PREDESTINACIÓN

KARL RAHNER


1. Concepto e historia del problema

Ante todo hay que distinguir claramente dos aspectos del 
problema: la presciencia divina pertenece sólo al orden del 
conocimiento, pero la predestinación implica mucho más. A saber: 
Dios, causa primera, mueve las causas segundas, aun las 
voluntades humanas, de tal forma que sus libres decisiones son a la 
postre efecto de una causalidad suprema de Dios, y esta causalidad 
tiene por objeto el conjunto de una vida, no menos que las opciones 
particulares; y, sin embargo, el hombre permanece libre bajo la 
acción divina. Estas ideas generales están confirmadas y precisadas 
en la sagrada Escritura. 

El AT evoca a menudo la ciencia infinita del creador. Recuerda 
también su omnipotencia, que le permite usar sus criaturas como 
instrumentos de su cólera (Is 10, 5s 15 ) o de su misericordia (45, 1). 
Muestra como instrumentos de su cólera (Is 10, 5ss (Ex 7, 3), pero 
insiste igualmente sobre la libertad del hombre y la misericordia 
divina, que puede crear en él un corazón nuevo (Ez 36, 26). 
También el NT presenta a Dios cegando a los hombres y 
endureciendo al pecador (Jn 9, 39), pero habla también de la gracia 
liberadora (8, 36). Los textos más característicos están en la 
teología de Pablo. Dios es absolutamente independiente, salva al 
que quiere y endurece a quien le place (Rm 9, 14-18). Nadie puede 
oponerse a su voluntad, ni discutir con él. Como el alfarero, es 
dueño del barro que ha plasmado (9, 19-24). Antes de que 
nacieran, amó a Jacob y rechazó a Esaú (9, 11ss). 

Los padres griegos interpretaron estos y otros textos sobre todo 
de cara a la libertad humana. Pero, como escribieron antes del 
pelagianismo, no desarrollaron aquellos conceptos que permiten 
precisar las relaciones entre naturaleza y gracia, así como una 
distinción de los diversos aspectos de la gracia y una reflexión sobre 
el problema del initium fidei y de la perseverancia final. De ahí que, 
sin razón, se haya podido acusar a alguno de ellos de habet caído 
en el error del semipelagianismo. 

Agustín es prácticamente el primero que vio y abordó este 
problema con todas sus implicaciones. Aunque afirmó la necesidad 
de la cooperación del hombre a su salvación, puso todo su ahinco 
en recordar la independencia de Dios. Al principio desconocía la 
necesidad de una gracia interior en el llamamiento a la salvación, 
pero, desde 397 (Quaestiones ad Simplicianum, PL 40), corrigió su 
concepción. Por esta época, la mayoría de los padres tendían a unir 
directamente el llamamiento al bautismo con la perseverancia final, 
como si todos los cristianos (fuera del caso de herejía, cisma o 
apostasía) tuvieran segura su salvación. Tanto en sus sermones 
como en diversos tratados (De fide et operibus, PL 40), Agustín hizo 
ver que un cristiano puede condenarse. Así el problema de la 
predestinación quedaba unido con el de la perseverancia final. 
Hacia el fin de su vida, respondiendo a preguntas de diversos 
monjes, Agustín precisó su doctrina sobre la gracia en De 
correptione et gratia (426: PL 44, 915-946), De praedestinatione 
sanctorum (ibid., 959-992) y De dono perseveranciae (429: PL 45, 
993-1027). Como consecuencia del pecado original, la humanidad 
está entregada a la condenación; pero Dios rescata de esta massa 
damnationis a los que ha destinado a la salvación, los cuales se 
salvan infaliblemente. El número de los elegidos está fijado desde la 
eternidad. Sin reprobar positivamente a los no predestinados, Dios 
permite que éstos se condenen libremente por razón de sus 
pecados. 
Aceptada en principio por occidente, la síntesis agustiniana fue 
fuente de conflictos. Así, en el siglo IX, provocó la disputa carolingia 
de la predestinación (Gottschalk), en que dos concilios igualmente 
ortodoxos se oponían entre sí (Quiercy y Valence, Dz 316-325). A 
fines de la edad media, Wiclef y Juan Hus se apropiaron 
nuevamente las tesis agustinianas, y las interpretaron en conexión 
con su eclesiología dándoles el sentido de que un mal papa o un 
obispo infiel a sus deberes no pertenece al cuerpo de los 
predestinados y, por tanto, no puede exigir ninguna autoridad en la 
Iglesia (Dz 588 606 646ss). 

