Los estados de vida: antiguas y nuevas perspectivas

Sandro Spinsanti

¿Sigue siendo oportuno que la teología espiritual se ocupe de los «estados de vida»? No parece que este concepto, a pesar de la gran fortuna que alcanzó en tiempos pasados, pueda tener grandes éxitos en el futuro. La escasez de publicaciones recientes sobre este tema es un índice de su falta de interés. Los mismos diccionarios de espiritualidad que han aparecido en los últimos años ni siquiera recogen esta voz.

Tampoco podemos considerar como una negligencia reprobable el hecho de que se haya dejado de hablar de los estados de vida. Más allá de su aparente claridad intuitiva, este concepto resulta teológicamente espúreo y no resiste un análisis minucioso. Más aún que las críticas teológicas, parecer haberlo destinado al olvido el clima poco propicio a la estabilidad que se ha creado en la cultura contemporánea, en donde se atribuye el más elevado valor al cambio y a la movilidad social, incluida la de un estado de vida a otro. Sin embargo, los problemas antropológicos y espirituales vinculados a la concepción tradicional de los estados de vida tienen su importancia. Baste pensar en los dramas espirituales y humanos que giran en torno a las crisis que desembocan en un cambio de estado (matrimonial, religioso, sacerdotal). Semejantes situaciones suscitan reflexiones de muy diversa índole. Las normas canónicas pueden inspirarse en la indulgencia o en la severidad, según prevalezca la preocupación pastoral o la «pedagógica». La pastoral misma oscila entre actitudes inspiradas en las exigencias de orientación de la comunidad, en la que no es posible dar pábulo a los comportamientos singulares o «extravagantes» y tomas de posición en las que se refleja el principio histórico-salvífico de la oíkonomía. La teología moral puede limitarse a proponer de nuevo los principios tradicionales y a condenar aquellos cambios de estado de vida que están en desacuerdo con los compromisos públicos precedentes, o bien dejarse provocar por la cultura del cambio y replantearse el tema de la fidelidad de un modo dinámico. La teología espiritual, más que cualquier otra disciplina teológica, puede ofrecer una contribución positiva dando un poco de luz sobre una de las cuestiones antropológicas más espinosas de la situación cultural moderna, es decir, la justa proporción entre la estabilidad y el cambio. Se trata de un problema que afecta también a todo el que quiera vivir su propia existencia en obediencia al Espíritu. Aquí no intentamos simplemente volver a exponer un capítulo de la teología espiritual del pasado. Partiendo de las posiciones tradicionales, deseamos explorar el nuevo territorio que se abre a la teología espiritual cuando considera la existencia del hombre como un proyecto en devenir.

1. El «estado de vida»: un concepto que aclarar

Un repaso sumario de los diccionarios de teología para consultar la voz «estados de vida» documenta la pluralidad de las perspectivas, pero también la confusión que reina en torno a este concepto. La acepción teológica en sentido fuerte de la palabra, tal como las propone por ejemplo K. Rahner, es francamente minoritaria. Por estados de vida entiende Rahner «ciertas situaciones fundamentales (internas y externas) del hombre en la historia salvífica que determinan su relación con la salvación y están constituidas por la libre acción salvífica de Dios o por la libertad del hombre o por ambos a la vez»; es decir, el estado original, el estado de naturaleza caída y reparada, el estado de cumplimiento en la visión de Dios. Por el contrario, en la mayor parte de los diccionarios prevalece la concepción jurídica de los estados de vida, construida en torno a la división tripartita -clérigos, religiosos, laicos- consagrada por el derecho canónico. El estado de vida entendido de este modo es una condición jurídica relativamente estable, creada o reconocida por la autoridad suprema en la iglesia que lleva consigo ciertas facultades y obligaciones. La encíclica de Pío XII Provida Mater Ecclesia (1947), mientras establece un nuevo estado de práctica de la perfección cristiana con la creación de los institutos seculares, consagraba al mismo tiempo la subdivisión canónica en los tres estados de vida, presentando las tres situaciones públicas de los cristianos, o estados de las personas, «como el fundamento angular sobre el que se levanta el edificio de la ley eclesiástica». El punto de vista canónico es el de una sociedad que no puede limitarse a considerar las razones internas que se elaboran en el santuario de la conciencia, relativas a la opción, la permanencia o el cambio en un estado de vida, sino que tiene que considerar además los elementos externos y visibles.

El estatuto canónico del estado de vida comprende además, como connotaciones complementarias, la noción de obligaciones consiguientes, de perpetuidad (en cuanto que el estado se basa en el carácter sacramental) y de solemnidad.

Pasando del derecho canónico a la moral la noción de estado de vida sufre ciertas modificaciones substanciales. Específicamente se convierte aquí en «el deber de estado», como sinónimo de las obligaciones morales relacionadas con la propia condición de vida; pero la condición misma de vida, es decir, el «estado», no tiene ya una determinación teológica, sino social e histórica. La idea de fondo es que, sea cual fuere la condición objetiva en que llegue a encontrarse el cristiano, puede realizar allí su propia salvación. El estado resulta del conjunto de las modalidades, más o menos duraderas o pasajeras y contingentes, que caracterizan a toda existencia. En esta perspectiva se repite con frecuencia en teología moral que el cumplimiento a conciencia de los deberes del propio estado es para cada uno el modo esencial de cumplir la voluntad de Dios 6. En este sentido más amplio, adoptado por la moral, se consideran los diversos estados de vida, atendiendo específicamente a la profesión, y sobre todo al celibato y al matrimonio, a pesar de que no figuran entre los estados de vida que enumera el código de derecho canónico. Algunos de estos estados, junto con los deberes anejos, serán considerados como esencialmente pasajeros, mientras que otros resultarán estables y definitivos.

 La noción de estado de vida ha representado un papel relevante también en la consideración sistemática de la vida espiritual, en donde el estado de vida es señalado como una condición general no sólo de la moralidad, sino también de la perfección del cristiano. La distribución tripartita jurídica, al ser asumida por la espiritualidad, hizo suponer que era posible hablar de tres espiritualidades diversas: la clerical, centrada en la acción eclesial con vistas a la salvación; la religiosa, expresada en el compromiso por la vida de perfección; la laical, polarizada en torno a la animación del orden temporal. La teología más reciente ha acentuado con energía la unidad de la vida espiritual del pueblo de Dios, bajo el signo del bautismo. La eclesiología posconciliar no ofrece ya ningún apoyo a la concepción tradicional de los estados de vida. Sin embargo, la verdad es que en la Lumen gentium queda prácticamente sancionada la triple especificación de la existencia eclesial en las modalidades de vida clerical, religiosa y laica. A cada una de estas tres categorías se le dedica un capítulo en la constitución sobre la iglesia. Sin embargo, la categoría de estado de vida no recibió del concilio una consagración teológica formal. La eclesiología más reciente ha puesto en evidencia que la tripartición se deriva del entrelazado de dos perspectivas que no son de suyo homogéneas: de la perspectiva de la autoridad en la iglesia (de donde nace la distinción entre pastores-clérigos y laicos) y de la perspectiva de la presencia en el mundo (en la modalidad de la transcendencia escatológica del presente que es propia de la vida religiosa y en la de la encarnación en la historia que cualifica a la existencia laica). Así pues, la especificación de los tres estados de vida nace de dos parejas de correlaciones o polaridades: clérigos-laicos y religiosos-laicos. Las reservas que se apuntan sobre la tripartición no tienen en cuenta solamente su ambigüedad, sino que se critica más aún su incapacidad para expresar el tema de la variedad en la iglesia. La concepción rígida de los estados de vida es inadecuada para traducir la dimensión carismática adquirida por la eclesiología contemporánea. La tripartición de los estados de vida con su inevitable connotación jurídica parece ofrecer un esquema demasiado restrictivo de las modalidades de la existencia cristiana, como si se intentase impedir al Espíritu soplar por donde quiere. Hoy se desea una mayor flexibilidad de formas concretas en los modos de expresar el apostolado y las espiritualidades específicas, así como una circulación interna de las tareas y funciones, más bien que un encerramiento en compartimentos estancos. La preocupación por administrar los bienes salvíficos de la iglesia no debe ser exclusiva de los pastores, sino también de los laicos y de los religiosos. Del mismo modo, la calificación de «espirituales» no puede tampoco ser monopolizada por los religiosos; también los sacerdotes y los laicos están llamados a vivir en el espíritu pascual de Cristo y por consiguiente a realizar en su vida la dimensión escatológica de la iglesia.

