Espiritualidad post-tridentina

A partir del renacimiento varias naciones europeas empezaron a desarrollar su propio genio y carisma. También entre los países llamados «católicos» florecieron gradualmente características secundarias aptas para definir las «escuelas» de espiritualidad con el sabor típico del temperamento de cada país. Incluso en los grandes santos que marcaron este período de la historia -Teresa de Avila, Juan de la Cruz, Alfonso de Ligorio, Catalina de Ricci, Francisco de Sales- es posible señalar que el temperamento nacional destaca como un rasgo distintivo. Al mismo tiempo observamos la universalidad y la ortodoxia de su doctrina junto con la continuidad en la tradición espiritual de la iglesia.

Al final de la edad media el humanismo del renacimiento se había hecho tan pagano que Rabelais no dudaba en afirmar que la regla de vida de la mayor parte de los cristianos era: «Haz lo que te guste». Y Erasmo afirmaba que ni siquiera en los paganos era posible encontrar a alguien más corrompido que el cristiano medio. Frente a una situación semejante los cristianos devotos se retiraban del mundo refugiándose en una vida interior fortificada por los ejercicios espirituales y siguiendo los métodos de oración mental. Finalmente empezaron a aparecer los tratados sobre la meditación y los métodos de oración, y en los Países Bajos, en Francia, en Italia y en España se cultivaba la oración mental sistemática. Todo esto parece pertenecer en gran parte a una estrategia de reforma; en efecto, la experiencia ha demostrado que uno de los caminos más seguros para volver a una auténtica vida cristiana entre el clero, los religiosos y los laicos, consistía en estimular la práctica de la meditación.

Aunque sin alcanzar la fama de san Ignacio de Loyola, García de Cisneros, benedicto de Valladolid que introdujo los ejercicios espirituales en Montserrat, tiene que ser considerado como una de las figuras más influyentes en la reforma de la vida cristiana que buscaba el concilio de Trento. Es posible que su obra Ejercitatorio de la vida espiritual fuera la base de los Ejercicios espirituales de san Ignacio.

Pero los ejercicios espirituales no fueron el único instrumento de la reforma; los humanistas cristianos como Pico della Mirandola, Lefévre de Etaples, santo Tomás Moro y Erasmo, emprendieron un ataque más directo. Los humanistas cristianos subrayaban la necesidad de huir del mundo y de emplear contra la mundanidad dos armas principales: la oración y el conocimiento de la doctrina sagrada. Erasmo se lamentaba de que con frecuencia «la religión de la gente común» era una religión puramente exterior y en cierto modo farisaica. Lo que se necesitaba era huir del mundo e imitar a Cristo para poder asegurar la victoria sobre el pecado y sobre la tentación.

También es de este período una gran insistencia en los cuatro novísimos: muerte, juicio, infierno y cielo, y un continuo recordar a los fieles las vanidades del mundo y la inevitabilidad de la muerte. Erasmo era además de los escritores que animaban a los cristianos a leer la Biblia y a obedecer a la enseñanza de la iglesia; pero en las cosas no decididas por el magisterio eclesial habría que dirigirse a la sagrada Escritura con fe y, devoción, con lo que el Espíritu santo iluminaría la mente.

El humanismo cristiano fue severamente criticado, a pesar de que sus enseñanzas habían ayudado a numerosos cristianos y que los mismos humanistas rompieron enseguida con los movimientos protestantes apenas los condenó el Papa León X. Pero hay que admitir que en su entusiasmo por la vuelta a la sagrada Escritura y a los padres de la iglesia, los humanistas cristianos daban la impresión de rechazar toda la sabiduría teológica de la edad media y de debilitar inconscientemente la autoridad del magisterio eclesiástico. Tendían igualmente a exagerar la bondad original del hombre, infravalorando la necesidad de la mortificación y de la abnegación de sí mismo, e ignorando los efectos del pecado original. Según Bremond, no hubo verdadero humanismo cristiano hasta que apareció san Francisco de Sales en la escena del siglo XVII.

El renacimiento no le dio a la vida espiritual toda la aportación que cabía esperar y de hecho favoreció más la división que la reforma, pero los líderes espirituales que surgieron en el siglo XVI se mantuvieron fieles a las tradiciones del pasado al mismo tiempo que mostraron su sentido de adaptación a las necesidades de los cristianos de su tiempo. Esto resulta particularmente evidente en el caso de san Ignacio de Loyola (1491-1556) y de la escuela de espiritualidad española.

La iglesia tiene una deuda contraída con san Ignacio por sus dos aportaciones excepcionales: perfeccionó los ejercicios espirituales y le dio a la iglesia una nueva forma de vida religiosa, la Compañía de Jesús. Aunque se le presenta como un ferviente sostenedor de la espiritualidad de la acción, san Ignacio fue de hecho un contemplativo en acción. Desde el momento de su conversión se dedicó asiduamente a la práctica de la oración mental; fue instruido por Dios mediante iluminaciones místicas y sus éxtasis y raptos eran tan frecuentes que el papa Pablo III le dispensó del rezo del oficio divino.