En el siglo XVI, Lutero y Calvino sacaron de contexto esta 
concepción. Para Calvino (-calvinismo), como para Agustín, unos 
están elegidos y otros condenados desde toda la eternidad; pero la 
predestinación y la reprobación son entendidas aquí 
independientemente del problema del pecado original. Dios, ser 
infinito, creador y dueño soberano de las criaturas, dispone de ellas 
como le place para su gloria (predestinación supralapsaria: Institutio 
christiana, lIl, 21-24). En el sínodo de Dordrecht (1618-1619), los 
calvinistas intransigentes, discípulos de Gomar, vencieron a los 
arminianos, que habían reaccionado contra esta tesis despiadada. 

En la Iglesia católica, Jansenio intentó superar las disputas sobre 
la gracia volviendo directamente a Agustín (-jansenismo). Sin llegar 
a la predestinación supralapsaria del calvinismo, basa su sistema en 
el pecado original, la impotencia del hombre, la gratuidad de la 
gracia y la independencia de Dios. Así se viene a negar la eficaz 
voluntad salvífica universal de Dios. Contra tales afirmaciones, la 
Iglesia declara que Cristo murió por todos los hombres, no sólo por 
los predestinados, y ni siquiera por los justos o los creyentes 
solamente (Dz 1096 1294 1379). 

La teología escolástica postridentina batalló mucho en torno a la 
eficacia de la gracia y en torno a la predestinación y reprobación. A 
decir verdad, el problema se abordó entonces sobre una base 
demasiado estrecha. Se creíla que a los herejes, cismáticos e 
infieles les esperan las penas del infierno. En este contexto se 
discutió el problema bajo el punto de vista de si los justos son 
predestinados antes o después de considerar sus futuros méritos. 
Lessio hace depender la predestinación de la consideración del 
mérito. Esta tesis, rechazada no sólo por la escuela tomista, sino 
también por Belarmino y Suárez, prevaleció finalmente en la 
Compañía de Jesús y en muchos otros teólogos. La escuela 
dominicana, que se orienta más fuertemente por Agustín, subraya 
ante todo la presciencia y omnipotencia de Dios, y afirma 
precisamente que el mérito del hombre es también fruto de la gracia 
y que la perseverancia final es un don especial. Pero tiende a 
admitir una reprobación negativa de quienes no caen bajo la 
predestinación, que es indebida por esencia. Los teólogos de esta 
escuela no quieren a ningún precio que Dios pueda parecer 
dependiente de sus criaturas. Según ellos, hay una alternativa 
ineludible «entre un Dios (soberano) que determina, o un Dios 
determinado» (por la criatura). 

En nuestros días, los mejores tomistas piensan que se debe 
abandonar esta perspectiva del problema. Pues de hecho Dios no 
está en el tiempo; su trascendencia lo sitúa en una eternidad que no 
sabe de pasado ni futuro, sino que es un eterno presente, y todavía 
este concepto es inadecuado. Agustín lo había dicho ya, pero las 
necesidades de la polémica le obligaron a bajar al terreno de sus 
contrarios y hablar como si Dios hubiera escogido a Jacob y 
reprobado a Esaú antes de todo acontecer. Este antes sólo es 
admisible a condición de que se entienda metafísica y no 
históricamente. Según Tomás, «Dios en un solo acto conoce todas 
las cosas en su esencia y las quiere a todas en su bondad. Si, pues, 
en Dios el entender la causa no es causa del conocimiento de los 
efectos, ya que los entiende en la causa, tampoco el querer el fin es 
causa de que quiera los medios; no obstante lo cual, quiere que los 
medios estén ordenados al fin. Por consiguiente, quiere que esto 
sea para aquello, pero no por aquello quiere esto» (ST I q. 19 a. 5). 
En este sentido explicaba la relación entre gracia, mérito y gloria (ST 
I q. 23 a 5). Y dentro de esta visión hay que ordenar también la 
oración intercesora de los santos, a los que se atribuye la 
posibilidad de intervenir en la predestinación (ST I q. 23 a. 8). 
Cuando se dice que el número de elegidos está inmutablemente 
fijado, eso sólo significa que Dios no tiene que esperar el fin del 
mundo para conocer la suerte final de cada uno. Pero Tomás mismo 
no fue capaz de mantener su punto de partida fundamental en esta 
pregunta, pues usa fórmulas que falsean las perspectivas, como si 
Dios, antes de todos los tiempos, hubiera dibujado en su mente un 
cuadro del mundo en que la luz exigía las sombras (ST I q. 23, a. 5 
ad 3). 