2. ¿Una espiritualidad para cada «estado de vida»?

La perspectiva teológica tradicional llevaba a multiplicar las formas de espiritualidad según los diversos estados de vida. Como ejemplo de la tendencia a elaborar espiritualidades modeladas sobre un determinado estado de vida, podemos referirnos a los intentos de fundamentar teológicamente una «espiritualidad del estado de enfermedad». Se trata ciertamente de un caso límite, pero precisamente por eso muy rico en enseñanzas sobre los riesgos de anclar la espiritualidad en un determinado estado de vida. La espiritualidad a la que nos referimos se arraiga en una corriente teológico-espiritual que considera la amputación de los valores humanos como medio privilegiado para acceder a una situación espiritual superior. Para esos autores el estado de enfermedad, considerado como un despojo de los bienes de la salud y de la actividad humana, es un estado particularmente santificante, que lleva aneja una espiritualidad particular, centrada en la aceptación. Puede encontrarse una ilustración típica de esta posición en la obra de J. Leclercq, Valeurs Chrétiennes. A su juicio, después del humiliavit semetipsum de Jesucristo, no existe estado de santificación fuera de la humillación: «Ser jefe, ser rico, no son en sí mismos medios de santificación; ser obediente, ser pobre, sí que lo son. Ser sano y vigoroso no es en sí mismo un medio de santificación; ser enfermo y desgraciado, sí que lo es» 9. Desarrollando el paralelismo rico-pobre, llega a sostener que el estado de enfermedad realiza una posición de privilegio respecto a la salvación: «Lo mismo que el rico cristiano tiene que conservar siempre una dosis de inquietud personal pensando en las palabras del Maestro, mientras que el pobre goza de la paz profunda de saberse en conformidad pura y simple con el evangelio, del mismo modo el sano tiene que conservar una dosis de inquietud -tiene que preguntarse siempre si hace bastante-, mientras que el enfermo no tiene más que dejarse hacer y aceptar». Al estado de enfermedad habría que atribuir grandes ventajas respecto a la santificación. He aquí cómo las formula Leclercq: «La enfermedad es un estado de santificación, ya que la perfección en ella se hace sencilla y en cierto modo más fácilmente accesible que en el estado salud. Es verdad que también el hombre sano tiene el deber de tender a la perfección pero esto es más complicado para él. La enfermedad simplifica la vida; para el enfermo el deber está trazado fácilmente: aceptar». De este modo la enfermedad es aislada del conjunto d vida humana, para hacer de ella un estado de vida dirigido por dinámica de santificación particular, caracterizado por una espiritualidad propia -precisamente la «espiritualidad del enfermo»- que tiene como nota dominante la aceptación.

Esta perspectiva de espiritualidad ha encontrado eco en una discusión teológica sobre la enfermedad como status vitae del hombre. El estudio más profundo es el de F. Lepargneur. El teólogo dominico se pregunta con qué noción teológica se vincula más adecuadamente la enfermedad y la vislumbra en la noción de «estado de vida», tal como ha sido elaborada por la teología sobre todo en relación con el estado de los religiosos. Para que la noción de estado de vida pueda aplicarse a la enfermedad, Lepargneur cree necesario que se la libere ante todo de ciertas connotaciones derivadas del hecho de su utilización para definir la condición de los religiosos, pero que no le pertenecen esencialmente. En primer lugar hay que separar la noción de estado de la gran estabilidad: «El estado supone una cierto aptitud para la prolongación, pero nada más». En segundo lugar, el estado no es necesariamente un compromiso contraído libremente Así pues, aunque la enfermedad no sea una condición estable ni se entre libremente en ella, el teólogo se siente autorizado a considerarla como un estado de vida. ¿Cuál es entonces el criterio decisivo que caracteriza a los estados de vida? Lepargneur, siguiendo a santo Tomás (S. Th. Il-II q. 183, a. l), lo encuentra en la persona, en cuanto que es dueña de sí misma o dependiente: «La noción de estado es correlativa a la de libertad y esclavitud en cualquier orden». La enfermedad puede definirse como una realidad que limita la libertad humana sustrayendo en mayor o menor medida el equilibrio del cuerpo y su actividad al gobierno pleno del espíritu libre. La servidumbre del enfermo, por consiguiente, se extiende a todo su ser en razón de su cuerpo. La enfermedad presentaría rasgos característicos de la noción teológica de estado de vida en razón de las relaciones del alma y del cuerpo, que en la concepción aristotélico-tomista son de «unidad formal». Puesto que todo estado lleva consigo el empleo del ser en su totalidad, el hombre enfermo llega a encontrarse en un estado de vida especial. Desde el punto de vista espiritual, el sujeto queda inserto en un condicionamiento determinado, que crea facilidades y dificultades propias respecto a la adquisición de la santidad. Esto parece justificar, según Lepargneur, la atribución a la enfermedad de la calificación de estado de vida.

La extensión de este concepto es muy discutible. Varios teólogos se han opuesto al empleo de la expresión «estado de vida» a propósito de la enfermedad; aunque se le pueda legitimar de alguna manera con unas cuantas acrobacias semánticas, parece peligroso hacerla pasar al lenguaje corriente. Efectivamente, puede hacer pensar en una situación estable, dentro de la cual se instala uno con vistas a una cierta perfección. Recorriendo este camino se puede llegar fácilmente a pervertir el sentido cristiano de la vida y a empantanarse en los meandros del dolorismo. En nuestro caso no nos interesa profundizar en la cuestión específica del estado de vida del enfermo. Nos referimos a ella solamente para ilustrar el peligro desde el punto de vista de la espiritualidad de un uso inflacionista del concepto mismo de estado de vida. Hoy ya no son corrientes estas distorsiones. La perspectiva conciliar ha llevado a destacar la única espiritualidad, la espiritualidad pascual, tarea común de cada cristiano. Esto ha ofrecido un correctivo útil a la tendencia a multiplicar las «espiritualidades» específicas, refiriéndolas no sólo a los tres estados previstos por el derecho canónico, sino también a las condiciones de vida contingentes.

