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Gentileza
de http://www.geocities.com/teologialatina/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
El
evangelio de la fe y de la justicia
Con frecuencia se escucha decir a
muchos cristianos en el llamado Tercer Mundo que los tiempos del Éxodo ya han
pasado, y que ahora nos encontramos en el tiempo más parecido al de Job o al
del Eclesiastés1.
Con ello se quiere indicar que las esperanzas en unas rápidas transformaciones
sociales, destinadas a aliviar la situación de millones de personas
empobrecidas, se han ido difuminando en el horizonte. Es como si no hubiera ya
esperanzas al alcance de la mano, pero sin embargo hubiera que seguir
denunciando que los inocentes como Job siguen sufriendo y que es necesario
mantener, como el Qohélet, una mirada crítica sobre el mundo, por más que esa
mirada crítica ya no pueda anunciar una pronta transformación social que vaya
a acabar con la injusticia.
No quisiera negar la importancia
que el libro de Job o el del Eclesiastés siguen teniendo hoy para el cristiano.
Sin embargo, el olvido de la perspectiva del Éxodo puede constituir un grave
error para aquellos cristianos conscientes de que su fe está de algún modo
remitida al problema de la justicia social en el mundo. No se trata simplemente
de que el libro del Éxodo tenga en todas las épocas una relevancia capital
para acceder al núcleo de la fe cristiana y de su contribución a la justicia
social. Lo que sucede, además, es que la perspectiva antes mencionada acepta
demasiado rápidamente la idea desesperanzada de que las alternativas a la
injusticia masiva de este mundo se sitúan en un lejano futuro.
"La esperanza", decía
Monseñor Romero, "será pronto una realidad". Los fracasos de ciertos
grupos políticos, de ciertos sistemas económicos o de ciertos personajes públicos
de ninguna manera anulan, desde la perspectiva bíblica, la cercanía de esa
realidad. Y no se trata de ninguna manera de convertir la esperanza cristiana en
una promesa de ultratumba, en una actitud existencial o en un sentimiento
consolador. La esperanza en una superación efectiva y real de la injusticia
social no es, desde el punto de vista bíblico, una esperanza para el futuro. Es
una esperanza para hoy, realizable en el ahora en que estas líneas se escriben
o se leen.
La tendencia a situar las
esperanzas en un lejano futuro y a refugiarse en una crítica más o menos
desesperanzada del presente no sólo introduce demasiadas "raíces de
amargura" (Hb 12:15) en la comunidad cristiana, sino que también refleja
con toda probabilidad una mala comprensión del mensaje bíblico sobre la fe y
la justicia. Nadie avanza si no aprende de sus errores; y nadie aprende de sus
errores si nunca admite tenerlos. Para que los cristianos de hoy podamos avanzar
en el camino de la fe y de la justicia es muy necesario que aprendamos de los
errores del pasado. Y para eso nada mejor que preguntarnos de nuevo, con el
candor de quien todavía puede aprender (Mt 18:3), qué es lo que la fe
cristiana dice y aporta al problema de la justicia social.
1. "Creyó Abraham y
le fue contado como justicia"
En ocasiones, la relación entre
la fe cristiana y la justicia social se ha planteado de una forma puramente extrínseca
y moralista. El cristiano, por el hecho de serlo, tendría que comportarse éticamente,
y este comportamiento ético incluiría el compromiso con todas las causas
justas de la humanidad. Cuando se descubre que esto no hace nada más que
enunciar obligaciones universales de todos los seres humanos, sin aclarar lo
específico de la fe, se busca convertir al Jesús histórico en un modelo
insigne de dedicación a la lucha universal por la justicia, sin que de nuevo
quede muy claro en qué consiste lo específico de la contribución cristiana a
esa lucha.
En realidad, la vinculación
entre la fe y la justicia es mucho más intrínseca y radical que cualquier
obligación ética universal. De hecho, la Escritura, además de reconocer las
obligaciones éticas universales, también cuestiona la capacidad que cualquier
moralismo, aunque sea un moralismo políticamente correcto, pueda tener para
cambiar efectivamente el mundo. Desde el punto de vista bíblico, la relación
entre la fe y la justicia constituye un evangelio, una buena noticia, que
irrumpe en un mundo de opresión abriendo un camino de justicia que esa mundo,
por sí mismo, apenas podía atisbar. La fe cristiana no sólo afirma que existe
ya hoy un camino hacia la justicia, sino que afirma que ese nuevo camino, aunque
es imposible para los seres humanos, por muy morales que sean, es sin embargo
posible para Dios (Mc 10:27).
La buena nueva de la relación
intrínseca entre la fe y la justicia salta a la vista desde las primeras páginas
de la Escritura, cuando se nos narra la historia de Abraham, y se afirma que éste
"creyó a YHWH, el cual se lo reputó como justicia" (Gn 15:6). Si
leemos este texto desde una perspectiva estructural, situándolo en su contexto
canónico, aparece claro que no estamos aquí ante un acontecimiento que sea
relativo solamente a Abraham como individuo, y que pueda se reducido a
interpretaciones existenciales o intimistas. Estamos ante un hecho que, desde el
punto de vista bíblico, es decisivo para toda la historia de la humanidad, y
para el plan de Dios con ella.
El libro del Génesis a lo largo
de nueve capítulos (Gn 3-11) nos presenta un panorama sombrío sobre la
historia humana. El texto no pretende ser simplemente histórico o etiológico,
sino que quiere hablar sobre el presente. Por eso la historia que comienza con
el pecado de Adán termina en el presente de los posibles redactores del texto:
en la torre de Babel, símbolo de los grandes imperios opresores como Babilonia.
Menos pretensiones historiográficas tiene si cabe la historia de Adán, en la
que el mismo protagonista ostenta un nombre que nos pretende representar a todos
nosotros: se llama precisamente adam, es decir, "ser humano".
La historia de Adán es la
historia de todo ser humano, y esa historia se actualiza y se plasma en las
grandes estructuras de opresión, encarnadas en el texto por los grandes
imperios de la antigüedad. Si en lugar de la torre de Babel ponemos a los
grandes rascacielos con los que el sistema capitalista mundial muestra físicamente
su poderío, y si en lugar de Adán nos ponemos todos y cada uno de nosotros,
nos habremos acercado bastante a lo que el texto nos quiere transmitir, y por
tanto también a lo que la historia de Abraham significa para nuestro presente.
Y es que Abraham, a diferencia de
Adán, creyó en la promesa de Dios. Adán prefirió creer en la palabra de la
serpiente, la cual promete a los seres humanos ser como dioses, comiendo de los
frutos, buenos y malos, de sus propias acciones (Gn 3:5). Así como el Dios
creador hace todas las cosas buenas (Gn 1:31), el ser humano ("Adán")
podría ser como Dios, haciéndose bueno a sí mismo mediante los frutos de sus
propias acciones. Sin embargo, quien quiere justificarse a sí mismo disfrutando
de los frutos de sus propias acciones no sólo no se hace como Dios, sino que se
hace un esclavo de aquellas criaturas ("serpientes") que, poniéndose
en el lugar de Dios, pretenden garantizarnos una correspondencia entre nuestra
praxis y sus resultados. El resultado es la idolatría y la injusticia
generalizada, dos caras de la misma moneda según el pensamiento bíblico:
1)
Quien
quiere justificarse a sí mismo por los frutos de las propias acciones, ya no
puede ver a Dios más que como un enemigo, cuyo juicio sobre la propia praxis ha
de ser temido (Gn 3:8-10). Una vez embarcados en esta lógica, los seres humanos
no pueden menos que ofrecer a la divinidad los resultados de su propio trabajo,
por más que Dios nunca les haya pedido tales sacrificios. Es difícil ser más
crítico respecto al origen de la religión institucionalizada (Gn 4:1-5). La
alternativa a la esclavitud religiosa puede ser algún intento renovado de
endiosarse a uno mismo, uniéndose a la divinidad y produciendo
"superhombres", por más que tales intentos sean ridículos no sólo
frente al Dios creador, sino frente a las simples fuerzas de la naturaleza (Gn
6-9).
2)
Quien
quiere justificarse a sí mismo por los frutos de las propias acciones, tiene
necesariamente que utilizar a los demás para producir esos frutos, cayendo en
un juego de manipulaciones y acusaciones mutuas, que sólo pueden provocar la
desconfianza y la opresión de unos seres humanos por otros (Gn 3:7.11-16). El
deseo de autojustificación no conduce más que a la envidia y al asesinato,
pues los frutos de las acciones de los demás ponen en entredicho los propios
logros (Gn 4:8). Y el intento de que los asesinos reciban las merecidas
consecuencias de sus acciones introduce una lógica imparable de venganzas (Gn
4:25). El estado, simbolizado en la torre de Babel, puede tratar de monopolizar
la violencia, pero el precio es el dominio institucionalizado de unos sobre
otros. Sin duda, el que quiere justificarse a sí mismo, busca el poder para
producir resultados, y la admiración de los demás ante los frutos obtenidos;
pero esto significa que los demás sólo pueden ser para el poderoso súbditos o
admiradores. Los estados, con su tendencia intrínseca a divinizarse, no unen,
sino que dividen a la humanidad en diversas banderías nacionales y lingüísticas
(Gn 11).
