.
1. Obviamente los calificativos son sólo eso y parecen ubicarse en los polos no
designando la amplia variedad de matices intermedios de quienes por ejemplo
valoran los desarrollos tecnológicos, pero mantienen reservas críticas.
2. Ver Aristóteles, Metafísica, I,1.
3. Asumimos aquí por razones de expresión una equivalencia en lo fundamental de
la técnica con la tecno- logía, precisando, sin embargo, que la tecnología añade
un componente teórico que la técnica no tiene.
4. Oswald Spengler, El hombre y la técnica, Editorial Ver, Buenos Aires 1963, p. 7.
5. Debe recordarse que el fenómeno de la llamada primera revolución industrial a
principios del siglo XIX despertaba ya entonces la atención sobre la incidencia de
los avances mecánicos y técnicos en desmedro de los puestos de trabajo y
también como factor de decisiva incidencia en la cuestión social.
6. Ver Ernst Jünger, Abejas de cristal (1957), Plaza & Janés, Barcelona 1963.
7. Seudónimo del autor angloparlante Eric Blair.
8. Ver Oswald Spengler, El hombre y la técnica, Editorial Ver, Buenos Aires 1963.
9. Ver Martín Heidegger, La pregunta por la técnica (1954), Editorial Universitaria,
Santiago 1984.
10. Ver José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Revista de Occidente,
Madrid 421972; y Meditación sobre la técnica, en Obras completas de José
Ortega y Gasset, Revista de Occidente, Madrid 51961, t. V, pp. 319ss.
11. Ver M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Sur, Buenos Aires 1969.
12. Ver M. Horkheimer - Th.W. Adorno, Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires
1970.
13. Ver Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Seix Barral, Barcelona 1971.
14. Ver Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Tecnos, Madrid 1986.
15. Ver Lewis Mumford, Técnica y civilización (1934), Alianza Editorial, Madrid 1971; y
El mito de la máquina (1967), Emecé, Buenos Aires 1969.
16. Ver Harold A. Innis, The Bias of Communication, University of Toronto Press,
Toronto 1951.
17. Ver Jacques Ellul, The Technological Society, Vintage Books, Nueva York 1964.
18. Ver Marshall McLuhan, La galaxia Gutenberg. Génesis del "Homo typographicus"
(1962), Círculo de Lectores, Madrid 1993; Understanding Media. The Extensions
of Man (1964), MIT Press, Cambridge 1994.
19. Friedrich Dessauer (1881-1963) es reconocido como uno de los iniciadores de
la filosofía de la técnica. Su oposición a Hitler lo llevó al destierro. Es importante
sobre el tema su obra Filosofía de la técnica publicada en alemán en 1927.
20. Ver Gabriel Marcel, Decadencia de la sabiduría, Emecé, Buenos Aires 1955.
21. Romano Guardini, Letters from Lake Como. Explorations in Technology and the
Human Race, Eedermans, Michigan 1994. Estas cartas aparecieron
originalmente en la revista «Schildgenossen» entre 1923 y 1925. Fueron luego
recogidas en un tomo por el autor en 1926 y reeditadas en 1960, manteniéndose
su redacción inicial.
22. Ibíd., p. 82.
23. Ver Georges Friedmann, El hombre y la técnica (1966), Ariel, Barcelona 1970, p.
124.
24. Ver Joseph Weizenbaum, Computer Power and Human Reason. From Judgment
to Calculation, W.H. Freeman, Nueva York 1976.
25. Ver J. David Bolter, Turing's Man. Western Culture in the Computer Age, University
of North Carolina Press, Chapel Hill 1984.
26. Ver Howard Rheingold, Tolls for Thought: The People and Ideas of the next
Computer Revolution, originalmente publicado por Simon & Schuster, Nueva York
1985.
27. Ver Jeremy Rifkin, Las guerras del tiempo. El conflicto fundamental de la Historia
Humana (1987), Sudamericana, Buenos Aires 1989.
28. Ver Andrew Feenberg, Critical Theory of Technology, Oxford University, Nueva
York 1991.
29. Ver Don Ihde, Technology and the Lifeworld. From Garden to Earth, Indiana
University Press, Indianápolis 1990.