3. El cambio de estado: una aproximación socio psicológica

La noción teológica de los estados de vida debe su difusión sobre todo a las aplicaciones espirituales que se ha hecho de ella. A través de la mediación de la moral, que intentaba simplificar el compromiso ético exigido a los cristianos reduciéndolo a los deberes del propio estado, se destacaba una perspectiva de estabilidad. En relación con las situaciones críticas que pueden presentarse en el curso de la existencia, donde un compromiso asumido para toda la vida corre el riesgo de ponerse en discusión, la fidelidad al propio estado se convierte entonces en un valor estructurante de la vida cristiana. De este modo unas situaciones fenomenológicamente diversas -como el abandono del ministerio sacerdotal, la renuncia a la vida religiosa y la ruptura del matrimonio- quedan reducidas al común denominador de infidelidad a las exigencias del propio estado de vida, que se supone escogido sobre la base de una vocación. La invitación a permanecer fieles equivale en estos casos a una llamada a no hacer rupturas, a seguir viviendo conforme a las opciones hechas en el pasado. Prevalece entonces una actitud que no creemos que esté de acuerdo con las exigencias de la realidad, sino que es más bien fruto de una simplificación moralista. Y esto perjudica al cristianismo en cuanto tal, ya que ofrece una imagen deformante del mismo, pues llega a identificar el cristianismo con la defensa incondicionada del pasado, con el rechazo de la novedad y la creatividad, con la insensibilidad frente a la historia. Y perjudica sobre todo a las personas concretas, cuyos dramas de conciencia individuales, que a menudo surgen sobre conflictos dolorosos, se resuelven dentro de un esquema que premia al fariseísmo. La lectura moralizante de los cambios de vida sólo puede ser correcta si se adopta una perspectiva sociopsicológica. No para resolver los problemas de la fidelidad en sociologismos y psicologismos, sino más bien para darles una base antropológica respetable, insertándolos en el contexto concreto de nuestra sociedad. La estabilidad y el cambio no dependen sólo del compromiso moral y de la calidad espiritual de las personas, sino también de los valores que tienen más crédito socialmente; y éstos a su vez están entrelazados con las transformaciones estructurales y simbólicas que tienen lugar en la sociedad. Sin esta colocación socio-cultural la fidelidad se convierte en un valor abstracto, incapaz de dar cuenta del significado plenamente humano, y también por tanto espiritual, que tienen la opción y el cambio de estado.

La densidad social que tiene la transformación en acto respecto a la fidelidad a los compromisos ha sido debidamente ánalizada por el sociólogo Jean Rémy. A su juicio el compromiso interpersonal -en el matrimonio o en otras formas que encierran un compromiso análogo para toda la vida, como el abrazar la vida religiosa o la sacerdotal- tiene que insertarse en la lógica de los intercambios que subyace a todo el conjunto de las relaciones sociales. Las sociedades basadas en el régimen de ayuda mutua aseguran un don sin retorno y una fidelidad inquebrantable. A los gestos que se viven bajo el registro del don, es decir, como actos desinteresados, corresponde la serie de los contra-dones. La solidaridad de grupo que de ello resulta tiene una función social de importancia primordial. Los vínculos de cohesión en este tipo de sociedades pasan sobre todo a través del matrimonio y del sistema de parentesco. La indisolubilidad del matrimonio adquiere su sentido fuerte cuando se la sitúa en el marco de un intercambio entre dos grupos que quieren establecer entre si una solidaridad que los defienda de lo imprevisto. La solidaridad queda expresada por una fidelidad que resiste al fracaso de la relación interpersonal, ya que la perennidad de la alianza matrimonial encuentra su valoración plena en la sacramentalidad que simboliza la alianza de Yahvé con su pueblo, la de Cristo con la iglesia.

Por el contrario, es completamente distinta la lógica social que se expresa en una sociedad como la nuestra, en la que es posible establecer una equivalencia en el plano de los intercambios interindividuales. La lógica del cálculo sustituye a la del don. Aquí el criterio decisivo es la reciprocidad del intercambio interpersonal en la pareja, y el individuo pasa a ocupar el centro y a ser la unidad de medida del significado del intercambio. Mientras que en el cuadro de la lógica precedente el divorcio por mutuo consentimiento era una aberración, en este contexto por el contrario el divorcio puede ser un homenaje que se rinde a la conyugalidad. Efectivamente, la pareja no tiene ya sentido si no es capaz de crear una reciprocidad interpersonal. El sociólogo pone en guardia contra la interpretación de esta transformación simplemente a partir de los efectos de la conciencia, como un progreso debido a una moral personalista. Es más bien el resultado de factores globales que modifican fundamentalmente el significado y las modalidades del régimen de intercambios. Nuestra cultura, además, incrementa las diversas formas de movilidad que no favorecen a los compromisos en los que prevalece la solidaridad englobante y valora el proyecto individual como condición de la eficacia colectiva. El compromiso irreversible para toda la vida, la deuda impagable que cimenta la cohesión del grupo, quedan cuestionados en un sistema de intercambios cuya eficacia supone una relativa gran movilidad de las personas y de las cosas.

Como efecto de estas transformaciones, el que abandona un compromiso para toda la vida -tanto en la vida matrimonial como en la religiosa- no incurre ya en aquel tipo de condenación que equivalía a la muerte social, tal como sucedía en las sociedades regidas por la lógica del don-contradón. Para el sociólogo, sin embargo, la fidelidad en la pareja y la fidelidad a un compromiso de vida religiosa no son equivalentes en lo que atañe a su significado social. La familia y la iglesia no están realmente insertas del mismo modo en la trama social. «La evolución que conoce la pareja se inscribe en la de los micro-grupos; el campo de posibilidades que se deja a los esposos les permite construirse juntos, crearse como pareja e intercambiarse mutuamente. Hay allí una posibilidad de historia que depende de los dos y que no está explícitamente controlada por la sociedad, como consecuencia de la reducción clara que se produce en el papel que juega la familia dentro del cuadro productivo de la economía. El problema se plantea de modo distinto en lo que concierne a la iglesia: aquí hay que vérselas con una organización que va evolucionando según tiempos diferentes y más lentos que los que siguen los individuos, especialmente aquellos que por su inserción institucional sufren presiones institucionales divergentes. Por eso la fidelidad en la pareja y la fidelidad al compromiso sacerdotal o religioso se inscriben en una dimensión estructural diferente». Por consiguiente no pueden valorarse del mismo modo, como lo hace precisamente el moralismo inclinado a reducir todos los factores que impulsan al cambio de estado a desviaciones de la virtud de la fidelidad.

Pero hemos de añadir otro orden de consideraciones al que acaba de hacer el sociólogo. El observador social que quisiera dar cuenta de la tendencia tan marcada de nuestra cultura al cambio debería mencionar, después de las condiciones socio-económicas que lo hacen posible, los estereotipos que desempeñan psicológicamente la función de facilitar el mismo cambio. Pensemos en el estereotipo de la «autorrealización». Cambiar de profesión, o de casa, o de pareja, o de estado de vida, se considera como un «paso» en la búsqueda del verdadero yo. Más aún, el paso a otra modalidad de vida a través de desgarrones a veces dolorosos es la condición para salir del callejón sin salida en que uno llega a encontrarse cuando vive de forma adaptada, a partir de un «falso yo». La necesidad de cambiar es sentida con mayor agudeza precisamente por los individuos bien insertos y equilibrados, que se han plegado a los imperativos sociales, que se han sometido a los deseos de los demás. Las mujeres, a medida que se van emancipando de la sujeción que se les ha impuesto culturalmente, son las protagonistas de los cambios más clamorosos.

Las transformaciones deliberadas del propio cuadro de vida se miran con benevolencia indulgente y a menudo reciben el estímulo de los demás. Una sugestión difusa se encarga de convencer a las personas de que su destino está en sus propias manos; pueden ser ellos entonces los protagonistas de los cambios significativos que necesitan.

