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Gentileza de http://www.geocities.com/teologialatina/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

Cultura, religión y globalización

Reflexiones para el “Encuentro de las tres culturas del Libro”

(San Pedro de Atacama, 26 al 28 de mayo del 2000)

Fernando Verdugo, S. J.*   



Hemos sido invitados a este encuentro interreligioso, representantes de “las tres culturas del libro: la judía, la cristiana y la islámica. En la convocatoria a este encuentro se señaló como objetivo principal: “pensar y dialogar sobre la Paz como compromiso de la especie y como ámbito de convivencia armónica y de aceptación e intercambio de lo distinto en el respeto y en la comprensión, en la diversidad de las formas de ser y de existir del hombre y la mujer en el mundo”1.

Desde que comencé a participar –hace ya bastante tiempo– en las instancias preparatorias a este Encuentro, me surgieron dos preguntas que han orientando mi reflexión. Responder a ellas, desde la perspectiva de la teología católica, es necesario y urgente para la religión a la que pertenezco, y espero también que de provecho para las demás religiones aquí representadas.

La primera de las preguntas que me surgieron se podría formular de la siguiente manera: ¿Se puede sostener que el cristianismo –del mismo modo, supuestamente, que el judaísmo y Islam– sea una “cultura del libro”? Obviamente, el quid de la pregunta no está en si todos nos referimos al mismo libro. Es sabido que, si bien hay partes que coinciden, el judaísmo tiene la Biblia Hebrea por libro sagrado; el cristianismo, la Biblia que incluye el Antiguo y el Nuevo Testamento; y el Islam, el Corán. El asunto, entonces, está en si el cristianismo, al igual que las otras dos religiones mencionadas, constituye o no una cultura. La respuesta, creo, nos permite avanzar hacia la finalidad de este encuentro.

La segunda pregunta, en cambio, aborda más de lleno la finalidad de este encuentro interreligioso: ¿Qué pueden aportar el cristianismo, por sí solo o en conjunto con las demás “culturas del libro”, a la humanidad necesitada de paz, en el contexto actual en que, entre otras características, el libro parece importar poco y es la imagen digital la que se impone?

Comencemos por la primera pregunta, pues prepara el camino para responder mejor la segunda. Habrá que hacerlo en dos etapas, pues hay que despejar tanto la confusión que existe en torno a la idea de cultura, como la identificación que suele hacerse del cristianismo con una sola cultura.

 

Superación del etnocentrismo cultural

En el lenguaje corriente, y también a veces en el académico, se suele dar por supuesto que Occidente es culturalmente homogéneo y cristiano. Es decir, cuando se habla de Occidente se entiende que el “conjunto de países de varios continentes, cuyas lenguas y culturas tienen su origen principal en Europa”2; y, además, que estaría mayoritariamente bajo el influjo de la religión cristiana, ya sea católica o protestante. Si bien en esa afirmación hay algo de cierto, aun en estos tiempos de globalización, considero necesario hacer algunas aclaraciones que no dejan de ser importantes para el bien del cristianismo, del diálogo interreligioso y, sobre todo, para la convivencia pacífica entre los pueblos.

La primera de las aclaraciones nos pone en guardia frente al etnocentrismo cultural: es decir, creer que la propia cultura –en este caso la europea– no sólo es la mejor sino incluso la única posible. En Occidente, si bien hay cierta homogeneidad cultural, debido al fuerte impacto que tuvo la expansión europea a partir del siglo XVI, ha habido y perduran en esa región, al igual que en otras regiones, una gran diversidad de culturas.

En nombre de la pretendida superioridad o exclusividad cultural se han provocado, a lo largo de la historia, muchos sufrimientos, atropellos a la dignidad humana y etnocidios. Resabios de ese etnocentrismo todavía se percibe, por ejemplo, en algunos modos de entender lo que es la cultura.

