PROTESTANTES Y ANGLICANOS

 

Valdo Vinay

 

Los reformadores del siglo XVI afirmaron siempre la continuidad de la Iglesia en las iglesias que intentaron llevar a cabo su reforma según la palabra de Dios. En sus escritos citaron innumerables veces a los padres griegos y latinos, a los doctores de la escolástica, a los fundadores de las órdenes monásticas como san Benito, san Bernardo de Claraval, san Francisco de Asís. Tenían una misma y única tradición con la parte de la cristiandad occidental que permaneció fiel al papado. Por eso la experiencia espiritual de los protestantes y de los anglicanos del siglo XVI y de los siglos posteriores conserva numerosos elementos católicos de los que nunca ha pretendido renegar. No se trata de la experiencia de otra religión ni de la de otra iglesia, sino de la experiencia de la iglesia cristiana de occidente cuya unidad se había roto. La espiritualidad de sus diversas partes conserva, junto a diferencias sustanciales, numerosos y fundamentales elementos doctrinales, éticos, disciplinares y litúrgicos comunes. El problema de si existe o no una espiritualidad protestante, que se debatió hace algunos años, no nos atañe directamente, ya que aquí no intentamos presentar un destilado de piedad protestante y anglicana, sino indicar cómo ésta se ha manifestado concretamente en la vida de las iglesias respectivas durante los últimos cuatro siglos de historia.

La reforma fue un proyecto de renovación de la cristiandad occidental sin intenciones cismáticas. El hecho de que luego se realizara la escisión se debe a un conjunto de causas que aquí no podemos examinar. La renovación tenía que hacerse a costa de un redescubrimiento en profundidad del evangelio de la libre gracia de Dios. Se suele señalar los caracteres específicos de esta renovación con los cuatro solus: «sola Scriptura, sola gratia, sola fides, solus Christus».

La sola Scriptura es el criterio para juzgar de la verdad y de la validez de toda doctrina y de todo comportamiento ético. Todo lo que es contrario a la palabra de Dios en la teología y en la vida de la iglesia tiene que ser eliminado. La sola Scriptura no tiene que entenderse en sentido literalista (salvo en algunos movimientos de la reforma radical, como en el anabaptismo), sino como mensaje estudiado e interpretado por los teólogos y predicado por los pastores. Además, el sola Scriptura no significa Scriptura solitaria. No se rechaza la tradición, sino que se la considera como un comentario de la Biblia, comentario que hay que probar por su bondad y su autenticidad con la misma Escritura. Así, pues, ésta sigue siendo el único criterio de juicio. Esta calificación de la Biblia como libro de la palabra de Dios, que no puede ser sometido a ninguna instancia humana, sino que por el contrario han de someterse a ella todas las autoridades seculares y eclesiásticas, ha influido de forma decisiva en todos los aspectos de la vida cristiana. El pensamiento teológico tiene que buscar constantemente su fundamento en esta palabra; la liturgia sacramental de la edad media se convierte en una liturgia de la palabra. Las predicaciones semanales y dominicales se multiplican. Se trata siempre de predicaciones bíblicas, que entre los reformados (es decir, los calvinistas-zwinglianos) se hacen a menudo sobre textos continuados, es decir, sobre libros enteros de la Biblia, mientras que entre los luteranos -al menos en las predicaciones dominicales- se explican las perícopas del año eclesiástico. En las familias pasa a ser práctica cotidiana el culto doméstico, constituido por la lectura de la Biblia y la plegaria. Incluso los eventuales libros de devoción son de ordinario colecciones de textos bíblicos con explicaciones breves y oraciones relacionadas con las lecturas que se han hecho. Son típicos en este sentido los Losungen der Brüdergemeinde (Versículos bíblicos de la comunidad de hermanos moravos) que se publican cada año. Siguen el año eclesiástico, señalando para cada día un versículo del antiguo testamento (sacado a suerte) y otro del nuevo testamento que guarda relación con el anterior, una breve oración y dos lecturas bíblicas que el fiel hará durante la jornada. La primera edición de este opúsculo es de 1731. Hoy se ha alcanzado la 253ª edición. Los Losungen están muy difundidos en los países de lengua alemana, aunque se conocen también en otros confines. Actualmente se traducen a 26 lenguas. A veces, en el mundo anglosajón, se recurre también a otro género de literatura devocional: textos patrísticos y medievales (Taulero, Tomás de Kempis) o contemporáneos (en el siglo XVII, Jeremías Taylor, Baxter, Bunyan, William Law).