Parece ser que san Ignacio redactó los primeros apuntes de los Ejercicios espirituales en Loyola en 1521, desarrollándolos luego en Manresa en 1522 y dándoles su forma definitiva en París entre el 1528 y el 1535. San Ignacio asignó a los Ejercicios un período de cuatro semanas, que habrían de prolongarse o abreviarse según las necesidades del ejercitante y el juicio del director. Al comienzo cada ejercitante estaba bajo la guía de un director, pero desde 1539 los jesuitas empezaron a dirigir los Ejercicios en grupos. De los veinte puntos señalados por san Ignacio en la introducción merecen subrayarse los siguientes: la finalidad de los Ejercicios es ayudar al ejercitante a aclarar su vocación y a seguirla fielmente; hay que respetar la iniciativa personal de modo que el ejercitante pueda abandonar el pensamiento discursivo y practicar la oración mental siguiendo los movimientos del Espíritu; hay que seguir el programa y el método de los Ejercicios, pero adaptándolos a la edad, a la salud y al estado de vida del ejercitante; el director no tiene que interferir demasiado ni ha de intentar influir en las opciones y los propósitos del ejercitante.

Desde el comienzo los Ejercicios espirituales demostraron ser el medio más eficaz para guiar a los cristianos a una mayor santidad. En 1920 el papa Benedicto XV proclamó a san Ignacio patrono de todos los ejercicios espirituales y en 1948 el papa Pío XII afirmó que «los Ejercicios de san Ignacio seguirán siendo siempre uno de los medios más eficaces para la regeneración espiritual del mundo, pero con la condición de que sigan siendo auténticamente ignacianos».

Además de los Ejercicios espirituales, san Ignacio inventó un método de meditación y la práctica del examen particular. Reconoció también la necesidad de la mortificación, aunque adaptada a las necesidades del individuo; la necesidad de un director espiritual; el deber del apostolado para todos los creyentes cristianos y la adaptación de la vida religiosa a las necesidades de los tiempos.

Respecto a la Compañía de Jesús san Ignacio no prescribió ninguna divisa distintiva, abolió el rezo coral del oficio divino, ordenó la oración mental cotidiana y el examen particular y prescribió la dirección espiritual obligatoria para todo jesuita. Los institutos religiosos fundados en los siglos posteriores modelaron en gran parte su estilo de vida según el de los jesuitas.

Como san Ignacio, también santa Teresa de Avila (1515-1582) ocupa por un doble título un lugar eminente en la espiritualidad católica: como reformadora de la orden carmelitana y como autoridad nunca superada en la teología y en la práctica de la oración mental. Su éxito es todavía más considerable si se piensa en las tendencias heterodoxas que cundían en España por el siglo XVI: la influencia musulmana, el iluminismo de los alumbrados, las huellas del «quietismo» luterano. Sus enseñanzas se encuentran en sus obras principales: la Vida, El camino de perfección y El castillo interior. Sus escritos son más bien prácticos que teóricos, más descriptivos que analíticos y están generosamente enriquecidos por intuiciones psicológicas basadas en su experiencia.

Santa Teresa describía la oración simplemente como «conversación con aquel que sabemos que nos ama», y decía que toda oración, para ser oración de verdad, tiene que ser mental, porque exige atención a aquél a quien nos dirigimos tanto en nuestras palabras como en los conceptos de nuestra oración. Pero santa Teresa defiende con energía la libertad del alma para someterse a las mociones del Espíritu santo y por eso mismo no defendió el uso obligatorio de un método particular de oración. A pesar de que sus tratados fueron compuestos para sus hermanas carmelitas, su doctrina es universal en sus aplicaciones para los cristianos de todo estado de vida.

La reforma de la orden carmelitana fue una tarea que ocupó la atención y los esfuerzos de santa Teresa durante toda su vida.

El artífice principal de la reforma en la rama masculina fue san Juan de la Cruz (1542-1591), cuya vida estuvo en relación directa con la vida, las obras y la enseñanza de santa Teresa. Los dos escribieron para sus propios hermanos, los religiosos y las religiosas del Carmelo, pero mientras santa Teresa se centraba en la práctica de la oración, san Juan discutió y explicó las noches oscuras de la purificación del alma en el camino de unión con Dios en la perfecta caridad. Sin embargo, los escritos de los dos santos carmelitas se completan perfectamente entre sí.