En efecto, se suele entender por “cultura” el nivel de instrucción o refinamiento de una persona, de un determinado grupo social o de un pueblo, en el campo del saber, de las artes, de las costumbres, etc. No es raro que algunas elites se consideren depositarias y portadoras de la cultura (en singular). Desde esa forma de entender la cultura, es bastante corriente que se califique de “hombre culto” a quien posee sobre todo altos niveles de conocimiento intelectual y artístico, y de “inculto” a quien manifiesta todo lo contrario. También, que se considere cultos a unos pueblos, e incultos o “bárbaros” a otros. Sacar de la incultura o barbarie a unas personas o pueblos consistiría, en el mejor de los casos, en transmitirles la cultura.

Suele entenderse también por cultura el espíritu colectivo de un pueblo. La ventaja de esta idea “romántica” de cultura, en relación con la anterior, es que permite hablar de “culturas” (en plural), pues cada pueblo tendría su bagaje de conocimientos, sus productos artísticos y sus propios sentimientos. Sin embargo, no está exenta, como la primera acepción señalada, de un juicio de valor: hay pueblos cuya cultura –se oye decir– “es superior a otras”.

A Dios gracias, se ha ido introduciendo un nuevo concepto de cultura y una práctica consecuente. Las ciencias sociales, sobre todo la sociología y la antropología, han ayudado muchísimo: nos han permitido comprender la cultura como el diseño de vida propio de una sociedad o grupo humano, en el que está en juego tanto la identidad como la dignidad de dicho grupo. Existen, incluso, múltiples culturas o sub–culturas dentro de una misma sociedad. Más concretamente, por cultura se designan los sistemas de significación, construidos y reconstruidos constantemente por la sociedad o por un determinado grupo humano, mediante los cuales se ordena y da sentido a los diversos elementos con los que la sociedad o el grupo se enfrentan3. Esos “sistemas de significación” constituyen la forma de la vida misma, y son absolutamente inseparables de los “elementos” que constituyen la materia de la vida misma (la naturaleza, las relaciones sociales, la búsqueda de lo absoluto, etc.). Todo es cultural, porque todo lo que es objeto de la experiencia humana es interpretado por unos determinados esquemas de pensamiento heredados y reelaborados permanentemente, en la medida que lo demandan las transformaciones sociales o lo exige la sensación de pérdida de sentido de los marcos de compresión vigentes.

La transformación en lo que entendemos por cultura no es simplemente un problema semántico o teórico: está en juego la actitud y la forma de proceder ante grupos humanos distintos a los que uno pertenece. Está también en juego la actitud que podemos adoptar ante las crisis de identidad y los procesos de cambio que todos estamos experimentando, en medio de la globalización, cada vez más con mayor impacto en lo cultural. Si bien Occidente estuvo hasta hace poco bajo el predominio cultural europeo, es indudable que han subsistido pluralidad de culturas, mediante las cuales las diversas sociedades humanas ordenan y dan sentido a sus vidas. Y ahora, bajo el influjo creciente de la globalización, que tiene puntos de irradiación predominantes pero no exclusivos4, no se prevé que vaya a darse una cultura única. Los movimientos sociales, étnicos y nacionalistas de nuestros días pueden entenderse precisamente como defensa de la propia cultura e identidad. Una adecuada comprensión del significado de la cultura en la existencia humana puede ayudar, sin duda, a que los conflictos culturales no se resuelvan mediante métodos violentos, como está sucediendo en tantos lugares del mundo y no sólo de Occidente.

 

Superación del etnocentrismo religioso

La segunda aclaración que quería hacer, nos pone en guardia contra el etnocentrismo religioso: creer y actuar con la certeza de que la propia expresión religiosa es la única posible. Entre los cristianos –no sin dificultades, avances y retrocesos– ha ido creciendo la convicción de que Evangelio o Buena Nueva de Jesucristo, que dio origen a la religión cristiana, no se identifica con ninguna cultura, ni siquiera con la occidental.

Es cierto que la Iglesia católica no ha sido la única en preocuparse por una mejor comprensión de lo que es la cultura y de su articulación con la fe5; pero considero que me corresponde aquí destacar algunos de sus planteamientos.

Por de pronto, señalemos que el Concilio Vaticano II, instancia magisterial del más alto nivel en la Iglesia católica, junto con asumir el nuevo concepto de cultura6, afirmó a mediados de los años ’60 que

“la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas”7.