De suyo no es ninguna cosa nueva el que las personas deseen cambiar sus sentimientos, su forma de vivir y de pensar. Nueva es solamente la fisonomía secularizada de este fenómeno. En las culturas tradicionales tanto de oriente como de occidente los cambios con resonancia existencial se obtenían dentro de una experiencia religiosa. El cambio fundamental, del que se derivaban eventualmente los demás, era el de las relaciones con Dios; los dirigentes humanos del cambio eran los sacerdotes. Hoy ha cambiado el cuadro de referencia: la principal agencia del cambio no se considera ya la religión, sino la psicoterapia; y los psicoterapeutas han ocupado el lugar de los confesores, de los predicadores, de los padres espirituales, como guías hacia el nuevo nacimiento. La relación de ayuda se ha profesionalizado. En los momentos cruciales de crisis de la existencia, cuando las peripecias de la vida rompen un equilibrio anterior y hacen resurgir los conflictos que estaban sin resolver, se recurre a estos especialistas del cambio.

Para responder a esta exigencia la psicoterapia ha extendido el ámbito de su intervención más allá del campo de la psicopatología, proponiendo una ayuda técnica incluso para facilitar el crecimiento de las personas consideradas como «normales» o «sanas». El promotor de esta ampliación de los recursos terapéuticos ha sido sobre todo el movimiento del potencial humano (human potential movement), que ha recogido las instancias aparecidas en el área conocida como «psicología humanista-existencial». El motivo de este recurso a la psicoterapia no es ya solamente la intervención autoritaria con que la sociedad, incluso contra la voluntad del individuo, envía a los sujetos de comportamiento aberrante («sociopáticos» en general) a las instituciones utilizadas para su orientación, mediante el castigo y la rehabilitación; ni tampoco la decisión personal del individuo que busca en el especialista un alivio a los síntomas de su sufrimiento psíquico. Al psicoterapeuta recurre todo el que advierte una situación de deficiencia en su propia vida. Si la medida de comparación es la autorrealización completa, nadie podrá declarar que le resulta superflua la psicoterapia; en efecto, ¿quién podría decir que ha realizado plenamente sus propias virtualidades y que no puede llegar a ser todavía más espontáneo y natural?

Las terapias de autorrealización son numerosas y variadas, tanto en sus objetivos como en sus técnicas. Sólo a título de ejemplo podemos hablar de los «T Groups», de los « encounter groups» (proyectados inicialmente por C. Rogers y adaptados luego sucesivamente en Esalen, California). Se diferencian de la psicoterapia en sentido clínico precisamente porque se dirigen en primer lugar a personas que no tienen problemas ni deficiencias identificables; son terapias para «sanos». Los que recurren a ellas están generalmente integrados en la sociedad y no tienen comportamientos que puedan etiquetarse como patológicos; solamente tienen necesidad de experiencias intensas a través de las cuales acceder a un estado que se siente confusamente como de plenitud, de autonomía, de significado completo. La «autorrealización» evoca negativamente un yo aprisionado, que necesita ayuda para alcanzar su plena libertad. La integración dentro del grupo produce de ordinario fuertes reacciones emotivas, excitación y sentimientos positivos, con los que las personas se sienten estimuladas a escaparse de la jaula de lo cotidiano y a explorar nuevas posibilidades de vida. En este clima es lógico que se subraye más bien el cambio que la fidelidad. La potenciación personal y la autoexpresión individual llevan a nuevas decisiones, que se revelan muchas veces inconciliables con las que estructuraron hasta entonces la existencia; se rompen vínculos matrimoniales, se explora más allá de los estereotipos del comportamiento ligado a la identidad sexual, se revisan compromisos asumidos para toda la vida. De la nueva experiencia de sí mismo el cambio se propaga a toda la existencia, hasta transformar por completo su fisonomía.

A las psicoterapias autorrealizativas hay que reconocer el mérito de proponer una visión antropológica en los antípodas del mecanismo y del determinismo que dominan por otra parte en la psicología. El punto de partida está constituido por el hombre como sujeto agente, dotado de un potencial de cambio que nunca está paralizado por completo, ni siquiera en las situaciones menos propicias. En contra de toda resignación, el individuo se ve conducido hasta la constatación liberadora: «¡Puedo cambiar!». Las nuevas decisiones tomadas en este contexto pueden tener efectos decisivos en la reestructuración de la existencia personal.

4. La cultura del cambio a los ojos de la teología

El que orienta su propia vida según la palabra de Dios, que transciende el tiempo, no puede resignarse a someterse a los esterotipos y a los dictámenes culturales del presente. Sobre todo cuando su natural contingencia se ve agravada por los condicionamientos de la moda. Poniendo de relieve la fuerza crítica de la fe, algunos teólogos se han levantado recientemente contra el imperativo de la autorrealización, denunciándolo como ídolo. La cultura de la autorrealización tiene pretensiones de espiritualidad, en cuanto que su objetivo es la regeneración de la persona, pero en realidad sus resultados se reducen, según estos críticos, a una celebración de los fastos del individualismo. Las terapias de autorrealización han sido estudiadas y criticadas por R. K. Hudnut. El subtítulo de su obra especifica polémicamente: «Lo que no dicen los libros de "self-help"». Tiene presentes en particular tres obras que la parecen representativas de toda la corriente: Hacia una psicología del ser, de A. Maslow; Vuestras zonas erróneas, de W. Wyer; Yo estoy bien - Tú están bien, de Th. Marris. Al proyecto de autorrealización que proponen estos autores Hudnut contrapone su propia tesis: «No es posible ser una persona que se "autorrealiza", que está libre de "zonas erróneas" y que "piensa positivamente"», con sus propias fuerzas. Nuestras vidas cambian no sólo en cuanto que cambiamos nosotros mismos -lo cual sólo es posible hasta cierto punto-,sino más bien permitiéndole a Dios que nos cambie -algo que para nosotros es imposible-. Este proceso es el que llamamos «gracia».

La argumentación de Hudnut tiene la ventaja, dentro del carácter lineal, de poner en plena vigencia algo que está en el corazón de los teólogos: salvaguardar la transcendencia de Dios y de su obra. Para que no haya ninguna confusión entre lo que está en manos del hombre y el resultado de la acción de Dios, desplaza el objetivo de la autorrealización a un nivel superior (del realizarse al «superrealizarse»: superachieving) y afirma que, aunque llegásemos con nuestras fuerzas a la meta que proponen los terapeutas modernos, no podríamos pasar más allá sino después de haber realizado la experiencia de nuestra impotencia. La religión está situada para Hudnut en esa zona de experiencias críticas, en las que el creyente toca con la mano que no puede moverse a sí mismo, sino que debe ser movido por otro. Probablemente más de un lector palpará la impresionante semejanza de la imagen de Dios que se evoca de esta manera con el Dios «tapaagujeros» que preocupaba a Bonhoeffer en sus últimos días de cárcel.

Hudnut, a su vez, se preocupa más bien por la exaltación de las virtualidades humanas, ya que ve en ellas la insistencia en una vieja problemática teológica: «Se trata de la clásica confrontación entre la fe y las obras que se interpreta bajo el ropaje de la psicología. Los psicólogos modernos no son más que teólogos de las obras de nuestros días. Han tomado las realizaciones, las obras, sobre las que está construida nuestra cultura americana, y han aplicado esa misma ética de las obras a la vida interior. Esto puede hacerse hasta cierto punto. Lo malo es que ese punto es parcial y se presenta enmascarado como círculo completo, como si fuera entero. Pero yo no puedo realizarlo por entero. No puedo conseguir con solas mis fuerzas la "paz de la mente", mi "pensamiento positivo"; no me puedo liberar yo solo de la multitud de `zonas erróneas', hasta que no renuncie a pensar que puedo hacerlo. Tengo que perder mi vida para encontrarla (Mc 8, 35). Y solamente podré hacerlo en una crisis, cuando me ponga ante el hecho de que, a pesar de todos los libros de self-help que he leído, no me he realizado. No he sido salvado, no he sido hecho "entero", por mis obras».

