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El Espíritu en el mundo y en la historia

Giampiero Bof

 

1. Los límites de la pneumatología

El predominio de la división de los Símbolos en una serie de artículos que responden a las proposiciones gramaticales, a propósito de la tripartición por la que se centran en torno a la Trinidad, se ha mostrado de hecho solidaria con la rigidez y con las constricciones dentro de las que ha tenido que estrecharse la pneumatología. El haber separado del «creo en el Espíritu santo» las proposiciones que siguen a continuación denota realmente una restricción indudable de la acción del Espíritu, mientras que su vinculación al mismo abre la perspectiva más exacta dentro de la que es posible captar la función genuina por la que el Espíritu mueve y dirige la existencia del individuo y la vida de la comunidad cristiana por entero. Esto permitiría además superar la tradición que tendía a limitar su presencia en los rincones del alma de donde brotaban ocasionales inspiraciones; y por lo que se refiere a la iglesia, se apelaba al Espíritu como garantía de la infalibilidad papal y de algunas otras funciones, sobre todo en orden a la conservación de la tradición y al sostén de la jerarquía eclesiástica, que parecía deducir del Espíritu el motivo para dispensarse de todo control y medida, hasta el punto de acercarse peligrosamente a las formas de lo arbitrario y de avalar la asimilación de su manera de proceder a lo injustificado, a lo no plausible, quizás incluso a lo irracional.

La apelación al Espíritu tenía entonces todo lo más un valor de «despolvoreo» como se ha dicho -con mucha menos razón- a propósito del Vaticano II. Por otra parte, a esta reducción ha correspondido en la teología católica, incluso reciente, una especie de, cristomonismo -superexaltación de un cristocentrismo auténtico-, capaz de perjudicar a una genuina comprensión de la fe trinitaria.

La insistencia en la prioridad de la institución respecto a los carismas en la interpretación y en la estructuración efectiva de la vida de la iglesia, la fundamentación exclusivamente cristológica de los ministerios, la descripción de unas relaciones no correctas entre la iglesia local y la universal, el juridicismo imperante, todos estos son algunos de los aspectos relacionados con este planteamiento. No decimos que sean efectos suyos, ya que estamos más bien convencidos de que existe una mutua dependencia y causalidad, de manera que mientras el cristocentrismo se presenta como premisa y fundamento de esas determinaciones de la realidad eclesial, ésta precisamente lo elabora y lo construye como legitimación ideológica de sí misma. Sólo una crítica tan rigurosa y severa como atenta al carácter específicamente teológico -y por tanto cristológico y pneumatológico- de la iglesia puede llegar hasta el fondo del problema.

Pero entretanto ha resultado que de aquí ha surgido y se ha alimentado la sospecha contra toda apelación no «institucional» al Espíritu y a su libertad, sentida como nociva para la institución, en cuya seguridad se daba la impresión de que el Espíritu agotaba toda su fecundidad.

¿Pero no resulta sorprendente que en esta misma línea se haya movido la teología de la disensión eclesial, dirigida a combatir y a superar el gravamen tan mortificante de la institución, hasta el punto de endurecer más aún el cristomonismo en una asunción de Jesús como punto absoluto de referencia, dentro de la dimensión limitativa y abstracta de la historiografia?

Tal es la fuerza de la tradición eclesiástica y del contexto teológico.

 

2. Nuevas aperturas; recuperación de las
    dimensiones cósmica y escatológica

La misma posibilidad de denuncia de las insuficiencias de la pneumatología tradicional está condicionada por la aparición en la iglesia de nuevas experiencias, por la adquisición de nuevos datos, por la revisión de las categorías teológicas, por una nueva sensibilidad cultural; por todo ello se espera también la maduración de esa pneumatología que sonríe ya en sus primeros balbuceos.

En esta perspectiva se han demostrado eficaces los encuentros ecuménicos y el replanteamiento común de la teología de la eucaristía, de los ministerios, de la iglesia; en el humus roturado por el concilio Vaticano II estas invitaciones, junto con las que han surgido del movimiento litúrgico, de un trato vivificante con la gran tradición patrística, de una búsqueda renovada y sensible, aunque inevitablemente un tanto agitada, de espiritualidad, de las renovaciones en el Espíritu incluso fuera del marco rígidamente institucional, y quizás incluso del desconcierto del mundo ético, tanto desde el punto de vista de los valores inspirados y normativos como del de las instituciones histórico-existentivas y de las experiencias paradójicas que no pueden ya quedarse excluidas de la existencia cristiana ni relegadas a sus márgenes por el hecho de asumir una actitud problematizante y provocadora: todas estas invitaciones han preparado y han exigido el desarrollo en acto de la pneumatología.

La presencia del Espíritu en la vida del individuo 1 se ha ido progresivamente ensanchando desde una interioridad inaccesible hasta la globalidad de esa misma vida. A la infracción contra las barreras que se levantaban entre lo visible y lo invisible -repetición de aquel dualismo que en el nivel ontológico y antropológico opone el espíritu a la materia, el alma al cuerpo- ha correspondido la superación de la delimitación de la presencia activa y eficaz del Espíritu dentro de la estructura eclesial y en todos los sitios en los que se le ha reconocido operante según un plan único y unitario de gracia, de redención y de liberación.

Empapada de esta presencia, la historia entera se convierte, con la iglesia y en un sentido no equívoco, en sacramento del Espíritu. Es lógico que valdrá para la historia, a fortiori, la no identificación y la distancia que se afirma entre el Espíritu y la iglesia, y en general todas las reservas que se presentan respecto a una asimilación excesiva de la una con el otro.

Más allá de la historia, todo el cosmos queda integrado en este inmenso horizonte marcado por el Espíritu; a la voz que se eleva implorante hacia el Padre desde las profundidades del hombre se une el gemido coral de la creación; la una y el otro son voces y testimonios del Espíritu (Rom 8).

La función histórica y cósmica del Espíritu aparecen por tanto en plena luz; su unidad y su cumplimiento brillan en la perspectiva escatológica, no sólo declarada en el nuevo testamento, sino la única que resulta adecuada a las intenciones y a la acción del Espíritu: la súplica dolorosa de la creación será escuchada en los nuevos cielos y la nueva tierra, instaurados con la revelación de los hijos por la plena manifestación de Cristo, constituido por el Espíritu en su función salvífica 2.