Pero el que reconozca que no se identifica con ninguna cultura (occidental, o la que sea), ello no quiere decir que la Iglesia se desentienda de las culturas. Al contrario, podemos afirmar que desde hace unos cuarenta años, la preocupación por lo cultural ha ido incrementándose.

En efecto, poco a poco se ha ido convirtiendo en una de las maneras que tiene la Iglesia de abordar su relación con el mundo, además de la ya tradicional relación fe–razón8 y de la relación fe–justicia, tan importante esta última para los países del Tercer Mundo. A modo de ejemplo del creciente interés por la relación fe–cultura, se puede recordar que el papa Pablo VI llamó a “la ruptura entre Evangelio y cultura... el drama de nuestro tiempo”. Invitó, en consecuencia, a los cristianos a “hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas”9. Por su parte, Juan Pablo II también le ha dado tintes dramáticos al asunto, lo cual se aprecia en el primer párrafo de la Carta fundacional del Consejo Pontificio para la Cultura en 1982: “Desde el comienzo de mi pontificado, he considerado que el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es el terreno vital en que se juega el destino del mundo al final de este siglo veinte10. Es conocida la defensa que el actual Pontífice ha hecho no sólo de la dignidad y derechos humanos, sino también de los pueblos y sus culturas; asimismo, la invitación insistente a caminar, en este nuevo siglo que comienza marcado por la globalización, como “una sola familia” hacia una “cultura de la solidaridad”11.

La Iglesia católica, también a fines del siglo XX, fue tomando conciencia y describiendo mejor el proceso de interacción entre el Evangelio y la cultura. Ha puesto mayor atención a la perspectiva de la cultura y, además, al papel fundamental que le cabe a las Iglesias locales en dicho proceso. Esto, se aprecia claramente en un párrafo memorable de la Evangelii Nuntiandi:

“Las Iglesias particulares profundamente amalgamadas no sólo con las personas, sino también con las aspiracio­nes, las riquezas y límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres compren­den, y, después, de anunciarlo en ese mismo lenguaje”12.

La atención a esa correcta articulación entre la fe y las culturas, descrita en el párrafo anterior (asimilar–trasvasar–anunciar), ha dado origen posteriormente a un nuevo concepto teológico en la Iglesia católica: el concepto de “inculturación”13.

Para concluir, se puede decir que, desde la perspectiva cristiana, la relación entre fe y culturas es un hecho antes que un tema, un objeto de atención. En efecto, la fe, en cuanto respuesta al Dios que se revela, siempre se ha dado –y sigue dándose– en hombres y mujeres inmersos en una determinada cultura, en una particular forma de entender el mundo, de comportarse y de estar en él. Más aún, podemos decir que la revelación misma de Dios, en la historia de Israel y de manera plena en Jesús, está igualmente sujeta a coordenadas culturales, puesto que ella es indisociable de la fe de quienes interpretan y comunican su experiencia de Dios14. Dios “habla” a los seres humanos en su lenguaje, lenguaje que éstos mismos han producido y que al mismo tiempo los precede. La interpretación creyente de la acción del Dios que se revela está, pues, condicionada por unas formas compartidas de estar en el mundo, de pensar, de actuar, de comunicarse, etc.; en definitiva, por la cultura de aquel grupo humano que es sujeto de esa acción interpretativa. Y cada generación de creyentes, a lo largo de la historia, experimenta y reinterpreta al Dios que se revela en su propio ámbito cultural. En fin, la Buena Nueva de Dios para el hombre no se experimenta, no se vive ni se comunica sino culturalmente.

Y con esta conclusión, entramos de lleno a responder la segunda pregunta que orientó nuestra reflexión.

 

El aporte de las “tres culturas del libro” en tiempos de globalización

El nuevo milenio nos sorprende, como humanidad, en un nuevo contexto. No es tanto el año 2.000 como fecha de fuerte carga simbólica para una gran parte de la humanidad, sino los cambios que se están consolidando actualmente en el mundo lo que nos obliga a pensar y vivir de otra manera nuestro ser común: nuestra condición de seres humanos, hombres y mujeres, llamados a vivir en paz.