Si queremos atribuir un sentido antropológico positivo a esta toma de actitud en favor de la gracia, podemos señalarlo en la defensa de la potencialidad de crecimiento inscrita en las modalidades pasivas de experimentar la existencia. Lo que «sufrimos» puede llevarnos mucho más lejos que lo que hacemos; más aún la modalidad <pática» (pathos: soportar) es indispensable para que el ser humano alcance su realización última.

Dedicado exclusivamente a los problemas que suscita el «análisis transaccional»,resulta interesante el ensayo de A. Reuter. En referencia con la conocida divulgación del análisis transaccional que hizo Harris, donde se presenta esta terapia como un programa para hacer que todos estén «OK», el autor quiere trazar una clara distinción entre este proyecto y lo que es específico en la fe cristiana. La reserva fundamental ante los resultados de la terapia transaccional es la que hemos visto ya en Hudnut: el temor de que el hombre pueda hacerse digno por sí solo, prescindiendo del juicio de gracia de Dios. Cuando toma esta dirección, el análisis transaccional -dice Reuter-, se convierte en un «mito».

Pasando a examinar las relaciones interpersonales tal como se estructuran en la praxis terapéutica, Reuter avanza la sospecha de que, en la práctica, sea el terapeuta el que llega a sustituir al Dios aceptante. Recuerda la afirmación de P. Tillich, según la cual la aceptación total por parte de un counselor-terapeuta es la expresión secular contemporánea de la gracia; pero pone en duda que el terapeuta pueda poner en acto una aceptación tan incondicionada. «El OK que ofrece el análisis transaccional es sólo una parte de lo que necesita el ser humano». Por eso el cristiano debería recordarle al análisis transaccional sus límites, proclamando que la experiencia psicoterapéutica incluso la más lograda, es solamente una abstracción parcial de un todo, constituido por la situación humana delante de Dios. Reuter evoca en este punto una figura singular, que llama el «terapeuta cristiano». Este se encontraría en una situación privilegiada para ofrecer la alternativa de la fe en la actividad de Dios en Jesucristo, en lugar de la confianza en el ser que se afirma por sí mismo o por el terapeuta: «El cristiano se encuentra en una posición que lo pone en disposición de tomar conciencia de que ni él mismo ni su terapeuta son Dios, y que el OK que le ofrece el terapeuta es solamente un "tipo", limitado a las relaciones interpersonales, o bien una representación del OK transpersonal, final, que se nos ofrece cuando ponemos nuestra confianza en Jesús». Semejante planteamiento de las relaciones entre autorrealización psicológica y experiencia religiosa difícilmente puede encontrar audiencia fuera de un horizonte pietista.

El último ensayo que nos gustaría examinar entre la producción teológica dedicada a la autorrealización es el que el episcopaliano P. C. Vitz dedica a la «psicología como religión». En el curso de su libro el autor ofrece algunos datos autobiográficos que son de gran ayuda para la interpretación de la obra. Entusiasta seguidor de la psicología humanista, se fue enfriando progresivamente hasta convertirse en un crítico encarnizado de la misma. Al mismo tiempo se fue desarrollando su crisis religiosa, que lo llevó de la hostilidad al cristianismo, considerado como un obstáculo en el camino de la autorrealización personal, hasta su conversión. Los datos biográficos explican por un lado su buen conocimiento de la psicología humanista respecto a las obras análogas escritas por los teólogos, y por otro el celo de apologeta que caracteriza a sus afirmaciones en favor de la superioridad de la religión sobre la psicología.

Aunque el título habla de psicología en general, es un sector circunscrito de la psicología el que le interesa a Vitz. No considera la praxis de los psicólogos (reconoce que existen psicólogos que respetan los problemas religiosos de sus pacientes, prescindiendo de la orientación religiosa o laica que tienen personalmente en la vida), sino las teorías psicológicas. Entre éstas excluye a la psicología experimental, al behaviorismo con las teorías del comportamiento derivadas de él, al psicoanálisis y a la reciente psicología transpersonal; tiene presentes sólo a los representantes más autorizados de la psicología humanista, que concreta en sus cuatro teóricos principales: Fromm, Rogers, Maslow y May. Los ha escogido, según dice, en virtud de su influencia, sobre todo gracias a la divulgación popular que ha alcanzado su pensamiento. Sin hacerlos responsables de los extremismos de algunos intérpretes, señala sin embargo en la psicología humanista que propugnan la matriz del movimiento que propone la autorrealización para todos.

La tesis central del libro es que esta psicología ha ido más allá del ámbito de la ciencia para invadir un terreno que no es el suyo: «Esta psicología se ha convertido en una religión, especialmente una forma de humanismo secular basado en el culto a uno mismo (Self)». Sintéticamente, Vitz la llama selfism. El primer aspecto que hay que criticar, según él, es la desestabilización existencial que promueve este tipo de psicología: «La psicología del Self destaca la capacidad humana de cambio, hasta el punto de que ignora casi por completo que la vida tiene ciertos límites y que el conocimiento de esos límites es la base de la sabiduría. Para los que practican ese culto a sí mismos parece como si no existieran deberes, abnegaciones, inhibiciones o frenos aceptables. En su lugar sólo existen derechos y oportunidades de cambio. Un número aplastante de esos selfistas presume que no existe moral alguna o relación interpersonal que sean invariables, ni aspectos permanentes de lo que es individual. Todo está escrito en la arena de un yo en continuo cambio. La tendencia a dar rienda suelta para alcanzar cualquier meta de la propia elección es sin duda uno de los mayores atractivos del selfismo, especialmente en una cultura en la que desde hace mucho tiempo se ha considerado el cambio como intrínsecamente bueno».

Los conceptos y los valores del selfismo no contribuyen a formar ni a mantener realizaciones personales permanentes, ni refuerzan aquellos valores -como el deber, la paciencia y el sacrificio- gracias a los cuales se pueden conservar los compromisos. Vitz sostiene que la difusión de esta psicología en la sociedad ha contribuido de manera decisiva a la destrucción de las familias: «Con monótona regularidad la literatura del culto al yo defiende aquellos valores que estimulan el divorcio, la ruptura, la disolución de los vínculos conyugales y familiares. Todo esto se hace en nombre del crecimiento, de la autonomía, del "continuo fluir"». Por eso atribuye a las terapias de autorrealización un carácter destructivo social muy intenso, así como la responsabilidad por la decadencia del sentido de responsabilidad moral.

Pasando de los resultados de las teorías selfistas a las condiciones que han hecho posible su éxito, el autor analiza el proceso por el que las teorías de Fromm, Rogers, Maslow y May han pasado a ser ideologías populares y comercializadas. Vitz opina que las raíces socio-económicas de la psicología de la autorrealización tienen que buscarse en la sociedad de consumo. «El selfismo es la filosofía ideal del consumidor, perfectamente adecuada a los que tienen dinero y tiempo libre. Les va bien sobre todo a los que consumen servicios, como viajes y moda». La autorrealización aparece por consiguiente como un elemento de un estilo de vida, en función de la economía industrial urbana. Apenas empezaron las economías occidentales a tener necesidad de consumidores, desarrollaron una ideología hostil a la disciplina, a la obediencia y favorable a la expansión de la gratificación. Patrocinando la experiencia here and now, la psicología del Yo ofrecía una ayuda inesperada a la industria de la propaganda comercial.