Para comprender los escritos de estos dos santos es importante tener en cuenta el estado de la vida espiritual española en el siglo XVI. Había una oleada de pseudo-misticismo motivado por los alumbrados, los quietistas españoles. Se buscaban ardientemente las experiencias y los fenómenos místicos en tal medida que eran numerosos los casos de místicos falsos. La herejía teológica de base consistía en afirmar que era posible elevarse a una gran santidad sin el ascetismo o sin el esfuerzo por adquirir las virtudes; además se rechazaban todos los aspectos estructurales e institucionales de la religión como otros tantos obstáculos para la perfección o simplemente como no necesarios. La inquisición española se mostró despiadada en su intento de desarraigar estos errores, obligando al mismo tiempo a los escritores espirituales a tener en cuenta la posibilidad continua de verse denunciados a la misma inquisición.

En sus tres obras principales, La subida-La noche oscura, La Llama de amor viva y el Cántico espiritual san Juan de la Cruz desarrolla el principio general de que hay que estar profundamente purificados en todas las facultades del alma y del cuerpo para alcanzar aquella unión íntima con Dios que se llama unión transformativa mediante el amor. En La subida-La noche oscura describe la noche activa de la purificación de las facultades sensitivas y de las facultades espirituales del entendimiento, de la memoria y de la voluntad, y luego la noche pasiva de la purificación de las mismas facultades. En La llama de amor viva y el Cántico espiritual san Juan trata del estado de la unión transformativa en la que el alma se perfecciona en la caridad. La primera de estas obras tiene un carácter más bien cristocéntrico, mientras que la segunda se centra en la Trinidad.

Santa Teresa y san Juan de la Cruz son luces tan vivas que eclipsan a todos los demás escritores espirituales de la edad de oro de la literatura espiritual española. Hay que afirmar sin embargo que fueron muchos los escritores dotados y los santos que contribuyeron a crear aquel inmenso tesoro de espiritualidad que nos ha legado este período de la historia de España. Hay además una larga lista de santos canonizados que vivieron en aquel período. No podemos hacer más que recordar a algunos de los más influyentes: los franciscanos Alonso de Madrid, Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, san Pedro de Alcántara; el dominico Luis de Granada; el sacerdote diocesano san Juan de Avila; el agustino Luis de León y naturalmente san Ignacio de Loyola. Los escritores jesuitas aparecieron algo más tarde en España, en el siglo XVII: Baltasar Alvarez, san Alfonso Rodríguez hermano coadjutor y Alfonso Rodríguez sacerdote, Luis de la Puente y Alvarez de Paz. Si examinamos a los santos y a los escritores espirituales de España del siglo XVI, nos sentiremos impresionados ante el hecho de que ninguna otra nación ha contribuido tanto a la espiritualidad católica.

Mientras en España la literatura espiritual del siglo XVI era personalista y psicológica en su presentación, en Italia la espiritualidad de este mismo período tendía a ser práctica y a orientarse hacia la reforma de la iglesia. Incluso los grandes místicos como la carmelita santa Magdalena de Pazzi y la dominica santa Catalina de Siena se preocupaban mucho de la reforma de la iglesia. Además, el miedo a la difusión del protestantismo llevó al establecimiento en Italia de la inquisición. Pero los abogados de la reforma tenían que andarse con mucha prudencia, ya que los italianos tenían más miedo de la herejía que de la mundanidad y de la sensualidad.

Uno de los primeros defensores del movimiento reformista fue el dominico Juan Bautista de Crema (-1552), predicador famoso, director de almas y escritor espiritual. Debido a la importancia que daba a la cooperación personal con la gracia y por su doctrina del puro amor, sus obras fueron puestas en el Indice donde estuvieron hasta el año 1900. De todas formas sus esfuerzos dieron abundantes frutos, ya que fue director espiritual de san Cayetano fundador de los teatinos y de san Antonio María Zaccaria fundador de los barnabitas, representantes de un nuevo tipo de religiosos llamados clérigos regulares. También es posible que Juan Bautista de Crema inspirase a Lorenzo Scupoli en la composición de Il combattimento spirituale.

Los fundadores de los clérigos regulares parecían movidos ante todo por el deseo de reformar el clero y consideraban que el método más seguro era el de hacer vivir a los sacerdotes en pequeñas comunidades de forma que se sostuvieran mutuamente con su buen ejemplo. Y como sucede a menudo cuando los sacerdotes diocesanos forman con éxito un tipo de vida común, acabaron siendo un instituto religioso. Los clérigos regulares no siguieron el estilo de vida monástica, sino que dieron más bien importancia a la pobreza interior y al espíritu de desprendimiento de los bienes del mundo. La práctica de la oración mental era libre y sencilla, acompañada de un gran interés por la lucha personal contra el pecado y la tentación.