3)
Quien
quiere justificarse a sí mismo por los frutos de sus propias acciones pone todo
el mundo que le rodea al servicio de una loca carrera por producir resultados,
lo cual solamente puede provocar la alienación humana en el trabajo y la
destrucción de la tierra entera. Paradójicamente, el último resultado
obtenido en esa loca carrera de autojustificación no es otro que la muerte (Gn
3:17-19).
Tras esta descripción sombría
de los diversos aspectos de la injusticia humana, frente a Dios, frente a los
demás y frente a la tierra misma, la Escritura nos presenta la elección de
Abraham. De hecho, la narración de cada uno de los pecados humanos ha ido
acompañada siempre de una palabra de gracia y de misericordia por parte de Dios
(Gn 3:21; 4:15; 9:15).Tras la narración sobre la torre de Babel, no aparece una
palabra de gracia específica, porque la palabra de gracia no es otra que la
elección de Abraham y, con ella, el inicio de la historia de la salvación,
presentada en el resto de la Biblia.
En una mentalidad dominada por
cierto universalismo filosofante, la particularidad de la elección de Abraham
no deja de plantear ciertos problemas. Algunos quisieran que Dios estableciera
unos principios morales o unas normas religiosas que todas las personas podrían
encontrar por sí mismas en todas las culturas, y a ello se reduciría la acción
salvífica de Dios. La particularidad de la elección divina, y la
particularidad del pastor nómada elegido, son para muchos un escándalo. Sin
embargo, el pensamiento bíblico es en este punto enormemente unánime y
coherente: el ser humano no puede volver por sí mismo al paraíso (Gn 3:23-24),
precisamente porque esa vuelta al paraíso sería un resultado de sus propias
acciones y no sacaría al ser humano de la lógica infernal y serpentina en la
que le envuelve su pretensión de autojustificación. Precisamente la
particularidad de la elección muestra que la superación definitiva de la
injusticia no es, como la torre de Babel, una obra humana, sino una iniciativa
de Dios.
Sin embargo, ningún
predestinacionismo ni ningún pelagianismo dan cuenta cabal del significado de
la elección de Abraham. Y es que en esa elección no está en juego el problema
de la salvación individual, sino el problema de la respuesta divina a un mundo
dominado por la injusticia, por la opresión y por el afán de poder. Por eso
mismo, la particularidad de la elección no pierde de vista la perspectiva
universal: "por ti", le dice YHWH a Abraham, "se bendecirán
todos los linajes de la tierra" (Gn 12:3). El mismo nombre
"Abraham", que Dios le impone, alude a esta dimensión universal de su
elección (Gn 17:5). En el pensamiento bíblico, la particularidad de una elección
está al servicio de un designio que atañe a todo el género humano. Por eso
mismo, la historia de los patriarcas se inserta en la historia más amplia de
toda la humanidad, dentro de la cual adquiere su sentido. Pablo apurará hasta
el extremo esta idea cuando afirme que incluso el fracaso en la elección cumple
una función a favor de toda la humanidad (Ro 9-11).
Sin embargo, la particularidad de
la elección significa, por de pronto, una ruptura con una humanidad regida por
la injusticia: "vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a
la tierra que yo te mostraré" (Gn 12:1). Y Abraham abandona Harán, el
centro del culto lunar, y se pone en camino hacia lo desconocido. Cualquier
solución al problema de la injusticia que busque y obtenga el aplauso de las
mayorías tiene algo de sospechoso (Lc 6:26). Pero esta llamada a la ruptura no
conduce a Abraham a la soledad o al individualismo. Al contrario: la vocación
de Abraham tiene por contenido la promesa de un pueblo y de una tierra: "de
ti haré un pueblo grande y te bendeciré" (Gn 12:2). De ahí la
importancia capital de la descendencia: "mira al cielo y cuenta las
estrellas, si puedes contarlas... así será tu descendencia" (Gn 15:5).
Con
esto tocamos un nervio de la concepción bíblica de la salvación. La
alternativa de Dios a la injusticia pasa por la formación de un pueblo distinto
elegido de entre los pueblos de la tierra. Para formar ese pueblo, a Abraham no
se le piden primeramente grandes obras morales o políticas, sino ante todo la
fe en el Dios que le llama. Si la injusticia, desde el punto de vista bíblico,
tiene su raíz última en la falta de fe de "Adán", la historia de la
justicia se inicia allá donde alguien creyó a Dios, y no a la serpiente.
Abraham creyó y se le contó como justicia (Gn 15:6). No se trata, obviamente,
de una fe puramente individual o interior, ajena a la praxis humana: es más
bien una fe que pone a Abraham en marcha con toda su familia. Precisamente esta
fe es la que posibilita una praxis nueva en la historia: frente a la idea,
propia de los pueblos semitas, de que Dios exige el sacrificio del hijo primogénito,
Abraham no sacrifica a Isaac. La fe no sólo permite a Abraham la disponibilidad
para perder lo más querido, sino también la ruptura con las convenciones
religiosas de su entorno. Sin la fe no es posible la ruptura, y sin la ruptura
no hay novedad en la historia. No sin razón dirá Pablo que la verdadera
filiación de Abraham, la que nos hace miembros del pueblo elegido, no es biológica,
sino de fe (Gl 3:7).
En
definitiva, la injusticia que se plasma últimamente en los sistemas imperiales
de poder y de prestigio tiene su raíz última en la falta de fe del ser humano
("Adán"), empeñado en alcanzar la propia justificación. Frente a
ella, la nueva justicia que Dios introduce en la historia arranca de la fe de un
pequeño grupo de nómadas, situados al margen de los grandes estados de su
tiempo. Ambos factores, el poder imperial y el pueblo de Abraham, constituyen
precisamente los dos protagonistas que se enfrentan en el relato del Éxodo. El
imperio egipcio ha esclavizado a los descendientes de Abraham. En este
enfrentamiento surge el modelo bíblico para la liberación de la injusticia.
2. "Nuestra justicia
será poner en práctica estos mandamientos"
El Éxodo constituye el centro de
la fe de Israel. Ningún otro texto sapiencial, por importante que sea, puede
ponerse en el lugar de lo que constituye el núcleo de la confesión de fe para
un israelita: "Mi padre era un arameo errante, y bajó a Egipto, y residió
allí siendo unos pocos hombres, pero se hizo un pueblo grande, fuerte y
numeroso. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura
servidumbre. Nosotros clamamos a YHWH, Dios de nuestros padres, y YHWH escuchó
nuestra voz, vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y
YHWH nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, con gran terror, con
señales y prodigios. Y nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, tierra que
mana leche y miel" (Dt 26:5-9).
Lo primero que llama la atención
en estos relatos es la clara vinculación que la fe de Israel establece entre la
miseria y la responsabilidad humana. La pobreza no es presentada como una
fatalidad, como un designio divino o como una responsabilidad de los pobres. La
pobreza es asociada directamente con la opresión de unos seres humanos por
otros. Los egipcios esclavizan brutalmente a los israelitas (Ex 1:8-14). Algo
perfectamente coherente con los relatos del Génesis. Y algo que conviene ser
recordado en unos tiempos donde tanto los "conservadores" como los
"progresistas" tienden demasiado fácilmente a aceptar los poderes y
las reglas que rigen este mundo. En cualquier caso, lo que claramente no encaja
con las concepciones usuales "conservadoras" o
"progresistas" es la alternativa a la opresión que el relato del Éxodo
propone como querida por Dios. Veamos esto más detenidamente.
Es interesante observar que el
libro del Éxodo, antes de presentarnos la alternativa de YHWH a la opresión,
nos pone primero delante de diversas alternativas más obvias y más usuales a
la misma. Pero de todas nos muestra su relativa ineficacia.
1)
En
primer lugar, tenemos la "resistencia pasiva" de las parteras
israelitas, que dan largas a la orden faraónica de eliminar a los varones recién
nacidos. Es una vía de resistencia muy frecuente entre los pueblos secularmente
oprimidos ("cómo no, patroncito, ahorita mismo lo vamos a hacer...").
Sin embargo, la actitud de las parteras no cambia en absoluto la política del
faraón, quien encomienda la tarea genocida a los propios egipcios (Ex 1:15-22).
2) En
segundo lugar, tampoco parece ser muy efectiva lo que podemos llamar la
"caridad individual". La hija del faraón tiene misericordia del bebé
hebreo abandonado sobre las aguas del Nilo. Esta actitud, coherente con la ética
del Antiguo Oriente (¡no sólo de Israel!), de socorrer "al huérfano y a
la viuda", puede ser providencial por lo que se refiere a la tarea que Moisés
desempeñará en el futuro. Pero, por sí misma, la caridad de la hija del faraón
no cambia la situación de los hebreos, que siguen siendo oprimidos.