 

3. Trinidad inmanente y económica

Una recomprensión de la función del Espíritu en la «economía» permite y exige echar una nueva mirada sobre la Trinidad inmanente; no puede ser de otro modo si la economía es la vida de la teología.

No es difícil comprender las relaciones entre la interpretación de la Trinidad económica y de la función del Espíritu en el mundo y la historia por un lado y el modelo de la teología intratrinitaria por otro. A un modelo monárquico y subordinacionista no puede menos de corresponder una concepción de la economía igualmente monárquica y subordinacionista; así como una interpretación que exprese adecuadamente la fórmula del Símbolo que confiesa: «Qui cum Patre el Filio simul adoratur et conglorificatur», insistiendo por eso mismo en la perijóresis y en la comunión de las personas divinas, grabará en la comunión la configuración de la realidad animada por el Espíritu.

Por lo demás es éste el movimiento que ya dibujó y son éstos los valores que ya atestiguó e invocó la oración solemne de Jesús en el evangelio de Juan (Jn 17, 21): la comunión del Espíritu extiende a los hombres la comunión íntima de Dios y los introduce en ella; es una historización de la comunión intratrinitaria.

Sin embargo, el vínculo que acabamos de establecer tiene que mantenernos atentos a otro aspecto del problema, es decir, al reflejo de las interpretaciones de la función histórica del Espíritu sobre la comprensión de la realidad intratrinitaria. Y hemos de preguntarnos si ese cierto olvido del Espíritu en la conciencia cristiana, que no acaban de remediar las empresas voluntaristas de recuperación y de revaloración, no dependerá del hecho de que propiamente no queda lugar para él en una iglesia que tiende a ponerse a sí misma, o la Escritura, o los sacramentos, o incluso al Jesús histórico por delante del Espíritu, haciéndose no ya don del Espíritu, sino donadora del mismo. Donde él no aparece como sujeto soberanamente libre y activo, donde tiende a verse degradado a una fuerza impersonal, disponible para tal o cual instancia eclesial, ¿cómo no va a surgir un renovado subordinacionismo dentro mismo de la Trinidad? ¿No encierra unas connotaciones similares la cuestión del Filioque? 3.

Por otra parte, podemos preguntarnos si no se derivará inevitablemente una especie de subordinación del hecho de que la Trinidad económica, al volcarse en la historia, se acomoda a las estructuras propias del hombre, a su devenir, a su sucederse, a su depender; la perijóresis inmanente se extiende en la historia, asemejándose al ritmo del descenso en el exitus a Deo y del ascenso en el reditus ad Deum: el hecho de ser el Espíritu el último en el exitus y el primero en el reditus dice una especie de subordinación, que sólo puede superarse en la visión, es decir, en la conjunción más perfecta de la línea inmanente con la línea económica de la Trinidad 4.

Esta reflexión podría seguir adelante en dirección a la relación que está aún por aclarar entre el señorío de Dios y la comunión en el Espíritu y, como tal, principio de comunión con el hombre y para el hombre.

 

4. Las adquisiciones de la conciencia histórica

La interpretación de la presencia del Espíritu en la historia entra en relación de condicionamiento recíproco con determinadas concepciones antropológicas y ontológicas. Efectivamente, se vislumbra enseguida cómo actúa la suposición de una ontología estática, esencialista, en donde el devenir, el desarrollo, la historicidad son llevados hasta los márgenes de lo real, como epifenómenos, de ninguna relevancia en la determinación del ser del hombre y de su sentido, cuando no se entienden como signo y como modalidad de la decadencia que mina continuamente a la existencia humana y al ser en general, a partir de la nada que subyace a su finitud.

Por el contrario, cuando nos movemos en una ontología de carácter dinámico, dentro de la cual se reconoce adecuadamente la historicidad del hombre, cuando la conciencia histórica ha hecho valer sus derechos y su fuerza, entonces la problemática relacionada con el hombre y su misma realidad se ve afectada y contagiada por completo, incluso en el problema de la relación entre lo humano y el Espíritu.

Entonces se convierte también en problema mi preguntar, el interpretar, el definir; la historicidad efectiva adquiere relevancia en la institución de mi búsqueda y suscita el problema del lugar hermenéutico en donde me coloco; y hay que señalar además que, más allá de toda concepción refleja, el planteamiento del procedimiento hermenéutico y sus implicaciones condicionarán los resultados de mi búsqueda y se expresarán en ellos. El círculo vuelve a proponerse en el hecho de que, a partir de mi concepción hermenéutica, tengo que colocar -y no puede menos de hacerlo- mi mismo interrogar.

Todo esto vale como condición de acceso y de interpretación de los datos que se refieren a nuestro tema -y son datos pneumatológicos y antropológicos- en la Escritura, en la tradición, en la reflexión teológica y no ya, en la praxis eclesial y extraeclesial, derivando toda interpretación del pasado o toda anticipación del futuro a partir de mi presente, cuyo peso condicionante resulta más sensible cuanto más se asume una comprensión de la verdad no exclusivamente teórica sino praxística; y de la historia y del tiempo como abiertos al futuro, más bien que replegados sobre el pasado.

A la conciencia histórica contemporánea se debe también la inclinación a buscar la autorrevelación del hombre no tanto en la simple introspección -que no se excluye, sino que hasta se le reconoce una función esencial, pero que en los maestros de la sospecha ha aparecido en su no-fiabilidad inmediata y que por eso mismo sólo puede asumirse como dato problemático-, sino más bien en las manifestaciones objetivas del comportamiento humano.