Para la liturgia se han seguido dos criterios distintos. Los luteranos han admitido en el culto todo lo que no es contrario a la sagrada Escritura, mientras que los reformados sólo admiten lo que está explícitamente expresado en ella. Por eso el canto sagrado ha podido desarrollarse con gran riqueza en las iglesias luteranas, mientras que en las zwinglianas y calvinistas sólo se cantaron los salmos (hoy sin embargo se aceptan también otros himnos). Los luteranos y los anglicanos han conservado la misa eliminando sólo aquellas partes que no eran conformes con su interpretación de la Escritura (alusiones a los méritos, invocación a María y a los santos, la idea de la misa como sacrificio). Los reformados, por el contrario, han abolido la misa sustituyéndola por una liturgia de la palabra que fue tomando poco a poco esta estructura: lectura de los diez mandamientos, confesión en silencio de los propios pecados, oración de humillación pronunciada por el pastor, palabra de absolución, lectura de la sagrada Escritura, predicación, oración, bendición. Las diversas partes se separaban entre sí por el canto de tres o cuatro salmos por todos los fieles. En las liturgias reformadas modernas hay algunas variantes, pero la estructura sigue siendo la misma. La celebración de la cena del Señor, que a Calvino le habría gustado que fuera todos los domingos, se celebró solamente en navidad, pascua, pentecostés y un domingo de septiembre. Hoy se celebra con mayor frecuencia, de ordinario una vez al mes. En las iglesias luteranas y anglicanas se mantuvo la celebración dominical de la eucaristía, aunque posteriormente, sobre todo en las luteranas, se hizo menos frecuente.

En todas las iglesias de la reforma se negó la transubstanciación, aunque reconociendo (con diversas explicaciones teológicas) la presencia del Señor resucitado en la comunidad celebrante y la unión con él. En su liturgia del año 1545 Calvino concedía mucha importancia a la morada de Cristo en nosotros y de nosotros en él. Esta comunión íntima con el Señor tenía que producir frutos de vida nueva y de santificación. Para Lutero tenía importancia fundamental la fe en la palabra de la promesa: «entregado por vosotros, para la remisión de los pecados...». Para Zwinglio no es el pan y el vino, sino la comunidad celebrante, la que se transforma en el cuerpo del Señor. Para todas las confesiones de la reforma vale el principio extra usum nullum sacramentum, ya que Cristo está presente en la comunidad que celebra y no en los elementos. Lutero admitía la consubstanciación, pero tampoco para él estaba presente Cristo después de la celebración de la misa. Por eso entre los protestantes y los anglicanos se suprimió la práctica de conservar la hostia consagrada y toda forma de veneración de la misma. La liturgia eucarística del Prayer Book de la iglesia anglicana es calvinista. Sólo en el siglo pasado, con el movimiento de Oxford y todo el proceso de recatolización del anglicanismo, se manifestaron en él ciertas tendencias sacramentales católicas. Todas las iglesias de la reforma (y ya en el siglo XV el movimiento hussita) celebran la cena del Señor sub utraque, con el pan y el vino que toman los fieles.

La palabra de Dios en los sacramentos (solamente dos: bautismo y eucaristía) es de importancia fundamental. Es ella la que constituye el sacramento (cf. Agustín: accedit verbum ad elementum et fit sacramentum). Calvino afirma que, si se quita la palabra, queda eliminada toda la eficacia del sacramento (verbum sublato perit tota vis sacramentorum). Por eso quería no sólo una seria preparación catequística antes de admitir a los jóvenes a la comunión, sino además que la comunidad se preparase en cada ocasión al rito mediante la predicación, para conducirla a lo que pretende el sacramento.