Finalmente -last but not least- la crítica de Vitz dirige sus tiros contra la dimensión anticristiana de las terapias autorrealizativas. «Históricamente -afirma- el selfismo se deriva de un humanismo explícitamente anticristiano y su hostilidad al cristianismo es la expresión lógica de sus divergencias doctrinales sobre la naturaleza del Yo, la creatividad, la familia, el amor y el sufrimiento». Ve en él un sustitutivo secular de la religión, al que es preciso atribuir un culto al Yo que hoy está tan difundido y se hace cada vez más actual. Lo contrapone categóricamente al proyecto espiritual cristiano: «La búsqueda inflexible y unilateral de una autoglorificación está en contradicción directa con el mandato cristiano de perderse a sí mismo. Ciertamente Jesucristo no vivió ni patrocinó una vida que con los criterios de hoy podríamos calificar como "autorrealizada". Para el cristiano el Yo es el problema, no el paraíso potencial». Una vez más nos encontramos con la imagen del Yo como ídolo, configurando una antropología antitética a la cristiana. Pero se agudiza además el conflicto por la notable confusión que rodea al concepto del Yo. Leyendo los ensayos a los que nos hemos referido, se hace cada vez más clara la convicción de que cuando los teólogos y los psicólogos hablan de «perderse a sí mismo» o de «realizarse a sí mismo» no se refieren a la misma realidad psicológica y existencial. Y entonces el diálogo naufraga desgraciadamente en medio de equívocos semánticos.

Hemos pasado revista a unas cuantas críticas teológicas al concepto de autorrealización, en torno a las que gira el intento más explícito de legitimar el impulso social al cambio. Se trata de una crítica que se dirige, más que a los procedimientos psicoterapéuticos en sí mismos, a los presupuestos ideológicos y al modelo antropológico que promueven. La teología tiene interés en afirmar positivamente la transcendencia de la salvación cristiana, que no se identifica con la autorrealización que puede el hombre llevar a cabo. Pero al mismo tiempo los teólogos que combaten con una intención demistificante el proyecto autorrealizativo tienden a transmitir una imagen parcial del cristianismo. Reservando el verdadero cambio exclusivamente a la conversión, subrayan el desnivel entre las travesías de la existencia individual -que se estructura en relación con la situación sociocultural concreta, que prevé un desarrollo y en la que pueden surgir conflictos con los compromisos tomados en el pasado- y la vida espiritual. Para que pueda recuperarse la unidad natural-sobrenatural del proyecto humano es necesario proceder a una reformulación de la fidelidad en clave dinámica. Nos gustaría a continuación trazar las líneas generales de esta nueva reflexión sobre la fidelidad, indispensable para renovar la doctrina tradicional sobre los «estados de vida».

5. Hacia una concepción dinámica de la fidelidad

¿Pasó ya la época de la fidelidad? El ideal de vida que se inspira en ella no goza hoy de buena prensa. Ya la misma restricción semántica del término -se habla casi exclusivamente de fidelidad en el ámbito de la vida conyugal, precisamente en donde las nuevas costumbres la someten a una mayor conflictividad- atestigua su marginación en la constelación de los valores que estructuran la vida contemporánea. La fidelidad ha dejado de inspirar aquellos proyectos de vida en los que el compromiso tenía la connotación de una disponibilidad ilimitada. Era un ideal de perfección ponerse con «santa indiferencia» en manos de la autoridad, que podía disponer a discreción y contar con una fidelidad absoluta, en una relación jerárquica en la que se reconocía y se aceptaba la desigualdad. Hoy esta fidelidad, que era un estilo de vida más aún que un estado, no tiene ya curso normal. «Puede decirse que hoy no se capta este ideal de fidelidad. La creencia en el porvenir y en el progreso, la experiencia de un cambio incesante del que nos complacemos en decir que es uniformemente acelerado, la necesidad de hacerse maleable, de plegarse al ritmo de un mundo fluido, la certeza de que todas las situaciones son inéditas, la disolución del grupo social tradicional -que transmitía valores y reglas indudables-, la atención al individuo en lo que éste tiene de original, el reconocimiento de una subjetividad incomparable, con sus vicisitudes y sus oportunidades, todo esto y otras muchas razones todavía impiden buscar en el pasado un modelo capaz de guiar la vida». En franco contraste con el lugar que ocupaba la fidelidad en la moral tradicional, hoy suscita más bien desconfianza. Se tiene miedo de estar engañados por el ideal de la fidelidad, como si la fidelidad nos quitase el movimiento de la vida, y la apertura al futuro.

Sin embargo, la fidelidad no puede quedar eliminada tan fácilmente de nuestra imagen del hombre. La fidelidad incrementa la confianza de los hombres entre sí y por tanto es un elemento básico de la convivencia humana; además realiza un rasgo importante de aquella unidad del hombre que es una imagen de la unidad divina. La misma antropología racional no puede menos de ver que la fidelidad humana tiene sus raíces últimas en la objetividad del mundo. Siempre hay un mundo objetivo que precede a la intervención de nuestra libertad y es necesario reconocer esta limitación. Sin una opción no estaríamos siquiera en este mundo. La decisión que implica además el coraje de renunciar a muchas posibilidades en favor de una sola, pone en obra este arraigo fundamental. Ser fiel significa entonces consagrarse a la tarea propuesta por la realidad presente, inscrita como una exigencia en la objetividad del mundo y asumida como propia mediante el proceso de la decisión concreta. «Contra la tentación de vivir cada uno a su manera -o sea, según su pasión-, la fidelidad restaura una objetividad a la que hay que someter los deseos para existir conforme a la razón» 32. El valor humano de la fidelidad puede establecerse también en el marco de una antropología más centrada en la existencia del hombre. Sin embargo, es cierto que la filosofía existencialista es una de las principales responsables de la decadencia de la fidelidad como valor. A las grandes incertidumbres sobre el sentido de la historia y sobre el futuro del mundo, el existencialismo ha añadido la falta de seguridad en la «identidad» individual. La radicalidad con que parece haber quedado destruido todo proyecto de vida ha llevado a algunos existencialistas, inspirados en una concepción personalista del hombre, a reflexionar sobre el puesto que tiene la fidelidad en la existencia individual. Sus análisis han arrojado una luz todavía más cruda sobre las falsificaciones de la fidelidad, pero al mismo tiempo han hecho resaltar las estructuras antropológicas de la verdadera fidelidad: el compromiso con una jerarquía de verdades y valores (según Mounier, una persona alcanza su verdadera madurez sólo cuando se compromete con una fidelidad que valga más que la vida), la interpersonalidad que crea el vínculo tú-nosotros-yo, las dimensiones de la historicidad (memoria fiel, presencia y compromiso para el futuro), la creatividad, las manifestaciones sociales de la fidelidad, sus condiciones éticas que incluyen también una disciplina justa...