También de aquí se deduce la exigencia de tematizar la situación hermenéutica en orden a una explicitación de los condicionamientos de la búsqueda y de sus resultados. Y sabemos además que la conquista de una genuina contemporaneidad de la búsqueda consiste en ponerse al nivel de la problemática propia de nuestra época y en afrontarla con instrumentos realmente accesibles; por este camino se realizarán y resultarán fecundas las posibilidades abiertas al presente. La solución de los problemas arrostrados será el resultado más positivo; pero ya puede decirse que constituye una adquisición muy meritoria la clarificación crítica de las condiciones en que se originan los problemas o de las implicaciones que lleva consigo el uso de los instrumentos teóricos y prácticos aplicados y de las líneas resolutivas que mediante ellos se configuran.

Tanto en un caso como en el otro la quietud o el descanso no es la meta de llegada, sino sólo un momento más avanzado en el camino histórico-cultural a partir del cual vuelven a asomarse nuevos problemas invitando a nuevas soluciones mediante la reanudación del mismo camino. Y este proceder no es trabajo de Sísifo, ya que está orientado hacia una meta cada vez más próxima, aunque asintóticamente; y puede medirse en su progresar gracias a la capacidad que irán demostrando las etapas sucesivas en la integración de las precedentes.

Para nosotros debe estar claro que buscamos la realidad, al hombre, y la presencia en ellos del Espíritu para el hombre de hoy y a partir del hoy, de sus adquisiciones histórico-culturales, teológicas y eclesiales; incluso el descubrimiento de estructuras sin variar de este hombre y de esta relación no puede llevarse a cabo más que cuando lo hacen posible y lo favorecen las condiciones concretas del hoy. O en otras palabras, me muevo necesariamente dentro del círculo hermenéutico y no puedo romperlo para colocarme en un punto fuera del mismo que me ofrezca garantías de estabilidad y de referencia absoluta.

 

5. Mundo e historia

El dualismo ontológico que tenía como fundamento un realismo acrítico proponía la concepción de un mundo objetivo, gobernado por leyes naturales que dirigirían de modo determinista su curso; en contraposición al mismo estaría la realidad del espíritu, inteligente y libre, que sólo puede alcanzarse extrínsecamente. Por el contrario, la conciencia filosófica moderna ha llegado a través de peripecias complejas y tortuosas a una forma de reflexión crítica, para la que la realidad, que aparecía ya en sí completamente constituida y estructurada, capaz de automanifestarse al sujeto, llamado en la verdad a tomar nota de ella adecuándose a la misma, se ha visto problematizada en cuanto a su condición de objeto, del que se han puesto de manifiesto las condiciones de posibilidad que han de deducirse del sujeto precisamente.

Lejos de todo idealismo subjetivo se ha aceptado sin embargo como hecho adquirido que la objetividad -distinta de la cosa en sí es fruto de la puesta en obra de un a priori cognoscitivo, de donde tiene su origen una formalidad determinada de nuestra reflexión, compatible con otras formalidades basadas en otras estructuras transcendentales 5.

No insistiremos en este punto; nos basta con haberlo sacado a relucir para señalar en qué contexto concebimos hoy el mundo y la historia y sus mutuas relaciones. El hombre entra en la constitución del mundo, hasta el punto de que puede entenderse al mundo como objetivación del hombre o, en la terminología heideggeriana, como existencial: categoría antropológica e histórica 6.

Paralelamente, el hombre se integra más radicalmente en el mundo y la mundanidad aparece como dimensión esencial del hombre: humanización de la naturaleza y naturalización del hombre, que dijo Marx 7. Esto significa no solamente una integración en el cosmos, sino en la trama misma de las estructuras económicas, sociales, políticas, culturales y religiosas, dentro de las cuales vive el hombre su relación concreta, siempre mediata, con la naturaleza y con los demás hombres, construyendo y poniendo en acto sus posibilidades, sufriendo sus sujeciones y promoviendo su emancipación, intentando surgir como dominador sobre los demás y tejiendo relaciones liberadoras de amor. La urdimbre que resulta de todo ello es la historia concreta.

Así pues, el mundo y la historia no son conceptos opuestos y mucho menos realidades separadas; todo lo más son dos momentos distintos de una única realidad, que dice la existencia del hombre, que brota y se despliega en una relación constitutiva e irresoluble con los demás en un mundo.

En la perspectiva cristiana, la concreción de la historia no se encierra siquiera en este horizonte de suyo tan amplio, que pasa a ser por el contrario el lugar de una infinita apertura, ya que se convierte en el espacio de Dios. Pero es interesante observar cómo en la línea señalada nos acercamos, hasta recuperarla -si bien, como es lógico, en una dimensión filosófico-transcendental-, a la perspectiva bíblica. Frente al fluir indiferente del tiempo físico, la Biblia reconoce un tiempo para cada cosa (Ecl 3, 1-8): tiempo antropologizado que conducirá en definitiva a su teologización, por lo que se convierte en tiempo malo y nefasto, o en tiempo oportuno y aceptable, y tiempo último y pleno, según unas valencias histórico-salvíficas explícitas 8.

La dispersión del tiempo no es una factualidad o una necesidad natural, sino un desorden contrario a la intención y al proyecto divino, que quiere un tiempo recogido y ordenado, y de este modo rescatado y redimido; el ritmo litúrgico expresa el recogimiento de lo disperso en la unidad del plan divino.

De este modo se superan los esquemas que, a partir del esquema platónico, hasta los más recientes de Kant y Kierkegaard, fijan la salvación en una realidad que transciende el tiempo, bien se trate de las ideas o del Totalmente-otro, eterno en cuanto opuesto a lo temporal; y se superan además los esquemas míticos, que reconocen la densidad ontológica y sotérica del tiempo en la realidad transtemporal de arquetipo original, del que tiende fatalmente a alejarse el fluir temporal, decayendo en la inconsistencia y en la no-verdad.

En la perspectiva bíblica el hombre y su salvación no se sustraen del tiempo ni se ven amenazados por él, sino que se reconcilian con él hasta llegar a la identidad, aunque inadecuada, de tiempo y de vida eterna: esta identidad es la escatología.

En san Juan y en san Pablo estos conceptos adquieren una transparencia luminosa. Sobre todo en Pablo encontramos textos explícitos en los que se destaca la dimensión pneumatológica de la nueva realidad salvífica, en oposición a la dimensión «carnal» en irreductible antítesis con la primera.