El verdadero problema está en nuestra impotencia para expresar 
en términos humanos la manera cómo Dios, causa primera de todo 
lo que es, obra por las causas segundas, en particular a través de 
nuestra libertad, para hacer un mundo en que unos se salvan y 
otros se condenan, sin que nadie pueda acusar a Dios de injusticia 
ni de parcialidad (Dz 142 2007 805ss). 

Como la Iglesia misma, los autores espirituales hablan 
deliberadamente un lenguaje antropomórfico, asiendo —como dijo 
Bossuet—los dos cabos de la cadena, sin saber cómo se juntan (cf. 
De Imitatione Jesu Christi, lib. I, c. 25, n. 2). Lo que a primera vista 
se presenta como una abstracta verdad metafísica, es la 
armonización concreta de la sutil yuxtaposición y compenetración 
entre la gracia y la libertad. En los siglos XVIl y XVIII, algunos 
teólogos pensaron que Dios, cansado de las resistencias de ciertos 
pecadores, podía abandonarlos desde esta vida a su triste suerte y 
dejar que se condenaran. Sacaban una consecuencia demasiado 
rápida de una fórmula agustiniana recogida por el concilio de 
Trento: Deus neminem deserit nisi prius deseratur (Dz 804). Hoy 
comprendemos mejor que las afirmaciones de la Escritura sobre la 
omnipotencia de Dios y la eficacia de la gracia deben equilibrarse 
por la consideración de la libertad del hombre y de la infinita 
misericordia divina. 

La teologia de la predestinación debe tener siempre ante sus ojos 
los dos momentos. Cuanto hacemos de bueno viene de Dios; en el 
orden sobrenatural nada positivo puede hacerse sin la gracia; el 
llamamiento a la salvación eterna y la perseverancia en la gracia, 
recibida en el bautismo o recuperada por el sacramento de la 
penitencia, son don de Dios. Es más, hay que pensar que la 
perseverancia final es don más grande que la totalidad de los otros 
dones (cf. Dz 806). En realidad, nuestra vida entera está en las 
manos misericordiosas de Dios. Sin embargo, nuestra vida espiritual 
es un diálogo con un Dios personal, no una simple relación con el 
ser absoluto. 

Estas reflexiones nos remiten al problema de la encarnación 
redentora en relación con el problema de la predestinación en 
general, que Tomás desarrolla hablando de la predestinación de 
Jesucristo y de nuestra predestinación en él: «Si en la 
predestinación se considera la acción predestinante, la 
predestinación de Cristo no es la causa de nuestra predestinación, 
pues Dios en un mismo acto ha establecido su predestinación y la 
nuestra. Si consideramos, en cambio, la predestinación según su fin, 
la predestinación de Cristo es la causa de la nuestra. Pues por la 
predestinación Dios ha ordenado desde la eternidad nuestra 
salvación de tal manera, que ésta sea operada por Jesucristo. En 
efecto, cae bajo la predestinación eterna no sólo lo que ha de 
acontecer en el tiempo, sino también la manera y el orden de 
realización de esto en el tiempo» (ST IlI q. 24 a 4). 
·Rondet-Henry