Hemos dicho que la palabra de Dios para los reformadores no es simplemente la Escritura entendida de modo literalista, sino su mensaje. Se la entiende como palabra predicada y hecha eficaz por el Espíritu santo: viva vox Evangelii. La predicación actualiza la palabra de los profetas y de los apóstoles y del mismo Señor, de forma que se convierte en una palabra de Dios dirigida «aquí y ahora» a la comunidad que escucha. En esta predicación y en esta acogida de los fieles es donde tiene lugar la salvación. Es una palabra viva, dinámica, operante, creativa. La investigación histórica considera hoy como característica peculiar de la teología reformadora de Lutero precisamente esta teología de la palabra. Por esta razón la predicación se ha puesto en el centro de la liturgia dominical. Pero se ha descuidado la cena del Señor. No se ha comprendido bien la polaridad del culto cristiano: predicación y eucaristía, aunque la confesión de Augsburgo del año 1530 lo afirmó en su clásica definición de la iglesia: «La iglesia es la asamblea de los santos, en donde el evangelio se predica con pureza y los sacramentos se administran según la institución del Señor» 3.

La relación tan íntima entre la palabra de Dios y el Espíritu santo caracterizó a la teología y a la piedad de los reformadores clásicos frente al ala radical de la reforma. Los primeros afirmaban que el Espíritu nunca es comunicado por Dios más que a través de su palabra. Para averiguar si el espíritu que habla en la interioridad del hombre es el Espíritu de Dios, hay que confrontarlo con la Escritura y ver si está de acuerdo realmente con ella. En el ala radical de los espiritualistas y de algunos grupos de anabaptistas se dio por el contrario mucha importancia a la inspiración interior incluso independientemente de la predicación y de la participación en los sacramentos. El Espíritu podía entonces confundirse con una creatividad cualquiera de la espiritualidad humana. Calvino se mostró decidido a la hora de condenar esta tendencia espiritualista: el que rechaza el evangelio predicado cierra la puerta al Espíritu, ya que el Espíritu está unido a la voz del hombre como a su propio órgano. Así pues, para la reforma clásica la palabra y el Espíritu son correlativos y tienen que escucharse correlativamente.

Hemos dicho que otra característica de la enseñanza y de la fe de la reforma se expresa en la doctrina de la salvación por la sola gracia mediante la fe. Esta doctrina se encuentra también en los padres de la iglesia y en los escolásticos medievales, aunque fue Lutero el que la destacó particularmente con su experiencia personal (Turmerlebnis) confirmada por su interpretación del evangelio, especialmente del pensamiento paulino. La salvación es realizada por Cristo y aferrada por el pecador mediante la fe, que es obra del Espíritu santo. Aquí todo es gracia, pura gracia. El pecador perdonado sigue siendo un pecador en la vida terrena, pero la justicia de Cristo que se le atribuye es ya el comienzo de una vida nueva, una llamada a la santificación. Puesto que permanece en nosotros, incluso después del bautismo y de la justificación, el incentivo del pecado, la concupiscencia, por eso la penitencia tiene que durar toda la vida; pero la fe es confianza en Cristo, comunión con él, y también por tanto posibilidad de una vida nueva.

La salvación por gracia tiene como consecuencia la eliminación de todos los méritos humanos, tanto en la esfera devocional como en la ética. Ni la oración, ni la lectura de la Biblia, ni la participación en el culto es obra meritoria, ni siquiera una acción buena. Nada de todo eso lleva a la salvación. La salvación está en el principio y no en el final del camino ético. La salvación es aquella liberación que hace al hombre disponible para Dios y para el prójimo. La obediencia a los mandamientos del Señor es simplemente expresión de gratitud. El catecismo reformado de Heidelberg de 1563, en contra del orden tradicional, pone al credo, o sea, la palabra de la salvación, por delante de los diez mandamientos, es decir, de la obediencia, ya que ésta tiene que expresar la gratitud por la salvación recibida. Es una ética de la libertad y del amor. Lutero, repitiendo las palabras del apóstol Pablo, dice que el creyente, a pesar de ser libre de todos (Cristo lo ha hecho libre) se hace siervo para todos (1 Cor 9, 19). La caridad de Cristo le aprieta a salir de su estado de bienaventurada libertad cristiana para servir a su prójimo. Es un servicio no por constricción exterior ni tampoco «por convicción», como falsamente interpreta Karl Marx, sino por amor.