El reto a reintroducir la fidelidad en la espiritualidad del cristiano lo ha recogido la teología moral contemporánea. Lo vemos por ejemplo en B. Háring, que ha asumido como leimotiv de su síntesis de la moral cristiana la libertad y la fidelidad creativa 34. La teología moral, hundiendo sus raíces en nuestro tiempo, no sufre simplemente sus influencias, sino que puede ofrecer a su vez criterios para discernir, entre todo lo que se propone como liberación del hombre, lo que contribuye de verdad a su liberación y lo que no hace más que someterlo al ídolo de la moda. Mientras que el debate teológico impulsa, como hemos visto, a una discriminación entre la autorrealización humana y la conversión evangélica, la moral contribuye a distinguir entre la fidelidad y la mera estabilidad. «Nuestra constancia -afirma Háring- se convierte en verdadera fidelidad sólo mediante un genuino discernimiento que elimina las falsas fidelidades y profundiza en las auténticas». Los cristianos no están llamados a una fidelidad cualquiera, sino a la fidelidad a la alianza. Lejos de identificarse con la estabilidad, ésta puede exigir rupturas radicales con el pasado («Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo...»; «El que no abandona a su padre, a su madre...»). La fidelidad a sí mismo tiene que completarse, en una perspectiva cristiana, con la fidelidad a Aquel que llama a los demás. La autorrealización narcisista, que tanto se cultiva en nuestro tiempo, debe equilibrarse mediante el compromiso con el «tú/nosotros» que se deriva del carácter dialógico e intersubjetivo de la fidelidad. En efecto, la fidelidad no expresa solamente una constancia en la opción de los objetos, sino que es también una respuesta al deseo del otro, es palabra que da al otro. Más concretamente, es precisamente la constancia de la palabra dada lo que especifica a la fidelidad, distinguiéndola de la constancia en la adhesión.

La ética cristiana de la fidelidad tiene que asimilar la noción de conflicto con toda su complejidad, tal como la ha puesto de manifiesto la psicología. El hombre está hecho tanto para la fidelidad como para el cambio. Sus disposiciones naturales lo empujan igualmente a que busque la adhesión y a que vaya más allá de ella. Además, el carácter recíproco del compromiso puede constituir un factor tanto de constancia como de cambio. Pueden cambiar los intereses individuales (un fenómeno que no es exclusivo de la adolescencia; también el adulto puede modificarse bajo el impulso de una evolución inherente a su propia historia); puede cambiar el «otro», creando así una situación en la que resulte conflictivo el mantenimiento de los vínculos interpersonales y de los compromisos. En esos casos la fidelidad puede vivirse como una tensión dolorosa, acompañada de un sentimiento de impotencia. Más difíciles de reconocer son aquellos cuadros patológicos de la fidelidad en los que no existe conflicto o sufrimiento agudo, sino tan sólo aburrimiento y cansancio. En estas ocasiones la fidelidad puede tener un efecto esterilizante; es una barrera que impide entrar en contacto con las propias aspiraciones profundas. La creatividad que se requiere en la fidelidad como garantía de autenticidad modifica el modo habitual de representarse la tarea de la fidelidad en el ámbito de los cuadros socio-culturales estáticos. También en esto se ve afectada la espiritualidad. Para su propio provecho. Porque la espiritualidad cristiana sigue siendo obediencia al Espíritu, que tiene como programa «hacer nuevas todas las cosas».

6. De los «estados de vida» a las «fases de la vida»

Refiriéndonos una vez más a la crisis de la concepción de la vida centrada en los valores de fidelidad, hemos de registrar que las críticas de más peso son las de índole antropológica. La fidelidad humana, en cuanto costumbre social e ideal espiritual, se basaba en una imagen del hombre que hoy resulta extraña. Concedía sus privilegios a la razón. Aunque definiendo al hombre como animal rationale, acentuaba hasta tal punto el adjetivo que dejaba en la sombra por completo al substantivo. Vivir según la razón suponía el deber de superar los condicionamientos pulsionales de la vida, alcanzando ya en la historia un perfecto equilibrio supratemporal. En este ideal se reflejaba «una teoría de la esencia humana que significaba en definitiva que no hay nada imprevisto, que los acontecimientos no son sino el desarrollo de lo que estaba ya anteriormente contenido en la esencia, que toda la vida está condensada en última instancia en un núcleo, compacto, que esa esencia tiene que tomarse o dejarse en bloque y que la cuestión de la fidelidad es clara, ya que consiste únicamente en preguntarse si uno se acepta o se separa radicalmente de sí mismo.:.; Esta imagen clásica del hombre es para nosotros objeto de duda. Ya no creemos en aquel cumplimiento siempre anticipado que prometía la esencia; lo que nos domina es la certeza de la finitud, del carácter, incompleto de todo; tomamos en serio la acción; comprender al hombre como sujeto práctico nos convence de que siempre estamos distantes de nosotros mismos, de aquel claro domingo en que podremos gozar de nosotros mismos, descansar en una plenitud inmediata».

La concepción esencialista ha marcado profundamente la espiritualidad cristiana. La espiritualidad de los «estados de vida» nos ofrece un claro testimonio de ello. Aquellos teólogos que han procurado introducir las categorías temporales en la fundamentación misma de la teología espiritual han realizado intentos perfectamente válidos por superar esta concepción. Citemos, entre las demás, la teología «experiencia)» de V. Truhlar 37. Para Truhlar la vida espiritual se sitúa fundamentalmente en el nivel de la experiencia. Inspirándose en aquellos teólogos que han establecido una fecunda confrontación entre la metafísica clásica y el punto de vista de la filosofía trascendental moderna -especialmente en K. Rahner-, Truhlar considera la experiencia como una situación gnoseológica sui generis. El saber de que se trata en la vida espiritual no es el <pensar» conceptual ni aquel conocimiento de la realidad que adquirimos mediante la experimentación; es el saber que guarda relación con la experiencia del propio ser y del Absoluto, que es común a todos los hombres. No cabe ninguna duda de que es ésta una percepción particular, ya que el ser no se siente mediante determinadas percepciones sensitivas, imaginativas, conceptuales, ni tampoco a través de la voluntad o del sentimiento; el acceso al ser es directo, «acategorial». Esta experiencia del ser acompaña a cada una de las categorías de la actividad humana, aunque nunca puede ser captada como tal por medio de los conceptos.

Valorando el elemento experiencial de la vida humana, la teología espiritual encuentra un centro unificador. Ya no tiene necesidad de situarse en el reino supratemporal de las esencias, sino que puede sumergirse en lo contingente, en lo mudable. Truhlar atribuye un puesto principal en la sistematización de la vida espiritual a las peripecias de la existencia, es decir, a aquellas vicisitudes de la vida que destruyeron los valores adquiridos (amor humano, salud, bienes materiales, estima, honor visiones culturales, políticas o religiosas), que obligan a reestructurar el cuadro de la propia vida. «¿Qué es lo que aportan a la génesis de una vida espiritual y experiencial? Si el hombre no se aturde o se endurece rígidamente bajo los golpes, queda purificado por un proceso de maduración personal que guarda especial relación con el amor y la renuncia. En la separación del valor... el hombre vive el hecho de que el valor perdido no es la persona misma; percibe dentro de sí algo que, en semejante separación, perdura a través del cambio del mundo y de sus objetos; es decir, se percibe a sí mismo. Y cuanto más llegan los valores a su intimidad, tanto más intensamente el hombre, después de su destrucción, toma conciencia de sí, encuentra su núcleo personal que es también su fondo experiencial».

En la teología espiritual de Truhlar queda eficazmente recuperado el elemento contingente de la experiencia humana, como ocasión de un encuentro auténtico con el Absoluto que para el cristiano es siempre «experiencia de Cristo». De este modo se pasa de una concepción monolítica y atemporal de la vida espiritual, en donde el encuentro con la realidad concreta es una amenaza desestabilizante, a la concepción contraria: cada uno de los fragmentos de experiencia humana puede ser un punto de « ignición» del Absoluto. Pero aquí hay que denunciar su límite. La vida humana queda segmentada, corriendo el peligro de perder su forma estructural, su Gestalt. En particular, la valoración unilateral de la «puntualidad» de la experiencia cierra los ojos ante el fenómeno, tan conocido en la antropología médica y en la psicología, de la estructuración de la existencia individual por «fases». Cada fase de la vida tiene su característica insustituible, así como su función específica. Si no se asume cada una de las fases en la siguiente, integrándola establemente en ella, se llega a desarrollos patológicos en el nivel psíquico. Y también en el nivel espiritual. La pedagogía religiosa no ha asimilado debidamente esta lección. Al insistir en la totalidad del curso de la vida, que es preciso estructurar con una de esas decisiones típicas con que se determina el propio «estado de vida», ha distraído la atención de las fases específicas y de la dialéctica que se establece entre fase y totalidad. En las diversas fases de la vida existen diferencias a la hora de comprender y valorar los aspectos existenciales de la vida humana (dolor, enfermedad, muerte, separaciones), así como una diversa relación existencial con las verdades religiosas, con los objetivos morales y con las metas de la espiritualidad. La teología tiene que elaborar una fenomenología del curso de la vida humana, como instrumento de una espiritualidad que se dirija al hombre en sus vivencias concretas.

