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Jesucristo, germen de la democracia

Si se atiende al discurso actual sobre la democracia, el concepto rebasa con mucho su significado etimológico e, incluso, lo que vendría a ser la definición de su mecanismo esencial como sistema: la participación de la sociedad en el nombramiento de representantes para el ejercicio de los poderes ejecutivo y legislativo del Estado, por medio del sufragio en cualquiera de sus formas. Más todavía, excede sus orígenes históricos, ya en la democracia directa de las Ciudades Estado de la Grecia clásica, donde todos los ciudadanos tenían voz y voto en sus organismos de gobierno dadas las pequeñas dimensiones de las mismas, ya en la de la República de Roma, donde nació el senado como instancia de gobierno representativa, dado que la democracia en ambos estados no presuponía la igualdad de todos los individuos: la mayor parte del pueblo, esclavos y mujeres, no tenía derechos políticos reconocidos. A más que, tanto la democracia griega como la romana, restringían el derecho al voto a los ciudadanos de nacimiento, así Roma concediese en ocasiones la ciudadanía a quienes no eran de origen romano.

Y es que, además de pretender la participación de todos los miembros adultos de la sociedad en la cosa pública, la democracia actual pretende ser el instrumento privilegiado de integración y nivelación socioeconómica: las propuestas de los partidos, en efecto, van más allá de la cuestión electoral ofreciendo la recomposición de la sociedad, con insistencia particular en la atención a los sectores más deprimidos y depauperados, literalmente marginados de la economía formal y, correlativamente, de todo tipo de bienestar material y cultural.

Me resulta imposible no ver en este concepto holístico de democracia un referencia directa a la praxis de Jesús de Nazaret, particularmente a un rasgo del que los Evangelios dan buena cuenta y que se conoce como comensalía, i.e., comunidad de mesa.

Con riesgo de caer en analogías anacrónicas, habrá que recordar que, en la Palestina del siglo I, la sociedad estaba, también, sectorizada. El criterio para considerar a alguien como perteneciente a la sociedad es el cumplimiento de la Ley, así sea en lecturas tan dispares como la aristocrática y laxa de los saduceos y la rigorista de los esenios, pasando, desde luego, por la interpretación dominante de los fariseos; todas, sin embargo, con la cualidad de producir la pureza legal, condición indispensable para la convivencia religiosa, social y económica. De este modo un fariseo, por ejemplo, no sólo evita el trato de un impuro sino que no le compra producto alguno de su trabajo.

Curiosamente los impuros, y por consiguiente segregados, pertenecen a los sectores menos favorecidos: pastores, camelleros y marineros, por la índole itinerante de sus oficios y por estar expuestos al robo; carniceros, curtidores y tenderos por estar en contacto con la sangre u otros factores de impureza y, particularmente, campesinos y jornaleros, que por la poca remuneración que reciben y la inestabilidad de sus ingresos, no tienen acceso a la instrucción necesaria para poder cumplir la ley: los 248 mandamientos y las 365 prohibiciones de la Halaká o tradición oral farisea, además de la Torá escrita. A estos grupos sociales hay que añadir a los publicanos —cobradores de impuestos para Roma—, y a las mujeres y a los niños, que no son sujetos de derecho.

Pues bien, la comensalía que practica Jesús de Nazaret consiste precisamente en participar de la mesa de los segregados: “Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: “«¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?»” (Mc 2,15-16). Y lo que resulta más interesante: ser Él anfitrión de los que nada tienen o de los que no son aceptados por los bienpensantes: “Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos».” (Lc 15,2). Hay que añadir a la praxis de comensalidad de Jesús de Nazaret la muy especial relación de amistad que tiene con las mujeres: se acompaña de ellas (Mc 15,40-41) y les acepta asistencia económica (Lc 8,1-3); visita a sus amigas, que, por cierto, demuestran tenerle una enorme confianza (Lc 10,38-42); asisten a su muerte y sepultura (Mc 15,40s) y son las primeras testigos de su Resurrección (Mt 28,1ss; Mc 16,1ss; Lc 24,1ss; Jn 20,1-19). Otro tanto sucede con los niños a quienes Jesús les dispensa un trato de preferencia: los defiende frente a sus discípulos, los acaricia y los bendice (Mc 10,13-16) además de ponerlos, de un modo inusual en su tiempo, como paradigmas para los suyos (Lc 9,46-48).

Pero la comensalía de Jesús de Nazaret adquiere proporciones más que inéditas cuando los sujetos de su comunidad de mesa son los pobres, a quienes considera propietarios, en primera instancia, del Reino de Dios, beneficiarios del nuevo orden que se inicia con su praxis: “Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios».” Estos pobres, según el término griego usado en la versión de las bienaventuranzas que conserva el evangelio de Lucas, son aquellos que nada tienen, que han sido despojados no solamente de sus bienes sino de su dignidad y tienen que recurrir a la mendicidad para sobrevivir. A éstos propone como comensales del Reino (Lc 14,12-24); de éstos fue un exquisito anfitrión (Mc 6,34-37), por éstos se gano el reproche de sus contemporáneos: “Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos  y pecadores.” (Lc 7.31-32).

Ahora bien, cualquiera que lea atentamente los Evangelios puede constatar que la integración de estos sectores relegados al nuevo orden religioso social y económico iniciado por Jesús de Nazaret al anunciar la presencia del Reino de Dios entre los hombres, no es la resultante de una predicación, por más sublime que sea, tampoco es la consecuencia de la reivindicación de un estado de derecho, mucho menos el fruto de un cambio en el liderazgo de la sociedad y nada tiene que ver con los logros de una revuelta sea del tipo que fuere. Es, ni más ni menos, el correlato de una experiencia de fraternidad, entendiéndose por tal una manera del todo diferente de pensar en los otros y en si mismo, una percepción nueva del hombre que viene a ser consecuencia directa de una manera inédita de entender a Dios: por boca de Jesús de Nazaret el hombre se entera de que Dios, el Creador, el Yahvéh de Israel se define como el Padre común a todos que no sabe distinguir entre sus hijos (Mt 5 44-45), como el Padre bondadoso que no sabe más que perdonar y acoger, aún cuando vaya en contra del derecho (Lc 15 11-32), como aquel a quien hay que llamarle precisamente Padre, Abba —mi querido Padre—, compartiendo, como norma y paradigma, la forma de relación del mismo Jesús, según lo enseña a los suyos (Lc 11 1-4).

Se trata, pues, de un hecho clave, fundante y definitivo en la vida del hombre que le significa el descubrimiento de su verdadera dimensión humana, de su dignidad, de su derecho a la vida, a la justicia, a los bienes de la tierra, a la paz, y, sobre todo, a la esperanza. Pero para que esta experiencia se viva como hecho, Jesús de Nazaret pasa por encima de toda índole de prejuicios y convencionalismos: rompe con lo establecido —cómodo para los privilegiados—, transgrede las barreras que dividen y sectorizan a los hombres para fraternizar con ellos en torno a una mesa, a un hogaza de pan, a un vaso de vino. Y asume, desde luego, las consecuencias ya conocidas.

Con todo, al posibilidad queda abierta: quien ha entendido, mejor aún, quien ha experimentado a Dios como Padre a partir de la proximidad y de la fraternidad de Jesús de Nazaret no puede menos que hacer suya la causa de Jesús en todos los aspectos de la existencia humana, proponiendo, más allá de la dinámica política partidista, una experiencia democrática e integradora en busca de la fraternidad incluyente y total.