Esto lleva a un nuevo concepto de vocación cristiana. En la edad media la vocación se entendía en sentido religioso, monástico. Lutero y los demás reformadores le dan un sentido laico. Vocación (Beruf) es la tarea que el creyente está llamado a desempeñar en la sociedad por el bien del prójimo. Es también el lugar de su obediencia a los mandamientos de Dios y el de su santificación.

Lutero en su tratado De votis monasticis hizo una dura crítica de la vida monástica de su tiempo. Pero su intención no era destructiva, sino reformadora. Quería llevar al monaquismo a la libertad cristiana de sus orígenes: una vocación particular vivida día a día por la fe sin la constricción de los votos perpetuos. Su libro tuvo un efecto contrario y los monasterios se quedaron vacíos. Pero cuando en 1532 el reformador encontró en Herford de Westfalia al abad Jacob Montanus, que no había cerrado su monasterio de los hermanos de la vida común, sino que había renovado su espíritu, lo elogió y le dijo: «Me gusta mucho vuestro modo de vivir, el que enseñáis y vivís con pureza...».

Otra característica de la fe de la reforma es la acentuación de Cristo solo Salvador, único mediador entre Dios y los hombres, único intercesor, único protector, único Señor. El cielo de la iglesia medieval lleno de santos quedó de pronto despoblado. Queda solamente Cristo, no solitario ciertamente, sino con su iglesia y con todos los santos; pero éstos constituyen la comunidad que lo adora junto con la iglesia militante en la tierra. También María vuelve a ocupar su dimensión bíblica. En este sentido Lutero escribió cosas muy hermosas sobre ella comentando el Magnificat. María no es reconocida como «madre de Dios», ya que el dogma del concilio de Efeso del año 431 es cristológico. Esta cristología elimina de la devoción popular las peregrinaciones a los numerosos santuarios, las oraciones a los santos y a María, la veneración de las reliquias y de las imágenes. Estas últimas continúan en las iglesias luteranas y anglicanas, pero no son veneradas. En las iglesias reformadas, por el contrario, fueron quitadas y destruidas por muchos iconoclastas, o bien retiradas ordenadamente, como en los cantones suizos, por disposición de las autoridades.

Estos principios son seguidos por toda la reforma clásica. Entre los reformadores, a pesar de las disputas sobre la eucaristía, existe un acuerdo teológico de base sobre los principales artículos de la fe cristiana. Se diferencian entre sí de ordinario por sus diversas acentuaciones en la doctrina, que se reflejan también luego en las formas de piedad y en el carácter moral de los fieles. El luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo son expresiones diversas de la misma reforma. Cada una de estas confesiones tuvo luego su historia y creó su tradición particular. Todas han participado en el mismo desarrollo cultural de Europa. Todas han pasado por los mismos períodos: ortodoxia, pietismo, ilustración, y han sentido, aunque sea de manera muy diferente, la influencia del idealismo.

Lutero en su exégesis bíblica buscaba «lo que anuncia a Cristo» (was christum treibt) y en el luteranismo la piedad ha seguido siendo muy cristocéntrica; Lutero fue un profeta de la libertad cristiana y las iglesias evangélicas han estado atentas a no caer de nuevo en el legalismo; han cuidado más que las otras el canto sagrado en el culto y todavía hoy el carisma de las iglesias luteranas parece ser el de confesar la fe cantando. Lutero tradujo la Biblia a la lengua hablada por el pueblo y de este modo la Biblia ha pasado a ser el libro del pueblo, leído y meditado en cada casa, en las escuelas y en las iglesias. Una influencia educadora semejante ha ejercido sobre todo el pueblo el Pequeño catecismo y el Himnario, que se ha ido enriqueciendo de generación en generación, pero que tuvo su comienzo en el reformador. Lutero atribuía un gran valor espiritual a la confesión privada de los pecados, que consideraba un tesoro de la iglesia y un medio eficaz para el anuncio individual del evangelio del perdón de los pecados, pero esta práctica se fue descuidando luego y ha llegado a perderse.