El hecho más decisivo en este cambio de milenio, que afecta a todos los pueblos sin excepción, aunque de distinto modo, es el fenómeno de la globalización. Como nunca en la historia de la humanidad se ha dado la posibilidad de estar en contacto, incluso inmediato, unos con otros. Hoy nadie puede construir su identidad, personal y colectiva, al margen de los demás; es ingenuo pensar que una cultura, en cualquier parte del mundo, pueda sustraerse de los flujos que le vienen de fuera. La globalización, facilitada por el desarrollo de la informática y de las comunicaciones, envuelve a todos los pueblos y naciones del planeta. Genera interdependencias e influencias no sólo en el plano económico, sino también –y cada vez más– en lo político, social y cultural. Hay que reconocer que hace un poco más de 10 años, era casi imposible imaginar el mundo como un único escenario.

¡Es admirable el potencial creativo que encierra el ser humano! Cuando en su peregrinar por la historia parece llegar a un callejón sin salida, se las ingenia para abrir nuevos senderos para su propio destino. Para quienes creemos que el universo es creación de Dios, no puede extrañarnos que la criatura hecha “a imagen y semejanza” del Creador (cf. Gen 1,26-27) sea capaz de gestarse nuevos futuros. Como tampoco puede sorprendernos que del fruto de su inteligencia y actividad humanas surjan situaciones dolorosas e injustas. Sabemos igualmente –también por la fe en el Dios que nos revela nuestra verdad más honda– que el ser humano se deja seducir por el mal.

La globalización, en efecto, además de abrir posibilidades de mayor integración y paz, muestra también signos contradictorios y peligros. La dimensión económica y financiera, por ejemplo, se impone mucho más rápidamente que otras dimensiones de la globalización. Y de este unilateral despliegue, surgen consecuencias dramáticas, como el empobrecimien­to y la total marginación de pueblos enteros, o la agudización de la desigual participación de los bienes. Hay naciones que parecen no contar, porque, según los criterios económicos que se expanden, no tienen ventajas comparativas o son poco competitivas. Las lógicas de la ganancia no encuentran contrapesos suficientes capaces de humanizar a nivel mundial la actividad económica y productiva: se disparan las desigualdades, se depredan recursos naturales, se atropellan pueblos y culturas más frágiles.

En este contexto global, y también en el local afectado por el primero, las religiones portadoras de tradiciones espirituales monoteístas y de mirada universal, tienen mucho que decir y aportar. Esto, a pesar de que, durante largos períodos de la historia, debido a etnocentrismos culturales y religiosos, no se hayan respetado mutuamente y no se hayan abierto a las riquezas del otro. Con todo, el judaísmo, el cristianismo y el Islam conciben al ser humano como criaturas que tienen un origen y un destino común: el amor y la misericordia de Dios. Poner esta experiencia fundante –reflexionada, saboreada y celebrada durante siglos por caminos distintos– al alcance de quienes hoy, en este nuevo contexto, buscan una identidad y un sentido a la vida, es el mejor servicio que pueden prestar las “tres culturas del libro”. Cada tradición religiosa tiene un tesoro que compartir, una experiencia de Dios y una visión del hombre, que puede ayudar a forjar identidades personales y colectivas, en las que cada ser humano pueda percibirse a sí mismo como sujeto corresponsable en la construcción de un mundo más solidario, justo y en paz.

Quisiera terminar con dos breves observaciones. Simplemente las menciono, porque cada una daría para mucho, tal vez para un nuevo Encuentro.

La primera tiene que ver con la forma de hacernos presente en la sociedad globalizada, para compartir nuestros “tesoros”. Muchas veces hemos intentado hacerlo “desde arriba”, desde el poder. La historia demuestra que ese proceder ha sido causa de muchas guerras, sufrimientos y muertes. Habría, entonces, que intentarlo “desde abajo”, desde la debilidad. Con mayor razón si percibimos que en este proceso de la globalización, la mayoría los hombres y mujeres, ancianos y niños van quedando marginados. Con ellos, entonces, alentando formas de participación que integren y restituyan la dignidad humana, se puede dar mejor testimonio del amor de Dios.