La carne y el espíritu, el vivir según la carne y según el Espíritu, representan los polos opuestos entre los que se extiende, conflictivamente y a veces hasta el desgarramiento interior, la existencia humana. Están en juego dos orientaciones: una que, consciente o inconscientemente, se basa y se encierra dentro del ámbito de la visibilidad, de la mundanidad; puede ser primeramente una actitud de ligereza (cf. 2 Cor 1, 17) que pasa luego a la figura de la oposición al sí absoluto de Dios (1 Cor 1, 20 ss) adquiriendo entonces la fisonomía propia del pecado, que se realiza como declaración de la propia autosuficiencia respecto a Dios. La otra orientación, contraria a la anterior, es aquella en la que el Espíritu invita y conduce, sin abandonar la esfera de lo mundano, a la positiva apertura a los demás y a Dios mismo.

 

6. Pneumatología transcendental y escatología

El cuerpo del hombre es templo del Espíritu (1 Cor 6, 13ss); en otros lugares Pablo ha señalado nuestro espíritu como lugar del Espíritu divino (Rom 8, 14 ss). No hay nada dan disonante como interpretar estos textos en forma dualista y ver en el primero, a diferencia del segundo, la afirmación de que el Espíritu mora también en nuestro cuerpo, y no sólo en nuestra alma.

En realidad, cuerpo indica en Pablo la estructura por la cual el hombre viene a realizarse en lo concreto de un mundo, de unas relaciones con los demás hombres, de la relación con Dios; pneumático es el hombre íntimamente animado por la presencia del Espíritu, que ilumina y rige su camino terreno, lo orienta y lo guía a la meta escatológica, haciéndole saborear de antemano sus frutos.

Así pues, mundanidad e historicidad, de esta presencia del Espíritu, en el sentido de la superación de todo espiritualismo que se apoya en la contraposición entre espíritu y materia, entre alma y cuerpo; y además de todo individualismo que esté vinculado al espiritualismo y a la insistencia en la interioridad abstracta.

Por consiguiente, hombre pneumático significa concreción histórica, historia pneumática; en estas expresiones se indica juntamente la perspectiva histórica en la que hay que interpretar la presencia del Espíritu y la imposibilidad de una comprensión adecuada de la historia en su concreción suprema, fuera de la referencia al Espíritu; la comprensión adecuada de la historia es teológica y pneumatológica.

Esto debería ponernos en guardia frente a la tendencia demasiado difundida a entender a-históricamente la imagen de Dios en el hombre. Si la inhabitación del Espíritu está en relación con la imagen de Dios, si el Espíritu imprime esta imagen, la tenemos que buscar, incluso por este motivo, no ya en la esencia abstracta del hombre, ni en una estructura transcendental, o en el alma, sino en la verdad de su historia.

Pero también es verdad que, en la medida en que es posible y necesario desarrollar un discurso teológico-transcendental, éste debería plantearse en una línea expresamente pneumatológica, en la que habría que repensar igualmente, junto con el concepto de imagen de Dios, otros conceptos como potencia oboedientialis, existencial sobrenatural, etc.

Y esto se dice sin atenuar en lo más mínimo, sino más bien para fundamentar la historicidad pneumática de la realidad teológica o, como ya hemos dicho, su escatologicidad, la cual pone un alma dentro de la historia, no le permite encerrarse en sí misma, en su horizontalidad o mundanidad visible, sino que la induce a transcenderse continuamente, agitándola con una inquietud que en Dios solamente puede encontrar descanso y satisfacción.

E inquietud significa crítica, reservas que se avanzan continuamente, conversión. La escatología, que no es simple inactualidad, puede levantarse proféticamente contra lo actual y hacerse contraactualidad. No ciertamente como añoranza del pasado ni como huida hacia el futuro, sino en la severa asunción del presente, en el reconocimiento y en la valoración de sus posibilidades y de sus derechos, incluso hacia el pasado que lo engendró y le da fundamento; y al mismo tiempo en la crítica y en la superación de las propias unilateralidades, de las propias angustias, de los propios límites; teológicamente, en la crítica del propio pecado y de sus consecuencias, de manera que uno quiera ser y se haga plenamente responsable y comprometido con el futuro.

También en este aspecto la escatología alcanza a la nueva conciencia histórica y configura con ella de forma nueva las relaciones con el tiempo y con los tiempos, entendiendo de un modo igualmente nuevo la continuidad y la ruptura temporal, la tradición y la conservación, la revolución y la reforma.

Aquí la escatología cristiana revela su posibilidad y su sentido. La exaltación del futuro en la que coincide con la conciencia histórica del presente puede vivirse todavía entre los polos de una esperanza mesiánica de salvación o de una pérdida de esperanza por las promesas que se han visto incumplidas, entre un anhelo inerte de palingénesis y la voluntad lúcidamente desesperada de concentración en el presente, como camino a una actuación aniquiladora de sí mismo. ¿No serán síntomas de todo esto, entre otros ejemplos, el rock y la droga que nos invaden?

Entre estos extremos, junto a las orientaciones más severas que señalan la salvación en la proyección de la historia, se sitúa la escatología cristiana, como opción ardua y atrevida; como su confianza, más allá del hombre, apunta hacia Dios y se basa en la presencia operante de su Espíritu y en la llegada del que ha de venir, obtiene además una garantía contra todo posible fallo, incluso el de la muerte, y puede tomar el aspecto de la esperanza contra toda esperanza.

7. Fundamentación pneumatológica de la encarnación

Una pneumatología transcendental debería fundamentar la encarnación; efectivamente, es el carácter pneumático de la historia humana, del tiempo, la condición de posibilidad, o la potencia oboedientialis, de la presencia de Dios en el tiempo y en la historia, en esa forma que la fe cristiana reconoce que se realizaó en Jesús, en donde el esjaton ha alcanzado su suprema concreción hasta llegar a brillar con luz plena y definitiva en su resurrección.

El nacimiento de Jesús por el alumbramiento del Espíritu, su unción y toda su existencia terrena, son momentos de la historización de la presencia operante del Espíritu, cuya originalidad fontal -y por tanto el carácter ejemplar del Espíritu en la historia- se expresará en el don del Espíritu por parte de Jesús glorificado.