Calvino y el calvinismo han atribuido un gran valor al antiguo testamento poniéndolo en el mismo plano que el nuevo. Por eso la devoción a Dios Padre ha sido en ellos predominante y se ha acentuado la observancia de la ley. El objetivo de la vida y de la historia es la glorificación del nombre de Dios. Esta es también la finalidad de la creación, ya que Dios ha creado todo el mundo para que fuese teatro de su gloria 8. El mundo tiene que transformarse con vistas al reino de Dios y los elegidos están llamados a combatir esta batalla con Dios y para Dios. La elección divina y la doble predestinación queda acentuada en Calvino más que en todos los demás reformadores, bien para combatir el optimismo antropológico del humanismo, bien por la experiencia cotidiana de que no todos reciben con fe la predicación del evangelio (sin lo cual no existe salvación). El sentimiento de la propia elección da paz al alma y un vigor muy especial a la vida cristiana del elegido, que trabaja incansablemente en la ciudad y se muestra tan sobrio (ascesis intramundana) que ha llegado a atribuirsele al calvinismo el fuerte desarrollo, si no el origen, del capitalismo.

Calvino había puesto de relieve la necesidad de la santificación del creyente. El protestantismo reformado ha promovido el rigor moral de la vida cristiana mediante una observancia escrupulosa de los mandamientos de Dios. Pero recayó, especialmente en el puritanismo, en una especie de legalismo moral que se manifestaba especialmente en la observancia rigurosa del descanso dominical.

En Zwinglio la influencia del humanismo es más sensible que en Lutero y Calvino. Su teología es fuertemente cristocéntrica. Cristo no es solamente el fundamento de la iglesia, sino también de la sociedad, ya que sólo él hace posible la vida social de los hombres que por causa del pecado no consiguen ya vivir juntos pacíficamente. El evangelio es anuncio de la salvación por gracia, pero también regla de vida (regula Christi) y como tal tiene que llevar a una renovación moral y a la restauración del cristianismo en el campo social. En la doctrina de los sacramentos, Zwinglio se separa de la enseñanza de los demás reformadores. Los sacramentos son signos, no la cosa misma, ni confieren ninguna gracia, sino que ejercen la ya recibida. Atestiguan la obra de redención realizada ya por Cristo en favor nuestro. Son vínculos que mantienen unidos a los miembros de la comunidad cristiana. Participando de ellos los creyentes confiesan su fe y su gratitud al Señor que los ha salvado. La teología de Zwinglio influyó especialmente en las iglesias evangélicas de Alemania meridional y hasta cierto punto en la reforma de Inglaterra.

El anglicanismo encierra dentro de sí diversas tendencias. En su origen sufrió fuertemente la influencia del humanismo y de la reforma continental, tanto luterana como calvinista y zwingliana. Los XXXIX artículos de religión son moderadamente calvinistas, así como la doctrina eucarística del Prayer Book. Pero el anglicanismo ha conservado además una notable sustancia católica, especialmente en las liturgias y en varias formas de devoción. Así ha conservado las horas canónicas de maitines (matins) y de vísperas (evensong), con la lectura del salterio distribuida durante un mes. Otras obras de devoción han mantenido en la iglesia anglicana una praxis religiosa regular que hizo surgir más tarde la aspiración a una comunidad para el rezo coral del oficio divino. Estas tendencias de religiosidad católica se han manifestado más o menos abiertamente durante los siglos sucesivos, pero de modo especial en el siglo XVII bajo los Estuardo y luego en el siglo XIX con el movimiento de Oxford y el reflorecimiento de la vida monástica, tras la emancipación civil de los católicos en 1829.

Por su espíritu de tolerancia el anglicanismo supo acoger también en su seno a la corriente puritana, al menos parcialmente. Por eso existen en él simultáneamente tres tendencias: la de la iglesia alta (high church) cuyos comienzos se remontan a la época de Isabel I con el predominio de elementos católicos y un vivo apego a la tradición antigua y medieval, la de la iglesia baja (low church) que quería una reforma más radical de tipo ginebrino, y la iglesia ancha (broad church) de inspiración humanista cristiana con una teología más bien racional y filosófica (platonistas de Cambridge) y de gran tolerancia (latitudinarismo); es la que hoy representa la orientación de los «hombres de iglesia modernos» (modem churchmen).