Durante este período dio Italia numerosos santos y muchos institutos religiosos nuevos: Roberto Bellarmino, Felipe Neri (fundador de los oratorianos), Carlos Borromeo (fundador de los oblatos), Cayetano (fundador de los teatinos), José de Calasanz (español de origen y fundador de los escolapios), Angela Merici (fundadora de las ursulinas), Antonio Zaccaria (fundador de los barnabitas), Camilo de Lelis (fundador de los padres camilos), etc. A pesar de sus características reformistas, la espiritualidad italiana no fue nunca dura ni severa; siguió siendo una espiritualidad de desprendimiento interior, de cultivo del amor divino, de ternura y alegría, lo cual resulta evidente en la vida de los santos (por ejemplo, san Felipe Neri), que son su mejor reflejo. El amor característico de la espiritualidad italiana produjo algunos grandes místicos (por ejemplo, santa Catalina de Génova), pero llevó también a un generoso compromiso apostólico en las obras de misericordia corporales.

 

Espiritualidad moderna

Según algunos historiadores (por ejemplo, L. Cognet), el período moderno de la espiritualidad va del 1500 al 1650. Nosotros sin embargo hemos preferido colocar a san Francisco de Sales (1567-1622) como líder de la espiritualidad de este período. En él, como dice Philip Hughes, «quedó bautizado el renacimiento francés y se hizo devoto el humanismo». Pero hemos de admitir que la espiritualidad moderna no es exclusivamente salesa. También hay que tomar en consideración la escuela francesa de espiritualidad, que a pesar de sus tendencias heterodoxas, parece haber tenido una influencia más universal y más intensa que la de san Francisco de Sales.

Las obras más conocidas de san Francisco de Sales son la Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios. La primera se ha convertido en un libro clásico que está a la altura de la Imitación de Cristo; como los escritos del dominico fray Luis de Granada, no está dirigida específicamente a los sacerdotes o a los religiosos, sino al laicado. San Francisco insiste en la llamada universal a la santidad para todos los cristianos, independientemente de su estado de vida; escribió la Introducción a la vida devota para enseñar al cristiano ordinario la manera de crecer en la virtud y en la práctica de la oración mental. El hecho de que muchas personas cultivasen la práctica de la meditación diaria se debió en gran medida a la enseñanza de san Francisco de Sales y a su explicación detallada de la oración discursiva.

San Francisco de Sales ofreció una espiritualidad eminentemente cristocéntrica, firmemente arraigada en la teología de san Pablo y de san Agustín. Esta misma característica puede encontrarse en la escuela francesa, aunque Francia tuvo en este período una historia tan turbulenta que nos obliga de algún modo a volver sobre nuestros pasos para poder seguir su desarrollo con más exactitud.

La Francia del siglo XVI fue un campo de intensa actividad religiosa dirigida principalmente contra la influencia protestante.

Pero la vida espiritual distaba mucho de ser fervorosa. Se ignoraban prácticamente las normas del concilio de Trento, el rey era soberano absoluto de todos los bienes religiosos, los obispos eran mundanos o estaban envueltos en las intrigas políticas, los sacerdotes solían carecer de la debida instrucción y la vida religiosa estaba generalmente en una situación de decadencia. «Habríamos esperado de aquel período la producción de obras maestras de teología, pero tras señalar la Cruz de Jesús de Chardon, los Sermones de Bossuet y las Meditaciones de Malebranche, las hemos prácticamente enumerado todas. Los Pensées de Pascal no son más que un montón desordenado de leña» 46.

El primer paso para una reforma concreta de la vida cristiana en Francia debe atribuirse a los capuchinos (llegados a Francia en el 1573), a las religiosas carmelitas (que mediante Ana de Jesús introdujeron su santa doctrina espiritual), a los jesuitas (que se establecieron en Francia en el 1553), a los cartujos y a algunos profesores de la Sorbona. Pero la escuela francesa de espiritualidad comienza con el cardenal de Bérulle que recibió de algún modo la influencia de la escuela «abstracta» de Benedicto Canfeld (capuchino), de dom Beaucousin (cartujo) y algunos otros capuchinos de tendencias místicas.

Durante su vida Bérulle (1575-1629) suscitó la hostilidad de los carmelitas, de los jesuitas y del cardenal Richelieu debido a su «voto de esclavitud a Jesús y a María». Había comenzado su carrera con una espiritualidad «abstracta», es decir, de sumisión total a Dios que brotaba del reconocimiento de la propia bajeza y de la propia situación de pecador. La palabra «abstracta» se refiere por consiguiente al desprendimiento de sí mismo necesario para la vida cristiana y el progreso en la santidad. Pero varios acontecimientos de su vida impulsaron a Bérulle desde la escuela abstracta hacia una espiritualidad más cristocéntrica, entre otros sus disputas con los protestantes y el hecho de hacer los ejercicios ignacianos. Desde aquel momento desarrolló lo que a muchos les ha parecido una promulgación mixta e imprudente del voto de esclavitud a Jesús y a María. Le acusaron de tendencias jansenistas y luteranas, lo cual le hizo perder el favor de las religiosas carmelitas y de otras personas con las que hasta entonces había mantenido amigables relaciones.