De esa relación tan peculiar que se establece entre el Verbo encarnado y el Espíritu, y que no puede resolverse ni en la dirección que une al Hijo al Espíritu ni en la que une al Espíritu a Jesús, nace la dialecticidad de la fundación divina de la iglesia, tan comprometida por una interpretación cristomonística como lo estaría en una especie de pneumamonismo que indujese simplemente a rechazar el modelo cristológico en vez de integrarlo en la perspectiva pneumatológica.

En este sentido resulta decisivo el evangelio de Juan; pero ahora queremos además subrayar cómo Juan relaciona limpiamente con el Espíritu el carácter salvífico de nuestro encuentro con Jesús de Nazaret. Tampoco se aparta de ello Pablo con su doctrina de la oposición entre carne y Espíritu, entre letra y Espíritu. Las palabras de la epiclesis eucarística que le piden al Padre la efusión del Espíritu para que el pan v el vino se conviertan en cuerpo y sangre de Cristo tienen un valor ejemplar para la interpretación de todos nuestros encuentros con Jesucristo.

 

8. La eclesiología

La imagen de cuerpo del Espíritu, o de templo del Espíritu, u otras similares, son figuras más o menos aptas para calificar a la iglesia; todas ellas coinciden en señalar que la iglesia tiene su «esencia» fuera de ella, transcendente a ella, o que posee una naturaleza relacional, de signo o sacramento.

Así pues, iglesia del Espíritu es aquella que mira al Espíritu por encima de sí misma, que lo reconoce como principio suyo, que afirma su absoluta autoridad, que lo acoge como guía y fuerza vital.

En el Espíritu la iglesia vive e interpreta sus relaciones con Jesucristo, su fundador, dentro de la historia. La función del Espíritu consiste en establecer y mantener las relaciones entre comunión y comunidad, entre construcción vertical y horizontal; el Espíritu está en el origen y se expresa en las actividades que edifican el cuerpo de Cristo en su plena concreción.

El reconocimiento claro de la función esencial del Espíritu en la vida y cuerpo «místico», como ya antes en la existencia terrena de Cristo, permite el desarrollo de una eclesiología genuinamente trinitaria, en la que el aspecto pneumatológico, liberando el otro aspecto esencial cristológico de toda unilateralidad, permite la superación de aquel juridicismo que durante siglos ha dominado en la eclesiología católica. De una iglesia concebida como societas perfecta se pasa a una eclesiología de comunión, en la que la institución y los ministerios no se contraponen ya a los carismas, sino que explicitan su propia naturaleza radicalmente carismática.

La iglesia adquiere entonces toda su fecundidad salvífica e histórica ya que la eclesiología de comunión permite la recomprensión del significado de las iglesias locales, que llegan a aparecer como la expresión histórica y concreta de la economía del Espíritu. La iglesia universal a su vez no se mostrará ya como un todo dividido en partes, organizado piramidalmente con su vértice constituido por el soberano pontífice, sino como una comunión de iglesias hermanas, suscitadas por el poder del Espíritu que se derrama sobre ellas a partir del bautismo, mediante los sacramentos y los caminos infinitos que escoge el Espíritu en su soberana libertad, mantenidas y reavivadas en la comunión; de aquí es de donde surge la catolicidad efectiva, en donde la unidad profunda no impide, sino que crea, un espacio a la diversidad de los carismas, de las tradiciones, de las culturas; hasta que finalmente todo esto se expresa en la variedad de las liturgias étnicas, derecho de cada pueblo, derecho de los dones del Espíritu, y no benévola concesión de la jerarquía.

Por todo ello puede decirse muy bien, con el padre Congar, que toda iglesia local, en la apertura a las demás y en coherencia con las exigencias de la comunión, se convierte en el sujeto de su propia vida, cuyos principios pone en ella el Dios-Trinidad. En su vivir concreto se convierte en documento de la presencia del Espíritu, que por otra parte no la reduce a instrumento inerte, sino que garantiza y exalta su libertad, y esto contra todo aquello que amenaza a la libertad de la iglesia, fuera y dentro de ella misma.

Porque se trata también de esto: la iglesia es el lugar del conflicto entre la carne y el Espíritu, entre el pecado y la gracia, entre el mundo marcado todavía por el pecado y el reino de Dios. La iglesia sacramento del Espíritu dice también esto, como dice que la iglesia, mirando al Espíritu por encima de sí, se siente enviada al mundo y a la historia que están en torno a ella y que la acogen en su interior. La iglesia sólo es plenamente comprensible en esta doble referencia.

En efecto, el Espíritu la impulsa hacia la totalidad, hacia el esjaton, hacia el reino, en donde la iglesia y el mundo alcanzarán la unidad; por consiguiente, la iglesia está en devenir, proyectada hacia el futuro. Un futuro, por otra parte, que no sólo es esperado, sino que ya se ha anticipado en la resurrección de Cristo y que se posee en la esperanza, de la que es primicia el Espíritu. Es el «ya y todavía no», la dialéctica del simul justus et peccator y, dinámicamente, de la conversión, en donde se abre un camino que tiende a la libertad como a su meta, no siendo ninguna de las dos cosas identificables como realidades mundanas, ya que están siempre marcadas por la sombra de la cruz, más allá de la cual brilla la luz de la resurrección; bajo este signo también la salvación puede aparecer como la negación de lo humano.

Asumiendo esta situación y las funciones que de ella dimanan, la iglesia ha de desempeñar una tarea pneumática para el mundo, se convierte en iglesia misionera y en eso realiza su propio ser. Convirtiéndose, llama a la conversión; anunciando el evangelio, enfrenta al mundo con el Espíritu que ya actúa en él y promete sus dones y frutos abundantes; avanzando por el camino de liberación, se ofrece al mundo como modelo genuino de una libertad que trasciende a la liberación mundana e histórica, pero sin renegar de ella, sino más bien integrándola dentro de sí y reconociéndola como un momento positivo y esencial de sí misma, en el que vislumbra la plenitud a la que podrá guiarla el Espíritu. De esta forma atestiguará que su perspectiva última es la del florecimiento pleno de los dones del Espíritu y la de la madurez; y también que la obediencia que a veces pueden y deben exigir las instancias institucionales y la ley que la iglesia hace valer en su interior son en definitiva obediencia que todos deben al Espíritu, para gozar de la libertad que él nos da y nos garantiza.