En los cuatro siglos posteriores a la reforma, la teología, la ética y la experiencia espiritual en la comunión anglicana y en las iglesias protestantes recorrieron un largo camino con evoluciones e involuciones bajo la influencia del espíritu de la época en el proceso histórico de la cultura y de la civilización occidental. En el período de la ortodoxia (siglos XVI-XVII) lo que preocupaba ante todo era la «pura doctrina». El mayor teólogo luterano de este período fue Juan Gerhard (1582-1637), que escribió una verdadera summa theologica, los Loci theologici en nueve volúmenes. Se acusó a la ortodoxia de aridez espiritual, de ser una especulación muy alejada de la vida cristiana. Pero no estuvo totalmente privada de espiritualidad, como lo demuestran las composiciones poéticas de Pablo Gerhard (1607-1676) que expresan la más auténtica piedad luterana y que el mismo Bach utilizó en sus composiciones. A la objetividad doctrinal de la ortodoxia se opuso en siglo XVIII el pietismo con la experiencia religiosa mística suscitada por la meditación de la sagrada Escritura y la ilustración con el sentimiento religioso de la naturaleza. El despertar religioso se manifestó en la iglesia anglicana a través del metodismo y de otros movimientos evangélicos. En los primeros decenios del siglo XIX, como reacción frente al racionalismo de la teología ilustrada surgieron movimientos de « revivencia» (réveil, revival, Erweckung) en toda la Europa protestante. Este movimiento intentaba recuperar las verdades fundamentales de la fe cristiana (divinidad de Cristo, inspiración de la Escritura, salvación por la gracia mediante la fe) perdidas en gran parte en la teología ilustrada. Concedía una gran importancia a la experiencia religiosa íntima, a la conversión, a la santificación personal. Pero cada una de las verdades bíblicas era filtrada a través de la experiencia religiosa individual. El «despertar» tuvo a menudo una tendencia escatológica y comunicó a las iglesias fuertes impulsos misioneros. El romanticismo favoreció la acentuación sentimental de la fe cristiana y el subjetivismo religioso con una cierta infravaloración de la doctrina. Se decía: «El cristianismo es una vida, no una doctrina». En la segunda mitad del siglo XIX con la crítica bíblica y la filosofía de la inmanencia se llegó a la teología liberal protestante con su optimismo antropológico y social, su fe en el progreso moral de la humanidad y en la llegada del reino de Dios, a cuya extensión en la tierra habrían colaborado todas las fuerzas morales y espirituales del pueblo cristiano. Todos los «valores cristianos» exaltados por esta teología típicamente burguesa se derrumbaron desgraciadamente con la primera guerra mundial. Surgió entonces la «teología de la crisis» de Karl Barth y sus colaboradores, que pronunció un juicio destructor no sólo sobre la teología liberal, sino sobre toda la desviación religiosa subjetivista del pietismo, del revival, de la teología romántica, para volver a los reformadores y a la reflexión bíblica del Dios transcendente «totalmente otro» y a su revelación única en Jesucristo, rechazando toda revelación natural.

Se produjo así una renovación en la teología y en la predicación. La iglesia evangélica de Alemania se preparó de este modo para la dura lucha contra la dictadura y la ideología nazista. Expresó su fe en la confesión de Barmen de 1934. Entre otras cosas se declaraba allí: «Rechazamos la doctrina errónea según la cual habría esferas en nuestra vida en las que no perteneceríamos a Jesucristo, sino a otros señores, esferas de vida en las que no tendríamos necesidad de la justificación y de la santificación por medio de él».

La controversia confesional tan áspera durante cuatro siglos se fue poco a poco suavizando con el desarrollo del movimiento ecuménico y posteriormente por la acción del concilio Vaticano II, que hizo suyas varias instancias de la reforma del siglo XVI. El encuentro entre católicos y protestantes se realiza generalmente sobre la base de la sagrada Escritura (con los anglicanos también con el estudio de la tradición). La confrontación en el plano teológico se hace naturalmente entre las diversas doctrinas, pero en el coloquio entre las comunidades de creyentes muchas veces cada una se confronta a sí misma con la Escritura, sustituyendo así la controversia confesional por la autocrítica. La Conferencia mundial de «Fe y Constitución» de Lund en 1952 aconsejó intentar en los contrastes doctrinales conocer mejor a Cristo y de este modo converger no ya unos hacia otros, sino unos y otros hacia Cristo, en el que se encuentra la verdad y la unidad. Este encuentro entre evangélicos y católicos en torno a la sagrada Escritura y en la oración común es una experiencia espiritual nueva que mira con confianza hacia el futuro.