Defendiendo su doctrina, Bérulle penetró más en el fondo del misterio de la encarnación y fue criticado de nuevo por afirmar que en la unión hipostática la naturaleza humana de Cristo está unida tanto a la naturaleza divina como a la persona divina. Los últimos años de su vida Bérulle se mantuvo en un continuo conflicto con los jesuitas y con Richelieu; unos quince años después de su muerte había sido olvidado casi por completo. Sin embargo su doctrina fue propagada por Charles Condren (1588-1641), Jean-Jacques Olier (1608-1657) y san Juan Eudes (1601-1680).

Lo que ha dicho Bremond sobre la sutileza de la espiritualidad beruliana es un buen esquema para resumir los modos diferentes con que se expresaba la adhesión a Cristo en los diversos escritores espirituales: «Bérulle está en favor de una "adhesión" en cierto modo más general a la persona del Verbo encarnado; Condren por una adhesión más particular a Cristo muerto y resucitado; finalmente Olier por la adhesión al anonadamiento más profundo, más religioso, más perseverante, y por tanto realmente activo y eficaz, del mismo Verbo en la eucaristía». San Juan Eudes lo resumió todo en la devoción al sagrado Corazón de Jesús, de la que fue el promotor más eminente en el siglo XVII 48.

Pero el desconcierto en la espiritualidad francesa no se debió a la doctrina cristológica de Bérulle, sino más bien a dos movimientos heterodoxos: el jansenismo y el quietismo. Enemigos entre sí, estos dos movimientos eran el resultado de una teología desacertada de la relación entre la gracia y la naturaleza. Los jansenistas, hijos de Jean Duvergier Hauranne (1581-1643) y de Cornelio Jansen, concedieron al hombre tanta libertad y exaltaron hasta tal punto la bondad de la naturaleza humana que eliminaron prácticamente la necesidad de la gracia. Los quietistas, remotos descendientes del sacerdote español Miguel Molinos (1628-1696), exaltaron el papel de la gracia y la práctica de la oración en la vida espiritual hasta tal punto que negaron implícitamente la necesidad de las prácticas ascéticas, de la cooperación activa con la gracia y del cumplimiento de buenas obras meritorias.

En Francia el personaje central en la cima dramática del quietismo fue Juana María Bouvier de la Motte (1648-1717), más conocida como madame Guyon. Bajo la dirección espiritual de la trágica figura del barnabita Francisco Lacombe (t1715), compuso treinta y cinco volúmenes de escritos espirituales de carácter quietista. Esta mujer fue también la ocasión de una amarga rivalidad entre Fénelon y Bossuet, que chocaron violentamente en el juicio sobre la ortodoxia de los escritos de madame Guyon.

Los principales puntos en litigio eran la teología del «amor desinteresado» y la « oración pasiva». La doctrina puede reducirse a cuatro afirmaciones que estaban en la base de la controversia: 1) el alma puede alcanzar un estado de amor puro en donde no sienta ya el deseo de la salvación eterna; 2) durante las tribulaciones más extremas de la vida interior un alma puede sentirse tan rechazada de Dios que realice un sacrificio absoluto de su felicidad eterna; 3) en el estado de amor puro el alma es indiferente a su propia perfección y a la práctica de la virtud; 4) en ciertos estados las almas contemplativas pierden la visión clara, sensible y ponderada de Jesucristo.

Fénelon se mantuvo siempre firme en afirmar que no había enseñado nunca el quietismo explícitamente, pero el papa Inocencio XII pensó que los lectores de la doctrina de Fénelon podían caer fácilmente en el error. De este modo el quietismo en el año 1699 recibió en Francia el golpe mortal, aunque con la consecuencia de que, tras esta larga controversia, el misticismo cayó en el descrédito y quedó muerta la teología mística en Francia en el siglo XVIII, a excepción de algún que otro intento de ciertos escritores.

El entusiasmo y el pseudomisticismo del siglo XVII y las condenaciones definitivas inferidas por la Santa Sede llevaron a muchos católicos franceses a la conclusión de que el camino más seguro en la vida espiritual era el camino «ordinario» de las virtudes y de los sacramentos. Se señalaba el camino de los místicos como extraordinario y sospechoso. Esta actitud era reforzada por un renacimiento del jansenismo que concedía gran importancia al ascetismo, a la negación de sí mismo y al rechazo de todos los placeres humanos. Eran pocos los escritores dispuestos a promover una doctrina espiritual auténtica y ortodoxa; los que más contribuyeron a ello fueron los jesuitas, especialmente Luis Lallemant (1588-1635), cuyas conferencias espirituales presentaban la enseñanza tradicional católica sobre la llamada universal de todos los cristianos a la perfección y al estado místico. Otros autores que intentaron restablecer el equilibrio entre los extremos teológicos fueron Jean Cheron (carmelita), Masson (cartujo), Chardon, Contenson y Piny (dominicos), Le Roux, de Lagny y de Bernezy (franciscanos), san Juan Bautista de la Salle (+1719), Jean Grou (jesuita, +1803) y san Luis de Monfort (+1716).