La identificación entre iglesia y sociedad que se llevó a cabo en la figura del sacro imperio romano llevó consigo el fin del espíritu misionero y de la misma posibilidad de comprender la misión de la iglesia ante el mundo; al mismo tiempo nació en su interior toda una serie de escisiones entre lo sagrado y lo profano, el clero y el laicado, etc. La reanudación de la ruptura entre la iglesia y el mundo en la época moderna, la transformación de la iglesia en una esfera particular de la macroestructura social, ha permitido la recuperación, después de varios intentos fallidos de reconquistar la condición perdida, de una genuina conciencia misionera de la iglesia, a la que ha acompañado con el sentido de los carismas el interés por todos los sectores de la realidad humana e histórica, incluidos los económicos, los sociales y los políticos, bajo la inspiración de la conciencia más aguda que se tiene del valor onmicomprensivo de la fe.

 

9. Los carismas y la forma de reconocerlos

Hemos mencionado ya los lugares y las formas de presencia del Espíritu: carismas, iglesia local, ministerios; todo ello dentro de la historia y del mundo, en donde el Espíritu no deja de ejercer su acción fecunda y fecundadora.

Pero la experiencia de la iglesia nos induce a plantear la pregunta de si no se darán carismas particulares, dones y operaciones del Espíritu, no sólo carismas llamativos, sino que pueden reconocerse unívocamente como carismas entre la multiplicidad de los fenómenos humanos y mundanos, en los que la acción del Espíritu está presente y escondida. El mismo Pablo parece hablarnos de realidades semejantes, aunque su exhortación a que emulemos los carismas mejores revela su intención más genuina, ajena a toda tendencia milagrera.

Queda sin embargo el problema de aquellas formas extraordinarias y prodigiosas, de las que da testimonio Pablo, y que sólo para escabullirse del problema que plantean se aceptan como reales, pero limitando su experiencia a las comunidades cristianas de los orígenes.

Pero hoy el problema se ha vuelto a plantear por la existencia de grupos pentecostales, en donde se pretende revivir una experiencia de aquellos carismas extraordinarios. La seriedad intelectual y teológica impone ante semejantes pretensiones una actitud sensible y crítica, que evite soluciones simplistas. Y se reconocerá como signo de autenticidad de esas experiencias, además de la apelación al Espíritu, la coherencia con las exigencias de una genuina cristología juntamente con su aparecer como figuras más o menos nuevas de la vitalidad de la única iglesia de Jesucristo en el Espíritu.

Su capacidad de incidir efectivamente en la vida, de cambiar incluso su orientación enderezándola hacia metas auténticamente evangélicas, será la prueba más convicente de su validez, aunque el juicio sobre ellas no podrá nunca pretender una univocidad absoluta ya que, definitivamente, incluso una vida santa sólo se ofrece como signo de la fe a los ojos de la misma fe.

En este marco podrán vivirse e incluso controlarse reflejamente los signos y los frutos del Espíritu, presentados como tales por Pablo y por el nuevo testamento: la confesión de la fe, el servicio del Señor, el espíritu misionero, la oración, la apertura ecuménica, la serenidad, el gozo, la paz, el perdón, la compasión, el cargar con la propia cruz, el compartir la de los demás, en una palabra los sentimientos que había en Cristo Jesús (Flp 2, 5).

¿Pero qué decir de la identificación de los dones que se presentan unívocamente como reveladores de la presencia del Espíritu en virtud de su carácter prodigioso?

La sed de lo maravilloso, la asimilación de lo divino a lo desacostumbrado y a lo extraordinario son también signos de esta exigencia y de la respuesta a la misma. La transcendencia de Dios y de su Espíritu se ve aquí en el distanciamiento de las figuras ordinarias de la experiencia humana, incluso en la ruptura de las leyes naturales cuando han sido suficientemente determinadas, hasta la radical contraposición entre lo divino y lo racional: la alteridad divina quiere manifestarse en la paradoja y en lo absurdo.

Una actitud polarmente opuesta reduce lo divino a la invisibilidad absoluta y entrega así el mundo y la historia a la controlabilidad plena, en donde se anula toda posibilidad de significar lo ulterior y el lenguaje se reduce a ser afasia teológica, estructura cibernética de estímulo y respuesta.

Entre los dos polos oscilan intentos infinitos de resolución de la aporía, que pueden ordenarse en parte según la proximidad de unos a otros, acercando al primer polo los modelos de tipo «sobrenaturalista» y al segundo los de tipo racionalista, hacia el cual tienden también las modernas teologías de la historia y las teorías que, aunque no son teológicas, descienden de una matriz teológica y se han presentado en la escena cultural bajo los nombres de historicismo o de hermenéutica. Que todas ellas han ocupado o usurpado el lugar de la pneumatología, lo afirman también quienes sostienen que la pneumatología tiene que definir las relaciones del Espíritu con el mundo y con la historia, en el enfrentamiento con las idologías y las utopías recientes, y están convencidos de que «en último análisis..., es posible una teología de la historia, del mundo, de la cultura, de la política, etcétera, sólo partiendo desde un punto de vista pneumatológico». 

En todo caso la presencia del Espíritu plantea el problema de su recognoscibilidad, tanto en su aspecto objetivo -la visibilidad del Espíritu en el mundo- como en su aspecto subjetivo -su descubrimiento por parte del hombre-13.

Pues bien, es evidente que no es posible una objetivación resolutiva del Espíritu; el mundo tan sólo puede ofrecer síntomas, vestigios o signos de una especie de presencia suya siempre escondida. Cualquier identificación con una parte o con la totalidad del mundo sería pérdida de Dios, idolatría o panteísmo; y habría que medir cuánto hay, en esas pretensiones de visibilidad inmediata de Dios, de empeño de autoseguridad y de autojustificación, por parte de un hombre orgulloso de sí mismo, muy lejos del abandono confiado a la libertad absoluta de Dios y a su benevolencia misericordiosa.