3) Tampoco
cambia nada, en tercer lugar, el recurso de Moisés a la violencia contra los
opresores. Sin duda, el texto es muy realista al presentar la violencia de Moisés
como una respuesta a la violencia primera del sistema: Moisés mata al egipcio
que golpea a un hebreo. Pero la violencia no sólo produce la desconfianza de
los mismos oprimidos hacia su presunto liberador, sino además desencadena la
reacción violenta del sistema contra Moisés, quien se tiene que exiliar (Ex
2:11-22). Al final, la situación de los oprimidos no ha cambiado en absoluto,
como el texto nos dice claramente (Ex 2:23).
4)
Cabe pensar entonces en una vía más "moderada", la de las
negociaciones que buscan una "concertación" con los opresores. Moisés
y Aarón inician el diálogo con el faraón. Al parecer, no piden grandes
transformaciones del sistema, sino solamente una leve mejora en las condiciones
laborales de los hebreos. En concreto, Moisés y Aarón solicitan tres días
festivos (Ex 5:3). Sin embargo, la negociación fracasa, y el faraón endurece
las condiciones laborales de los hebreos. Los trabajadores israelitas no pueden
menos que sentirse traicionados por sus representantes (Ex 5:1-6:1).
5)
Finalmente, la historia de las plagas nos muestra un imperio egipcio a punto de
colapsar. Enfrentado con Dios, con sus trabajadores, y con el medio ambiente
natural, el sistema entra en una plena crisis. El faraón se halla
desprestigiado, pero obstinado en mantener la opresión (Ex 10:28). Moisés, en
cambio, goza de gran autoridad entre los mismos egipcios y sus dirigentes (Ex
11:3). Podría pensarse que había llegado el momento en que Moisés tomara el
poder e hiciera los cambios necesarios en el sistema. La historia bíblica ya
nos ha presentado el precedente de un hebreo en el gobierno del imperio: José.
Como primer ministro del faraón, José había conseguido que el estado se
apropiara de los medios de producción, posibilitando así la superación del
hambre en un momento de crisis (Gn 47:13-26).
Sin embargo, la propuesta central
del Éxodo es muy distinta. Dios no pretendía sentar a Moisés en el palacio
del faraón, sino crear un comunidad alternativa, en la periferia del sistema. Y
esa comunidad no es otra que el pueblo de Israel establecido en la tierra
prometida. No se trataba de una transformación ni de una reforma del sistema,
sino de la creación por parte de Dios de algo radicalmente nuevo en la
historia: una comunidad alternativa en la que no se han de repetir las
injusticias que tienen lugar en los sistemas opresivos que imperan sobre el
mundo. Veamos esto más despacio.
a)
En primer lugar, como en el caso de Abraham, estamos ante una salida, ante una
ruptura, ante un éxodo. La propuesta bíblica tiene poco que ver con la idea de
una toma del poder político para transformar la sociedad desde el palacio del
faraón. Este tipo de soluciones suelen encomendar la superación de la
injusticia a algún tipo de elite o de vanguardia, la cual ejerce el poder el
nombre de los oprimidos, mientras promete que en el futuro desaparecerá toda
opresión. En cambio, la solución bíblica inicia ya la construcción de una
nueva sociedad, y esa construcción no se encomienda a un nuevo grupo de
poderosos, sino que comienza desde los mismos oprimidos, que inician desde ahora
mismo una nueva forma de sociedad en la periferia del sistema. Es la radicalidad
de crear algo totalmente nuevo: un sistema alternativo. Precisamente porque la
novedad es mayor, la ruptura y el riesgo son mayores.
b)
En segundo lugar, la nueva sociedad responde a una iniciativa de Dios, y no es
un simple resultado de los esfuerzos humanos: "no es por tu justicia por lo
que YHWH tu Dios te da en posesión esa tierra" (Dt 9:6). La imagen de Dios
abriendo las aguas del mar para que pasen los israelitas alude al Dios creador,
que separa las aguas iniciales para hacerle un lugar al mundo habitable (Gn
1:6-7). Y es que la radicalidad de la idea bíblica de creación no procede de
especulaciones filosóficas, sino de la experiencia de que Dios puede crear algo
nuevo en la historia: una sociedad distinta en la que no se repiten las
injusticias de los imperios.
c)
La iniciativa de Dios establece entonces una diferencia entre éste y todos los
demás dioses de los demás pueblos. El salmo 82 presenta a Dios entrando en la
asamblea de los dioses y reprochándoles a éstos que no han sido capaces de
resolver el problema de la injusticia. El monoteísmo bíblico no obedece
primeramente a especulaciones filosóficas, sino a la experiencia de que el Dios
de Abraham y de Moisés es un Dios capaz de salvar a su pueblo, a diferencia de
todos los ídolos creados por la mano humana. Estos últimos, aunque prometen
salvación, no hacen más que crear dependencia, legitimando distintos sistemas
de opresión. Por eso mismo la nueva sociedad creada por Dios hace que se
tambaleen los cimientos de la tierra (Sal 82:5).
d)
Si la iniciativa procede de Dios, lo que se le pide a la nueva comunidad es ante
todo una fe en las promesas de Dios que les permita ponerse en camino, saliendo
del sistema opresor y dejando atrás otras soluciones insuficientes: "el
pueblo creyó, y al oír que YHWH había visitado a los israelitas y había
visto su aflicción, se postraron y adoraron" (Ex 4:31). Sin la fe del
pueblo en las promesas de Dios, la liberación radical de la injusticia,
propuesta en el Éxodo, no habría tenido lugar.
e)
La fe que posibilita ponerse en marcha no es la fe de un individuo, sino la fe
de una comunidad concreta. La liberación en Egipto no es posible sin la
existencia de una comunidad de fe, capaz de identificar las nuevas propuestas de
YHWH con las viejas promesas del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob,
reconociendo que se trata del mismo y único Señor (Ex 3:13-15). La liberación
de la injusticia, en el modelo bíblico, no consiste en la enunciación de
grandes principios éticos o políticos, sino en la historia de Dios con una
comunidad concreta que cree en él, que clama a él y que espera en él desde lo
profundo de la injusticia.
f)
Sin embargo, la liberación de la injusticia no sólo presupone una comunidad,
sino que también la crea. Y no la crea sobre bases raciales, o lingüísticas,
sino sobre la iniciativa de Dios. Esta iniciativa es suficientemente atractiva
como para atraer a la nueva comunidad a una gran muchedumbre de personas
oprimidas que no son israelitas (descendientes de Israel), pero que con los
israelitas creen en la iniciativa de Dios, se ponen en marcha y pasan a formar
un solo y nuevo pueblo (Ex 12:37-38).
g)
Solamente en el contexto de la iniciativa de Dios y de la existencia de una
comunidad creyente es posible entender un liderazgo como el de Moisés. Al
margen de esa iniciativa y sin la existencia de una comunidad creyente, tiene
poco sentido identificar a ciertos personajes o movimientos como "nuevos
Moisés", destinados normalmente y cuando menos a defraudar a los
oprimidos. Sin embargo, situada en el contexto adecuado, la figura de Moisés es
especialmente aleccionadora, porque muestra no sólo la necesidad de un
liderazgo autóctono, sino también la necesidad de que ese liderazgo conozca
profundamente tanto la cultura de los oprimidos como la de los opresores. Sin
esa doble experiencia, es imposible hablar de "alternativa", pues toda
alternativa presupone una dialéctica entre dos términos cuya estructura
profunda hay que conocer para no repetir, con nuevas fórmulas, aquello mismo
que se rechaza.
h)
El proyecto de la sociedad alternativa se plasma en una "instrucción"
(torah), en una "ley" destinada a asegurar que no se repita la
opresión de Egipto (Ex 23:9). El sentido de la ley de Israel solamente es
comprensible a partir de la liberación previa de la injusticia (Dt 6:20-25). De
ahí la introducción de instituciones como el perdón de las deudas cada siete
años (Dt 15:1-6), la prohibición del préstamo con interés (Dt 23:20-21), o
la recuperación de las propias tierras cada cincuenta años (Lv 25:8-12). La
comunidad de Israel se debía de convertir en una tierra de refugio para los
esclavos que huyeran de otras naciones (Dt 23:16-17), y los esclavos israelitas
debían de ser liberados periódicamente (Ex 21:1-11; Lv 25:25-54; Dt 15:12-18).
Otras medidas estaban destinadas a asegurar una relación adecuada con el medio
ambiente, permitiendo el descanso de la tierra cultivada (Lv 15:1-7). De este
modo, la ley pretende asegurar una nueva forma de vida en la que ya no habrá más
pobres (Dt 15:4). "Tal será nuestra justicia: cuidar de poner en práctica
todas estas instrucciones ante YHWH nuestro Dios, como él nos ha mandado"
(Dt 6:25).
i)
No se trata de medidas simplemente paternalistas, destinadas a que los poderosos
cuiden del huérfano y la viuda, sin abandonar su poderío. Esto ya existía en
las culturas del entorno, incluyendo a los grandes imperios opresores. El mismo
Hammurabi se jacta, en su famoso código, de cuidar del huérfano y de la viuda.