Cuando en 1699 fue condenado el quietismo, los escritores italianos de espiritualidad se hicieron más agresivos en su oposición al pseudomisticismo y más empeñados en restablecer una sana enseñanza espiritual. Entre los autores más importantes se encuentran: el cardenal Bona, el jesuita Juan Bautista Scaramelli y san Alfonso de Ligorio. El cardenal Bona trascribió la enseñanza tradicional de los escritores clásicos y es conocido sobre todo por su tratado sobre el discernimiento de los espíritus. También Scaramelli (+1752) escribió una obra sobre el discernimiento de los espíritus, aunque es más conocido por sus tratados de teología ascética y mística. Por desgracia marcó una separación clara entre la etapa ascética y la etapa mística de la vida cristiana, considerando a la segunda como extraordinaria, y proponiendo por tanto dos tipos de perfección cristiana. Esta doctrina abrió el camino a siglos de discusiones y disputas que duraron hasta los tiempos del concilio Vaticano II.

La espiritualidad italiana del siglo XVIII está dominada sin embargo por la figura de san Alfonso de Ligorio (1696-1787). Sentía una admiración particular por las enseñanzas de santa Teresa de Avila, Alfonso Rodríguez y Luis de Granada. Su doctrina pone en el centro a Jesús y a María y tiene como tema constante el amor de Dios y el abandono a la divina voluntad. Para san Alfonso uno de los instrumentos primarios de perfección es la práctica asidua de la oración mental. Como había hecho ya san Ignacio de Loyola, san Alfonso insistía en la enorme importancia de la elección de la vocación, ya que cada uno tiene que abrazar aquel estado de vida que Dios quiere para él. Lo mismo que san Francisco de Sales afirmaba que todos los cristianos, sea cual fuere su estado de vida, están llamados a la perfección. La medida de la santidad de cada uno depende del grado y de la intensidad de su amor a Dios; la «devoción de todas las devociones» es el amor a Jesucristo y la meditación sobre el amor que él nos tiene.

Las enseñanzas de san Alfonso de Ligorio se propagaron por medio de la congregación del Santísimo Redentor fundada por él. Su influencia como escritor espiritual no fue tan grande como era de esperar, quizás porque con el correr de los años fue considerado más bien como una autoridad en el terreno de la teología moral y pastoral 52.

En España, entretanto, dos carmelitas, llamados ambos José del Espíritu Santo, aunque uno de ellos era portugués y otro español, escribieron y trabajaron sobre las cuestiones místicas, particularmente sobre la distinción entre la oración contemplativa adquirida y la infusa. Intentaron junto con el jesuita Miguel Godínez establecer una terminología para la teología mística que fuera aceptada universalmente. Pero la edad de oro de la espiritualidad española había ya concluido y el siglo XVIII fue en este sentido un período de letargo.

En Alemania sin embargo se siente todo un fermento de misticismo y de fenómenos extraordinarios con el resultado de que empezaron a aparecer un número insólito de obras. Los diversos factores que contribuyeron a este movimiento místico fueron la aparición del pietismo protestante con Felipe Jacobo Spener, el racionalismo alemán, las visiones y las llagas de Ana Catalina Emmerich y la difusión de La mística ciudad de Dios, obra de la religiosa franciscana española María de Agreda. Los fenómenos místicos y el pietismo protestante fueron la ocasión de escritos por parte de personas como el franciscano Melchor Weber en 1714 y Domingo Schram en 1774.

Un problema muy serio para la espiritualidad católica en Alemania lo constituyó el fenómeno del romanticismo que colocaba las verdades y las prácticas de la iglesia católica en el mismo nivel que los cultos paganos de oriente y de Egipto, rechazándolos luego como supersticiones. En el período de la ilustración que veía en escena grandes mentes como Fichte, Schelling, Goethe, Schleiermacher y Kant, todo lo que estaba por encima del terreno de la mente humana era negado sistemáticamente. Fue a través de los escritos de Johann Sailer (1751-1832), más que con cualquier otro medio, como volvió a ocupar el catolicismo un plano de respetabilidad en Alemania.

Otra persona que contribuyó a poner la teología mística en su lugar debido fue Juan José Górres (1776-1848), al que se ha calificado como «la figura más grande en los anales del catolicismo alemán». Como laico dedicó sus esfuerzos a explicar y a revalorar la experiencia mística como digna de respeto, de investigación teológica y psicológica; sus enseñanzas están contenidas en los cuatro volúmenes titulados Christliche Mystik (1836-1842). Pero podemos afirmar que estas intervenciones de carácter erudito frente al racionalismo alemán no consiguieron afectar a la vida y a la práctica cristiana de los católicos ordinarios de Alemania. En ese nivel la fe y la vida cristiana estaban sólidamente basadas en una doctrina ortodoxa y en la práctica fiel de la religión cristiana.