El único intento digno de atención en este sentido es un breve ensayo de Romano Guardini dedicado a las edades de la vida. Aunque el pensamiento de Guardini no ha sido recogido ni valorado a continuación, sigue siendo una indicación válida que podría encargarse de desarrollar la teología espiritual. El horizonte en que se mueve Guardini es filosófico. Quiere poner en evidencia las experiencias humanas fundamentales sobre las que reposa todo pensamiento. Al mismo tiempo traza un esquema ideal de desarrollo, con sus crisis, sus peligros y sus ventajas, que asegura una creatividad a la vida humana. Una creatividad que no se limita a la investigación filosófica en sentido intelectual, sino que se dirige más bien a la «sabiduría» y consiguientemente a la vida misma como creación sapiencial.

Guardini concibe las «edades de la vida» como formas fundamentales de la existencia humana, como modos característicos de la vida del hombre en diversos períodos de su caminar, desde el nacimiento hasta la muerte. Llevan consigo ciertas maneras peculiares de sentir, de ver y de actuar frente al mundo. Entre esas fases y el conjunto de la existencia existe una relación dialéctica. Cada una de las fases de la vida existe en función del todo y de cada una de las demás partes. Los fenómenos de la memoria y de la previsión manifiestan la unidad de la vida, que precisamente por eso puede adquirir la fisonomía ética y espiritual de un proyecto. La vida no es un conjunto de trozos, sino un todo que está presente en cada uno de los momentos del desarrollo. Pero cada fase, por otra parte, constituye una unidad bien definida que tiene su propio significado. Los caracteres de cada fase quedan entonces claramente marcados hasta el punto de que el individuo no pasa simplemente de una fase a la otra, sino que debe desprenderse de la anterior para acoger la siguiente. Cada uno de estos desprendimientos constituye una crisis característica. Si no se supera esta crisis, queda amenazado el desarrollo armónico de toda la existencia.

Entre la infancia y la adolescencia tiene que situarse la crisis de la pubertad. Las experiencias fundamentales de la infancia -la afirmación incondicionada del propio ser, el parentesco universal de todas las cosas, el diálogo incesante que une al hombre con cuanto le rodea, la voz de Dios- quedan asumidas en la experiencia que estructura a la juventud: la del absoluto. En esta fase de idealismo natural predomina la pureza que rechaza todo tipo de compromiso, junto con la convicción de que las ideas verdaderas pueden modificar la realidad. Es el período que ve nacer el coraje de tomar ciertas decisiones de las que dependerá la vida entera. Estas decisiones pueden tomarse frente a Dios, frente a sí mismo, frente a otro ser humano con el nacimiento del amor; se traducen en la elección de una profesión, en la adhesión a una vocación, en un vínculo afectivo. En la juventud toman forma de ordinario aquellas opciones que estructurarán el resto de la propia existencia -eventualmente la elección del «estado de vida»-. La crisis que marca el paso a la edad adulta es la de la experiencia. Al tomar conciencia de la realidad el idealista natural tiene que reconocer que lo absoluto no está tallado en la existencia de un modo sencillo. Acecha el peligro de sucumbir frente a la realidad, capitulando y adoptando una actitud positivista o de escepticismo; muchas cosas por las que uno había comprometido su vida acaban perdiendo todo su sentido. Es el gran desencanto del que no se escapa ninguna existencia humana. El taedium vitae puede instalarse de forma permanente. Por el contrario, si se aceptan los límites y las insuficiencias de la vida, se entra en la madurez espiritual. En la fase de la vida de la madurez la experiencia fundamental es la de la duración, anclada en la estabilidad interior de la persona. También esta fase de la posesión plena de las propias fuerzas conoce una crisis: la crisis del desprendimiento, que alcanza su cima con la aceptación de la muerte. Sólo a través de esta puerta estrecha se entra en las zonas profundas de la existencia, se accede a la experiencia del misterio.

Es demasiado pronto para decir si la teología tradicional de los «estados de vida» quedará abandonada definitivamente o si conocerá un nuevo desarrollo, centrándose en torno a los temas que hoy llaman más la atención: la valoración positiva de la autorrealización personal, la concepción dinámica de la fidelidad, la espiritualidad experiencial, la reflexión antropológico-existencial sobre las fases de la vida. Más que una rama seca que haya que cortar, se presenta como un tronco capaz de dar nuevos frutos después de los injertos oportunos.
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6. Una noción correlativa es la de «gracia de estados, que es la ayuda divina apropiada para cumplir los deberes del propio estado. Los autores han considerado la posibilidad de que uno se comprometa en un estado de vida distinto del previsto por su propia vocación, o que se aparte de su propio estado metiéndose en situaciones irregulares. Prácticamente su reflexión se refería al paso a un segundo matrimonio o al abandono del estado religioso. En estos casos, al no poder apelar a la gracia de estado, no quedaba más remedio que recurrir a la acción de la misericordia divina. Cf. E. lacquemet, Gráces détat, en Catholicisme 5, Paris 1962, 175-177. Unida a las consideraciones sobre el estado de vida y sobre las gracias de estado, encontramos a menudo la recomendación de ponderar prudentemente la elección de un estado de vida que corresponda a la vocación personal.

32. Son las consideraciones que desarrolla J. Y. Jolif en el artículo citado. A su juicio, «los antiguos no estaban equivocados al ver en la fidelidad una disposición que se extiende a toda la vida moral, al mismo tiempo que el camino de acceso a la humanidad. Debe comprenderse de este modo, ya que es en su mismo ser reconocimiento y aceptación de lo que podrían llamarse las reglas fundamentales de la existencia humana».

34. B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo I-III, Barcelona 1981-1983. La crisis de la fidelidad en la cultura contemporánea no queda minimizada, sino. aceptada como estímulo para replantear cristianamente el tema de la fidelidad: «Uno de los fenómenos más preocupantes de nuestro tiempo es la ruptura de tantos matrimonios y el alto porcentaje de sacerdotes y religiosos que dejan su vocación original. Como consecuencia de ello los jóvenes tienden a no asumir compromisos de vida bien definidos. Quieren experimentar el matrimonio sin el vínculo de los votos matrimoniales o sin compromisos públicos de ningún tipo. Parece ser que muchos de ellos necesitan más tiempo para hacerse capaces de comprometerse en el nivel de una opción fundamental. Además, muchos de los que consideran que tuvieron el grado necesario de identidad cuando se comprometieron en el matrimonio o en la vida religiosa se preguntan ahora si el objeto de su compromiso actual corresponde todavía a su compromiso original. Todo esto es un síntoma de profundos cambios culturales, de nuevas concepciones del matrimonio y del celibato, así como del cambio que ha intervenido en la autocomprensión de la iglesia» (O. c., II, Roma 1980 85 s).