La nueva sociedad creada por Dios está inspirada por un ethos fraternal
y altamente igualitario. Por eso la ley no prevé necesariamente la existencia
de un rey en Israel (Dt 17:4). De hecho, las tribus de Israel vivieron durante
unos doscientos años sin monarquía, como una sociedad "segmentaria y acéfala",
tal como dirían los antropólogos. En el caso de introducirse la monarquía, la
ley prevé (post factum o no, poco importa) una estricta división de
poderes entre los jueces, el rey, los sacerdotes y los profetas (Dt
16:18-18:22). Esto diferencia radicalmente a Israel de las sociedades del
entorno, en las que se concentraban todos los poderes religiosos y políticos en
una sola persona. El poder del rey mismo ha de estar limitado, no sólo
materialmente (armas y dinero), sino sobre todo formalmente: el rey está
sometido a la ley, y no sobre ella, y por eso la ha de llevar consigo y leer
todos los días de su vida (Dt 17:16-19). Así "su corazón no se engreirá
sobre sus hermanos" (Dt 17:20), los demás israelitas.
j)
De esta manera, el pueblo de Israel estaba destinado a convertirse en una
sociedad alternativa, puesta por Dios en medio de los demás pueblos, y
destinada a llamar la atención de los demás pueblos, atrayéndolos hacia la
forma de vida instituida por Moisés: "Mirad, como YHWH me ha mandado yo os
enseño preceptos y normas, para que los pongáis en práctica en la tierra en
la que vais a entrar para tomar posesión de ella. Guardadlos y practicadlos,
porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los demás
pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán:
'ciertamente esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente'. Porque, en
efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo
está YHWH nuestro Dios siempre que lo invocamos? Y ¿qué nación hay tan
grande cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta ley que yo os
expongo hoy?" (Dt 4:5-8).
Ahora se hace claro que la
necesaria ruptura y separación del pueblo de Israel como un pueblo que
contrasta con todos los demás pueblos no significa un aislacionismo sectáreo,
sino una alternativa. Y justamente siendo distinto, pero siendo al mismo tiempo
una alternativa atractiva, el pueblo de Israel estaba llamado a ser bendición
para todas las naciones.
3. "Todas nuestras
justicias son trapo de inmundicias"
La historia de Israel, tal como
está recogida e interpretada en la Escritura, muestra obviamente un fracaso, al
menos parcial, del pueblo en su misión. Como dice el profeta Isaías:
"concebimos, tuvimos dolores de parto, dimos a luz viento; ninguna liberación
hicimos en la tierra, ni cayeron los moradores del mundo" (Is 26:18).
Posiblemente, muchas personas comprometidas con la justicia social en los últimos
años han sentido en algún momento esto mismo. Sin duda, muchos proyectos
pasados de justicia social no pretendían otra cosa que tomar el palacio del
faraón, para instalar allí al partido correcto. En este sentido, no fueron
proyectos suficientemente radicales, por mucho que estuvieran adornados con la
panoplia de la revolución. Pero incluso un proyecto radical como el de Israel
experimentó el fracaso. Y eso merece una reflexión que nos ayude a no repetir
los mismos errores. De hecho, una buena parte de la teología de los escritos bíblicos
no es otra cosa que una reflexión sobre el fracaso de Israel.
Si atendemos al diagnóstico de
los profetas, el fracaso de Israel tiene dos dimensiones fundamentales: la
idolatría que le lleva a sustituir al Dios que le ha sacado de Egipto por otros
dioses, y las injusticias internas que impiden al pueblo de Israel presentarse
como alternativa ante los demás pueblos. Aquí es importante tener en cuenta
dos cosas. En primer lugar, las críticas de los profetas se dirigen
primeramente contra las injusticias sociales cometidas dentro del pueblo
elegido. A los profetas no les sorprende el hecho de que en Egipto, en Asiria o
en Babilonia se cometan injusticias sociales. Esto es algo que se presupone,
porque responde a la lógica última de Adán-Babel, y frente a lo que Israel
tenía que ser una alternativa. Lo escandaloso está precisamente en que el
pueblo que tenía que ser una alternativa cometa las mismas injusticias
sociales, haciendo inútil el llamado de Dios. En segundo lugar, no se puede
separar la crítica de los profetas a la injusticia social de sus críticas a la
idolatría, como si las primeras fueran "actuales" y las segundas
meramente "culturales" y ya carentes de actualidad. Desde el punto de
vista bíblico, como hemos visto, se trata de dos caras de la misma moneda,
precisamente porque ambas tienen la misma raíz en la increencia de "Adán",
el ser humano.
Esta ecuación entre idolatría e
injusticia social es algo que se puede observar con claridad en la historia bíblica
sobre la introducción de la monarquía. El ethos igualitario de los israelitas
sospecha instintivamente de las formas estatales, porque ellas amenazan con
implantar, en medio del pueblo elegido, un palacio del faraón. La parábola de
Jotán expresa con claridad este rechazo: el deseo de gobernar aparece
precisamente entre aquellas personas que no tienen por sí mismas ninguna
cualidad benéfica y solamente pueden hallar reconocimiento haciendo daño a los
demás (Jue 9:7-15). Sin embargo, la presión de los filisteos empuja
progresivamente a que los israelitas deseen, después de dos siglos sin estado,
una monarquía "como la de los demás pueblos" (1 S 8:5). Obviamente,
el deseo de ser como los demás pueblos incapacita para ser una alternativa. El
profeta Samuel, en nombre de YHWH, acepta a regañadientes este deseo del
pueblo, pero no deja de advertir sobre sus peligros. La introducción de la
monarquía significa al mismo tiempo un rechazo de Dios, que deja así de
reinar directamente sobre su pueblo, y una introducción de desigualdades
sociales en el pueblo elegido (1 S 8:1-22). De hecho, la obra histórica
deuteronomista presenta a los reyes de Israel y de Judá como los principales
responsables tanto de la idolatría como de las injusticias sociales. Es la dinámica
que conduce no sólo a la división del pueblo elegido en dos estados, sino
también al hundimiento definitivo de ambos frente a los grandes imperios de
Asiria y de Babilonia.
Sin duda, la experiencia monárquica
no sólo deja en Israel un mal sabor de boca, sino también ciertos modelos con
los que formular una esperanza hacia el futuro. El reinado excepcional de David,
pecador pero nunca idólatra, ayuda a formular la visión de un nuevo tipo de
liderazgo, en la figura de un "hijo de David". Pero, sobre todo, el
mal reinado de los reyes de Israel y de Judá lleva a formular el deseo de que
un día, en el futuro, Dios mismo volverá a reinar directamente sobre su
pueblo. Es lo que expresa, por ejemplo, el oráculo del profeta Ezequiel:
"mi rebaño ha sido expuesto al pillaje y se ha hecho pasto de todas las
fieras del campo por falta de pastor, porque mis pastores no se ocupan de mi
rebaño, porque ellos, los pastores, se apacientan a sí mismos y no apacientan
mi rebaño (...). Así dice el Señor YHWH: Aquí estoy yo, yo mismo cuidaré de
mi rebaño y velaré por él (...). Buscaré a la oveja perdida, tornaré a la
descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está
gorda y robusta la exterminaré; las pastorearé con justicia (...). Yo suscitaré
para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David:
él las apacentará y será su pastor. Yo, YHWH, seré su Dios, y mi siervo
David será príncipe en medio de ellos" (Ez 34:8-24). La idea de un
"reinado de Dios" no enuncia simplemente una utopía universal de
justicia, ni mucho menos el diseño de algún nuevo tipo de estado, sino sobre
todo la esperanza en que Dios mismo reine sobre su pueblo por medio de su Mesías,
estableciendo así una justicia nueva. Por eso es ante todo "reinado"
(mlkt, basileía) y no mero "reino" de Dios.
En algunos pasajes, el Antiguo
Testamento analiza más finamente las razones del fracaso de Israel como
sociedad alternativa, y este análisis será finalmente completado por el Nuevo
Testamento. Según algunos textos, el problema no consiste solamente en una
infidelidad repetida de Israel al plan de Dios, tal como estaba expresado en la
Torah. Hay algo en el pueblo de Israel, más difícil de limpiar que las manchas
de la piel de un leopardo, y que le inclina siempre al mal (Jer 13:23). El
problema está últimamente en el corazón ser del humano, que tiene que ser
cambiado, porque sin este cambio es imposible realizar la justicia (Ez 11:19;
18:31; 36:26). Ahora bien, la ley de Dios, como instrucción para vivir en
justicia, no cambia por sí misma el corazón del ser humano. El ser humano
puede seguir viviendo con la lógica "adámica" de autojustificación.
De hecho, la ley misma puede ser utilizada para autojustificarse mediante el
cumplimiento de sus preceptos. Aunque la ley sea un don de Dios, el ser humano
puede usarla para presentarse a sí mismo como justo, con una justicia lograda
por su propio esfuerzo. Bajo esta lógica, la aparente justicia no es más que
una más radical injusticia: "somos impuros todos nosotros, como paño
inmundo todas nuestras justicias" (Is 64:5).