Por otra parte, una seguridad meramente subjetiva, no apoyada en referencias objetivas, no iluminada por la luz tenue pero vibrante del signo, en el que no se basa la evidencia constrictiva, pero al menos se reaviva la confianza y la esperanza, abriría la puerta a la exuberancia, al entusiasmo, a la arbitrariedad, al fanatismo.

Dios no puede estar presente más que de la manera que es propia de él; esta exclusividad debe encontrar un lugar incluso donde él se manifiesta de forma ajena, sub contrario. Buscar a Dios o presumir encontrarlo bajo sus formas propias en donde sólo puede encontrarse lo mundano significa exponerse a la más cruda de las desilusiones; no se encuentra inmediatamente lo transcendente en lo finito, ni lo transcendente en lo empírico.

Somos totalmente conscientes de lo que implica la introducción de categorías semejantes en nuestra exposición; pero nos guía una intención concreta, la de recuperar dentro del discurso teológico, amenazado por una restricción en la «positividad», las exigencias que hizo valer la tradición ontológica y la orientación de la respuesta que se les ofreció, según la cual Dios para nosotros no puede aparecer más que como principio de determinación de todo lo real y por consiguiente su testimonio en el mundo sólo puede hacerse en la perspectiva de la totalidad. Lo cual, en definitiva, se lleva a cabo en la dirección de una anticipación de sentido: el sentido del todo, proyectado en la línea de algunas experiencias asumidas como ejemplares 14.

Nos parece que el discurso paulino sobre los carismas apunta en esta dirección, ya que propone realmente como efectos del Espíritu realidades concretas e identificables en lo mundano, distintas y opuestas a otras realidades incompatibles con el Espíritu: ¡el discernimiento de los espíritus! Y efectos particulares son la confesión de Cristo, el servicio al Señor, o sea, no una forma cualquiera de experimentación del Espíritu, sino aquella que se abre como tal a la fe. En la fe, que es el don fundamental del Espíritu, se reconocen los demás dones. La mundanidad y la historicidad de la acción del Espíritu se muestra coherente e idéntica con la fecundidad mundana e histórica de la fe 15; en el sentido de la rationabilitas de la fe tiene que concebirse la discernibilidad de los carismas. Y como está ligado a la fe, el carisma adquiere una especial recognoscibilidad en la iglesia, por lo que escribe muy atinadamente Sauter: «La iglesia es el lugar donde las promesas de Dios se demuestran válidas y resistentes, esas promesas son el fundamento de la certeza, porque él se ha vinculado a ellas, y que consiguientemente aúnan a todos los hombres en la confianza» 16.

Esta confianza es ya un don del Espíritu; con él se despliega en la iglesia el orden de los carismas, no ya como posesión exclusiva de la iglesia, sino como el lugar donde adquiere una visibilidad peculiar todo lo que el Espíritu derrama en el mundo entero y en la historia.

 

10. Ecumenicidad de la acción del Espíritu

Si el Espíritu no está encadenado y actúa con absoluta libertad en todo el mundo, tenemos que esperarnos un encuentro con sus dones incluso fuera de los límites visibles de la iglesia y de la profesión explícita de la fe. Si la santidad ha constituido en la teología de occidente el último refugio que se ha buscado la cuestión del Espíritu, la verdad es que precisamente la santidad es la expresión más homogénea del Espíritu; en cualquier sitio y de cualquier forma que ella se encuentre, allí la estarán configurando el Espíritu y la condición histórica.

Abiertos a la multiplicidad de las experiencias religiosas y de espiritualidad, a los movimientos que pululan en el área católica y cristiana, cuya infinita diversificación tiene que entenderse ante todo como riqueza y no como confusión, y de cuyo florecimiento está en función la misma estructura institucional de la iglesia con sus necesarias instancias de control y de autenticación, no podemos menos de abrirnos también a todo aquello que el Espíritu se complace igualmente en derramar fuera del cristianismo; el cristiano tiene que buscarlo, reconocerlo y celebrarlo como realidad que no le es extraña, como no le es extraña la realidad del Espíritu que atestigua en su actividad misionera ante aquellos a los que se dirige.

Por eso la experiencia del Espíritu es esencialmente ecuménica, tiende a la superación de toda división, crea solidaridad y unión, no sólo entre una persona y otra, sino entre comunidad y comunidad, entre religión y religión, entre pueblo y pueblo. En esta línea pneumatológica hay que recuperar e integrar los temas que se discuten en la teología reciente bajo títulos como los de salvación de los infieles, cristianismo anónimo, presencia de las semillas del Verbo en la historia, teología de las religiones no cristianas, teología de las naciones; la perspectiva pneumatológica se presenta como capaz de liberar todos esos temas de cierto carácter abstracto y de ciertas formas unilaterales de ver las cosas en que podrían haber tropezado.

 

11. Las tareas de una pneumatología historificada

La reflexión sobre la presencia y la acción del Espíritu en la historia debe enfrentarse con los problemas concretos, determinados por las diversas épocas, situados histórica y existencialmente; para nosotros se trata de buscar esa presencia y sus modalidades en la condición occidental, tardío-capitalista, etc.

Si reconocemos aquí una importante incidencia de la economía en la historia y en la existencia del individuo, tenemos que buscar en esa esfera las formas posibles de esa presencia, las orientaciones compatibles con una acción eficaz del Espíritu y promovidas por ella. Tendremos que preguntarnos qué es lo que lleva consigo una inspiración del Espíritu en la interpretación y en la configuración del mundo de la producción y de todo el mundo del trabajo, en una sociedad tecnológicamente avanzada, estructurada según el neocapitalismo, inclinada a desarrollarse en sentido tecnocrático.