En Inglaterra asistimos durante este período a la obra de reconstrucción de la iglesia después del Catholic Emancipation Act de 1829, y a la fundación de la jeraquía católica en 1850. En los Estados Unidos la iglesia, que había recibido en 1789 a su primer obispo americano, John Carroll de Baltimore, estaba en el período de construcción, organización y actividad pastoral. La mayoría de los católicos en años sucesivos está constituida por inmigrantes procedentes de los países europeos: Irlanda, Alemania, Polonia, etc., que llevaron consigo la cultura nacional junto con su clero para fundar parroquias nacionales. Entretanto en Canadá la iglesia se establecía sólidamente en las zonas de lengua francesa, mientras que las zonas de lengua inglesa eran predominantemente anglicanas y no católicas. La América latina, en donde tanto la iglesia como la cultura estaban en su mayor parte ligadas al colonialismo español, había comenzado ya a alejarse de la práctica y de la devota vida católica hasta el punto de que en el siglo XX puede hablarse de la necesidad de recristianizar a los países latinoamericanos; parece ser que hubo problemas económicos y políticos en la raíz de la indiferencia religiosa de la América latina, una indiferencia que a veces estalló en una verdadera persecución de la iglesia, vista a menudo como amiga y defensora de los ricos y olvidada de la atención a los pobres y marginados.

Si hay un país al que por encima de los demás debe algo la espiritualidad católica del siglo XIX y comienzos del XX, este país es Francia. Se puede realmente afirmar que durante este período todos los aspectos de la vida católica -la liturgia, la espiritualidad, la evangelización y la investigación teológica- recibieron impulsos y orientación del catolicismo francés. Hasta Roma, a veces un tanto a remolque, se vio impulsada a la reforma y la renovación por los teólogos y los eclesiásticos franceses. Es imposible en un breve artículo detenerse en todas las personas que merecen una mención especial. Recordaremos a las que han contribuido en mayor medida a aspectos específicos de la vida y de la espiritualidad católica.

El nombre de Paulina Jaricot (1799-1862) está íntimamente ligado al apostolado misionero de la iglesia. A ella se debe la fundación de la Sociedad para la Propagación de la fe, conocida actualmente con este nombre, y quizás sea también suyo indirectamente el mérito de la aparición de numerosos institutos religiosos nuevos dedicados por completo a la obra de las misiones extranjeras. A comienzos del siglo XX una de las obras más brillantes de la evangelización de la iglesia fue el florecimiento de un clero indígena y de institutos religiosos indígenas en muchos países del tercer mundo, todo ello debido a la entrega y al sacrificio de los misioneros de los tiempos modernos.

El renacimiento de la espiritualidad litúrgica es mérito en gran parte de dom Guéranger, que fue además el renovador de la orden benedictina en Francia. La participación en la liturgia se había convertido en muchos sitios en algo meramente pasivo y a menudo no era más que una participación debida al sentido del deber más que al ejercicio de la virtud de la religión. Incluso había muchas almas devotas que parecían conceder mayor importancia a sus devociones privadas y a la oración mental que a las acciones litúrgicas de la iglesia. Dom Guéranger declaró con toda seguridad: «Al afirmar la inmensa superioridad de la plegaria litúrgica sobre la individual, no pretendemos decir que haya que abolir los métodos individuales; pero sí que nos gustaría que se mantuvieran en el lugar que les corresponde». El Papa Pío X (1835-1914) dio un gran impulso al renacimiento litúrgico promoviendo la comunión frecuente y la participación en la liturgia.

Paralela al movimiento litúrgico era la intensa actividad que se desarrollaba en el terreno de la teología espiritual sistemática, caracterizada en gran parte por los debates sobre cuestiones fundamentales como la llamada universal de los cristianos a la perfección, la naturaleza de la experiencia mística, la posibilidad de una contemplación adquirida y el estado místico como fenómeno ordinario o extraordinario de la espiritualidad católica. Los protagonistas de vanguardia en estas discusiones fueron los dominicos Juan Arintero y Reinaldo Garrigou-Lagrange, el carmelita Gabriel de santa María Magdalena, Augusto Poulain, Alberto Farges, Henri Bremond y más tarde Jacques Maritain y Etienne Gilson. Actualmente muchas de las cuestiones discutidas en los años veinte han quedado resueltas y algunas de ellas, como la llamada universal a la perfección cristiana, han sido recogidas en los documentos del concilio Vaticano II.