Pablo
dirá más adelante que la ley, siendo buena, fue utilizada por el pecado (Ro
7:7-25). Y en los Hechos de los Apóstoles se nos dice expresamente que el perdón
de los pecados y la verdadera justicia no se podían alcanzar mediante la ley de
Moisés (Hch 13:38). De hecho, ya el Antiguo Testamento afirma explícitamente
la insuficiencia de la ley de Moisés para dar vida al pueblo (Ez 20:25), y la
necesidad de una nueva alianza: "van a llegar días, dice YHWH, en que yo
pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza, no como
la que yo pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de
Egipto (...). Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré,
y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31:33).
Desde este punto de vista, la
realización de la justicia deja de limitarse al recuerdo de las acciones de
Dios en el pasado para incluir también la esperanza en una actuación de Dios
en el futuro. La fe, en este sentido, no es solamente la fidelidad al camino
iniciado por los padres. Ella incluye también la esperanza en el futuro que
Dios tiene preparado a su pueblo, a pesar de los propios pecados. Si la fe era
necesaria en el pasado para iniciar una ruptura con los sistemas establecidos,
lo que se pide ahora del israelita es confiar en el Dios de la historia, y no en
los imperios que prometen salvación frente a la amenaza de... otros imperios.
Es precisamente la fe en Dios lo que puede asegurar la independencia política
del pueblo elegido. En cambio, sin esa fe, el pueblo no puede subsistir (Is
7:9). Frente a la realidad bestial de los imperios que se van sucediendo unos a
otros, los creyentes israelitas esperan en el futuro el inicio del reinado de
Dios sobre su pueblo, el pueblo de los santos del altísimo, y la ruina final de
esos imperios (Dn 7:1-28).
La necesidad de una nueva alianza
y el traslado de la esperanza hacia el futuro no significan, sin embargo, una
sustitución de la estrategia fundamental por la que Dios va a traer justicia a
la humanidad. El pueblo elegido conservará, también en el futuro, su función
de ser una sociedad alternativa a la que se sentirán atraídos todos los
pueblos. La idea de una peregrinación de las naciones hacia el monte Sión
expresa justamente la fascinación que un Israel restaurado podrá ejercer sobre
toda la humanidad (So 3:9-10). Pero esta peregrinación exige la renovación del
pueblo elegido, expulsando del mismo a los "fanfarrones" que lo han
oprimido (So 3:11). De este modo, quedará un resto humilde de Israel, en el que
ya no habrá injusticia (So 3:12). Solamente entonces será posible la reunión
definitiva de Israel y el cumplimiento de su función frente a todos los pueblos
de la tierra (So 3:20). Así se reformula entonces la fe de Israel:
"Sucederá en días futuros, que el monte de la casa de YHWH será asentado
en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a
él todas las naciones y acudirán pueblos numerosos. Dirán: 'venid, subamos al
monte de YHWH, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos
y nosotros sigamos sus senderos'. Pues de Sión saldrá la ley y de Jerusalén
la palabra de YHWH. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos
numerosos. Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No se
levantará nación contra nación ni se ejercitarán más en la guerra" (Is
2:1-4; cf. Miq 4:1-5).
4. "¿No hará Dios
justicia a sus elegidos?"
El que la justicia se vaya a
realizar en el futuro no significa que la justicia no se vaya a realizar nunca.
Jesús de Nazaret aparece en la historia de Israel proclamando la buena noticia
de que el reinado de Dios se ha acercado, nos ha alcanzado y está ya entre
nosotros (Mt 3:2; 12:28; Lc 17.21).
Sin
embargo, Jesús evita ser proclamado rey (Jn 6:15). Ya hemos visto cómo en el
Antiguo Testamento aparecía una cierta ambigüedad ante la institución
estatal. Por una parte, la monarquía es una posibilidad prevista por la ley;
por otra parte, la institución del estado es acompañada de graves advertencias
por parte de Samuel. Una vez que la monarquía se hunde tras el desastre del año
587 a.C., la restauración de Israel en los libros de Ezequiel, de Esdras, o de
Nehemías no parece prever la reaparición de un estado independiente, sino
solamente la existencia de una zona religiosa autónoma centrada en el templo.
Ello no obsta para que fueran valoradas por los judíos figuras como las de José,
Daniel o Ester, que desempeñaron importantes papeles políticos en los imperios
de turno, no para convertir estos imperios en modelos del reinado de Dios, sino
para apoyar desde sus puestos políticos la supervivencia del pueblo elegido.
Sin embargo, la imposición forzada de la cultura helenista dio lugar a las
luchas guerrilleras de los macabeos, que terminaron con la instauración de una
nueva monarquía independiente. Sin embargo, resulta obvio que esta monarquía
en modo alguno podía presentarse como la realización de las esperanzas mesiánicas
del Israel. De hecho, la dinastía de los macabeos y de sus sucesores asmoneos
termina, como suele suceder con muchos regímenes "liberadores", en
figuras nada atractivas como la de Herodes.
En
el tiempo de Jesús y en el inmediatamente posterior, varios grupos podían
pensar todavía que el pueblo de Dios necesitaba para su supervivencia y para
realizar su misión en la historia la existencia de instituciones estatales, ya
fuera conviviendo de un modo "realista" con el imperio romano
(saduceos), ya fuera realizando una nueva revolución al estilo macabeo (lo que
acabarán propugnando los zelotas). En otros grupos, como los fariseos o los
esenios, prevalecía la idea de una existencia no estatal del pueblo de Dios,
bien en la forma de comunidades sinagogales (fariseos) o bien como una separación
monástica (Qumrán). Ciertamente, Jesús no espera una realización estatal del
reinado de Dios, pues es bien consciente que la existencia del estado está
unida a la dominación y a la opresión: "los jefes de las naciones las
dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder; no ha de
ser así entre ustedes" (Mt 20:25-26). Sin embargo, Jesús propone algo más
radical que la simple existencia sinagogal o la retirada monástica. Jesús
quiere una transformación más radical del pueblo de Dios.
El
rechazo de la vía estatal no significa, por tanto, ningún espiritualismo por
parte de Jesús. Es algo que se puede observar en los relatos de la alimentación
de la multitudes (Mc 6:30-44; 8: 1-10 y par.). El relato de la alimentación de
la multitud judía está situado tras el asesinato del Bautista por Herodes, y
presenta a Jesús con los apóstoles "en un lugar desierto" (Mc 6:31),
una probable alusión a la situación del éxodo. Una multitud de gente los
sigue, y Jesús se compadece de ellos, y se pone a enseñarles, "pues
estaban como ovejas que no tienen pastor" (Mc 6:34). Al final del día, los
discípulos no sienten ninguna solidaridad con la multitud, y le dicen a Jesús:
"despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos de los alrededores a
comprarse de comer" (Mc 6:36). Sería una típica reacción eclesiástica:
la comunidad de los discípulos de Jesús puede prestar un servicio espiritual a
las multitudes, pero los aspectos "materiales" no conciernen a la
iglesia. La respuesta de Jesús contradice frontalmente esta mentalidad:
"denles ustedes de comer" (Mc 6:36). La resolución del problema
material de las multitudes es una tarea propia de los discípulos de Jesús.
Obviamente, aquí Jesús no está introduciendo ninguna novedad para la fe judía.
El centro de la fe del Antiguo Testamento incluye precisamente la historia de cómo
Dios resuelve la situación material del pueblo esclavizado en Egipto, formando
una nueva comunidad en la que ya no se han de repetir las injusticias vividas
bajo el imperio.
Sin
embargo, los discípulos no han entendido plenamente lo que Jesús pretende.
Frente a la idea de que la gente ha de "comprar" su alimento, Jesús
les ha hablado de "dar": "denles ustedes de comer" (Mc
6:37). Pero los discípulos siguen pensando en comprar, y responden a Jesús:
"¿vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de
comer?" (Mc 6:37). Los discípulos siguen inmersos en la lógica del
sistema económico vigente, incluyendo en la lógica del estado romano, emisor
del denario de plata, cuyo valor equivalía al jornal de un día. Esta inmersión
en la lógica del sistema incluye, por supuesto, una comprensión del propio
papel de los discípulos, los cuales presuponen que ellos se han de convertir en
los mediadores entre el sistema vigente y las necesidades de la gente. Y esto
supone, obviamente, un paternalismo u otro tipo de relación vertical entre los
discípulos y la multitud. En tiempos más cercanos, los discípulos tal vez
habrían dicho: "¿quieres que fundemos ahora una ONG para alimentar a esta
gente?" O quizás: "¿quieres que organicemos a esta gente en un
sindicato, o en un partido político, para que reclamen a Herodes su derecho a
estar bien alimentados?" Los discípulos no sólo siguen en la lógica del
dinero, sino también en la lógica del poder. En realidad, no son dos lógicas
distintas: el dinero es una cuantificación, cada vez más exacta, del poder.