II. Reflexión teológica

La predestinación, que está dada ya con el misterio de la 
causalidad universal de Dios en su relación con la libertad autónoma 
de la criatura, es sólo la aplicación (en el plano del obrar) del 
misterio de la coexistencia de la infinita realidad divina con el ente 
creado, que es verdaderamente y tiene, por tanto, realidad 
auténtica, distinta de Dios, válida ante él mismo, y que precisamente 
como tal está sostenido totalmente por Dios (cf. relación entre Dios y 
el mundo). Así, pues, la predestinación designa el eterno designio 
divino respecto del fin sobrenatural del hombre como individuo, en 
cuanto este estado final (y los acontecimientos que lo deciden en la 
historia del hombre) es querido por Dios con absoluta voluntad, no 
sólo como meramente debido, sino como meta que efectivamente ha 
de alcanzarse. A este respecto, la predestinaciónse entiende de 
manera que incluya la reprobación como una modalidad (aunque de 
otra especie) de predestinación junto a la predestinación para la 
gloria, o que, como predestinación para la gloria, constituya la 
antítesis de la reprobación. 

Dios, como fundamento absoluto que por su acción libre confiere 
realidad a todo (-creación), no sólo contempla el mundo en su 
marcha, sino que debe quererlo para que sea lo que es. Este querer 
divino tiende de antemano al todo de la realidad querida y es 
igualmente inmediato respecto de cualquiera de sus momentos 
particulares. Ese querer no puede estar determinado por nada más 
que por la libertad sabia y santa de Dios mismo, que es 
necesariamente incomprensible e inapelable. Sólo el reconocimiento 
de esta libertad no fundada que es fundamento de todo, logra la 
criatura la recta relación religiosa con Dios como Dios. Por eso hay 
una predestinación a la gloria para los hombres que se salvan, 
porque éste es el punto culminante y el término de la historia del 
mundo y de la humanidad (Dz 805 825 827). En cuanto la 
predestinación se refiere al todo de la salvación humana como tal 
(por buena decisión moral y [o] por situación salvífica gratuitamente 
concedida, ambas cosas posibilitadas por la gracia eficaz; por la 
perseverancia y por la gloria que de ella se sigue), la predestinación 
tiene como origen único el libre amor de Dios. Pero en cuanto tal 
amor quiere la gloria del hombre (en el caso del que ha llegado al 
uso de la libertad racional) como dependiente de su decsión moral 
(cf., sin embargo, limbo); quiere, pues, sin fundamento una salvación 
eterna cuyos momentos tienen entre sí una relación de 
fundamentación. 

La predestinación a la gloria de la criatura racional en conjunto es 
una realidad que se ha hecho ya escatológicamente patente en 
Jesucristo (-escatología). Referida a cada hombre peregrinante en 
particular, la predestinación es desconocida, pero es objeto de 
confianza y oración. La predestinación no suprime la libertad de la 
criatura, su responsabilidad y su relación dialogística con Dios, sino 
que es fundamento de todo ello, porque la voluntad de Dios puede 
tender precisamente —y tiende de hecho en la trascendencia de su 
causalidad— a la constitución del hombre libre y de su acto. Donde 
se entiende la predestinación como eliminación de la 
responsabilidad y libertad humanas en la obra de la salvación eterna 
(determinismo teológico), se da un predestinacianismo herético (Dz 
300 316ss 320ss 816 827). No hay predestinación positiva y activa 
al pecado ni, consiguientemente, al abuso de la libertad. Tal 
predestinación es incompatible con la santidad de Dios y su voluntad 
salvífica universal (-salvación), y tampoco es teológicamente 
necesaria, porque la maldad de la acción pecadora como tal, por ser 
deficiencia óntica, no requiere causalidad divina positiva. Dios no 
quiere el pecado, aun cuando lo «prevé»; lo permite simplemente; y 
quiere de manera positiva las penas del pecado (predestinación a la 
condenación como pena) en cuanto consecuencia de éste, no como 
razón del designio divino de permitir el pecado (Dz 300 316 322). 

KARL RAHNER
SACRAMENTUM MUNDI/5/527ss.