La segunda y última observación tiene que ver con el hecho de que el “tesoro”, la experiencia fundante de la cual cada tradición espiritual o religión es portadora, está contenida en un libro. Aquél al que cada una ellas hace referencia: la Biblia Hebrea, la Biblia del Antiguo y Nuevo Testamento y el Corán. ¿Cómo hacer que los hombres y mujeres de hoy se encuentren con esa experiencia de Dios, de la que dan cuenta nuestros libros, si el libro como tal es cada vez menos valorado? Uno de los rasgos de la globalización es, precisamente, la expansión y predominio cada vez mayor de la imagen digital, casi siempre transitoria y fugaz. Tenemos aquí un gran desafío común, desafío que puede ser ocasión para otro encuentro entre las religiones o “culturas del libro.
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*Doctor en Teología por la Universidad Pontificia Comillas (Madrid, España). Profesor e investigador de la Universidad Alberto Hurtado (Santiago, Chile).

1División del Cultura (MINEDUC), Texto de convocatoria al Encuentro de las tres culturas, p. 3, de agosto de 1999.

2Sentido figurado de “occidente”, en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, 21ª edición.

3La definición de cultura que doy se inspira en la del conocido antropólogo Clifford Geertz: “El concepto de cultura que propugno... es esencialmente semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre” (La interpretación de las culturas, Ed. Gedisa, Barcelona 51992, p. 20). Para Geertz, cada cultura “denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida” (p. 88).

4Sin duda que el estilo de vida norteamericano predomina, por ejemplo, en los flujos de información que transitan por internet. Pero, también es posible “navegar” hacia otras culturas, hacia otras formas de vida que interpelan las propias.

5En cuanto a las Iglesias Reformadas, puede ser ilustrativo de sus preocupaciones y planteamientos el documento elaborado por encargo del Consejo Mundial de Iglesias: Lausanne Committee for World Evangelization, “Report on Consultation on Gospel and Culture” (The Willowbank Report), en J. R. Scott   R. Coote (eds.), Down to Earth. Studies in Christianity and Culture, Hodder and Slaughton, London 1981.

6En la Constitución Gaudium et Spes se encuentra –por primera vez en un documento católico de la mayor relevancia– una clara definición de lo que es la cultura desde una perspectiva más antropológica y sociológica; es decir, como un fenómeno plural: “... se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y que la pa­labra ‘cultura’ asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escalas de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresar­se, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cul­tivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad huma­na. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civiliza­ción humana” (nº 53).

7Ib., nº 58. Ya antes, el papa Juan XXIII, en la encíclica misionera Princeps Pastorum de 1959, había afirmado que la Iglesia “no se ata a ninguna cultura, ni siquiera a la occidental y europea, con la cual está tan estrechamente ligada en su historia” (AAS 51 [1959] 833-864).

8Hace poco fue abordada nuevamente por Juan Pablo II en la Carta Encíclica Fides et Ratio, 14 de septiembre de 1998.

9Exhortación Apostólica Evangelización del Mundo Contemporáneo (Evangelii Nuntiandi), nº 20, del 8 de diciembre de 1975; las cursivas son nuestras.

10 AAS 74 (1982) 683-688; la cita es de la p. 683.

11A modo de ejemplo, véase el Mensaje de Juan Pablo II para la celebración del la Jornada Mundial de la Paz, firmado el 8 de diciembre de 1999.

12Evangelii Nuntiandi, nº 63 (las cursivas son nuestras).

13Fue Juan Pablo II quien utilizó por primera vez el término “inculturación” en un documento oficial de la Iglesia. Lo hizo en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae (Octubre de 1979).

14 Claude Geffré va un poco más lejos, al afirmar que la revelación “designa, a la vez, la acción de Dios en la historia y la experiencia creyente del pueblo de Dios, que se traduce en una expresión interpretativa de esta acción. Dicho de otra manera, lo que llamamos la escritura es ya interpretación. Y la respuesta de la fe pertenece al contenido mismo de la revelación” (El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Ed. Cristiandad, Madrid 1984, pp. 27 28).