La
respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos rompe con esa lógica. Jesús
les pregunta simplemente: "¿Cuántos panes tienen ustedes? Vayan a
ver" (Mc 6:38). Es la nueva lógica que abre Cristo. No se trataba de que
los discípulos compraran alimentos para para la gente. No se trataba de que
ellos se pusieran por encima de la multitud, haciéndose llamar sus benefactores
(Lc 22:25). No se trata tampoco de que los discípulos funden una ONG o de que
intenten sentarse en el palacio de Herodes para desde allí alimentar a las
multitudes. La propuesta de Jesús es más radical: los discípulos han de abrir
sus propias bolsas y compartir lo que tienen. No hay que ir a comprar a ninguna
aldea cercana, ni hay que esperar a que cambien las circunstancias políticas.
Ya desde ahora es posible una sociedad distinta, un sistema económico
alternativo, que se inicia entre aquellos que están dispuestos a compartir lo
que tienen, recostados sobre la hierba verde en torno a Jesús (Mc 6:39-41). El
comer recostados era propio de personas libres, no dependientes de amos
benefactores. Ahora todos son iguales. La hierba verde es señal de la
abundancia. La bendición de Jesús indica que la nueva sociedad solamente es
posible mediante la gracia del Dios liberador, que empieza a reinar sobre sus
discípulos. La sobra de doce canastos indica que los bienes compartidos fuera
de la lógica del sistema son suficientes para alimentar a Israel. El segundo
relato de la alimentación de la multitudes mostrará que esta lógica también
es posible para los paganos que se incorporan a la comunidad de Jesús (Mc
8:1-10).
De
este modo, Jesús renueva y radicaliza el proyecto de justicia del Éxodo. Lo
renueva, porque convoca de nuevo a la formación de una sociedad alternativa. Lo
radicaliza, porque Jesús es consciente que la formación de una nueva comunidad
solamente es posible mediante una adhesión tal a su propia persona que
posibilite abandonar las seguridades de la propia posición económica, familiar
o religiosa (Mt 10:37-39). Los episodios en torno al llamado "joven
rico" muestran precisamente este hecho. No estamos ante un llamado a la
vida religiosa, sino ante la insuficiencia de la ley de Moisés para formar la
nueva sociedad (Mc 10:17-20). Solamente el desprendimiento de los propios bienes
y el seguimiento de Jesús posibilitan la entrada en la nueva comunidad, sobre
la que Dios ejerce su reinado (Mc 10:21-25). Ciertamente, los ricos están
dificultados para entrar en esa nueva lógica, pero también incluso los que
dicen haberlo dejado todo por seguir a Cristo. Solamente la iniciativa gratuita
de Dios posibilita, como en el Éxodo, la creación de una realidad nueva en la
historia: lo que no es posible para los hombres es posible para Dios (Mc
10:26-27). Sin embargo, la difícil ruptura con los lazos del sistema no deja a
las personas solas ante Dios, sino que da lugar a una nueva comunidad, en la que
se restablecen las relaciones humanas, exceptuando las de tipo paternal (Mc
10:28-31; Mt 23:9). El desafío que esto supone para el sistema significa que la
nueva comunidad estará sometida a las persecuciones (Mc 10:30-34). La
dificultad de entrar en esta nueva lógica la muestra la petición de los hijos
de Zebedeo, deseosos de reproducir en la nueva comunidad las estructuras políticas
del sistema establecido (Mc 10:35-45). Es necesario que la fe posibilite una
nueva forma de ver las cosas, liberándonos de la ceguera (Mc 10:46-52). Sin esa
fe, no hay nueva comunidad ni hay por tanto ni justicia ni reinado de Dios.
Desde
este punto de vista resulta perfectamente comprensible no sólo el rechazo de
Jesús a ser proclamado rey, sino también su actitud frente al imperio romano.
Cuando Jesús dice "devuelvan al César lo que es del César y lo de Dios,
a Dios" (Mc 12:17), no está simplemente estableciendo una distinción
entre lo político y lo espiritual. En primer lugar, Jesús, al pedirles una
moneda romana, ha mostrado la hipocresía de los líderes de Israel: no sólo la
hipocresía religiosa de poseer una moneda con la imagen idólatra de un
emperador divinizado, sino también la hipocresía económica de cuestionar el
pago de los impuestos al poder invasor al mismo tiempo que se participa y se
disfruta del sistema económico que ese poder garantiza. Jesús no dice
simplemente "den" al César lo que le pertenece, sino "devuélvanselo"
(apódote). No se trata de poner de manifiesto que el discípulo tiene
dos tipos de obligaciones, unas con el César y otras con Dios, como podría
deducirse del verbo "dar". Se trata de devolver al César lo que le
pertenece, y esto entraña la devolución de todos los denarios. La pretensión
de Jesús es el establecimiento de una nueva comunidad, libre de la lógica del
sistema, lo cual incluye la independencia económica. Devolver a Dios lo que le
pertenece, por otra parte, no significa cumplir ciertas obligaciones religiosas.
Ésa no era la idea bíblica ni la idea de sus oyentes. Desde el punto de vista
bíblico, a Dios no sólo le pertenece la tierra y cuanto contiene (Sal 24:1),
sino de un modo especial el pueblo de Israel, que él ha creado, sacándolo de
entre los pueblos para convertirlos en un pueblo de su propiedad (Ex 6:7). De
este modo, Jesús no sólo recuerda el proyecto original de Dios para con su
pueblo, que él ahora está renovando y radicalizando, sino también la
incapacidad de los propios líderes judíos para permitir que Israel sea el
verdadero pueblo de Dios. Los falsos pastores han de devolver el pueblo a Dios.
Para
lograr esto no basta con retirarse monásticamente al desierto. Pero tampoco
tiene sentido encaramarse al poder político por medio de la violencia. Todo lo
contrario: Jesús llama a una renuncia radical a la violencia, hasta el punto de
pedir el amor a los enemigos (Mt 5:38-48). Los ejemplos de Jesús son muy
concretos, e incluyen una referencia explícita a la costumbre romana de exigir
a los pueblos ocupados la ayuda para cargar a lo largo de una milla los bártulos
de la tropa (Mt 5:41). Y es que el uso de la violencia para conseguir el poder
no significa ninguna alternativa frente a la lógica imperante en el mundo. Si
la defensa de la sociedad alternativa exige hacer lo mismo que hacen los
paganos, esa defensa deja de tener sentido, porque deja de haber una
alternativa. No se hace más que confirmar la lógica imparable de la violencia,
que los estados tratan de monopolizar sin suprimir (Mt 26:52). Por eso mismo, la
sociedad alternativa de Jesús no es una sociedad estatal, ni el reinado de Dios
es un reino como los de este mundo. Pero es un reinado real, en medio de la
historia, y precisamente por ello supone un desafío para los estados de este
mundo. Lo que sucede es que las promesas de paz que los profetas habían
anunciado para el reinado mesiánico deben comenzar a ponerse en práctica ya
desde ahora, porque el reinado mesiánico, desde el punto de vista de Jesús, no
es para el futuro, sino que ya ha comenzado. La no violencia de Jesús no es una
simple estrategia coyuntural, sino la actitud más coherente con el anuncio de
que el reinado de Dios ya se ha iniciado.
Y,
sin embargo, Jesús muere ejecutado por las autoridades estatales, judías y
romanas, en Jerusalén. Ante esa ejecución, podría pensarse que el proyecto de
Dios ha fracasado. Que Dios no ha iniciado realmente su reinado de justicia.
Aparentemente, Dios no ha escuchado las peticiones de Jesús en el huerto, ni ha
hecho justicia a sus elegidos, que claman a él noche y día (Lc 18:7). Sin
embargo, fe de la comunidad cristiana va a proclamar todo lo contrario: en
Cristo se ha hecho posible de un modo inusitado la realización de la justicia
en este mundo.
5. "La justicia que
es por fe"
Desde el punto de vista de las
primeras comunidades cristianas, la muerte de Cristo en la cruz forma parte de
una buena noticia: la buena noticia de que ahora es posible realmente la
verdadera justicia, con independencia de la ley de Moisés (Ro 3:21).
Normalmente, esto se ha entendido en términos más bien individualistas, y se
ha referido con frecuencia al más allá. Pero no es esto lo que los escritores
del Nuevo Testamento quieren decir. Se trata más bien de todo lo contrario: lo
que el Nuevo Testamento proclama es que aquello que no pudo hacer la ley de
Israel, es ahora posible por medio de Jesucristo. Y, como vimos, lo que pretendía
la ley de Israel era precisamente constituir un pueblo distinto, en el que se
realizara la justicia, para fascinar y atraer hacia así a todos los pueblos de
la tierra. Por eso mismo, la justicia de la que habla el Nuevo Testamento no es
primeramente una exigencia ética, sino una buena noticia: la buena noticia de
que en Cristo se ha revelado definitivamente la justicia de Dios (Ro 1:16-17). Y
esta justicia no es para el otro mundo, sino que ha comenzado ya en la historia,
y se está realizando ya en las comunidades cristianas (Ro 5:17).