Por lo que se refiere a la vida contemplativa hay que recordar a dos figuras eminentes: santa Teresa de Lisieux y

 Charles de Foucauld. Los dos contribuyeron a reavivar el aspecto contemplativo de la vida cristiana, que no debe separarse por completo del apostolado. Santa Teresa de Lisieux (1873-1897) fue sin duda la santa más popular en la primera parte del siglo XX. Aunque pasó toda su vida religiosa dentro del claustro del Carmelo, en donde dio a la iglesia un ejemplo de inspiración con su resignación en el sufrimiento, era también consciente de su especial vocación apostólica que le había correspondido cultivar en el interior del claustro. Por eso fue nombrada por el papa Pío XI patrona de las misiones extranjeras.

Charles de Foucauld, por otra parte, ofreció el testimonio del sacrificio de su vida contemplativa en las misiones, en el corazón mismo del territorio musulmán en el desierto de Sahara. Unió una vida eucarística contemplativa con la obra social entre los pobres y fue asesinado por unos bandidos en diciembre de 1916. Su modelo de vida atrajo a algunos seguidores que formaron los dos institutos religiosos de los hermanitos y hermanitas del sagrado Corazón. Lo que es original en el estilo de vida y de trabajo de estos religiosos es la importancia que se le concede a una vocación y a un apostolado de «presencia» entre los pobres, los infieles y los más abandonados.

El problema que se le plantea al cristiano de nuestros días es el de cómo enfrentarse con el futuro desde este presente que vivimos. Teniendo en cuenta la evolución de la vida y de la espiritualidad cristiana a lo largo de los siglos, ¿cuáles son los valores y las prácticas que han surgido como elementos perennes y adecuados para el cristiano del mundo de hoy? Hemos visto que en los primeros tiempos de la iglesia y en el período patrístico, aunque eran conscientes de vivir en el mundo y se preocupaban de él, la espiritualidad era eminentemente teocéntrica, contemplativa, ascética, bíblica, litúrgica y escatológica.

En los siglos sucesivos, y especialmente durante la edad media, mientras se seguía proponiendo todavía el aspecto contemplativo de la vida como un ideal y como el tipo de vida más elevado, hubo un desplazamiento gradual hacia una espiritualidad más personal y antropológica, al mismo tiempo que se desarrolló una personalidad más particularizada y cristocéntrica. La teología se fue separando gradualmente de la espiritualidad y la vida ascética pasó a ser un combate personal para morir al pecado y crecer en la virtud; las escuelas de espiritualidad se desarrollaron en torno a las grandes órdenes religiosas.

Finalmente en el período moderno se afirmaron las tendencias nacionales y dejaron su huella en las diversas escuelas de espiritualidad; hubo una amplia difusión de los métodos de oración mental que en cierto modo hizo que disminuyera la influencia de la liturgia. El elemento subjetivo en la espiritualidad se desarrollo según ciertas líneas que en ocasiones llevaron a extremos opuestos: quietismo y pseudomisticismo o jansenismo y neopelagianismo.

Aun admitiendo que a veces se han subrayado excesivamente las cosas, podemos decir que el cristiano de hoy se ha hecho mucho más sensible al segundo mandamiento de la caridad: «amarás a tu prójimo». En esta orientación hacia «el otro» ha habido lógicamente una disminución en la importancia que se concedía al aspecto contemplativo de la espiritualidad cristiana y a la separación del mundo como elementos necesarios a la santidad cristiana. En este sentido podemos comprender el carácter inevitable del desarrollo de los institutos seculares y la llamada de los laicos al apostolado. La vida contemplativa -incluso como estado de vida- mantiene un lugar eminente, pero los cristianos de hoy se sienten menos inclinados a infravalorar la vocación al matrimonio y las comunidades apostólicas.

Además, el cristiano contemporáneo se ha hecho secularizado en el sentido de que ve la necesidad de mantener relaciones con el mundo, de utilizar los bienes creados, de cultivar y gobernar el mundo según el mandamiento de Dios. En consecuencia, los teólogos de nuestros días han discutido ciertas cuestiones como la liberación, la justicia y la paz, le ecología, etc.

Con el sorprendente progreso de la psicología y de las ciencias afines, la espiritualidad podría tender a hacerse excesivamente subjetiva y hasta egoísta, pero el uso correcto de los conocimientos psicológicos puede ofrecer también un medio de desarrollo hacia la madurez cristiana y ser una ayuda extraordinaria en el discernimiento de los espíritus. Es especialmente en este terreno donde se puede apreciar el axioma teológico: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona.
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48. Como devoción específica, la veneración al sagrado Corazón de Jesús puede hacerse remontar a santa Gertrudis y a santa Matilde en el siglo XIII. San Juan Eudes contribuyó a hacerla popular y a convertirla en fiesta universal; la primera revelación a santa Margarita María Alacoque tuvo lugar el 27 de diciembre de 1673.

52. San Alfonso escribió más de 100 libros y opuscula y unos 2.000 manuscritos. Durante su vida sus obras conocieron más de 400 ediciones, y desde su muerte se cuentan unas 4.000 reediciones. Sus obras están traducidas a 61 lenguas extranjeras.