Otra experiencia religiosa que hay que tomar en consideración es la de tipo comunitario monástico en el anglicanismo ya desde la mitad del siglo pasado, como hemos dicho, y en el protestantismo después de la primera y sobre todo después de la segunda guerra mundial. En la iglesia anglicana las primeras comunidades religiosas nacieron por los años 40 del siglo pasado en medio de la desconfianza de las autoridades eclesiásticas y del pueblo. Luego poco a poco se fueron reconociendo oficialmente. Son de tipo contemplativo, aunque a veces se ocupan también de asistencia social. Se remiten a reglas antiguas, como las de san Agustín, san Benito, san Francisco de Asís, pero también a las de la Contrarreforma, por ejemplo a san Francisco de Sales y a las Ursulinas de Blois. Asumen de ordinario una postura crítica respecto a la Reforma que habría destruido demasiados elementos positivos de la vida eclesial. La regla de san Benito es seguida entre otros por la Orden de benedictinos de Nashdom, fundada en vísperas de la primera guerra mundial, practica los votos perpetuos y observa la oración de las horas. La Comunidad de santa María virgen por su parte sigue la regla de san Francisco de Sales; surgió a mitad del siglo XIX y es por tanto una de las comunidades monásticas femeninas más antiguas de la comunión anglicana. Se interesa por la renovación litúrgica, la educación, las obras de redención social y de misiones en la patria y fuera de ella; sufrió fuertemente la influencia del movimiento de Oxford. Otra comunidad femenina de espíritu contrarreformista es la Comunidad de la reparación de Jesús en el bendito Sacramento; surgió en Londres en 1869 con el propósito de realizar una obra de reparación a Jesús en el «bendito sacramento» por todo el deshonor que le causan los que no lo reconocen ni adoran bajo el velo del pan y del vino eucarísticos; esta devoción a la « santa eucaristía», desconocida aún para los primeros tractarianos del movimiento de Oxford, se desarrolló entre los elementos más avanzados del movimiento anglocatólico de finales de los 60 del siglo pasado. En la comunión anglicana hay actualmente casi un centenar de comunidades religiosas.

Entre los protestantes las órdenes diaconales femeninas comenzaron por los años 30 del siglo pasado (diaconisas de Kaiserswerth en Renania) y se difundieron rápidamente. Su vida en común tiene finalidades asistenciales. No hacen votos perpetuos. Las órdenes de tipo monástico surgen en Alemania después de la primera guerra mundial dentro de la iglesia luterana. El promotor de este movimiento fue el teólogo Federico Heiler, seguidor de la Alta Iglesia. A diferencia de las comunidades religiosas anglicanas, las protestantes intentan justificarse frente a la reforma y pueden encontrar en Lutero argumentos en defensa de su opción. Después de la segunda guerra mundial han surgido numerosos centros de vida comunitaria tanto de tipo contemplativo como asistencial y social. Entre los más conocidos se encuentra ciertamente la Comunidad de Taizé (junto a Cluny) con la rama femenina de Grandchamp en la Suiza francesa, y la de las Hermanas de María, fundada por Basilea Schlink en Darmstadt. En contra del parecer de Lutero éstas y otras comunidades religiosas protestantes observan los votos perpetuos. Los votos son de ordinario tradicionales: pobreza, castidad y obediencia. A veces se advierte la preocupación de conciliar la observancia de estos votos con la libertad cristiana. La regla de Taizé busca una relación justa entre la norma de vida (ley) y la libertad de la gracia que predica la reforma. Afirma expresamente que la salvación no se obtiene por medio de los votos y de la observancia de la regla, sino sólo por gracia. El objetivo de la comunidad es ser un signo de Dios en el mundo: «Sé entre los hombres un signo de amor fraterno y de alegría... Abrete a lo que es humano y verás cómo se desvanece todo vano deseo de huida del mundo». La liturgia tiene que permanecer en constante relación con la vida activa de la comunidad. Las comidas deben ser ágapes, «donde se realice nuestro amor fraterno en la alegría y la sencillez de corazón».