El que se realice en las
comunidades cristianas, y no en el estado romano o judío, es algo que se
explica por el hecho de que la justicia de la que nos habla el Nuevo Testamento
solamente es posible por la fe. Para explicar esto, Pablo acude en ocasiones al
relato de "Adán": la lógica propia de Adán ha sido cancelada por
Cristo, el nuevo Adán (1 Co 15:45). La lógica propia de "Adán", es
decir, la lógica propia del ser humano fuera de la fe, es la lógica de la
autojustificación. Es la pretensión de justificarse a uno mismo por los
resultados de las propias acciones. Desde este punto de vista, Dios aparece como
aquél que garantiza que cada uno reciba el resultado merecido de sus acciones.
Esto no implica solamente que los buenos son premiados y los malos castigados.
Esto implica también que los que aparentemente son castigados, es porque algo
han hecho. Es el problema con el que se enfrentaba Job. Con Cristo esta lógica
ha sido definitivamente cancelada, porque Cristo aparentemente fue abandonado
por Dios y castigado (Gl 3:13; 2 Co 5:21). Sin embargo, Dios estaba en Cristo,
reconciliando al mundo consigo (2 Co 5:19), y precisamente por ello la muerte no
pudo retener a Jesús. Y esto no sólo significa que Dios se ha solidarizado con
todas las víctimas de la historia, con todos los aparentemente rechazados por
Dios. Esto significa, además, que Dios ha anulado la idea de una
correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados, y con ello la vana
pretensión de justificarnos por los resultados de nuestras acciones. Y esto
entraña, al mismo tiempo, la victoria ya lograda de Cristo sobre todos los
poderes económicos, políticos o religiosos que, como la serpiente, pretenden
garantizarnos una correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados: Dios
"canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las
prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la quitó de en medio clavándola
en la cruz. Y, una vez despojados los principados y las potestades, los exhibió
públicamente en su cortejo triunfal" (Col 2:14-15).
Lo que esto quiere decir es que
Dios nos ha concedido gratuitamente la justificación, no como resultado de
nuestros esfuerzos, sino por la fe (Ro 3:21). La justicia de Dios consiste en
habernos dado la fe (2 P 1:1), y la fe nos alcanza la justicia. Esta justicia no
es algo interior o espiritual; es ciertamente la justicia para con Dios, pero
también es la justicia social, que ahora se realiza en las comunidades
cristianas. Lo que Israel no pudo alcanzar, la abolición de la pobreza (Dt
15:4), lo pueden alcanzar las comunidades cristianas cuando se edifican sobre la
fe (Hch 4:34). La necesidad de la fe reside precisamente en el hecho de que, si
no nos fiamos de que Dios nos ha declarado justos gratuitamente en Cristo,
haciendo inútil la pretensión de justificarnos a nosotros mismos como
resultado de nuestras acciones, necesariamente seguiremos pretendiendo
autojustificarnos. Y, si seguimos pretendiendo justificarnos a nosotros mismos,
seguiremos introduciendo en el mundo las consecuencias de la pretensión adámica
de vivir de los resultados de las propias acciones. Seguiremos temiendo a Dios,
manipulando a los demás para eludir nuestra responsabilidad, envidiando a
otros, oprimiéndolos para conseguir admiración o poder, y en definitiva
construyendo en la historia nuevas torres de Babel. La tierra será el escenario
de nuestra sed de producir, y el último resultado de nuestra vida será la
muerte.
En cambio, si nos fiamos de que
Cristo ha anulado, mediante la vida, muerte y resurreción de Cristo, la ley de
la autojustificación, podemos renunciar a la pretensión de poder y de
prestigio. Ya no tenemos que temer a un Dios que juzga nuestro rendimiento, sino
que podemos descansar en Él y llamarle confiadamente Abba, padre (Ro
8:15). No tendremos que desconfiar del prójimo, como posible juez y opresor
nuestro, sino que los cristianos podremos considerarnos como hermanos y
hermanas, miembros de una familia de iguales, en la que desaparece todo
paternalismo patriarcal. Los bienes de la tierra ya no estarán al servicio de
una loca carrera por producir, sino que podrán ser vueltos a disfrutar como
dones gratuitos que se pueden compartir en comunidad. Las diferencias de género
ya no tendrán que entenderse en términos de dominación ni de concurrencia,
sino de complementariedad reconciliada. La misma muerte habrá perdido su aguijón
(1 Co 15:55), porque ya no nos amenaza con ser el último resultado de todos
nuestros esfuerzos. La injusticia que entrañaba la incredulidad de "Adán"
es sustituida ahora por la justicia que posibilita la fe de Cristo, iniciador de
nuestra propia fe (Heb 12:2). Por eso mismo, la justicia bíblica está
indisolublemente unida a la fe. No es la justicia de las obligaciones ética
generales, sino una nueva justicia. Ya no es la propia justicia, sino la
justicia que viene de la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe (Fil
3:9).
Lo que afirma el Nuevo Testamento
es la posibilidad de realizar la justicia social en las comunidades que surgen
de la fe (Hch 2:42-46; 4:32-37). No se trata simplemente de que se satisfagan
las necesidades materiales, sino de toda una nueva forma de vida, en la que se
realizan la paz, la justicia y la felicidad humana (Ro 14:17). Y esto no es un
resultado de los propios esfuerzos, sino un don del Espíritu, precisamente
porque si la fe fuera obra nuestra, podríamos gloriarnos en ella, y seguiríamos
en la misma lógica de Adán (Ef 2:8-9). Lo que sabemos históricamente de las
comunidades cristianas de los tres primeros siglos es que, de hecho, ellas
realizaron, con todas las limitaciones que se quiera, una forma de vida
alternativa, en la que no sólo era superada la pobreza, sino que las
diferencias derivadas del género o de la condición social eran reducidas o
desaparecían. Ello no se debía a que las comunidades cristianas pretendieran
conquistar el palacio del emperador romano, o el de Herodes o el de Caifás,
para más adelante realizar desde allí reformas sociales. El atractivo y la
peligrosidad de las comunidades cristianas consistía en que ellas, de hecho (no
como ideología), desde la base (y no desde palacios presidenciales) y desde el
presente (y no como promesa futura) realizaban ya la nueva justicia, proclamando
que ellas estaban bajo una nueva soberanía: bajo la soberanía de Cristo, quien
de esta manera ejercía ya en la historia el reinado de Dios (Hch 17:6-8). La
oración de los cristianos por las autoridades tiene precisamente este sentido:
pedir que ellas les permitan realizar su nueva forma de vida alterantiva (1 Ti
2:1-2). Precisamente porque la justicia era una realidad, los apologetas
cristianos, como Justino, pudieron afirmar frente al judaísmo que había
pruebas concretas de que el Mesías ya había venido, y que ese Mesías era Jesús.
Las promesas proféticas para la era mesiánica, en la que habría de
desaparecer la violencia y la injusticia (Is 11:1-9), se estaban realizando ya
en las comunidades cristianas.
6. El presente de la
justicia
Si ahora tratamos de llevar estas
enseñanzas bíblicas al presente, hemos de comenzar reconociendo que, con
demasiada frecuencia, los cristianos siguen pensando que la clave para instaurar
la justicia social consiste en la toma del palacio del faraón por un grupo político
adecuado. No cabe duda que no es indiferente quién esté ocupe el poder político
en cada momento de la historia. El faraón que acogió a José y sus hermanos es
muy distinto del faraón (¿Ramsés II?) que impuso a los israelitas una dura
servidumbre. No todos los emperadores se comportaron de la misma manera ante el
desafío de las comunidades cristianas. Solamente este hecho bastaría para
justificar una profundo interés de los cristianos por la política. No se trata
obviamente de un interés sectario o egoísta, como podría suceder cuando, por
ejemplo, en determinadas iglesias el clero defiende sus propios intereses económicos,
o sus propias instituciones educativas. Lo que está en juego es algo muy
distinto. Y es que las comunidades cristianas, cuando son verdaderas iglesias,
constituyen por sí mismas las primicias de una nueva humanidad, el lugar donde
la justicia de Dios comienza a irrumpir en la historia. En este sentido, el
interés por la transformación de toda la humanidad exige el interés por la
viabilidad histórica de unas comunidades en las que ya se han iniciado las
novedades propias de la era mesiánica. Si los cristianos aspiran a realizar la
justicia en la historia, tienen que asegurar la posibilidad de que ya hoy, en
nuestro mundo, sea visible una alternativa a las profundas injusticias que
atraviesan nuestro mundo.
Esto significa entonces que el
modelo de José-Daniel-Ester sigue siendo un punto de referencia válido para
considerar las posibles actuaciones políticas de los creyentes. También en el
Nuevo Testamento aparece algún creyente que ocupa un cargo público en su
ciudad (Ro 16:23). Sin embargo, conviene entender correctamente el sentido de
estas actuaciones. Cuando ellas tienen un sentido teologal más allá de la
simple ocupación laboral, éste consiste precisamente en el servicio que desde
los diversos cargos políticos se puede prestar a la pervivencia del pueblo
elegido por Dios, precisamente porque este pueblo, en cuanto sociedad
alternativa, está casi continuamente amenazado por los imperios bestiales a los
que su mera existencia cuestiona (Dn 7:15-28). Por supuesto, esos cargos públicos
existen en función de intereses propios del estado en cuestión, y esto entraña
la posibilidad de prestar desde ellos grandes servicios a la vieja sociedad, tal
como muestra por ejemplo la actuación política de José en Egipto. El amor
cristiano se dirige a todos, por más que la comunidad alternativa no se
construya con todos (Lc 10:25-37; Gl 6:10). En cambio, lo que contradice
frontalmente el testimonio bíblico es la tendencia ingenua, y en el fondo
conservadora, a pensar que los cambios políticos hechos desde los diversos
palacios imperiales constituyen el inicio del reinado de Dios en la historia.