30. Ver Neil Postman, Tecnópolis (1992), Círculo de Lectores, Madrid 1994. La obra
fue originalmente publicada en inglés con el título: Technopoly. La traducción al
castellano por Tecnópolis cambia un poco el sentido original del inglés.
31. Ver Paul Virilio, The Art of the Motor (1993), University of Minnesota, Minneápolis
1995.
32. Ver George Gilder, Life after Television. The Coming Transformation of Media and
American Life (revised edition), W.W. Norton & Company, Nueva York-Londres
1994.
33. Ver Kevin Kelly, Out of Control. The New Biology of Machines, Social Systems,
and the Economic World, Addison-Wesley, Nueva York 1994.
34. Ver Nicholas Negroponte, Being Digital, Vintage Books, Nueva York 1995, pp.
163ss.
35. Ver Bill Gates, The road ahead (completely revised and up-to-date), Penguin
Books, Nueva York 1996.
36. Ver Michael L. Dertouzos, What will be. How the New World of Information will
change our Lifes, Harper Edge, Nueva York 1997.
37. Ver Sherry Turkle, Life on the Screen. Identity in the Age of the Internet, Simon &
Schuster, Nueva York 1995.
38. Ver Mark Slouka, War of the Worlds. Cyberspace and the High-Tech Assault on
Reality, HarperCollins, Nueva York 1995.
39. Ver Clifford Stoll, Silicon Snake Oil. Second Thoughts on the Information Highway,
Anchor Books, Nueva York 1996.
40. Ver Paul Delany and George P. Landow, Hypermedia and Literary Studies, MIT
Press, Cambridge 1991.
41. Ver Umberto Eco, Entre apocalípticos e integrados (1965), Lumen, Barcelona
1995.
42. Ver Michael L. Dertouzos, ob. cit., pp. 310ss.
43. Andrew Feenberg, ob. cit., p. 5. Se puede ver también Albert Borgmann,
Technology and the Character of Contemporary Life, University of Chicago Press,
Chicago 1984.
44. Lewis Mumford, Técnica y civilización, ob. cit., p. 76. El tema ha sido motivo de
análisis desde diversos puntos de vista. Se puede mencionar por ejemplo entre
los autores hodiernos a Paolo Rossi, La nascita della scienza moderna in
Europa, Laterza, Roma 1997.
45. Francis Bacon, Nueva Atlántida, en Utopías del Renacimiento, Fondo de Cultura
Económica, México 1995, p. 252.
46. Ibíd., p. 263.
47. Ibíd., p. 270.
48. Ibíd., p. 269.
49. Ibíd., p. 272.
50. Ibíd., pp. 271-272.
51. Título que de por sí constituye una proclama.
52. Tomaso Campanella, La ciudad del sol, en Utopías del Renacimiento, ob. cit., p.
196. También afirma que los verdaderos inventores de la imprenta y la pólvora
fueron los chinos (ver p. 150).
53. Ibíd., p. 201.
54. Ver Luis Fernando Figari, Reconciliación y Nueva Evangelización, en V Congreso
Internacional de la Reconciliación, Nueva Evangelización rumbo al Tercer Milenio,
Vida y Espiritualidad, Lima 1996, p. 147.
55. Publicada en 1931. El título ha sido traducido al castellano --con evidente
dificultad-- como Un mundo feliz.
56. Del inglés Dystopia.
57. Ver Pedro Morandé, El hombre y la cultura en la sociedad tecnológica (colección
«Carisma», vol. 30, Patris, Santiago-Buenos Aires 1991); La Iglesia y su relación
con la cultura en vistas a la Nueva Evangelización (en revista «Vida y
Espiritualidad», año 12, n. 35, setiembre-diciembre 1996, pp. 65ss).
58. Lewis Mumford, Técnica y civilización, ob. cit., p. 22.
59. Juan Pablo II, El anuncio del Evangelio en la actual cultura informática, Mensaje
para la XXIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24/1/1990.
60. Catecismo de la Iglesia Católica, 2293.
61. Catecismo de la Iglesia Católica, 2294.