Las palabras más radicales de los evangelios y especialmente el sermón de la montaña orientan a menudo la vida de estas nuevas comunidades monásticas protestantes, lo mismo que ejercieron ya su influencia en el pasado. En cuanto a la pobreza, se practica tanto el tipo benedictino (pobreza del individuo) como el franciscano (pobreza también de la orden). La comunidad de hermanas de María vive la pobreza franciscana; se ha impuesto la obligación de no capitular, sino compartir lo que Dios le da por medio de los hombres; para el alimento diario hay que depender del Padre celestial. También la Comunidad de Taizé se orienta en este sentido: «La audacia de utilizar todos los bienes de hoy, de no asegurarse ningún capital, sin miedo a la posible pobreza, no consiste en ser miserable, sino en disponerlo todo en la sencilla belleza de la creación. El espíritu de pobreza es vivir en la alegría del hoy. Si Dios es gratuito al dispensar los bienes de la tierra, es una gracia para el hombre dar lo que ha recibido» 11. Esta alegría en la pobreza vivida debería ser signo de una superación del legalismo y del rechazo de la pobreza como fin de sí misma y como mérito, procurando conciliar la libertad cristiana (salvación por gracia) con el voto de pobreza. En el anglicanismo la pobreza se practica como medio de santificación personal.

El problema de la obediencia resulta siempre dificil en el protestantismo. Frente a la dieta de Worms, que le imponía una retractación, Lutero desobedeció y dijo: «No puedo obrar de otro modo, porque mi conciencia está vinculada a la palabra de Dios». Esta es la actitud protestante frente a cualquier autoridad eclesiástica que se encuentre en contraste con la palabra de Dios. Incluso el voto de obediencia al superior de la fraternidad o de la orden tiene esta reserva implícita. Basilea Schlink habla de la obediencia a Cristo en la observancia del sermón de la montaña. La Confraternidad de Cristo en Selbitz dice que la obediencia es la gran alegría de tranquilizarse en la voluntad de Dios. La obediencia a Dios nos libra de nosotros mismos y esto significa libertad.

En el anglicanismo, en los primeros tiempos, se intentó conciliar la libertad individual con la autoridad corporativa. El voto era la intención de observar la regla común más que de obedecer a una persona. Se quería respetar la conciencia individual, permitir la discusión libre, evitar los detalles reglamentarios para hacer destacar los principios fundamentales. Todo esto revelaba la persistencia de una mentalidad protestante. Posteriormente el voto de obediencia se entendió en sentido restrictivo.

En las reglas de las órdenes diaconales protestantes, se habla del espíritu de amor y de humildad que debe impregnar la vida de la diaconisa para que pueda cumplir fielmente con su misión. Para seguir a Cristo hay que renunciar a sí mismo muriendo un poco cada día. Se escribe siempre de consagración, de obediencia a la vocación divina, de un camino hacia la meta, nunca de una meta alcanzada. Si la observancia de los consejos evangélicos en el catolicismo romano era un camino para conseguir la perfección cristiana, el protestantismo ha sustituido la idea de perfección por el concepto neotestamentario de «cumplimiento» (teleiótes). La perfección está en Cristo. El es la meta. Toda la vida ética de los creyentes es un movimiento suscitado por el Espíritu santo hacia aquella meta en la que los creyentes se harán conformes con la imagen de su Señor resucitado. En la vida presente siempre estamos en camino y sólo en camino.

En las órdenes monásticas protestantes los tres votos no son ya ley si expresan la ofrenda total de la vida del creyente. «Pueden vivirse solamente en esta perspectiva de la oblación, por amor al reino de Dios; si no, no tienen nigún sentido». Excluyen todo mérito, ya que la salvación es por gracia. Por tanto, el monje protestante puede ser pobre, casto, obediente, si lo es en cada momento en la libertad de la fe.

Las órdenes monásticas y las cofradías están generalmente animadas por un vivo espíritu ecuménico. A veces son de confesión mixta. Contribuyen de esta manera a promover aquella experiencia ecuménica de que hemos hablado.
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3. Confessio Augustana, art. VII. Dice literalmente: «recte administrantur sacramenta».

8. OC 44, 294: «... totum mundum hoc fine condidisse, ut gloriae suae theatrum foret».

11. Regla de Taizé.