Tendencia ingenua, porque ignora la naturaleza constitutivamente violenta de
todo estado; y conservadora porque renuncia a los cambios verdaderamente
radicales, consolidando el sistema político, en lugar de afirmar, como Daniel,
su radical caducidad (Dn 2:37-45). Además, no hay que olvidar que el ejercicio
de tales funciones suele exigir comportamientos muy poco compatibles con la
fidelidad exclusiva al Dios cristiano. Los poderosos frecuentemente se sienten
inclinados a asegurar la fidelidad de sus colaboradores pidiendo de ellos no sólo
juramentos, sino también incluso el culto idolátrico a su persona. El creyente
que asume responsabilidades públicas sin renunciar a su fe no ha de olvidar las
muchas posibilidades que tiene de acabar en el foso de los leones o, al menos,
como Ester, en el harén del emperador.
Lo decisivo de la acción de Dios
está en otra parte: en aquellas comunidades que permiten que Dios reine y sea
Señor sobre ellas, desterrando a los ídolos y comenzando ya una nueva
sociedad. Ésta es la verdadera "política": la formación de
asambleas (ekklesíai) de personas libres en las que desaparecen las
diferencias económicas y sociales. En la iglesia cristiana, como nueva
convocación de Israel (qahal), y a diferencia de las asambleas de la polis
griega, participaban las mujeres y los esclavos, mostrando la posibilidad de una
sociedad nueva. Lamentablemente, muchos líderes religiosos prefieren hoy
dedicar sus energías a la polis establecida, y no al servicio de las
comunidades alternativas. En el extremo, se llega a predicar a los poderosos que
tienen que organizar sus sociedades de forma distinta sin que existan
comunidades cristianas que puedan mostrar que, por la gracia de Dios, es posible
vivir de otra manera. El agotamiento de muchas comunidades de base tiene su
causa última en este desequilibrio fatal. En cierto modo, para los líderes
religiosos puede resultar más cómodo denunciar las responsabilidades de los
poderosos en lugar de ver cuántos panes uno mismo tiene en la propia bolsa, no
para repartirlos paternalmente, sino para ponerlos a disposición de todos en un
banquete de iguales. En el Evangelio, mucho más importante y radical que el
"anuncio y la denuncia", es la primaria y decisiva renuncia a
los bienes. Sin ella, no hay sociedad alternativa. Por eso mismo, la renuncia a
los bienes no se predica primeramente a Herodes o a César Augusto, sino que se
exige simple y llanamente del discípulo que quiere seguir a Cristo y formar
parte de su comunidad.
La gran cuestión de la justicia
se juega en la disponibilidad que los cristianos tengan en el presente de
permitir que el Espíritu forme comunidades mesiánicas donde se muestre la
posibilidad de una alternativa al sistema. De hecho, siempre que el Espíritu
actúa en las iglesias aparecen comunidades de este tipo, más o menos logradas,
y por más que las estridencias de la cultura religiosa popular no siempre
agraden a los teólogos. Siempre ha sido así en la historia de la iglesia
cristiana, en todas sus confesiones. Sin embargo, un pertinaz constantinismo
sigue haciendo pensar a muchos que el lugar por excelencia del cambio social no
es otro que la sociedad en su conjunto. Desde el siglo IV, muchos tienen la idea
de que toda la sociedad es o debe ser, de algún modo y casi por naturaleza,
cristiana. En América Latina la conquista significó una brutal continuación
de este constantinismo, de modo que muchos, todavía en el siglo XX siguen
hablando de un "continente cristiano", a pesar de las flagrantes
injusticias, de la evangelización muchas veces sólo impuesta y aparente, de la
progresiva secularización, y de las profundas divisiones religiosas. Pero los
continentes no son cristianos, solamente las personas y las comunidades. En la
mentalidad constantiniana, como todos son presuntamente cristianos, todos forman
parte del pueblo de Dios, y todos están llamados a transformarse en una
sociedad según el modelo del Éxodo y del Evangelio. Este modo de pensar,
aunque puede inspirar algunas mejoras cosméticas en el sistema, está
incapacitado para presentar alternativas verdaderamente radicales a la
civilización imperante del capital. La sociedad en su conjunto no puede regirse
por ideales que exigen la salida del sistema y que solamente son posibles, por
tanto, desde la libertad de fe. Cuando se pretende falsamente que todos son
cristianos, no queda más remedio que rebajar las exigencias radicales del
cristianismo, para convertirlo en una ética social aplicable a todos.
Finalmente sólo se pide que los poderosos, como Hammurabi, se acuerden del huérfano
y de la viuda. En este esquema, caben fases de enfrentamiento entre el trono y
el altar, pero estos episodios serán necesariamente breves, porque tanto el
trono como el altar seguirán siendo parte de un sistema social donde no se ha
introducido novedad alguna. Los intereses comunes, desde la educación hasta las
ceremonias públicas, los volverán a sentar en la misma mesa.
La fe y la justicia solamente son
una novedad transformadora allí donde ellas ya están realmente actuando,
mostrando mediante la existencia de unas comunidades alternativas la posibilidad
de otra forma de vida. No tiene mucho sentido pedir que el faraón, Herodes, o
Caifás se comprometan con la justicia social al mismo tiempo que se sigue
viviendo en instituciones que comparten la misma lógica y las mismas formas de
gobierno que rigen en el sistema social en su conjunto. Una lucha por la
justicia que se realiza de esta manera solamente podría presentar, con la
amargura de lo imposible, ciertas exigencias éticas generales, pero no una
verdadera alternativa. En una fase del capitalismo mundial como la que
actualmente estamos viviendo, son más necesarias que nunca las alternativas
reales y visibles, y no las simples invocaciones moralizantes a la justicia.
Incluso quienes desde un pensamiento secular buscan alternativas al sistema
dominante confluyen en afirmar la necesidad de iniciar desde la base nuevas
formas económicas. Desde una perspectiva cristiana, esto es precisamente lo que
posibilita la fe. Los cristianos pueden darle al mundo la buena noticia de que
otra forma de vida ya es posible, y está en marcha en la historia. Por eso
mismo, muchas iglesias y comunidades requieren una profunda conversión, pues
ellas comparten la misma lógica autoritaria y desigual con los grupos más
conservadores de la sociedad. O con grupos que, presentándose como
progresistas, nadie los puede percibir ya como verdadera alternativa, porque no
realizan la justicia en su interior.
En un mundo desencantando como el
actual, en un mundo donde, como decía Casaldáliga, la mitad de la población
muere de hambre y la otra mitad de miedo a la muerte, es más necesario que
nunca presentar alternativas reales, y no sólo discursos éticos generales o
competencias por el poder. Ni Herodes ni Caifás, ni Espartaco ni Barrabás ni
ningún faraón multinacional van a cambiar significativamente el mundo hacia la
justicia. El mundo se cambia allá donde la muerte y resurrección de Cristo
inician realmente una forma de vida alternativa, capaz de mostrar la falsedad
del sistema dominante y la viabilidad de unas relaciones humanas distintas. La
aparición de pequeños faraones, de reyes-sacerdotes de izquierdas no es una
buena noticia que desestabilice el sistema o que atraiga hacia sí a los
empobrecidos. Lo que cambia al mundo de un modo efectivo es la aparición de
comunidades en las que comienzan, por la fe, unas nuevas relaciones de justicia.
La buena noticia es que esas comunidades, a pesar de la desobediencia de los
cristianos a lo largo de la historia, nunca han desaparecido del todo, y que el
Espíritu las sigue creando allí donde los creyentes escuchan con oídos libres
la palabra de vida. El Éxodo tiene lugar en la actualidad, y sigue siendo
posible para los cristianos. En ello no sólo se juega un proyecto de cambio
social, sino algo más radical. Y es que, si el Mesías realmente ha venido, ya
tiene que haber en el mundo una sociedad distinta. La alternativa más decisiva
no está entre las izquierdas y las derechas, entre faraones buenos y malos. La
alternativa verdaderamente decisiva se da entre el muro de las lamentaciones y
la afirmación gozosa de que el Mesías ya ha venido y reina como Señor sobre
su pequeño pueblo.
Antonio
González
1No cansaré al lector con referencias bibliográficas. El investigador que las necesite, podré encontrarlas en mi estudio titulado Teología de la praxis evangélica (Santander, 1999). El especialista no dejará de percibir en este texto la presencia de los trabajos de exegetas y teólogos bíblicos como N. Lohfink, J. H. Yoder, J. Driver, R. Pesch, J. Mateos o G. Lohfink.