Tendremos que reconocer las exigencias que el Espíritu suscita en una sociedad que sigue las reglas del consumo, en la vida del individuo y de la sociedad entera, enfrentada con los problemas del individualismo y del colectivismo masificante. Tendremos que confrontar esas exigencias con las ideologías que se perfilan como legitimaciones de la realidad efectiva o de los proyectos revolucionarios, con las utopías que abren al futuro y con la caída de toda proyección histórica, consecuencia de ilusiones ya apagadas y de un repliegue escéptico y desalentado sobre el presente.

La esfera de la comunicación, condicionada por otra parte por todo el panorama en que nos movemos en las relaciones de producción y en el lenguaje, se presenta como el espacio en donde se hace más inmediatamente importante y destacada una cualificación pneumatológica. La obra de construcción del mundo adquiere sentido, en definitiva, dentro de la trama de relaciones humanas que esa obra permite y favorece. ¿Qué acción es la pneumática, en un mundo estructurado y regido por las relaciones de dominio, de prevaricación, de opresión? ¿Cuál es la voz y el mensaje del Espíritu en donde la comunicación se ve sistemáticamente desquiciada? ¿Cuál es la forma que debe actualizar el modelo de todas las relaciones, Jesucristo, el hombre para los demás: el seguimiento en la dirección de la comensalidad eucarística, el deseo de compartir hasta el sufrimiento y la muerte, o lo que es lo mismo, la cruz cuyo valor definitivo y cuya verdad esencial nos revela el Espíritu?

La espiritualidad cristiana ha enseñado siempre la caridad como forma de las relaciones animadas por el Espíritu; las obras de misericordia, la limosna, son expresión y concreción de la caridad. Liberando a esa limosna de toda estrechez y de posibles distorsiones, tenemos que recuperar el sentido profundo de esa historificación de la caridad, reconociéndolo en la sensibilidad, en la atención, en el compromiso con el pobre.

Podemos reconocer aquí la figura más alta y mejor reconocible de la acción vivificadora del Espíritu, que anuncia y realiza en el pobre la bienaventuranza. Por otra parte, acercarse al pobre bajo la luz y la guía del Espíritu se convierte -lejos de toda jactancia y de toda inclinación al paternalismo, que tienden a considerar la miseria ajena como medida de la propia condescendencia y generosidad- en reconocimiento de la propia responsabilidad por esa miseria, en conciencia del propio pecado por la pobreza no compartida, y consiguientemente en comienzo de conversión. ¿Acaso la limosna no cubre la multitud de los pecados?

La caridad vivida y ejercida de este modo no deja al pobre en su pobreza, ni fija al rico en su orgullosa perdición, sino que a ambos les abre y les impulsa por el camino de una liberación genuina e integral.

Un camino amenazado continuamente y ante el que parece levantarse como barrera insuperable el último enemigo del hombre y de Dios: la muerte. Pero también sobre ella ha triunfado Cristo y contra ella tendrá razón la acción vivificante del Espíritu. El compromiso por el pobre, por un mundo más humano, por un continuo proceso de liberación, anticipación de aquella victoria definitiva, darán testimonio de la fe en esa victoria y abrirán el corazón a la esperanza que profesamos en el símbolo cuando proclamamos el Espíritu Señor y dador de vida, garantía y principio de la resurrección de la carne y de la renovación del mundo que ha de venir.
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1. Sin embargo, en la teología católica moderna «... la mayor parte de los teólogos, con pocas excepciones..., no ha tenido el coraje de hablar de una inhabitación personal del Espíritu santo en los creyentes, a pesar de que el testimonio de la Escritura es inequívoco» (W. Kasper, La chiesa, luogo dello Spirito, Queriniana, Brescia 1980, 74).

2. «Aquella conversión al futuro que proviene del Reino se mostrará en la conversión de las relaciones de una vida con otra vida. Esta es la razón por la que la "iglesia del reino de Dios" se interroga por la esperanza de Israel, por la esperanza de las religiones, por la esperanza de la sociedad humana y por la esperanza de la naturaleza. La escatología cristiana no es sólo escatología para los cristianos, sino que tiene que desarrollarse como escatología de Israel, como escatología de las religiones, como escatología de los sistemas humanos de la sociedad y como escatología de la naturaleza, ya que sólo así podrá ser también escatología del Reino en su integridad» (J. Moltmann, La iglesia fuerza del Espíritu, Sígueme, Salamanca 1978, 167; cf. el hermoso texto de Bonhoeffer que allí se cita).

3. Vale la pena atender al hecho de que en Agustín la interpretación trinitaria sobre la base de la analogía psicológica, por la que se reconoce la imagen de Dios en el alma del hombre, mientras que repropone una concepción antropológica marcada por el dualismo platónico, vincula a través del tema de la cabeza (cf. 1 Cor 11, 3 ss) la monarquía divina a una concepción subordinacionista de la mujer respecto al hombre. ¿Tendrá esto consecuencias para la interpretación de la Trinidad?

4. Cf. las sugerencias de J. Moltmann en su relación al Congreso de pneumatología, celebrado en Roma en marzo de 1982.

5. Recuérdese por lo demás la definición del tiempo como distensio animae de Agustín.

6. Permítaseme remitir a mi artículo Mundo, en Nuevo diccionario de Teología II, Cristiandad, Madrid 1982, 1137-1152.

7. K. Marx, Opere filosofiche giovanili, Ed. Riuniti, Roma 1963 198 y pass¡ m.

8. MUNDO/MALES: Recuérdese el hermoso texto de K. Barth, L'epistola ai Romani, Feltrinelli, Milano 1962, 147: «El mundo es el compañero de cautiverio del hombre. Involuntariamente participa, como su mundo, en la perversión producida por su perversidad, en la alteración de sus relaciones con Dios, en la relativa y mediata divinidad que constituye la grandeza y la caída del hombre. Su enfermedad se ha convertido en la enfermedad del mundo».

13. Téngase presente la analogía entre este problema y el del reconocimiento de las notas de la iglesia (cf. J. Moltmann, o. c., 38 s).

14. Sobre este tema ha insistido especialmente W. Pannenberg, Cuestiones fundamentales de teología sistemática, Sígueme, Salamanca, 1976.

15. Cf. G. Bof, Fe, en Nuevo diccionario de teología, o. c. I, 572-595.

16. CL G. Sauter, o. c., 108.